En camino hacia la Pascua-6

Por: P. Enrique Sánchez González, mccj

El Perdón

En nuestro caminar hacia la Pascua nos hemos ido deteniendo a reflexionar sobre varios aspectos de nuestra vida y de nuestra experiencia espiritual. A cada paso nos hemos sentido consolados al encontrar al Señor que nos invita a darnos la oportunidad de iniciar una etapa nueva en nuestro peregrinar al encuentro del Padre que nos ama.

Hemos reconocido la necesidad de volver a él, para ponerlo en el centro de nuestras vidas. Nos hemos dado cuenta de que todo nuestro futuro se juega en la capacidad que demostremos de amar. Sólo amando podemos entender en qué consiste la misericordia de Dios.

Nos hemos preguntado quién es Cristo en nuestras vidas y nos sentimos afortunados de saber que nos invita a entrar en su intimidad, a través de la oración, para que estemos con él, para que descubramos en él nuestra identidad como personas y como cristianos.

Hoy les invito a reflexionar sobre el tema del perdón porque considero que es algo en lo que necesariamente desemboca nuestra experiencia de conversión. Perdonar es, de alguna manera, una forma nueva de decir que creemos en el amor y que vivimos para amar y ser amados.

Les propongo que pidamos como gracia el don de poder acoger el perdón de Dios que nos reconcilia con El, con los demás y con nosotros mismos.

¿Cuántas veces tengo que perdonar?

Mateo 18,21-35  La parábola del perdón.

Esta palabra se nos propone como el espejo delante del cual nos podemos contemplar para entender hasta dónde hemos llegado en la experiencia de perdonar y de aceptar el perdón en nuestras vidas.

Seguramente todos hemos escuchado más de una vez la frase: “Perdono, pero no olvido”. Esto puede llevarnos a preguntarnos qué es el perdón primeramente como experiencia humana, antes de dirigir nuestra mirada al Señor.

Perdonar es una experiencia que nos pone en contacto con el sufrimiento que sentimos cuando alguien ha dañado nuestro legítimo derecho a vivir dignamente y nos obliga a no quedarnos plantados en el dolor.

Perdonar, a nivel humano, es reconocernos la capacidad de vivir por encima de las agresiones recibidas, pues nos damos cuenta de que nuestra vida no esta hecha para permanecer en el dolor.

  1. ¿Qué es lo que nos mueve al perdón?

Generalmente nos damos cuenta que nos sentimos movidos a ejercer nuestra capacidad de perdonar cuando hemos sido agredidos física o moralmente. Cuando nos han arrebatado algo a lo que honestamente sentimos tener derecho o cuando se nos niega la posibilidad de vivir gozando de la integridad a la que tenemos derecho por ser personas, por ser hijos de Dios, si queremos verlos desde un punto de vista espiritual.

Nos sentimos agredidos cuando nos faltan al respeto, cuando se deforma la imagen que tenemos de nosotros mismos, cuando se nos impide ejercer el derecho a vivir gozando de la existencia, cuando se ejerce violencia, cuando se nos arrebata algo  que sentimos que nos pertenece, cuando se nos niega el espacio para desarrollar nuestro ser personas, cuando se atenta a nuestro derecho a ser felices.

  • ¿En qué ocasiones pedimos perdón?

Podemos hacer una larga lista de motivos, pero en realidad nos sentimos movidos a pedir perdón cuando nos damos cuenta que hemos sido motivo de dolor, cuando no hemos dejado que nuestro prójimo viva plenamente o cuando, voluntariamente o no, nos reconocemos al origen de algo que ha impedido al otro ser reconocido como hermano. Esto quiere decir que hemos buscado la manera de transformar al otro en algo que tratamos como si fuera una cosa, atribuyéndonos la facultad de manipularla o utilizarla.

  • ¿En qué consiste el perdón?

Perdonar es algo que nos pone más en el ámbito del recibir que del dar. Cuando perdonamos nos reconocemos la capacidad de trascender nuestra fragilidad y nuestros limites y reconocemos una de las verdades mas profundas de nuestro corazón, es decir, nos aceptamos necesitados de los demás para poder existir.

El otro que hace daño y que es capaz de producir sufrimiento me recuerda que yo también estoy hecho de la misma pasta y que tarde o temprano me tocará bajar la cabeza para acoger la misericordia del hermano que me dirá que no obstante mi fragilidad puedo seguir siendo motivo de su amor.

Viendo las cosas de esta manera, nadie puede decir ser incapaz de perdonar, como nadie puede encerrarse  en la pretensión de pensar que no necesita ser perdonado. Sólo el insensato que vive pretendiendo aislarse de los demás puede crearse la ilusión de poder vivir encerrado en la torre de su autosuficiencia o en el egoísmo de su megalomanía.

Perdonar y aceptar el perdón no es más que establecer una sana relación con la propia realidad humana y con la extraordinaria bondad y misericordia de Dios.

  • El perdón de Dios y nuestros perdones

Sin lugar a dudas, hay una gran diferencia entre el perdón que recibimos de Dios y los perdones que nos atrevemos a ofrecer a nuestros hermanos.

El perdón de Dios no tiene límites y está fundado en la esencia misma de Dios que es amor.

Dios perdona amando y amar no es otra cosa que crear todo de nuevo; es engendrar siempre a algo distinto, a algo más grande y mejor.

Cuando Dios perdona no se contenta con poner de nuevo en orden las cosas que por nuestra torpeza hemos puesto patas para arriba en nuestra vida.

Perdonando, Dios nos hace personas nuevas. Si somos un poco atentos nos podemos dar cuenta de que, después de experimentar el perdón de Dios sentimos que un algo de más se nos ha dado.

El perdón de Dios lo experimentamos o nos abrimos a esa experiencia, sólo cuando hemos tocado fondo en nuestro encuentro con la realidad de pecado que habita también nuestros corazones. Sólo quien hace la experiencia de bajar humildemente hasta lo profundo de su condición, en donde descubre que está hecho de tierra, hasta entonces el perdón empieza a significar algo interesante para su vida.

Sólo cuando nos reconocemos pecadores, entonces comprendemos que Dios vuelve a nosotros por don, por gracia. Es el paso a un nivel en nuestra vida en donde nos damos cuenta que de Dios todo lo podemos recibir y gratuitamente. Entonces caen todas nuestras pretensiones de autosuficiencia, nuestras prepotencias y todos nuestros egoísmos.

Perdón quiere decir entrega total, entrega hasta el fin, hasta el fondo. Y eso es lo que hace el Señor cuando nos pone el brazo sobre el hombro para decirnos, así como eres, así te quiero, me importas por lo que eres, no por lo que haces o dejas de hacer; me importas porque eres mi hijo o hija. Sólo por eso está dispuesto siempre a darse. Y esta es la manifestación más transparente del amor que sólo Dios puede dar.

Por el perdón Dios recrea lo que por el pecado nos hemos obstinado en destruir. Dios nos devuelve la libertad para que volvamos a tomas en serio y responsablemente la tarea de ser creadores de nuestra historia.

“Nosotros no podemos conocer el perdón de Dios sin reconocernos pecadores. El conocimiento de sí, el examen de conciencia y a lo que nos debe conducir el examen de conciencia: el conocimiento de nuestra propia lepra, de nuestra propia mediocridad, eso es lo esencial para que conozcamos el perdón, el don supremo de Dios”.[1]

La paternidad de Dios sólo la entendemos en la experiencia del perdón. Que Dios sea padre, lo entendemos, lo afirmamos, aunque muchas veces pueda resultar complicado a aceptarlo; sobre todo cuando se ha hecho la experiencia de una paternidad humana no muy significativa o sufrida.

Pensemos en la situación de tantos de nuestros contemporáneos que no hay hecho la experiencia de un padre, porque se ha ido al extranjero a trabajar, porque ha abandonado a la familia, porque ha sido una presencia violenta o irresponsable.

En el perdón, la paternidad de Dios la experimentamos personalmente, existencialmente.

Para Dios cuento no por los pecados que he evitado o por la perfección que he alcanzado. A él le interesa que vuelva continuamente a él, sin importar de donde venga. Aunque no con esto se nos aliente a enfrascarnos en las dinámicas del pecado. Pues, aunque sabemos que hemos sido librados del pecado a un gran precio y que ahora ya no vivimos bajo la ley de la muerte, sino de la vida; no por ello me puedo empantanar en el mal que se opone al amor que me ha salvado.

En este sentido creo que nos puede ayudar mucho el ponernos en contemplación de la experiencia de San Pablo quien nos enseña con mucha sencillez la libertad que ha alcanzado frente a la realidad de pecado que no niega y reconoce compañera de su caminar como discípulo del Señor.

“¿Qué diremos entonces? ¿Qué debemos seguir pecando para que abunde la gracia? ¡Ni pensarlo! Los que hemos muerto al pecado ¿cómo vamos a seguir viviendo en él?”

Entonces, ¿qué? ¿Vamos a pecar porque no estamos sometidos a la ley, sino bajo la gracia? ¡De ningún modo! (Rom 6, 1-2,15)

Podemos leer también la parabola del padre misericordioso o del hijo pródigo. ( Lucas 15, 1-3, 11-32) Ahí nos damos cuenta que Dios nos espera siempre para hacer fiesta y no para llamar a juicio o a pedir cuentas.

Para nuestra reflexión personal:

  • ¿Recuerdo algún momento en que he sentido la alegría del perdón?
  • ¿Cuáles considero sean los obstáculos más significativos que me impiden perdonar?
  • ¿En algún momento he sentido que es más difícil aceptar el perdón que perdonar?
  • ¿Existe alguien a quien me resulta difícil perdonar, por qué?
  • ¿He sentido la felicidad que produce el perdonar?

[1] Varillon F. Vivre le christianisme, bayard, París.