“Esto es lo mío”

P. David Esquivel, misionero comboniano: “Esto es lo mío”
Por: P. Zoé Musaka, mccj (Mundo Negro)
La vida misionera del P. David Esquivel está entrañablemente unida a Chad, el país que comenzó a amar incluso antes de visitarlo. Una y otra vez, este misionero comboniano mexicano ha regresado a «su» país de misión para compartir su vida con la gente y anunciar la Buena Noticia. La llamada a seguir a Jesús como misionero se cruzó en su vida cuando tenía 18 años y, aunque le costó, terminó por decirle «sí», aunque eso significó tener que abandonar sus prometedores estudios de Ingeniería. Queridos amigos, el P. David nos enseña que hay que atreverse y ser audaces en el seguimiento de Jesús, aunque ello suponga ciertas renuncias. Al final, siempre recibimos el ciento por uno. No dudéis en poner a Cristo en el centro de vuestras vidas. Sed jóvenes audaces, enamorados de Cristo y en búsqueda continua de lo que Él quiere para vosotros. Seguro que es lo mejor.

Háblanos de tu familia y de tu infancia.

Soy el mayor de seis hijos y el único varón. Una de mis hermanas es adoptada. Mi padre murió en 2013 y mi madre vive todavía. Somos una familia cristiana. Mi padre nos llevaba de pequeños todos los domingos a misa, que entonces era en latín, con el sacerdote de espaldas a los fieles. Era un suplicio y se nos hacía eterno, pero a la salida de misa mi padre siempre nos compraba un helado, así que íbamos con esa «devota» motivación. Aunque en México la educación es laica, estudié en un colegio católico y de pequeño me sabía de memoria todos los misterios del rosario. También recuerdo que mi abuelo nos suscribió a una revista editada por los Jesuitas, Vidas Ejemplares, que yo leía con entusiasmo. También cayó en mis manos una vida de san Daniel Comboni, que me gustó mucho, pero sin ninguna particularidad. Era igual que tantas otras vidas ejemplares.

¿Cuándo aparecieron los primeros atisbos de vocación misionera?

Al finalizar Secundaria empecé a estudiar Ingeniería en el Instituto Politécnico Nacional de Ciudad de México. En noviembre de ese año, era 1974, me invitaron a participar en unas jornadas de vida cristiana que organizaban los maristas. Aquellos cuatro días me abrieron completamente los ojos y me dije: «Seguir a Jesucristo. ¡Esto es lo mío!».

Sin embargo, tardaste en decidirte.

Sí, necesité tiempo para ir madurando la decisión. Una noche de febrero de 1976 el Espíritu Santo «estuvo dándome mucho la lata». No pude dormir dando vueltas a lo que debía hacer. Mi padre tenía dos trabajos y se estaba sacrificando mucho para poder pagarme los estudios y que fuera ingeniero que, además, era una profesión que me gustaba. Pero el gusanillo vocacional estaba cada vez más vivo. Confundido, al día siguiente fui a ver al P. Pedro Herrasti, coordinador de aquellas jornadas. El P. Pedro, siempre optimista y tranquilo, me sugirió que me cogiera uno o dos años de descanso del Politécnico y me diera un tiempo de búsqueda; siempre podría regresar para continuar mis estudios. Me habló también de varias congregaciones presentes en México: los Dominicos, los Jesuitas, los propios Maristas o los Misioneros de Guadalupe, muy conocidos en mi país. También nombró a los Combonianos, que eran unos misioneros que iban a África. Al escuchar ese nombre, un clic saltó dentro de mí.

¿Fue entonces cuando te pusiste en contacto con ellos?

Exacto. Me pasaron una dirección de Xochimilco, en la otra punta de Ciudad de México, donde yo vivía, y allí que me fui. El primer comboniano al que conocí fue el P. José Moschetta. Me acogió muy bien y quiso asegurarse de que mi deseo de ser misionero no era una evasiva, pero cuando supo que iba superando bien todas las asignaturas se tranquilizó. El P. Moschetta me invitó a participar en unas jornadas vocacionales que tenían lugar unos meses después. Disfruté tanto en la convivencia con los seminaristas combonianos y con los otros jóvenes participantes que me dije: «Aquí me quedo».

Y tuviste que decírselo a tu familia.

Sí, y no fue nada fácil. Se lo tuve que comunicar de forma un poco brusca, solo tres meses antes de mi entrada en el seminario. Mi madre, que es muy emotiva, lloraba. No lo podía aceptar. De hecho, ocho años después, en vísperas de mi ordenación sacerdotal, mantenía la esperanza de que desistiera de mi decisión de ser misionero. Mi padre no dijo nada, aunque sé que sufría interiormente, pero apoyó incondicionalmente mi vocación. En aquel momento manifesté una firmeza que me sorprendía a mí mismo. Hasta entonces nunca me había caracterizado por mi determinación, más bien todo lo contrario. En agosto de 1976, con 20 años, comencé mi camino formativo.

¿Dónde hiciste tu formación?

Primero en México, en el postulantado de Xochimilco y en el noviciado de Cuernavaca, donde emití mis primeros votos religiosos en abril de 1980. Después me enviaron a Francia, donde estudié cuatro años de Teología en el Instituto Católico de París. Allí conocí a un seminarista chadiano llamado Bernard Bessita que orientó mi vida. Hicimos muy buenas migas y enseguida forjamos una gran amistad. Bernard me presentó a muchas personas y familias chadianas, a las que visitábamos con frecuencia. Como al terminar los estudios los superiores nos dan la oportunidad de presentar nuestras sugerencias sobre los países a los que queremos ser enviados a misión, yo lo tuve muy claro: Chad. La misión en este país es bastante difícil por el calor y las muchas lenguas que tienes que aprender. Esto hace que mucha gente no quiera ir allí, pero a mí sí me escucharon.

¿Cuándo llegaste a Chad?

Fui ordenado sacerdote en México el 8 de septiembre de 1984, y apenas dos meses después ya estaba viajando hacia Chad. Como el país estaba en guerra, aterricé en Bangui, la capital de República Centroafricana, donde permanecí tres meses. El 6 de febrero de 1985 llegué a la ciudad de Sarh, donde pude pisar por primera vez la bendita tierra chadiana, cumpliendo así el sueño de mi vida. Hasta ahora sumo 20 años en este país, que he intercalado con varios períodos en México de trabajo en la promoción vocacional y en la formación.

¿Cuál fue tu primer destino chadiano?

La parroquia Santa Teresa del Niño Jesús de la ciudad de Doba, diócesis de Mundú, de la que directamente me nombraron párroco. Mis tres compañeros de comunidad estaban muy ocupados en los territorios rurales de esta enorme parroquia y yo, sin saber el «oficio», tuve que aprenderlo todo: la lengua ngambay, los programas de catequesis, el funcionamiento de los grupos, la pastoral juvenil, el grupo Kem Kogui para la infancia…, todo, así que estaba ocupado y preocupado de la mañana a la noche. Ahí me di cuenta de lo mucho que los misioneros dependemos de los catequistas. Yo tuve la gran suerte de tener a mi lado tres catequistas experimentados que me ayudaron muchísimo, al igual que las oblatas de Santa Teresa, francesas que trabajaban en la parroquia. Fueron seis años fantásticos, donde me sentí misionero al cien por cien. Además, vivía en una Iglesia nueva que estaba creciendo, donde los sacerdotes diocesanos chadianos en todo el país eran menos de 20 para cuatro diócesis. Aunque nos veíamos poco, hice con ellos una buena amistad. Mi amigo, el P. Bernard Bessita, ya les había hablado de mí. Yo era «el amigo de Bernard», y eso hizo que me trataran con una fraternidad particular.

Pero tuviste que regresar a México…

Mi provincia comboniana de origen me pidió y regresé, obediente, para un servicio de tres años en la promoción de vocaciones más otros tres para comenzar el seminario propedéutico. En 1997, después de participar en el curso comboniano de formación permanente, me permitieron regresar a Chad.

¿A la misma parroquia?

No. Esta vez me destinaron a una parroquia rural, San Miguel Arcángel, en Bodo, donde también viví una experiencia maravillosa. Atendíamos 15 sectores con un gran número de comunidades cristianas y creé lazos de amistad con muchas personas. Creo que a través del encuentro con las personas he aprendido más que en los libros. Siempre digo que Doba fue mi bautismo y Bodo mi confirmación en la misión. Después he estado en otras misiones y he prestado otros servicios como la promoción de Justicia y Paz en contenciosos de tierras entre agricultores y ganaderos, o en la defensa de los derechos de las mujeres, un trabajo específico al que damos mucha importancia en Chad, pero siempre llevo en el corazón a mis dos primeras parroquias.

Si tuvieras que empezar de nuevo, ¿volverías a ser misionero?

Nunca me he arrepentido, aunque tengo que decir que estos últimos años han sido más difíciles. Será la edad o que he tenido relaciones comunitarias muy difíciles con algunos compañeros, pero, en cualquier caso, cuando miro hacia atrás me siento muy feliz. Todo ha cambiado en mi vida al entrar en contacto con personas de otros continentes y culturas. Aunque suene un poco utópico, me siento «ciudadano del mundo».

¿Qué les dirías a los jóvenes?

Que no se reduzcan al mundo virtual de las redes sociales y se atrevan a adentrarse en el mundo real. Mirar, tocar, oler y saborear lo cambia todo. Oler la tierra mojada cuando empiezan las lluvias; ver el verde de los campos húmedos; oír los trinos de los pájaros por la mañana y los de los murciélagos en la noche; escuchar a la gente cuando al alba se va al campo; admirar las misas dominicales con esos ballets de gente que danza cadenciosamente y canta con todas sus fuerzas al ritmo frenético de tambores, alabando a Dios… La propuesta de Jesucristo sigue siendo válida. A mí me ha hecho «ser humano» y me sigue haciendo un poco mejor «hermano». Joven que me lees, esto te exige el máximo, para que, desarrollando todas tus potencialidades, seas mejor humano y mejor hermano. Atrévete, ¡sé audaz!, «suelta las amarras, deja la cómoda bahía y vente a navegar mar adentro», como cantábamos en mi parroquia.