Fecha de nacimiento: 09/09/1912
Lugar de nacimiento: Ponte di Barbarano (VI)/I
Votos temporales: 07/10/1931
Votos perpetuos: 07/10/1936
Fecha de ordenación: 27/03/1937
Llegada a México: 1980
Fecha de fallecimiento: 11/08/1990
Lugar de fallecimiento: Verona/I

En 1980, al destinar al P. Ezio Imoli a la provincia de México, el Superior General P. Calvia, le decía: conocemos tus problemas de salud y le han sido notificados también al provincial P. Jaime. Tenga la seguridad que será tratado con todas las atenciones que su caso merece.

Tenía el Padre 68 años y era un veterano de las Misiones de África. Había sido uno de los pioneros de la misión comboniana en Etiopía y, después de la segunda guerra mundial, al abrirse la misión de Mozambique, fue destinado a aquella misión donde trabajó ininterrumpidamente de 1948 hasta la expulsión en 1977.

Esperó en Portugal dos años, siempre con la ilusión de poder volver a África. Cuando todas las esperanzas se desvanecieron, manifestó a la Dirección General su plena disponibilidad para ser enviado a cualquier otra misión.

El superior general se lo agradeció, sobre todo por el testimonio de amor a la misión que con eso daba a los jóvenes y le manifestaba su admiración por el valor de enfrentarse, a su edad, con una nueva lengua y una nueva cultura.

Era evidente que el Padre no podría desarrollar muchas actividades, pero sus prestaciones de ministerio serían muy apreciadas por la gente que en México le profesa veneración al sacerdote.

Los problemas de salud a los que hacía alusión el superior general en la carta de destinación eran ciertos malestares no bien definidos (pesantez y pérdida de sensibilidad en las piernas) que se revelarían más tarde como síntomas de la enfermedad que había de marcar los últimos años de su vida: la lepra.

En Febrero de 1980 el Padre se despidió de sus bienhechores y de la familia y vino a México.

Pasó una temporada en San Francisco del Rincón, Gto. Para el aprendizaje de la lengua y luego fue destinado a Cd. Constitución, en la misión de Baja California.

Sus problemas de salud no le impidieron dedicarse con celo a las actividades de ministerio cuando, inesperadamente, se le abrieron otra vez las puertas de Mozambique, la misión de donde había sido expulsado en 1977.

Se estaba preparando en Nampula el 25º Aniversario de la dedicación de la catedral y el obispo de la diócesis pensó que daría mucho realce al acontecimiento el poder contar con la presencia de algunos misioneros que habían sido piezas claves en la historia de la evangelización. Con este fin solicitó expresamente del Presidente de la República la autorización de entrada y permanencia en el País para el P. Imoli.

Mientras se hacían los trámites, el provincial de Mozambique escribió a la Dirección General manifestando la esperanza que no habría obstáculos para que el Padre pudiera pasar sus últimos años en la misión donde había gastado la vida.

Para enero de 1982 el Padre ya estaba en Mozambique, en la misión de Alua. Le costó trabajo refrescar, después de años, sus conocimientos de la lengua macua, tan necesaria para ejercer el ministerio.

Después de un año su estado de salud empezó a empeorar. Ciertamente las carencias de la misión aceleraron el proceso de la enfermedad. En marzo de 1983, en una carta al P. Jaime, provincial de México, le confesaba: África es más fuerte que yo.

Los superiores no se resolvían a sugerirle un cambio de provincia porque la cosa podía ser interpretada como un deseo de liberarse de una carga. Pero cuando él mismo manifestó que, regresando a México, esperaba encontrar mejores condiciones para su salud y que todavía podía ser útil con sus prestaciones de ministerio, lo animaron a solicitar el cambio.

Entonces escribió al P. Jaime una carta hermosa: He hablado con mis superiores de aquí sobre la conveniencia de solicitar un cambio y ellos dejan la cosa a mi criterio. O sea que todo depende de mí.

He estado perplejo durante meses. Pero ahora me he decidido a pedir se me permita volver a México. Creo mi obligación informarlo sobre mi estado de salud: los médicos me han dicho que mi enfermedad (¿mala circulación? ¿arterioesclerosis?) se puede de alguna manera controlar, pero no curar.

Muchas veces para caminar tengo que apoyarme en un bastón y mi vista se ha debilitado bastante. Me parece haber hablado con la misma sinceridad con que hablaría al Señor. Si me aceptan así, con todas estas limitaciones, yo estoy dispuesto a ir. Si no lo creen conveniente me lo digan con toda libertad y yo lo aceptaré como voluntad de Dios.

Estando las cosas en trámite el Padre regresó a Italia. Un chequeo médico en Verona engendró la sospecha que se tratara de lepra.  Y cuando la sospecha fue confirmada por los análisis del Laboratorio de Londres, el Padre fue internado en el sanatorio de Fontillas (España) para el tratamiento de la enfermedad. Los médicos me han declarado positivo al bacilo de Hansen, es decir, hablando claro, que estoy leproso. Me habían ocurrido tantas y tales cosas en mi vida de misionero, que no debo extrañarme que me haya ocurrido también ésta. El Señor me ayude a aceptar su voluntad como se acepta en el cielo y así tendré mi paraíso ya desde esta vida.

El sanatorio es una Institución administrada por los jesuitas. A pocos pasos de mi cuarto está la capilla donde puedo celebrar diariamente la misa. Me doy cuenta de que el Señor me ama de una manera especial. Si no quisiera considerarlo así me lo gritarían las mismas piedras. ¡Dios sea por siempre bendito!

Por los altibajos de la enfermedad su estancia en Fontillas se alargó más de lo previsto. Por ese tiempo hubo también cambios en la Dirección General del Instituto. Y el P. Pierli, nuevo superior general, se interesó del caso del P. Imoli: Doy gracias a Dios que tu salud ha mejorado y que te encuentras ahora en condiciones de volver a México. Sé que en la provincia te reciben con gusto y sabrán apreciar tu testimonio de oración, celo, paciencia y fraternidad.

Ya que los médicos no consideran necesaria tu permanencia en España y el tratamiento lo puedes seguir en cualquier parte, te doy luz verde para que puedas volver a México.

Pero Dios iba a desconcertar sus planes. Estando en Italia preparándose para la salida y cuando ya se había despedido de sus familiares, hubo necesidad de hospitalizarlo en Verona por trombosis en el ojo derecho.

A todos sus achaques se añadía ahora éste que no sólo hacía más problemático su regreso a México, sino que a la vuelta de un año aconsejaría su asignación definitiva a la provincia italiana.

La carta que le escribió entonces el P. Casillas, nuevo provincial de México, puede considerarse como una despedida dolorosa: Su asignación a la provincia de México en 1984 respondía a nuestra esperanza de poder tenerle en alguna de nuestras comunidades, donde su presencia iba a ser un testimonio y al mismo tiempo una gran ayuda para la vida espiritual y comunitaria de los cohermanos jóvenes.

Dios dispuso que sus problemas de salud no le permitieran volver y ahora acabamos de enteramos que el P. General lo ha asignado a la provincia italiana.

Ciertamente con esto el superior general le está pidiendo un gran sacrificio. Le pedimos que una parte de este sacrificio lo ofrezca por la provincia de México, sobre todo por la perseverancia de los jóvenes que llaman a las puertas del instituto y que tienen tanta necesidad de la gracia de Dios para asimilar el espíritu de la Congregación.

La aceptación de la voluntad de Dios se convirtió para él en un manantial de paz. Los que lo trataron durante su estancia en Verona aseguran haber notado constantemente en su rostro, marcado por la enfermedad y en sus ojos ya apagados, una gran serenidad, una gran paz.

P. Domingo Zugliani


La del padre Imoli fue una vida dura, marcada desde el principio por el sufrimiento. Para asemejarse aún más a la de Cristo crucificado, también hubo lepra.

Una carta de su párroco resume todo el drama que vivió la familia. Sin embargo, esas personas llenas de fe aún encontraron la fuerza para permitir que el primero de sus seis hijos ingresara en el seminario diocesano. Pero escuchemos lo que el párroco escribió el 19 de agosto de 1929 al superior de los combonianos, cuando el joven Imoli ya había preparado su solicitud de ingreso en los misioneros.

“Reverendísimo P. Vianello, el pasado viernes 16 de este mes, estuve en Verona con mi joven feligrés que le escribe la carta adjunta (es la de la solicitud de ingreso, ed.). Sólo encontré al reverendo P. Zanta, a quien presenté al querido joven, exponiéndole al mismo tiempo las dificultades familiares que se opondrían a su vocación. Pero dicho Padre no tuvo ganas de tomar una decisión y nos aconsejó, en cambio, que nos dirigiéramos a ti. De ahí el motivo de este escrito.

Este seminarista del seminario diocesano de Vicenza ya ha superado el quinto curso y pronto cumplirá 17 años. Su familia es muy pobre y está compuesta por un padre, una madre y seis hijos, de los cuales Ezio es el mayor.

El padre, Alfonso, es carpintero, pero tiene muy poco trabajo. La madre, Pizzo Maria, es ama de casa. Poseen una pequeña casa con cinco campos y medio, pero sobre ella pesa una deuda de no menos de treinta mil liras, entre hipoteca y facturas. Así que ahora todo está en venta.

En los primeros años, el joven estuvo en el seminario de la catedral, luego, habiendo pasado al seminario, se le dieron dos tercios de indulto, pagando 300 liras, más cancillería, etc. Los padres hicieron enormes sacrificios para sostener el gasto, a costa de crecientes deudas; e incluso ahora hay que pagar 400 liras de atraso.

Para ellos, esta vocación misionera cortaría toda esperanza y empeoraría su condición. Sin embargo, creo que al final, siendo buenos cristianos, a pesar del choque, darían su consentimiento.

El joven, después de todo, es de conducta ejemplar, serio y piadoso. Su salud también es buena y sin duda dará todas las esperanzas de éxito. Pero, a la vista de los deberes que tiene para con el seminario y su familia, ¿se puede decir que se trata de una verdadera vocación o de meros deseos piadosos despertados en él por la lectura de la vida de Mons. Comboni? Pues el joven afirma que esa fue la ocasión de su decisión de hacerse misionero…”.

Ya desde hace dos años

Con la carta del párroco de Ponte di Barbarano estaba la pregunta de Ezio: “Reverendísimo Padre, tenga la paciencia de leer estas líneas que, para bien o para mal, le dicen todo lo que me gustaría decirle si estuviera cerca. Desde hace dos años, Padre, siento el deseo de ser misionero. Este deseo comenzó a hacerse sentir en mí al final del tercer año de la escuela secundaria. Al principio, a decir verdad, no pensaba mucho en ello, de hecho a veces intentaba no pensar en ello en absoluto porque ser misionero entonces me parecía algo casi imposible por muchas razones.

Con este pensamiento volviendo de vez en cuando, pasé parte de 1927 y casi todo 1928. Debo notar, Padre, que este pensamiento volvió a mi mente muy a menudo e incluso varias veces al día.

Después del otoño de 1928, ingresé de nuevo en el seminario. Durante los ejercicios, decidí hablar de este problema con mi padre espiritual, que me dijo que esperara y rezara. Así que para todo el año. Pero antes de irme de vacaciones me indicó a quién debía dirigirme para que me aceptaran porque me aseguró que la mía era una verdadera vocación misionera.

Ahora, Padre, le pido de todo corazón y con humildad que me acepte en su congregación…”.

El párroco, en una carta posterior, dijo que el obispo había sido favorable a la salida de Ezio y que el padre pagaría la deuda con el seminario.

Todo el mundo puede imaginar cuánto sufrimiento le costó esa decisión al hombre y a sus padres, cuántas esperanzas frustradas, cuántos planes rotos. En aquella época, que un hijo se hiciera sacerdote era una buena inversión para la familia, sobre todo para los padres, que tenían así asegurada su vejez.

Joven con los jóvenes

El 21 de septiembre de 1929 Ezio Imoli ingresa en el noviciado de Venegono. El 13 de noviembre tomó el hábito y el 7 de octubre de 1931 hizo su profesión temporal.

No tenemos constancia de este periodo, pero ciertamente tuvo que causar una buena impresión y dar una garantía de solidez en la virtud y en la práctica de la vida religiosa si los superiores, inmediatamente después de sus votos, lo enviaron a Padua como asistente de los chicos de ese seminario misionero.

Allí permaneció durante sus estudios de bachillerato y teología, hasta su ordenación sacerdotal, que tuvo lugar en la iglesia del seminario de Padua el 27 de marzo de 1937. El obispo consagrante fue Mons. Carlo Agostini.

El 14 de octubre de 1936, los superiores habían solicitado a Propaganda Fide la facultad de ordenar sacerdote al profeso escolástico Ezio Imoli antes de comenzar su cuarto año de teología. Motivo: “Dicho sujeto estaría destinado a asistir a la Facultad de Misionología de la Universidad de Propaganda y a estudiar al mismo tiempo el cuarto año de teología”. Propaganda “benigne annuit” siempre que complete el cuarto año de teología después de la ordenación.

En Etiopía

P. Imoli no pudo asistir al Ateneo porque una petición urgente de misioneros para Etiopía le obligó a terminar sus estudios con regularidad para estar listo para partir lo antes posible.

En septiembre de 1937, llegó a Kerker como coadjutor y profesor. Al año siguiente, se trasladó a Adi Arcai como profesor. De 1940 a 1941 fue capellán militar en Debra Zebit de las tropas invasoras italianas, y de 1941 a 1946 fue prisionero en la Somalia británica, Addis Abeba, La Faruk, Mombasa, Naivasha, Inglaterra.

Su primera experiencia misionera fue particularmente con los prisioneros italianos de los que fue padre, hermano y amigo. En Etiopía experimentó los horrores de la guerra, vivió sus penurias y lloró el martirio de su cohermano, el padre De Lai.

Monseñor Giordani escribe: “Lo que puedo decir del padre Imoli es que era un hombre de piedad y caridad. Tenía un gran respeto y un intenso amor por la Palabra de Dios. Recuerdo el cuidado con el que preparaba la explicación del Evangelio del domingo para los soldados. Incluso los oficiales, entre los que teníamos que vivir cuando estábamos en Etiopía, conocían su respeto por las Sagradas Escrituras. Una vez quisieron gastarle una broma. A la hora de comer estaban todos presentes, él llegó el último. Todavía no se habían sentado cuando un funcionario le preguntó: “Padre, tú que conoces bien la Escritura, ¿en qué libro está escrito que Abel mató a Caín?”. El Padre, listo, respondió: “En el Génesis”. Le siguió una gran carcajada. El padre respondió seriamente: ‘No nos burlamos de la Sagrada Escritura’, y se levantó de la mesa”.

En Inglaterra aprendió inglés y fue muy querido por sus compañeros y superiores. En todas partes era, sobre todo, un sacerdote.

Con el primero en Portugal

Tras un año en Venegono Superiore (1946-47) como confesor y profesor, el P. Imoli partió con los primeros combonianos hacia Portugal. En 1946, los combonianos llegaron a Mozambique, entonces colonia portuguesa. Para entrar, tuvieron que pasar un tiempo en Portugal para aprender el idioma. Así se fundó el seminario de Viseu, que sirvió para preparar a los misioneros para Mozambique y las futuras vocaciones portuguesas.

Los comienzos en Portugal no fueron fáciles, dada la extrema pobreza y la falta de todo. Los recién llegados no se desanimaron y, trabajando con asiduidad, consiguieron crear un buen círculo de amigos y partidarios de la obra misionera.

Cuando se empezaron a recoger los primeros frutos de tanto trabajo, el P. Imoli, que había ido como capellán a la parroquia de Mangualde, pudo finalmente partir a la misión. Era septiembre de 1948. En diciembre de ese año inició la fundación de la misión de Namahaca, de la que fue el primer superior (1948-1960), y luego pasó a Carapira (1963), Lunga (’63-’64), Matibane (’64-’76). En estas misiones fue capellán y superior. En 1965 también fue elegido segundo consejero del Provincial.

Los que estuvieron con él en las misiones recuerdan al P. Imoli como un hombre bueno y apacible, dedicado a su trabajo hasta la extenuación. Un trabajo que consistía principalmente en visitar a la gente en sus casas, en compartir, especialmente con los más pobres y los enfermos.

El Padre tenía un amor muy especial por los enfermos de Hansen, los leprosos, a los que cuidaba y asistía personalmente. Eran los últimos, los más pobres, y le emocionaba estar con ellos. Intentó no cargar con el mal que corroía su carne, sin ser nunca aprensivo… Fue durante este ejercicio de caridad cuando probablemente se contagió de la micobacteria leprae.

Expulsado

En Mozambique, mientras tanto, las cosas iban mal. La caída de la dictadura de derechas en Portugal (1974) fue la condición previa para la independencia de Mozambique, que se preparó mediante una larga y reñida guerra de guerrillas llevada a cabo por el movimiento llamado “Frelimo”, que fue fomentado por Rusia. En ese mismo 1974, el obispo de Nampula y algunos misioneros combonianos, que se atrevieron a hacer un análisis crítico de la situación política “colonialista” llevada a cabo por Portugal y del tipo de compromiso misionero en la escuela, fueron expulsados.

Con la independencia de 1975, que llevó al poder al Frelimo, los combonianos expulsados volvieron como triunfadores. Sin embargo, la bonanza duró poco. Comenzaron las nacionalizaciones, el acoso y la persecución. Los misioneros se cuestionaron sobre la nueva forma de estar presentes en un contexto tan diferente, sobre cómo continuar con su compromiso de ayudar y fomentar el desarrollo del pueblo y el crecimiento de la vida cristiana en un régimen “marxista revolucionario”.

Durante este período, ocurrieron cosas terribles contra los cristianos y el pueblo. Los niños de las escuelas tuvieron que presenciar los fusilamientos públicos de los desobedientes al régimen como “lección salutífera”, pueblos enteros fueron deportados para establecer granjas del gobierno, todo pasó a ser propiedad del Estado, incluso las gallinas de las monjas y los tomates del huerto de los misioneros. Los servicios religiosos fueron obstruidos por todos los medios, se impidió la enseñanza del catecismo, los misioneros y las monjas no podían salir de la misión sin permiso. En resumen, fue una persecución.

P. Imoli fue una víctima de esta nueva situación por la que, tras casi 30 años de trabajo, fue expulsado por malhechor. Sí -escribió-, tal vez fui un poco colonialista, pero amé tanto a los africanos”. Llevaba en la sangre la lepra, que aún no sabía que tenía, y la tenue promesa del padre Peano: “Si se abren las puertas de Mozambique y hay alguna posibilidad de que vuelvas, tendremos en cuenta tu deseo de regresar”.

De 1977 a 1979 estuvo en Famalicao (Portugal), en calidad de funcionario ministerial. También fue elegido “probus vir”.

Me siento como un pez fuera del agua”, escribió. – El tipo de vida hecho de reuniones, gimnasios, que tiene lugar en una casa de formación no se ajusta a mi carácter más bien taciturno. Fíjate que en cuanto me ordenaron sacerdote, me fui inmediatamente a la misión. ¿Qué sé yo de todas estas cosas? ¡África, África!  No es que tenga prisa, ¡ojo! Precisamente porque tengo prisa, estoy dispuesto a ponerme manos a la obra”.

En México con alegre obediencia

A estas alturas, la misión ardía en su alma, por lo que el Padre pidió irse a cualquier otra misión, aunque optó por Kenia ya que, durante sus tres años de cautiverio en Naivasha, había aprendido un poco de suaili. Sin embargo, “cualquier campo misionero en África, que considero, sin comparación, el más adecuado a mis capacidades, era suficiente para él. No entiendo”, añadió, “por qué los expulsados de Mozambique acaban en Brasil…. Ah, Brasil no”.

Sin embargo, al ver que Mozambique se le cerraba, sugirió a sus superiores que abrieran una misión en Angola para los misioneros expulsados de Mozambique. No es que Angola fuera más tranquila que Mozambique, sino que “cuando Comboni partió hacia Sudán”, escribió en la carta, “sabía perfectamente que iba a arriesgar su vida. Y sus superiores también lo sabían. Entonces, ¿se enfadó porque se fue de todos modos? ¿O es que sus superiores estaban locos por dejarle marchar? Asumimos la responsabilidad de la vida, de toda ella.

P. Imoli demostró ser verdaderamente grande con esas palabras, pero lo fue aún más al obedecer “alegremente” las órdenes de sus superiores que lo enviaron a un lado totalmente opuesto.

¡Si Nuestra Señora no se avergüenza de mí!

El 1 de enero de 1980, el P. General. Calvia lo asignó a México. “Querido Padre – escribió – este ejemplo de tu disponibilidad es también de gran ayuda para nuestros jóvenes misioneros. Permíteme agradecerte por tu amor a la misión y también por tu valentía de partir a costa de aprender un nuevo idioma”.

Para comprender estas palabras del P. Calvia, hay que leer algunas líneas de una carta que el P. Imoli le había escrito: “Habiendo pedido ya repetidas veces y en vano ir a África, pedirlo de nuevo me parece forzar la mano de los superiores. En este caso temo que, en lugar de concederme el permiso por razones objetivamente válidas, es decir, tales que puedan reflejar la voluntad de Dios (lo único, en definitiva, que me importa), me lo concedan para librarse de una molestia. En este caso no me sentiría a gusto. Que venga Brasil o donde sea en su lugar. De lo contrario, no entiendo qué clase de misionero sería, si misionero significa “enviado””.  Sigue una larga disquisición sobre la labor misionera que sería bueno publicar por lo edificante que resulta, teniendo en cuenta además la situación psicológica en que se encontraba el escritor.

Antes de partir hacia México escribió: “Todavía no he recuperado del todo el uso de los miembros inferiores en el sentido de que todavía se nota algo defectuoso en mi andar, ni puedo acelerar mucho el paso. Pido su ‘rica’ bendición, como dicen los portugueses, una bendición plena, total, sobreabundante, tal que me asegura que el Padre General está todo conmigo. Que si esto no es posible, una vez más inclinaré la cabeza y no moveré el pie”.

Su ministerio en la nueva tierra fue el de las confesiones, que ejerció de buena gana, aunque le costara fatigas. Ayudar a la gente a vivir en la gracia de Dios le parecía lo más hermoso que podía hacer un sacerdote.

En 1981 escribió una carta al secretario general pidiendo que, junto a su nombre, Ezio, el catálogo incluyera también el de María, el nombre que había tomado en los primeros votos. “¿Me preguntarán por qué tal pedido solo después de 50 años? Es simple: cierta sensación de indignidad, casi diría de modestia, me impidió arriesgar tanto. Pero ahora estoy llegando al final … Espero que la Virgen no se defraudará al ver su nombre junto al mío, pero no creas que sólo lo ha pensado, estaría muy equivocado, mil veces me hubiera gustado hacer tal cosa”.

casi un milagro

En 1981 se abrieron las puertas de Mozambique para el P. Imoli y sus superiores, fieles a su palabra, le dieron el camino a la tierra que tanto amaba.

El gozo del Padre fue inmenso. Salió de México y partió sin demora. Deseaba poder dejar sus huesos en África. Recorrió los lugares que lo habían visto como joven misionero, visitó a la gente, estrechó miles de manos y sobre todo absolvió muchos pecados. Su trabajo, en realidad, ahora era solo el de las confesiones porque sus piernas no le permitían moverse como hubiera querido.

El clima, las condiciones de vida provocadas por la guerrilla, la alimentación que se vio afectada por la precariedad de Mozambique, y la falta de medicamentos, aceleraron el curso de la enfermedad por la que, aún con la muerte en el corazón, tuvo que regresar a Italia.

El largo calvario

Hacia finales de 1983 encontramos al P. Imoli en Verona. Algo en su cuerpo ya no funcionaba. Caminar se volvió cada vez más agotador, se habían abierto llagas debajo de los pies y habían aparecido manchas extrañas en las piernas.

“El médico hizo la biopsia, pero aún no ha llegado la respuesta de Londres o París”, escribió al general. La respuesta, en cambio, había llegado a las personas adecuadas y era: lepra. Inmediatamente fue ingresado en el Centro de Salud de Fontilles, España, con la esperanza de frenar la enfermedad.

El 15 de noviembre de 1983 escribe desde ese lugar: “Los médicos me declararon positivo a la enfermedad de Hansen, o sea, para hablar claro, soy leproso. Ya estaba preparado. Después de tantos que me han pasado en mi vida misionera, no debo sorprenderme ¡Que esto también sea planeado! Que el Señor me ayude a aceptar su voluntad como es aceptada en el Cielo, para que tenga mi paraíso de este mundo. A unos pasos de mi habitación tengo la capilla para que pueda celebrar cómodamente todos los días.

El Centro está dirigido por los jesuitas. Más que un sanatorio, es una familia, un poco sui generis, si se quiere, pero una familia y yo soy feliz. O más bien, empiezo a darme cuenta de que el Señor me ama de una manera particular. Si no quisiera admitirlo todavía, hasta las piedras me lo gritarían. Que sea bendito y agradecido y que yo me haga cada vez más digno de tanto amor. Me ayudas. “

Una carta similar, escrita inmediatamente después de tal frase, nos habla del calibre de este misionero.

El 3 de enero de 1984 escribió: “Nunca me he sentido tan misionero como ahora. Gracias por darme la esperanza de poder regresar a México. Acepto todo lo que viene, sabiendo que todo viene del Amor”.

El 16 de marzo prosiguió, escribiendo siempre al General: “Debo agradecerle sinceramente su caridad para estar en contacto con este pobre hombre. Los bacilos todavía están allí, pero han disminuido, y los médicos me dicen que la enfermedad evoluciona normalmente. Serán necesario varios meses antes de salir del sanatorio”. Luego el Padre añade un toque de profunda humanidad que conmueve: “Por otra parte, os confieso que me siento avergonzado y no puedo decidirme a dejar el sanatorio… Pobre don Imoli, qué pequeño, abyecto, despreciable se siente. .Ah, Padre, ora y haz orar por los que sufren en este mundo”.

La lepra es una enfermedad que siempre ha llevado dentro de sí como una maldición divina por lo que el enfermo tiene dos enfermedades: la lepra y el hecho de ser leproso. Y por eso encuentra refugio escondiéndose de los ojos de los hombres. El P. Imoli experimentó en sí mismo esta humillación y sintió todo su peso y dramatismo.

25 de noviembre de 1984: “Me operarán del pie. Esta es la cuarta vez que me operan. Dos veces en Verona y una vez en México. Se hablaba de verrugas, pero es mi enfermedad. Al menos podía caminar”. un poco! sea como fuere, Dios sea siempre bendito”.

El 1 de abril de 1985: “El resultado de los últimos exámenes no fue tan favorable como esperábamos. Pero todavía espero recuperarme y volver a México”. La misión seguía siendo el resorte capaz de darle energía y esperanza en tan largo sufrimiento. En 1986 se le permitió ir a México gracias al permiso del P. Pierli, el nuevo General, ya que la enfermedad parecía haberse detenido. Eso fue solo un sueño.

En 1987 estuvo de nuevo en Verona. Aquí lo golpeó una trombosis en el ojo por lo que, en lugar de partir para México, terminó en el hospital de Borgo Trento. Aceptó el bocado amargo e inclinó la cabeza una vez más. Al año siguiente tuvo que volver a Fontilles para hacerse un chequeo. La lepra había despertado. “Sigo siendo positivo”, le escribió al general. “Os pido que acogáis con fe el misterio de la cruz”, respondió el p. Pierli. Luego agregó: “Mientras seas positivo en la enfermedad, lo adecuado es que te quedes en Italia”.

Imoli no perdió la esperanza. Al general que había regresado de su visita a México, le escribió: “Ahora que ha visto México, ¿no ve ningún lugar para mí?”. Pierli le envió un retrato de Mons. Comboni con un hermoso pensamiento sobre el celo misionero del Padre y la promesa de que, si sanara, nada le impediría volver a la misión.

“Gracias por la promesa y por el retrato. Mons. Comboni es mi gran amigo, a quien en su momento confié las primicias de mi vocación misionera, como en los últimos tiempos le he confiado la conclusión. Tú me dices: ‘Que el Señor te ayude a regresar a la tierra de Nuestra Señora de Guadalupe’ ¡Qué hermosas son estas palabras en su boca, Padre!, carrera misionera y en medio del tiroteo, me parece que yo con gusto lo termino. En mi gran amargura me dirigí a María y ella me hizo entender que nos vemos en el Tepeyak. Veremos si será verdad o todo será fruto de la fantasía”.

Fundador de la fe

El 28 de abril de 1988, el P. El General, que estaba de visita en Mozambique, le escribe desde Anchilo: “Querido don Imoli, desde Mozambique donde pasó los mejores años de su vida desde 1948 hasta 1976 y desde 1981 hasta 1983 quiero enviarle mis saludos fraternos.

Al visitar los florecientes cristianismos que ahora están reviviendo después de la persecución, no puedo dejar de agradecer al Señor por haber realizado obras magníficas a través de los Misioneros Combonianos. Fuiste uno de los primeros y, al visitar diferentes comunidades y misiones, vuelve tu nombre como uno de los Padres de la fe para este pueblo. En Lurio, un hombre que te conoció bien dio testimonio de tu celo y dedicación. Todos aplaudieron.

La tormenta de la persecución no destruyó a la Iglesia, al contrario, la purificó y la transformó. Querido Padre Ezio, aunque físicamente lejos de aquí por voluntad de Dios dada tu enfermedad, sigue presente con tu oración y tu sacrificio. Hagan unos “safaris” en espíritu y así sigan difundiendo el Evangelio de Cristo en esta tierra…”

“Gracias por tu carta – respondió el Padre desde Verona – y ruega para que sea cada vez más conforme a la santísima voluntad de Dios”.

Ven buen siervo

Fue agradable ver al p. Imoli paseando por el patio charlando con algún viejo compañero de misión, o sentándose en el banco detrás del monumento de San José a descansar. En su rostro marcado por la maldad y en sus ojos muertos (también ciego) había tanta paz y serenidad.

Incluso cuando el 1 de julio de 1988 fue destinado definitivamente a la Provincia de Italia, se limitó a una sonrisa. “Sé que también vosotros aceptaréis esta cruz con fe y serenidad y por ello doy gracias al Señor”, p. General. El P. Ezio ya se había conformado en todo a la voluntad del Señor, que había permitido a este siervo suyo coronar su vida misionera con una enfermedad típica de los países de misión, casi un signo de encarnación e identificación con los pobres del Reino.

Últimamente p. Imoli ni siquiera podía salir de la enfermería. Sus paseos se reducían a un ida y vuelta por el pasillo agarrado a la barandilla.

Hasta que una fractura en el fémur le obligó a ser hospitalizado de nuevo y a la inmovilidad total. Tan pronto como pudo recuperar el aliento, se fue a casa. Pero ahora las condiciones generales estaban seriamente comprometidas. Pidió los sacramentos y acogió conscientemente al Señor que vino a llevarlo.

Tras el funeral en la Casa Madre, el cuerpo fue trasladado al cementerio de su tierra. El P. Imoli ha demostrado que un gran amor por la misión es capaz de eclipsar todas las tribulaciones de la vida, incluso la terrible situación de un enfermo de lepra. 

P. Lorenzo Gaiga

Del Boletín Mccj n. 169, enero de 1991, págs. 104-112