Ser padres

Por: P. Ismael Piñón, mccj

Este 16 de junio celebramos aquí en México el Día del Padre. A lo largo de la historia de la humanidad, la figura del padre y la de la madre han ido evolucionando al ritmo de las nuevas necesidades y de los cambios en la sociedad. Ser madre se identificaba con la fertilidad, la procreación y el cuidado y atención de la progenitura, mientras que la figura paterna se caracterizaba más por el papel de la autoridad, la defensa y el sostenimiento económico. Se hablaba del padre como el «jefe o cabeza de familia», era él quien tomaba las decisiones importantes que implicaban a todos, tanto a los padres como a los hijos. Los tiempos han cambiado y, afortunadamente, hoy caminamos hacia una mayor igualdad y corresponsabilidad, a pesar de que algunas corrientes la quieran llevar a extremos tan irracionales como decir que da lo mismo que haya un padre y una madre o que haya dos madres o dos padres.

En el reportaje que publicamos en nuestra revista Esquila Misional del mes de junio presentamos cómo son y cómo viven la paternidad los akas, pigmeos que viven entre Camerún, República Democrática del Congo y República Centroafricana. Ellos nos dan un hermoso ejemplo de cómo se puede ser un buen padre con responsabilidad, sin complejos, y compartiendo esa hermosa misión de cuidar y educar a los hijos con la familia y con el resto del grupo social.

Jesús se refería constantemente a Dios como el Padre, como su Padre; y nos invita a dirigirnos a Él como «Abba», término que podríamos traducir como «querido papá» o «papaíto». En la principal oración que enseñó a sus discípulos y la que más rezamos los cristianos le decimos «Padre nuestro». Ello no impide que en Dios podamos encontrar también el amor materno: «Como la gallina reúne a los polluelos, así Dios también quiere reunir a sus hijos» (Lc 13,34). Hoy la figura del padre sigue siendo fundamental para que el hijo que va creciendo pueda tener un desarrollo humano y espiritual completo.

En este mes que celebramos el Día del padre, queremos hacer un homenaje a todos los padres del mundo, como lo hicimos el mes pasado con las madres. Los dos son pieza fundamental en la construcción de la familia, cada uno con su especificidad y con su riqueza.

¡Feliz día, papás!

La esperanza no defrauda

Por: P. Ismael Piñón, mccj

El pasado 9 de mayo se publicó la bula de convocación del Jubileo ordinario del año 2025. Con ella el Papa convoca oficialmente el Año Santo de Roma, que se celebra cada cuarto de siglo. La bula lleva por título “Spes non confundit” (la esperanza no defrauda), frase tomada de la Carta de San Pablo a los Romanos (Rm 5,5).

En la introducción el Papa afirma que «en el corazón de toda persona anida la esperanza como deseo y expectativa del bien, aun ignorando lo que traerá consigo el mañana. Sin embargo, la imprevisibilidad del futuro hace surgir sentimientos a menudo contrapuestos: de la confianza al temor, de la serenidad al desaliento, de la certeza a la duda».

Si ponemos la mirada en la actual situación del mundo, de nuestro país, de nuestros pueblos y ciudades, de nuestras familias, o mirándonos a nosotros mismos, podemos caer en la tentación de pensar que nuestro futuro es incierto, que vamos de mal en peor, que esto no tiene solución o que vamos camino de nuestra autodestrucción.

El papa Francisco, tomando las palabras que San Pablo dirige a los Romanos, nos dice que «la esperanza cristiana, de hecho, no engaña ni defrauda, porque está fundada en la certeza de que nada ni nadie podrá separarnos nunca del amor divino”. Las guerras en Ucrania o en Palestina, la violencia política en tantos Estados de nuestro país, la crisis cultural que vive nuestra sociedad moderna, las enormes desigualdades sociales, el drama de la migración… ninguna de esas situaciones podrá evitar que Dios siga amando a su pueblo; al contrario, Dios está más cerca de nosotros cuanto más grande es nuestro sufrimiento. En la bula el Papa nos invita a descubrir los signos de esperanza que la humanidad nos presenta, descubrir lo bueno que hay en el mundo: los que siguen trabajando por la paz, los que asisten a los enfermos, a los marginados, a los migrantes; signos de bondad y de solidaridad que nos ayudan a no caer en la tentación de considerarnos superados por el mal. En esta revista les presentamos la parte central de la bula, en donde el Papa habla precisamente de esos signos de esperanza que debemos descubrir y sacar a la luz. Respondamos a su invitación y dejémonos atraer desde ahora por la esperanza y permitamos que a través de nosotros sea contagiosa para cuantos la desean. Que nuestra vida pueda decirles: «Espera en el Señor y sé fuerte; ten valor y espera en el Señor».

¡Viva el Sagrado Corazón!

A Federico Sinjuicio lo tenían etiquetado en el pueblo por ser una de las personas más extravagantes y que rompía con todos los esquemas de los bien pensantes y de las personas educadas de la alta sociedad. Usaba pantalones rojos y camisa amarilla y le gustaba ponerse una corbata de moño al cuello, de riguroso color morado.

Le encantaba subirse al quiosco de la plaza y cantar a medio día el Ave María de Schubert, con una voz de tenor extraordinaria, pero más desentonada que la de don Pancho el güero bajo la regadera, cuando se estaba bañando por las mañanas.

No era raro encontrarlo hacia las cuatro de la tarde por los rumbos del mercado, tirado bajo la sombra de un árbol, haciendo la siesta, después de los tacos que había comido gracias a la providencia que se había manifestado a través de alguna alma caritativa o evaporando los tres o cuatro mezcales que los amigos, por quitárselo de encima, le habían invitado.

Fede Sinjuicio, como todos lo llamaban, era un hombre bueno que no le hacía daño a nadie y su sencillez revelaba la belleza que llevaba por dentro, en un corazón noble, en un alma limpia y en unos sentimientos que se desbordaban cuando de hacer el bien se trataba.

Para muchos Fede se había convertido en parte del folclore del pueblo y todos notaban su ausencia cuando no lo veían deambular por los portales o dormido en una banca del atrio de la parroquia.

Algo que nadie se explicaba era cómo fuese posible que aquel hombre, en sus momentos de lucidez, hablara con tanta elocuencia y aquel que parecía el último del pueblo se prodigara en gestos de ternura y de servicio cuando encontraba a alguien en quien descubriera el mínimo dolor y cualquier sufrimiento.

Cuando alguien le preguntaba por qué ayudaba a los demás, respondía como el más cuerdo que jamás se hubiese visto. Es el Sagrado Corazón que me manda, decía, y repetía las palabras de san Juan, sacando de la bolsa de su pantalón un papel amarillento en donde estaba escrito: si Dios nos ha amado tanto, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nunca lo ha visto nadie; si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Dios ha llegado a su plenitud en nosotros.

Con frecuencia se le encontraba por las calles llevando una pancarta en donde estaba escrito: Dios es amor y eso basta. Y muchas de las personas que salían de la Iglesia, después de la hora santa, se sentían menos confundidas con la verdad que Fede les anunciaba en su pancarta que con los eruditos sermones del señor cura, quien siempre acababa enredado tratando de explicar la unión hipostática.

Y es que Federico Sinjuicio, en la simplicidad de su vida y en su aparente sin juicio, había ido entendiendo que la vida sin amor era como la fiesta sin música, como las torres sin campanas, como el comelón sin dientes o como la feria sin castillo. Le gustaba decir que era mejor una olla de frijoles compartida con los pobres que unas puntas de filete comidas a solas.

A él, por gracia divina, le había sido dado entender que más valía ser feliz que vivir con un tesoro en casa, pero sin poder salir a la puerta. Y para ser feliz para nada servía el ser famoso  si tenía que vivir aislado de las personas a quienes él amaba.

El amor lo había hecho libre y le había dado aquella sencillez que sólo se vive en los primeros años de la vida, cuando la ambición, el orgullo, el deseo de acumular cosas y poder no cuentan. Cuando la prepotencia que hace egoístas y rencorosos todavía no infectan el corazón; cuando la tristeza y la insatisfacción que enferman el alma y paralizan con sus prejuicios el corazón sencillo de quien se reconoce humano aún no contaminan la bondad que nos hace divinos sin perder lo humano.

A Fede nadie había podido envenenarle el espíritu impidiéndole reconocer a los demás como hermanos y muy alegre cantando simplemente decía: es el Sagrado Corazón, hermanos.

El amor le había enseñado a disfrutar de todo, reconociendo la bondad de Dios en lo que a los ojos de los demás parecía pequeño y despreciable; sobre todo cuando se vive con la soberbia que hace pensar que no se necesita de los demás y que en todo nos bastamos.

Federico no sabía lo que significaba la palabra individualismo y la indiferencia no existía en su lenguaje habitual, porque para él todas las personas que encontraba eran iguales. Él no sabía de alcurnias, ni de sangres azules, no distinguía los colores de la piel y nunca le habían explicado eso de las clases sociales.

Un día, entrando a media misa en la parroquia del centro, había oído al párroco que predicaba y, sin hacerse notar, se había acomodado atrás de una de las grandes columnas, desde donde podía ver todo sin ser visto, para no distraer a los devotos de la cofradía de los corazones coronados de espinas.

Era un sermón de esos que dicen que se hacen con el corazón y Federico, que de tonto no tenía ni un pelo, había grabado en su mente y en su corazón la frase principal que decía: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo para que, ofreciéndose en sacrificio, nuestros pecados quedaran perdonados.

A él esto le había bastado y cuando se le subían los grados del etílico que había consumido, se hacían más claras sus palabras y no se cansaba de repetir: porque soy pecador, Dios me ha amado.

Fede no había frecuentado muchas clases de teología y no había pasado por los grandes seminarios, pero había guardado en su corazón aquella experiencia que, aún en sus desvaríos, le permitía volver a ponerse delante de Dios y reconocer que en aquel Corazón traspasado siempre habría un lugar en donde encontrar cobijo y del cual nadie lo sacaría para expulsarlo como indeseado.

Durante los novenarios al Sagrado Corazón, Federico Sinjuicio, no se perdía ninguno de esos encuentros y aunque eran a la misma hora en que todos estaban viendo La rosa de Guadalupe, él sabía que más valía quedarse unos minutos contemplando aquel Corazón abierto que todos los milagros que le contaban los miembros de los cenáculos de santo Tomás, el desconfiado.

Seguramente su hazaña más grande fue haber compuesto un poema para las fiestas del Sagrado Corazón, en el que la rima y la métrica poco le habían importado. Para alegría de todos sus paisanos se había contentado en repetir veinte veces, ¡Viva el Corazón de Jesús! ¡Viva el Corazón que tanto nos ha amado! ¡Viva Jesús en la cruz en donde nos ha mostrado su corazón traspasado para decirnos que nadie como Dios nos ha mejor amado!

Los años pasaron y con ellos también Federico Sinjuicio desapareció de su pueblo, sin que nadie se diera cuenta, pero la gente no lo olvidaba, pues decían que había sido un rostro en el que habían conocido el amor que Dios nos tiene y que brota de aquel corazón traspasado.

“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo para que, ofreciéndose en sacrificio, nuestros pecados quedaran perdonados.

Queridos, si Dios nos ha amado tanto, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nunca lo ha visto nadie; si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Dios ha llegado a su plenitud en nosotros. Reconocemos que está con nosotros y nosotros con él porque nos ha hecho participar de su Espíritu. Nosotros lo hemos contemplado y atestiguamos que el Padre envió a su Hijo como salvador del mundo.

Si uno confiesa que Jesús es Hijo de Dios, Dios permanece con él y él con Dios. Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tuvo. Dios es amor: quien conserva el amor permanece con Dios y Dios con él”. (I Jn 4, 10-16)

P. Enrique Sánchez, mccj

El Corazón de Jesús y la Cruz

San Daniel Comboni y el S. Corazón de Jesús (y IX)

Unas palabras de S. Daniel Comboni

“Pues con la Cruz, que es una sublime efusión de la caridad del Corazón de Jesús, nosotros nos volvemos poderosos”. (Escritos de San Daniel Comboni, 1735)

Quien ha hecho en su vida la experiencia de amar sabe que no hay amor sin renuncias y sacrificios, no hay amor sin entrega y sin dolor, no hay amor sin renuncia, no hay amor sin cruz. Pero, contrariamente a lo que habitualmente pensamos, todo lo que puede representarse con la cruz esconde un misterio de amor que no podemos encontrar en ninguna otra parte.

La Cruz para el cristiano representa el lugar del martirio, de lo absurdo de una muerte indigna e inmerecida, es lo inaceptable de un juicio injusto, de una condena sin pruebas, de un rechazo tonto de un proyecto de vida auténtica. Pero, al mismo tiempo, representa la expresión más grande del Amor que se entrega, el sacrificio gratuito, el despojo total de sí mismo, sólo para cumplir la voluntad del Padre. La Cruz es el lugar en donde Dios quiso mostrar la calidad de su amor de Padre.

Como san Pablo dice en su predicación, también nosotros estamos llamados a predicar la Cruz ocupada por la persona de Jesús, porque ahí se manifiesta el Amor que brotará eternamente de su costado para que todo el que lo contemple sea transformado.

También nosotros hoy, en la Cruz de Cristo, haciendo nuestra la pasión que continúa en cada hermano, nos descubriremos fortalecidos y poderosos, porque estaremos invadidos del amor que brota de su corazón traspasado.

Reflexiono

¿Cómo vivo el sacrificio, el dolor, las renuncias necesarias en mi vida?
¿Acepto amar, aunque implique desprendimiento de mí mismo, de mis gustos y comodidades?
¿Valoro lo que Cristo ha hecho por mí? ¿Reconozco en su entrega y sacrificio una oportunidad para amar?
¿Me entusiasma dar la vida sirviendo a los demás, me alegra ser testigo de Jesús?

Hago una oración

Jesús, que por mí subiste a la cruz, haz que sepa reconocer en tu sacrificio la manera como tu Padre, que es mi padre, ha querido amarme. Dame el coraje para no acobardarme en los momentos de sufrimiento, de renuncia y de dolor. Sostenme a la hora de la prueba, en la hora del dolor y en los túneles de la soledad. Hazme entender el misterio del Amor abriéndome caminos para amar.
Sagrado Corazón de Jesús llena mi vida de tu presencia, ilumina mi camino de discípulo, hazme entusiasta testigo de tu amor. Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío.

P. Enrique Sánchez, mccj

Gracias y bendiciones del Corazón Traspasado

San Daniel Comboni y el S. Corazón de Jesús (VIII)

Unas palabras de S. Daniel Comboni

“… del seno misterioso de este divino Corazón traspasado brotarán torrentes de gracias y ríos de celestes bendiciones sobre este gran pueblo de África Central que nos es tan dilecto…” (Escritos de San Daniel Comboni, 3330)

En los días que corren, hoy a muchos de nuestros contemporáneos les resulta muy difícil entender el lenguaje que habla de gracia, de poder recibir algo sin haber pagado un precio. Vivimos en una sociedad en donde hay que competir y sobresalir, estar por encima de los demás. La exaltación del poder y del tener condiciona la vida de muchas personas que tienen que hacer enormes sacrificios para poder estar en la cima o simplemente sobrevivir.

Vivir gratuitamente, ofreciendo la propia vida y recibiendo el don de los demás es algo que nos parece imposible y nos convierte en personas desconfiadas, cerradas en sí mismas y, al mismo tiempo, necesitadas de relaciones, de afectos y de ternura. Y, en profundo de nuestro corazón escuchamos la voz que nos dice que hemos venido a este mundo para darnos, para ser con los demás.

Las gracias y bendiciones que san Daniel Comboni veía brotar del Corazón de Jesús no eran más que la expresión de un amor incondicional por aquellos pueblos de África que se convirtieron en su pasión y en el único motivo de su existencia y la razón que lo movió para vivir entregado a los demás.

Qué bueno sería que aprendiéramos un poquito de ese Corazón abierto de Jesús que sigue derramando gracias y bendiciones sobre cada uno de nosotros. Eso nos ayudaría, seguramente, a vivir dándonos sin medida a los demás.

Reflexiono

¿Siento que las gracias y bendiciones de Dios se están manifestando en mi vida?
¿Cómo manifiesto mi apertura a los demás o vivo en la desconfianza y en temor a quienes están cerca de mí?
¿En qué reconozco las gracias y bendiciones de Dios en lo cotidiano de mis días?

Hago una oración

Te agradezco Señor por el don incondicional del amor que brota continuamente de tu costado abierto. Gracias porque me bendices a diario con la gracia de tu amor que se convierte en vida, en salud, en capacidad de contribuir en la creación de un mundo mejor. Gracias por tantas bendiciones con las cuales me cubres a diario y me permites ser gracia y bendición para las personas que me rodean. Qué tu corazón sea fuente perenne de bendiciones.

P. Enrique Sánchez, mccj

El Corazón de Cristo como fuente de un amor apostólico radical

Por: Fr. Louis Okot, mccj

En la mañana de mi partida de mi pueblo en julio de 1997 a Kenia y luego a Perú, mi primera misión, mi abuela, Tafeng Amafile, me tomó en su regazo, puso su mano sobre mi pecho (corazón) y me bendijo con estas palabras, “que tu corazón sea pacífico y bondadoso… (isiarah taji nohoi he liha – lengua lopit)” y luego molió carbón con sus dientes y escupió sobre mi cabeza y pecho (corazón) diciéndome “ve en paz y trabaja bien en tu misión”. Supe y comprendí que estas bendiciones salían del corazón de una mujer que gasta su vida por el bien de los demás.

El Sagrado Corazón de Jesús está bien demostrado en lo que Jesús dice y hace. Es un Corazón que pone las cosas patas arriba, y esto causó escándalo tanto a los de fuera como a sus seguidores. Declaró una tierra nueva para los pobres y desfavorecidos. Dichosos vosotros los pobres: vuestro es el Reino de Dios (Lc 6, 20.21.24.25; Mt 5, 3.6). Dichosos los misericordiosos, los limpios de corazón, los pacíficos: serán llamados hijos de Dios. El que quiera hacerse grande entre vosotros debe ser vuestro servidor. Ama a tu enemigo y reza por los que te persiguen (Mt 20, 25-26; 23, 29-36; 5, 5.9.38-44; 23, 4; Lc 10, 29-37).

¿Y qué hace Jesús? Para Jesús no hay nada más importante que estar presente donde hay un paralítico para rehabilitarlo, un leproso para reintegrarlo en la sociedad, un sordo o un ciego para curarlo (Mt 8, 1-17; Mc 5, 23.36). Parece que no tiene nada que hacer. Estaba tan inmerso con los pobres hasta el punto de que se lo reprocharon. “Está mal de la cabeza”, le decían (Mc 3,21; Jn 10,20). De hecho, ni siquiera tuvo tiempo de comer (Mc 6,31; 3,20). Más que predicar con palabras, Jesús nos revela con su comportamiento cómo es el reino de Dios (Lc 24,19). Dios seca personalmente las lágrimas de los que sufren (Lc 7,13), destruye las causas del llanto, se queja, devuelve la vida a los muertos y nos invita a unirnos a esta tarea (Lc 8,50; 12,13-15; 7,14; 8,54; 9,57-62 Jn 11,33-34).

P. Okot Ochermoi Louis Tony, en Chorillos (Perú). P. Okot es un misionero comboniano de Sudán del Sur. Hoy presta servicio en la parroquia St. Lucy en Newark, Nueva Jersey (EE.UU.).

A partir de aquí, presento algunos de los cambios fundamentales en la escala de valores: Aspirar siempre a una justicia superior y no justificarse (Mt 5,20). Los bienes materiales tienen valor si sirven a la humanidad (Lc 12, 15). Y trabajar por la civilización de “nosotros”. La tierra nueva hacia la que Jesús nos pide caminar, no debe ser la civilización del “yo”, sino una civilización del “nosotros” (Mt 6, 9-13). Y, por último, una jerarquía no de dominio, sino de servidores (Mt 9,36; 20,25; Lc 22,25; Mc 10,43-44).

Todo esto me ayuda a comprender que el Sagrado Corazón de Jesús es la fuente excesiva de la vocación misionera y evangelizadora de San Daniel Comboni. Este Sagrado Corazón de Jesús suscitó en muchos santos una profunda experiencia de “permanecer en” Jesús (Jn 15,4) y de ser enviados por Él al servicio de los pobres y de los más abandonados (Jn 20,21; 21,6.15-17.19; Mt 4,18-22).

Comboni, poco a poco, se fue centrando en Jesús. Alimentó su vocación misionera a través de los que permanecieron en Jesús y de su visita a Tierra Santa; Santa Margarita María Alacoque fue una de las principales. Durante su beatificación se inspiró para escribir su “Plan de la Regeneración de África”. Creía firmemente que este Corazón también latía por África. Por eso, para él, ser misionero es predicar a Cristo y el amor incondicional de Dios por la humanidad, especialmente por los más abandonados. Este Corazón apasionado es el centro de su pasión apostólica de construir la “tierra nueva” – “Reino de Dios”. Comboni, en vida y ahora, invita a sus seguidores a fijar la mirada en Jesucristo amándolo tiernamente. Podemos comprender por qué el Sagrado Corazón de Jesús es importante para todo misionero comboniano. De este Corazón sacamos la energía y el espíritu del profetismo radical, haciendo causa común con los más abandonados, defendiendo y trabajando por el cuidado de la casa común y la pasión por la misión por la que vivimos y trabajamos.