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III Domingo de Cuaresma. Año C

En aquella ocasión se presentaron algunos a informarle acerca de unos galileos cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios. Él contestó: “¿Piensan que aquellos galileos, sufrieron todo eso porque eran más pecadores que los demás galileos? Les digo que no; y si ustedes no se arrepienten, acabarán como ellos. ¿O creen que aquellos dieciocho sobre los cuales se derrumbó la torre de Siloé y los mató eran más culpables que el resto de los habitantes de Jerusalén? Les digo que no; y si ustedes no se arrepienten acabarán como ellos”. Y les propuso la siguiente parábola: “Un hombre tenía una higuera plantada en su viña. Fue a buscar fruto en ella y no lo encontró. Dijo al viñador: «Hace tres años que vengo a buscar fruta en esta higuera y nunca encuentro nada. Córtala, que encima está malgastando la tierra». Él le contestó: «Señor, déjala todavía este año; cavaré alrededor y la abonaré, a ver si da fruto. 9Si no, el año que viene la cortarás» (Lc 13,1-9)

Buscando culpables y
encontrando misericordia

Es muy común entre nosotros que, ante los acontecimientos que salen de lo ordinario de nuestra vida, nos preguntemos quién está en su origen, quién es el protagonista o quién es el culpable.

Ante lo inesperado o incluso en lo que sabemos que tarde o temprano va a suceder, necesitamos explicaciones y justificaciones para poner nuestra conciencia tranquila y para, de alguna manera, pensar que todo lo tenemos bajo control.

Y cuando, ante algunas situaciones, no logramos dar una explicación o una justificación buscamos a alguien que cargue con la responsabilidad.

Hay experiencias que nos resultan muy difíciles de entender y de soportar, situaciones que llegan a nuestra vida y que pensábamos que a nosotros jamás nos sucederían y empezamos a hacernos mil preguntas. ¿Por qué a mí? ¿Qué hice para merecer esto? Nos preguntamos por qué existe el mal, la violencia, el sufrimiento humano, el dolor, las enfermedades incurables, los accidentes trágicos; ¿por qué existe la pobreza y todas sus víctimas?

¿Por qué mataron injustamente a los galileos del evangelio y ¿por qué les cayó encima a la torre a los de Siloé?

Y lo que se empieza a mover en la cabeza es la idea de que tiene que haber un culpable, alguien que debería dar una explicación, alguien que se haga responsable de todo eso que no queremos reconocer como nuestro.

Queriendo tomar distancia, muy sutilmente, acariciamos la idea de que el último responsable es Dios, porque, si realmente nos quisiera, no permitiría todo eso. Y así, de repente, nos descargamos de toda una realidad que nosotros hemos creado y de la cual queremos sentirnos ajenos.

Pero resulta que el origen del mal y de todas esas situaciones que no funcionan como quisiéramos en nuestro mundo y en nuestras vidas; ese origen no lo encontramos en Dios, porque Dios es ajeno a todas las tonterías que somos capaces de generar.

En nuestro modo de pensar, muy humano, consideramos que quienes hacen el mal merecen ser castigados y quienes se portan bien, quienes son impecables (algo imposible para quienes vivimos en este mundo) tienen derecho a ser premiados, reconocidos y respetados.

Dios, para bien nuestro, está por encima de premios y castigos y nos enseña que su única preocupación está en aquello que nos puede llevar a una auténtica felicidad.

El evangelio de este domingo, en su primera parte, nos quiere ayudar a superar una mentalidad en donde fácilmente tratamos de ubicarnos reconociéndonos justos y mejores que los demás. Las palabras de Jesús, que todo lo ponen al descubierto, no dejan que nos engañemos y nos invita a reconocer que no podemos pretender ser los autores de nuestra propia salvación. No somos, ni menos, ni más pecadores que los demás. Somos personas redimidas por la misericordia y la por la bondad del Señor.

La buena noticia del evangelio nos trae un mensaje que llena de esperanza, pues nos enseña que, ya seamos santos o los más grandes pecadores, la salvación que nos trae Jesús está a la disponibilidad para todos.

Aquí no es cuestión de dignos o indignos, de premios o castigos; es invitación para todo el que quiera entrar en el mundo de Dios, es salvación que se otorga gratuitamente a quien pone toda su confianza en Dios y a quien acepta a Jesús como el Señor de su vida.

La parábola de la higuera nos habla, con palabras sencillas y comprensibles, para quien quiera abrirse a la misericordia del Padre, de un Dios paciente que sabe condescender y ponerse a nuestro nivel. Es el Dios que tiene sus tiempos, pero que al mismo tiempo sabe esperar los nuestros. Es el Padre bueno que sigue dando oportunidades, que no se precipita en sus decisiones y que tiene confianza en que, al final, podrá recoger frutos de lo que ha sembrado en nuestros corazones.

Dios no se desespera y sigue dando tiempos, muestra confianza y comparte nuestras dificultades para llegar a abandonarnos como nos convendría. Un año puede ser para él diez o quince años de los nuestros. Él no lleva prisas y nos hace entender que tiene toda la eternidad para esperarnos. Él siempre se mantendrá fiel y volverá a buscarnos a cada instante y no sólo cada año.

Ante la imagen defraudante de la higuera que no ha sido capaz de brindar frutos, se nos ofrece la posibilidad de encontrarnos con un Dios que confía y espera, un Dios que le apuesta a las posibilidades, un Dios que no se desespera y sabe arriesgar dispuesto a volver cuantas veces sea necesario.

A través de muchas mediaciones, el Señor nos va brindando oportunidades para crecer y para madurar en nuestra vida personal y en nuestra experiencia espiritual. Él va abonando nuestros corazones, muchas veces áridos y estériles. Esos corazones que se han ido petrificando y haciéndose insensibles ante el sufrimiento que nos rodea. Corazones que se ha hecho resistentes a la ternura porque han caído en la trampa del individualismo, del egoísmo que sólo permite pensar en sí mismo y en los intereses personales.

Son esas raíces que están en lo profundo de nosotros que estamos invitados en este tiempo a remover, a dejar que penetren aires nuevos, a podar de todo aquello que se ha ido secando y que son zonas muertas que atrofian nuestra capacidad de amar.

El Señor llega hasta la higuera que somos cada uno y quiere encontrar frutos. ¿Quién sabe cuántos años ha estado llegando con la misma ilusión y con la misma esperanza? Tal vez sea el momento de preguntarnos ¿qué es lo que necesitaría empezar a aflojar? ¿Cuáles serías los apegos de los que me tendría que desprender? ¿Cómo podría abonar mi corazón con los granos de la Palabra de Dios? ¿Qué podría hacer para crear mayores espacios de encuentro con el Señor que se transformen en momentos sagrados que me permitan acoger su presencia? ¿Cuánto tiempo seguiré esperando para decidirme a poner a Dios en el centro de mi vida?

P. Enrique Sánchez G., mccj


“ Uno tenía una higuera plantada en su viña 

Yo soy el Dios de tus padres (Primera lectura)

Esta lectura trata de presentar unos rasgos todavía muy primitivos para definir la vocación y misión de Moisés. Pero en ellos se puede encontrar el sentido concreto de lo que Dios quiere compartir con la humanidad; sin duda es un Maestro lleno de paciencia y paso a paso se irá formando lo que llamamos historia de la salvación. Quien acepta la mano de Dios, sin duda que se llenará de sentido de la vida y de una misericordia a toda prueba.

Digo una cosa: es tan clara la misericordia y bondad divinas para con la humanidad que a lo largo de la historia que conocemos solo se pueden contemplar gestos generosos del Padre. Partimos de esta experiencia que para nosotros, si no nos mueve demasiado, es por otros motivos: no queremos ver, rutinas en la fe, ignorancias…

El texto nos presenta a Moisés como pastor que lleva el rebaño más allá del desierto, hasta el Monte Horeb, el Monte de Dios. Y el Señor se le aparece en una llama que ardía saliendo de un zarzal sin consumirse. La llamada de Dios y la respuesta de Moisés son un momento de encuentro e inicio de lo que venga: “Moisés, Moisés”, “Eme aquí”, “No te acerques y quítate las sandalias, el lugar que pisas es santo”. Entonces Dios se presenta como el Dios de los padres. Todo supone una continuidad familiar y del pueblo de Israel y le sigue una preocupación paternal al ver al pueblo sufrir y querer solución para los problemas que se presentan. Para ello nada mejor que sacar al pueblo de Egipto y llevarlo a la “tierra que mana leche y miel”.

En resumen, este es el plan de Dios: viendo los males que el pueblo está sufriendo, colaborar con ellos buscando soluciones en la medida en que se dejen y fortaleciendo a los que tengan madera de líderes. En cualquier situación la misericordia de Dios siempre estará dispuesta…

Y si sacó de Egipto a Israel qué no podrá hacer hoy y siempre en personas, familias y grupos. El que nos creó a su imagen y semejanza qué no podrá hacer para reparar nuestros errores.

Esta primera lectura, por tanto, nos recuerda cómo Moisés, llamado a conducir al Pueblo lo primero que necesita saber es el nombre de Dios para presentárselo a los israelitas. En su nombre va a comenzar su liberación. Para nosotros el Dios Padre es definitivo para descubrir la llamada de Jesús en su nombre para la conversión. La reconciliación es el abrazo con el Padre. La va pronunciando hasta la Cruz. Es mucho amor como para ignorarlo pasándolo por encima como un rito más. Así nunca saldremos de la “esclavitud de Egipto”.

El que se crea seguro, cuídese de no caer (segunda lectura)

La predicación de San Pablo a los Corintios, como toda su predicación, es profunda y a la vez claridosa. Reconoce en ellos su sabiduría, pero como todo humano expuesto a “caer en la tentación y a la vez en la complicidad de vivir una cultura infectada.

Podemos resumir el texto que queremos comentar en tres puntos:

a)  Hace referencia, en primer lugar al bautismo: el paso por el agua como liberación de la esclavitud del pecado. Sin duda que el paso del Mar Rojo fue gran impacto que a todos dejó impresionados… Pero cuando a uno le conceden un milagro siempre quiere más y que se lo sirvan en bandeja, es decir como él quiere… Si no vienen las protestas: ¿para eso nos trajo al desierto?…

b)  Lo sucedido en el desierto no fue aceptado por Dios. San Pablo aprovecha aquella actitud de los liberados de la esclavitud para recordar a los corintios alguno de sus errores: “se sentó el pueblo para comer y beber y se levantaron para danzar”… Fiestón…; “ni forniquemos, ni tentemos al Señor, ni murmuremos…” Parece que estas cosas no sólo suceden en nuestros días…

c)  San Pablo resume: “todo sucedió para advertencia nuestra”. La gravedad de aquellas situaciones está en que no somos capaces de apreciar la misericordia del Señor y caemos e idolatrías y delirios de grandeza y fantasía.

Advierte San Pablo: “el que cree estar en pie mire no caiga… La misericordia de Dios llega hasta el cuidado que el Padre tendrá de que no seremos tentados más allá de lo podemos resistir”.

San Pablo propone un itinerario con todos sus trazados, búsquedas de pasos apropiados, incluso con reservas para las “descomposturas”. Siempre alerta y apoyados en la compañía confiada de Jesús, que dejó una Iglesia estructurada con tales finalidades. La predicación a los corintios tiene una referencia a la cultura que allí se iba gestando. Otro tanto tendríamos que hacer nosotros con verdadera necesidad; para la mayoría de las personas la situación (eso se dice) es difícil, hay mucho que dialogar y no conviene andar deprisa…: los poderes autonómicos, las imposiciones de los que pueden, las modas, la ignorancia muy atrevida, etc. Está sucediendo que líderes de otro tiempo se echan para atrás y no quieren seguir ciertas aventuras.

Uno tenía una higuera plantada en su viña (evangelio)

El Evangelista San Lucas, conductor este año del ciclo C, tal sea el buscador y narrador de las parábolas con las que Jesús ofrecía un instrumento práctico para llegar hasta la conciencia a la hora de la conversión. La parábola del hijo pródigo es una de las más admiradas y fuente de mucha inspiración, pero no nos toca ahora meditarla. San Lucas nos ofrece hoy la parábola de la higuera. Quería Jesús abrir la mente cerrada de aquellos que le escuchaban, pero no llegaban a ninguna consecuencia rompiendo actitudes de pensamiento y acción en consonancia con el Reino de los cielos.

El texto hace alusión a lo de los galileos cuya sangre Pilato la había mezclado con la de los sacrificios y se la ofrecían a los muertos aplastados por la Torre de Siloé. A Jesús le contaron la creencia de que lo que les sucedió fue por castigo de Dios. Jesús quiere que se descubra el amor misericordioso de Dios cuando hay un espíritu de conversión; los “sufrientes” no son mejores que los que en aquel momento le cuestionaban. Es entonces cuando les ofrece la parábola, con una advertencia: si ustedes no se arrepienten perecerán de manera semejante.

Alguien tenía una higuera en el campo; llevaba varios años sin producir. Piensa que lo mejor será hacerla desaparecer, para evitar estorbos, es una planta estéril. Sin embargo el viñador tiene cariño a la planta y ofrece todo para salvarla: “Cavaré alrededor, le echaré estiércol… “

Es aquí donde cabe pensar la estima del viñador por la planta, que queda invitada a dar fruto… Si no, queda a su suerte…

Con este relato Jesús quiere que aquellos que le escuchan reaccionen ante el proyecto misericordioso de Dios. Se nos invita a clarificar nuestra fidelidad a la iniciativa divina… ¿Para qué la acción misericordiosa proyectándose sobre los valores de lo humano? ¿para qué una Iglesia sin vida cristiana, sin valor y con miedo a que nos caigan “las torres encima”, con tantos temores pero sin sacudir las causas…? Higueras secas, sin frutos…

Arrepintámonos a tiempo, demos gracias a Dios por su misericordia, decidamos cambios oportunos que den a nuestras vidas el sentido propio de hijos de Dios…

Jesucristo, Hijo de Dios, enviado en principio para humanizar las distintas épocas e iluminar una conversión ascendente. Suena fuerte lo de conversión, pero en realidad a lo que se nos invita es a ser abiertos y despiertos, como la higuera: dar frutos exquisitos… El ser humano está creado a imagen y semejanza de Dios, que es amor…

Fray Francisco Mª. García O.P.
Casa de Ntra. Sra. de Montesclaros


ANTES QUE SEA TARDE
José A. Pagola

Había pasado ya bastante tiempo desde que Jesús se había presentado en su pueblo de Nazaret como profeta, enviado por el Espíritu de Dios para anunciar a los pobres la Buena Noticia. Sigue repitiendo incansable su mensaje: Dios está ya cerca, abriéndose camino para hacer un mundo más humano para todos.

Pero es realista. Jesús sabe bien que Dios no puede cambiar el mundo sin que nosotros cambiemos. Por eso se esfuerza en despertar en la gente la conversión: “Convertíos y creed en esta Buena Noticia”. Ese empeño de Dios en hacer un mundo más humano será posible si respondemos acogiendo su proyecto.

Va pasando el tiempo y Jesús ve que la gente no reacciona a su llamada, como sería su deseo. Son muchos los que vienen a escucharlo, pero no acaban de abrirse al “Reino de Dios”. Jesús va a insistir. Es urgente cambiar antes que sea tarde.

En alguna ocasión cuenta una pequeña parábola. El propietario de un terreno tiene plantada una higuera en medio de su viña. Año tras año viene a buscar fruto en ella, y no lo encuentra. Su decisión parece la más sensata: la higuera no da fruto y está ocupando terreno inútilmente, lo más razonable es cortarla.

Pero el encargado de la viña reacciona de manera inesperada. ¿Por qué no dejarla todavía? Él conoce aquella higuera, la ha visto crecer, la ha cuidado, no quiere verla morir. Él mismo le dedicará más tiempo y más cuidados, para ver si da fruto.

El relato se interrumpe bruscamente. La parábola queda abierta. El dueño de la viña y su encargado desaparecen de escena. Es la higuera la que decidirá su suerte final. Mientras tanto, recibirá más cuidados que nunca de ese viñador que nos hace pensar en Jesús, “el que ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido”.

Lo que necesitamos hoy en la Iglesia no es solo introducir pequeñas reformas, promover el “aggiornamento” o cuidar la adaptación a nuestros tiempos. Necesitamos una conversión a nivel más profundo, un “corazón nuevo”, una respuesta responsable y decidida a la llamada de Jesús a entrar en la dinámica del reino de Dios.

Hemos de reaccionar antes que sea tarde. Jesús está vivo en medio de nosotros. Como el encargado de la viña, él cuida de nuestras comunidades cristianas, cada vez más frágiles y vulnerables. Él nos alimenta con su Evangelio, nos sostiene con su Espíritu.
Hemos de mirar el futuro con esperanza, al mismo tiempo que vamos creando ese clima nuevo de conversión y renovación que necesitamos tanto y que los decretos del Concilio Vaticano II no han podido hasta hora consolidar en la Iglesia.

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TRES MANERAS DE MORIR Y UNA SOLA DE SALVARSE
José Luis Sicre

El evangelio de hoy es exclusivo de Lucas, sin correspondencias en Mateo y Marcos. Y las tres breves partes en que podemos dividirlo se centran en el mismo tema, muy apropiado a la Cuaresma: la conversión.

Tres maneras de morir

1) Asesinado por Pilato; 2) Aplastado por una torre; 3) Negándonos a convertirnos.

Todo comienza con el aparente deseo de informar a Jesús, galileo, de lo que ha hecho el procurador romano a otros galileos: matarlos mientras ofrecían sacrificios en el templo. Parece un informe imparcial, pero es una trampa muy astuta: nadie le pregunta qué piensa de este hecho; se limitan a contarle el caso. Si responde airadamente, se enemistará con las autoridades; si se calla la boca, se revelará como un mal galileo y un mal israelita.

Para quienes han venido a contarle el caso, todo se juega entre unos galileos muertos, Pilato y Jesús. Ellos se limitan a informar, como la prensa; el caso no les afecta personalmente. Y aquí es donde Jesús va a cazarlos en su propia trampa. Con una ironía muy sutil da por supuesto que sus informadores no le piden una declaración de tipo político (Pilato es un asesino, muerte a los romanos) sino de tipo religioso (esos galileos han muerto por ser pecadores). De hecho, la mayoría de los judíos de la época (y muchos cristianos actuales), consideran que una desgracia es consecuencia de un pecado.

Pero Jesús toma un rumbo completamente distinto. Los importantes no son los galileos muertos, Pilato y Jesús. Los importantes son ellos, los que preguntan, que no pueden considerarse al margen de los acontecimientos. Si piensan que esos galileos eran más pecadores que ellos, se equivocan. También se equivocaron quienes pensaron que los dieciocho aplastados por el derrumbe de la torre de Siloé eran más pecadores que los demás.

La muerte no solo la provocan políticos injustos y criminales (Pilato) o desgracias naturales evitables (la torre). Hay otra amenaza mucho más grave: la que tramamos contra nosotros mismos cuando nos negamos a convertirnos.

Dios pide higos a la higuera, no pide peras al olmo

La historia de los galileos y de la torre la ha utilizado Jesús para avisar seriamente, y por dos veces: “Si no os convertís, todos pereceréis”. Este tono tan amenazador recuerda al de Juan Bautista, cuando clama: «¡Raza de víboras! ¿Quién os ha enseñado a escapar de la condena que se avecina? (…) El hacha está ya aplicada a la cepa del árbol: árbol que no produzca frutos buenos será cortado y arrojado al fuego» (Lc 3,7-9). Quienes conciben a Jesús como un hippy de los años 80 del siglo pasado, repartiendo flores y besos, no han leído nunca el evangelio. Él no ha traído paz, sino espada.

Pero la invitación tan seria a convertirse, con la amenaza de perecer en caso contrario, no debe interpretarse de forma equivocada. Dios no va a caer sobre nosotros como una torre, ni va a mandar a sus ángeles con espadas desenvainadas. Mediante un breve parábola Lucas cuenta cómo nos va a tratar: como un agricultor sensato, realista y paciente.

Sensato, porque solo nos pide lo que podemos dar naturalmente, sin especial esfuerzo. De la higuera solo espera que dé higos, no plátanos ni melones. Lo que espera de nosotros es algo que cada uno debe pensar teniendo en cuenta sus circunstancias familiares y laborales, pero nunca esperará nada que exceda nuestra capacidad.

Realista, porque no se deja engañar. La higuera lleva tres años sin dar fruto. Con él no valen las excusas del mal estudiante que asegura haber trabajado mucho cuando no ha dado golpe en todo el curso. A nosotros podemos engañarnos diciendo que damos fruto; a Dios, no.

Paciente, porque ha esperado ya tres años, y todavía está dispuesto a conceder uno más.

Pero la parábola no habla solo del dueño de la viña. El gran protagonista es el viñador, el que intercede por la higuera y se compromete a cavarla y echarle estiércol. Ya que la higuera nos representa a cada uno de nosotros, el viñador tiene que ser Jesús. Se espera que la higuera produzca fruto no solo por ella misma sino también gracias a su acción.

En definitiva, la parabolita final matiza bastante la dureza de la primera parte del evangelio. Pero matizar no significa anular. Si nos empeñamos en no dar fruto, si no mejora nuestra relación con Dios y con el prójimo, por más que Jesús cave y trabaje, la higuera será cortada.

2ª lectura: Nosotros no somos distintos ni mejores (1 Cor 10,1-6.10-12)

En el evangelio, Jesús advierte a los presentes que no deben considerarse mejores que los asesinados por Pilato o muertos por el derrumbe de la torre. La segunda lectura nos recuerdan que nosotros no somos mejores que el pueblo de Israel. A pesar de tantos beneficios divinos (paso del Mar, maná, agua que brota de la roca), muchos israelitas no agradaron a Dios y terminaron pereciendo en el desierto. Esto debe servirnos de ejemplo y escarmiento. Nos puede ocurrir lo mismo si nos comportamos igual que ellos. Dicho con las palabras del evangelio. “Si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo.”

1ª lectura: Moisés (Ex 3,1-8.13-15)

Tras recordar a Abrahán el domingo pasado, hoy se cuenta la vocación de Moisés. La lectura del Éxodo nos habla de la preocupación de Dios por su pueblo esclavizado en Egipto. La vocación de Moisés será el primer acto de su liberación. Por eso, el estribillo del Salmo repite: “El Señor es compasivo y misericordioso”.

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¿Meros sucesos de crónica o historia de salvación?
Romeo Ballan, mccj

Auschwitz, Hiroshima, Torres Gemelas, terremotos, tsunamis, huracanes, enésimo accidente de la noche del sábado… Y todas las demás víctimas en atentados, masacres, violencias, esclavitudes, epidemias, sida… ¿Quién tiene la culpa de estos males? ¿Es un castigo de Dios? ¿Existe una manera diferente de mirar las desgracias? ¿Pueden ser una invitación a la conversión del corazón? ¿Cómo interpreta Jesús los hechos de este tipo? Estas son algunas de las muchas preguntas que nos hacemos ante males tan grandes. También Jesús estaba atento e informado sobre los hechos del día (Evangelio): reflexiona sobre ellos, los juzga con criterios propios, no según la mentalidad corriente, hace de ellos un análisis crítico, los comenta de manera que hoy diríamos políticamente incorrecta, incómoda, a contracorriente.

Algunos querían involucrar a Jesús en una crítica pública a Pilato por un hecho ciertamente sanguinario y sacrílego (v. 1). La lección que Jesús saca de aquel hecho, así como de la muerte de 18 personas por la caída de la torre de Siloé, sobrepasa la interpretación común de la mayoría: Jesús lee en ellos una invitación de Dios para un cambio de vida, al fin de no perecer todos de la misma manera (v. 3.5). La tentación era doble: en el caso de Pilato, creer que bastaba con rebelarse y suplantar al procurador romano; en el caso de las víctimas de la torre, pensar en seguida en un castigo por un pecado o en una intervención de agentes externos (incluido Dios). Es la reacción más frecuente y más cómoda: acusar a los demás, buscar un culpable externo, pensar que el mal está en las cosas fuera de nosotros, vincular desgracias y enfermedades con culpas cometidas o con un castigo divino… Se trata de actitudes típicas de la mentalidad pagana, que los misioneros encuentran a menudo en ámbitos no cristianos, pero también entre bautizados no plenamente convertidos.

Esta mentalidad, por un lado, nos impide llegar a las causas verdaderas de los males que nos ocurren, sumiéndonos en el fatalismo y en la pasividad; por otro lado, nos induce a la falsa idea de un dios castigador e intervencionista. Jesús nos libera de esa mentalidad; Él va a la raíz de los problemas: invita a convertirse, a cambiar el corazón para que las cosas mejoren. Las cosas van a mejorar, si las personas cambian desde dentro; solo a partir de un cambio del corazón mejorarán las estructuras humanas, religiosas, sociopolíticas. Esta es la noticia buena y nueva: el Evangelio que cambia la mentalidad, el corazón, la vida.

El comentario de Jesús sobre esos sucesos no es una evasión, sino una lectura más profunda. El Evangelio no pasa al margen de la historia, no se limita a rozarla, entra dentro de los hechos, llega a la conciencia de las personas: allí Dios construye su Reino de amor y de libertad. “El Reino de Dios no es algo paralelo a la historia, la interpela y la interpreta. A su vez, los hechos de nuestra vida nos permiten comprender mejor el alcance del mensaje” (Gustavo Gutiérrez). Rozamos aquí la relación, siempre misteriosa, entre la Providencia divina y la autonomía de la historia con sus acontecimientos, que no son, de por sí, portadores de castigo o de premio. El cristiano, con un discernimiento iluminado por la fe, sabe leer en ellos un mensaje, una oportunidad de conversión, el sentido de la existencia humana. El cristiano experimenta que el amor de Dios no nos libera ‘del’ sufrimiento, pero nos acompaña ‘en’ el sufrimiento y lo llena de su presencia.

Ante hechos dolorosos y atroces, no sirve preguntarse: ¿dónde estaba Dios con su omnipotencia? Nos exponemos a olvidar los amplios espacios de libertad que Dios confía al hombre. Solo el hombre es responsable de las injusticias que comete, de los males que no evita, de las desgracias que no previene. Dios no hace morir a gente inocente; Dios no tiene que ver con el derrumbe de una casa. Hermes Ronchi comenta: “¿Dónde estaba Dios? No. ¿Dónde estaba el hombre, ese día? Si el hombre no cambia, si no se convierte en constructor de alianza y de libertad, esta tierra irá a la ruina porque se funda sobre la arena de la violencia y de la injusticia”. Si no se convierten, perecerán todos” (v. 3.5). Por eso, Dios tiene con nosotros misericordia y paciencia: nos regala el tiempo como realidad en la cual se realiza la salvación. Es más, nos da un tiempo adicional, “todavía este año”, para dar fruto (v. 7-9). En el dueño que quiere cortar el árbol (v. 7), podemos ver nuestra falsa idea de un dios castigador, impaciente. Por el contrario, nuestro Dios ama identificarse con el viñador que cultiva y poda la vid para que dé más fruto (cf Jn 15,1-2); Él es el “Dios campesino” enamorado de cada una de sus plantas, que espera con paciencia, dispuesto a dar siempre nuevas oportunidades, nuevos cuidados (podar, cavar alrededor, abonar: v. 8). Dios no se queda en aquello que hemos hecho ayer, nos ofrece nuevas estaciones para que demos mejores productos.

Pablo nos advierte (II lectura) que la experiencia del pueblo de Israel nos sirva de ejemplo y para escarmiento nuestro (v. 6.11): a pesar de que todos fueron testigos y partícipes de incontables obras de Dios en su favor, muchos no agradaron a Dios y se perdieron (v. 5). El mensaje es claro: no ilusionarse con supuestos méritos, sino vivir humildemente con coherencia (v. 12). Siempre con la confianza puesta en Dios, amante y liberador de su pueblo. En efecto, en la zarza que ardía sin consumirse (I lectura) Dios se ha revelado a Moisés como Dios de la vida, Dios de los antepasados (v. 6), Dios que vela opresión de su pueblo, oye sus quejas, conoce sus sufrimientos y se acerca para liberarlo (v. 7-8). Él es el que es (v. 14), Dios presente siempre, en todas partes, con todos. Emmanuel. Presencia creadora y liberadora. El compromiso evangelizador de los grandes misioneros nace siempre, como en Moisés (v. 4-5), de una fuerte experiencia de Dios y de la cercanía al sufrimiento de la gente: este fue el camino de Francisco Javier, Pedro Chanel, Daniel Comboni, Francisca Cabrini, Teresa de Calcuta…


CONVERTIRSE ES ENCONTRAR LA PROPIA IDENTIDAD
Fernando Armellini

En la primera parte del relato (vv. 1-5) se refieren dos sucesos a modo de crónica: un crimen cometido por Pilato y el derrumbamiento accidental de una torre cercana a la piscina de Siloé. El gobernador no era ciertamente un hombre de corazón tierno. Los historiadores le atribuyen varios episodios dramáticos de los que fue protagonista. El Evangelio de hoy narra uno ellos.

Algunos peregrinos venidos de Galilea para ofrecer sacrificios en el templo, probablemente con ocasión de la Pascua, se ven envueltos en un episodio de sangre. La Pascua celebra la liberación de Egipto y es, por tanto, inevitable que despierte en todo israelita deseos de libertad, agudizando el sentimiento de rebelión contra la opresión romana. Es posible que también estos galileos, quizás un poco fanáticos, hayan intercambiado con los soldados romanos algunos insultos y de las palabras hayan pasado a los hechos, primero con gestos provocativos y empujones para terminar en una reyerta.

Pilato, que solía trasladarse de Cesarea a Jerusalén durante las grandes fiestas para asegurar el orden y prevenir revueltas, había impuesto una férrea política de tolerancia cero frente a cualquier señal o incluso amago de rebelión y, en consecuencia, también en esta ocasión hace intervenir al ejército y, sin respeto alguno por el lugar sagrado, masacra a los desventurados galileos. Un gesto brutal y sacrílego, un ultraje al Señor, una provocación al pueblo que considera el templo como morada de su Dios, un lugar donde los mismos sacerdotes tenían que caminar descalzos, incluso en invierno.

¿Por qué el Señor no ha intervenido reduciendo a cenizas a los responsables de este crimen? Los fariseos tienen la respuesta: No hay castigo sin culpa. Si Dios ha permitido que estos galileos hayan sido víctimas de la espada romana, significa que estaban llenos de pecados. Pero ¿cómo aceptar una explicación tan absurda? Para el pueblo, la cosa es clara: el pecador es Pilatos y los malvados son los soldados romanos.

Alguien refiere lo sucedido a Jesús, quizás con la esperanza de oír de su boca una severa condena, una toma de posición anti-romana. Quizás alguno incluso crea de poder contar con él en una revuelta armada. Frente a semejante crimen, piensan, el Maestro no reaccionará invitando al perdón y la paciencia. ¿Qué menos que una indignada declaración contra Pilato?

Jesús sorprende a sus agitados e iracundos interlocutores: no pierde la calma, no sale de su boca ninguna palabra descontrolada. En primer lugar, dice taxativamente que no hay relación alguna entre la muerte de estas personas y los pecados que hayan podido cometer; después, invita a sacar una lección de este acontecimiento. Hay que interpretarlo como una llamada a la conversión.

Para esclarecer más su pensamiento, recurre a otro acontecimiento de crónica: la muerte de dieciocho personas provocada por el desplome de una torre, suceso que tuvo lugar probablemente durante la construcción de un acueducto junto a la piscina de Siloé. Estas personas, dice Jesús, no han sido castigadas a causa de sus culpas: han muerto por una fatalidad; en su lugar podrían haber muerte otros. También este acontecimiento debe ser interpretado como una llamada a la conversión.

La respuesta de Jesús parece eludir el problema. ¿Por qué no toma posición frente a la masacre? Sorprende su respuesta porque Jesús ha ido siempre al grano y ciertamente no tiene miedo de decir lo que piensa. Las estructuras opresivas (y Pilato representa una de ellas) son generalmente muy sólidas, tiene raíces profundas, se defienden con medios potentes. Es una ilusión pensar que se puedan venirse abajo de un momento al otro. Hay muchos que piensan que el recurso a la violencia pueda ser un medio rápido, eficaz y seguro para restablecer la justicia. ¡Es la peor de las soluciones! El uso de la fuerza no produce nada bueno, no resuelve los problemas, crea otros…y más graves.

Jesús no se pronuncia directamente sobre el crimen cometido por Pilato. No quiere dejarse envolver en aquellas inútiles conversaciones en las que todo se reduce a imprecar y maldecir. Él no es insensible, ciertamente, a los sufrimientos y a las desgracias, se conmueve hasta las lágrimas por amor a su tierra. Sin embargo, sabe que la agresividad, el desprecio, la ira, el odio, el deseo de venganza no llevan a ninguna parte; es más, son contraproducentes. Estos sentimientos conducen solamente a gestos desconsiderados que complican aún más la situación.

La llamada de Jesús a la conversión es una invitación a cambiar de manera de pensar. Los judíos cultivaban sentimientos de violencia, venganza, rencor contra los opresores. Éstos no son los sentimientos de Dios. Es urgente que revisen su posición, que renuncien a la confianza que ponen en el uso de la espada. Por desgracia, no están dispuestos a la conversión y así, cuarenta años después, perecerán todos (culpables e inocentes) en una nueva y más grande masacre.

Jesús no busca huir del problema, propone una solución distinta. Rechaza los remedios paliativos. Invita a intervenir sobre la raíz del mal. Es inútil hacerse la ilusión de que la situación pueda cambian simplemente sustituyendo a aquellos que detentan el poder. Si los nuevos gobernantes no tienen un corazón nuevo, si no siguen una lógica distinta, todo seguirá como antes. Sería como cambiar los actores de un espectáculo sin cambiar el texto que deben recitar.

He aquí la razón por la que Jesús no se adhiere a la explosión colectiva de indignación contra Pilato. Jesús invita a la conversión, propone un cambio de mentalidad. Solo quienes se convierten en personas diferentes, solo personas con un corazón nuevo pueden construir un mundo nuevo. Esta es la solución definitiva.

¿Cuánto tiempo tenemos a disposición para realizar este cambio de mentalidad? ¿Puede postergarse algunos meses más, algún año más? A estas preguntas Jesús responde en la segunda parte del evangelio de hoy (vv. 6-9) con la Parábola de la higuera. En la Biblia se habla frecuentemente de este árbol que, dos veces al año, en primavera y en otoño, da frutos dulcísimos. En tiempos antiguos era símbolo de la prosperidad, de la paz (cf. 1 Re 4,25; Is 36,16) En el desierto del Sinaí, los israelitas soñaban con una tierra con abundancia de manantiales de agua, campos de trigo…e higueras (cf. Deut 8,8; Núm 20,5).

El mensaje de la parábola es claro: de quien ha escuchado el mensaje del Evangelio Dios espera frutos deliciosos y abundantes. No quiere prácticas religiosas externas, no se contenta con las apariencias (en primavera la higuera da los frutos incluso antes que las hojas), sino que busca obras de amor. A diferencia de los otros evangelistas, que hablan de una higuera estéril que Jesús ha hecho secar o casi (cf. Mc 11,12-24; Mt 21,18-22), el evangelista de la misericordia, introduce una prórroga: otro mes de espera antes de la intervención definitiva. Lucas presenta a un Dios paciente, tolerante con la debilidad humana, comprensivo con la dureza de nuestra mente y de nuestro corazón.

Esta actitud magnánima, sin embargo, no hay que entenderla como indiferencia frente al mal; no es una aprobación de la negligencia, del desinterés, de la superficialidad. El tiempo de la vida es demasiado precioso como para que se puede desperdiciar, aunque sea un solo instante. Apenas surge la luz de Cristo, es necesario recibirla y seguirla, inmediatamente.

La Palabra es una invitación a considerar la Cuaresma como tiempo de gracia, como un ‘nuevo año precioso’ que le viene concedido a la higuera (cada uno de nosotros) para dar fruto.

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II Domingo de Cuaresma. Año C

Del Rostro a los rostros

Año C – Cuaresma – 2º domingo
Lucas 9,28-36: “¡Qué bien estamos aquí!”

Nuestro camino cuaresmal prevé varias etapas, seis para ser exactos, tantas como los domingos de la Santa Cuaresma.
Cada año, la Cuaresma nos presenta en el primer domingo el pasaje de las Tentaciones y en el segundo el de la Transfiguración. Estos dos evangelios son fundamentales en el camino cuaresmal, casi como un recordatorio de que la vida cristiana no existe sin tentación, pero tampoco sin momentos de luz y transfiguración.

Este año leemos a San Lucas. La versión de la Transfiguración de Jesús en el Evangelio de Lucas (9,28-36) presenta algunas características peculiares en comparación con los relatos paralelos de Mateo (17,1-8) y Marcos (9,2-8). Tres son las principales peculiaridades del relato de Lucas:

  • El contexto de la oración. Lucas subraya que la Transfiguración ocurre durante la oración: “Jesús tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago y subió al monte a orar. Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió” (Lc 9,28-29). Este es un tema característico de Lucas, quien frecuentemente presenta a Jesús en oración antes de eventos importantes.
  • El tema del diálogo. Solo Lucas especifica el contenido de la conversación entre Jesús, Moisés y Elías: “Hablaban de su éxodo, que iba a cumplirse en Jerusalén” (Lc 9,31). El uso del término “éxodo” es muy significativo: evoca la liberación de Israel de Egipto y prefigura la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús como una nueva liberación.
  • El sueño de los discípulos. Solo Lucas menciona que Pedro, Juan y Santiago se duermen: “Pedro y sus compañeros estaban rendidos de sueño, pero al despertar vieron su gloria” (Lc 9,32). Este episodio anticipa su sueño en el Huerto de los Olivos (Lc 22,45), creando un paralelo entre la Transfiguración y la Pasión.

Una experiencia de belleza y luz

Hemos escuchado en el evangelio el relato de lo sucedido en la montaña. Se trata de una experiencia exaltante de belleza y de luz; una epifanía trinitaria (Jesús, la Voz del Padre y la Nube y la Sombra, símbolos del Espíritu Santo); un encuentro entre lo humano y lo divino; un diálogo entre la Palabra (Cristo), la Torá (Moisés) y los Profetas (Elías); un temor sagrado al entrar en la nube luminosa; una escucha de la Voz que proclama: “Este es mi Hijo, el Elegido; escuchadle”. Aquí se nos ofrece un anticipo de la experiencia de la resurrección de Jesús y de nuestra bienaventuranza.

La fuente de esta luz y belleza es el rostro de Cristo. “El aspecto de su rostro cambió”, dice Lucas. “Su rostro resplandecía como el sol”, dice Mateo (17,2). Todos buscamos ese rostro, como dice el salmista: “Tu rostro, Señor, buscaré” (Salmo 26,8). Ese rostro nos revela nuestra identidad más profunda, nuestro verdadero rostro, oculto detrás de tantas máscaras y disfraces. Del encuentro con Cristo salimos transfigurados, con un rostro radiante, como Moisés cuando salía de la presencia de Dios (Éxodo 34,35).

Solo quien ha contemplado la belleza de ese Rostro puede también reconocerlo en el “Ecce Homo” y en todos los rostros marcados por el sufrimiento y la injusticia.

Espejo de la gloria del Señor

La Transfiguración no es solo el misterio de la metamorfosis de Jesús, sino también de nuestra propia transformación y de toda la realidad que nos rodea. Todo lo que es iluminado por su luz responde revelando su belleza interior y su profunda armonía. La vida cristiana en sí misma es una experiencia de transfiguración continua hasta la transfiguración final de la resurrección, como nos anuncia Pablo en la segunda lectura de hoy: “El Señor Jesucristo… transformará nuestro humilde cuerpo para conformarlo a su cuerpo glorioso” (Filipenses 3,20).

El verbo griego utilizado aquí para ‘transfiguración’ o ‘metamorfosis’, metamorphein, es muy raro en el Nuevo Testamento. Solo aparece aquí, en el relato evangélico de la Transfiguración (Mateo 17,2; Marcos 9,2), y dos veces en los escritos de Pablo (Romanos 12,1-2; 2 Corintios 3,18), siempre en forma pasiva.

Especialmente interesante es la afirmación del apóstol Pablo en 2 Corintios 3,18: “Y todos nosotros, con el rostro descubierto, reflejamos como en un espejo la gloria del Señor y nos vamos transformando en su misma imagen, de gloria en gloria, según la acción del Espíritu del Señor”. Es un texto bellísimo, digno de ser guardado en la memoria del corazón. Aquí es el rostro del cristiano el que es iluminado por la luz del rostro de Cristo y refleja su gloria como un espejo. Esta luz no es un acontecimiento transitorio, sino que opera en nosotros una metamorfosis. Nos convertimos en lo que contemplamos. Si alimentamos nuestra mirada, nuestra imaginación y nuestra alma con imágenes de una belleza superficial y efímera, nos descubriremos desnudos e incluso desfigurados. Si alimentamos el corazón con la verdadera belleza, la reflejaremos en nosotros mismos.

El misterio del Rostro y de los rostros

La montaña de la Transfiguración tiene dos vertientes: la de la subida a la montaña, para contemplar al Señor (experiencias luminosas de oración), y la del descenso al valle, a nuestra vida cotidiana con su monotonía y sus fealdades. Son los dos rostros de la vida, que estamos llamados a reconciliar. El rostro de Cristo, “El más hermoso de los hijos de los hombres” (Salmo 45,3), es el de la Transfiguración y el del Resucitado, pero también el del Siervo de Yahvé que “no tenía apariencia ni belleza para atraer nuestras miradas, ni esplendor para que nos agradara” (Isaías 53,2).

Es fácil decir con Pedro: “¡Señor, qué bien estamos aquí!”. Más difícil es llegar a decir, como el escritor católico británico G.K. Chesterton, al lado de un amigo moribundo, contemplando su rostro pálido por la muerte: “¡Fue hermoso para mí estar allí!”.

Recuerdo un episodio contado por mi compañero, el P. Alex Zanotelli, ocurrido en el barrio marginal de Korogocho, en Nairobi. Cuando preguntó a una joven que estaba muriendo de sida quién era Dios para ella, tras un momento de silencio, le respondió: “¡Dios soy yo!”.

Esta es la meta y la misión del cristiano: reconocer y dar testimonio de la Belleza de Dios en las realidades, incluso en las más dramáticas, de la vida.

Para la reflexión personal de la semana: reflexionar sobre cómo cultivar momentos de exposición a la luz del rostro de Cristo.

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


Se transfiguró
P. Enrique Sánchez González, mccj

”En aquel tiempo, Jesús se hizo acompañar de Pedro, Santiago y Juan, y subió a un monte para hacer oración. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se hicieron blancas y relampagueantes. De pronto aparecieron conversando con él dos personajes, rodeados de esplendor: eran Moisés y Elías. Y hablaban de la muerte que le esperaba en Jerusalén. 
Pedro y sus compañeros estaban rendidos de sueño; pero, despertándose, vieron la gloria de Jesús y de los que estaban con él. Cuando éstos se retiraban , Pedro le dijo a Jesús: “Maestro, sería bueno que nos quedáramos aquí y que hiciéramos tres chozas: una para ti, una para Moisés y otra para Elías”, sin saber lo que decía.
No había terminado de hablar, cuando se formó una nube que los cubrió; y ellos al verse envueltos por la nube se llenaron de miedo. De la nube salió una voz que decía: “Este es mi Hijo, mi escogido; escúchenlo”. Cuando cesó la voz, se quedó Jesús solo. Los discípulos guardaron silencio y por entonces no dijeron a nadie nada de lo que habían visto”. ( Lucas 9, 28-36)

Hace sólo una semana el Evangelio nos presentaba a Jesús en el desierto haciendo la experiencia de las tentaciones. Esas tentaciones nos permitían  ver que Jesús había asumido completamente nuestra condición humana. Jesús se hizo hombre y vivió su condición humana en todo, hasta en la fragilidad y en la pobreza que todos experimentamos cuando nos confrontamos con  nuestras necesidades básicas como son el comer, el ser reconocidos y apreciados, el querer ocupar un lugar en nuestra sociedad y el tener que reconocer a Dios como la presencia que nos hace vivir.
Jesús, venciendo las tentaciones, nos introduce en el camino cuaresmal ayudándonos a entender que lo muy humano que llevamos con nosotros es punto de partida para entender que la plenitud de nuestra existencia la lograremos sólo cuando entendamos que es la presencia de Dios en nosotros lo que nos da una identidad. 
No vivimos de lo que llena el vientre y nuestra seguridad no está en lo que podamos acumular o atesorar en este mundo; lo que nos da seguridad o autoridad no son la apariencia o el poder , sino la capacidad de amar y de servir.
Somos verdaderamente humanos cuando, con humildad y sencillez, aceptamos que vivimos de la Palabra, de la presencia de Dios en nuestros corazones. Y Jesús se pone delante de nosotros en este tiempo para indicarnos el camino a seguir. 
El camino hacia la Pascua es para todos, para quienes nos vamos identificando con la persona de Jesús y poco a poco nos esforzamos por hacer nuestro su estilo de vida, su experiencia humana y divina. Avanzando en el camino cuaresmal nos iremos introduciendo en el misterio de la pasión, de la muerte y de la resurrección del Señor para reconocer en él el don de Dios que se entrega por amor.
El Evangelio de este segundo domingo de cuaresma nos presenta a Jesús en todo el esplendor de su divinidad. La presencia de Moisés y de Elías  nos recuerdan que Dios se había manifestado en el tiempo a través de la Ley que le había sido sido confiada a Moisés y por todo el ministerio de los profetas a quienes representa Elías que había sido llevado al cielo reconociéndole su labor profética. 
Pero ahora aparece ante la mirada de los apóstoles Jesús a quien están llamados a reconocer como aquel en quien la Ley y todo lo que habían anunciado los profetas llega a su cumplimiento. Jesús es reconocido y presentado por su Padre, como su Hijo escogido, el predilecto, dirá en otro pasaje del evangelio. 
Es en Jesús en quien se realiza el plan de Dios y el que llevará a cabo todo lo que el Padre soñó como proyecto de amor por la humanidad. A Jesús es a quien se tiene que escuchar y seguir ahora como al único que nos revela que Dios ha querido entregarse a nosotros por el grande amor que nos tiene.
El Jesús totalmente hombre, el de las tentaciones, y el Jesús plenamente Dios es quien se pone en camino hacia Jerusalén para entregarse, para dejarse maltratar y humillar, para hacer de su vida una ofrenda sobre la cruz. Es él el que resucitará al tercer día después de su muerte para enseñar que todo le fue sometido y entregado por su Padre, para poder manifestar cuánto amor ha tenido Dios por toda la humanidad.
Eso que llamamos el misterio de la redención, los discípulos que habían acompañado a Jesús hasta aquel monte no acababan por entenderlo. ¿Cómo era posible que Dios se entregara de esa manera? ¿Por qué Jesús tendría que pasar por el camino de la cruz? ¿Cómo un Dios tan grande y ten bondadoso podía terminar clavado en una cruz, en la más humillante de las muertes a la que podía ser condenado un ser humano?
Los discípulos que no lograban entender nada de ese misterio iban a necesitar hacer un largo camino que exigiría silencio y contemplación. Exigiría seguimiento y cambio de mentalidad. Obligaría a la fidelidad y a la perseverancia, al abandono y a la confianza total. Y todo ese no se lograría con explicaciones claras y con catequesis profundas. Se necesitaría hacer el mismo camino y pasar por las mismas circunstancias del maestro. Se les exigiría aprender a perder la vida, a renunciar a ellos mismos para ofrecer la propia vida a los demás, en un gesto gratuito de generosidad, pero, sobre todo, de amor.
En el monte de la transfiguración los discípulos entendieron que estaban siendo testigos del amor más grande que ha existido y que existirá en la historia de la humanidad. Dios mismo, en la persona de Jesús se ponía en camino para demostrarnos cuánto amor nos ha tenido. Nos amó tanto que se entregó por nosotros en la sangre que derramó Jesús sobre la cruz. Ahí es en donde se entiende que Dios es amor.
La transfiguración es el segundo momento en el cual el Padre da testimonio de Jesús reconociéndolo como su hijo muy amado que entrega por nosotros. La primera vez fue cuando Jesús se pone en la línea de los pecadores para identificarse con la humanidad frágil y pecadora que necesita del amor redentor que Jesús nos trae. En estos dos momentos el Padre invita a todos los que serán discípulos de Jesús a escucharlo y a seguirlo. Y sabemos que no ha habido otro camino que nos lleve al corazón mismo de Dios. 
Al final del evangelio habrá alguien más que tomara la voz de toda la humanidad para reconocer, en una expresión de fe profunda, que efectivamente Jesús es el Hijo de Dios. Aquel centurión que viendo morir a Jesús con el corazón abierto, fue él quien tomó la palabra para decir algo que nos toca actualizar y pronunciar con nuestras humildes palabras.
El silencio que se apoderó de Pedro, Santiago y de Juan, es la experiencia que estamos invitados a vivir también hoy en el camino que nos toca recorrer con el anhelo de vivir la experiencia de la conversión personal y comunitaria. También hoy, cada uno de nosotros estamos invitados a reconocer cómo Jesús se transfigura ante nosotros para que nos demos cuenta que este es el tiempo adecuado para ponernos en camino. Es el mejor tiempo para liberarnos de todo aquello que nos tiene atorados en nuestras dudas y en nuestros miedos. Es tiempo para reconocer a Jesús como Dios que nos tiende la mano y nos invita a confiar en él.
De lo profundo de nuestras nubes el Señor nos llama a escuchar a su Hijo, a dejar que su Palabra se vaya convirtiendo en cimiento de todo lo que vamos construyendo como proyectos de vida. Escúchenlo, nos dice el Padre, porque sólo él es quien puede abrir caminos de auténtica felicidad, sólo él es quien nos puede hacer libres, sólo él es quien nos puede sacar de nuestras tinieblas y de todo aquello que nos tiene paralizados por tantos miedos que no nos dejan vivir en auténtica fraternidad.
Escúchenlo, para que haciendo caso a sus palabras no se pierdan en los laberintos y en las trampas de este mundo que trata de llevarnos por caminos que no son los de Dios. 
Pidamos al Señor la gracia de la docilidad y de la disponibilidad para ponernos en camino con el corazón lleno de la certeza de que Jesús nos llevará siempre por un camino seguro y que nunca nos defraudará. Que el ejemplo del silencio de los apóstoles nos ayude a crear en nosotros un clima de recogimiento y de oración para que acojamos con gratitud la Palabra que el Señor irá sembrando en nuestros corazones durante nuestro peregrinar cuaresmal.


El rostro del Transfigurado no quiere rostros desfigurados
Romeo Ballan, mccj

¡Contemplar el rostro! La antífona de entrada nos brinda una clave de lectura del Evangelio de la Transfiguración y de otros textos bíblicos y litúrgicos de este domingo: “Busquen mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro”. Una respuesta a tan insistente súplica llega desde un monte, donde Jesús se transfiguró ante tres discípulos escogidos: “el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos” (v. 29). La Transfiguración que los tres evangelistas sinópticos nos narran es un pasaje misterioso, difícil de interpretar, porque presenta una experiencia en el límite entre lo humano y lo divino; usa un lenguaje simbólico, frecuente en la Biblia, toda vez que se habla de manifestaciones de Dios: monte, nube, luz, voz… Para los tres discípulos fue una experiencia fuerte, entusiasmante: Es bueno estarnos aquí, exclama Pedro.

Los evangelistas insisten sobre el resplandor luminoso que manifiesta al exterior la identidad de Jesús; en efecto, la luz es signo del mundo de Dios, del gozo, de la fiesta. Aquí la luz no viene de afuera, sino que mana desde dentro de la persona de Jesús. Con razón, Lucas subraya que Jesús “subió a lo alto de la montaña, paraorar, y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió” (v. 28-29). De la relación con su Padre, Jesús sale dinámicamente transformado: la plena identificación con el Padre resplandece en su rostro. La oración transforma, te cambia la vida, te ayuda a mirar la realidad de manera diferente, con los ojos de la fe. En esa experiencia sobre el monte los discípulos intuyen que el rostro de Jesús revela el rostro de Dios, que ese hombre Jesús es realmente el Mesías. Lo entenderán plenamente cuando Él resucite (cfr. Mt 17,9), y también los discípulos serán radicalmente transformados: entonces lo comprenderán y lo anunciarán a toda criatura (cfr. Mc 16,15).

El camino de transformación interior es el mismo para Jesús que para el discípulo y el apóstol: la oración, vivida como escucha-diálogo de fe y de humilde abandono en Dios, tiene la capacidad de transformar la vida del cristiano y del misionero. En efecto, la oración es la experiencia fundante de la misión. Esta fue también la experiencia de Pedro, muy convencido de no haber seguido “fábulas ingeniosas”, habiendo sido “testigo ocular… estando con Él en el monte santo” (2P 1,16.18). Entre la confusión y el susto (v. 33.34), Pedro hubiera querido evitar ese misterioso éxodo -esa extraña salida que se iba a consumar en Jerusalén- del que hablaban Moisés y Elías con Jesús (v. 31); hubiera querido detener en el tiempo esa hermosa visión del Reino (v. 33) como una perenne fiesta de las Tiendas (Zac 14,16-18). “¡Escúchenlo!” dijo la voz desde la nube (v. 36). Escuchar, contemplar, en silencio… Es esta la primera actitud necesaria en presencia de lo sagrado: de Dios, de la Eucaristía, de los santos…

Pedro ha tenido que salir de sus esquemas mentales -meramente humanos- para entrar en la manera de pensar de Dios (Mt 16,23). Lo mismo ocurrió con Abrahán (I lectura), del cual el segundo domingo de Cuaresma nos suele presentar unos aspectos de la vida (la llamada, el hijo Isaac, la alianza). A Él

-anciano, sin tierra y sin hijos- Dios promete una tierra y una descendencia, pero le pide a cambio la absoluta adhesión del corazón, la fidelidad a la alianza (v. 18). Abrahán aprende que el hecho de creer no es una acción periférica, marginal, sino el desplazamiento del eje de gravedad de la vida sobre Dios. Por la fe, como explica S. Pablo (II lectura), tenemos la fuerza de permanecer firmes en el Señor (v. 4,1) aun en medio de las pruebas, no “como enemigos de la cruz de Cristo” (v. 18), sino como amigos que lo esperan como Salvador (v. 20).

El rostro transfigurado y fascinante de Jesús es un preludio de su realidad post-pascual y definitiva; la misma que se nos ha prometido a nosotros. En esta vocación a la vida y a la gloria se funda la dignidad de cada persona humana, que por ningún motivo ha de sufrir desfiguraciones. Lamentablemente, también hoy, en todos los países, el rostro de Jesús es a menudo desfigurado en muchos rostros humanos, como afirman los Obispos latinoamericanos en el documento de Puebla (México, 1979): rostros de niños enfermos, abandonados, explotados; rostros de jóvenes desorientados y frustrados; rostros de indígenas y de afroamericanos marginados; rostros de campesinos relegados y explotados; rostros de obreros mal retribuidos, desempleados, despedidos; rostros de ancianos marginados de la sociedad familiar y civil (n. 31-43). La lista podría ampliarse con las situaciones que cada cual conoce en su ambiente. Se trata de llamadas apremiantes a la conciencia de los responsables de las naciones y a los misioneros del Evangelio. Misión es devolver y garantizar la dignidad y la sonrisa a los rostros afeados y desfigurados.


ESCUCHAR A JESÚS
José A. Pagola

Los cristianos de todos los tiempos se han sentido atraídos por la escena llamada tradicionalmente “La transfiguración del Señor”. Sin embargo, a los que pertenecemos a la cultura moderna no se nos hace fácil penetrar en el significado de un relato redactado con imágenes y recursos literarios, propios de una “teofanía” o revelación de Dios.

Sin embargo, el evangelista Lucas ha introducido detalles que nos permiten descubrir con más realismo el mensaje de un episodio que a muchos les resulta hoy extraño e inverosímil. Desde el comienzo nos indica que Jesús sube con sus discípulos más cercanos a lo alto de una montaña sencillamente “para orar”, no para contemplar una transfiguración.

Todo sucede durante la oración de Jesús: “mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió”. Jesús, recogido profundamente, acoge la presencia de su Padre, y su rostro cambia. Los discípulos perciben algo de su identidad más profunda y escondida. Algo que no pueden captar en la vida ordinaria de cada día.

En la vida de los seguidores de Jesús no faltan momentos de claridad y certeza, de alegría y de luz. Ignoramos lo que sucedió en lo alto de aquella montaña, pero sabemos que en la oración y el silencio es posible vislumbrar, desde la fe, algo de la identidad oculta de Jesús. Esta oración es fuente de un conocimiento que no es posible obtener de los libros.

Lucas dice que los discípulos apenas se enteran de nada, pues “se caían de sueño” y solo “al espabilarse”, captaron algo. Pedro solo sabe que allí se está muy bien y que esa experiencia no debería terminar nunca. Lucas dice que “no sabía lo que decía”.

Por eso, la escena culmina con una voz y un mandato solemne. Los discípulos se ven envueltos en una nube. Se asustan pues todo aquello los sobrepasa. Sin embargo, de aquella nube sale una voz: “Este es mi Hijo, el escogido. Escuchadle”. La escucha ha de ser la primera actitud de los discípulos.

Los cristianos de hoy necesitamos urgentemente “interiorizar” nuestra religión si queremos reavivar nuestra fe. No basta oír el Evangelio de manera distraída, rutinaria y gastada, sin deseo alguno de escuchar. No basta tampoco una escucha inteligente preocupada solo de entender.

Necesitamos escuchar a Jesús vivo en lo más íntimo de nuestro ser. Todos, predicadores y pueblo fiel, teólogos y lectores, necesitamos escuchar su Buena Noticia de Dios, no desde fuera sino desde dentro. Dejar que sus palabras desciendan de nuestras cabezas hasta el corazón. Nuestra fe sería más fuerte, más gozosa, más contagiosa.

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Comentario sobre el evangelio de la Transfiguración
Mauricio Zundel

La Cruz revela un camino

El comentario más hermoso del Evangelio de la Transfiguración es la frase de una niñita el día de su primera comunión: “¡Él me eclipsa!”¡ Qué profunda experiencia en esa frase! Representa una confidencia tan auténtica y admirable. “A mí ¡Él me eclipsa!”¡ Qué mayor beneficio que ése! ¡Qué gracia más grande, qué realización más profunda para llevar al universo su luz y su alegría!

La Cruz es símbolo de la gracia. Es la señal del cristiano, pero es el aspecto de la Nueva Alianza. La Cruz manifiesta un don infinito de amor que revela la grandeza de Dios y la nuestra. Justamente, lo que la Transfiguración nos muestra es que la Cruz no es el fin sino el camino. Ella revela la libertad infinita de nuestra vida. Es la plenitud, el infinito dentro de nosotros, en cada uno, como un evangelio que debemos llevar y realizar en todo el universo.

El mundo tiene necesidad de un espacio infinito

La ciencia concibió un cerebro electrónico más poderoso que el nuestro. Nos introduce en un universo de robots, en que el hombre se vuelve inútil, en que se puede imaginar una ciencia organizada por autómatas. Y tal mundo es ´legítimo en sí, en la medida en que ofrece a la libertad instrumentos perfectos, pero sin libertad, sin amor, todo eso es caricatura de la vida, todo eso hace imposible el despliegue de energías que hay en nosotros, todo eso no corresponde a los sueños que llevamos en el corazón.

Ese mundo necesita ahora un espacio infinito e ilimitado que sólo nosotros podemos crear. Porque existe un mundo verdadero que aún no existe, pero que será en la medida en que lo querremos. Toda nuestra capacidad de sufrir, todos los desgarres que pueden hacer de nuestra vida un valle de lágrimas, no son sino la revelación en negativo de nuestra capacidad de alegría, de grandeza y de transfiguración. Si el hombre puede sufrir, es que está llamado a una grandeza infinita. Si nos pueden desgarrar, es que tenemos una vocación de bien infinito.

El mundo debe llegar a ser realmente transfigurado

Y ¿Cómo realizar esta vocación de vida? ¿Cómo ser capaz de poseer una libertad cada vez más amplia y más universal? ¿Cuál es el secreto de nuestra grandeza? ¿Cómo será el mundo verdaderamente un mundo transfigurado, ese sol, esa luz, sino por ese Amor del que la niñita decía: “Él me eclipsa” ? la luz solo puede nacer de la distancia de nosotros a nosotros mismos, de la liberación del universo, en el movimiento oblativo de una desapropiación radical. A eso nos invita Cristo, a la alegría, a la apertura del alma, pero justamente por el vacío que se debe realizar en nosotros a fin de dar el espacio en que la grandeza pueda manifestarse y comuni¬carse. ¡Qué de sufrimientos hay en el mundo! ¡Cuánta desesperanza! Pero todo eso puede ser iluminado, todo eso puede convertirse en capacidad creadora en la medida en que el amor de Dios nos anima, en la medida en que lo dejemos comunicar en el silencio del alma, a través de nosotros.

La Cruz es el camino abierto para el advenimiento de un universo transfigurado

¡Ah, cuánta necesidad tiene Dios de nosotros! ¡Y cómo suspira por él la humanidad! Toda nuestra potencia técnica necesita ser equilibrada por el don de un amor sin retorno, y de ese amor solo podemos tomar conciencia y solo podemos ver a Dios en el universo que puede nacer de cada latido de nuestro corazón.

La Cruz no es el fin. El fin es la alegría. El sufrimiento solo puede ser instrumento de nuestra grandeza y, finalmente, nuestra grandeza está en ser espacio de luz y amor, en hacer de nuestra existencia una realidad oblativa y hacer de todo nuestro ser una relación de amor con el Dios que es el eterno Amor. La Cruz no es dolorismo. Es el camino abierto para una libertad creadora y en fin para el advenimiento de un universo transfigurado. “¡Amigo mío, sube más arriba!”

“Él me eclipsa.” Entremos en ese misterio por una desapropiación cada vez más profunda de nosotros mismos. Él es el sol que hace cantar los vitrales. De eso se trata, ¡de que seamos el vitral donde pueda brillar el sol divino! Pidamos a Cristo pidámosle al Señor que nos sane de nosotros mismos y que haga de nosotros un vitral donde transparente el sol divino escondido en nuestros corazones y confiado a la generosidad de nuestro amor.

Homilía en el Cairo, en 1966. Inédita.
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LA ANTICIPACIÓN DEL TRIUNFO DE JESÚS Y DE NUESTRO TRIUNFO
José Luis Sicre

El domingo 1º de Cuaresma se dedica siempre a las tentaciones de Jesús, y el 2º a la transfiguración. El motivo es fácil de entender: la Cuaresma es etapa de preparación a la Pascua; no sólo a la Semana Santa, entendida como recuerdo de la muerte de Jesús, sino también a su resurrección. Este episodio, que anticipa su triunfo final nos ayuda a enfocar adecuadamente estas semanas.

El contexto: la promesa

Jesús ha anunciado que debe padecer mucho, ser rechazado, morir y resucitar. Y ha avisado que quienes quieran seguirle deberán negarse a sí mismos y cargar con la cruz.  Pero tendrán su recompensa cuando él vuelva triunfante. Y añade: «Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán antes de ver el reinado de Dios». ¿Se cumplirá esa extraña promesa?

El cumplimiento: la transfiguración

Seis después tiene lugar este extraño episodio. El relato de Lucas, el que leemos este domingo, podemos dividirlo en dos partes: la subida a la montaña y la visión. Desde un punto de vista litera­rio es una teofanía, una manifestación de Dios, y los evangelistas utilizan los mismos elementos que empleaban los autores del Antiguo Testamento para describirlas. Por eso, antes de analizar cada una de las partes, conviene recordar algunos datos de la famosa teofanía del Sinaí, cuando Dios se revela a Moisés.

La teofanía del Sinaí

Dios no se manifiesta en un espacio cualquiera, sino en un sitio especial, la montaña, a la que no tiene acceso todo el pueblo, sino sólo Moisés, al que a veces acompaña su hermano Aarón (Ex 19,24), o Aarón, Nadab y Abihú junto con los setenta dirigentes de Israel (Ex 24,1). La presen­cia de Dios se expresa mediante la imagen de una densa nube, desde la que habla (Ex 19,9). Es también frecuente que se mencione en este contexto el fuego, el humo y el temblor de la montaña, como símbolo de la gloria y el poder de Dios que se acerca a la tierra. Estos elementos demuestran que los evangelistas no pretenden ofrecer un informe objetivo, “histórico”, de lo ocurrido, sino crear un clima semejante al de las teofanías del Antiguo Testa­mento.

La subida a la montaña

Jesús sólo elige a tres discípu­los, Pedro, Santiago y Juan. Este dato no debemos interpretarlo solo como un privilegio; la idea principal es que va a ocurrir algo tan grande que no puede ser presen­ciado por todos.

Lucas introduce aquí un cambio pequeño, pero importante. Marcos y Mateo dicen que subieron “a una montaña alta y apartada”; Lucas, que “subieron a la montaña para rezar”. La altura y aislamiento del monte no le interesa, lo importante es que Jesús reza en todas las ocasiones trascendentales de su vida.

La visión

En ella hay cuatro elementos que la hacen avanzar hasta su plenitud. El primero es la transformación del rostro y las vestiduras de Jesús. El segundo, la aparición de Moisés y Elías. El tercero, la aparición de una nube luminosa que cubre a los presentes. El cuarto, la voz que se escucha desde el cielo.

1. La transformación de Jesús la expresaba Marcos con estas pala­bras: «En su presencia se transfiguró y sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no es capaz de blanquearlos ningún batanero del mundo» (Mc 9,3). La fuerza recae en la blancura del vestido de Jesús. Lucas, sin embargo, destaca que el cambio se produce mientras Jesús oraba, y se centra en el cambio de su rostro, no en el de sus vestidos: “Y, mientras orabael aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos.” Lucas nos invita a contemplar una escena a cámara lenta, centrada en el primer plano del rostro de Jesús. Es un anticipo de las apariciones de Cristo resucitado, cuando su rostro es difícil de identificar para María Magdalena, los dos de Emaús y los discípulos en el lago.

2. La aparición de Moisés y Elías. Moisés es el gran mediador entre Dios y su pueblo, el profeta con el que Dios hablaba cara a cara. Según la tradición bíblica, sin Moisés no habrían existido el pueblo de Israel ni su religión. Elías es el profeta que salva a esa religión en su mayor momento de crisis, hacia el siglo IX a.C., cuando está a punto de sucumbir por el influjo de la religión cananea. Sin Elías habría caído por tierra toda la obra de Moisés. Por eso los judíos concedían especial importancia a estos dos personajes. El hecho de que se aparezcan ahora a los discípu­los (no a Jesús) es una manera de garantizarles la importancia del personaje al que están siguiendo. No es un hereje ni un loco, no está destruyendo la labor religiosa de siglos, se encuentra en la línea de los antiguos profetas, llevando su obra a plenitud.

En este contexto, las palabras de Pedro proponiendo hacer tres chozas suenan a simple despropósito. Pero son conse­cuencia de lo que ha dicho antes: «qué bien se está aquí». Es preferible quedarse en lo alto del monte a cargar con la cruz y seguir a Jesús hasta la muerte.

3. Como en el Sinaí, el monte queda cubierto por una nube.

4. Las palabras de Dios reproducen exactamente las que se escucharon en el momento del bautismo, cuando Dios presentaba a Jesús como su siervo. Pero aquí se añade un imperativo: “¡Escuchadle!” La orden se relaciona directamente con las anteriores palabras de Jesús, sobre su propio destino y sobre el seguimiento y la cruz de sus discípulos.

Resumen

Este episodio no está contado en beneficio de Jesús, sino como experiencia positiva para los apóstoles. Después de haber escuchado a Jesús hablar de su pasión y muerte, de las duras condiciones que impone a sus seguidores, tienen tres experiencias complementarias: 1) ven a Jesús transfigurado de forma gloriosa; 2) se les aparecen Moisés y Elías; 3) escuchan la voz del cielo.

Esto supone una enseñanza creciente: 1) al ver transformados su rostro y sus vesti­dos tienen la expe­riencia de que su destino final no es el fracaso, sino la gloria; 2) la aparición de Moisés y Elías confirma que Jesús es el culmen de la historia religiosa de Israel y de la revela­ción de Dios; 3) la voz del cielo les enseña que seguir a Jesús no es una locura, sino lo más conforme al plan de Dios.

La anticipación de nuestro triunfo (Filipenses 3,17-4,1)

A la comunidad de Filipos, igual que a otras fundadas por Pablo, llegaron misioneros cristianos, pero de tendencia radical, judaizante; convencidos de salvarse por observar una serie de normas alimentarias (“su Dios es el vientre”) y por la circuncisión (“se glorían de sus vergüenzas”). En consecuencia, aunque no lo reconozcan, para salvarse no es preciso que Jesús muera por nosotros, y “se comportan como enemigos de la cruz de Cristo”.

Frente a esta postura, los filipenses, seguidores de Pablo, no aspiran a cosas terrenas sino que aguardan a un salvador, Jesús, que transformará nuestro cuerpo humilde a semejanza del suyo glorioso. Esta promesa de la transformación de nuestro cuerpo es la que ha movido a elegir esta lectura, en paralelo con la del evangelio: la transfiguración de Jesús no solo anticipa su gloria sino también la nuestra.

La teofanía a Abrahán (Gn 15, 5-12. 17-18)

Abrahán, presentado como un pastor seminómada, recibe las dos mayores promesas que puede desear: una descendencia numerosa y una tierra donde asentarse. El texto podemos dividirlo en tres partes: la primera promete una descendencia numerosa como las estrellas; la segunda, la tierra (sin concretar de qué tierra se trata, se supone que la de Canaán); la tercera une los dos temas: la descendencia de Abrahán heredará la tierra (en este caso se le atribuye una extensión fabulosa).

No consigo entender por qué se ha elegido esta lectura. Probablemente porque la sección central hace referencia a una teofanía, y se la ha visto en paralelo con la transfiguración de Jesús. Pero cualquier parecido entre ambos relatos es pura coincidencia.

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LAS MISTERIOSAS RAZONES DEL CORAZÓN
Fernando Armellni

Introducción

“Perder la cabeza por alguien” significa, en lenguaje popular, enamorarse. El impulso de amar no niega lo racional, lo sobrepasa, abre horizontes, remonta el vuelo hacia un mundo de insospechadas emociones.

La fe es una elección ponderada. Jesús lo advierte a aquellos que quieren convertirse en discípulos suyos: “Si uno de ustedes pretende construir una torre, ¿no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? (Lc 14,28). Pero es también un fiarse completa e incondicionalmente de Dios, un impulso de entrega hacia Él que requiere, por consiguiente, despojarse de este mundo y de su lógica. Es un perder la cabeza.

Francisco de Asís, presentándose desarmado al Sultán de Egipto durante la Cruzada, fue objeto de burla y tomado por loco por los cruzados. No estaba loco; simplemente seguía una lógica distinta; estaba enamorado de Cristo y creía verdaderamente en el Evangelio.

En lenguaje del Antiguo Testamento, para referir a este “perder la cabeza” se emplea la imagen del duermevela o del sueño. Durante “el sueño” de Adán es creada la mujer (cf. Gén 2,21); cuando “la modorra” se apodera de Abrahán, el Señor establece un pacto con él (primera lectura de hoy); en el monte de la Transfiguración, los tres discípulos contemplan la gloria del Señor cuando “son vencidos por el sueño” (evangelio de hoy). Parece como si el debilitarse u ofuscarse de las facultades del hombre es premisa necesaria para las revelaciones e intervenciones de Dios.

Es verdad: Solo quien pierde la cabeza por Cristo puede creer que, muriendo por amor, se llega a la Vida.

Evangelio: Lucas 9,28b-36

Este pasaje ha sido interpretado por algunos como una breve anticipación de la experiencia del paraíso, concedida por Jesús a un número restringido de amigos para prepararlos a soportar la dura prueba de su Pasión y muerte. Hay que estar siempre muy atentos cuando nos acercamos a un texto evangélico porque lo que a primera vista parece una crónica del acontecimiento puede revelarse, después de un examen más detenido, como un texto denso de teología redactado según los cánones del lenguaje bíblico. El relato de la Transfiguración, referido de manera casi idéntica por Mateo, Marcos y Lucas, es un ejemplo esclarecedor.

Hoy nos detendremos sobre algunos detalles significativos que solamente se encuentran en la versión de Lucas. Solo este evangelista especifica la razón por la que Jesús sube a la montaña: para orar (v. 28). Jesús solía dedicar mucho tiempo a la oración. No sabía desde el principio cómo se desarrollaría su vida, no conocía el destino que le esperaba; lo fue descubriendo gradualmente a través de las iluminaciones que recibía durante la oración.

Es en uno de esos momentos particularmente intensos que Jesús se da cuenta de que ha sido llamado a salvar a los hombres no a través del triunfo sino de la derrota. Hacia la mitad de su evangelio, Lucas comienza a revelar las primeras señales de fracaso: las multitudes, primero entusiastas, abandonan a Jesús; hay quienes lo toman por un exaltado, como un subversivo; sus enemigos comienzan a tramar su muerte. Es comprensible, pues, que él se interrogue sobre el camino que el Padre quiere que recorra. Por esto “subió a una montaña para orar”.

Durante la oración su rostro “cambió de aspecto” (v. 29). Este esplendor es signo de la gloria que envuelve a quien está unido a Dios. También el rostro de Moisés resplandecía cuando entraba en diálogo con el Señor (cf. Éx 34,29-35).

Todo auténtico encuentro con Dios deja alguna huella visible en el rostro humano. Después de una celebración de la Palabra vivida intensamente, todos regresamos a casa más felices, más serenos, más buenos, más sonrientes, más dispuestos a ser tolerantes, comprensivos, generosos; salimos con caras más relajadas que parecen reflejar una luz interior. La luz sobre el rostro de Jesús indica que, durante la oración, ha comprendido y hecho suyo el proyecto del Padre; ha comprendido que su sacrificio no terminaría con la derrota sino con la gloria de la Resurrección.

Durante la experiencia espiritual de Jesús, aparecen dos personajes: Moisés y Elías (vv. 30-31). Son el símbolo de la Ley y de los profetas y representan al Antiguo Testamento. Todos los libros sagrados de Israel tienen como objetivo conducirnos a dialogar con Jesús, están orientados hacia Él. Sin Jesús, el Antiguo Testamento es incomprensible, pero también Jesús, sin el Antiguo Testamento, permanece en un misterio. En el día de Pascua, para hacer comprender a sus discípulos el significado de su muerte y Resurrección, Jesús recurrirá al Antiguo Testamento: “Comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que en toda la Escritura se refería a él” (Lc 24,27).

También Marcos y Mateo introducen a Moisés y Elías, pero solamente Lucas recuerda el tema de su diálogo con Jesús: hablaban de su éxodo, es decir del paso de este mundo al Padre. La luz que le ha desvelado a Jesús su misión ha venido de la Palabra de Dios contenida en el Antiguo Testamento. Es allí que Él ha descubierto que el Mesías no estaba destinado al triunfo sino a la derrota; que tenía que sufrir mucho, ser humillado, rechazado por los hombres, como se dice del Siervo del Señor (cf. Is 53).

Los tres discípulos, Pedro Santiago y Juan, no comprenden nada de lo que está sucediendo (vv. 32-33). Son invadidos por el sueño. Es difícil pensar, aunque alguno así lo haya hecho, que los discípulos se adormecieran por la subida fatigosa a la montaña o porque la escena se desarrollara de noche (v. 37). No lo pide el contexto.

Caigamos en la cuenta de un detalle: en los pasajes del Evangelio que hacen alguna referencia a la Pasión y muerte de Jesús, estos tres discípulos son siempre víctimas del sueño. También en el huerto de los Olivos se dejan vencer por el sueño (cf. Mc 14,32-42; Lc 22,45). Es extraño que siempre en los momentos cruciales sientan esa irresistible necesidad de dormitar.

El sueño es frecuentemente usado por los autores bíblicos en sentido simbólico. Pablo, por ejemplo, escribe a los romanos: “Ya es hora de despertar del sueño… la noche está avanzada, el día se acerca” (Rom 13,11-12). Con esta llamada urgente, el Apóstol quiere sacudir a los cristianos del sopor espiritual, invitándolos a abrir la mente para comprender y asimilar la propuesta moral del Evangelio.

En nuestro relato, el sueño indica la incapacidad de los discípulos de entender y aceptar que el Mesías de Dios deba pasar a través de la muerte para entrar en su gloria. Cuando Jesús realiza prodigios, cuando la multitud lo aclama, los tres apóstoles se muestran bien despiertos; pero cuando Jesús comienza a hablar del don de la vida, de la necesidad de ocupar el último puesto, de convertirse en siervos, no quieren entender, lentamente cierran los ojos y se quedan dormidos… para continuar soñando con aplausos y triunfos.

Las tres tiendas son el detalle más difícil de explicar (incluso el evangelista anota que ni siquiera Pedro, que es el que ha hablado, sabía lo que estaba diciendo). Quien construye una tienda o cabaña en un lugar lo hace con la intención de quedarse allí, al menos por un tiempo. Jesús, por el contrario, está siempre de camino: debe realizar un ‘éxodo’ –dice el evangelio de hoy– y los discípulos son invitados a seguirlo. Las tres tiendas quizás indiquen el deseo de Pedro de quedarse para perpetuar la alegría experimentada en un momento de intensa oración con el Maestro.

Para comprenderlo mejor, podemos recurrir a nuestra experiencia: después de haber dialogado largamente con el Señor, nos cuesta regresar a la vida ordinaria. Los problemas y dramas concretos que debemos afrontar nos asustan. Sabemos, sin embargo, que la escucha de la palabra de Dios no lo es todo. No se puede uno pasar toda la vida en la iglesia o en la casa de retiros espirituales; es necesario salir para encontrarse y servir a los hermanos, ayudar a quien sufre, acercarnos a quienes tienen necesidad de amor. Después de haber descubierto en la oración la senda a recorrer, hay que ponerse a caminar con Jesús que sube a Jerusalén para dar la vida.

La nube (v. 34), especialmente cuando se posa sobre la cima de un monte, indica, según el lenguaje bíblico, la presencia invisible de Dios. La referencia a la nube es frecuente en el Antiguo Testamento, sobre todo en el Éxodo: Moisés entra en la nube que cubre el monte (cf. Éx 24,15-18), la nube desciende sobre la Tienda del Encuentro y Moisés no puede entrar porque en ella está presente el Señor (cf. Éx 40,34). Pedro, Santiago y Juan son introducidos en el mundo de Dios y allí reciben la iluminación que les hará comprender el camino del Maestro: el conflicto con el poder religioso, la persecución, la Pasión y la muerte. Intuyen al mismo tiempo que ese será también su destino… y tienen miedo.

De la nube sale una voz (v. 35): es la interpretación de Dios de todo lo que le ocurrirá a Jesús. Para los hombres será un derrotado, para el Padre será el Elegido, el Siervo Fiel en quien se complace. Agradable al Señor es quien sigue las huellas de este Siervo Fiel. Escúchenlo –dice la voz del cielo– aun cuando parezca proponer caminos demasiado difíciles, sendas demasiado estrechas, elecciones paradójicas y humanamente absurdas.

Al término del episodio (v. 36), Jesús se queda solo. Moisés y Elías desaparecen. Este detalle indica la función del Antiguo Testamento: llevar a Jesús, hacer comprender a Jesús. Al final, todos los ojos deben fijarse solo en Él.

No es fácil creer en la revelación de Jesús y aceptar su propuesta de vida. No es fácil seguirlo en su “éxodo”. Fiarse de Él es muy arriesgado: es verdad que promete una gloria futura, pero lo que el hombre experimenta aquí y ahora es la renuncia, el don gratuito de sí mismo. La semilla arrojada en tierra está destinada a producir mucho fruto; pero, hoy, lo que le espera es la muerte. ¿Cuándo y cómo podrá ser asimilada esta sabiduría de Dios tan contraria a la lógica del hombre?

La respuesta viene dada en el detalle, aparentemente superfluo, con que se inicia el evangelio de hoy. Lucas sitúa el episodio de la Transfiguración ocho días después de que Jesús hubiera hecho el dramático anuncio de su Pasión, muerte y Resurrección, ocho días después de haber presentado las condiciones para quien quiera seguirlo: “niéguese a sí mismo, cargue con su cruz cada día” (Lc 9,22-27).

El octavo día tiene para los cristianos un significado preciso: es el día después del sábado, el «Día del Señor», el día en que la comunidad se reúne para escuchar la Palabra y partir el Pan (cf. Lc 24,13).

Y esto es lo que quiere decir Lucas con la referencia al octavo día: cada Domingo los discípulos que se reúnen para celebrar la Eucaristía suben “a la montaña”, ven el rostro transfigurado del Señor, es decir, Resucitado, comprenden en la fe que su “éxodo” no ha concluido con la muerte y oyen de nuevo la voz del cielo que les dirige la invitación: “¡Escúchenlo!”. Pedro, Santiago y Juan, después de bajar de la montaña, “guardaron silencio y, por entonces, no contaron a nadie lo que habían visto” (v. 27). No podían hablar de lo que no habían comprendido: el éxodo de Jesús no se había cumplido todavía.

Nosotros hoy, saliendo de nuestras iglesias, podemos, por el contrario, anunciar a todos lo que la fe nos ha hecho comprender: quien da la vida por amor entra en la gloria de Dios.

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I Domingo de Cuaresma. Año C

Cuaresma: ¡La conversión ecológica del espíritu!

Año C – Cuaresma – 1º domingo
Lucas 4,1-13: “No solo de pan vivirá el hombre”

Con la imposición de las cenizas el pasado miércoles, hemos entrado en el tiempo santo de la Cuaresma. Este período vuelve cada año y podría parecer una simple repetición, como el cambio de las estaciones, pero en realidad siempre es diferente, porque nunca nos encuentra en la misma condición que el año anterior y trae una nueva gracia para cada uno de nosotros.

La palabra Cuaresma proviene del latín quadragesima, que significa “cuadragésimo día” antes de Pascua, indicando así la duración de este período litúrgico. Los cuarenta días se cuentan desde el Miércoles de Ceniza hasta el Domingo de Ramos, que marca el inicio de la Semana Santa. Hay un vínculo simbólico entre estos dos momentos: las cenizas utilizadas en el rito del Miércoles de Ceniza se obtienen (si es posible) de la quema de los ramos de palma bendecidos el año anterior.

Técnicamente, los días entre el Miércoles de Ceniza y el Domingo de Ramos son 39 según nuestra forma de contar, pero 40 según el cálculo bíblico, que incluye tanto el primer como el último día de la serie. Otro método de conteo excluye los domingos – que siempre tienen una connotación pascual – y hace que la Cuaresma termine con el Domingo de Pascua.

El número cuarenta tiene un fuerte valor simbólico en la Biblia. Encontramos esta cifra en varios episodios significativos: los cuarenta años de camino de Israel en el desierto, los cuarenta días de marcha del profeta Elías hacia el monte Sinaí, los cuarenta días concedidos a Nínive para convertirse y los cuarenta días que Jesús pasó en el desierto entre su bautismo y el inicio de su ministerio público.

1. ¡De las cenizas al fuego!

La liturgia nos hace comenzar la Cuaresma con un signo muy fuerte: ¡la imposición de las cenizas! Las cenizas simbolizan nuestra realidad: una vida apagada, reducida a un residuo de sueños y esperanzas desvanecidos, inmersa en una rutina monótona, marcada por necesidades y deberes, sin nada que pueda despertar un entusiasmo y una alegría duraderos, capaces de resistir el impacto de las pruebas de nuestra existencia. Tal vez el fuego aún arde bajo las cenizas, pero sin alimento se está apagando y amenaza con extinguirse. Necesitamos un soplo de viento fuerte y decidido que barra las cenizas y reavive el fuego. Esta es la obra del Espíritu, que en este tiempo santo actúa con intensidad para llevarnos al Fuego nuevo de la Noche de Pascua.

2. El domingo de las tentaciones

El Evangelio del primer domingo de Cuaresma siempre nos presenta el episodio de las tentaciones de Jesús, según los tres evangelios sinópticos. Justo después del bautismo, que marca un punto de inflexión decisivo en su vida y misión, Jesús es conducido por el Espíritu al desierto de Judea, cerca del Mar Muerto. Allí lo espera Satanás, el “adversario”.

Este año leemos la versión de San Lucas. Después de la experiencia de intimidad trinitaria, Jesús es “impulsado fuera” para afrontar la dureza de la vida, en una profunda solidaridad con la humanidad. El Espíritu Santo no mantiene al creyente “seguro”, quizás en una “iglesia fortaleza” protegida de todo riesgo, sino que lo lanza al mundo, al corazón de la batalla contra el mal.

Hoy, junto con Jesús, también nosotros somos conducidos por el Espíritu al desierto para afrontar la tentación. La Cuaresma es un gimnasio de ejercicios espirituales para aprender con Cristo a desenmascarar a la serpiente, evitar sus trampas mortales y derrotarla.

3. Las tres tentaciones cardinales

Jesús es sometido a tres tentaciones: la del Pan, la del Poder y la del Prestigio. Representan el compendio o la matriz de todas las tentaciones de la vida humana. Por eso podemos decir que son las tres tentaciones cardinales, los ejes de toda tentación. Se refieren a los tres ámbitos fundamentales de nuestras relaciones: con los bienes, con los demás y con Dios.

El texto sagrado dice que Jesús fue “tentado por el diablo”. La palabra “Diablo” (del griego diábolos y del hebreo satan) significa “el que divide”. Ese es el objetivo último del tentador: ¡dividirnos! Dividirnos interiormente, separarnos unos de otros y alejarnos de Dios.

¿Cómo lleva a cabo su plan? Se presenta como un consejero, proponiendo a Jesús el método más eficiente y rápido para convertirse en un Mesías exitoso, el Rey de reyes que el pueblo esperaba.

El tentador intenta llevar a Jesús a evadir su condición humana y a aprovechar los privilegios y poderes de su condición divina: “¿Tienes hambre? ¡Di a esta piedra que se convierta en pan!”. Pero Jesús se niega a hacer trampa. ¿Cuántas veces el diablo nos ha sugerido también a nosotros aprovechar nuestra posición para obtener privilegios?

El diablo incluso se presenta como colaborador de Jesús, ofreciéndole poder y gloria sobre todos los reinos del mundo. Pero para aceptar, Jesús debería adoptar métodos diabólicos: imponerse con la fuerza, usar la violencia, pisotear a los demás, aliarse con los poderosos… ¡Cuántas veces, a lo largo de la historia, la Iglesia ha caído en esta trampa! ¡Cuántas veces también nosotros, “por un bien mayor”, hemos recurrido a medios equivocados! Mientras exista un poder dominador, habrá injusticia, y el Reino de Dios no podrá realizarse.

La tercera tentación es la más alta y ocurre en Jerusalén, la ciudad donde Jesús concluirá su vida. Poner a Dios a prueba, como hizo Israel en el desierto: “¿Está el Señor en medio de nosotros, sí o no?” (Éxodo 17,7). ¿Cuántas veces también nosotros hemos puesto a Dios a prueba, pidiendo señales o intervenciones para resolver nuestros problemas? En el fondo, esto significa instrumentalizar a Dios, reduciéndolo a un ídolo.

4. La ecología del espíritu

Vencer estas tres tentaciones significa emprender una auténtica y profunda conversión ecológica: restablecer una relación sana y correcta con la tierra, con las personas y con Dios. Las tres prácticas cuaresmales pueden ayudarnos en este camino:

  • El ayuno nos recuerda que la tierra no es un simple “bien de consumo”. Las criaturas tienen su propia consistencia, vida y belleza, que deben ser respetadas. No existen para ser devoradas por nuestro apetito voraz e insaciable.
  • La caridad nos recuerda que la relación auténtica con los demás es la del amor y el servicio, testimoniada por Jesús. Todo poder dominador es diabólico.
  • La oración nos invita a renovar nuestra relación personal con Dios en la gratuidad amorosa y en la confianza filial.

Para la reflexión personal

  1. Prepara tu programa cuaresmal. Simple, como un recordatorio constante para aprovechar este “tiempo fuerte” de gracia.
  2. Lee y medita el mensaje del Papa para la Cuaresma: haz clic aquí.

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


NO DESVIARNOS DE JESÚS
José Antonio Pagola

Las primeras generaciones cristianas se interesaron mucho por las pruebas que tuvo que superar Jesús para mantenerse fiel a Dios y para vivir siempre colaborando en su proyecto de una vida más humana y digna para todos.

El relato de las tentaciones de Jesús no es un episodio aislado que acontece en un momento y en un lugar determinados. Lucas nos advierte que, al terminar estas tentaciones, “el diablo se alejó de él hasta el momento oportuno”. Las tentaciones volverán en la vida de Jesús y en la de sus seguidores.

Por eso, los evangelistas colocan el relato antes de narrar la actividad profética de Jesús. Sus seguidores han de conocer bien estas tentaciones desde el comienzo, pues son las mismas que ellos tendrán que superar a lo largo de los siglos, si no quieren desviarse de él.

En la primera tentación se habla de pan. Jesús se resiste a utilizar a Dios para saciar su propia hambre: “No solo de pan vive el hombre”. Lo primero para Jesús es buscar el reino de Dios y su justicia: que haya pan para todos. Por eso acudirá un día a Dios, pero será para alimentar a una muchedumbre hambrienta.

También hoy nuestra tentación es pensar solo en nuestro pan y preocuparnos exclusivamente de nuestra crisis. Nos desviamos de Jesús cuando nos creemos con derecho a tenerlo todo y olvidamos el drama, los miedos y sufrimientos de quienes carecen de casi todo.
En la segunda tentación se habla de poder y de gloria. Jesús renuncia a todo eso. No se postrará ante el diablo que le ofrece el imperio sobre todos los reinos del mundo. Jesús no buscará nunca ser servido, sino servir.

También hoy se despierta en algunos cristianos la tentación de mantener como sea, el poder que ha tenido la Iglesia en tiempos pasados. Nos desviamos de Jesús cuando presionamos las conciencias tratando de imponer a la fuerza nuestras creencias. Al reino de Dios le abrimos caminos cuando trabajamos por un mundo más compasivo y solidario.

En la tercera tentación se le propone a Jesús que descienda de manera grandiosa ante el pueblo, sostenido por los ángeles de Dios. Jesús no se dejará engañar. Aunque se lo pidan, no hará nunca un signo espectacular del cielo. Se dedicará a hacer signos de bondad para aliviar el sufrimiento y las dolencias de la gente.

Nos desviamos de Jesús cuando confundimos nuestra propia ostentación con la gloria de Dios. Nuestra exhibición no revela la grandeza de Dios. Solo una vida de servicio humilde a los necesitados manifiesta y difunde su amor.

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Tres tentaciones que buscan degradar y degradarnos
Papa Francisco 

El miércoles pasado hemos comenzado el tiempo litúrgico de la cuaresma, en el que la Iglesia nos invita a prepararnos para celebrar la gran fiesta de la Pascua. Tiempo especial para recordar el regalo de nuestro bautismo, cuando fuimos hechos hijos de Dios. La Iglesia nos invita a reavivar el don que se nos ha obsequiado para no dejarlo dormido como algo del pasado o en un «cajón de los recuerdos». Este tiempo de cuaresma es un buen momento para recuperar la alegría y la esperanza que hace sentirnos hijos amados del Padre. Este Padre que nos espera para sacarnos las ropas del cansancio, de la apatía, de la desconfianza y así vestirnos con la dignidad que solo un verdadero padre o madre sabe darle a sus hijos, las vestimentas que nacen de la ternura y del amor.

Nuestro Padre es el Padre de una gran familia, es nuestro Padre. Sabe tener un amor único, pero no sabe generar y criar «hijos únicos». Es un Dios que sabe de hogar, de hermandad, de pan partido y compartido. Es el Dios del Padre nuestro, no del «padre mío» y «padrastro vuestro».

En cada uno de nosotros anida, vive, ese sueño de Dios que en cada Pascua, en cada eucaristía lo volvemos a celebrar, somos hijos de Dios. Sueño con el que han vivido tantos hermanos nuestros a lo largo y ancho de la historia. Sueño testimoniado por la sangre de tantos mártires de ayer y de hoy.

Cuaresma, tiempo de conversión, porque a diario hacemos experiencia en nuestra vida de cómo ese sueño se vuelve continuamente amenazado por el padre de la mentira —escuchamos en el Evangelio lo que hacía con Jesús—, por aquel que busca separarnos, generando una familia dividida y enfrentada. Una sociedad dividida y enfrentada. Una sociedad de pocos y para pocos. Cuántas veces experimentamos en nuestra propia carne, o en la de nuestra familia, en la de nuestros amigos o vecinos, el dolor que nace de no sentir reconocida esa dignidad que todos llevamos dentro. Cuántas veces hemos tenido que llorar y arrepentirnos por darnos cuenta de que no hemos reconocido esa dignidad en otros. Cuántas veces —y con dolor lo digo— somos ciegos e inmunes ante la falta del reconocimiento de la dignidad propia y ajena.

Cuaresma, tiempo para ajustar los sentidos, abrir los ojos frente a tantas injusticias que atentan directamente contra el sueño y el proyecto de Dios. Tiempo para desenmascarar esas tres grandes formas de tentaciones que rompen, dividen la imagen que Dios ha querido plasmar.

Las tres tentaciones de Cristo.
Tres tentaciones del cristiano que intentan arruinar la verdad a la que hemos sido llamados.
Tres tentaciones que buscan degradar y degradarnos.

Primera, la riqueza, adueñándonos de bienes que han sido dados para todos y utilizándolos tan sólo para mí o «para los míos». Es tener el «pan» a base del sudor del otro, o hasta de su propia vida. Esa riqueza que es el pan con sabor a dolor, amargura, a sufrimiento. En una familia o en una sociedad corrupta, ese es el pan que se le da de comer a los propios hijos. Segunda tentación, la vanidad, esa búsqueda de prestigio en base a la descalificación continua y constante de los que «no son como uno». La búsqueda exacerbada de esos cinco minutos de fama que no perdona la «fama» de los demás, y, «haciendo leña del árbol caído», va dejando paso a la tercera tentación, la peor, la del orgullo, o sea, ponerse en un plano de superioridad del tipo que fuese, sintiendo que no se comparte la «común vida de los mortales», y que reza todos los días: «Gracias te doy, Señor, porque no me has hecho como ellos».

Tres tentaciones de Cristo.
Tres tentaciones a las que el cristiano se enfrenta diariamente.
Tres tentaciones que buscan degradar, destruir y sacar la alegría y la frescura del Evangelio. Que nos encierran en un círculo de destrucción y de pecado.

Vale la pena que nos preguntemos:

¿Hasta dónde somos conscientes de estas tentaciones en nuestra persona, en nosotros mismos?
¿Hasta dónde nos hemos habituado a un estilo de vida que piensa que en la riqueza, en la vanidad y en el orgullo está la fuente y la fuerza de la vida?
¿Hasta dónde creemos que el cuidado del otro, nuestra preocupación y ocupación por el pan, el nombre y la dignidad de los demás son fuente de alegría y esperanza?

Hemos optado por Jesús y no por el demonio. Si nos acordamos de lo que escuchamos en el Evangelio, Jesús no le contesta al demonio con ninguna palabra propia, sino que le contesta con las palabras de Dios, con las palabras de la Escritura. Porque, hermanas y hermanos, metámoslo en la cabeza, con el demonio no se dialoga, no se puede dialogar, porque nos va a ganar siempre. Solamente la fuerza de la Palabra de Dios lo puede derrotar. Hemos optado por Jesús y no por el demonio; queremos seguir sus huellas pero sabemos que no es fácil. Sabemos lo que significa ser seducidos por el dinero, la fama y el poder. Por eso, la Iglesia nos regala este tiempo, nos invita a la conversión con una sola certeza: Él nos está esperando y quiere sanar nuestros corazones de todo lo que degrada, degradándose o degradando a otros. Es el Dios que tiene un nombre: misericordia. Su nombre es nuestra riqueza, su nombre es nuestra fama, su nombre es nuestro poder y en su nombre una vez más volvemos a decir con el salmo: «Tú eres mi Dios y en ti confío». ¿Se animan a repetirlo juntos? Tres veces: «Tú eres mi Dios y en ti confío». «Tú eres mi Dios y en ti confío». «Tú eres mi Dios y en ti confío».

Que en esta Eucaristía el Espíritu Santo renueve en nosotros la certeza de que su nombre es misericordia, y nos haga experimentar cada día que «el Evangelio llena el corazón y la vida de los que se encuentran con Jesús», sabiendo que con Él y en Él «siempre nace y renace la alegría» (Evangelii gaudium, 1).

México, 14.2.2016


LAS TENTACIONES DE JESÚS
José Luis Sicre

El primer domingo de Cuaresma se dedica siempre a recordar el episodio de las tentaciones de Jesús. También los evangelios sinópticos abren la vida pública de Jesús con ese famoso episodio. Es un relato programático, para que el lector del evangelio sepa desde el primer momento cómo orienta Jesús su actividad y los peligros que corre en ella. Para eso, enfrentan a Jesús con Satanás, que encarna a todas las fuerzas de oposición al plan de Dios, y que intentará apartar a Jesús de su camino.

Marcos habla de ellas de forma escueta y misteriosa: “En seguida el Espíritu lo empujó al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, y Satanás lo ponía a prueba; estaba con las fieras y los ángeles le servían” (Mc 1,12-13). Tenemos los datos básicos que recogerán todos los evangelios (menos Juan, que no habla de las tentaciones): lugar (desierto), duración (40 días), la prueba. Pero Mc no habla del ayuno ni concreta en qué consistían las  tentaciones; y el servicio de los ángeles es continuo durante esos días.

Mateo y Lucas, utilizando una tradición paralela, han completado el relato de Marcos con las tres famosas tentaciones que todos conocemos; al mismo tiempo, presentan a Jesús ayunando durante esos cuarenta días (igual que Moisés en el Sinaí) y relegan el servicio de los ángeles al último momento.

Las tentaciones empalman directamente con el episodio del bautis­mo y explican cómo entiende Jesús lo que dijo en ese momento la voz del cielo: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”. ¿Significa esto que la vida de Jesús vaya a ser cómoda y maravillosa como la de un príncipe? 

1ª tentación: utilizar el poder en beneficio propio

Partiendo del hecho normal del hambre después de cuarenta días de ayuno, la primera tentación es la de utilizar el poder en beneficio propio. Es la tentación de las necesidades imperiosas, la que sufrió el pueblo de Israel repetidas veces durante los cuarenta años por el desierto. Al final, cuando Moisés recuerda al pueblo todas las penalidades sufridas, le explica por qué tomó el Señor esa actitud: “(Dios) te afligió, haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con el maná, para enseñarte que no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Dios” (Dt 8,3). En la experiencia del pueblo se han dado situaciones contrarias de necesidad (hambre) y superación de la necesidad (maná). De ello debería haber aprendido dos cosas. La primera, a confiar en la providencia. La segunda, que vivir es algo mucho más amplio y profundo que el simple hecho de satisfacer las necesidades primarias. En este concepto más rico de la vida es donde cumple un papel la palabra de Dios como alimento vivificador. En realidad, el pueblo no aprendió la lección. Su concepto de la vida siguió siendo estrecho y limitado. Mientras no estuviesen satisfechas las necesidades primarias, carecía de sentido la palabra de Dios. 

Lo que acabo de decir refleja el gran problema teológico de fondo. En la práctica, la tentación se deja de sutilezas y va a lo concreto: “Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan”. Jesús, el nuevo Israel, no necesita quejarse del hambre, ni murmurar como el pueblo, ni acudir a Moisés. Es el Hijo de Dios. Puede resolver el problema fácilmente, por sí mismo. Pero Jesús, el nuevo Israel, demuestra que tiene aprendida desde el comienzo esa lección que el pueblo no asimiló durante años: “Está escrito: No sólo de pan vive el hombre”. 

En realidad, la enseñanza de Jesús en esta primera tentación es tan rica que resulta imposible reducirla a una sola idea. Está el aspecto evidente de no utilizar su poder en beneficio propio. Está la idea de la confianza en Dios. Pero quizá la idea más importante, expresada de forma casi subliminar, es esa visión amplia y profunda de la vida como algo que va mucho más allá de la necesidad primaria y se alimenta de la palabra de Dios. 

2ª tentación: Tener, aunque haya que arrastrarse

La segunda tentación no es la tentación provocada por la necesidad urgente, sino por  el deseo de tener todo el poder y la gloria del mundo. ¿Es esto malo, tratándose del Mesías? Los textos proféticos y algunos Salmos hablaban de su dominio cada vez mayor, universal, concedido por Dios. Pero Satanás parte de un punto de vista muy distinto, propio de la mentalidad apocalíptica: el mundo presente es malo, no está en manos de Dios, sino en las suyas; es él quien lo domina y entrega su poder a quien quiere. Solo pone como condición que se postren ante él, que lo reconozcan como dios. Jesús se niega a ello, citando de nuevo un texto del Deuteronomio: “Está escrito: al Señor tu Dios adorarás, a él solo darás culto”.

El relato es tan fantástico que cabe el peligro de no advertir su tremenda realidad. El ansia de poder y de gloria lo percibimos continuamente; y también queda clara la necesidad de arrastrarse para conseguir ese poder. Pero este peligro no es solo de políticos, banqueros y grandes empresarios. Todos nos creamos a menudo pequeños ídolos ante los que nos postramos y damos culto.

3ª tentación: pedir pruebas que corroboren la misión encomendada.

En 1972, cuando todavía estaba permitido llegar hasta el pináculo del Templo de Jerusalén, tuve ocasión de contemplar la impresionante vista de las murallas de Herodes prolongándose en la caída del torrente Cedrón. Una de las pocas veces en mi vida en las que he sentido vértigo. En ese escenario coloca Satanás a Jesús para invitarlo a que se tire, confiando en que los ángeles vendrán a salvarlo.

Esta tentación se presta a interpretaciones muy distintas. Podríamos considerarla la tentación del sensacionalismo, de recurrir a procedimientos extravagantes para tener éxito en la actividad apostólica. La multitud congregada en el templo contempla el milagro y acepta a Jesús como Hijo de Dios. Pero esta interpretación olvida un detalle importante: el tentador nunca hace referencia a esa hipotética muchedumbre, lo que propone ocurre a solas entre Jesús y los ángeles de Dios.

Considero más exacto decir que la tentación consiste en pedir pruebas que corroboren la misión encomendada. Es algo típico del Antiguo Testamento, como recuerdan los ejemplos de Moisés (Ex 4,1‑7), Gedeón (Jue 6,36‑40), Saúl (1 Sam 10,2‑5) y Acaz (Is 7,10‑14). Como respuesta al miedo y a la incertidumbre espontáneos ante una tarea difícil, Dios concede al elegido un signo milagroso que corrobore su misión. Da lo mismo que se trate de un bastón mágico (Moisés), de dos portentos con el rocío nocturno (Gedeón), de una serie de señales diversas (Saúl), o de un gran milagro en lo alto del cielo o en lo profundo de la tierra (Acaz). Lo importante es el derecho a pedir una señal que tranquilice y anime a cumplir la tarea. 

Jesús, a punto de comenzar su misión, tiene derecho a un signo parecido. Basándose en la promesa del Salmo 91,11‑12 (“a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos; te llevarán en volandas para que tu pie no tropiece en la piedra”), el tentador le propone una prueba espectacular y concreta: tirarse del alero del templo. Así quedará claro si es o no el Hijo de Dios.

Sin embargo, Jesús no acepta esta postura, y la rechaza citando de nuevo un texto del Deuteronomio: “No tentarás al Señor tu Dios” (Dt 6,16). La frase del Deuteronomio es más explícita: “No tentaréis al Señor, vuestro Dios, poniéndolo a prueba, como lo tentasteis en Masá”. ¿Qué ocurrió en Masá? Lo cuenta el libro de los Números en el c.17,1-7: el pueblo, durante la marcha por el desierto, se queja por falta de agua para beber. Y en esta queja se esconde un problema mucho más grave que el de la sed: la auténtica tentación consiste en dudar de la presencia y la protección de Dios: “¿Está o no está con nosotros el Señor?” (v.7). En el fondo, cualquier petición de signos y prodigios encubre una duda en la protección divina. Jesús confía plenamente en Dios, no quiere signos ni los pide. Su postura supera con mucho incluso la de Moisés. 

Cuando termina el relato de las tentaciones, Lucas añade que “el tentador lo dejó hasta otro momento”. Ese momento será al final de la vida de Jesús, cuando esté crucificado.

Nuestras tentaciones

Las tentaciones tienen también un valor para cada uno de nosotros y para toda la comunidad cristiana. Sirven para analizar nuestra actitud ante las necesidades, miedos y apetencias y nuestro grado de interés por Dios. 

1) La necesidad primaria: afecto, comprensión.
2) ¿Está Dios en medio de nosotros?
3) La tentación de tener.
4) La tentación del dejarse arrastrar, dejar hacer a los demás, callar.

1ª lectura: recordar nuestra historia con gratitud (Deuteronomio 26, 4-10)

El texto del Deuteronomio recoge la oración que pronuncia el israelita cuando, después de la cosecha, ofrece a Dios las primicias de los frutos. Va recordando la historia del pueblo, desde Jacob (“mi padre era un arameo errante”), la opresión de Egipto, la liberación y el don de la tierra. En el contexto de la cuaresma, esta lectura nos invita a pensar en los beneficios recibidos de Dios y a ser generosos con él. El agradecimiento a Dios es más importante incluso que la mortificación cuaresmal.

2ª lectura: confesar al Señor e invocarlo (Romanos 10, 8-13)

En este breve pasaje Pablo comenta dos frases de la Escritura, aplicándolas al tema de la salvación personal (1ª cita) y de toda la humanidad (2ª cita). ¿Cómo se alcanza la salvación? Confesando que Jesús es el Señor y que Dios lo resucitó de entre los muertos. Algo que estamos tan acostumbrados a repetir que no valoramos rectamente. A mediados del siglo I, confesar a Jesús como Señor (Kyrios), cuando el Emperador romano era considerado el único Kyrios (César), suponía mucho valor. Y confesar que Dios lo había resucitado podía provocar más sonrisas y escepticismo del que podemos imaginar.

La segunda cita «Nadie que cree en él quedará defraudado» la interpreta Pablo de forma revolucionaria. Para un judío, estas palabras sólo podrían aplicarse a los judíos, al pueblo elegido. Ellos serían los único en no quedar defraudados. En cambio Pablo la aplica a toda la humanidad, judíos y griegos. Cualquiera que invoca el nombre del Señor alcanzará la salvación.

José Luis Sicre
http://www.feadulta.com


Cuaresma para compartir la Palabra y el pan
Romeo Ballan, mccj

En el desierto un hombre sabe cuánto vale: vale lo que valen sus dioses” (A. de Saint-Exupéry); es decir, sus ideales, sus recursos interiores. “Alimentados con el pan de la Palabra y fortalecidos por el Espíritu”, en el desierto del mundo hemos entrado a celebrar nuevamente la Cuaresma, “signo sacramental de nuestra conversión”, para poder vencer -con las armas jamás obsoletas del ayuno, oración y limosna– “las continuas seducciones del maligno” (oración colecta). La Cuaresma vuelve a proponer los temas fundamentales de la salvación y, por tanto, de la misión: la primacía de Dios y su amor por el hombre, la redención que recibimos gratuitamente del sacrificio de Cristo, la lucha permanente con el pecado, las relaciones de fraternidad y respeto con nuestros semejantes y con la creación… Son temas propios del desierto cuaresmal.

Las tentaciones (Evangeliono fueron para Jesús un juego-ficción; fueron pruebas verdaderas, como lo son para el cristiano y la Iglesia. “Si Cristo no hubiese vivido la tentación como verdadera tentación, si la tentación no hubiese significado nada para Él, hombre y Mesías, su reacción no podría ser un ejemplo para nosotros, porque no tendría nada que ver con la nuestra” (C. Duquoc). Justamente porque ha sido probado, se convierte en ejemplo y puede ayudar al que es probado (cfr. Heb 2,18; 4,15). San Agustín comenta: “Si no se hubiera dejado tentar, no te habría enseñado a vencer cuando eres tentado”.

Jesús se enfrentó realmente al diablo sobre los posibles métodos y caminos para realizar su misión como Mesías. Las tres tentaciones son una síntesis teológica de un largo período de lucha contra el mal, sostenida por Jesús en los 40 días de desierto (v. 2) y durante toda su vida, incluida la cruz, cuando el demonio regresó “en un tiempo oportuno” (v. 13). Esa oportunidad llegó en la hora de las tinieblas, en la pasión de Jesús en la cruz, cuando Él fue nuevamente tentado: Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz y creeremos (cfr. Mt 27,40.42). Pero quedando en cruz, Jesús da su respuesta, manifestando hasta el fin el sentido de su existencia: dar la vida por los demás.

Las tentaciones representan modelos diferentes de Mesías. Y, por tanto, para nosotros, también de misión. Para Jesús las tentaciones eran como “tres atajos para no pasar por la cruz” (Fulton Sheen). Las tentaciones eran un modo de socavar las relaciones con las cosas materiales, con las personas y con Dios mismo. Eran la tentación de ser: -1. un reformador social: convertir las piedras en pan para sí y para todos hubiera garantizado el éxito popular; -2. un mesías del poder: un poder basado en el dominio sobre las personas y el mundo hubiera dado satisfacción al orgullo personal y de grupo; -3. un mesías milagrero: con gestos ostentosos hubiera asegurado espectacularidad y fama.

Jesús supera las tentaciones: opta por respetar la primacía de Dios, se fía del Padre y de su plan para la salvación del mundo. Renuncia a manipular las cosas materiales en provecho propio (en el desierto no cambia las piedras en pan para sí, pero más tarde multiplicará panes y peces para la muchedumbre hambrienta); se niega a dominar sobre las personas y prefiere servir; guarda siempre una relación filial con el Padre, fiándose de su fidelidad. Acepta la cruz por amor y muere perdonando; así, logra romper la espiral de la violencia y le quita el veneno a la muerte: la muerte es vencida por la Vida.

Jesús afronta y supera las tentaciones con la fuerza del Espíritu Santo, del cual está lleno (v. 1). Es el Espíritu del Bautismo (Lc 3,22), de la Pascua y de Pentecostés. Es el Espíritu de la Misión. A veces se ha creído que poder, dinero, dominio, supuesta superioridad, hiperactividad… son caminos apostólicos. A menudo al misionero le tientan estas ilusiones; por tanto, necesita el Espíritu de Jesús, que es el protagonista de la Misión (cfr. RMi 21ss). El Espíritu nos hace entender que el desierto cuaresmal es un tiempo de gracia (kairós): tiempo de las cosas esenciales, las únicas que valen; don que se ha de vivir en el silencio, lejos de las contaminaciones del ruido, las prisas, el dinero, la mundanidad; ¡tiempo del compartir misionero!

La Cuaresma es un tiempo de salvación, centrado sobre la fe en Cristo muerto y resucitado (II lectura): Él es el Señor de todos los pueblos, el que ofrece abundantemente la salvación a todo el que invoca su nombre, sin distinción de pertenencias (v. 12-13). Esta primacía de Dios sobresale también con la ofrenda de las primicias de los frutos de la tierra (I lectura). Se trata de un signo de gratitud y de propiciación. Pero también de una manera de compartir con quien pasa necesidad: en efecto, la ofrenda de las primicias se destinaba también al forastero, al huérfano, a la viuda, “que comerán de ella dentro de tus puertas hasta saciarse” (v. 10-12). Hay aquí una preciosa indicación de itinerario espiritual y misionero: el que se acerca a Dios y vive en sintonía con Él descubre a los demás, cercanos y lejanos. ¡Y se hace solidario y generoso!


LA TENTACIÓN, OPORTUNIDAD MÁS QUE PELIGRO
Fernando Armellini

Introducción

Del análisis de los textos bíblicos emerge un dato curioso: los impíos nunca son tentados por Dios; la tentación es un privilegio reservado a los justos. Ben Sira, autor del libro de Eclesiástico, recomienda al discípulo: “Prepárate para la prueba… Acepta todo cuanto te sobrevenga, aguanta la enfermedad y la pobreza, porque el oro se prueba en el fuego y los elegidos en el horno de la pobreza” (Eclo 2,1.4-5). Las desgracias y fracasos ponen a dura prueba la fidelidad al Señor, pero también la fortuna y el éxito pueden constituir una amenaza para la fe.

La tentación ofrece la oportunidad de dar un salto hacia adelante, de mejorar, de purificarse, de consolidar las decisiones de fe. Lleva consigo también el riesgo del error: “Porque la fascinación del vicio ensombrece la virtud –afirma el autor del libro de la Sabiduría–, el vértigo de la pasión pervierte una mente sin malicia (Sab 4,12). La tentación, sin embargo, no es una provocación al mal sino un estímulo al crecimiento, un paso obligado para llegar a la madurez.

Pablo asegura: “Dios es fiel y no permitirá que sean probados por encima de sus fuerzas” (1 Cor 10,13). El autor de la Carta a los Hebreos nos recuerda otra verdad consoladora: Jesús ha experimentado nuestras mismas tentaciones, “no es insensible a nuestra debilidad…. Como él mismo sufrió la prueba, puede ayudar a los que son probados” (Heb 4,15; 2,18).

Evangelio: Lucas 4,1-13

Todos los años, en la primera semana de Cuaresma, la liturgia quiere que reflexionemos sobre las tentaciones de Jesús. Presenta la manera como el Maestro las ha afrontado para que también nosotros las podamos reconocer y superar.

Leyendo el pasaje del evangelio de hoy, se tiene la impresión de que la experiencia de Jesús no nos puede ayudar mucho: sus tentaciones son demasiado diferentes de las nuestras; son extrañas, incluso extravagantes. ¿Quién de nosotros cedería a la solicitud de postrarnos ante Satanás? ¿Quién lo tomaría en serio si nos propusiera transformar una piedra en pan o si nos insinuara tirarnos por una ventana? No, nuestras tentaciones son más serias, mucho más difíciles de vencer y, además, no duran solamente una jornada, sino que nos acompañan durante toda la vida.

Esta dificultad nace de la falta de comprensión del “género literario”, es decir, del modo usado por el autor para comunicar su mensaje. El evangelio de hoy no es la crónica fiel, redactada por un testigo ocular, del desafío entre Jesús y el diablo, al que ni Lucas ni nadie ha asistido. El relato es, en realidad, una lección de catequesis y quiere enseñarnos que Jesús ha sido sometido a la prueba no solo con tres, sino “con toda clase de tentaciones”, como afirma claramente el texto (v. 13).

Para decirlo simple y claramente: no estamos ante el relato de tres episodios aislados, esporádicos, de la vida de Jesús sino de tres parábolas en las que, a través de imágenes y referencias bíblicas, se afirma que Jesús ha sido tentado en todo como nosotros, con una sola diferencia: Él nunca ha sido vencido por el pecado (Heb 4,15). Estas tres escenas son la síntesis simbólica de la lucha contra el mal que Él sostuvo a lo largo de toda su vida.

Quizás alguno quede desconcertado ante la idea de que Jesús haya tenido dudas como nosotros, que haya encontrado dificultades en el desarrollo de su misión, que solo gradualmente haya descubierto el proyecto del Padre. Nos da incluso miedo rebajarlo a nuestro nivel. Dios, sin embargo, no ha sentido aversión por nuestra debilidad, sino que la ha hecho suya y, en nuestra carne mortal, ha vencido al pecado.

Antes de proceder al examen de estas tres “parábolas”, formulemos otra premisa. A diferencia de Mateo, que dice que Jesús fue tentado al final de los cuarenta días de ayuno (cf. Mt 4,2), Lucas afirma que la tentación ha acompañado a Jesús durante todo el tiempo transcurrido en el desierto. Con esta referencia al desierto y al número 40 Lucas intenta relacionar la experiencia de Jesús con la de Israel sometido a la prueba durante el Éxodo. Él repite la experiencia de su pueblo: “Dios te ha hecho recorrer estos cuarenta años por el desierto… para ponerte a prueba y conocer tus intenciones, y ver si eres capaz o no de guardar sus preceptos” (Deut 8,2). A diferencia de Israel, Jesús, al final de sus “cuarenta años”, saldrá del “desierto” plenamente victorioso; el mal se verá obligado a admitir su total impotencia frente a Él.

Consideremos ahora las tres escenas en las que se condensan todas las pruebas superadas por Jesús.

La primera tentación: “Di a esta piedra que se convierta en pan” (vv. 3-4).

El relato de las tentaciones viene inmediatamente después del bautismo de Jesús, que ha sido ya comentado el día de la Fiesta del Bautismo del Señor. Habíamos puesto de relieve entonces el hecho de que Jesús, el justo, el santo, no comenzó su misión denunciando a los pecadores, no se limitó a darles indicaciones manteniéndose a distancia, como hacían los fariseos. Él fue a bautizarse junto a los pecadores en el punto más bajo de la tierra; se mezcló con ellos, se hizo uno de tantos, decidió recorrer junto a ellos el camino que conduce a la liberación.

Compartir nuestra condición humana, sin embargo, no es tarea fácil. Prueba de ello es la primera tentación con la que Jesús se han enfrentado no una sola vez sino durante toda su vida: servirse del propio poder divino para huir de las dificultades que los demás seres humanos encontramos.

Nosotros tenemos hambre, nos enfermamos, nos cansamos, tenemos que estudiar para aprender, podemos ser engañados, golpeados por la desgracia u oprimidos por las injusticias. Pues bien, Él podía haberse librado de todas estas dificultades… Y, en esta primera tentación, el diablo lo invita a hacerlo; le propone no exagerar en su afán de quererse identificar con los seres humanos; le sugiere hacer algún milagro para provecho personal. Si Jesús lo hubiera escuchado, habría renunciado a ser uno de nosotros, no hubiera sido en realidad hombre, habría solamente pretendido serlo.

Jesús ha comprendido lo diabólico de este proyecto; ha usado, sí, el poder de hacer milagros, pero nunca en provecho propio; siempre en favor de los demás. Ha trabajado, ha sudado, ha sufrido el hambre, la sed; ha pasado noches de insomnio, no ha querido privilegios. El momento culminante de esta tentación ha sido la cruz, donde fue invitado, de nuevo, a hacer un milagro, descendiendo de ella. Pero Jesús no respondió al desafío. Si hubiera realizado el prodigio, si hubiera rechazado la “derrota”, Jesús se hubiera convertido en un triunfador a los ojos de los hombres, pero en un derrotado ante Dios.

Esta tentación nos acosa sutilmente también a nosotros. Se presenta, ante todo, como una invitación a replegarnos egoístamente sobre nosotros mismos sin pensar en los demás, a rechazar el comportamiento solidario asumido por Cristo. Se cede a esta tentación cuando usamos las capacidades que Dios nos ha dado para satisfacer nuestros propios caprichos y no para ayudar a los hermanos; cuando nos adecuamos a la mentalidad corriente de “que cada uno se las arregle como pueda”, cuando pensamos solo en nuestros propios intereses…

Jesús prefirió ser pobre y derrotado con los demás que ser rico y vivir bien en solitario. En esta primera escena, se identifica y denuncia el modo erróneo con que el hombre se relaciona con las realidades materiales. Es diabólico el uso egoísta de los bienes, acumular para sí, vivir del trabajo de los otros, buscar el placer a toda costa, derrochar en lujos y en lo superfluo cuando a los otros les falta lo necesario.

A la propuesta del diablo, Jesús responde refiriéndose a un texto de la Escritura: “El hombre no vive solo de pan” (Deut 8,3). Solamente quien considera la propia vida a la luz de la palabra de Dios es capaz de dar a las realidades de este mundo su propio valor. No hay que destruirlas, despreciarlas, rechazarlas. Pero tampoco convertirlas en ídolos. Son solo criaturas. ¡Dios nos libre de hacer de ellas un absoluto!

La segunda tentación: “Te daré todo ese poder y su gloria, porque a mí me lo han dado y lo doy a quien quiero” (vv. 5-8).

Parece un poco exagerado lo que el diablo afirma. Y, sin embargo, es verdad: la lógica que rige el mundo, la que regula las relaciones entre las personas, no es la del Sermón de la Montaña (cf. Mt 5–8), no es la de las Bienaventuranzas (cf. Lc 6,20-26), sino la opuesta, la del maligno (cf. Jn 12,31; 14,30; 16,11).

Si la primera tentación denunciaba la manera equivocada de relacionarnos con las cosas, ésta nos ayuda a desenmascarar el modo diabólico con que podemos relacionarnos con las personas, con nuestros semejantes.

La elección está entre dominar o servir, entre competir o ser solidarios, entre sobresalir o considerarse siervos. Esta elección se manifiesta en toda actitud y en todas las circunstancias de la vida: quien se ha forjado un buen nivel cultural o ha alcanzado una posición de prestigio, puede ayudar a crecer a los menos afortunados; pero también puede servirse de sus logros para humillar a los menos dotados. Quien tiene poder o es rico puede servir a los más pobres, favorecer a los menos afortunados; pero también puede darse a la buena vida en plan de gran señor. El ansia de poder es tan irrefrenable que, incluso el pobre, se ve tentado a dominar a quien es más débil que él.

La autoridad es un carisma, es un don de Dios a la comunidad para que cada uno pueda encontrar en ella su puesto y ser feliz. El poder, por el contrario, es diabólico, aunque sea ejercido en nombre de Dios. Dondequiera que una persona humana sea dominada, dondequiera que se luche para prevalecer sobre los demás, dondequiera que alguien se vea obligado a arrodillarse o inclinarse ante a un semejante suyo, allí está actuando la lógica del maligno.

A Jesús no le faltaban dotes para sobresalir, para escalar todos los peldaños del poder religioso y político. Era inteligente, lúcido, valiente, atraía a las gentes. Ciertamente hubiera sido un hombre de éxito… pero con una condición: hubiera tenido que “adorar a Satanás”, es decir, hubiera tenido que adecuarse a los principios de este mundo: ser competitivo, recurrir a la violencia, pisotear a los demás, aliarse con los poderosos y emplear sus métodos. Su elección ha sido la opuesta: se ha hecho siervo.

La tercera tentación es la más peligrosa porque atenta contra la relación del hombre con Dios.

La propuesta diabólica se basa nada menos que en la Biblia: “Si eres Hijo de Dios, tírate abajo desde aquí, porque está escrito…” (vv. 9-12). La más sutil de las astucias del maligno es presentarse con rostro cautivador, asumir un talante devoto, servirse de la misma palabra de Dios (deformada y propuesta de manera aberrante) para extraviarnos.

El objetivo máximo del maligno no es el de provocar alguna que otra caída moral, fragilidad o debilidad, sino la de minar la base de nuestra relación con Dios. Este objetivo se consigue cuando, en la mente del hombre, se insinúa la duda acerca de la fidelidad de Dios a sus promesas, la duda de que cumpla su Palabra, de que nos asegure su protección, de que no nos abandone después de habernos mostrado su confianza. De esta duda nace la necesidad de “tener pruebas”. En el desierto, el pueblo de Israel, extenuado por el hambre, la sed, la fatiga, ha cedido a la tentación y exclamado: “¿Está o no está con nosotros el Señor?” (Éx 17,7). Ha provocado a su Dios diciendo: “Si está de nuestra parte, si realmente nos acompaña con su amor ¡que se manifieste dándonos una señal, haciendo un milagro!”

Jesús no ha cedido a esta tentación, no ha dudado nunca del amor y de la fidelidad de su Padre; ni siquiera en el momento más dramático, en la cruz, frente al absurdo de todo lo que le estaba sucediendo, se ha sentido abandonado por Él. Cuando Dios no realiza nuestros sueños, enseguida comenzamos con nuestras quejas: “¿Dónde está Dios? ¿Existe de verdad? ¿Vale la pena continuar creyendo en Él si no interviene para favorecer a quien lo sirve?” Y si Dios no nos da la prueba de amor que le exigimos, nuestra fe corre el riesgo de venirse abajo.

Dios no ha prometido a sus fieles evitarles dificultades y tribulaciones. No ha prometido librarlos milagrosamente de la enfermedad y de dolor; ha prometido, eso sí, darles la fuerza para no salir derrotados de las pruebas. Es impensable que Dios nos trate de manera diferente a como ha tratado a su propio Hijo unigénito.

El relato de hoy termina con una anotación: “Concluida la tentación, el Diablo se alejó de él hasta otra ocasión” (v. 13). Lucas habla de toda clase de tentaciones. Por tanto, las tres escenas que ha narrado deben ser interpretadas como síntesis de todas las tentaciones. Representan de manera sistemática la manera errónea de relación con tres realidades: con las cosas, con las personas, con Dios. El evangelista deja entrever, desde el principio de su evangelio, el momento en que la tentación se manifestará en toda su violencia y dramatismo: en la cruz.

El diablo no se ha alejado definitivamente; se ha retirado a la espera del tiempo fijado. Se hablará de él y de sus artimañas seductoras más adelante, en el momento de la Pasión, cuando entrará en Judas y lo inducirá a la traición (cf. Lc 22,3). Ésta será la manifestación del imperio de las tinieblas (cf. Lc 22,53), imperio que, justamente cuando estaba a punto de cantar victoria, será derrotado.

http://www.bibleclaret.org

Del polvo a la luz. Cuaresma 2025

Por: P. Enrique Sánchez González, mccj

Miércoles de Ceniza

Iniciamos hoy un itinerario de cuarenta días, La Cuaresma, que pretende ayudarnos a vivir una experiencia profunda de conversión personal y comunitaria. Un caminar que nos llevará a encontrarnos con lo mejor de nosotros mismos, cuando nos hayamos despojado de todo aquello que se ha convertido en peso que no nos deja ir a lo profundo de nosotros mismos.

Se trata de un tiempo en donde somos invitados a dejarnos trabajar por la eficacia de la Palabra de Dios que se acerca a nosotros proponiéndonos hacer un alto en nuestras vidas.

Hay que encontrarnos con nosotros mismos para agradecer todo lo bello que Dios ha ido realizando en nosotros; pero, al mismo tiempo, es un encuentro con aquello que hemos ido dejando entrar en el corazón y que ha acabado por confundirnos y engañarnos ofreciéndonos una propuesta de felicidad que se ha convertido en tristeza y frustración.

El Señor que viene a nuestro encuentro para que hagamos juntos el camino cuaresmal quiere que tomemos conciencia de lo que ha sido nuestro caminar como peregrinos y buscadores de infinito, mendicantes de la bondad y de la misericordia de nuestro Padre. Nos quiere llevar, a través de nuestros desiertos, al encuentro de aquello que es nuestra verdad profunda y la fuente de nuestra auténtica felicidad. Nos invita a volver a Dios, para que desde él volvamos a reorganizar nuestra vida.

“Como está escrito en el profeta Isaías:

«Yo envío mi mensajero delante de ti, el cual prepará tu camino; voz del que grita en el desierto:“Preparad el camino

del Señor, enderezad sus senderos”» (Marcos 1, 2-3). Estas palabras, con las cuales inicia el Evangelio, deberían resonar muy fuerte en nosotros durante estos cuarenta días para prepararnos y estar en condiciones de acoger al Señor que se manifestará como quien destruye nuestras situaciones de muerte, de miedo y de esclavitud y nos abre a la vida.y de esclavitud y nos abre a la vida.

Un camino de conversión

La cuaresma se nos ha propuesto siempre como un tiempo privilegiado para vivir una experiencia de conversión, un cambio radical en nuestras vidas. Es un tiempo para dejar a un lado todo lo que nos ha ido esclavizando y robando lo que realmente nos puede hacer felices y gozar con plenitud de lo que somos como hijos de Dios.

Es tiempo para desprendimientos y de aligeramientos; tiempo para volver a lo esencial y a lo que realmente vale la pena en la vida, a lo que no es negociable y que nos garantiza vivir con lo que llamamos hoy calidad de vida. Es tiempo para confirmar nuestro compromiso y la voluntad de vivir como verdaderos discípulos del Señor Jesús.

Pero la conversión no sólo implica alejarnos de lo que nos roba la libertad y la vida; sino que es también una oportunidad para descubrir en nosotros lo que nos va haciendo crecer, madurar y convertirnos en personas que saben darle un sentido pleno a la vida.

Es un tiempo para apropiarnos de lo mejor de nosotros mismos, para agradecer a Dios la paciencia que nos ha tenido y para renovar nuestro deseo de apostarle a lo noble y a lo bello que nos permite avanzar en lo que llevamos dentro como anhelo de plenitud que Dios ha marcado en nuestros corazones.

Travesía a través de nuestros desiertos

Es interesante reflexionar en este día sobre el punto de partida de este largo camino que estamos invitados a recorrer, reconociendo que la gracia, la misericordia y la ternura de Dios nos acompañarán. Se trata de una travesía que nos llevará a nuestros desiertos, en donde a lo mejor nos hemos perdido y en donde se han ido secando las motivaciones y los anhelos que tendrían que haber florecido.

Pero serán nuestros corazones; desiertos que nos devolverán el sentido y el significado de lo que realmente somos y nos permitirán salir de nuestros encantos para darnos cuenta que sólo Dios basta.

Es importante decirnos, en voz alta, lo que somos para no caer en la tentación de pensar que podemos alcanzar la vida plena con nuestros esfuerzos personales y que al final no necesitamos de nada, ni de nadie para lograr nuestras metas y nuestras ilusiones de perfección.

Somos polvo

La cuaresma serán días en los que, si dejamos que la gracia y el Espíritu nos acompañen, podremos liberarnos del polvo que se ha ido pegando a nuestros pies y a nuestros corazones haciendo la vida difícil y complicada. ”Recuerda que eres polvo y al polvo volverás” (Génesis 3,19).

Somos polvo, venimos del polvo y en polvo terminará este cuerpo que nos va permitiendo ir adelante en nuestra aventura humana de caminantes en el tiempo, anhelantes de eternidad. Sí, somos polvo y todas nuestras fragilidades, debilidades, límites, miserias y pecados logran muy bien recordarnos esa verdad.

Somos polvo que nos habla de lo efímero de nuestra existencia. Polvo que nos pone ante lo inaceptable de nuestros egoísmos, de lo falso de nuestros rencores, de lo triste de nuestros orgullos , de lo estéril de nuestra arrogancia, de lo amargo de nuestras ambiciones.

Somos polvo que se mantiene en pie porque hemos recibido el soplo del Espíritu en nuestro interior, soplo que ha marcado nuestro ser con la fuerza de Dios que nos llama de la nada a compartir su vida, a ser sus hijos sólo por amor.

Del polvo a la luz y a la vida

El punto de partida de la cuaresma nos pone ante la pobreza que cargamos con nosotros y la miseria de la que nos hemos ido revistiendo, pero con paciencia y perseverancia nos irá llevando hasta el punto de llegada que es el vivir el misterio de Cristo resucitado.

Nos llevará del polvo de nuestras debilidades y pecados a la buena noticia de la Resurrección que nos anuncia que la muerte y el pecado han sido vencidos por la entrega de Jesús sobre el madero de la cruz.

Del polvo de nuestras flaquezas seremos llevados de la mano hasta introducirnos en el corazón abierto en el costado de Jesús para que, abriendo los ojos de la fe, nos demos cuenta cuánto Dios nos ha amado. Somos polvo y en polvo nos convertiremos, pero Dios quiere que de ese polvo resurja el espíritu que nos ha dado y que con gratitud y reconocimiento abramos el corazón a la vida, a la esperanza, a la alegría, a la plenitud de Dios que en Cristo se nos ha manifestado.

Tal vez convenga iniciar este tiempo de cuaresma haciéndonos unas pequeñas preguntas:

¿En dónde me encuentra el Señor al inicio de esta Cuaresma?

Revisa tu vida, los sentimientos que te acompañan, las experiencias que has tenido en los últimos meses, tus relaciones con Dios y con los demás, tus alegrías y tus sufrimientos y lo que las han causado, tu vida espiritual y el tiempo o el espacio que le has consagrado a Dios y en lo que vas viviendo.

¿Qué es lo que el Señor espera que cambie en mi vida?

Hay muchas cosas en las que tengo que seguir creciendo y madurando. Hay actitudes, sentimientos y comportamientos que sé que no vienen de Dios y de los cuales no quiero desprenderme. Sigo apostándole a las cosas y a las gratificaciones de este mundo. Me cuesta el sacrificio, la entrega y el servicio a los demás. Me falta confianza y abandono para descubrir la bondad de Dios cerca de mí. Me cuesta desprenderme de mis seguridades, de mis apegos y de mis vicios. No acepto que sea Dios quien lleve las riendas de mi vida.

¿Qué es lo que espero de Dios y qué me está ofreciendo?

Reconozco que Dios me ama e identifico los signos de su amor en muchos detalles de mi vida ordinaria. Vivo hostigando a Dios con mis necesidades y mis problemas y me cuesta ser agradecido o me dejó sorprender por la delicadeza y la ternura de Dios. Espero que este tiempo se convierta en una oportunidad para dejar que Dios me lleve de mis polvos, de mis tinieblas y pobrezas a lo extraordinario de su vida, de su luz y de la alegría de poder vivir como discípulo suyo reconociéndome resucitado con él.

BUENA CUARESMA

VIII Domingo ordinario. Año C

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: ¿Podrá un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán ambos en un hoyo? El discípulo no es más que el maestro; cuando haya sido instruido, será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la pelusa que está en el ojo de tu hermano y no miras la viga que hay en el tuyo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: Hermano, déjame sacarte la pelusa de tu ojo, cuando no ves la viga del tuyo? ¡Hipócrita!, saca primero la viga de tu ojo y entonces podrás ver claramente para sacar la pelusa del ojo de tu hermano. No hay árbol sano que dé fruto podrido, ni árbol podrido que dé fruto sano. Cada árbol se reconoce por sus frutos. No se cosechan higos de los cardos ni se vendimian uvas de los espinos. El hombre bueno saca cosas buenas de su tesoro bueno del corazón; el malo saca lo malo de la maldad. Porque de la abundancia del corazón habla la boca.


¡Coloca un centinela en la puerta de tu corazón!

Año C – Tiempo Ordinario – 8º domingo
Lucas 6,39-45: “El hombre bueno saca el bien del tesoro de su corazón”

El pasaje del Evangelio de este domingo, continuación del discurso de las bienaventuranzas en San Lucas, recoge algunas sentencias breves de Jesús en forma de imágenes y figuras contrapuestas: dos ciegos, discípulo y maestro, tú y tu hermano, viga y brizna, árbol bueno y árbol malo, fruto bueno y fruto malo, espinas y zarzas, higos y uvas, corazón bueno y corazón malo, bien y mal…

Estas palabras de Jesús, aunque aparentemente carecen de un nexo lógico, parecen estar unidas por un hilo mnemotécnico: ciego, ojo, viga, árbol, fruto… Sin embargo, su significado se refiere claramente a la vida del creyente dentro de la comunidad.

En el Evangelio de Mateo, estas sentencias están dirigidas contra los escribas y fariseos; sin embargo, San Lucas, escribiendo para comunidades de lengua griega, las actualiza y las dirige especialmente a sus responsables.

Estas enseñanzas pueden agruparse en tres unidades:

1. Un ciego que guía a otro ciego (vv. 39-40)
“¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán ambos en un hoyo?”

Un ciego que presume de ver, que no reconoce sus propios límites y pretende guiar a los demás, no es una situación tan rara, y representa un verdadero peligro para cualquier grupo o comunidad. Esta escena es denunciada en el episodio del ciego de nacimiento, narrado en el capítulo 9 del Evangelio de Juan, que concluye precisamente con estas palabras de Jesús dirigidas a los fariseos: “Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís: ‘Vemos’, vuestro pecado permanece” (Jn 9,41).
El líder cristiano (y de alguna manera, todos tenemos la misión de guiar a alguien) debe ser consciente de su propia necesidad de ser guiado e iluminado, permaneciendo siempre discípulo del único Maestro.

2. La viga y la brizna (vv. 41-42)
“¿Por qué miras la brizna de paja en el ojo de tu hermano y no adviertes la viga en tu propio ojo?”

La imagen es muy fuerte y no necesita comentarios. Todos tendemos a minimizar nuestros propios defectos y a exagerar los de los demás. Corremos fácilmente el riesgo de usar un doble rasero. Lo que vemos en los demás como una ‘viga’, lo sentimos en nosotros como una ‘brizna’; lo que condenamos en los demás, lo justificamos en nosotros mismos” (Enzo Bianchi).
Sin embargo, esto no significa que no debamos practicar la corrección fraterna; pero debe hacerse con amor, sin juzgar ni condenar a la persona. Si la corrección debe ser ejercida por una autoridad, esta debe hacerlo con la credibilidad de su propio testimonio de vida.

3. El árbol y sus frutos (vv. 43-45)
“No hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno.”

Aquí Jesús nos ofrece un criterio de discernimiento: el árbol se reconoce por sus frutos. Y, de la metáfora del árbol, Jesús pasa al corazón de la persona: “El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón, saca el bien; el hombre malo, de su mal tesoro, saca el mal.”

Detengámonos, pues, en el corazón, que podría ser la clave de lectura de todo este pasaje del Evangelio de este domingo.

Pistas para la reflexión

La persona es su corazón

Nuestro corazón es el crisol de nuestra vida. Pensamientos, deseos, sentimientos, emociones, palabras, gestos, acciones… todo converge ahí y moldea nuestra existencia. “La persona es su corazón”, decía San Agustín. Por eso Jesús afirma: “El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón, saca el bien; y el hombre malo, de su mal tesoro, saca el mal”.
Y, sin embargo, parece que pocos se esfuerzan por conocer realmente su propio corazón. A menudo vivimos fuera de nosotros mismos, como si huyéramos de nuestro propio ser. Quizás porque no nos sentimos cómodos con nuestra propia interioridad. Los momentos de silencio y soledad nos inquietan. Parece que huimos de nosotros mismos y, con el tiempo, nuestro corazón se convierte en un lugar ajeno, que ya no es nuestro hogar, nuestra morada.

Recuperar el dominio del corazón

Si queremos cambiar nuestra vida y hacerla más bella, debemos empezar por el corazón. El primer paso es recuperar su dominio. Es necesario tener el valor de: entrar en nosotros mismos; despejarlo de todo el desorden que lo llena y ponerlo en orden; alejar a quienes se han instalado allí sin permiso; colocar una puerta en el corazón y un centinela que vigile lo que entra y lo que sale.

Hesiquio del Sinaí, monje y teólogo cristiano del siglo VII, escribió:
“La sobriedad es una centinela inmóvil y constante del espíritu, que se sitúa en la puerta del corazón para discernir cuidadosamente los pensamientos que se presentan, escuchar sus planes, espiar las maniobras de estos enemigos mortales y reconocer la huella demoníaca que intenta, mediante la imaginación, perturbar el espíritu. Esta actividad, llevada a cabo con valentía, nos dará, si así lo queremos, una gran experiencia del combate espiritual” (citado por el P. Gaetano Piccolo).

En lugar de sobriedad, podríamos hablar de discernimiento, que actúa como un tamiz (véase la primera lectura). Se trata de ejercer una atención continua a lo que sucede en nuestro corazón, de estar siempre presentes en nosotros mismos, un ejercicio que nos hace conscientes de los pensamientos, intenciones, emociones y deseos que lo habitan.

Para ayudarnos en este camino de autoconciencia, sería útil practicar un breve examen de conciencia diario de unos pocos minutos o, al menos, un tiempo semanal más prolongado de revisión de vida. ¡Este sería un buen ejercicio para la próxima Cuaresma!

No es una propuesta fácil, pero tampoco imposible. Es un ejercicio que requiere tiempo, perseverancia y, quizás más aún, coraje. De hecho, a menudo descubriremos, con dolor, que junto a muchas cosas buenas, nuestro corazón también alberga mezquindades, dobleces y mediocridades. Y, sin embargo, este es el único camino para ser verdaderamente libres y vivir en la verdad del Evangelio.

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


DETENERSE
José A. Pagola

Nuestros pueblos y ciudades ofrecen hoy un clima poco propicio a quien quiera buscar un poco de silencio y paz para encontrarse consigo mismo y con Dios. No Es fácil liberarnos del ruido permanente y del asedio constante de todo tipo de llamadas y mensajes. Por otra parte, las preocupaciones, problemas y prisas de cada día nos llevan de una parte a otra, sin apenas permitirnos ser dueños de nosotros mismos.

Ni siquiera en el propio hogar, invadido por la televisión y escenario de múltiples tensiones, es fácil encontrar el sosiego y recogimiento indispensables para encontrarnos con nosotros mismos o para descansar gozosamente ante Dios.

Pues bien, precisamente en estos momentos en que necesitamos más que nunca lugares de silencio, recogimiento y oración, los creyentes mantenemos con frecuencia cerrados nuestros templos e iglesias durante buena parte del día.

Se nos ha olvidado lo que es detenernos, interrumpir por unos minutos nuestras prisas, liberarnos por unos momentos de nuestras tensiones y dejarnos penetrar por el silencio y la calma de un recinto sagrado. Muchos hombres y mujeres se sorprenderían al descubrir que, con frecuencia, basta pararse y estar en silencio un cierto tiempo, para aquietar el espíritu y recuperar la lucidez y la paz.

Cuánto necesitamos los hombres y mujeres de hoy encontrar ese silencio que nos ayude a entrar en contacto con nosotros mismos para recuperar nuestra libertad y rescatar de nuevo toda nuestra energía interior.

Acostumbrados al ruido y a la agitación, no sospechamos el bienestar del silencio y la soledad. Ávidos de noticias, imágenes e impresiones, se nos ha olvidado que sólo alimenta y enriquece de verdad aquello que somos capaces de escuchar en lo más hondo de nuestro ser.

Sin ese silencio interior, no se puede escuchar a Dios, reconocer su presencia en nuestra vida y crecer desde dentro como seres humanos y como creyentes. Según Jesús, la persona “saca el bien de la bondad que atesora en su corazón”. El bien no brota de nosotros espontáneamente. Hemos de cultivarlo y hacerlo crecer en el fondo del corazón. Muchas personas comenzarían a transformar su vida si acertaran a detenerse para escuchar todo lo bueno que Dios suscita en el silencio de su corazón.

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Uno solo es el Maestro
Fernando Armellini

Introducción

Como todos aquellos que enseñan el camino de Dios, como los doctores del templo a los que Jesús, de doce años, fue a escuchar (Lc 2, 46), como el Bautista (Lc 3, 12), como Nicodemo (Jn 3, 10), también Jesús es llamado maestro por la gente. De hecho, si excluimos los casos que acabamos de mencionar, este término, que aparece 48 veces en los Evangelios, siempre se refiere a Él y solo a Él.

Jesús, sin embargo, es un maestro original. Habla y se comporta de manera diferente a los demás. No dicta sus clases en una escuela; en-seña en el camino. No requiere un pago de sus oyentes, no reserva sus enseñanzas para una élite de intelectuales. Se dirige a los pobres de la tierra, aquellos que los maestros de Israel despreciaban diciendo: «¿Cómo puede un hombre que guía el arado llegar a ser sabio, aquel cuyo orgullo reside en golpear un látigo y no habla de nada más que de ganado?» (Eclo 38, 25). Es un maestro libre tanto en la interpretación como en la práctica de la Torá, pero sorprende especialmente porque, en lugar de invitar a los discípulos a seguir los preceptos de la ley, desde el principio de su misión, pide que lo sigan a Él. La ley es su persona, su vida, no el atolladero de las discusiones rabínicas.

Los maestros de Israel explicaban lo que se debería hacer para agradar a Dios confiando en su conocimiento de la Torá. Presenta-ban sus enseñanzas, derivadas de las Escrituras, bajo las palabras que también usaban los profetas: «Así dice el Señor».

El maestro Jesús habla de manera diferente. Él presenta sus enseñanzas con la expresión: «Yo digo», colocando sus palabras junto a las de Dios. En los Evangelios, a los apóstoles nunca se les llama maestros, sino siempre y solamente alumnos, discípulos que deben aprender no una lección, sino una vida, siguiendo al único Maestro.

La imagen materna es eficaz y por esto se repite una y otra vez: “como un niño a quien consuela su madre, así yo los consolaré a ustedes” (Is 66,13). Es conmovedora la promesa del Eclesiástico: “Serás como un hijo del Altísimo, te amará más que tu propia madre” (Eclo 4,10). Es difícil creer esto en ciertos momentos de la vida, pero un día nos convenceremos de que es verdad.

Evangelio

En el Evangelio de los últimos dos domingos, escuchamos un mensaje que contrasta con la lógica de las personas: todos los que se consideraron infelices (los pobres, los hambrientos, los que lloran, los perseguidos) son proclamados bienaventurados. Las personas exitosas (los ricos, los saciados, los que disfrutan de la vida) fueron repudiados. No podría haber un vuelco más radical que esto.

No es suficiente. El principio de la no violencia absoluta también se estableció: el cristiano no puede responder al mal con el mal, sino siempre debe estar dispuesto a amar incluso a los enemigos.

Se trata de declaraciones impactantes. Es inevitable entonces que, incluso en la comunidad cristiana, algunos intenten endulzarlos, hacerlos menos severos, un poco más compatibles con la debilidad humana.

Alguien dice, por ejemplo, que es cierto que no se puede recurrir a la violencia; sin embargo, en ciertos casos … uno tiene que perdonar, sí, pero no hasta el punto de ser considerado ingenuo e inexperto. Si uno enseña a los niños a ser generosos a toda costa, a no competir, a ponerse del lado de los débiles, se les coloca en una posición para que sean superados por las personas malvadas y sin escrúpulos.

Los que hablan de esta manera, incluso si son cristianos, actúan como falsos maestros, quizás sin darse cuenta. Con distinciones hábiles y razonamientos sutiles, privan al mensaje de Jesús de su poder explosivo. El Evangelio de hoy, que consiste en una serie de los dichos del Señor, está dirigido a ellos.

Comienza con un proverbio bien conocido: «¿Puede una persona ciega dirigir a otra persona ciega?» (v. 39).

Un día, los discípulos le dijeron a Jesús que los fariseos estaban ofendidos por sus palabras. Él responde: «¡No les presten atención! Son ciegos guiando a ciegos» (Mt 15,14). Todos los judíos se consideraban amos capaces de guiar a los ciegos, es decir a los gentiles (Rom 2,19-20).

En el pasaje de hoy, los destinatarios de la dramática advertencia del Señor no son, sin embargo, ni los fariseos ni los judíos, sino los propios discípulos. Incluso para ellos, existe el peligro de actuar como guías ciegos.

En la Iglesia de los primeros siglos, los bautizados fueron llamados los iluminados porque la luz de Cristo había abierto sus ojos. Los cristianos deben ser aquellos que ven bien, que saben cómo elegir los valores correctos en la vida, que pueden indicar el camino correcto a aquellos que andan a tientas en la oscuridad.

Pero esto no siempre sucede y Jesús advierte a sus discípulos del peligro de perder la luz del Evangelio. Pueden caer de nuevo en la oscuridad y ser guiados, como los demás, por un falso razonamiento dictado por el «sentido común» humano. Cuando esto sucede, se abre frente a ellos un abismo mortal en el que también caen los que han confiado en ellos. Los falsos maestros cristianos pueden cometer otro error, dictado por una presunción: creer que todo lo que piensan, dicen y hacen es sabio, justo y en conformidad con el Evangelio.

Sienten que tienen el derecho de emitir instrucciones en el nombre de Cristo, con la seguridad de dar la impresión de que sustituyeron al Maestro, y que son superiores. Exigen títulos, privilegios, honores, poderes que incluso el Maestro nunca afirma tener.

Para cualquier miembro de la comunidad que se sienta investido con una autoridad similar, Jesús recuerda otro proverbio, ”el discípulo no es más que el maestro; cuando haya sido instruido, será como su maestro» (v. 40).

El peligro contra el cual Jesús advierte es, ante todo, identificar sus propias ideas, creencias y proyectos con los pensamientos del Maestro. Es una presunción imprudente, irreflexiva. Olvidan que son solo discípulos; se sienten como maestros, de hecho, se comportan como si fueran superiores al Maestro.

No ha terminado. Estos falsos maestros reclaman a sí mismos un derecho aún más exorbitante; hacen algo que el mismo Jesús nunca quiso hacer (Jn 3,17): juzgan, pronuncian sentencias contra los hermanos. Para ellos, se cuenta la parábola de la mota y la viga (vv. 41-42).

Es una invitación a desconfiar de los cristianos que se sienten siempre bien, siempre seguros de lo que dicen, enseñan y hacen. No se dan cuenta de que tienen ante sus ojos enormes troncos que les impiden ver la luz. ¿Cuáles? Pasiones, envidia, deseo de gobernar sobre los demás, ignorancia, miedo, trastornos psicológicos de los cuales ningún mortal está completamente exento. Todos estos son grandes obstáculos que impiden captar claramente las demandas de la Palabra de Dios. Debemos tener esto en cuenta y actuar con humildad de una manera menos presuntuosa, ser menos estrictos al imponer nuestra visión de la realidad y tener menos confianza en juzgar el desempeño de los demás.

Un ejemplo que nos ayuda entender. Durante muchos siglos, los cristianos han afirmado que hay guerras justas y que, en ciertas situaciones, incluso es un deber tomar las armas. Incluso libraron guerras en nombre del evangelio. ¿Cómo podría suceder esto si Jesús ha hablado tan claramente de amar al enemigo? La explicación es: los registros de orgullo, intolerancia, dogmatismo, fundamentalismo que los cristianos tenían ante sus ojos y ni siquiera se dan cuenta de haber evitado notar las demandas del Evangelio.

Si hoy nos vemos obligados a admitir que en muchas ocasiones nos hemos mostrado ciegos, debemos ser muy cautos al juzgar, imponer nuestras creencias y condenar a quienes expresan opiniones diferentes. Puede ser que lo que pensamos sea correcto, tal vez sea verdaderamente evangélico. Sin embargo, Jesús quiere que la propuesta cristiana se haga con gran humildad, con gran discreción y respeto y, sobre todo, que nunca se juzgue a quienes no pueden entenderla, a quienes no tienen ganas de aceptarla. La posibilidad de tener una viga delante de los ojos no es remota, ¡no se debe olvidar!

Para concluir esta primera parte del Evangelio, Jesús llama hipócritas a estos «jueces», a estos «maestros» cristianos tan seguros de sí mismos y de sus ideas. Los hipócritas son «actores», «personas que actúan en teatros». Los que juzgan a los demás, en nombre de Jesús, son actores. También son pecadores, pero «juzgan»; se sientan en la corte como jueces y pronuncian juicios terribles.

Lucas está claramente preocupado por lo que está sucediendo en sus comunidades, dividida por las críticas, los chismes y juicios maliciosos. Por esto, él recuerda las duras palabras del Señor al respecto.

¿Cómo distinguir entre buenos y malos maestros en la comunidad cristiana? ¿Cómo saber en quién confiar y en quién no confiar? ¿Cómo reconocer a los que son ciegos o tienen troncos ante los ojos?

La última parte del Evangelio de hoy proporciona los criterios para juzgar: «El hombre bueno saca cosas buenas de su tesoro bueno del corazón; el malo saca lo malo de la maldad. Porque de la abundancia del corazón habla la boca (v. 45).

Estamos acostumbrados a interpretar estas palabras de Jesús como una invitación a evaluar a las personas en función de las obras que realizan. Este es el significado que tienen en el Evangelio de Mateo (Mt 7,15-20); pero en el Evangelio de Lucas, tienen un significado diferente. Es claro en el contexto que «los frutos» son el mensaje que los maestros cristianos anuncian. Este mensaje puede ser bueno o malo.

Al igual que Ben Sirá, lo escuchamos en la primera lectura, Jesús también nos invita a evaluar a los maestros de acuerdo con sus palabras: «Porque de la abundancia del corazón habla la boca» (v. 45). Lo que anuncian debe ser confrontado siempre con el evangelio. Entonces podemos evaluar si lo que se propone es comida nutritiva o una fruta venenosa.

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EXIGIR A LOS OTROS LO QUE YO NO CUMPLO ES HIPOCRESÍA
Fray Marcos

El sermón del llano en Lc termina con una retahíla de frases hechas, que tratan de explicar el contenido del mensaje. Recordemos que Mt lo coloca en lo alto del monte mientras que Lc nos dice que lo pronunció en un rellano (Jesús bajó del monte con sus discípulos y se paró en un rellano). En la mitología de la época el monte era el lugar de la divinidad (de ahí que todas las teofanías se dieran en los montes. El valle era el lugar del hombre. Para Mt Jesús habla desde el ámbito de lo divino, para Lc habla desde una situación intermedia. Quiere hacer ver que Jesús hace de puente entre lo divino y lo humano, que es a la vez divino y humano.

Las frases que acabamos de leer y las que leíamos el domingo pasado son proverbios que eran patrimonio de todas las culturas del entorno. No son inventadas por Jesús sino un destilado de la sabiduría popular que durante miles de años se había ido condensando  en frases rotundas fáciles de recordar. Tengamos en cuenta que durante la mayor parte de la prehistoria humana no hubo escritura y durante la mayor parte del tiempo en que ya se había inventado, la inmensa mayoría de la gente no sabía ni leer ni escribir. Era muy importante facilitar la retención de ideas claves que podrían ser útiles en la vida de cada día.

Aun en nuestros días estamos acostumbrados a aplicar frases famosas a personajes concretos sabiendo que no las pronunciaron ellos, pero son muy útiles para hacer ver la sabiduría de aquellos a los que se les atribuye o resaltar la importancia de la frase, atribuyéndolo a una persona de gran prestigio. En el AT hay un libro que se llama “Proverbios” y que el mismo texto atribuye a Salomón, cuando hoy sabemos que está escrito cuatro siglos después. En el caso de Jesús, está claro que esos proverbios pueden servir para destacar la sabiduría que estaba manifestando en todo momento. Por eso se utilizan como resúmenes de su mensaje.

En los relatos de hoy se trata de hacer ver que la bondad o la malicia no son entes que andan por ahí y que me puedo apropiar en un momento dado. Son cualidades de la persona humana y solo indirectamente podemos descubrirlas, lo mismo en nosotros que en los demás. No es fácil acceder al interior del hombre, por eso es tan difícil hacer un juicio de valor sobre las personas. Las juzgamos por lo que sale al exterior, pero no siempre eso es suficiente para descubrir lo que de verdad se esconde en lo más profundo del ser humano.

Solo las obras nos pueden revelar lo que hay dentro de otra persona. Aun así, ni siquiera las obras pueden ser argumento seguro para llegar al otro. Un acto bueno puede ser fruto de una programación calculada y por lo tanto sin ninguna conexión con las actitudes fundamentales de la persona. Un acto malo puede ser fruto de un momento de arrebato o ira y no reflejar tampoco la verdadera postura vital del individuo. Tal vez por eso el evangelio nos dice: “No juzguéis y no seréis juzgados.” “No condenéis y no seréis condenados”.

El creernos en posesión de la verdad y por tanto con el derecho de imponerla a otros, es la actitud más contraria al mensaje evangélico. Según el evangelio, debíamos estar siempre con los oídos muy abiertos para escuchar lo que nos pueden decir los demás y con la boca cerrada para no engañar a los demás con nuestros discursos interesados y simplistas. No hay nada más desagradable que un sabelotodo que está siempre queriendo decir la última palabra sobre lo que hay que hacer o evitar. El mundo no está necesitado de maestros sino de discípulos. Dice un proverbio oriental: cuando el discípulo está preparado, el maestro surge.

La imagen del ciego guiando a otro ciego es muy esclarecedora. Parece absurda, pero es la que con más frecuencia adoptamos los humanos. Siempre nos creemos con derecho a enseñar porque confundimos nuestra verdad con la verdad. Decía Antonio Machado: tu verdad no, la verdad y ven conmigo a buscarla, la tuya quédatela. Esto es verdad en todos los aspectos del conocimiento, pero en el aspecto religioso, se ha llevado al paroxismo. Cuando esta postura se institucionaliza se convierte en un verdadero sarcasmo. Solo nos queda un paso para afirmar con toda rotundidad: fuera de la Iglesia no hay salvación.

No es menos esclarecedora la imagen de la mota y la viga. El afán de corregir a los demás  es una constante, sobre todo entre los que nos creemos religiosos. A pesar de que el evangelio nos aconseja la corrección fraterna, no hay nada más peligroso en la vida real que esa práctica. No solo porque nunca podemos estar seguros de lo que es mejor para el otro, incluso cuando hayamos constatado que es bueno para nosotros mismos; sino porque tendemos a corregir al otro desde la superioridad moral que creemos tener. En el momento que te sientas superior, sea moral sea intelectualmente, estás incapacitado para ayudar.

Estamos muy acostumbrados a identificar a los demás con sus obras. Esto nos lleva a considerarlos pecadores sin mayores precisiones. Pero las obras son algo externo y accidental. La bondad o malicia está en el ser. Nuestra auténtica preocupación debía estar en ser lo que debíamos ser, no en lo que hacemos o dejamos de hacer que suele estar condicionado por la preocupación por lo que los demás piensan de mí. Ya decían los escolásticos que el obrar sigue al ser. Mi verdadera preocupación debo ponerla en ser lo que soy realmente. Si consigo ser auténtico, las obras surgirán espontáneamente, sin esfuerzo.

La actitud de superioridad nace siempre de la superficialidad, es decir, está en estrecha relación con nuestro falso ser. El caparazón que nos envuelve es lo único que consideramos y nos interesa. En materia del espíritu, creemos que es suficiente con lo aprendido de otros, creyendo que el simple conocimiento nos va a transformar. Jesús está siempre invitándonos a la autenticidad, es decir, a bajar a lo hondo de nuestro propio ser y descubrir allí lo que está de acuerdo con lo que en realidad somos. Por eso está siempre criticando una acomodación externa a las normas y preceptos. La única Ley definitiva es la que está escrita en nuestro propio ser y es ahí donde hay que descubrirla para que sea eficaz y constante.

El seguimiento de Jesús no consiste en imitarle en sus correrías ni en aceptar sin rechistar todas sus enseñanzas sino en alcanzar la experiencia interior que él vivió y en dejar que se manifieste como él la manifestó. No debemos poner hincapié en obras puntuales programadas sino en una actitud permanente que funcione y se manifieste al exterior en todo momento y en todas las circunstancias. Los cristianos hemos terminado copiando la actitud de los fariseos, dando más valor al cumplimiento de lo mandado que a la búsqueda interior de las exigencias de nuestro verdadero ser. Esta es la causa de nuestro fracaso en la vida espiritual.

Todo lo dicho no invalida el famoso refrán: obras son amores y no buenas razones. Con la misma rotundidad que hemos afirmado que lo importante es la actitud interior, tenemos que decir que una actitud que no se manifieste en obras, es una ilusión. Si de

verdad quieres saber cuál es tu postura espiritual, no tienes más remedio que examinar tus obras. Tu manera de comportarte con los demás te irá manifestando tu estado interior. A continuación de lo que hemos leído hoy, dice Jesús: ¿Por qué decís; ¡Señor, Señor! y no hacéis lo que os digo? Pero debe quedar claro que el hacer es consecuencia del ser auténtico.

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VII Domingo ordinario. Año C

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen. Y si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. ¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros».


Abrir las puertas del corazón

Año C – Tiempo Ordinario – 7º domingo
Lucas 6,27-38: “Yo os digo: amad a vuestros enemigos”

El Evangelio de este domingo continúa con las bienaventuranzas del “discurso de la llanura” de San Lucas (Lc 6,17-49). Jesús indica cuál debe ser la conducta de sus discípulos. La esencia de su mensaje es: “Amad a vuestros enemigos”. Se trata de uno de los textos más impactantes del Evangelio, que exige una transformación radical de nuestras reacciones instintivas y de nuestros comportamientos sociales.

En el texto, Jesús utiliza hasta dieciséis imperativos. Sin embargo, sus palabras no constituyen una nueva legislación, sino que deben releerse a la luz de las bienaventuranzas. Son palabras de sabiduría divina que nos conducen al mismo corazón de Dios. Jesús, por paradójico que parezca, nos entrega la clave de acceso a las bienaventuranzas.

La historia de la salvación y la existencia cristiana son un camino, un proceso de paso del orden de la justicia (“ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie”: Éxodo 21,24) al orden de la gracia (“Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso”: Lc 6,36). Es un tránsito de la lógica retributiva a la lógica de la gratuidad, un cambio radical que Jesús propone a sus discípulos. San Pablo, en la segunda lectura (1 Corintios 15,45-49), presenta este proceso como el paso del “primer Adán” al “último Adán”, del hombre terreno al hombre celestial.

Las olas del Amor divino

El discurso de Jesús avanza en cuatro olas sucesivas, marcadas por cuatro imperativos cada una. Se trata del Amor de Dios que quiere cubrir toda la tierra, un tsunami divino que nos arrastra a esta aventura.

1. La primera ola está formada por cuatro imperativos dirigidos a los discípulos:
A vosotros que me escucháis, os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os maltratan.
El verbo utilizado aquí para “amar” no es el verbo griego philein (ser amigo, es decir, un amor de amistad, de reciprocidad), sino agapan (amar con un amor totalmente gratuito). Este amor se traduce en hacer el bien, bendecir y orar por la persona que nos considera su enemigo.

2. Sigue una segunda ola con cuatro ejemplos concretos, en segunda persona del singular, para hacer el discurso más directo y comprometedor: ofrecer la otra mejilla al violento, no negar la túnica al ladrón, dar a quien nos pide y no reclamar lo que nos han quitado. No se trata de comportamientos que deban seguirse al pie de la letra ni de renunciar a los propios derechos, sino de no responder al mal con mal y de renunciar a la violencia. Esto exige discernimiento para saber cómo actuar en cada situación en la que sufrimos injusticia. Se trata de vencer el mal con el bien: “No te dejes vencer por el mal, antes bien, vence al mal con el bien” (Romanos 12,14-21).

3. En el centro del discurso de Jesús encontramos la llamada “regla de oro”: “Lo que queráis que los hombres hagan con vosotros, hacedlo también vosotros con ellos.”
Jesús da cuatro motivaciones: tres negativas y una positiva. Tres negativas: ¿Qué gracia, qué mérito, qué bondad, qué generosidad hay… si amáis a los que os aman? Si hacéis el bien a los que os hacen el bien? Si prestáis esperando recibir algo a cambio? Cualquiera es capaz de hacerlo. Luego, añade una cuarta motivación positiva: “Amad, en cambio, a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio, y vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo.”

4. El pasaje concluye con la invitación a “ser misericordiosos, como el Padre es misericordioso”, y nos ofrece otras cuatro recomendaciones para asemejarnos a Dios: dos negativas y dos positivas: No juzguéis y no condenéis. Perdonad y dad.

¿Qué ley rige nuestra vida?

“¿Ojo por ojo, diente por diente?” Esta máxima nos parece bárbara y cruel, y hoy diríamos que nadie se atrevería a aplicarla. ¿Pero será realmente así? Sí, quizá no estrangulemos al otro con nuestras manos, pero con nuestras palabras… podemos arrastrarlo por el fango. O, en nuestra mente, alimentar el deseo de venganza. O despreciarlo con nuestra indiferencia. O incluso, en nuestro corazón, odiarlo y borrarlo de nuestra vida.

En realidad, el corazón humano no ha cambiado: solo se ha refinado. La ley del talión sigue rigiendo muchas de nuestras relaciones, incluso con el riesgo de instrumentalizar a Dios para justificar nuestra violencia. Un ejemplo claro es lo que está ocurriendo ante nuestros ojos en la guerra entre Rusia y Ucrania. Cuánta razón tenía el filósofo y creyente judío Martin Buber cuando afirmaba: “El nombre de Dios es el más ensangrentado de toda la tierra.”

¿Amar al enemigo?

“Bueno, yo no tengo enemigos”, solemos decir. Pero, en realidad, fabricamos enemigos todos los días. Una verdadera cadena de producción. Nuestros oídos escuchan una noticia negativa o nuestros ojos ven una imagen desagradable, la mente la procesa, la imaginación la agranda, el juicio dicta su sentencia y el corazón reacciona en consecuencia. Nos convertimos en jueces despiadados. Y qué difícil es desmontar este mecanismo. Se necesita una vigilancia constante. San Agustín dice: “La ira es una paja, el odio es una viga. Pero alimenta la paja, y se convertirá en una viga.”

Liberar a los prisioneros

En su discurso programático, Jesús afirma que ha sido enviado “a proclamar la liberación a los cautivos, a poner en libertad a los oprimidos, a proclamar el año de gracia del Señor” (Lucas 4,18-19). Son muchas las prisiones que mantienen esclavizada a gran parte de la humanidad, pero ¿no habrá también nuestro corazón llegado a ser una prisión?

Demasiadas veces, en los rincones más oscuros de nuestra alma, hemos encerrado a muchas personas, condenándolas según la ley de “ojo por ojo, diente por diente.” La ocasión del Jubileo es un kairos de gracia, el momento oportuno para abrir de par en par las puertas del corazón.

P. Manuel João Pereira Correia, MCCJ


El precepto más impopular
Antonio Pariente

Si las bienaventuranzas el domingo pasado nos pusieron un poco la cara colorada al reconocer lo lejos que estamos de cumplirlas, hoy y sin habernos recuperado todavía de la impresión, tenemos otro trozo del evangelio de Lucas continuación del texto de domingo anterior, que nos vuelve a poner las cosas en su sitio.

Jesús continúa el discurso dirigido a los discípulos. Las instrucciones que les da son los comportamientos y actitudes adecuadas hacia aquellos que desprecian a los que le siguen. Esta instrucción de Jesús tiene un carácter de mandamiento. Y de todos el que pone el primero es el amor a los enemigos. Quizá sea esta la exigencia mas dura de cumplir por parte de los discípulos; no es sólo la gran novedad que apunta el mensaje de Jesús, sino su precepto más impopular y uno de los mas difíciles de llevar a efecto. Pero es que el genérico amad se desarrolla o se concreta luego en otros tres imperativos: haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen y orad por los que os injurian. O sea que Jesús nos pide no que no respondamos al que nos hace el mal, sino que le respondamos con el bien. De tejas para abajo la respuesta normal es: no puede ser. No me puedes pedir esto.

La razón por la que Dios nos pide esto, es clara, es porque en su trato con nosotros, nos trata así, lo que nos está pidiendo es que nosotros tratemos a los demás como él nos trata. Puesto que él es misericordioso con nosotros, él quiere que nosotros lo seamos también con los demás, puesto que él nos ama sin merecerlo nosotros, a causa de nuestros pecados, quiere que amemos incluso a aquellos que no se lo merecen, a aquellos que nos hacen mal. Desde la lógica de Dios perfecto, desde nuestro lógica no puede ser, hay algo que no encaja.

El que este sea un programa de difícil cumplimiento, no significa que haya que descartarlo como imposible. Siempre será una meta y una referencia de aquello a lo que debemos aspirar como discípulos de Jesús. Y en lo que a nosotros nos parece imposible, tendremos que implorar la ayuda de Dios para ir dando pasos posibles y necesarios en esta dirección. La eucaristía de cada domingo debe ser también celebración de lo que vamos avanzando en esta dirección.

Le pedimos al Señor que nos abra los ojos para valorar este mensaje, que por lo menos lo tengamos presente en nuestras actitudes, y que el reconocer nuestro fallos, nos de la fuerza suficiente para seguir intentándolo.


Comentarios de José Antonio Pagola
SIN ESPERAR NADA

¿Por qué tanta gente vive secretamente insatisfecha? ¿Por qué tantos hombres y mujeres encuentran la vida monótona, trivial, insípida? ¿Por qué se aburren en medio de su bienestar? ¿Qué les falta para encontrar de nuevo la alegría de vivir?

Quizás, la existencia de muchos cambiaría y adquiriría otro color y otra vida sencillamente si aprendieran a amar gratis a alguien. Lo quiera o no, el ser humano está llamado a amar desinteresadamente; y, si no lo hace, en su vida se abre un vacío que nada ni nadie puede llenar. No es una ingenuidad escuchar las palabras de Jesús: «Haced el bien… sin esperar nada». Puede ser el secreto de la vida. Lo que puede devolvernos la alegría de vivir.

Es fácil terminar sin amar a nadie de manera verdaderamente gratuita. No hago daño a nadie. No me meto en los problemas de los demás. Respeto los derechos de los otros. Vivo mi vida. Ya tengo bastante con preocuparme de mí y de mis cosas.

Pero eso, ¿es vida? ¿Vivir despreocupado de todos, reducido a mi trabajo, mi profesión o mi oficio, impermeable a los problemas de los demás, ajeno a los sufrimientos de la gente, me encierro en mi «campana de cristal”?

Vivimos en una sociedad en donde es difícil aprender a amar gratuitamente. Casi siempre preguntamos: ¿Para qué sirve? ¿Es útil? ¿Qué gano con esto? Todo lo calculamos y lo medimos. Nos hemos hecho a la idea de que todo se obtiene «comprando»: alimentos, vestido, vivienda, transporte, diversión…. Y así corremos el riesgo de convertir todas nuestras relaciones en puro intercambio de servicios.

Pero, el amor, la amistad, la acogida, la solidaridad, la cercanía, la confianza, la lucha por el débil, la esperanza, la alegría interior… no se obtienen con dinero. Son algo gratuito, que se ofrece sin esperar nada a cambio, si no es el crecimiento y la vida del otro.

Los primeros cristianos, al hablar del amor utilizaban la palabra ágape, precisamente para subrayar más esta dimensión de gratuidad, en contraposición al amor entendido sólo como eros y que tenía para muchos una resonancia de interés y egoísmo.

Entre nosotros hay personas que sólo pueden recibir un amor gratuito, pues apenas tienen nada que poder devolver a quien se les quiera acercar. Personas solas, maltratadas por la vida, incomprendidas por casi todos, empobrecidas por la sociedad, sin apenas salida en la vida.

Aquel gran profeta que fue Hélder Câmara nos recuerda la invitación de Jesús con estas palabras: «Para liberarte de ti mismo lanza un puente más allá del abismo que tu egoísmo ha creado. Intenta ver más allá de ti mismo. Intenta escuchar a algún otro, y, sobre todo, prueba a esforzarte por amar en vez de amarte a ti solo».

NADA HAY MAS IMPORTANTE

Para muchas personas, el perdón es una palabra sin apenas contenido real. La consideran un valor con el que se identifican interiormente, pero nunca han pedido perdón ni lo han concedido. No han tenido ocasión de experimentar personalmente la dificultad que encierra ni tampoco la riqueza que entraña el acto de perdonar.

Sin embargo, el clima social que se ha generado entre nosotros, con enfrentamientos callejeros, insultos, amenazas y agresiones, al mismo tiempo que abre heridas y despierta sentimientos de odio y rechazo mutuo, está exigiendo, a mi juicio, un planteamiento realista del perdón.

Las posturas ante el perdón son diferentes. Muchos lo rechazan como algo inoportuno e inútil. En algunos sectores se escucha que hay que «endurecer» la dinámica de la lucha, «hacer sufrir» a todos, «presionar» con violencia a la sociedad entera; desde esta perspectiva, el perdón sólo sirve para «debilitar» o «frenar» la lucha; hay que llamar al pueblo a todo menos al perdón. En otros sectores, se dice que es necesario «mano dura», «cortar por lo sano», «devolver con la misma moneda»; el perdón sería, entonces, un «estorbo» para actuar con eficacia.

Otros lo consideran, más bien, como una actitud sublime y hasta heroica, que está bien reconocer, pero que en estos momentos es mejor dejar a un lado como algo imposible. Ya hablaremos de perdón, amnistía y reconciliación cuando se den las condiciones adecuadas. Por ahora es más realista y práctico alimentar la agresividad y el odio mutuo.

Hay, además, quienes se erigen en jueces supremos que dictaminan lo que se podría tal vez perdonar y lo que resulta «imperdonable». Ellos son los que deciden cuándo, cómo y en qué circunstancias se puede conceder el perdón. Por otra parte, si se perdona, será para recordar siempre al otro que ha sido perdonado; el perdón se convierte así en lo que el filósofo francés, Olivier Abel, llama «eternización del resentimiento».

Sé que no es fácil hablar del perdón en una situación como la nuestra. ¿Cómo perdonar a quien no se considera culpable ni se arrepiente de nada?, ¿a quién perdonar cuando uno se siente herido por un colectivo?, ¿qué significa perdonar cuando, al mismo tiempo, es necesario exigir en justicia la sanción que restaure el orden social? Cuestiones graves todas ellas, que muestran el carácter complejo del perdón cuando se plantea con rigor y realismo.

Sin embargo, hay algo que para mí está claro. Nada hay más importante que ser humano. Y estoy convencido de que el hombre es más humano cuando perdona que cuando odia. Es más sano y noble cuando cultiva el respeto a la dignidad del otro que cuando alimenta en su corazón el rencor y el ánimo de venganza.

Entre nosotros se está olvidando que lo primero es ser humanos. Inmenso error. Un pueblo camina hacia su decadencia cuando las ideologías y los objetivos políticos son usados contra el hombre. Mientras tanto, el mensaje de Jesús sigue siendo un reto: «Haced el bien a los que os odian.»

¿QUÉ ES PERDONAR?

El mensaje de Jesús es claro y rotundo: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian».

¿Qué podemos hacer con estas palabras?, ¿suprimirlas del Evangelio?, ¿tacharlas como algo absurdo e imposible?, ¿dar rienda suelta a nuestra irritación? Tal vez, hemos de empezar por conocer mejor el proceso del perdón.

Es importante, en primer lugar, entender y aceptar los sentimientos de cólera, rebelión o agresividad que nacen en nosotros. Es normal. Estamos heridos. Para no hacernos todavía más daño, necesitamos recuperar en lo posible la paz y la fuerza interior que nos ayuden a reaccionar de manera sana.

La primera decisión del que perdona es no vengarse. No es fácil. La venganza es la respuesta casi instintiva que nos nace de dentro cuando nos han herido o humillado. Buscamos compensar nuestro sufrimiento haciendo sufrir al que nos ha hecho daño. Para perdonar es importante no gastar energías en imaginar nuestra revancha.

Es decisivo, sobre todo, no alimentar nuestro resentimiento. No permitir que la hostilidad y el odio se instalen para siempre en nuestro corazón. Tenemos derecho a que se nos haga justicia; el que perdona no renuncia a sus derechos. Lo importante es irnos curando del daño que nos han hecho.

Perdonar puede exigir tiempo. El perdón no consiste en un acto de la voluntad que lo arregla rápidamente todo. Por lo general, el perdón es el final de un proceso en el que intervienen también la sensibilidad, la comprensión, la lucidez y, en el caso del creyente, la fe en un Dios de cuyo perdón vivimos todos. Para perdonar es necesario a veces compartir con alguien nuestros sentimientos, recuerdos y reacciones. Perdonar no quiere decir olvidar el daño que nos han hecho, pero sí recordarlo de otra manera menos dañosa para el ofensor y para uno mismo.

El que llega a perdonar se vuelve a sentir mejor. Es capaz de desear el bien a todos incluso a quienes lo habían herido.

Quien va entendiendo así el perdón, comprende que el mensaje de Jesús, lejos de ser algo imposible e irritante, es el camino más acertado para ir curando las relaciones humanas, siempre amenazadas por nuestras injusticias y conflictos.

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La novedad cristiana -¡y misionera!- del perdón al enemigo
Romeo Ballan, mccj

¡Un mensaje inaudito, sobrecogedor, más allá de toda lógica! Sin embargo, Jesús nos lo propone -es más, ¡lo ordena!- en el Evangelio de hoy: “Amen a sus enemigos… hagan el bien… bendigan… oren por los que los injurian” (v. 27-28). La orden es única -amar y perdonar al enemigo- y Jesús la subraya con cuatro verbos sinónimos. Estas órdenes de Jesús en su discurso inaugural no nacen de teorías, son elementos autobiográficos, momentos de su vida: Él ha experimentado el amor y el perdón al enemigo. Por eso nos ha dato ante todo el ejemplo, además de la invitación a imitarlo. Nos basta pensar en Jesús que en la cruz ruega al Padre por quienes lo están crucificando: “Padre, perdónales…” (Lc 23,34). Jesús sigue revelando su autorretrato. Había empezado en el discurso programático de las Bienaventuranzas (Evangelio del domingo pasado), hablando de sí mismo: pobre, perseguido… Hoy Él desarrolla el mismo tema, evidenciándonos hasta qué punto ha amado -y hay que amar- a los enemigos.

¿Un mensaje imposible de realizar? Por supuesto, si no existieran el ejemplo de Cristo, la ayuda de su gracia y el testimonio de cristianos -más numerosos de lo que se piensa- que han sido capaces de perdonar y de responder al mal con el bien. Nos encontramos ante una novedad cualitativa del Evangelio, que supera los contenidos de las otras religiones. En efecto, el amor al enemigo y el perdón no se hallan en las culturas de los pueblos; son auténticas novedades misioneras del Evangelio. El gesto de David que perdona la vida del rey Saúl (I lectura) es ciertamente magnánimo, pero se limita a no hacer mal al enemigo. Jesús nos invita a ir más allá: amen… hagan el bien a los que los odian (v. 27). Hay que subrayar la razón que mueve a David a cumplir su gesto de clemencia: respetar al “ungido del Señor” (v. 9.23). Toda persona es imagen de Dios, aunque afeada. Por tanto, ¡hay que respetarla!

El mensaje de Jesús sobre el amor y el perdón al enemigo revela el rostro auténtico de Dios: “Sean misericordiosos (compasivos), como su Padre es misericordioso” (v. 36). Hay que leer estas palabras paralelamente a las de Mateo: “Sean perfectos, como el Padre…” (Mt 5,48). Pero con una diferencia y una novedad importantes: Mateo se dirige a un público judío-cristiano con experiencia de la ley y de su cumplimiento ‘perfecto’. Lucas, en cambio, habla a personas procedentes del mundo pagano y escoge el término ‘misericordia’ para designar el rostro de Dios: Padre “rico en misericordia” (Ef 2,4).

Jesús ha optado por un rechazo total, enérgico, a la violencia. ¡De todo tipo! Venga de donde viniere. Él enseña a resolver los conflictos con métodos pacíficos, no-violentos: los métodos de Dios, amante de la vida y de la paz. Jesús no nos ordena sentir ‘simpatía’ por el que nos hace mal, ni tampoco ‘olvidar’: dos actitudes psicológicas y emocionales que no dependen de un acto de voluntad. Su mensaje va más allá. Recomienda el diálogo en diferentes instancias y no excluye tampoco legítimas sanciones (Mt 18,15-17). Indica sobre todo caminos nuevos, tales como el perdón y la oración: “oren por los que los injurian” (v. 28-30).

Con la oración el hombre entra en el mundo de Dios, sintoniza con la manera de pensar y de actuar de Dios; comprende que el Padre misericordioso no rechaza nunca a nadie y perdona a todos, siempre. “Perdonar” quiere decir “hiper-donar”, donar más, dar en exceso: algo propio de Dios y del que vive como Él. El hombre aprende de Dios a perdonar y recibe de Él la fuerza para hacerlo. Amar y perdonar al enemigo serían valores inviables, si estuviéramos abandonados a nosotros mismos. Nos hace falta un suplemento de energía, que solo Dios nos puede dar. Perdonar es un don que purifica el corazón y libera de la agresividad; perdonar es una gracia que Dios otorga al que se la pide; perdonar es posible para el que primeramente ha hecho la experiencia del amor gratuito y universal de Dios. Da prueba de ello la vida de muchos personajes ligados a la historia misionera.

– Empezando por el primer mártir de la Iglesia: el diácono San Esteban, en Jerusalén, aun bajo una granizada de piedras, oraba de rodillas por sus asesinos (Hch 7,60).

– En los comienzos de la evangelización de Japón, el jesuita S. Pablo Miki, mientras moría crucificado junto con 25 compañeros sobre la colina de Nagasaki (1597), declaró: “Con gusto le perdono al emperador y a todos los responsables de mi muerte, y les ruego que se instruyan en torno al bautismo cristiano”.

– S. Josefina Bakhita, africana nacida en Sudán, vendida cinco veces como esclava, al final de su vida (1947) afirmaba no haber guardado nunca rencor a los que le habían hecho mal.

– La B. Clementina Anuarite, joven religiosa congoleña (24 años), tuvo la fuerza de decirle al jefe de los rebeldes ‘simba’ que la estaba matando (Isiro, 1964): “Yo te perdono”.

– La B. Leonela Sgorbati, italiana de 66 años, misionera de la Consolata en Somalia, herida mortalmente (2006) mientras iba a trabajar en el hospital, repitió tres veces: “Yo perdono, perdono, perdono”.

– Todos recordamos el gesto de perdón de S. Juan Pablo II hacia su agresor, Alí Agcá (1981).

Estos testigos -y muchos otros menos conocidos- han descubierto la cumbre de las Bienaventuranzas: ¡la fuerza, el gozo de perdonar!


CUANDO DESCUBRA QUE NO HAY ENEMIGO, PODRÉ AMAR A TODOS
Fray Marcos

Seguimos con el sermón del llano de Lc. Después de las bienaventuranzas, nos propone otro de los hitos del mensaje evangélico: “Amad a vuestros enemigos”. Es el único dato que puede convencernos de que cumplimos la propuesta “amaos los unos a los otros como yo os he amado”. Tampoco es fácil entenderlo, mejor dicho, es imposible entenderlo si no se tiene la vivencia de unidad con Dios. Como programación o como obligación venida de fuera, nunca tendrá éxito, aunque el que lo proponga sea el mismo Dios. Que somos hijos de Adán (carnales) es evidente. Para ser hijos del Espíritu y dejarnos guiar por él, hay que nacer de nuevo.
Si sigo pensando que estas exigencias son demasiado radicales, es que no he entendido nada del mensaje evangélico; aún estás pensándote como individualidad separada y egótica; no te has enterado de lo que realmente eres. Es un planteamiento existencial, que va más allá de toda comprensión racional. Compromete al ser entero, porque se trata de dar sentido a toda mi existencia. Es verdad que desbarata el concepto de justicia del todo el AT y también el del Derecho Romano, que nosotros manejamos. Pagar a cada uno según sus obras o la ley del talión, quedan superadas; a años luz del “Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo”.
El amor al enemigo es la única garantía de que está en nosotros el amor de Dios, el que nos pide Jesús en el evangelio. La falta de amor hacia uno solo de los seres humanos es la certeza absoluta de que nuestro Amor (ágape) es cero. Todo lo demás, sin ese amor al enemigo, es egoísmo camuflado, y nuestra vida espiritual será una farsa. Todo lo que normalmente llamamos amor no pasa de ser instinto, pasión, interés, amistad, que buscamos para potenciar el yo periférico, superficial. En el fondo no es más que egoísmo. Pero si anida en nosotros el más mínimo odio a una sola persona, entonces es evidente que estamos en las antípodas del evangelio. En esta materia no sirve de nada engañarnos a nosotros mismos.
Debemos distinguir entre el enemigo sujeto activo: el que odia a otro y el enemigo objeto, el que es aborrecido. Normalmente ponemos la meta de nuestra moral en no hacernos enemigo de nadie, es decir, no odiar o aborrecer a nadie. Pero Jesús no se contenta con eso. El evangelio nos pide que debiéramos contestar con amor al odio expresado por el que nos tiene aversión y está haciendo todo lo posible por machacarnos. Tampoco se trata de que le tengamos simpatía o amistad. Los sentimientos son anteriores a nuestra voluntad y no podemos impedirlos. El texto griego dice “agapate”, imperativo de “agapao”. Ya sabéis que este verbo significa, para los primeros cristianos, el amor de Dios que se manifestó en Jesús. Se nos pide que amemos con el mismo amor con que Dios nos ama. Yo no puedo tener simpatía hacia el que me está haciendo daño, pero puedo considerar que hay algo en ese sujeto por lo que Dios le ama; y yo estoy obligado a considerar ese aspecto que me permita amarlo a pesar de su actitud y de sus actos.
Esto quiere decir que el amor que nos pide Jesús no está provocado por las cualida­des del otro, si no que es consecuencia exclusiva de una maduración personal. En la vida normal damos por supuesto que tenemos que amar a la persona amable; que debemos acercar­nos a las personas que nos pueden apartar algo. No es eso lo que nos pide el evangelio. Dios ama a todos los seres, no por lo que son, sino por lo que Él es. No porque son buenos, sino porque Él es bueno. Fijaos lo retorci­dos que somos los humanos, que en vez de entrar en la dinámica del amor gratuito y desinteresado de Dios, le hemos metido a Él en la dinámica de nuestro raquítico amor. De esa manera predicamos un Dios que premia a los buenos y castiga a los malos y nos quedamos tan anchos. Si pensamos que Dios ama solo a los buenos, ¡qué puedo hacer yo!

El Amor no puede ser nunca consecuencia de un mandamiento. Cualquier forma de programación es lo más contrario al amor que podamos imaginar. Para nada valen propósitos y voluntarismos. Ésta es la causa de tanto fracaso espiritual. El amor de que habla el evangelio, como todo amor, tiene que ser consecuencia de un conocimiento. Me lo habéis oído muchas veces: la voluntad es una potencia ciega, no tiene capacidad ninguna de elección. Solo puede ser movida por un objeto que la inteligencia le presente como bueno. Lo que le es presentado como malo, lo rechaza sin paliativos, no puede hacer otra cosa. Cuando en la vida real, repetimos una y otra vez una acción que consideramos mala, es que, en el fondo, no hemos descubierto la razón de mal en esa acción, y solamente la hemos considerado mala como fruto de una programación externa o una obligación impuesta. Esta es la causa de todos los conflictos de conciencia.
Pero ese conocimiento que nos lleve a descubrir como algo bueno el amor al enemigo, no puede ser el que nos dan los sentidos ni el razonamiento discursivo, que ha surgido exclusivamente para apoyar a los sentidos y garantizar la vida individual. El conocimiento que me lleve a amar al enemigo tiene que venir de otra parte. Tiene que ser una toma de conciencia de lo que realmente soy, y por ese camino, descubrir los que son los demás. Nace del conocimiento de mi ser. El verdadero amor es lo contrario del egoísmo. Llamamos egoísmo a una búsqueda del interés individual del falso yo. Cuando descubro que mi verdadero ser y el ser del otro se identifican, no necesitaré más razones para amarle. De la misma manera que no tengo que hacer ningún esfuerzo para amar todos los miembros de mi cuerpo, aunque estén enfermos y me duelan.
No podemos esperar que este Amor que se nos pide en el evangelio, sea algo espontáneo. Todo lo contrario, va contra la esencia del ADN que nos empuja al egoísmo, es decir a hacer todo aquello que puede afianzar nuestro ser biológico y a evitar todo lo que pueda dañarlo. Para dar el paso de lo biológico a lo espiritual, el ser humano tiene que recorrer un proceso de aprendizaje inteligente, pero más allá de la razón. Solo la intuición puede llevarle al verdadero conocimiento, del que saldrá como consecuencia, el verdadero Amor. Tiene que descubrir su verdadero fin, ante el cual todo lo demás, hasta la conserva­ción de la vida, no es más que un medio.
El motivo que apunta el evangelio para ese amor, tiene mucha miga. “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo”. Mt es más radical y habla de “sed perfectos como vuestro Padre del cielo es perfecto.” Se nos pide que nos comportemos como hijos de Dios. Ser hijo quiere decir salir al padre, comportarse como el padre. Sólo alcanzando una conciencia clara de ser hijos, podremos considerarnos hermanos. Para los judíos, el concepto de hijo estaba mucho más ligado a la relación humana entre padre e hijo, que a la biológica. Hijo era el que salía al padre, el que cumplía en todo la voluntad del padre, el que imitaba en todo al padre, el que, donde quiere que fuera, hacía presente al padre, porque se comportaba como él se hubiera comportado. Alcanzar la plenitud humana, es imitar a Dios como Padre. Por eso Jesús consideró a Dios como único Padre.
Lo difícil es compaginar este amor con la lucha por la justicia, por los derechos humanos. Jesús habla de no oprimir, pero también, de no dejarse oprimir. Tenemos la obligación de enfrentarnos a todo el que oprime a otro o trata de oprimirme a mí. Tolerar la violencia es hacerse cómplice de esa violencia. Si no ayudamos a los demás a conseguir los derechos mínimos que no se le pueden negar a un ser humano, se nos calificará, con razón, de inhumanos. Pero la defensa de la justicia, nunca se debe hacer con odio o venganza. Sin la experiencia interior, será imposible armonizar la lucha por la justicia y el verdadero amor, menos aún con violencia. Sin renunciar a la lucha por la justicia, debemos tener claro que esa lucha, tenemos que llevarla a cabo con amor.

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Fernando Armellini

Introducción

Ernesto dice, frente a sus colegas en la escuela: “Respeto a todos, pero si secuestran a mi hijo, mato a los responsables”. José es un empleado; un día llega a su casa molesto de ira por la injusticia sufrida y confiesa a su esposa: “¡Luis me las va a pagar! Cuando necesite un favor, tendrá que pedírmelo de rodillas y lo haré esperar hasta cuando yo quiera”. A Jorge, un joyero, lo robaron tres veces y también fue amenazado de muerte; ahora tiene un arma a mano para defenderse.

Vamos a evaluar estas tres actitudes. Todos estamos de acuerdo en considerar que Ernesto, José y Jorge no son malos: no atacan a los que hacen el bien; simplemente reaccionan contra los que hacen el mal. La violencia, las represalias y la venganza tienen su propia lógica y pueden justificarse.

Tal vez no compartimos la forma en que intentan restaurar la justicia, pero el objetivo al que apuntan los tres no es el mal. Solo quieren castigar y disuadir a quienes cometen acciones reprensibles. Podríamos decir que solo son personas: responden al bien con el bien y con el mal a lo que es malo. ¿Pero es suficiente ser considerado cristiano por ser justo?

Quien se transforma interiormente por el Amor y por el Espíritu de Cristo va más allá de la lógica de las personas y coloca en el mundo un nuevo signo: el amor hacia aquellos que no lo merecen.

Evangelio: Lucas 6,27-38

Después de proclamar benditos a los discípulos porque son pobres, tienen hambre, lloran, son perseguidos, Jesús se dirige a las multitudes que lo escuchan y enuncia un principio impactante: “Ama a tus enemigos, haz el bien a los que te odian … y ora por los que te tratan mal” (vv. 27-28). Cuatro imperativos: amar, hacer el bien, bendecir, ¡orar! Eso no deja ninguna duda sobre cómo debe comportarse un cristiano ante el mal. Son la evidencia inequívoca de que Jesús rechaza, en los términos más fuertes, el uso de la violencia.

Contra los culpables reaccionamos instintivamente con la agresión. Creemos que, haciéndole pagar su culpa, se restablece la justicia y todos reciben una lección en la vida. Jesús no está de acuerdo con soluciones tan apresuradas. Repudia el uso de la violencia porque esto nunca mejora las situaciones. Esto lo complica aún más y no ayuda a los malvados a mejorar. Lo aplasta, desencadena el odio y despierta el deseo de venganza. La única actitud que crea lo nuevo es el amor.

Hay cristianos que reconocen muy honestamente que, al intentarlo, lograron amar a quienes les causaron daños irreparables: aquellos que los difamaron, arruinaron su carrera y destruyeron la serenidad y la paz en su familia –que puede suceder– cuando alguien mata a un miembro de la familia. Jesús no exige que nos hagamos amigos de quienes nos hacen daño. Ni siquiera sintió simpatía por Anás y Caifás, los fariseos, ni por Herodes, al que apodó ‘zorro’ (Lc 13,32), ni por Herodías, que mató al Bautista (Mc 6,14-29). La simpatía está más allá de nuestro control; no puede ser mandada, surge espontáneamente entre personas que se respetan, que están sintonizadas entre sí.

El Maestro pide amar; eso implica trasladar la mirada, desde los propios derechos, a las necesidades del otro. No es suficiente no responder al mal con el mal, con un insulto al daño. Uno tiene que controlarse para aceptar a los demás. Es imprescindible dar siempre el primer paso para llegar a alguien que nos hizo el mal, para ayudarlo a salir de su difícil situación.

No es fácil. Por eso se recomienda la oración. Solo la oración desata la agresión, desarma el corazón, comunica los sentimientos del Padre que está en el cielo, da la fuerza que proviene del amor de Dios. La oración por el enemigo es el punto más alto del amor porque presupone un corazón dispuesto a purificarse de todas las formas de odio. Cuando uno se pone delante de Dios, no puede mentir. Uno solo puede pedirle que se llene con el bien al que hace el mal, y cuando uno se las arregla para orar de esta manera, el corazón está en sintonía con el corazón del Padre que está en el cielo, quien solo puede pedir que llenemos con deseos de bien al que está dolido. Y cuando puedes orar así, tu corazón está en sintonía con el del Padre que está en el cielo, “que hace salir el Sol sobre los malos y los buenos, y que llueva tanto sobre los justos como los injustos” (Mt 5,45).

En la segunda parte del pasaje, Jesús explica su solicitud con cuatro ejemplos concretos: “Al que te golpee en una mejilla, ofrécele la otra; al que te quite el manto, no le niegues la túnica; da a todo el que te pide; al que te quite algo no se lo reclames” (vv. 29-30). A los discípulos no les está prohibido exigir justicia, defender su propio derecho, proteger sus propiedades, su honor y su vida. No son cobardes que toleran la opresión, el abuso de poder, el hostigamiento hacia los débiles.

El amor no significa aguantar en silencio, sin reaccionar. El cristiano está muy activamente comprometido con poner fin a la injusticia, la intimidación y los robos. Para restablecer la justicia, rechaza los métodos condenados por el Evangelio. No recurre a las armas, a la violencia, a la falsedad, al odio, a la venganza. “Él no paga el mal con el mal… Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber …. No permitas que el mal te derrote, sino vence al mal con el bien” (Rom 12,17-21). Cuando uno no puede restaurar la justicia con medios evangélicos, lo que queda para el cristiano es tener paciencia. Esta virtud indica la capacidad de soportar, resistir bajo un peso pesado. Cuando el único camino que queda abierto es lastimar a un hermano, el que es capaz de soportar el peso de la injusticia demuestra que es discípulo de Cristo.

El pasaje continúa con la llamada regla de oro: “Traten a los demás como quieren que ellos los traten a ustedes” (v. 31). No significa que nuestro egoísmo debe ser la medida del bien que hagamos. Jesús solo da un sabio consejo sobre qué hacer para ayudar a los que están en dificultades. Él sugiere que nos hagamos esta pregunta: Si estuviéramos en su condición, ¿qué nos gustaría que otros hicieran por nosotros? ¿Cómo nos gustaría ser ayudados? ¿Seríamos felices si nos atacaran, nos humillaran y usasen violencia contra nosotros? Seamos honestos cuando exigimos justicia por un mal sufrido. A menudo no buscamos el bien del otro; solo pensamos en vengarnos. Observamos, por ejemplo, cómo, frente a un delincuente, el comportamiento del juez es diferente al de la madre. El primero emite su juicio sobre la base de un código y desea restablecer el estado de derecho; el segundo pasa por arriba a todos los códigos, se guía por su amor y solo piensa en recuperar al hijo.

En los siguientes versículos (vv. 32-34), Jesús considera tres casos de personas “justas”: aman a quienes los aman, hacen bien a aquellos de quienes reciben bien y hacen préstamos y luego son retribuidos. Estas son personas que hacen buenas obras, sin duda, pero su comportamiento aun puede ser dictado por el cálculo, buscando una ventaja.

La expresión “¿qué mérito tienes?”, repetida tres veces en estos versículos, traduce erróneamente el griego original. Es el texto paralelo de Mateo el que habla de ‘méritos’ (Mt 5,46). Lucas elige en cambio, y con mucha finura, otro término. Dice: “¿dónde está tu gracia?” (es decir: “¿qué haces gratis?”). Es ‘la propina’ lo que caracteriza la acción del cristiano, lo que nos permite identificar, inequívocamente, a los hijos de Dios.

Jesús continúa: “Ama a tus enemigos” (v. 35). Aquí se indica la situación privilegiada en la que es posible manifestar amor gratuito. Aquí tocamos el pináculo de la ética cristiana. La propuesta de Jesús fue anticipada en algunos textos del Antiguo Testamento: “Si ves que el buey o el asno de tu enemigo se extravían, devuélvelo. Cuando veas a un burro de un hombre que te odia caer bajo su carga, no pases de largo; ayúdalo” (Éx 23,4-5; cf. Lev 19,17-18.33-34).

Incluso los sabios paganos dieron consejos similares. Recordamos a Epicteto –“Si te golpean como a un burro, haz como el burro, que al ser golpeado, ama a quien lo golpea como padre de todos, como a un hermano”– y a Séneca –“Si quieres imitar a los dioses, haz bien también a los ingratos, porque el sol también se levanta sobre los impíos”. Al parecer, las declaraciones de los filósofos estoicos mencionados parecen idénticas a las del Evangelio; en realidad, responden a una perspectiva radicalmente diferente.

“Haz el bien y presta sin esperar nada a cambio”, sugiere Jesús (v. 35). Y esta recomendación excluye toda búsqueda de una ventaja propia, incluso espiritual. A diferencia de los estoicos, que no actuaban por el bien de los demás, sino que buscaban el logro de la paz interior, de la imperturbabilidad, del completo dominio de sí mismos, el discípulo de Cristo no se deja tocar por ningún pensamiento egoísta, ninguna complacencia, ninguna búsqueda de gratificación personal. Ni siquiera piensa en acumular méritos para el cielo. Ama y cede en pura pérdida.

¿Qué recompensa recibirán aquellos que son guiados por este amor desinteresado? “¡Será genial!”, responde Jesús. ¿Tendrán un lugar mejor en el cielo? No, mucho más: “Así será grande su recompensa y serán hijos del Altísimo, que es generoso con ingratos y malvados” (v. 35). Este será el premio: la similitud con el Padre, su propia felicidad, experimentando, ya en esta Tierra, la alegría inefable que experimenta quien ama sin esperar nada a cambio.

El pasaje termina con la exhortación a los miembros de la comunidad cristiana para que hagan visible ante los ojos de los hombres el rostro del Padre celestial (vv. 36-38). En el Antiguo Testamento, Dios se presenta a sí mismo con las siguientes palabras: “El Señor es un Dios compasivo y clemente, rico en bondad y lealtad” (Éx 34,6).

El primer rasgo de la misericordia es que no debe identificarse con la compasión, la tolerancia, el perdón por las ofensas. Misericordioso significa, en lenguaje bíblico, “ser sensible al dolor, a las desgracias y a las necesidades de los pobres y desafortunados”. Dios no solo siente esta emoción, sino que interviene realizando acciones de Amor y Salvación.

Jesús invita a sus discípulos a cultivar sentimientos e imitar las acciones del Padre que está en el cielo. Con dos prohibiciones (no juzgar, no condenar) y dos advertencias positivas (perdonar, dar), también explica cómo imitar la conducta del Padre. Quien está en sintonía con los pensamientos, sentimientos y comportamientos de Dios no pronuncia las oraciones de condena contra el hermano. El Padre, que conoce los corazones, no lo hace ni lo hará ni siquiera al final de los tiempos. Quien tiene una mirada tan penetrante como la suya, quien ve a una persona como la ve el Padre del cielo, no condena a nadie. “¿Cómo podré dejarte? Me das un vuelco el corazón, se conmueven mis entrañas” (Os 11,8) y se compromete de todas las maneras para que vuelva a la Vida.

En consecuencia, podríamos resumir el mensaje del Evangelio diciendo que hay tres categorías de personas: en el peldaño más bajo, están los malvados (aquellos que, aunque reciben el bien, hacen el mal); más alto están los justos (aquellos que responden al bien con el bien y el mal con el mal) y, finalmente, hay quienes responden al mal con el bien. Solo ellos son hijos de Dios y reproducen en sí mismos el comportamiento del Padre.

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