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XIV Domingo Ordinario. Año C

Los envió de dos en dos
P. Enrique Sánchez, mccj

“En aquel tiempo, Jesús designó a otros setenta y dos discípulos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares a donde pensaba ir, y les dijo: “La cosecha es mucha y los trabajadores pocos. Rueguen, por tanto, al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos. Pónganse en camino; yo los envío como corderos en medio de lobos. No lleven ni dinero, ni morral, ni sandalias y no se detengan a saludar a nadie por el camino. Cuando entren en una casa digan: Que la paz reine en esta casa. Y si allí hay gente amante de de la paz, el deseo de paz de ustedes se cumplirá; si no, no se cumplirá. Quédense en esa casa. Coman y beban de lo que tengan, porque el trabajador tiene derecho a su salario. No anden de casa en casa. En cualquier ciudad donde entren y los reciban, comen lo que les den. Curen a los enfermos que haya y díganles: Ya se acerca a ustedes el Reino de Dios.

Pero si entran en una ciudad y nos reciben, salgan por las calles y digan: Hasta el polvo de esta ciudad que se nos ha pegado a los pies nos lo sacudimos, en señal de protesta contra ustedes. De todos modos, sepan que el Reino de Dios está cerca. Yo les digo que, en el día del juicio, Sodoma será tratada con menos rigor que esa ciudad.

Los setenta y dos discípulos regresaron llenos de alegría y le dijeron a Jesús: Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre.
Él les contestó: Vi a Satanás caer del cielo como el rayo. A ustedes les he dado poder para aplastar serpientes y escorpiones y para vencer toda la fuerza del enemigo, y nada les podrá hacer daño. Pero no se alegren de que los demonios se les someten. Alégrense más bien de que sus nombres están escritos en el cielo”.

(San Lucas 10, 1-12.17-20)

El evangelio de este domingo nos menciona el envío en misión de setenta y dos discípulos y señala, como detalle, que se trata de otro grupo, lo cual nos permite pensar que esta experiencia había sido algo, si no común, tal vez si frecuente en el ministerio de Jesús.

Nadie que se hubiese acercado y encontrado con Jesús podía quedar indiferente y aceptándolo en su vida necesariamente se convertía en mensajero de la Buena Nueva que había cambiado su vida.

El discípulo, en este sentido, no era un simple aprendiz de un oficio o el estudiante aplicado que aspiraba a ser como su maestro; los discípulos que Jesús pone ante nosotros en esta página del Evangelio eran personas muy concretas llamadas a transformar sus vidas teniendo como modelo al gran misionero que era Jesús.

El relato del Evangelio nos ayudará hoy en nuestra reflexión a entender que en este envío de los setenta y dos, Jesús está compartiendo con ellos su misión y que lo que les tocará anunciar será lo que han encontrado y en lo que se han transformado estando con él.

Los discípulos son enviados de dos en dos, lo cual nos recuerda algo que era importante en el ejercicio de la ley judía , que exigía que para que algo tuviera un carácter formal necesitaba ser sostenido por la presencia de, al menos, dos testigos. La misión que les confía Jesús a sus discípulos, teniendo en cuenta lo anterior, no se trataba de ir simplemente a anunciar o a predicar repitiendo las palabras que le habían escuchado al maestro.

No era cuestión de demostrar que habían aprendido la lección y que estaban en condiciones de instruir a los demás. En el caso de estos discípulos se trataba más bien de ir como testigos en medio de sus hermanos para compartir lo que habían vivido y lo que habían descubierto como buena noticia para sus vidas estando cerca de Jesús.

Esta página del Evangelio nos dice que son enviados a la mies que es abundante y en donde los trabajadores son pocos. Y agrega Jesús una recomendación. Pidan al dueño de la mies que envíe obreros para poder afrontar con realismo los retos de la misión que les fue confiada.

La invitación a pedir al dueño de la mies que envíe obreros tiene como finalidad ayudar a entender que la obra no es de ellos y que el éxito de la misión no depende de sus cualidades o de sus habilidades.
El dueño de la mies es también quien tiene establecido los tiempos y los modos como la misión se cumplirá y cuándo será plenamente manifestado el Reino de Dios entre nosotros.

A los discípulos les corresponde poner a disposición lo que son, su vidas y aquello que han ido atesorando en sus corazones acerca de Jesús estando con él. Lo importante de la misión será no todo lo que puedan realizar, sino lo que serán como testigos del que los envió con poder de someter hasta los demonios.

No se preocupen por lo que van a comer, pues quien trabaja por el Reino recibirá siempre lo necesario y más para ir adelante en la misión que se le ha confiado. Se trata de una misión fundamentada totalmente en la confianza en Dios. Y, como testimonio personal, puedo decir que el Señor paga con generosidad la confianza que ponemos en él cuando aceptamos consagrarnos completamente a su misión.

Es una misión que reconoce el poder que tiene Jesús para cambiar la vida de todas las personas que abren su corazón a su mensaje. Por eso es importante ir ligeros de equipaje y sin preocuparse por lo material y lo pasajero de la vida.

No hará falta cargarse de dinero, de recomendaciones, de títulos que acrediten; no hará falta llevar morral, ni sandalias que simbolizan un estatus especial. Dios provee siempre y recompensa a quien da con generosidad.

La misión exige sencillez y disponibilidad total para poder darse cuenta de que el protagonista es el Señor y que él actuará siempre a través de su Espíritu. La misión exigirá desprendimiento total de sı́ mismo. No habrá tiempo para detenerse, para quedarse en donde nos podemos sentir confortables. Hay una urgencia que se impone y pide ir cada vez más lejos, en donde la mies está más necesitada.

En el envío , Jesús no esconde que se trata de una misión que estará marcada por las cruces, la dificultades, las incomprensiones, las persecuciones. Irán entre lobos que atacan y tratan de destruir todo aquello que viene de Dios. Esas palabras de Jesús nos ayudan también hoy a nosotros a quienes nos toca vivir en una realidad en donde existe una persecución abierta y activa contra los cristianos en muchas partes del mundo. Pero existe algo que es todavía más grave y dañino para nosotros, existe una persecución que pasa a través de una indiferencia y una voluntad clara de sacar a Dios de nuestras vidas.

Hoy también existen lobos, que no atacan con sus garras destructoras, pero que hacen un gran daño difundiendo ideologías y estilos de vida que se oponen a todo lo que es de Dios. Son lobos que con su astucia trabajan en el espíritu humano proponiéndole una felicidad que no está en armonía con lo que el Señor nos enseña en su evangelio.

Pero no debemos caer en el desánimo, ni podemos dejar que nos gane el pesimismo o la desesperanza. El mandato que Jesús da a los setenta y dos es claro y tiene por objetivo principal hacer el bien. Ayudar a quien está en necesidad, aliviar a quien padece en su cuerpo y en su alma, brindar el coraje a quienes se sienten perdidos y agotados, cambiar la vida de quienes se han desorientado.

Enviándolos a hacer el bien, Jesús está ayudándoles a entender que el mal no tendrá jamás la última palabra. Y quien le apuesta al bien, a lo sano y a lo santo, puede estar seguro de que los frutos que cosechará serán aquello que hace bella la vida y que le da sentido a lo que vamos afrontando cada día, sabiendo que el Señor nunca nos abonará.

El gran mandato que recibieron aquellos setenta y dos discípulos fue convertirse en instrumentos de paz. Anunciar la paz era y sigue siendo la condición para crear una humanidad en donde se pueda crear las condiciones a la fraternidad. Esa fraternidad que nos permite reconocernos todos hijos de Dios, en donde estamos llamados a alejar de nuestro corazón la tentación de la división, de la exclusión y de la marginalización de los demás que es el detonante de nuestras guerras y de la violencia que nos lleva a vivir en el miedo y en la desconfianza hacia los demás.

Esto nos ayuda seguramente a entender por qué las primera palabras del Papa León XIV al inicio de su misión como Pastor de toda la Iglesia han sido una invitación a trabajar sin descanso para dar espacios a la paz en nuestro mundo. La paz será siempre lo que nos ayudará a entender que el Reino de Dios ha llegado ya.

Aquellos discípulos regresaron llenos de alegría porque habían constatado que las obras de Dios son fuente de felicidad y porque habían visto con sus propios ojos que el Maligno jamás podrá imponerse a quienes obran el bien. Ellos habían hecho grandes milagros y no se lo podían creer, pero Jesús les hace un anuncio todavía mayor: Sus nombres estarían escritos en el Cielo.

Vivir nuestra vocación misionera será siempre garantía de felicidad y podemos darnos cuenta, desde ahora, que esa experiencia nos abrirá los caminos del cielo, disfrutando desde ahora lo bello que Dios ha preparado para quienes, por la fe, le hemos entregado el corazón.

Pidamos para que el Señor nos conceda ir con alegría a la misión que nos corresponde ahı́ en donde nos llama a ser presencia y testimonio de su cercanıá y buena noticia para quienes se encuentran alejados de él.


Os envío como corderos en medio de lobos.”
Lucas 10,1–12.17–20

El Evangelio de hoy nos relata la experiencia misionera de los setenta y dos discípulos enviados por Jesús “de dos en dos, delante de él, a todos los pueblos y lugares a donde pensaba ir”. Después de haber enviado ya a los Doce (cf. Lc 9,1–6), ahora Jesús envía a otros setenta y dos. San Lucas es el único evangelista que narra este episodio. Detengámonos en cinco aspectos del relato.

1. No sólo los Doce, sino los setenta y dos

El Señor designó a otros setenta y dos.”
El número 72 tiene un valor simbólico: alude a la universalidad de la misión. Según la llamada “tabla de las naciones” (Génesis 10, en la versión griega de los LXX), había 72 pueblos en la tierra. Algunos manuscritos y la tradición judía mencionan el número 70. Los rabinos afirmaban que Israel era como un cordero rodeado por setenta lobos, y cada año, en el Templo, se sacrificaban setenta bueyes por su conversión.

Los Doce representan al nuevo Israel, las doce tribus; los Setenta (o setenta y dos) simbolizan la nueva humanidad. Además, 72 es múltiplo de 12: representa también la totalidad de los discípulos. La misión no es una tarea exclusiva de los apóstoles, sino de todo el Pueblo de Dios.

La Iglesia no deja de subrayar la urgencia del anuncio misionero. Pero, lamentablemente, muchas veces con escasos resultados. En una época de rápida y dramática descristianización de Occidente, parecemos preocupados solo por conservar a la única oveja que queda en el redil, dando por perdidas a las otras noventa y nueve.

2. Precursores

Los envió de dos en dos delante de él a todos los pueblos y lugares a donde pensaba ir.”
Jesús los envía de dos en dos: la misión es una tarea comunitaria. Pero, ¿por qué enviarlos delante de él? ¿No debería ser él quien los preceda? Sí, el Señor nos ha precedido, pero ahora, concluida su misión, comienza la nuestra: preparar su regreso.

Así como Juan el Bautista preparó su primera venida, nosotros hoy estamos llamados a preparar la segunda. No es casualidad que san Lucas utilice aquí el título “el Señor”, connotación pascual, y no simplemente “Jesús”.

“Su nombre será Juan”, dijo Zacarías. Hoy, simbólicamente, el Señor dice a cada uno de nosotros: “Tu nombre será Juan/Juana”. El nombre indica la misión. Esta misión se basa en dos tareas esenciales:
– Anunciar un mensaje breve y claro: “Está cerca de vosotros el Reino de Dios”;
– “Bautizar”, no con agua como Juan, sino sumergiendo a las personas en el amor de Dios, a través de relaciones fraternas y del cuidado de los más frágiles: “Sanad a los enfermos”.

Quizá hoy debamos invertir el orden: primero “bautizar” la realidad cotidiana –familia, trabajo, escuela, sociedad– con el amor de Dios; luego, a su debido tiempo, anunciar el Reino. Como sugiere san Pedro: “Estad siempre dispuestos a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pida” (1Pe 3,15).

3. Lobos y corderos

Mirad, os envío como corderos en medio de lobos.”
Las instrucciones de Jesús sobre la misión son desconcertantes. Comprendemos la invitación a la oración –alma de toda misión–, pero ¿por qué tanta insistencia en el despojo del misionero?

Las imágenes fuertes que usa Jesús muestran que la misión se realiza en la debilidad y la pobreza, siguiendo el ejemplo del Maestro que “se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo” (Flp 2,7). La misión exige renunciar a toda forma de poder humano, para que quede claro que es Dios quien actúa. Tal vez sea precisamente la tentación del poder la raíz de los escándalos y pecados más graves de la Iglesia.

Jesús nos envía pobres –ricos solo en confianza en Dios– como corderos entre lobos. Pero es fuerte la tentación de convertirnos nosotros mismos en lobos, usando las mismas armas del enemigo cuando se presenta la ocasión.

Las lecturas de hoy nos muestran el contexto, muchas veces dramático, de la misión. Isaías habla de duelo antes del consuelo; Pablo habla de la cruz y de las llagas del Señor; el Evangelio habla de lobos, serpientes, escorpiones, del poder del enemigo y del posible rechazo del mensaje y de los mensajeros.

Y sin embargo, Jesús no nos envía al matadero. Nos da su poder: “Os he dado poder para pisar serpientes y escorpiones, y sobre toda fuerza del enemigo: nada os podrá hacer daño.” Así, el apóstol anticipa los tiempos escatológicos en los que “el lobo habitará con el cordero” (Is 11,6).

4. La paz

En cualquier casa donde entréis, decid primero: ‘Paz a esta casa’.”
En el difícil contexto de la misión, Jesús nos invita a ofrecer paz. Es un tema central en todas las lecturas de este domingo.
Dios, por medio de Isaías, promete: “Yo haré correr hacia Jerusalén, como un río, la paz.” Por desgracia, hoy ese río parece seco. La paz es don y responsabilidad. Hoy más que nunca, necesitamos con urgencia “hijos de la paz”, como dice Jesús. Pero nosotros, sus discípulos, ¿lo somos realmente en nuestros sentimientos, palabras y acciones?

5. La alegría

Los setenta y dos volvieron llenos de alegría.”
La alegría es el otro gran tema que une las lecturas de hoy. Es fruto de la paz. La alegría cristiana no es la alegría efímera y engañosa del mundo, ni una ligereza superficial que ignora el dolor y la injusticia.

La alegría del cristiano a menudo convive con el sufrimiento y la persecución. Esa alegría de las bienaventuranzas es un don que, sin embargo, exige “el valor de la alegría” (Benedicto XVI). Se manifiesta en la paz profunda del corazón, como la calma del mar en lo profundo, incluso cuando en la superficie la tormenta ruge.

Esta es la “alegría plena” que Jesús nos dejó en herencia durante la cena de despedida. Una alegría asegurada: “Nadie os podrá quitar vuestra alegría” (Jn 16,22).

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


Condiciones para una misión sin fronteras
P. Romeo Ballan, MCCJ

Is 66,10-14; Sl 65; Gal 6,14-18; Lc 10,1-12.17-20

Reflexiones
Jesús está de camino: va decidido hacia Jerusalén (Evangelio del domingo pasado). Es un viaje misionero y comunitario, cargado de enseñanzas para los discípulos. Jesús había enviado a misión a los Doce (Lc 9,1-6). Al poco tiempo Lucas (Evangelio) narra la misión de los 72 discípulos: “Designó el Señor otros setenta y dos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir Él” (v. 1). Las ‘condiciones’ y las instrucciones para los dos grupos de misioneros – los 12 apóstoles y los 72 discípulos – son prácticamente las mismas. Sorprende, por tanto, esta cercanía y duplicidad que subrayan la urgencia y la vastedad de la misión.

¿Quiénes eran y a quiénes representan los 72? Este número tiene un significado simbólico, que nos lleva a la totalidad de la misión: 72 (o 70, según algunos códices) eran los pueblos de la tierra según la ‘tabla de las naciones’ (Gen 10,1-32); otros tantos eran los ancianos de Israel. Además, 72 es un número múltiplo de 12 e indica la totalidad del pueblo de Dios. La misión, por tanto, no es tarea solo de algunos (de los 12 apóstoles), sino también de los laicos. Estos números hablan de una misión extendida, en la que todos están involucrados: porque la misión es universal en su origen y destinatarios.

Las instrucciones son múltiples y significativas, según el estilo de misión que Jesús ha inaugurado. Son instrucciones que valen siempre, también para nosotros y para los evangelizadores futuros.

– “Los mandó” (v. 1): la iniciativa de la llamada y del envío es del Señor, el dueño de la mies; a los discípulos les corresponde la disponibilidad en la respuesta.

– “De dos en dos”: en pequeños grupos; hay que estar en comunión por lo menos con otra persona, para que el testimonio sea creíble. Así partieron Pedro y Juan (Hch 3-4; 8,14); Bernabé y Saulo, enviados por la comunidad de Antioquía (Hch 13,1-4). El anuncio del Evangelio no se deja a la iniciativa de una sola persona, porque es obra de una comunidad de creyentes. No importa si esta es pequeña, como en el caso de los padres de familia, primeros educadores de la fe de los hijos. El compromiso de anunciar el Evangelio junto con otros no es tan solo un problema de mayor eficacia, sino porque el hecho de hacerlo juntos expresa la comunión y es garantía de la presencia del Señor: “Donde dos o tres se reúnen… yo estoy en medio de ellos” (Mt 18,20). Juntos se cree y se da testimonio de la fe: tu fe ayuda mi fe, y viceversa.

Los mandó “por delante”: ellos son portadores del mensaje de otra persona; no son propietarios o protagonistas, son precursores de Alguien que es más importante, que vendrá después, para cuya venida ellos deben preparar mentes y corazones de los destinatarios, que se encuentran en todas partes.

– “La mies es abundante, pero son pocos los obreros”. (v. 2) ¡Hacen falta más obreros! Hoy la situación es la misma que ayer. Los desafíos de la misión varían según los tiempos y los lugares, pero son siempre exigentes. Y, por tanto, valen hoy las mismas soluciones que Jesús proponía entonces.

– “Rueguen, pues… vayan…” (v. 2-3): la solución que Jesús ofrece es doble: “Rogar e ir”. Rogar para vivir la misión en sintonía con el Dueño de la mies, ya que la misión es gracia que se ha de implorar para sí y para los otros. E ir, porque en cada vocación, común o especial, el Señor ama, llama y envía. “Rogar e ir”: dos momentos esenciales e irrenunciables de la misión. (*)

– El mensaje a llevar es doble: el don de la paz (Shalom) en el sentido bíblico más completo, para las personas y las familias (v. 5); y el mensaje que “está cerca de ustedes el reino de Dios (v. 9.11). El reino de Dios se construye y se mezcla en la historia; el Reino es, en primer lugar, una persona: Jesús, plenitud del reino. El que lo acoge encuentra la vida, el gozo, la misión: Lo anuncia a todos.

– El estilo de la misión de Jesús y de los discípulos es lo contrario al estilo de los poderosos de turno, de los agentes de comercio o de las multinacionales. La eficacia de la misión no depende del dinero o de la organización, no se basa sobre la voluntad de dominio y la codicia (cosas de lobos: v. 3), sino sobre una propuesta humilde, respetuosa, desarmada, no violenta, libre de seguridades humanas (alforja, sandalias, v. 4). La misión cuida de los más débiles (enfermos, v. 9), se ofrece con gratuidad, sin buscar compensaciones (v. 20) o adhesiones forzadas.

– El Evangelio de Jesús es un mensaje de vida auténtica, porque invita a poner la confianza solo en Dios, que es Padre y Madre (I lectura); y a fiarse de Cristo crucificado y resucitado (II lectura).

– Los obreros son pocos, pobres, débiles frente a un mundo inmenso; San Pablo halla fuerza solo en la cruz de Cristo (v. 14). Son signos y garantía de que el Reino pertenece a Dios, que la misión es suya.

Palabra del Papa

(*) “Jesús no es un misionero aislado, no quiere realizar solo su misión, sino que implica a sus discípulos. Además de los Doce apóstoles, llama a otros setenta y dos, y les manda a las aldeas, de dos en dos, a anunciar que el Reino de Dios está cerca… Forma inmediatamente una comunidad de discípulos, que es una comunidad misionera. Inmediatamente los entrena para la misión, para ir… La finalidad es anunciar el Reino de Dios, ¡y esto es urgente! También hoy es urgente… Hay que ir y anunciar… ¡Cuántos misioneros hacen esto! Siembran vida, salud, consuelo en las periferias del mundo. ¡Qué bello es esto!… Vivir para ir a hacer el bien… A vosotros, jóvenes, a vosotros muchachos y muchachas os pregunto: vosotros, ¿tenéis la valentía de escuchar la voz de Jesús? ¡Es hermoso ser misioneros!”
Papa Francisco
Angelus del domingo 7 de julio de 2013


Portadores del Evangelio
Lucas 10,1-12.17-20
José Antonio Pagola

«Poneos en camino»
Aunque lo olvidamos una y otra vez, la Iglesia está marcada por el envío de Jesús. Por eso es peligroso concebirla como una institución fundada para cuidar y desarrollar su propia religión. Responde mejor al deseo original de Jesús la imagen de un movimiento profético que camina por la historia según la lógica del envío: saliendo de sí misma, pensando en los demás, sirviendo al mundo la Buena Noticia de Dios. «La Iglesia no está ahí para ella misma, sino para la humanidad» (Benedicto XVI).
Por eso es hoy tan peligrosa la tentación de replegarnos sobre nuestros propios intereses, nuestro pasado, nuestras adquisiciones doctrinales, nuestras prácticas y costumbres. Más todavía, si lo hacemos endureciendo nuestra relación con el mundo. ¿Qué es una Iglesia rígida, anquilosada, encerrada en sí misma, sin profetas de Jesús ni portadores del Evangelio?
«Cuando entréis en un pueblo… curad a los enfermos y decid: está cerca de vosotros el reino de Dios»
Esta es la gran noticia: Dios está cerca de nosotros animándonos a hacer más humana la vida. Pero no basta afirmar una verdad para que sea atractiva y deseable. Es necesario revisar nuestra actuación: ¿qué es lo que puede llevar hoy a las personas hacia el Evangelio?, ¿cómo pueden captar a Dios como algo nuevo y bueno?
Seguramente, nos falta amor al mundo actual y no sabemos llegar al corazón del hombre y la mujer de hoy. No basta predicar sermones desde el altar. Hemos de aprender a escuchar más, acoger, curar la vida de los que sufren… solo así encontraremos palabras humildes y buenas que acerquen a ese Jesús cuya ternura insondable nos pone en contacto con Dios, el Padre Bueno de todos.

«Cuando entréis en una casa, decid primero: Paz a esta casa».
La Buena Noticia de Jesús se comunica con respeto total, desde una actitud amistosa y fraterna, contagiando paz. Es un error pretender imponerla desde la superioridad, la amenaza o el resentimiento. Es antievangélico tratar sin amor a las personas solo porque no aceptan nuestro mensaje. Pero ¿cómo lo aceptarán si no se sienten comprendidos por quienes nos presentamos en nombre de Jesús?
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¿Qué misión te quiere encomendar Jesús?
Un comentario a Lc 10, 1-12.17-20

Sabemos que Lucas, a diferencia de Marcos y Mateo, nos refiere dos discursos misioneros de Jesús: en uno habla a los Doce (que representan a Israel), mientras en el otro se dirige a los Setenta y dos, que representan a todas las naciones. El texto de hoy nos transmite este segundo discurso. Como es bastante largo, resulta imposible considerarlo todo en este breve comentario. Solamente quiero compartir con ustedes algunos breves “flashes” sacados de las primeras líneas:

  1. “Jesús designó”. Para los evangelistas está claro que no son los discípulos que eligen seguir a Jesús, sino que es éste quien les llama. Y ésta es una experiencia que hace cualquiera que se embarque en un camino de discipulado y de crecimiento espiritual. En un momento de nuestra vida, nos parece que somos nosotros los que decidimos optar por el Evangelio y por Jesús.  Pero esa visión no aguanta mucho, se cae ante nuestros primeros fallos. Pronto nos damos cuenta que realmente es el Señor quien nos eligió y nos puso en este camino, a veces a pesar de nosotros mismos. Por otra parte, es una experiencia que hacen los grandes artistas, que suelen decir algo así como “la inspiración me ha poseído”, o los enamorados que experimentan que la otra persona se les “impone”. También en la vida religiosa, llega un momento en que sabemos que la “gracia nos posee”, que el discipulado no es fruto de nuestros esfuerzos sino del amor gratuito de Dios.
  2. “Otros”. Así dice el texto. Los setenta y dos escogidos ahora no son los primeros. Seguramente Jesús había provocado un gran movimiento de amigos y discípulos, que no eran espectadores pasivos sino actores dinámicos en el proyecto de renovación que Jesús proponía a Israel y a toda la humanidad. Me parece muy importante que cada uno de nosotros contribuya a la misión con los propios dones y carismas, pero sin considerarnos “los únicos”, sin caer en los celos de lo que otros hagan. Los demás son también un don de Dios y normalmente tienen los carismas que a mí me faltan.
  3. Setenta y dos. Como sabemos, este número hace referencia a la totalidad de las naciones “paganas”. Desde el inicio la Iglesia de Jesús se siente enviada más allá de las fronteras de Israel. Después de la resurrección de Jesús, los apóstoles se extendieron por las pueblos vecinos y, con la ayuda providencial de Pablo, llegaron hasta Roma y a muchas partes del Imperio romano. Pienso que la Iglesia debe seguir este criterio en todas las épocas de la historia, superando constantemente los límites estrechos de la cultura ya adquirida, de los ritos establecidos, de las normas tradicionales… para abrirse a nuevas culturas y ámbitos religiosos. Las Iglesia necesita ritos, normas y cánones, pero no puede quedarse ligada a ellos como si fueran “ídolos”, porque la fe en Jesús la hace libre y capaz de superar sus propias tradiciones para abrirse a nuevos pueblos con los que crear nuevos ritos y nuevas normas.
  4. Discípulos. Esta es la base de la misión. Antes de ser misioneros, hay que ser discípulos, pertenecer al movimiento de Jesús. Seer discípulos es mucho más que aprender una doctrina, una moral o una metodología. Es pertenecer a una escuela de vida, es ser y vivir a la manera de Jesús. “No les llamaré siervos, sino amigos”, dice el Maestro. Hoy tenemos gran necesidad de recuperar esta conciencia de ser discípulos, porque nuestra vida cristiana se ha centrado en prácticas y tradiciones buenas, pero secundarias, se ha contaminado del mundo que nos rodea (burguesismo, secularismo,ect.), o ha caído en la mediocridad. Tenemos que recuperar la lectura creyente del Evangelio, tenemos que convertirnos al estilo de vida de Jesús (sincero, orante, libre, misericordioso). Tenemos que hacer de nuestras parroquias y comunidades lugares de discipulado.
  5. “Los envió de dos en dos”.  De nuevo hay que tenerlo claro: No soy yo que voy, es Jesús que me envía. Y me envía en compañía, para que la misión no se convierta en una ocasión de protagonismo mío, sino de servicio; para que, si me canso, encuentre apoyo en  otro hermano; para que los demás vean que lo que anunciamos (el amor de Dios) se hace realidad en nuestra comunidad misionera. La misión “de dos en dos” supera la experiencia personal, subjetiva, para hacer una propuesta social, compartida. La misión no es un asunto privado, no es una iluminación personal; es un asunto comunitario, público, algo que se puede y se debe compartir con otros.
  6. “A todos los pueblos y lugares”. Jesús no es un predicador que se queda en un lugar y espera que vengan a escucharlo. Jesús sale al encuentro de las gentes allí donde viven y manda a sus discípulos a todas partes. Pienso en cuanto tiene que cambiar nuestra labor pastoral y misionera. A veces parece que esperamos que la gente venga a nuestras iglesias, participe de nuestras iniciativas… mientras Jesús dice: salgan, no se queden en casa, vayan a todos los pueblos y ciudades.

La mies es mucha, hay trabajo para todos. Se necesitan voluntarios para ser enviados. ¿Cuál es tu parte en la misión de Jesús? ¿A dónde te quiere enviar Jesús en este momento de tu vida? Lee la Palabra, mira a tu alrededor, escucha al Espíritu que “sopla” de mil maneras, especialmente en tu interior,  y comprenderás qué parte de su misión te quiere encomendar Jesús.

P. Antonio Villarino, MCCJ

San Pedro y San Pablo, apóstoles

“En aquel tiempo, le preguntó Jesús a Simón Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más
que estos?”. Él le contestó: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”, Jesús le dijo: “Apacienta
mis corderos”.
Por segunda vez le preguntó: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”. Él le respondió: “Sí,
Señor; tú sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Pastorea mis ovejas”.
Por tercera vez le preguntó: “Simon, hijo de Juan, ¿me quieres?”. Pedro se entristeció de
que Jesús le hubiera preguntado por tercera vez si lo quería, y le contestó: “Señor, tú lo
sabes todo; tú bien sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Apacienta mis ovejas”.
Yo te aseguro: Cuando eras joven, tú mismo te ceñías la ropa e ibas a donde querías;
pero cuando seas viejo, extenderás los brazos y otro te ceñirá y te llevará a donde no
quieras”. Esto se lo dijo para indicarle con qué género de muerte habría de glorificar a
Dios. Después le dijo: “Sígueme”.
(Juan 21, 15-19)

San Pedro y San Pablo
P. Enrique Sánchez, mccj.

Pedro y Pablo representan las dos columnas sobre las cuales se cimentó la Iglesia.
Se trata de dos apóstoles muy distintos entre sí, pero con una misma vocación y un
llamado particular a convertirse en los apóstoles del anuncio del Evangelio.
Las historias de cada uno de estos apóstoles son aparentemente muy lejanas una de
otra, sin embargo, el camino que los llevó al encuentro con el Señor hizo que
vivieran experiencias muy parecidas que se caracterizan por una misma pasión y
entrega.

Pedro acompañó al Señor desde los primeros momentos de su misión y se convirtió
en el discípulo de todas sus confianzas. Vivió cada momento del ministerio de Jesús
y fue testigo ocular de todos los signos y milagros que el Señor realizó a lo largo de
los tres años que dedicó a anunciar la llegada del Reino de Dios.

Si el Evangelio recuerda a san Juan como el discípulo amado, Pedro fue, sin lugar a
dudas, quien más cerca estuvo del corazón de Jesús por la amistad y el cariño que
marcaron sus vidas.

Pedro con su carácter fogoso y entusiasta fue quien desde el primer encuentro con el
Señor no dudó en seguirlo y se quedó con él para siempre. No importaron sus
momentos de debilidad, las pequeñas traiciones, como cuando negó conocer a Jesús
a la hora en que lo habían atrapado para condenarlo.

Pedro vivió sus miedos y sus fragilidades en el seguimiento de Jesús, pero jamás lo
abandonó . Siempre se mantuvo como el discípulo que se dejaba moldear por la
paciencia y la ternura de Jesús, quien veía detrás de los arranques primarios de
Pedro al hombre de gran corazón.

Pedro fue el que quedó en la memoria de muchas generaciones como el discípulo
que se asustó y negó por tres veces al Señor, antes de que cantara el gallo, como
Jesús le había dicho para ayudarlo a entender que en nuestra experiencia de Dios, no
somos nosotros quienes tomamos la iniciativa. No somos nosotros quienes vamos a
Él, sino Él quien pacientemente viene a nuestro encuentro.

Ese mismo Pedro es el que nos presenta el evangelio de san Juan que hemos leído
hace unos instantes. El Pedro que ante la pregunta de Jesús, ¿me amas?, responde en
un primer momento confiando en sus capacidades y en sus fuerzas, en sus certezas
y en seguridades muy humanas.

Pero será igualmente el Pedro humilde que se rinde ante la bondad del Señor y
termina reconociendo que su fe es frágil, pero su amor es grande. Señor, tú lo sabes
todo, tú sabes que te amo.

Y, así, Pedro ha quedado también en nuestros recuerdos como el apóstol que se
convirtió en escuela y en modelo para todos aquellos que se encuentran con Jesús y
sueñan en convertirse en discípulos suyos.

Pedro es quien nos enseña que para seguir a Jesús se necesita entusiasmo, valentía,
osadía, humildad; pero, por encima de todo, se requiere tener el corazón lleno de
amor por el Señor para hacer que se convierta en el todo de nuestras vidas.

La historia de Pablo es toda otra historia. Se nos presenta con imágenes muy
diferentes y en contraste con la experiencia de todos los otros discípulos. Apóstol,
también él y orgulloso de haber sido llamado por el Señor.

Aunque él mismo reconoce no haber hecho parte del grupo de los doce, reclama su
ser apóstol como una gracia que le fue dada por el Señor, cuando, tumbándolo del
caballo, lo llamó para que se dedicara a llevar el Evangelio a todos aquellos
hermanos que se encontraban fuera del pueblo judío.

Judío de profundas convicciones y de una sólida formación religiosa, Pablo apareció
en la escena del cristianismo como un terrible perseguidor de las primeras
comunidades cristianas, hasta que el Señor se le apareció en el camino de Damasco y
le confió la misión de ir por todo el mundo conocido de su tiempo a llevar la buena
noticia del Evangelio.

Conocido como el apóstol de los gentiles, Pablo fue el iniciador o fundador de
muchas comunidades cristianas, acompañado de todo un grupo de discípulos que,
como él, se habían encontrado con el Señor en sus vidas y se consagraron al anuncio
del Evangelio.

La experiencia que Pablo nos comparte habla de alguien que se encontró con el
Señor y se dejó transformar completamente por él. Su sueño y su lucha fue la de
llegar un día a vivir de tal manera que ya no fuera él quien viviera, sino Cristo quien
viviera en él.

Pablo nos enseña lo que significa haber entendido el don de Dios en la persona de
Jesús y la necesaria transformación que se debe dar cuando nos encontramos con él.
Se trata, como dice Pablo, de llegar a penetrarnos tan profundamente de la vida de
Cristo que nuestra propia vida emane el perfume de Cristo en lo que somos y en lo
que hacemos.

El ideal de Pablo será llegar al final de su vida siendo todo de Cristo y todo para él.
La vida será auténtica sólo cuando se viva en el Señor y la muerte, una ganancia
porque permitirá encontrarse por siempre con él.

Pablo fue un gran misionero que vivió la pasión de Cristo en una vida entregada
totalmente a la evangelización. En su caminar conoció todo tipo de sufrimientos,
persecuciones, maltratos, castigos, naufragios. Todo por ganar a Cristo a los
destinatarios de su misión.

Su ejemplo de vida y la radicalidad de su entrega son para nosotros un desafío que
nos debería de cuestionar en la manera en que vivimos nuestro seguimiento del
Señor y nuestro compromiso con el anuncio del Evangelio.

Pablo es quien nos recuerda con su testimonio cristiano que no existe nadie que
pueda ser excluido del Reino de Dios y que todos los hombres y mujeres de este
mundo está n llamados a encontrarse con el Señor, porque Cristo ha dado su vida por
todos y no por unos cuantos privilegiados.

Finalmente, Pablo nos enseña que la vida cristiana es plena sólo cuando se asume
con responsabilidad la tarea de evangelizar. En una de sus palabras decía con mucha
sencillez, pero al mismo tiempo con gran exigencia: “Ay de mí si no anuncio el
evangelio”.

Pedro y Pablo, como apóstoles de la Iglesia, los reconocemos hoy como pilares
fundamentales que nos recuerdan que la Iglesia se construye a partir de una
relación profunda con el Señor.

Una Iglesia que nace de una amistad entrañable con Jesús en la cual somos ayudados
a crecer cada día como personas muy humanas, pero al mismo tiempo con un
espíritu profundo que nos lleva a reconocer a Cristo como el Redentor que nos salva
y nos ama.

Y, al mismo tiempo, se nos recuerda que somos una Iglesia que, nacida de los
apóstoles, está llamada a ir por todo el mundo a llevar la Buena Nueva del Evangelio.
Aún aquí, en lo inmediato de nuestras vidas, el ejemplo de Pedro y Pablo nos
iluminan para que entendamos que no podemos quedarnos indiferentes y con los
brazos cruzados en un mundo que necesita de Dios.

No podemos quedarnos con el Señor que hemos encontrado en nuestras vidas,
cuando a nuestro alrededor vemos la urgencia de la presencia de Dios en tantas
situaciones de dolor y de sufrimiento, de frialdad y de falta del amor.

Qué san Pedro y san Pablo intercedan por nosotros para que seamos, también hoy,
los pilares, o los apóstoles de una Iglesia y de una humanidad en donde estén
presentes los valores que nos permiten reconocernos hermanos.


A la estela de Pedro y Pablo
P. Manuel João Pereira Correia, mccj

Año C – Solemnidad de los Santos Pedro y Pablo, Apóstoles
Mateo 16,13-19: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo”

Este año, la solemnidad de los Santos Pedro y Pablo, celebrada el 29 de junio, cae en domingo. Es una ocasión para hablar de estos dos grandes apóstoles, alabar al Señor por estas columnas de la Iglesia, pero sobre todo reflexionar sobre el testimonio que nos han dejado.

¡Pedro y Pablo: tan distintos, y sin embargo tan cercanos!

Simón, hijo de Juan, apodado Pedro (Kefás, “piedra”) por Jesús, era un pescador de Cafarnaúm, en la periférica Galilea: un hombre sencillo y rudo, terco y obstinado, entusiasta e impulsivo, generoso pero inconstante, hasta llegar a la cobardía de negar al Maestro. Elegido por Jesús como “cabeza” de la Iglesia (véase el Evangelio: Mt 16,13-19), Pedro se dedicará especialmente a los cristianos de origen judío.

Saulo de Tarso, conocido como Pablo (Paulus, en latín), ciudadano romano, fariseo, hijo de fariseos y fabricante de tiendas por oficio, era, en cambio, un intelectual refinado. Se formó en Jerusalén en la escuela del célebre rabino Gamaliel, y llegó a ser un fanático defensor de la Ley y un perseguidor fervoroso de los cristianos. Hacia el año 36, en el camino de Damasco, Jesús se le aparece: así ocurre la conversión más extraordinaria de la historia de la Iglesia.
Pablo se convierte en el “decimotercer apóstol”, heraldo del Evangelio entre los paganos, griegos y romanos, y el más grande misionero de todos los tiempos. Durante unos treinta años recorrió más de 20.000 km por tierra y mar, movido por su pasión por Cristo. Vacío del “vinagre” del fanatismo, su corazón se llenó de la “miel” del amor de Cristo, convirtiéndose en “instrumento elegido” del Señor (Hch 9,15).

La solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo une en una sola celebración a dos figuras muy distintas, que en vida se encontraron pocas veces, pero que también se enfrentaron por diferencias de opinión. Así nos enseña la Iglesia que la unidad no es uniformidad, sino sinfonía. La vida cristiana es plural y se alimenta de la diversidad.
Una tradición antigua sostiene que ambos fueron martirizados en Roma —Pedro crucificado, Pablo decapitado— el mismo día, durante la persecución de Nerón, entre los años 64 y 67 d.C. El martirio, supremo testimonio de fe y amor a Cristo, los unió.

La sombra misteriosa de Pedro

Cuando pienso en Pedro, me viene a la mente lo que cuentan los Hechos de los Apóstoles sobre su… ¡sombra! Los habitantes de Jerusalén sacaban a los enfermos a las calles, en camillas y lechos, para que, al pasar Pedro, al menos su sombra los cubriera (Hch 5,15).

¿Qué hay más discreto, impalpable y silencioso que una sombra? Y sin embargo, la de Pedro estaba viva y era eficaz. Una sombra misteriosa que dejaba tras de sí luz y vida. Recuerda a Jesús, que “pasó haciendo el bien y sanando a todos” (Hch 10,38). ¡Era sin duda la sombra de Jesús! No hay sombra sin luz: el sol de Cristo iluminaba a Pedro, envolvía su persona, guiaba cada uno de sus pasos. ¡Era Jesús quien se escondía en la sombra de su amigo predilecto!

¿Y nuestra sombra?

Al igual que Pedro, también nosotros estamos llamados a ser sombra de Jesús. Una sombra benéfica que ofrezca alivio y protección, “como la sombra de una gran roca en tierra árida” (Is 32,2).
Mucha gente vive bajo el sol abrasador del hambre, de la injusticia, de la angustia y de la soledad. No serán los grandes discursos ni los gestos espectaculares los que aporten consuelo, sino la sombra silenciosa y amiga de quien se pone al lado.

Vale la pena preguntarse: ¿cómo es nuestra sombra? ¿Qué dejamos tras de nosotros? De vez en cuando conviene echar una mirada furtiva para verla en acción. ¿Está sembrando el bien? ¿O destruye, en la sombra, lo que intentamos construir a la luz? ¿Es luminosa, como proyección del Cristo resucitado? ¿O está oscurecida por el egoísmo, la codicia, la sed de poder o la esclavitud del placer?

Mira la estela que traza tu sombra, y sabrás si el sol de Cristo ilumina de verdad tu vida, o si tu corazón se ha convertido en un agujero negro que devora todo rayo de luz.

¡Una sola persona puede hacer la diferencia!

Difícilmente alguien podrá igualar a Pablo en su pasión por Cristo. Él es, como dijo Benedicto XVI, “el primero después del Único”. Su figura y la Palabra inspirada de sus Cartas siguen siendo un faro para la Iglesia.
Es sorprendente constatar cómo una sola persona, por su fe, su pensamiento o su personalidad, puede cambiar el rumbo de la historia —para bien o para mal. Ejemplos, incluso recientes, no faltan.
En la historia de la salvación, cuando Dios quiere comenzar algo nuevo, elige a una persona, una “levadura” mediante la cual hacer crecer su gracia en la multitud. Es impresionante pensar que el “sí” de muchos pasa, misteriosamente, por el “sí” de uno solo.

Dios en busca de una persona: ¡yo!

Un solo individuo puede marcar la diferencia. Por eso Dios trata de tocar el corazón de alguien para salvar a todo su entorno. Pero a veces no lo encuentra: “Busqué entre ellos alguien que levantara un muro y se pusiera en la brecha frente a mí, en favor de la tierra, y no lo hallé” (Ez 22,30).

Hoy Dios se dirige a cada uno de nosotros, proponiéndonos una fecundidad de vida incalculable. Todo cristiano, sea cual sea su vocación, llega en algún momento a tener que tomar una decisión fundamental:
– Abrazar un estilo de vida cristiano auténtico, siguiendo las huellas de Pedro y Pablo, dejándose elevar por el Espíritu, inspirado por una doble pasión: por Cristo y por la humanidad;
– O bien elegir una vida mediocre, de bajo perfil, limitándose a navegar a vista y a recoger pequeñas satisfacciones cotidianas, volviéndose, con el tiempo, “insignificante”.

¡La apuesta es grande! Del modo en que respondamos puede depender el destino de muchas personas. ¿Encontrará Jesús en nosotros el valor y la generosidad para aceptar el desafío?

comboni2000.org


“Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”
Fr. César Valero Bajo O.P.
Convento del Rosario (Madrid)

Hemos escuchado en el evangelio de San Mateo­­. Descubrimos en Pedro y Pablo la misma y rotunda confesión de fe en el Señor Jesucristo. Sus vidas demuestran lo determinante y absoluto que el Señor fue para ellos. Vivieron por Él y para Él. Sin temor, sin nada ni nadie que pudiera arrebatarles esta plenitud existencial de Cristo Jesús en ellos. Ambos sabían bien de quién se habían fiado.

En verdad nuestra fe es confianza en el inabarcable Misterio de Dios. Ellos se fiaron de su Maestro. Pedro desde el privilegio de compartir vida e historia con Él. Pablo desde la experiencia impactante y radical de quien se le impuso en lo más íntimo de su ser como Señor, Vida y Salvación.

Esta confianza sin fisuras interroga, y reclama respuesta, sobre cómo es en cada uno de nosotros la confianza en el Señor, particularmente cuando la vida nos presenta su rostro más áspero y amargo.

“El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su Reino del cielo”

Le expresa San Pablo a Timoteo en su segunda carta. Qué hermosa e inquebrantable confianza la de Pablo. Fue tan misteriosamente intenso su encuentro con el Señor Resucitado, que todo su ser quedó concentrado en Él. No temió peligro alguno, ni ultrajes, ni inconvenientes por su causa. Su ímpetu evangelizador sigue despertando el asombro en cualquiera que se acerque a su biografía; al contenido de sus cartas; a la confesión de sus sentimientos más profundos, que le hicieron exclamar: “Para mi la vida es Cristo. Y una ganancia el morir. Y todo lo estimo material de desecho con tal de tener a Cristo”.

¿Es así de plena la presencia del Señor en nosotros, capacitándonos para relativizar cualquier otra realidad por atractiva que nos pueda resultar? ¿Es el don de su salvación el que ilumina la realidad de nuestro ser, de nuestro vivir y de nuestro obrar; también de nuestro morir y regreso al Amor que nos originó?

“Mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él”

Nos relata la primera lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles. Me ha parecido tan hermoso este apunte, que no puedo por menos de ofrecérselo para su consideración. Hace apenas unas semanas hemos estado tan pendientes de la despedida del Papa Francisco y de la elección del nuevo Pontífice, el Papa León XIV. El interés mostrado por los diversos medios de comunicación ha contribuido, no poco, a esta expectación a escala mundial. Hoy, que hemos vuelto a la normalidad en la vida de la Iglesia, este interés de los primeros cristianos por la situación de Pedro ha de mantenernos también a nosotros atentos en la comunión y en la intercesión por su actual sucesor al frente del Pueblo de Dios.

Quisiéramos vibrar siempre en oración por las necesidades y proyectos del sucesor de Pedro, para que sea siempre fiel a su servicio de guiar a la Iglesia por la Verdad y la Unidad, realidades tan queridas por el Señor Jesucristo.

Cabría preguntarnos si es así nuestro interés y súplicas por el sucesor de Pedro al frente de la Iglesia, como el que mostraron nuestros hermanos en la fe en el inicio del caminar de la comunidad creyente cristiana por la historia en un contexto de incomprensión y hostilidad que, de alguna manera, siguen también presentes en no pocos lugares en el momento presente.

El servicio de Pedro de fidelidad al Señor y de comunión con Él y entre cuantos creemos en su Nombre, y el ímpetu evangelizador de Pablo, infatigable hasta desgastarse por Cristo, sean para nosotros, y para nuestros días, dos grandes acicates en nuestro compromiso cristiano.

Que inspirados por Pedro y Pablo, roca y fuego de Cristo, nos conceda el Señor mantener de forma plena nuestra confianza en Él, y buscar caminos y actuaciones para darle a conocer en el mundo de hoy.

dominicos.org

Cuerpo y Sangre de Cristo

  • Génesis 14,18-20
  • Salmo 109
  • 1Corintios 11,23-26
  • Lucas 9,11-17

“En aquel tiempo, Jesús habló del Reino de Dios a la multitud y curó a los enfermos. Cuando caía la tarde, los doce apóstoles se acercaron a decirle: “Despide a la gente para que vayan a los pueblos y caseríos a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en un lugar solitario”. Él les contestó: “Denles ustedes de comer”. Pero ellos le replicaron: “No tenemos más que cinco panes y dos pescados; a no ser que vayamos nosotros mismos a comprar víveres para toda esta gente”. Eran como cinco mil varones. Entonces Jesús dijo a sus discípulos: “Hagan que se sienten en grupos como de cincuenta”. Así lo hicieron, y todos se sentaron. Después Jesús tomó en sus manos los cinco panes y los dos pescados, y levantando su mirada al cielo, pronunció sobre ellos una oración de acción de gracias, los partió y los fue dando a los discípulos, para que ellos los distribuyeran entre la gente. Comieron todos y se saciaron, y de lo que sobró se llenaron doce canastos.” (Lucas 9, 11b-17)

Corpus Christi
P. Enrique Sánchez, mccj

Las lecturas de este domingo nos invitan a centrar nuestra atención en el don de la Eucaristía, en la cual tenemos la dicha de recibir al Señor y reconocerlo presente en el pan y en el vino que se convierten en su cuerpo y en su sangre.

El pan y el vino desde el antiguo testamento son considerados una bendición y algo que nos recuerda que para vivir necesitamos nutrirnos. Pero, al mismo tiempo se nos ayuda a entender que para vivir no es suficiente llenar el vientre; también es necesario descubrir que lo que realmente nos brinda la vida es lo que recibimos de la mano de Dios, como don y bendición suya. Melquisedec, el sacerdote que va al encuentro de Abrán, ofrece pan y vino como sı́mbolos de la vida que pasa a través de él y une a esos dones la bendición de Dios quien es el poseedor de la vida.

En la segunda lectura San Pablo en su primera carta a los Corintios nos deja el testimonio más antiguo de lo que fue la institución de la Eucaristía, recordando el día en que Jesús, antes de iniciar el camino de su pasión, había reunido a los apóstoles en el cenáculo para entregarles el pan y el vino que se convertirían, a partir de aquel día, en su cuerpo y en su sangre.

Y así ha sido, cada vez que nos reunimos como comunidad para celebrar el memorial de la muerte y del la resurrección del Señor un pequeño trozo de pan y un poco de vino se convierten para nosotros en su cuerpo y en su sangre. En ese pan y en ese vino reconocemos la presencia actual del Señor que sigue estando entre nosotros y que nos recuerda que sólo en él tendremos vida.

Cristo sabia bien que sus discípulos necesitarían ser sostenidos y mantenidos en su fe y esa necesidad sólo podía ser garantizada por su presencia en medio de ellos. La promesa del Señor fue siempre que él estaría con ellos hasta el final del mundo. Pero Jesús sabia también que necesitarían nutrir y sostener la pequeña experiencia de fe que iba naciendo en sus corazones y para eso, al parecer, las palabras no eran suficientes. Para hacerles entender sus promesas Jesús sabia que no eran suficientes las promesas, hacia falta también algo que pudieran ver y tocar.

El pan y el vino fueron esos signos que no era necesario explicar para que todas las personas pudiesen comprender. Así como el pan y el vino satisfacen la necesidades más fundaméntales de sus vidas, ası́ será mi cuerpo y mi sangre para que sientan en ustedes la presencia de la vida de Dios que los hará vivir verdaderamente.

La celebración de la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo es la fiesta de la Eucaristía, de la acción de gracias por ese sacramento que nos permite tener siempre al Señor con nosotros y que nos ayuda a entrar en una manera nueva de concebir nuestra existencia. En la Eucaristı́a Cristo se ofrece, se entrega, se dona él mismo.

Ya no ofrece victimas y sacrificios, como hacían los sacerdotes de su tiempo; es él mismo quien se presenta a su Padre como la victima que se entrega para que aquellos que le fueron dados, a los que el Padre lo envió, pudieran tener vida. Entregando su cuerpo y su sangre sobre el altar del sacrificio, Jesús nos enseña que lo importante está en el don, en la entrega. Ahí nos enseña que la verdadera vida se alcanza cuando, como él, seremos capaces de entregarnos a los demás como dones, como bendiciones para los hermanos que Dios va poniendo en nuestro camino.

Esto que nos puede parecer un poquito difícil de entender se hace muy claro cuando escuchamos el evangelio de este domingo que nos cuenta la multiplicación de los panes y de los peces con los que Jesús dio de comer a una multitud.

Con ese milagro Jesús ayuda a sus discípulos a cambiar de mentalidad y a abrirse a la novedad de Dios que nos sorprende a diario con tantas bendiciones. Ante el mandato de Jesús de dar de comer a la multitud, ellos pretendían resolver una necesidad con sus criterios calculadores; pero Jesús invitándoles a dar ellos mismos de comer hace que entiendan que con la bendición de Dios ellos pueden ser el don de vida para los demás. La novedad está en que no se trata de dar algo que puede satisfacer temporalmente una necesidad, sino de darse ellos mismos como depositarios de una vida que es bendición de Dios.

Esto nos ayuda también a nosotros a entender que participando nosotros en la Eucaristía vivimos ese mismo misterio. Muchas veces vamos con la idea de recibir algo de Dios que nos dé respuestas a nuestras necesidades de vida, de paz, de reconciliación, de seguridad y cuántas más. En realidad lo que recibimos es el don de Dios que nos transforma en bendición para los demás porque celebrando la Eucaristía es el cuerpo y la sangre del Señor que hace de nosotros personas nuevas que se convierten en don para los demás.

En las palabras de Jesús a sus discípulos diciéndoles : “denles ustedes de comer,” el Señor nos recuerda el compromiso que asumimos cuando nos nutrimos de su cuerpo y de su sangre. Porque no es posible que celebremos la Eucaristía e ignoremos la realidad de tantos hermanos que sufren a nuestro alrededor. No podemos recibir el cuerpo y la sangre del Señor y pasar indiferentes ante el dolor del cuerpo de Cristo que padece en tantos hermanos que viven en el margen de nuestra sociedad.

No podemos beber la sangre del Señor cuando vemos que esa misma sangre está siendo derramada en tantas victimas inocentes que son sacrificadas por la violencia y lo absurdo de tantas guerras o la intolerancia de quienes tienen el poder en sus manos.

Con la multiplicación de los panes en el Evangelio Jesús nos invita a entrar en su lógica que mueve a la comunión, a crear solidaridad que se traduzca en fraternidad. Nos invita a romper con un modo de pensar en donde cada uno tiene que aprender a arreglárselas para su propio bien y sus propios intereses.

Celebrando la Eucaristía nos hacemos conscientes de que todos estamos llamados a ser una solo cuerpo, en el cuerpo de Cristo, y que ese cuerpo que se parte para ser compartido, nos obliga a vivir entregándonos a los demás para poder ser uno en Cristo.

Participar a la fracción del cuerpo y de la sangre del Señor, y este fue su último mandamiento, seguramente nos llena de alegría, pero al mismo tiempo se convierte en compromiso que nos lleva a vivir pendientes de las necesidades de los demás.

De esta manera la Eucaristía no será una simple devoción con la que cumplimos semanalmente, sino una experiencia de vida que nos permitirá sentir en nosotros el cuerpo y la sangre del Señor como la bendición más grande que nos permite avanzar en nuestra experiencia de fe y en la alegría de poder ser presencia de Dios en la vida de los demás.

Qué la comunión al cuerpo y a la sangre de Cristo nos guarden para la vida eterna.


Eucaristía, escuela de bendición y de compartir
Papa Francisco

La Palabra de Dios nos ayuda hoy a redescubrir dos verbos sencillos, dos verbos esenciales para la vida de cada día: decir dar.

Decir. En la primera lectura, Melquisedec dice: «Bendito sea Abrán por el Dios altísimo […]; bendito sea el Dios altísimo» (Gn 14,19-20). El decir de Melquisedec es bendecir. Él bendice a Abraham, en quien todas las familias de la tierra serán bendecidas (cf. Gn 12,3; Ga 3,8). Todo comienza desde la bendición: las palabras de bien engendran una historia de bien. Lo mismo sucede en el Evangelio: antes de multiplicar los panes, Jesús los bendice: «tomando él los cinco panes y los dos peces y alzando la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los iba dando a los discípulos» (Lc 9,16). La bendición hace que cinco panes sean alimento para una multitud: hace brotar una cascada de bien.

¿Por qué bendecir hace bien? Porque es la transformación de la palabra en don. Cuando se bendice, no se hace algo para sí mismo, sino para los demás. Bendecir no es decir palabras bonitas, no es usar palabras de circunstancia: no; es decir bien, decir con amor. Así lo hizo Melquisedec, diciendo espontáneamente bien de Abraham, sin que él hubiera dicho ni hecho nada por él. Esto es lo que hizo Jesús, mostrando el significado de la bendición con la distribución gratuita de los panes. Cuántas veces también nosotros hemos sido bendecidos, en la iglesia o en nuestras casas, cuántas veces hemos escuchado palabras que nos han hecho bien, o una señal de la cruz en la frente… Nos hemos convertido en bendecidos el día del Bautismo, y al final de cada misa somos bendecidos. La Eucaristía es una escuela de bendición. Dios dice bien de nosotros, sus hijos amados, y así nos anima a seguir adelante. Y nosotros bendecimos a Dios en nuestras asambleas (cf. Sal 68,27), recuperando el sabor de la alabanza, que libera y sana el corazón. Vamos a Misa con la certeza de ser bendecidos por el Señor, y salimos para bendecir nosotros a su vez, para ser canales de bien en el mundo.

También para nosotros: es importante que los pastores nos acordemos de bendecir al pueblo de Dios. Queridos sacerdotes, no tengáis miedo de bendecir, bendecir al pueblo de Dios. Queridos sacerdotes: Id adelante con la bendición: el Señor desea decir bien de su pueblo, está feliz de que sintamos su afecto por nosotros. Y solo en cuanto bendecidos podremos bendecir a los demás con la misma unción de amor. Es triste ver con qué facilidad hoy se hace lo contrario: se maldice, se desprecia, se insulta. Presos de un excesivo arrebato, no se consigue aguantar y se descarga la ira con cualquiera y por cualquier cosa. A menudo, por desgracia, el que grita más y con más fuerza, el que está más enfadado, parece que tiene razón y recibe la aprobación de los demás. Nosotros, que comemos el Pan que contiene en sí todo deleite, no nos dejemos contagiar por la arrogancia, no dejemos que la amargura nos llene. El pueblo de Dios ama la alabanza, no vive de quejas; está hecho para las bendiciones, no para las lamentaciones. Ante la Eucaristía, ante Jesús convertido en Pan, ante este Pan humilde que contiene todo el bien de la Iglesia, aprendamos a bendecir lo que tenemos, a alabar a Dios, a bendecir y no a maldecir nuestro pasado, a regalar palabras buenas a los demás.

El segundo verbo es dar. El “decir” va seguido del “dar”, como Abraham que, bendecido por Melquisedec, «le dio el diezmo de todo» (Gn 14,20). Como Jesús que, después de recitar la bendición, dio el pan para ser distribuido, revelando así el significado más hermoso: el pan no es solo un producto de consumo, sino también un modo de compartir. En efecto, sorprende que en la narración de la multiplicación de los panes nunca se habla de multiplicar. Por el contrario, los verbos utilizados son “partir, dar, distribuir” (cf. Lc 9,16). En resumen, no se destaca la multiplicación, sino el compartir. Es importante: Jesús no hace magia, no transforma los cinco panes en cinco mil y luego dice: “Ahora, distribuidlos”. No. Jesús reza, bendice esos cinco panes y comienza a partirlos, confiando en el Padre. Y esos cinco panes no se acaban. Esto no es magia, es confianza en Dios y en su providencia.

En el mundo siempre se busca aumentar las ganancias, incrementar la facturación… Sí, pero, ¿cuál es el propósito? ¿Es dar o tener? ¿Compartir o acumular? La “economía” del Evangelio multiplica compartiendo, nutre distribuyendo, no satisface la voracidad de unos pocos, sino que da vida al mundo (cf. Jn 6,33). El verbo de Jesús no es tener, sino dar.

La petición que él hace a los discípulos es perentoria: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9,13). Tratemos de imaginar el razonamiento que habrán hecho los discípulos: “¿No tenemos pan para nosotros y debemos pensar en los demás? ¿Por qué deberíamos darles nosotros de comer, si a lo que han venido es a escuchar a nuestro Maestro? Si no han traído comida, que vuelvan a casa, es su problema, o que nos den dinero y lo compraremos”. No son razonamientos equivocados, pero no son los de Jesús, que no escucha otras razones: Dadles vosotros de comer. Lo que tenemos da fruto si lo damos —esto es lo que Jesús quiere decirnos—; y no importa si es poco o mucho. El Señor hace cosas grandes con nuestra pequeñez, como hizo con los cinco panes. No realiza milagros con acciones espectaculares, no tiene la varita mágica, sino que actúa con gestos humildes. La omnipotencia de Dios es humilde, hecha sólo de amor. Y el amor hace obras grandes con lo pequeño. La Eucaristía nos los enseña: allí está Dios encerrado en un pedacito de pan. Sencillo y esencial, Pan partido y compartido, la Eucaristía que recibimos nos transmite la mentalidad de Dios. Y nos lleva a entregarnos a los demás. Es antídoto contra el “lo siento, pero no me concierne”, contra el “no tengo tiempo, no puedo, no es asunto mío”; contra el mirar desde la otra orilla.

En nuestra ciudad, hambrienta de amor y atención, que sufre la degradación y el  abandono, frente a tantas personas ancianas y solas, familias en dificultad, jóvenes que luchan con dificultad para ganarse el pan y alimentar sus sueños, el Señor te dice: “Tú mismo, dales de comer”. Y tú puedes responder: “Tengo poco, no soy capaz para estas cosas”. No es verdad, lo poco que tienes es mucho a los ojos de Jesús si no lo guardas para ti mismo, si lo arriesgas. También tú, arriesga. Y no estás solo: tienes la Eucaristía, el Pan del camino, el Pan de Jesús. También esta tarde nos nutriremos de su Cuerpo entregado. Si lo recibimos con el corazón, este Pan desatará en nosotros la fuerza del amor: nos sentiremos bendecidos y amados, y querremos bendecir y amar, comenzando desde aquí, desde nuestra ciudad, desde las calles que recorreremos esta tarde. El Señor viene a nuestras calles para decir-bien, decir bien de nosotros y para darnos ánimo, darnos ánimo a nosotros. También nos pide que seamos don y bendición.

Domingo, 23 de junio de 2019


HACER MEMORIA DE JESÚS
José A. Pagola

Comieron todos.

Al narrar la última Cena de Jesús con sus discípulos, las primeras generaciones cristianas recordaban el deseo expresado de manera solemne por su Maestro: «Haced esto en memoria mía». Así lo recogen el evangelista Lucas y Pablo, el evangelizador de los gentiles.

Desde su origen, la Cena del Señor ha sido celebrada por los cristianos para hacer memoria de Jesús, actualizar su presencia viva en medio de nosotros y alimentar nuestra fe en él, en su mensaje y en su vida entregada por nosotros hasta la muerte. Recordemos cuatro momentos significativos en la estructura actual de la misa. Los hemos de vivir desde dentro y en comunidad.

La escucha del Evangelio.

Hacemos memoria de Jesús cuando escuchamos en los evangelios el relato de su vida y su mensaje. Los evangelios han sido escritos, precisamente, para guardar el recuerdo de Jesús alimentando así la fe y el seguimiento de sus discípulos.

Del relato evangélico no aprendemos doctrina sino, sobre todo, la manera de ser y de actuar de Jesús, que ha de inspirar y modelar nuestra vida. Por eso, lo hemos de escuchar en actitud de discípulos que quieren aprender a pensar, sentir, amar y vivir como él.

La memoria de la Cena.

Hacemos memoria de la acción salvadora de Jesús escuchando con fe sus palabras: «Esto es mi cuerpo. Vedme en estos trozos de pan entregándome por vosotros hasta la muerte… Este es el cáliz de mi sangre. La he derramado para el perdón de vuestros pecados. Así me recordaréis siempre. Os he amado hasta el extremo».

En este momento confesamos nuestra fe en Jesucristo haciendo una síntesis del misterio de nuestra salvación: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven, Señor Jesús». Nos sentimos salvados por Cristo, nuestro Señor.

La oración de Jesús.

Antes de comulgar, pronunciamos la oración que nos enseñó Jesús. Primero, nos identificamos con los tres grandes deseos que llevaba en su corazón: el respeto absoluto a Dios, la venida de su reino de justicia y el cumplimiento de su voluntad de Padre. Luego, con sus cuatro peticiones al Padre: pan para todos, perdón y misericordia, superación de la tentación y liberación de todo mal.

La comunión con Jesús.

Nos acercamos como pobres, con la mano tendida; tomamos el Pan de la vida; comulgamos haciendo un acto de fe; acogemos en silencio a Jesús en nuestro corazón y en nuestra vida: «Señor, quiero comulgar contigo, seguir tus pasos, vivir animado con tu espíritu y colaborar en tu proyecto de hacer un mundo más humano».

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INVITADOS AL BANQUETE DE LA PALABRA Y EL PAN
Fernando Armellini

Introducción

Jesús no nos ha dejado una estatua suya, una fotografía, una reliquia. Ha querido seguir estando presente entre sus discípulos como alimento. El alimento no se coloca en la mesa para ser contemplado sino consumido. Los cristianos que van a misa, pero no se acercan a la Comunión deben tomar conciencia para participar plenamente en la celebración eucarística.

El alimento se convierte en parte de nosotros mismos. Comiendo el Cuerpo y bebiendo la Sangre de Cristo aceptamos su invitación a identificarnos con Él. Decimos a Dios y a la comunidad que intentamos formar con Cristo un solo Cuerpo, que deseamos asimilar su gesto de Amor y que queremos entregar nuestra vida a los hermanos, como Él ha hecho. Esta elección comprometida no la hacemos solos sino junto con toda la comunidad. La Eucaristía no es un alimento para consumirlo en soledad: es Pan partido y compartido entre hermanos. No es concebible que, por una parte, se realice en medio de la comunidad el gesto que indica unidad, compartir, igualdad, don mutuo y, por otra, se perpetúen los malentendidos, los odios, los celos, la acumulación de bienes, la opresión al interior de esa misma comunidad.

Una comunidad que celebra el rito de “partir el Pan” en estas condiciones indignas come y bebe, como dice Pablo, su propia condenación (1 Cor 11,28-29). Es una comunidad que hace del sacramento una mentira. Es como una joven que, sonriendo, acepta del novio el anillo, símbolo de la unión de un amor indisoluble y, al mismo tiempo, lo traiciona con otros amantes.

Evangelio

Hay muchos modos de explicar qué es la Eucaristía. Pablo selecciona uno: narra, como hemos visto, su institución durante la Última Cena. Lucas elige otro: toma un episodio de la vida de Jesús, el de la multiplicación de los panes, y lo relee desde una óptica eucarística. Es decir, lo utiliza para hacer comprender a los cristianos de sus comunidades qué significado tiene el gesto de partir el pan que ellos repiten regularmente, todas las semanas, en el día del Señor.

Si el pasaje del evangelio de hoy se lee como crónica detallada de un hecho, nos encontraremos con una serie de dificultades: no se comprende, en primer lugar, qué hacen cinco mil hombres en un lugar desierto (v. 12), ni sabemos de dónde pudo venir tanta gente (v. 14). Es asimismo extraño que también los peces sean despedazados (v. 16) o de dónde salieron las doce cestas para las sobras… ¿Las trajo vacías la gente? La comida, por otra parte, ha tenido lugar al caer de la tarde (v. 12) y uno se pregunta cómo se las arreglarían los Doce, en la oscuridad, para poner orden entre tanta gente y repartirles después los panes y los peces.

Evidentemente no estamos ante un reportaje y carece, por tanto, de sentido preguntarse cómo sucedieron exactamente los hechos porque es difícil establecerlo. El evangelista ha desarrollado una reflexión teológica tendiendo como trasfondo un acontecimiento de la vida de Jesús. A nosotros, más que saber lo que pasó, nos interesa captar el mensaje que quiere transmitirnos.

La primera clave de lectura que proponemos es el Antiguo Testamento. Los cristianos de las comunidades de Lucas estaban habituados al lenguaje bíblico y captaban inmediatamente las alusiones, que se nos escapan a nosotros, a hechos, textos, expresiones, personajes del Antiguo Testamento. El relato de la distribución de los panes evocaba en ellos:

El relato del maná, el alimento dado milagrosamente por Dios a su pueblo en el desierto (cf. Éx 16; Núm 11). También el Pan dado por Jesús viene del cielo.

La profecía hecha a Moisés: “El Señor tu Dios te suscitará un profeta como yo, lo hará surgir entre ustedes, de entre sus hermanos; y es a Él a quien escucharán (Deut 18,15). Jesús, que repite uno de los signos realizados por Moisés, es ese profeta esperado.

Las palabras de Isaías: “¿Por qué gastan el dinero en lo que no alimenta y el salario en lo que no deja satisfecho? Escúchenme atentos y comerán bien, se deleitarán con platos substanciosos. Busquen al Señor mientras se deje encontrar; llámenlo mientras está cerca” (Is 55,1-2.6).

La multiplicación de los panes realizada por Eliseo (cf. 2 Re 4,42-44). El milagro realizado por Jesús parece ser una fotocopia a gran escala del milagro de Eliseo.

Estas alusiones al Antiguo Testamento las subraya Lucas por su referencia a la celebración de la Eucaristía tal como se realizaba en sus comunidades. Comencemos por el primer versículo (v. 11) que, desafortunadamente, no viene completo en nuestro Leccionario. Retomemos la parte que falta: “Jesús los recibió (a la multitud) y les hablaba…”. Solo Lucas dice que, cuando la multitud llegó a Betsaida, “Jesús los recibió y les hablaba del reino de Dios”. Se ha retirado aparte con sus discípulos, buscando quizás un momento de quietud; pero la gente, necesitada de su palabra y de su ayuda, lo sigue hasta donde estaba y Él los recibe, les anuncia la Buena Noticia del reino de Dios y cura a los enfermos. Recibir significa prestar atención, dejarse envolver por las carencias de los demás, mostrar interés por sus necesidades materiales y espirituales.

En este primer versículo, la referencia a la celebración eucarística es evidente: la liturgia del día del Señor comienza siempre con el gesto del celebrante que recibe a la comunidad, le da la bienvenida, le desea paz y le anuncia el reino de Dios. Como Jesús, también el celebrante recibe a todos. Bienvenidos son los buenos y bienvenidos son los pecadores, los enfermos, los débiles, los excluidos, quienes buscan una palabra de esperanza y de perdón; a nadie se le cierra la puerta.

También Pablo, al concluir el capítulo sobre la Eucaristía del que se ha sacado el pasaje de la segunda lectura de hoy, recomienda esta bienvenida a los cristianos de Corinto: “Así, hermanos míos, cuando se reúnan para la cena, espérense unos a otros” (1 Cor 11,33). En el v.12 se indica la hora en la que Jesús distribuye su pan: caía la tarde.

‘Caía la tarde’ es una indicación preciosa y conmovedora al mismo tiempo. La encontramos también en el relato de los discípulos de Emaús: “Quédate con nosotros, dicen los discípulos al compañero de viaje, que se hace tarde y el día se acaba” (cf. Lc 24,29). Este detalle nos informa sobre la hora en que, el sábado por la tarde, se celebraba la Santa Cena en las comunidades de Lucas.

El lugar desierto (v. 12) tiene también un significado teológico: recuerda el camino del pueblo de Israel que, habiendo dejado la tierra de la esclavitud, se ha puesto en marcha hacia la tierra prometida siendo alimentado con el maná durante su travesía del desierto. La comunidad que celebra la Eucaristía está compuesta de caminantes que están realizando un éxodo. Han tenido el coraje de abandonar casas, ciudades, amigos, el estilo de vida que llevaban antes y están de camino para escuchar al Maestro y ser sanados por Él. Como Israel, se han adentrado en el desierto rumbo a la libertad. Otros, que también oyeron la voz del Señor, prefirieron quedarse donde estaban, no quisieron correr riesgos. Se privaron, desafortunadamente, del alimento que Jesús da a quien lo sigue.

Jesús ordena a los Doce dar de comer a la muchedumbre (vv. 12-14). La primera reacción de los Doce es de estupor, sorpresa, sensación de haber sido llamados para una tarea inmensa, absurda, imposible. Sugieren una propuesta que contradice el gesto de bienvenida con que Jesús ha recibido a la muchedumbre; los discípulos, en cambio, quieren deshacerse de la gente, enviarla a casa, alejarla, dispersarla…y que cada uno se las arregle como pueda.

No se dan cuenta del don que Jesús va a poner en sus manos: el Pan de la Palabra y el Pan de la Eucaristía. No comprenden que su bendición multiplicará al infinito este alimento que sacia todo hambre: el hambre de felicidad, de amor, de justicia, de paz, de descubrir el sentido de la vida, el ansia de un mundo nuevo. Se trata de carencias tan vitales e irrefrenables que, a veces, empujan a llenarse del alimento que no sacia, que incluso puede acentuar el hambre o provocar náusea. Por eso el Maestro insiste: el mundo está esperando alimento de ustedes: denles ustedes de comer.

Su Palabra es un pan que se multiplica milagrosamente: quien recibe el Evangelio alimentando con él la propia vida, quien asimila la Persona de Cristo comiendo Pan eucarístico, siente a su vez la necesidad de hacer participar a los demás del propio descubrimiento y de la propia alegría y de comenzar a distribuir, también ellos, el pan que ha saciado su hambre. Se inicia así un proceso imparable de compartir… y las doce cestas estarán siempre llenas y preparadas para recomenzar la distribución. Mientras más aumenten aquellos que se alimentan del Pan de la Palabra de Dios y de la Eucaristía, más se multiplica el pan distribuido a los hambrientos.

El v. 14 indica un detalle curioso: Jesús no quiere que su alimento sea consumido en solitario, cada uno por cuenta propia, como se hace en un auto-servicio. Tampoco hay que favorecer los grupos demasiado grandes porque las personas no se conocen entre sí, no pueden establecer relaciones de amistad, de ayuda mutua, de hermandad.

En tiempos de Lucas el número ideal de miembros de una comunidad era probablemente alrededor de cincuenta. Recordemos que, en los primeros siglos, la Eucaristía no se celebraba en iglesias (no se podían construir iglesias porque el cristianismo no estaba aún reconocido por el Imperio romano) sino en alguna sala grande (cf. Hech 2,46) de casas particulares, por lo que el número de participantes era necesariamente limitado. Podría ser que una de las razones de la pereza, frialdad, falta de iniciativa de algunas de nuestras comunidades cristianas de hoy sea precisamente el número elevado de participantes.

En el Nuevo Testamento solo Lucas usa, hasta cinco veces, el verbo griego kataklinein, “reclinarse a la mesa’” (v. 15). Señalaba la posición de los hombres libres cuando participaban de un banquete solemne. Los israelitas se reclinaban así alrededor de los alimentos de la cena pascual. Resulta impropio emplear este verbo en una situación como la descrita en el evangelio de hoy, es decir, referido a gente que se encuentra en el desierto, al aire libre y que habitualmente se sienta con las piernas cruzadas. Si Lucas emplea esta expresión, lo hace por un motivo teológico: para aludir a otra comida, a la de la comunidad cristiana sentada alrededor de la mesa eucarística conformada por personas libres.

La fórmula con que se describe la multiplicación de los panes nos es conocida: “Tomó los panes (y los pescados) alzó la vista al cielo, los bendijo, los partió y se los fue dando… (v. 16). Son estos también los gestos realizados por el sacerdote en la celebración de la Eucaristía (cf. Lc 22,19). Parece como si Lucas estuviera profanando un poco las palabras del acto sacramental, confundiendo las cosas de la tierra con las del cielo, las necesidades materiales con las del espíritu. ¿No es peligrosa para la fe esta ‘mezcolanza’ de materia y espíritu? Peligroso es justamente lo contrario: desligar la Eucaristía de la vida de los hombres, elevarla a las nubes. Son una mentira las Eucaristías que no celebran también el empeño concreto de toda una comunidad para que se multiplique el pan material, de modo que todos puedan comer y que aun sobre. La comunión de bienes está representada en la Eucaristía por el Ofertorio. Es éste el momento en que cada miembro de la comunidad presenta su oferta generosa para que sea distribuida entre los necesitados.

Nos preguntamos frecuentemente: ¿Qué ocurrió con los peces? Pues toda la atención parece concentrada en los panes. De hecho, también los peces son, extrañamente, ‘troceados’ y distribuidos juntamente con el pan (v. 16). En las comunidades del tiempo de Lucas el pez se había convertido en símbolo de Cristo. Las letras que componen la palabra griega ichthys (pez) se habían convertido en el acróstico «Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador». El pez es Jesús mismo convertido en alimento en la Eucaristía.

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“Hambre de Dios: ¡Sí! – Hambre de pan: ¡No!”
Romeo Ballan, mccj

El misterio de Dios, en sus diferentes manifestaciones (Trinidad, Encarnación, Pascua, Eucaristía…), se nos da como don para contemplarlo, amarlo, vivirlo, anunciarlo. La Iglesia acoge tales dones, como lo subraya muy bien San Pablo con respecto a la Eucaristía (II lectura): él transmite a la comunidad de Corinto la “tradición que procede del Señor” sobre el sacramento del pan y del vino, instituido por el Señor Jesús “en la noche en que iban a entregarlo” (v. 23). La Eucaristía es oblación total de Cristo por la vida del mundo; es mensaje para proclamarlo a todos “hasta que Él vuelva” (v. 26); es presencia real de Cristo bajo el signo del pan y del vino, prefigurado en la ofrenda de Melquisedec (I lectura).

La Iglesia vive de la Eucaristía”. La Eucaristía hace la Iglesia y la Iglesia celebra la Eucaristía. Ya desde el día de Pentecostés, el Sacramento eucarístico marca los días de la Iglesia, “llenándolos de confiada esperanza”, afirma Juan Pablo II en la encíclica Ecclesia de Eucharistia (n. 1). La muchedumbre seguía a Jesús en el desierto (Evangelio); así hoy la gente tiene una necesidad insoslayable de satisfacer el hambre de pan que alimenta el cuerpo, e igualmente el hambre de la Palabra de Dios y del Pan eucarístico. En el proyecto de Dios no cabe separar un hambre de la otra: cada persona tiene necesidad y derecho a satisfacer ambas. De esta doble necesidad nace el imperativo de la misión global, entendida como servicio al hombre y como anuncio del Evangelio.

La Eucaristía es el don divino para que toda la familia humana tenga vida en abundancia; es el don nuevo y definitivo que Cristo confía a la Iglesia peregrina y misionera en el desierto del mundo. La Eucaristía estimula a vivir la comunión fraterna, el encuentro ecuménico, la actividad misionera con ardor generoso y creativo “para que una sola fe ilumine y una sola caridad reúna a la humanidad difusa en toda la tierra” (Prefacio). La persona y la comunidad que hacen la experiencia de Cristo en la Eucaristía se sienten motivadas a compartir con otros el don recibido: la misión nace de la Eucaristía y reconduce a ella. (A este respecto cabe recordar la ponencia del entonces arzobispo de Manila, el Card. Jaime L. Sin, en el Congreso Eucarístico Internacional de Sevilla -junio de 1993- sobre el tema: “La Eucaristía: convocatoria y estímulo, llamada y desafío a la evangelización. La Eucaristía como evento misionero”).

Recuerdo con emoción el encuentro de Juan Pablo II con un millón de pobres en Villa El Salvador, en la periferia de Lima (Perú) en la mañana del 5 de febrero de 1985. Durante su homilía sobre el Evangelio de la multiplicación de los panes, el Papa subrayócon fuerza las palabras de Jesús: “Denles ustedes de comer” (v. 13). Jesús no resuelve Él solo este milagro; lo abre a la corresponsabilidad de los discípulosAl final del encuentro, el Papa ofreció, improvisando, una síntesis del mensaje cristiano y de la misión de la Iglesia: “Hambre de Dios: ¡Sí! – Hambre de pan: ¡No! El deseo, el hambre y la sed de Dios han de ocupar siempre el primer lugar y es preciso cultivarlos. Pero en el nombre de este mismo Dios, se debe desterrar el hambre que mata a las personas. Lo mismo vale para cualquier otra hambre: de instrucción, salud, familia, trabajo, perdón, reconciliación, amor, incluido el amor conyugal. Este es el proyecto cristiano para la transformación del mundo. ¡Un verdadero proyecto ‘revolucionario!’ Este programa adquiere nuevo vigor si lo contemplamos delante del Corazón de Cristo, cuya fiesta celebraremos el próximo viernes.

Los 12 canastos que sobraron no dicen solo que todosse han saciado. Decir ‘12’ significa decir todos los pueblos. Significa pensaren un mundo donde a nadiele falta pan o dignidad. Pero los 12 canastossobradosindican también una mirada al futuro. Hablan del sentido de un proyecto sobre el mundo. No un mundo amerced de las emergencias, sino un mundo que prepara el futuro, prevé y crea las condiciones para que no haya disparidad, desigualdades, injusticias programadas” (R. Vinco).

Nuestra aldea global debe tenerun banquete global, en el que todos los pueblos tienen igual derecho a participar; una mesa de la cual nadie debe estar excluido o discriminado. Desde siempre, este es el proyecto del Padre común de toda la familia humana (cfr. Is 25,6-9). Es este el sueño que Él confía a la comunidad de los creyentes, los cuales tienen el ‘deber-derecho’ a celebrar la Eucaristía, haciendo memoria de la muerte y resurrección de Cristo. Este es el banquete al que están invitados todos los pueblos, animados por el único Espíritu.

Todos los miembros de la familia humana tienen derecho a comer hasta la saciedad, con dignidad, en fraternidad. Emblemáticamente, Jesús mandó que la gente “se sentarapor grupos” (v. 14-15). Porque solo los esclavos están condenados a comer de pie y de prisa. Hacer que se sienten, en cambio, significa tratar a todos como personas; como hijos en la casa, con la dignidad de gente libre. El acto de comer adquiere así su pleno valor como acto humano y humanizante, porque sentarse y comer en grupo es signo de comunión.

Domingo de la Santísima Trinidad


En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Aún tengo muchas cosas que decirles, pero todavía no las pueden comprender. Pero cuando venga el Espíritu de verdad, Él los irá guiando hasta la verdad plena, porque no hablará por su cuenta sino que dirá lo que haya oído y les anunciará las cosas que van a suceder. Él me glorificará, porque primero recibirá de mí lo que les vaya comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho que tomará de lo mío y se lo comunicará a ustedes”. (Juan 16, 12-15)

La Santísima Trinidad
P. Enrique Sánchez, mccj

Después de la celebración de la Pascua, con la Resurrección del Señor en el centro, de la fiesta de la Ascensión y de Pentecostés, con el reconocimiento del Espíritu Santo y su presencia a través de los dones con que ha enriquecido a la Iglesia; este domingo celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad.

Se trata de la celebración de lo más grande de nuestra fe cristiana, pues por el bautismo hemos sido iniciados al misterio de Dios que se manifiesta a través de tres personas distintas y que nosotros, por la fe, reconocemos como un solo Dios.

Hemos sido bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Esto es algo que por la fe aceptamos sin mucha dificultad, pues lo vivimos espontáneamente en nuestra experiencia de vida cristiana. Es vida y no tanto motivos de especulación o de búsquedas intelectuales.

En lo ordinario de nuestra vida sentimos y conocemos a Dios como Padre que vive siempre pendiente de nosotros. Reconocemos a Jesús como la presencia salvadora de Dios y por medio de él hemos sabido que Dios es amor, un amor tan grande que ha querido hacerse uno de nosotros. Y, desde lo profundo de nuestro ser, el Espíritu nos mueve a entrar en relación con Dios a través de impulsos y mociones que manifiestan el amor que nos habita.

Decimos que hoy no vamos solos por el camino de la vida, porque Dios, a través de Jesús, ha querido dejarnos su presencia y en la persona del Espíritu que nos acompaña día a día no deja de enriquecernos con sus dones.

Sabemos quién es la Santísima Trinidad, porque de muchas maneras vamos haciendo la experiencia de su presencia en nuestras vidas. Eso hace que podamos decir muchas cosas sobre Dios, que reconozcamos muchos de sus atributos, que nos acerquemos a su misterio, como recorriendo cortinas que nos permiten ir cada día más en profundidad.

La verdad de Dios, de lo que Él es, se nos manifiesta de muchas maneras; pero, más lo conocemos y más sentimos que nos falta mucho por conocer, pues a Dios jamás lo podremos atrapar en nuestras categorías y en nuestros criterios de conocimiento tan humanos.

San Agustín, hoy que está apareciendo como un referente para acercarnos Dios, afirma que cuando nos atrevemos a decir que algo es Dios, en ese momento lo que afirmamos es justamente lo que no es Dios. Porque Dios nunca se dejará atrapar en nuestros pequeños esquemas mentales. Pero se hace reconocible al corazón, porque a Dios se le conoce amándolo.

Sin querer hacer mucha filosofía, en realidad muchas veces nos damos cuenta de que lo que podemos reconocer con nuestras palabras e ideas, cuando hablamos de la Trinidad, es algo que nos acerca a lo maravilloso y extraordinario de Dios, pero nunca podremos decir ya lo tengo, ya entendí. Porque cuando entendemos algo del misterio de Dios es cuando nos damos cuenta que tenemos que dar un paso más lejos, tenemos que sumergirnos en lo infinito, en lo inalcanzable; pero al mismo tiempo tan sencillo y cercano que se deja tocar y se deja abrazar cuando nos acercamos a él movidos por la fe.

Creer en la Santísima Trinidad no se trata de querer hacer entrar a Dios en lo pequeño de nuestro entendimiento, sino vivir convencidos de que ese gran misterio se hace tan sencillo que lo podemos vivir a cada instante cuando nos detenemos a pensar lo que significa que tengamos a Dios por Padre.

Ahí se abre para nosotros todo un mundo en donde descubrimos a alguien que vive, usando nuestras pobres palabras, totalmente consagrado a nosotros. Alguien que no existe más que para brindarnos la oportunidad de ser dueños de nuestra historia, que se desvela y sueña para nosotros un mundo en donde podamos ser plenamente felices gratuitamente.

Pensar en la Trinidad es reconocer a Jesucristo como el don más grande que Dios nos ha hecho. El don de sí mismo. Cristo es el rostro, el corazón y la vida de Dios que se ha manifestado en la pobreza de nuestro ser humanos, para darnos la alegría de ser, también nosotros, hijos de su Padre.

Cristo es el amor del Padre que no ha conocido límites, que se entregó hasta derramar su sangre, para que en esa sangre pudiésemos ser salvados y llevados al lugar que nos ha ganado junto a su Padre.

Acercarnos a la Trinidad es descubrirnos invadidos por el Espíritu Santo que el Padre nos ha enviado y que Jesús nos ha dejado como abogado, mediador y compañero en nuestro peregrinar.

Con el Espíritu vivimos cobijados por sus dones y con ellos somos capaces de dar frutos que hacen que la vida sea el cumplimiento del sueño de Dios para toda la humanidad.

Finalmente, contemplar la Santísima Trinidad nos permite poner ante nosotros el modelo y el estilo de vida que se nos propone como garantía de felicidad.

En la Trinidad vemos una forma de amar que genera vida, que crea armonía y unidad, que mueve a la comunión, a la confianza y al abandono, que genera alegría.

¿Cómo tendría que inspirarnos la presencia de la Santísima Trinidad para ser también nosotros fermentos de unidad, de comunión en nuestras familias, en nuestros grupos de trabajo, en toda nuestra sociedad?

Habiendo sido introducidos por el bautismo en el misterio de la Trinidad, ¿De qué manera tendríamos que vivir para ser presencia de Dios entre nuestros hermanos? Pidamos para que la presencia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en nuestras vidas nos ayude a sentir cada día más intenso el deseo de vivir en Dios y para Dios.


ABRIRNOS AL MISTERIO DE DIOS
José A. Pagola

Todo lo que tiene el Padre es mío.

A lo largo de los siglos, los teólogos han realizado un gran esfuerzo por acercarse al misterio de Dios formulando con diferentes construcciones conceptuales las relaciones que vinculan y diferencian a las personas divinas en el seno de la Trinidad. Esfuerzo, sin duda, legítimo, nacido del amor y el deseo de Dios.

Jesús, sin embargo, no sigue ese camino. Desde su propia experiencia de Dios, invita a sus seguidores a relacionarse de manera confiada con Dios Padre, a seguir fielmente sus pasos de Hijo de Dios encarnado, y a dejarnos guiar y alentar por el Espíritu Santo. Nos enseña así a abrirnos al misterio santo de Dios.

Antes que nada, Jesús invita a sus seguidores a vivir como hijos e hijas de un Dios cercano, bueno y entrañable, al que todos podemos invocar como Padre querido. Lo que caracteriza a este Padre no es su poder y su fuerza, sino su bondad y su compasión infinita. Nadie está solo. Todos tenemos un Dios Padre que nos comprende, nos quiere y nos perdona como nadie.

Jesús nos descubre que este Padre tiene un proyecto nacido de su corazón: construir con todos sus hijos e hijas un mundo más humano y fraterno, más justo y solidario. Jesús lo llama “reino de Dios” e invita a todos a entrar en ese proyecto del Padre buscando una vida más justa y digna para todos empezando por sus hijos más pobres, indefensos y necesitados.

Al mismo tiempo, Jesús invita a sus seguidores a que confíen también en él: “No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios; creed también en mí”. Él es el Hijo de Dios, imagen viva de su Padre. Sus palabras y sus gestos nos descubren cómo nos quiere el Padre de todos. Por eso, invita a todos a seguirlo. El nos enseñará a vivir con confianza y docilidad al servicio del proyecto del Padre.

Con su grupo de seguidores, Jesús quiere formar una familia nueva donde todos busquen “cumplir la voluntad del Padre”. Ésta es la herencia que quiere dejar en la tierra: un movimiento de hermanos y hermanas al servicio de los más pequeños y desvalidos. Esa familia será símbolo y germen del nuevo mundo querido por el Padre.

Para esto necesitan acoger al Espíritu que alienta al Padre y a su Hijo Jesús: “Vosotros recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros y así seréis mis testigos”. Éste Espíritu es el amor de Dios, el aliento que comparten el Padre y su Hijo Jesús, la fuerza, el impulso y la energía vital que hará de los seguidores de Jesús sus testigos y colaboradores al servicio del gran proyecto de la Trinidad santa.

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PARA NOSOTROS TRINIDAD ES UNA UNIDAD
Fray Marcos

De Dios no sabemos ni podemos saber nada, ni falta que nos hace. Tampoco necesitamos saber lo que es la vida fisiológica, para poder tener una salud de hierro. La necesidad de explicar a Dios es fruto del yo individual que se fortalece cuando se contrapone a todo bicho viviente, incluido Dios. Cuando el primer cristianismo se encontró de bruces con la filosofía griega, aquellos pensadores hicieron un esfuerzo para “explicar” el evangelio desde su filosofía. Ellos se quedaron tan anchos, pero el evangelio quedó hecho polvo.

El lenguaje teológico de los primeros concilios, hoy, no lo entiende nadie. Los conceptos metafísicos de “sustancia”, “naturaleza” “persona” etc. no dicen absolutamente nada al hombre de hoy. Es inútil seguir empleándolos para explicar lo que es Dios o cómo debemos entender el mensaje de Jesús. Tenemos que volver a la simplicidad del lenguaje evangélico y a utilizar la parábola, la alegoría, la comparación, el ejemplo sencillo, como hacía Jesús. Todos esos apuntes tienen que ir encaminados a la vivencia no a la razón.

Pero además, lo que la teología nos ha dicho de Dios Trino, se ha dejado entender por la gente sencilla de manera descabellada. Incluso en la teología más tradicional y escolástica, la distinción de las tres “personas”, se refiere a su relación interna (ab intra). Quiere decir que hay distinción entre ellas, solo cuando se relacionan entre sí. Cuando la relación es con la creación (ad extra), no hay distinción ninguna; actúan siempre como UNO. A nosotros solo llega la Trinidad, no cada una de las “personas” por separado. No estamos hablando de tres en uno sino de una única realidad que es relación.

Cuando se habla de la importancia que tiene la Trinidad en la vida cristiana, se está dando una idea falsa de Dios. Lo único que nos proporciona la explicación trinitaria de Dios es una serie de imágenes útiles para nuestra imaginación, pero nunca debemos olvidar que son imágenes. Mi relación personal con Dios siempre será como UNO. Debemos superar la idea de que crea el Padre, salva el Hijo y santifica el Espíritu. Esta manera de hablar es metafórica. Todo en nosotros es obra del único Dios.

Lo que experimentaron los primeros cristianos es que Dios podía ser a la vez: Dios que es origen, principio, (Padre); Dios que se hace uno de nosotros (Hijo); Dios que se identifica con cada uno de nosotros (Espíritu). Nos están hablando de Dios que no está encerrado en sí mismo, sino que se relaciona dándose totalmente a todos y a la vez permaneciendo Él mismo. Un Dios que está por encima de lo uno y de lo múltiple. El pueblo judío no era un pueblo filósofo, sino vitalista. Jesús nos enseñó que, para experimentar a Dios, el hombre tiene que mirar dentro de sí mismo (Espíritu), mirar a los demás (Hijo) y mirar a lo trascendente (Padre).

Lo importante en esta fiesta sería purificar nuestra idea de Dios y ajustarla a la idea que de Él nos transmitió Jesús. Aquí sí que tenemos tarea por hacer. Como cartesianos, intentamos una y otra vez acercarnos a Dios por vía intelectual. Creer que podemos encerrar a Dios en conceptos, es ridículo. A Dios no podemos comprenderle, no porque sea complicado, sino porque es absolutamente simple y nuestra manera de conocer es analizando y dividiendo la realidad. Toda la teología que se elaboró para explicar a Dios es absurda, porque Dios ni se puede ex-plicar, ni com-plicar o im-plicar. Dios no tiene partes que podemos analizar.    

Entender a Dios como Padre Todopoderoso nos conduce al poder de la omnipotencia y la capacidad de hacer lo que se le antoje. Los “poderosos” han tenido mucho interés en desplegar esa idea de Dios. Según esa idea, lo mejor que puede hacer un ser humano es parecerse a Él, es decir, intentar ser más, ser grande, tener poder. Pero ¿de qué sirve ese Dios a la inmensa mayoría de los mortales que se sienten insignificantes? ¿Cómo podemos proponerles que su objetivo es identificarse con Dios? Por fortuna Jesús nos dice todo lo contrario, y el AT también, pues Dios, empieza por estar al lado, no del faraón, sino del pueblo esclavo.

Un Dios que premia y castiga, es verdaderamente útil para mantener a raya a todos los que no se quieren doblegar a las normas establecidas. Machacando a los que no se amoldan, estoy imitando a Dios que hace lo mismo. Cuando en nombre de Dios prometo el cielo (toda clase de bienes) estoy pensando en un dios que es amigo de los que le obedecen. Cuando amenazo con el infierno (toda clase de males) estoy pensando en un dios que, como haría cualquier mortal, se venga de los que no se someten. 

Pensar que Dios utiliza con el ser humano el palo o la zanahoria como hacemos nosotros con los animales que queremos domesticar, es hacer a Dios a nuestra imagen y semejanza y ponernos a nosotros mismos al nivel de los animales. Pero resulta que el evangelio dice todo lo contrario. Dios es amor incondicional y para todos. No nos ama porque somos buenos sino porque Él es bueno. No nos ama cuando hacemos lo que Él quiere, sino siempre. Tampoco nos rechaza por muy malos que lleguemos a ser.

Un dios en el cielo puede hacer por nosotros algo de vez en cuando, si se lo pedimos con insistencia. Pero el resto del tiempo nos deja abandonados a nuestra suerte. El Dios de Jesús está identificado con nosotros. Siendo ágape no puede admitir intermediarios. Esto no es útil para ningún poder o institución. Pero ese es el Dios de Jesús. Ese es el Dios que, siendo Espíritu, tiene como único objetivo llevarnos a la plenitud de la verdad. Y aquí “Verdad” no es conocimiento sino Vida. El Espíritu nos empuja a ser auténticos.

Un Dios condicionado a lo que hagamos o dejemos de hacer, no es el Dios de Jesús. Esta idea, radicalmente contraria al evangelio ha provocado más sufrimiento y miedo que todas las guerras juntas. Sigue siendo la causa de las mayores ansiedades que no dejan a las personas ser ellas mismas. Cada vez que predico que Dios es amor incondicional, viene alguien a recordarme: pero es también justicia. ¿Cómo puede querer Dios a ese desgraciado pecador igual que a mí, que cumplo todo lo que Él mandó?

Lo que acabamos de leer del evangelio de Jn, no hay que entenderlo como una profecía de Jesús antes de morir. Se trata de la experiencia de los cristianos que llevaban setenta años viviendo esa realidad del Espíritu dentro de cada uno de ellos. Ellos saben que gracias al Espíritu tienen la misma Vida de Jesús. Es el Espíritu el que haciéndoles vivir, les enseña lo que es la Vida. Esa Vida es la que desenmascara toda clase de muerte (injusticia, odio, opresión). La experiencia pascual consistió en llegar a la misma vivencia interna de Dios que tuvo Jesús. Jesús intentó hacer partícipes, a sus seguidores, de esa vivencia.

S. Juan de la Cruz

Entreme donde no supe, / y quedeme no sabiendo.
Yo no supe donde entraba, / pero cuando allí me vi, /sin saber donde me estaba, /
grandes cosas entendí; / no diré lo que sentí, / que me quedé no sabiendo.
Estaba tan embebido, /tan absorto y agenado, / que se quedó mi sentido /
de todo sentir privado, /y mi espíritu dotado / de un entender no entendiendo.
El que allí llega de vero / de sí mismo desfallece; / cuanto sabía primero /
Mucho bajo le parece, / y su sciencia tanto crece, / que se queda no sabiendo.
Este saber no sabiendo / es de tan alto poder, / que los sabios arguyendo /
jamás lo podrán vencer, / que no llega su saber / ano entender entendiendo.
Y si lo queréis oír, / consiste esta suma sciencia / en un subido sentir /
De la divinal esencia; / es obra de su clemencia / hacer quedar no entendiendo, /
Toda sciencia trascendiendo.

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¿UN DIOS SOLITARIO O UN DIOS-COMUNIÓN?
Fernando Armellini

Introducción

¿Cuál es el carnet de identidad de los cristianos? ¿Qué característica los distingue de los creyentes de otras religiones? No el amor al prójimo; otras religiones, lo sabemos, hacen el bien a los demás. No la oración; también los musulmanes oran. No la fe en Dios; incluso los paganos la tienen. No basta creer en Dios. Lo importante es saber en qué Dios se cree. ¿Es una ´entidad´ o es ‘alguien’? ¿Es un padre que quiere comunicar su vida o un potentado que busca nuevos súbditos?

Los musulmanes dicen: Dios es el Absoluto. Es el Creador que habita allá arriba, que gobierna desde lo alto, no desciende nunca; es juez que espera la hora de pedir cuentas. Los hebreos, por el contrario, afirman que Dios camina con su pueblo, se manifiesta dentro de la historia, busca la alianza con el hombre. Los cristianos celebran hoy la característica específica de su fe: creen en un Dios Trinidad. Creen que Dios es el Padre que ha creado el universo y lo dirige con sabiduría y amor; creen que no se ha quedado en el cielo, sino que su Hijo, imagen suya, ha venido a hacerse uno de nosotros; creen que lleva a cumplimiento su proyecto de Amor con su fuerza, con su Espíritu.

Toda idea o expresión de Dios tiene una consecuencia inmediata sobre la identidad del hombre. En el rostro de todo cristiano debe reflejarse el rostro de Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Imagen visible de la Trinidad debe ser la Iglesia, que todo lo recibe de Dios y todo lo da gratuitamente, que se proyecta toda, como Jesús, hacia los hermanos y hermanas en una actitud de incondicional disponibilidad. En ella la diversidad no es eliminada en nombre de la unidad sino considerada como riqueza.

Se debe descubrir la huella de la Trinidad en las familias convertidas en signo de un auténtico diálogo de amor, de mutuo entendimiento y disponibilidad a abrir el corazón a quien tiene necesidad de sentirse amado.

Evangelio

Es la quinta vez que, en el evangelio de Juan, Jesús promete enviar al Espíritu y afirma que será éste el que lleve a cumplimiento el proyecto del Padre. Sin su acción, los hombres no podrían recibir la Salvación. El pasaje comienza con las palabras de Jesús: “Muchas cosas me quedan por decirles, pero ahora no pueden comprenderlas” (v. 12). Estas palabras sugerirían la idea de que Jesús, habiendo vivido con sus discípulos pocos años, no ha tenido la posibilidad de trasmitirles todo su mensaje; y así, para no dejar incompleta su misión, interrumpida bruscamente por la muerte, habría enviado al Espíritu Santo a anunciar lo que aún faltaba.

No es este el significado. Jesús les ha dicho claramente que no tiene otras revelaciones que hacer: “A ustedes… les he dado a conocer todo lo que escuché de mi Padre” (Jn 15,15). Y en el evangelio de hoy dice que el Espíritu no añadirá nada a lo que Él les ha dicho: “No hablará por su cuenta, sino que dirá lo que ha oído…y se lo explicará a ustedes (vv. 13-14). No tendrá la tarea de completar o ampliar el mensaje sino la de iluminar a los discípulos para hacerles comprender de manera correcta lo que el Maestro ha enseñado. Jesús no explica todo no por falta de tiempo sino por la incapacidad de sus discípulos de “soportar el peso” de su mensaje. ¿De qué se trata? ¿Cuál es este peso insoportable?

El peso de la cruz. Los razonamientos y explicaciones humanas nunca podrán llegar a entender que el proyecto de Salvación de Dios pasa por el fracaso, la derrota, la muerte de su Hijo a manos de los impíos; es imposible entender que la vida solo se logra pasando a través de la muerte, del don gratuito de sí. Esta es la ‘verdad total’, muy pesada, imposible de soportar sin la ayuda del Espíritu.

En la primera lectura hemos considerado el proyecto del Padre en la Creación; en la segunda, se nos ha explicado que este proyecto es realizado por el Hijo, pero no sabíamos todavía que el camino que lleva a la Salvación nos resultaría no solo extraño sino incluso absurdo. Es ésta la razón por la que es necesaria la obra del Espíritu. Solo su impulso puede producir nuestra adhesión al proyecto del Padre y a la obra del Hijo.

Les anunciará el futuro (v. 13). No se trata, como afirman los testigos de Jehová, de previsiones sobre el fin del mundo, sino de las implicaciones concretas del mensaje de Jesús. No basta leer lo que está escrito en el Evangelio, es necesario aplicarlo a las situaciones concretas del mundo de hoy. Los discípulos de Cristo no se engañarán nunca en estas interpretaciones si siguen los impulsos del Espíritu, porque Él es el encargado de guiar hacia “la verdad plena” (v. 13).

¿A quién se revela el Espíritu? Todos los discípulos de Cristo son instruidos y guiados por el Espíritu: “Ustedes conserven la unción que recibieron de Jesucristo y no tendrán necesidad de que nadie les enseñe…Lo que les enseñé consérvenlo” (1 Jn 2,27).

En los Hechos de los Apóstoles, un episodio muestra el modo y el contexto privilegiado en que el Espíritu ama manifestarse. En Antioquía, mientras los discípulos están reunidos para el culto del Señor, el Espíritu ‘habla’, revela sus proyectos, su voluntad, sus decisiones (cf. Hch 13,1-2). Oración, reflexión, meditación de la Palabra, diálogo fraterno, crean las condiciones que permiten al Espíritu revelarse. Él no hace llover milagrosamente del cielo las soluciones, no reserva sus iluminaciones a algún miembro privilegiado de la comunidad, no substituye al esfuerzo humano sino que acompaña la búsqueda apasionada de la voluntad del Señor que los discípulos realizan juntos. Esta es la razón por la que, en la Iglesia primitiva, cada uno era invitado a compartir con los hermanos lo que durante el encuentro comunitario el Espíritu le sugería para la edificación de todos (cf. 1 Cor 14).

Él me dará gloria (v. 14). Glorificar no quiere decir aplaudir, exaltar, incensar, magnificar. Jesús no tiene necesidad de estos honores. Es ‘glorificado’ cuando realiza el proyecto de Salvación del Padre: cuando el malvado se convierte en justo, el necesitado recibe ayuda, el que sufre encuentra alivio, el desesperado descubre la esperanza, el tullido se alza, el leproso queda limpio. Jesús ha glorificado al Padre porque ha llevado a cabo la obra de Salvación que le había encomendado.

El Espíritu a su vez glorifica a Jesús porque abre las mentes y los corazones de los hombres a su Evangelio, les da fuerza para amar incluso a los enemigos, renueva las relaciones entre las personas y crea una sociedad fundada sobre la Ley del Amor. He aquí la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu: Un mundo en el que todos seamos sus hijos y vivamos felices.

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La misión nace de la Trinidad-Amor
Romeo Ballan, MCCJ

La fiesta de hoy es una provocación abierta sobre la realidad de Dios y nuestra percepción de Él. Hay una pregunta insistente en el corazón de los creyentes de todas las religiones: ¿Cómo es Dios por dentro? ¿Cómo vive, qué hace Dios? ¿Hasta qué punto tiene interés por el hombre? ¿Por qué los hombres se interesan por Dios?… Y así otras muchas preguntas. A menudo las respuestas son convergentes, otras veces son opuestas, dependiendo de las capacidades de la mente humana y de la experiencia de cada uno. El misterio de Dios es una realidad objetiva que habla por sí sola, y que el corazón humano no puede eludir, a pesar de algunas pretensiones del ateísmo. El misterio divino adquiere para nosotros una luz nueva y valores sorprendentes, desde que Jesús -Dios en carne humana- vino a revelarnos la identidad verdadera y total de nuestro Dios, que es comunión plena de Tres Personas.

Los manuales de catecismo sintetizan con facilidad el misterio divino diciendo que “hay un solo Dios en tres Personas”. Con esto ya se ha dicho todo, pero todo queda aún abierto para ser comprendido, acogido con amor y adorado en la contemplación. El tema tiene una importancia central para la actividad misionera. Con facilidad se afirma igualmente que todos los pueblos –incluidos los no cristianos- saben que Dios existe; por tanto, también los paganos creen en Dios. Esta verdad compartida –aun con diferencias y reservas- es la base que hace posible el diálogo entre las religiones, y en particular el diálogo entre cristianos y otros creyentes. Sobre la base de un Dios único común a todos, es posible tejer un entendimiento entre los pueblos para concertar acciones en favor de la paz, defensa de los derechos humanos, proyectos de desarrollo. Pero esta no es más que una parte de la tarea evangelizadora de la Iglesia, la cual ofrece al mundo un mensaje más novedoso y objetivos de mayor alcance.

Para un cristiano no es suficiente fundamentarse en el Dios único, y mucho menos lo es para un misionero, consciente de la extraordinaria revelación recibida por medio de Jesucristo, una revelación que abarca todo el misterio de Dios, en su unidad y trinidad. El Dios cristiano es uno, pero no solitario. El Evangelio que el misionero lleva al mundo, además de reforzar y perfeccionar la comprensión del monoteísmo, nos abre al inmenso, sorprendente misterio de Dios, que es comunión de Personas. La fiesta de la Trinidad es fiesta de la comunión: la comunión de Dios dentro de sí mismo, la comunión entre Dios y nosotros; la comunión que estamos llamados a vivir, anunciar, construir entre nosotros.

Trinidad no es un concepto que se explica, sino una experiencia que se vive. Tras haber escrito páginas hermosas sobre la Trinidad, San Agustín decía: “Si ves el amor, ves a la Trinidad”. Se puede experimentar sin poderlo explicar. Esto no significa renunciar a pensar. Todo lo contrario: significa pensar a partir de la vida. Como lo hace la Biblia, que nos brinda una clave para comprender la realidad divina, narrando hechos: no nos dice quién-cómo es Dios, pero nos narra lo que Él ha hecho por su pueblo. La liberación de Egipto (Éxodo) no es una idea abstracta, es un evento, una experiencia, el paso de la esclavitud a la libertad; del hecho se pasa a la comprensión de la realidad divina. Jesús nos habla del amor de Dios utilizando las imágenes familiares de padre, madre, hijos, amigos.

Las tres lecturas de esta fiesta nos hablan sucesivamente de las tres Personas de la Trinidad Santa. El Padre se presenta en el rol de creador del universo (I lectura): Dios no aparece solitario, sino compartiendo con Alguien más -una misteriosa Sabiduría- su proyecto de creación. Todo ha sido creado con amor; todo es hermoso, bueno; Dios se revela enamorado, celoso de su creación (v. 30-31). ¡Dichoso el que sabe reconocer la belleza de la obra de Dios! (salmo responsorial). Se encuentran aquí los fundamentos teológicos y antropológicos de la ecología y de la bioética. El Hijo (II lectura) ha venido a restablecer la paz con Dios (v. 1); y el Espíritu Santo derrama en nuestros corazones el amor de Dios (v. 5). El Dios cristiano es cercano a cada persona, habita en ella, actúa en su favor. Impulsa a la misión.

Para el cristiano la Trinidad es presencia amiga, compañía silenciosa pero reconfortante, como decía santa Teresa de Lisieux, misionera en su monasterio: “He encontrado mi cielo en la Santa Trinidad que mora en mi corazón”. El misterio de Dios es tan rico e inagotable que nos sobrepasa siempre. Los mismos apóstoles (Evangelio) eran incapaces de “cargar” con todo el misterio divino. Por eso, Jesús ha confiado al “Espíritu de la verdad” la tarea de guiarlos “hasta la verdad plena” y comunicarles “lo que está por venir” (v. 12-13). La ‘carga’ mayor del misterio de Dios es ciertamente la cruz: el dolor en el mundo, la muerte, el sufrimiento de los inocentes, la muerte misma del Hijo de Dios en la cruz… Sin embargo, gracias a la luz-amor-fuerza interior del Espíritu prometido por Jesús, este misterio adquiere sentido y valor. Hasta el punto que Pablo (II lectura) se gloriaba “en las tribulaciones” (v. 3); Francisco de Asís encontraba la “perfecta alegría” en las situaciones negativas y alababa a Dios por “la hermana muerte”; Daniel Comboni llegó a escribir al final de su vida: “Soy feliz en la cruz, que, llevada de buena gana por amor de Dios, genera el triunfo y la vida eterna”. ¡Tan solo Dios-Amor puede iluminar incluso la absurda locura de la cruz!

Dios-Amor sostiene a los mártires y a los misioneros del Evangelio. Porque la Iglesia misionera tiene su origen en el amor del Padre, fuente del amor, por medio del Hijo, con la fuerza del Espíritu, como afirma el Concilio Vaticano II (AG 2).De ahí el binomio inseparable de amor-misión.

Domingo de Pentecostés

Los Cuatro Pentecostés

Año C – Tiempo Pascual – Domingo 8º – Pentecostés
Evangelio: Juan 20,19-23

Hoy la Iglesia celebra la gran solemnidad de Pentecostés, la fiesta de la venida del Espíritu Santo, cincuenta días después de la Pascua, según el relato de los Hechos de los Apóstoles (véase la primera lectura). Pentecostés, que significa “quincuagésimo (día)” en griego, era una fiesta judía, una de las tres grandes peregrinaciones al Templo de Jerusalén: la Pascua, Pentecostés y la Fiesta de las Tiendas (la fiesta de la cosecha en otoño). Era una celebración agrícola de acción de gracias por los primeros frutos de la cosecha, celebrada el día 50 después de la Pascua. También se la llamaba “Fiesta de las Semanas”, ya que tenía lugar siete semanas después de la Pascua. Esta fiesta agrícola fue asociada más tarde al recuerdo de la entrega de la Ley o Torá por parte de Moisés en el monte Sinaí.

El Pentecostés cristiano es el cumplimiento y la conclusión del tiempo pascual. Es nuestra Pascua, el paso a una nueva condición, ya no bajo el dominio de la Ley, sino guiados por el Espíritu. Es la fiesta del nacimiento de la Iglesia y el comienzo de la Misión.

Las lecturas de la fiesta nos presentan, en realidad, cuatro venidas del Espíritu Santo, o cuatro modos distintos pero complementarios de su presencia. Podríamos decir que hay cuatro “Pentecostés”.

1. El Pentecostés de la Iglesia

La primera lectura (Hechos 2,1-11) nos muestra una venida del Espíritu sorprendente, impetuosa y luminosa:
“Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa donde estaban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego, que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse.”
Es una venida que provoca asombro y admiración, entusiasmo y euforia, consuelo y valentía. Es totalmente gratuita, impredecible y nunca programable. Son casos excepcionales. Algunos están recogidos en el libro de los Hechos, y ha habido otros a lo largo de la historia de la Iglesia, quizá menos espectaculares, pero siempre profundamente fecundos. De hecho, Pentecostés siempre viene seguido de una primavera eclesial. ¡Y Dios sabe cuánto la necesitamos en este invierno eclesial que vivimos en Occidente! Solo la oración constante de la Iglesia, la humilde paciencia del sembrador y la docilidad al Espíritu pueden alcanzar tal gracia.

2. El Pentecostés del mundo

La efusión del Espíritu se extiende a toda la creación. Él es “el que da la vida y santifica el universo” (Plegaria Eucarística III). Es Él quien “lleva el polen de la primavera al corazón de la historia y de todas las cosas” (Ermes Ronchi). Por eso, con el salmista, invocamos el Pentecostés sobre toda la tierra: “Envía tu Espíritu, Señor, y renueva la faz de la tierra.” (Salmo 103/104)
Esta debería ser una oración típica y habitual del cristiano: invocar el Pentecostés sobre el mundo, sobre las dinámicas que rigen nuestra vida social, sobre los acontecimientos de la historia. Todos se quejan de “cómo está el mundo”, del “mal espíritu” que lo mueve… pero ¿cuántos de nosotros invocamos realmente al Espíritu sobre las personas, las situaciones y los hechos de nuestra vida diaria?

3. El Pentecostés de los carismas o del servicio

El apóstol Pablo, en la segunda lectura (1 Corintios 12), nos llama la atención sobre otra manifestación del Espíritu: los carismas.
“Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu… A cada uno se le concede la manifestación del Espíritu para el bien común…”
Hoy se habla mucho de los carismas y del reparto de los servicios eclesiales, pero hay una creciente y preocupante desafección entre las generaciones más jóvenes. El sacramento de la confirmación —el “Pentecostés personal”, que debería ser el paso hacia una participación plena en la vida de la Iglesia— es, tristemente, a menudo el momento del abandono. Es un signo claro de que hemos fallado en el objetivo de la iniciación cristiana. ¿Qué hacer entonces? La Iglesia debe dotarse de un oído extremadamente fino y reforzar sus antenas para captar la Voz del Espíritu en este momento concreto de su historia. Me atrevo a decir que el problema más grave es la mediocridad espiritual de nuestras comunidades. Preocupadas por mantener la ortodoxia y el orden litúrgico, hemos perdido de vista lo esencial: la experiencia de la fe.

4. El Pentecostés del domingo

La liturgia nos vuelve a proponer el evangelio de la aparición de Jesús resucitado en la tarde del Domingo de Pascua (Juan 20,19-23), un evangelio cargado de resonancias pascuales:
“Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos por miedo a los judíos, llegó Jesús, se puso en medio y les dijo: ‘La paz esté con vosotros.’ Y diciendo esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: ‘La paz esté con vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.’ Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.’”
Este evangelio es conocido como el “pequeño Pentecostés” del evangelio de san Juan, porque aquí Pascua y Pentecostés coinciden. El Resucitado entrega el Espíritu la misma tarde de Pascua. Todo este contexto evoca la asamblea dominical y la Eucaristía. Es ahí donde el Espíritu “aleteaba sobre las aguas” (Génesis 1,2) del caos y del miedo a la muerte, y aporta paz, armonía y alegría de vivir. El papel central del Espíritu debe ser redescubierto. Este es su tiempo. Sin Él, no podemos proclamar que “Jesús es el Señor” (1 Corintios 12,3), ni clamar “¡Abbá, Padre!” (Gálatas 4,6). No hay Eucaristía sin la acción del Espíritu. Por eso, entremos en la Eucaristía suplicando desde el corazón:
¡Ven, ven, Espíritu Santo!

Para concluir: ¿cómo navegas tú en el mar de la vida, a remo o a vela?
Respiramos al Espíritu Santo. Él es el oxígeno del cristiano. Sin Él, la vida cristiana es ley y deber, es remar constantemente con esfuerzo y cansancio. Con Él, es la alegría de vivir y amar, es la ligereza de navegar con el viento en popa. Ahora que, tras el tiempo pascual, volvemos al tiempo ordinario y a la rutina de la vida, ¿cómo te preparas para navegar: con la fuerza de tus brazos o dejándote llevar por el Viento que sopla en la vela desplegada de tu corazón?

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


Reciban el Espíritu Santo
P. Enrique Sánchez G., mccj

Al anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presento Jesús en medio de ellos y les dijo: “la paz esté con ustedes”. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Cuando los discípulos vieron al Señor, se llenaron de alegría. De nuevo les dijo Jesús: “La Paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo”. Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban al Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar”.
(Juan 20, 19-23)

El atardecer de aquel día, nadie lo pudo olvidar y seguramente no fue por el espectáculo del sol que coloreaba el horizonte y el paisaje de los alrededores de Jerusalén. No lo era, tampoco, por la vida que reprendía su ritmo después de los trágicos acontecimientos que habían sucedido y que habían dejado consternados a muchos de los que habían andado acompañando a Jesús durante los últimos tres años de su ministerio.

Muchos se preguntaban todavía, cómo había podido suceder y cómo, la ceguera y la exaltación absurda de una multitud fuera de control, había podido dar muerte a alguien que había transcurrido su vida pasando por todas partes haciendo el bien. El miedo y la amenaza se respiraban aún en el ambiente y la prudencia o el temor habían hecho que los discípulos más cercanos de Jesús se encerraran bajo llave, esperando tiempos mejores o simplemente tratando de entender lo que la razón no se explicaba.

Todo parecía haberse derrumbado de un golpe, habían bastado pocas horas, unos juicios sumarios, unas acusaciones sin fundamento, una falta de voluntad para reconocer la verdad y la manipulación de una turba incontrolada para llevar a la cruz a quien no había buscado otra cosa sino hacer entender que Dios nos ama.

El pecado, lo que destruye y divide, lo que humilla al ser humano, lo que encandila y engaña, lo que enaltece la soberbia y obstruye el sano fluir de lo que nos hace hermanos. El pecado, se levantaba queriendo imponer su voz de victoria y con el temor enredaba los corazones de quienes parecían condenados a vivir hundidos en la desesperanza, en la esclavitud, en la violencia y en el dolor que hacen de la vida un peregrinar de tristeza y desconsuelo, de lágrimas y de tragos amargos.

Ahí, en donde los corazones no encontraban los consuelos humanos capaces de despejarles los horizontes oscurecidos por la incertidumbre de un futuro aparentemente condenado al fracaso y a la desilusión; ahí apareció Jesús con sus palabras de consuelo y con el don de la paz.

Que nada los ofusque, que sus ojos paren de llorar, que sus rostros se deshagan de las expresiones de tristeza, que sus corazones vuelvan a latir al ritmo del entusiasmo y del optimismo. Que la paz esté con ustedes.

Esa paz que nadie se las podrá arrebatar, porque es el don de Dios para sus vidas. La paz que permite ver el futuro con confianza, porque su Padre Dios sigue creyendo y sigue apostando por ustedes. Porque no existe nada ni nadie que pueda separarles del amor del Padre, porque no hay pecado que sea más fuerte que la misericordia que Dios no se cansa de derramar sobre sus corazones.

Sí, aquella tarde fue inolvidable, porque la presencia de Jesús entre los suyos había venido a recordar que la muerte, que su muerte, no había sido más que la exigencia del amor que se demuestra verdadero sólo cuando va hasta las últimas consecuencias.

Jesús había muerto, pero la muerte no había podido cantar victoria, pues con su entrega total había hecho que se demostrara que la vida de Dios estará siempre por encima de todas las muertes. Nadie se permitiría jamás olvidar el caer de aquel día que, mientras las tinieblas de la noche anunciaban su llegada, la luz del resucitado hacía resplandecer con su presencia. Presencia que se convertiría en la alegría de quienes se habían resistido a creer que todo había terminado y que Jesús había sido una bella fantasía.

Ahora sí les parecía estar soñando, cuando de la boca de Jesús salieron aquellas palabras que anunciaban el don del Espíritu Santo. Reciban al Espíritu Santo. Esa fue la palabra más bella que habían oído en aquella tarde y que permanecería en sus corazones por el resto de sus vidas.

Aquel anuncio había resonado en lo más profundo de cada uno de ellos como si hubiesen escuchado las palabras de un albacea que les informaba la fortuna que habían recibido en una herencia inesperada. Reciban al Espíritu Santo, a aquel que el mismo Jesús había presentado como el consolador, el abogado, el dador de todos los dones de Dios.

Se trataba del Espírito que todos sabían que era la presencia del amor del Padre; el Dios mismo que desde aquel momento se quedaría en medio de ellos y de todos los que vendrían después y que sabrían poner en él su confianza y su esperanza. Era el Espíritu, a través del cual Dios seguiría manifestando su ternura y su búsqueda incansable de cada ser humano, con el único anhelo de encontrar un rinconcito en donde habitar en esta humanidad, aunque tuviese que esperar una eternidad.

Como el Padre me envió, así los envío yo a ustedes. Sí vayan y sean testigo del Espíritu que los habita. Vayan y no se cansen de decir al mundo que Dios sigue presente y que no ha cambiado sus planes de amor para con esta humanidad, a veces tan enredada en su miserias y en sus pobrezas. Vayan y digan con sus vidas que Dios no se ha casado de ser misericordioso y que no existe mal que no haya sido vencido.

Vayan y anuncien la presencia del Espíritu Santo que hace todas las cosas nuevas, que llena de amor las existencias, que hace resplandecer la alegría en los rostros de quienes saben abrir el corazón a su presencia, que llena de vida a quienes con humildad saben invocarlo diciendo: Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende el fuego de tu amor. Ven consolador que cambia nuestros lutos en fiesta, que sana las heridas de la debilidad y del pecado. Ven tú que eres dador de los dones que sólo el Padre dispone. Ven tú que eres la vida de Dios que nuestros corazones anhelan. Simplemente ven.


NECESITADOS DE SALVACIÓN
José A. Pagola

El Espíritu Santo de Dios no es propiedad de la Iglesia. No pertenece en exclusiva a las religiones. Hemos de invocar su venida al mundo entero tan necesitado de salvación.

Ven Espíritu creador de Dios. En tu mundo no hay paz. Tus hijos e hijas se matan de manera ciega y cruel. No sabemos resolver nuestros conflictos sin acudir a la fuerza destructora de las armas. Nos hemos acostumbrado a vivir en un mundo ensangrentado por las guerras. Despierta en nosotros el respeto a todo ser humano. Haznos constructores de paz. No nos abandones al poder del mal.

Ven Espíritu liberador de Dios. Muchos de tus hijos e hijas vivimos esclavos del dinero. Atrapados por un sistema que nos impide caminar juntos hacia un mundo más humano. Los poderosos son cada vez más ricos, los débiles cada vez más pobres. Libera en nosotros la fuerza para trabajar por un mundo más justo. Haznos más responsables y solidarios. No nos dejes en manos de nuestro egoísmo.

Ven Espíritu renovador de Dios. La humanidad está rota y fragmentada. Una minoría de tus hijos e hijas disfrutamos de un bienestar que nos está deshumanizando cada vez más. Una mayoría inmensa muere de hambre, miseria y desnutrición. Entre nosotros crece la desigualdad y la exclusión social. Despierta en nosotros la compasión que lucha por la justicia. Enséñanos a defender siempre a los últimos. No nos dejes vivir con un corazón enfermo.

Ven Espíritu consolador de Dios. Muchos de tus hijos e hijas viven sin conocer el amor, el hogar o la amistad. Otros caminan perdidos y sin esperanza. No conocen una vida digna, solo la incertidumbre, el miedo o la depresión. Reaviva en nosotros la atención a los que viven sufriendo. Enséñanos a estar más cerca de quienes están más solos. Cúranos de la indiferencia.

Ven Espíritu bueno de Dios. Muchos de tus hijos e hijas no conocen tu amor ni tu misericordia. Se alejan de Ti porque te tienen miedo. Nuestros jóvenes ya no saben hablar contigo. Tu nombre se va borrando en las conciencias. Despierta en nosotros la fe y la confianza en Ti Haznos portadores de tu Buena Noticia. No nos dejes huérfanos.

Ven Espíritu vivificador de Dios. Tus hijos e hijas no sabemos cuidar la vida. No acertamos a progresar sin destruir, no sabemos crecer sin acaparar. Estamos haciendo de tu mundo un lugar cada vez más inseguro y peligroso. En muchos va creciendo el miedo y se va apagando la esperanza. No sabemos hacia dónde nos dirigimos. Infunde en nosotros tu aliento creador. Haznos caminar hacia una vida más sana. No nos dejes solos. ¡Sálvanos!

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DONES DEL ESPÍRITU Y DIGNIDAD HUMANA
José-Román Flecha Andrés

Con motivo de la fiesta de Pentecostés en muchos ambientes existe la costumbre de regalar a los demás una estampa, una imagen o una tablilla que recuerda uno u otro de los dones del Espíritu Santo. A muchos puede parecerles un gesto infantil, superfluo y anticuado. Y eso por varias razones.

En primer lugar porque la misma palabra ha caído en desuso. Hoy no se habla de dones, sino de regalos. Y aun esa palabra resulta sospechosa. En este mundo, tan marcado por el signo del interés, es muy difícil que alguien regale algo a una persona con el tono de la más exquisita gratuidad. La experiencia ha generado aquel refrán que dice: “El que regala bien vende, si el que lo recibe lo entiende”.

Y si esto pasa en las relaciones humanas, más difícil aún es la reflexión sobre los dones divinos. Hoy hemos caído en la tentación de la autosuficiencia. Pensamos que no necesitamos los dones de Dios, porque nos bastamos a nosotros mismos. Creemos que nuestra astucia, nuestro ingenio o nuestra experiencia nos ayudarán a prevenir los peligros, a evitarlos, a superarlos en el momento oportuno.

No es verdad. Accidentes de trabajo o de tráfico, enfermedades imprevistas, abandono de las personas que amábamos, desprecios inexplicables por parte de nuestros colegas y amigos. Todo debería llevarnos a recordar nuestra finitud, por decirlo con una palabra que nos recuerda el pensamiento de Paul Ricoeur.

Pues bien, la fiesta de Pentecostés trae a nuestra memoria y a nuestras celebraciones cristianas la presencia del Espíritu, el verdadero don de Dios, y el regalo de su dones. No nos vendría mal recordar el texto del profeta Isaías en el que se anuncian los dones que enriquecerán la vida del Mesías.

Aquel elenco de los dones mesiánicos nos ayuda a comprender que toda nuestra vida es una espléndida cadena de dones de Dios. El Espíritu se hace presente con sus dones en cada uno de los momentos de nuestra vida. Bastaría dejar de caminar distraídos para quedar maravillados.

A los cincuenta años de la canonización de san Juan de Ávila, podemos recordar la belleza y profundidad de un sermón que él predicó en la fiesta de Pentecostés:

“¡Oh mercedes grandes de Dios! ¡Oh maravillas grandes de Dios! ¡Quién os pudiese dar a entender lo que perdéis y también os diese a entender cuán presto lo podríades ganar! Gran mal y pérdida es no conocer tal pérdida, y muy mayor pudiéndola remediar, no la remediar. Quiérete Dios bien. Quiérete hacer mercedes, quiérete enviar su Espíritu Santo. Quiere henchirte de sus dones y gracias, y no sé por qué pierdes tal Huésped. ¿Por qué consientes tal? ¿Por qué lo dejas pasar? ¿Por qué no te quejas? ¿Por qué no das voces?”

Esta fiesta del Espíritu Santo nos ayuda a descubrir con alegría y gratitud que reconocer, aceptar y agradecer los dones de Dios no disminuye nuestra dignidad, sino que la revela,  la sostiene y la manifiesta.

todo lo que somos y tenemos es fruto del Espíritu, porque es la forma en que Jesús resucitado sigue presente entre nosotros.

¿Cómo comenzó la historia? Dos versiones muy distintas.

Si a un cristiano con mediana formación religiosa le preguntan cómo y cuándo vino por vez primera el Espíritu Santo, lo más probable es que haga referencia al día de Pentecostés. Y si tiene cierta cultura artística, recordará el cuadro de El Greco, aunque quizá no haya advertido que, junto a la Virgen, está María Magdalena, representando al resto de la comunidad cristiana (ciento veinte personas según Lucas).

Pero hay otra versión muy distinta: la del evangelio de Juan.

La versión de Lucas (Hechos de los apóstoles 2,1-11)

Lucas es un entusiasta del Espíritu Santo. Ha estudiado la difusión del cristianismo desde Jerusalén hasta Roma, pasando por Siria, la actual Turquía y Grecia. Conoce los sacrificios y esfuerzos de los misioneros, que se han expuesto a bandidos, animales feroces, viajes interminables, naufragios, enemistades de los judíos y de los paganos, para propagar el evangelio. ¿De dónde han sacado fuerza y luz?  ¿Quién les ha enseñado a expresarse en lenguas tan diversas? Para Lucas, la respuesta es clara: todo eso es don del Espíritu.

Por eso, cuando escribe el libro de los Hechos, desea inculcar que su venida no es solo una experiencia personal y privada, sino de toda la comunidad. Algo que se prepara con un largo período (¡cincuenta días!) de oración, y que acontecerá en un momento solemne, en la segunda de las tres grandes fiestas judías: Pentecostés. Lo curioso es que esta fiesta se celebra para dar gracias a Dios por la cosecha del trigo, inculcando al mismo tiempo la obligación de compartir los frutos de la tierra con los más débiles (esclavos, esclavas, levitas, emigrantes, huérfanos y viudas).

En este caso, quien empieza a compartir es Dios, que envía el mayor regalo posible: su Espíritu. El relato de Lucas contiene dos escenas (dentro y fuera de la casa), relacionadas por el ruido de una especie de viento impetuoso.

Dentro de la casa, el ruido va acompañado de la aparición de unas lenguas de fuego que se sitúan sobre cada uno de los presentes. Sigue la venida del Espíritu y el don de hablar en distintas lenguas. ¿Qué dicen? Lo sabremos al final.

Fuera de la casa, el ruido (o la voz de la comunidad) hace que se congregue una multitud de judíos de todas partes del mundo. Aunque Lucas no lo dice expresamente, se supone que la comunidad ha salido de la casa y todos los oyen hablar en su propia lengua. Desde un punto de vista histórico, la escena es irreal. ¿Cómo puede saber un elamita que un parto o un medo está escuchando cada uno su idioma? Pero la escena simboliza una realidad histórica: el evangelio se ha extendido por regiones tan distintas como Mesopotamia, Judea, Capadocia, Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, Libia y Cirene, y sus habitantes han escuchado su proclamación en su propia lengua. Este “milagro” lo han repetido miles de misioneros a lo largo de siglos, también con la ayuda del Espíritu. Porque él no viene solo a cohesionar a la comunidad internamente, también la lanza hacia fuera para que proclame «las maravillas de Dios».

La versión de Juan 20, 19-23

Muy distinta es la versión que ofrece el cuarto evangelio. En este breve pasaje podemos distinguir cuatro momentos: el saludo, la confirmación de que es Jesús quien se aparece, el envío y el don del Espíritu.

El saludo es el habitual entre los judíos: “La paz esté con vosotros”. Pero en este caso no se trata de pura fórmula, porque los discípulos, muertos de miedo a los judíos, están muy necesitados de paz.

Esa paz se la concede la presencia de Jesús, algo que parece imposible, porque las puertas están cerradas. Al mostrarles las manos y los pies, confirma que es realmente él. Los signos del sufrimiento y la muerte, los pies y manos atravesados por los clavos, se convierten en signo de salvación, y los discípulos se llenan de alegría.

Todo podría haber terminado aquí, con la paz y la alegría que sustituyen al miedo. Sin embargo, en los relatos de apariciones nunca falta un elemento esencial: la misión. Una misión que culmina el plan de Dios: el Padre envió a Jesús, Jesús envía a los apóstoles. [Dada la escasez actual de vocaciones sacerdotales y religiosas, no es mal momento para recordar otro pasaje de Juan, donde Jesús dice: “Rogad al Señor de la mies que  envíe operarios a su mies”].

El final lo constituye una acción sorprendente: Jesús sopla sobre los discípulos. No dice el evangelistas si lo hace sobre todos en conjunto o lo hace uno a uno. Ese detalle carece de importancia. Lo importante es el simbolismo. En hebreo, la palabra ruaj puede significar “viento” y “espíritu”. Jesús, al soplar (que recuerda al viento) infunde el Espíritu Santo. Este don está estrechamente vinculado con la misión que acaban de encomendarles. A lo largo de su actividad, los apóstoles entrarán en contacto con numerosas personas; entre las que deseen hacerse cristianas habrá que distinguir entre quiénes pueden aceptadas en la comunidad (perdonándoles los pecados) y quiénes no, al menos temporalmente (reteniéndoles los pecados).

Resumen

Estas breves ideas dejan clara la importancia esencial del Espíritu en la vida de cada cristiano y de la Iglesia. El lenguaje posterior de la teología, con el deseo de profundizar en el misterio, ha contribuido a alejar al pueblo cristiano de esta experiencia fundamental. En cambio, la preciosa Secuencia de la misa ayuda a rescatarla. Hoy es buen momento para pensar en lo que hemos recibido del Espíritu y lo que podemos pedirle que más necesitemos.

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EL ESPÍRITU: ESPERANZA DE UN MUNDO NUEVO
Fernando Armellini

Estamos en la Última Cena y los discípulos se han dado cuenta ya de que Jesús está a punto de dejarlos. Sus corazones están turbados y se preguntan tristemente qué sentido podrá tener vivir sin Él. Jesús los tranquiliza asegurándoles, ante todo, mantenerse fieles a su propuesta de vida (v. 15). El Amor será la señal de que están en sintonía con Él. Después, les promete que no los dejará solos, sin protección y sin guía. Rezará al Padre y éste les enviará “otro defensor que esté siempre con ustedes” (v. 16).

Es la promesa del don del Espíritu Santo que Jesús posee ya en plenitud (cf. Lc 4,1.14.18) y que será derramado sobre los discípulos. El Espíritu es llamado Consolador, pero esta palabra no es una muy buena traducción del griego parákletos. Paracleto es un término tomado del lenguaje forense e indica “aquel que es llamado al lado del acusado”, el defensor, el ´socorredor´ de quien se encuentra en dificultad. En este sentido, también Jesús es paráclito, como nos recuerda Juan en su primera Carta: “Hijos míos, les escribo esto para que no pequen. Pero si alguien peca, tenemos un abogado (paráclito) ante el Padre, Jesucristo, el Justo” (1 Jn 2,1).

Jesús es paráclito en cuanto abogado nuestro ante el Padre, no porque nos defiende de la ira de Dios –el Padre nunca está en contra nuestra sino siempre a nuestro favor– sino porque nos protege de nuestro acusador, de nuestro adversario: el pecado. El enemigo es el pecado y Jesús sabe cómo reducirlo a la impotencia. Ahora promete otro paráclito que no tiene la tarea de substituirlo a Él sino la de llevar a cumplimiento su misma misión. El Espíritu es paráclito porque viene en auxilio de los discípulos en su lucha contra el mundo, es decir, contra las fuerzas del mal (cf. Jn 16,7-11).

En este punto surge una pregunta: si el Paráclito es un defensor tan potente, ¿por qué sigue prevaleciendo el mal sobre el bien? ¿Por qué nos domina el pecado tan frecuentemente? También los cristianos del Asia Menor, a finales del siglo I, se preguntaban por qué el mundo nuevo no se imponía inmediatamente y de modo prodigioso. A estas dudas e incertidumbres Jesús contesta: “Si alguien me ama cumplirá mi palabra, mi Padre lo amará, vendremos a él y habitaremos en él” (v. 23).

Jesús quiere manifestarse, juntamente con el Padre, no a través de milagros, sino viniendo a morar entre sus discípulos. Los israelitas entendían que el lugar de la presencia de Dios era el templo de Jerusalén. Sin embargo, ya en tiempos del rey Salomón había surgido la duda de que una casa construida por manos humanas pudiera contener al Señor del universo (cf. 2 Re 8,27). Dios había prometido por boca de los profetas que vendría a habitar en medio de su pueblo: “Festeja y aclama, joven Sion, que yo vengo a habitar en ti” (Zac 2,14). No se refería a un santuario material. Es en el Hombre-Jesús en quien Dios ha realizado la Promesa y se ha hecho presente (cf. Jn 1,1-14). Ahora, asegura Jesús, Dios establece su morada y se hace visible en aquel que ama como Él ha amado. Por esto no es difícil reconocer si y cuándo está presente en un hombre el maligno y cuándo, por el contrario, están presenten y actúan Jesús y el Padre.

En el último versículo, Jesús promete el Espíritu Santo, el Paráclito “que les enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho” (v. 26). Jesús ha dicho todo, no se ha olvidado de nada; sin embargo, es necesario que el Espíritu continúe enseñando porque el Señor no ha podido explicitar todas las consecuencias y las aplicaciones concretas de su mensaje. En la historia del mundo, Él lo sabía, los discípulos se encontrarían con situaciones e interrogantes siempre nuevos a los que tendrían que responder de acuerdo con el Evangelio. Jesús asegura: Si se mantienen en sintonía con los impulsos del Espíritu presente en ustedes, encontrarán siempre la respuesta conforme a su enseñanza.

El Espíritu pedirá frecuentemente cambios de rumbo, tan inesperados como radicales, pero no conducirá por caminos diferentes a los indicados por Jesús. A la luz de la Escritura, el verbo enseñar tiene, sin embargo, un sentido más profundo. El Espíritu no enseña como el profesor cuando imparte sus lecciones en clase. Él enseña de manera dinámica, se convierte en impulso interior, conduce de modo irresistible hacia la dirección justa, estimula al bien, induce a tomar decisiones de acuerdo con el Evangelio.

“El Espíritu… los guiará hasta la verdad plena” (Jn 16,13), afirma Jesús una vez más durante la Última Cena. Y en su primera Carta, Juan explica: “Conserven la unción que recibieron de Jesucristo y no tendrán necesidad de que nadie les enseñe; porque su unción, que es verdadera e infalible, los instruirá acerca de todo. Ahora, hijitos, permanezcan con él” (1 Jn 2,27).

La segunda tarea del Espíritu es la de recordar. Hay muchas palabras de Jesús que, aun encontrándose en los evangelios, corren el riesgo de pasar desapercibidas u olvidadas. Eso ocurre, sobre todo, con aquellas propuestas que no son fáciles de asimilar porque contradicen el ‘sentido común’ del mundo. Son éstas las que tienen necesidad de ser recordadas continuamente.

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El Espíritu relanza constantemente la Misión
Romeo Ballan, MCCJ

La fiesta judía de Pentecostés – siete semanas, o sea, 50 días después de Pascua – en un principio era la fiesta de la siega del trigo (cfr Ex 23,16; 34,22). Más tarde, se asoció a ella el recuerdo de la promulgación de la Ley en el Sinaí. De fiesta agrícola, Pentecostés pasó a ser progresivamente una fiesta histórica: un memorial de los grandes momentos de la alianza de Dios con su pueblo (ver Noé, Abrahán, Moisés; Jeremías 31,31-34; Ezequiel 36,24-27). Además de un cambio en el calendario, es importante notar la nueva perspectiva con respecto a la Ley y al modo de entender y vivir la alianza. La ley era un don del que Israel estaba orgulloso, pero se trataba de una etapa transitoria, insuficiente.

Era preciso avanzar hacia la interiorización de la ley, un camino que alcanza su cumbre en el don del Espíritu Santo, que se nos ha dado, en lugar de la ley, como verdadero y definitivo principio de vida nueva. El Pentecostés cristiano celebra el don del Espíritu, “que es Señor y dador de vida” (Credo). Alrededor de la Ley, Israel se formó como pueblo. En la nueva familia de Dios, la cohesión ya no viene de un ordenamiento exterior, por excelente que este sea, sino desde dentro, desde el corazón, en virtud del amor que el Espíritu nos da, “porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo” (Rom 5,5). Gracias a Él (II lectura) “somos hijos de Dios” y exclamamos: “¡Abá, Padre!”. Somos el pueblo de la nueva alianza, llamados a vivir una vida nueva, en virtud del Espíritu, que nos hace familia de Dios, con la dignidad de hijos y herederos (v. 14-17). A esta dignidad debe corresponder un estilo de vida coherente. San Pablo describe dos estilos de vida opuestos, según la opción de cada uno: la vida según la carne y la vida según el Espíritu (v. 8-13).

El Espíritu hace caminar a las personas y a los grupos humanos, renovándolos y transformándolos desde dentro. El Espíritu abre los corazones, los purifica, los sana y los reconcilia, hace superar las fronteras, lleva a la comunión. Es Espíritu de unidad-fe-amor, en la pluralidad de carismas y de culturas, como se ve en el evento de Pentecostés (I lectura), en el cual se armonizan la unidad y la pluralidad, ambos dones del mismo Espíritu. Pueblos diversos entienden un único lenguaje: el mapa de las naciones debe convertirse en casa común para “hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua” (v. 11). S. Pablo atribuye claramente al Espíritu la capacidad de hacer que la Iglesia sea una y plural en la diversidad de carismas, ministerios y servicios (cfr 1 Cor 12,4-6). La Iglesia tiene que afrontar el desafío permanente de ser católica y misionera: ayudar a la familia humana a pasar de Babel a Pentecostés, de gueto a campo abierto, por el dinamismo del Espíritu.

El Espíritu, que se manifiesta como viento, fuego, don de lenguas, es el Espíritu de la misión universal. Él es el protagonista de la misión (cfr RMi cap. III; EN 75s), que Jesús confía a sus apóstoles y a sus sucesores. Para llevar a cabo esta misión, el Espíritu está siempre cercano y activo, como asegura Jesús en cinco ocasiones durante el largo discurso después de la Cena (Jn 14,16-17; 14,26; 15,26; 16,7-11; 16,13-15). Es el Espíritu Consolador (Evangelio) que permanece con nosotros siempre, que mora en el que ama (v. 16.23); es el Maestro que lo enseña todo y nos va recordando todo lo que Jesús nos ha dicho (v. 26). En Pentecostés los apóstoles entendieron, por fin, las palabras de Jesús que los ha enviado: vayan al mundo entero, hagan de todos los pueblos una sola familia.

Un profeta moderno de la misión y de la unidad de los cristianos ha sido ciertamente Atenágoras, Patriarca de Estambul, hombre lleno del Espíritu, como se ve también en estas afirmaciones:

«Sin el Espíritu Santo Dios está lejos – Cristo queda en el pasado – el Evangelio es letra muerta – la Iglesia es simple organización – la autoridad es dominio – el culto es evocación arcaica – la conducta cristiana es moral de esclavos – la misión es propaganda…

«Con el Espíritu Santoel cosmos está involucrado en la generación del Reino – Cristo resucitado está presente – el Evangelio es fuerza y vida – la Iglesia es signo de la comunión trinitaria – la autoridad es servicio – la liturgia es memorial y primicia – la conducta humana se deifica – la misión es un Pentecostés».

Ascensión del Señor. Año C

En camino a Pentecostés
La Ascensión del Señor
P. Enrique Sánchez G. Mccj

“En aquel tiempo, Jesús se apareció a sus discípulos y les dijo: “Está escrito que el Mesías tenía que padecer y había de resucitar de entre los muertos al tercer día, y que en su nombre se había de predicar a todas as naciones comenzando por Jerusalén la necesidad de volverse a Dios y el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de esto. Ahora yo le voy a enviar al que mi Padre les prometió. Permanezcan, pues, en la ciudad hasta que reciban la fuerza de lo alto”. Después salió con ellos fuera de la ciudad hacia un lugar cercano de Betania; levantando las manos, los bendijo, y mientras los bendecía, se fue apartando de ellos y elevando al cielo. Ellos, después de adorarlo, regresaron a Jerusalén, llenos de gozo, y permanecían constantemente en el templo, alabando al Señor. (Lucas 24, 46-53)

El momento de la Ascensión del Señor parece marcar un punto de llegada y, al mismo tiempo, una etapa nueva en la vida de sus discípulos. Una etapa que inicia después de haber vivido momentos tan fuertes e importantes acompañando a Jesús que ya no pudieron alejarse de él.

Se quedaron para siempre con él, aunque su presencia física se convirtió en una ausencia que fue colmada con el recuerdo alegre de haber encontrado a quien les cambió la vida. El día de la Ascensión es vivido como la jornada en que se anuncia de nuevo el misterio Pascual del Señor. El misterio que contiene la experiencia más profunda que un ser humano pueda hacer y que le permite entender hasta dónde ha
llegado el amor de Dios por sus hijos.

Jesús que padeció la tragedia de la pasión, que fue clavado en la cruz, como si hubiese sido uno de los peores criminales de su tiempo; ese Jesús es el mismo que ha vencido a la muerte y Dios lo ha resucitado y lo ha puesto en medio de la historia humana para que todo persona que crea en él viva y sea salvada por siempre.

Este es el Kerygna, el anuncio que cambió la historia a todas aquellas personas que han tenido la sencillez y la humildad de reconocer a Jesús como su señor y salvador. Esa es la Buena Noticia que Jesús nos deja como única herencia en la cima de la pequeña montaña desde subió al cielo.

En aquel lugar resuenan para siempre sus últimas palabras enviando a sus discípulos como misioneros y testigos por todo el mundo, enviándolos como continuadores de una misión que no acaba de terminar, simple y sencillamente porque Dios no se ha cansado de amarnos. “Ustedes son testigos de esto”.

Hoy, a nosotros, nos toca ser testigos, nos toca decir con nuestras vidas, que Dios ha cumplido sus promesas y en Jesús Resucitado nos ha dejado la posibilidad de vivir reconciliados, redimidos y salvados de todo aquello que podría mantenernos bajo el yugo de la esclavitud, de la miseria y del pecado.

Con la Ascensión, podríamos decir, concluye la obra de Jesús que durante tres años y poco más se dedicó en cuerpo y alma a anunciar la llegada del Reino de Dios entre nosotros. Ese día se cerraba una experiencia que había llevado a Jesús hasta los rincones más lejanos de la miseria humana, convirtiéndola en un mundo nuevo, transformado por el anuncio de su Palabra y por los signos y milagros que mostraron la misericordia y la bondad de Dios para con su pueblo.

En la montaña de la Ascensión Jesús se revela, una vez más, como el Hijo amado del Padre que nos fue entregado como el don más bello de Dios a la humanidad. Ahí se rasgaron los cielos y se abrió la gloria para acoger al Señor que, habiendo llevado a cabo a la perfección la voluntad de su Padre, volvía llevando en su corazón a quienes habían creído en él.

Esa imagen, viendo a Jesús subiendo al cielo, seguramente quedó impresa en lo más profundo de los discípulos que lo habían acompañado en el último día de su presencia terrena. Esa misma imagen sigue siendo anuncio que interpela y que toca el corazón de muchos de nosotros y de nuestros contemporáneos. Toca el corazón de todos aquellos que reconocen a Jesús en sus vidas como Buena Noticia que llena de confianza y de esperanza en el presente y en la contemplación del futuro.
Cristo ha padecido, ha muerto y ha resucitado para que el dominio de la muerte ya no tenga la última palabra. De esa manera ha cumplido su misión en esta tierra, recordándonos que él ha venido como mensajero de la vida. “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”.

El día de la Ascensión de Jesús a los cielos se cumplió el proyecto de Dios que lo movió un día a emprender el camino que lo trajo a poner su morada entre nosotros y el día en que decidió asumir nuestra condición humana para hacerse uno de nosotros. Sobre ese monte Jesús pudo decir: Padre, todo está cumplido, he llevado a termino tu voluntad.

Ahora Jesús puede volver a su Padre, al lugar que le correspondía desde toda la eternidad, porque su misión ha terminado y ha terminado bien.

A partir de ese día ya no hay pretextos para ignorar o para sacar a Dios de nuestro peregrinar por este mundo. Sólo en él podemos ser salvados y sólo él puede darle sentido a aquello que nos va tocando afrontar cada día en un mundo que se obstina por negar la bondad de Dios que se ha manifestado en su Hijo.

Con el mundo y sus propuestas se nos quiere obligar a mantener nuestra mirada en el suelo, perdidos en nuestras pequeñas necesidades. Jesús nos obliga a elevar nuestra mirada para seguirlo hasta el infinito, prometiéndonos entrar en la gloria de su Padre. Así lo pidió en su oración cuando decía: “Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar volveré de nuevo y los llevaré conmigo, para que donde yo estoy estén
también ustedes” (Juan 14, 3)

En aquella pequeña colina, cercana al caserío de Betania, existe hasta nuestros días el lugar en donde la tradición recuerda al Señor desapareciendo a los ojos de sus discípulos; pero, al mismo tiempo es ahí en donde da inicio una etapa nueva en la historia de nuestra salvación. Es ahí en donde los discípulos reciben la bendición del Señor, asegurándoles con ella que no los dejaría huérfanos. Ahí les anuncia la llegada del Espíritu Santo que asumirá el relevo. Será él quien acompañará a la comunidad cristiana hasta
los últimos días de nuestra historia.

En compañía y asistidos por la presencia del Espíritu, toca ahora volver a lo ordinario de la vida, a lo cotidiano de nuestro quehacer humano; ahí en donde la vida nos seguirá desafiando y provocando para que abramos nuestro corazón a la presencia del Señor. La experiencia de la Ascensión del Señor se convierte en un momento de alegría que se prolongará en el tiempo por la certeza de no ir solos por el camino.

De ahora en adelante la vida de todo creyente no podrá ser más que tiempo transcurrido en el gozo y en el deseo profundo de vivir alabando al Señor en todos los momentos de la vida. A partir de ese día el Espíritu Santo nos ha tomado bajo su protección y su guía y ahora, nos toca continuar el camino sostenidos por la confianza y el optimismo que nos da el saber que estamos en buenas manos.

Guiados por el Espíritu, nos toca vivir todo lo que hemos aprendido, lo que hemos descubierto y de lo que nos hemos enriquecido con la cercanía de Jesús en nuestras vidas. Ahora es el tiempo en que nos corresponde tomar en serio las convicciones de fe que han ido forjando nuestro corazón. Es tiempo para abrirnos a lo inaudito de Dios que nos irá sorprendiendo cada día con signos nuevos de su presencia.

Hasta que podamos entrar, también nosotros, a su gloria y ocupemos el lugar que Jesús nos tiene preparado, sin olvidar que tenemos que vivirlo desde ahora, aunque nos toque pasar por momentos de oscuridad y de esfuerzo que exigen una confianza sin límites y una fe que seguramente se transformará en fuente de alegría.


LA BENDICIÓN DE JESÚS
José A. Pagola

Son los últimos momentos de Jesús con los suyos. Enseguida los dejará para entrar definitivamente en el misterio del Padre. Ya no los podrá acompañar por los caminos del mundo como lo ha hecho en Galilea. Su presencia no podrá ser sustituida por nadie.

Jesús solo piensa en que llegue a todos los pueblos el anuncio del perdón y la misericordia de Dios. Que todos escuchen su llamada a la conversión. Nadie ha de sentirse perdido. Nadie ha de vivir sin esperanza. Todos han de saber que Dios comprende y ama a sus hijos e hijas sin fin. ¿Quién podrá anunciar esta Buena Noticia?

Según el relato de Lucas, Jesús no piensa en sacerdotes ni obispos. Tampoco en doctores o teólogos. Quiere dejar en la tierra “testigos”. Esto es lo primero: “vosotros sois testigos de estas cosas”. Serán los testigos de Jesús los que comunicarán su experiencia de un Dios bueno y contagiarán su estilo de vida trabajando por un mundo más humano.

Pero Jesús conoce bien a sus discípulos. Son débiles y cobardes. ¿Dónde encontrarán la audacia para ser testigos de alguien que ha sido crucificado por el representante del Imperio y los dirigentes del Templo? Jesús los tranquiliza: “Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido”.  No les va a faltar la “fuerza de lo alto”. El Espíritu de Dios los defenderá.

Para expresar gráficamente el deseo de Jesús, el evangelista Lucas describe su partida de este mundo de manera sorprendente: Jesús vuelve al Padre levantando sus manos y bendiciendo a sus discípulos. Es su último gesto. Jesús entra en el misterio insondable de Dios y sobre el mundo desciende su bendición.

A los cristianos se nos ha olvidado que somos portadores de la bendición de Jesús. Nuestra primera tarea es ser testigos de la Bondad de Dios. Mantener viva la esperanza. No rendirnos ante el mal. Este mundo que parece un “infierno maldito” no está perdido. Dios lo mira con ternura y compasión.

También hoy es posible buscar el bien, hacer el bien, difundir el bien. Es posible trabajar por un mundo más humano y un estilo de vida más sano. Podemos ser más solidarios y menos egoístas. Más austeros y menos esclavos del dinero. La misma crisis económica nos puede empujar a buscar una sociedad menos corrupta.

En la Iglesia de Jesús hemos olvidado que lo primero es promover una “pastoral de la bondad”. Nos hemos de sentir testigos y profetas de ese Jesús que pasó su vida sembrando gestos y palabras de bondad. Así despertó en las gentes de Galilea la esperanza en un Dios Salvador. Jesús es una bendición y la gente lo tiene que conocer.

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JESÚS LLEGÓ A LO MÁS ALTO DURANTE SU VIDA, NO DESPUÉS
Fray Marcos

Empezamos con la oración de Pablo. “Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de revelación para conocerlo; ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cual es la esperanza a la que os llama…” No pide inteligencia, sino espíritu de revelación. No pide una visión sensorial ni racional sino que ilumine los “ojos” del corazón. El verdadero conocimiento no viene de fuera, sino de la experiencia interior. Ni teología, ni normas morales, ni ritos sirven de nada si no nos llevan a la experiencia interior.

Hemos llegado al final del tiempo pascual. La ascensión es una fiesta de transición que intenta recopilar todo lo que hemos celebrado desde el Viernes Santo. La mejor prueba de esto es que Lc, que es el único que relata la ascensión, nos da dos versiones: una al final del evangelio y otra al comienzo del los Hechos. Para comprender el lenguaje que la liturgia utiliza para referirse a esta celebración, es necesario tener en cuenta la manera mítica de entender el mundo en aquella época y posteriores, muy distinta de la nuestra.

El mundo dividido en tres estadios: el superior, habitado por la divinidad. El del medio era la realidad terrena en la que vivimos. El abismo del maligno. La encarnación era concebida como una bajada del Verbo, desde la altura a la tierra. Su misión era la salvación de todos. Por eso, después tuvo que bajar a los infiernos (inferos) para que la salvación fuera total. Una vez que Jesús cumplió su misión salvadora, lo lógico era que volviera a su lugar de origen.

No tiene sentido seguir hablando de bajada y subida. Si no intentamos cambiar la mente, estaremos transmitiendo conceptos que hoy no podemos comprender. Una cosa fue la predicación de Jesús y otra la tarea de la comunidad, después de la experiencia pascual. El telón de fondo es el mismo, el Reino de Dios, vivido y predicado, pero a los primeros cristianos les llevó tiempo encontrar la manera de trasmitir lo que había experimentado. Tenemos que continuar esa obra, transmitir el mensaje, acomodándolo a nuestra cultura.

Resurrección, ascensión, sentarse a la derecha de Dios, envío del Espíritu… apuntan a una misma realidad pascual. Con cada uno de esos aspectos se intenta expresar la vivencia de pascua: El final de “este Hombre” Jesús no fue la muerte sino la Vida. El misterio pascual es tan rico que no podemos abarcarlo con una sola imagen, por eso tenemos que desdoblarlo para ir analizándolo por partes y poder digerirlo. Con todo lo que venimos diciendo durante el tiempo pascual, debe estar ya muy claro que después de la muerte no pasó nada en Jesús.

Una vez muerto pasa a otro plano donde no existe tiempo ni espacio. Sin tiempo y sin espacio no puede haber sucesos. Todo “sucedió” como un chispazo que dura toda la eternidad. El don total de sí mismo es la identificación total con Dios y por tanto su total y definitiva gloria. No va más. En los discípulos sí sucedió algo. La experiencia de resurrección sí fue constatable. Sin esa experiencia, que no sucedió en un momento determinado, sino que fue un proceso que duró muchos años, no hubiera sido posible la religión cristiana.

Una cosa es la verdad que se quiere trasmitir y otra los conceptos con los que intentamos expresarla. No estamos celebrando un hecho que sucedió hace 2000 años. Celebramos un acontecimiento que se está dando en este momento. Los tres días para la resurrección, los cuarenta días para la ascensión, los cincuenta días para la venida del Espíritu, son tiempos teológicos. Lc, en su evangelio, pone todas las apariciones y la ascensión en el mismo día. En cambio, en los Hechos habla de cuarenta días de permanencia de Jesús con sus discípulos.

Solo Lc al final de su evangelio y al comienzo de los “Hechos”, narra la ascensión como un fenómeno externo. Si los dos relatos constituyeron al principio un solo libro, se duplicó el relato para dejar uno como final y otro como comienzo. Para él, el evangelio es el relato de todo lo que hizo y enseñó Jesús; los Hechos es el relato de todo lo que hicieron los apóstoles. Esa constatación de la presencia de Dios, primero en Jesús y luego en los discípulos, es la clave de todo el misterio pascual y la clave para entender la fiesta que estamos celebrando.

El cielo, en todo el AT, no significa un lugar físico, sino una manera de designar la divinidad sin nombrarla. Así, unos evangelistas hablan del “Reino de los cielos” y otros del “Reino de Dios”. Solo con esto, tendríamos una buena pista para no caer en la tentación de entenderlo materialmente. Es lamentable que sigamos hablando de un lugar donde se encuentra la corte celestial. Podemos seguir diciendo “Padre nuestro que estás en los cielos”. Podemos seguir diciendo que se sentó a la derecha de Dios, pero sin entenderlo literalmente.

Hasta el s. V no se celebró la Ascensión. Se consideraba que la resurrección llevaba consigo la glorificación. Ya hemos dicho que, en los primeros indicios escritos que han llegado hasta nosotros de la cristología pascual, está expresada como “exaltación y glorificación”. Antes de hablar de resurrección se habló de glorificación. Esto explica la manera de hablar de ella en Lc. Lo importante del mensaje pascual es que el mismo Jesús, que vivió con los discípulos, es el que llegó a lo más alto. Llegó a la meta. Alcanzó la identificación total con Dios.

La Ascensión no es más que un aspecto del misterio pascual. Se trata de descubrir que la posesión de la Vida por parte de Jesús es total. Participa de la misma Vida de Dios y por lo tanto, está en lo más alto del “cielo”. Las palabras son apuntes para que nosotros podamos entendernos. Hoy tenemos otro ejemplo de cómo, intentando explicar una realidad espiritual, la complicamos más. Resucitar no es volver a la vida biológica sino volver al Padre. “Salí del Padre y he venido al mundo; ahora dejo el mundo para volver al Padre”.

Nuestra meta, como la de Jesús, es ascender hasta lo más alto, el Padre. Pero teniendo en cuenta que nuestro punto de partida es también, como en el caso de Jesús, el mismo Dios. No se trata de movimiento alguno, sino de toma de conciencia. Esa ascensión no puedo hacerla a costa de los demás, sino sirviendo a todos. Pasando por encima de los demás, no asciendo sino que desciendo. Como Jesús, la única manera de alcanzar la meta es descendiendo hasta lo más hondo de mi ser. El que más bajó, es el que más alto ha subido.

El entender la subida como física es una trampa muy atrayente. Los dirigentes judíos prefirieron un Jesús muerto. Nosotros preferimos un Jesús en el cielo. En ambos casos sería una estratagema para quitarlo del medio. Descubrirlo dentro de mí y en los demás, como nos decía el domingo pasado, sería demasiado exigente. Mucho más cómodo es seguir mirando al cielo… y no sentirnos implicados en lo que está pasando a nuestro alrededor.

En lo que hemos leído se encuentran todos los elementos de los relatos pascuales: el reconocimiento; la alusión a la Escritura; la necesidad de Espíritu; la obligación de ser testigos; la conexión con la misión. Se contrapone la Escritura que funcionó hasta aquel momento y el Espíritu que funcionará en adelante. Jesús fue ungido por el Espíritu para llevar a cabo su obra. Los discípulos son revestidos del Espíritu para llevar a cabo la suya.

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Los “pies” de la Iglesia misionera hacia “todos los pueblos”
Romeo Ballan, mccj

La Ascensión de Jesús al cielo se presenta bajo tres aspectos complementarios: 1º. como una gloriosa manifestación de Dios (I lectura), con la nube, hombres vestidos de blanco, referencias al cielo… (v. 9-11); 2°. como epílogo de una hazaña difícil y paradójica, pero exitosa (II lectura); 3°. como envío de los apóstoles (Evangelio), en calidad de “testigos” para una misión tan grande como el mundo: predicar, en el nombre de Jesús, “la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos” (v. 47-48).

El acontecimiento pascual de Jesús da sustento a la gozosa esperanza de la Iglesia y a la serena confianza de los fieles de poder gozar un día de la misma gloria de Cristo (Prefacio). El compromiso apostólico y el optimismo que anima a los misioneros del Evangelio radican en la certeza de ser portadores de un mensaje y de una experiencia de vida lograda, gracias a la garantía de la resurrección. Ante todo, es vida que ya ha tenido éxito pleno en Cristo resucitado; y lo va teniendo, aunque solo parcialmente, también en la vida de los miembros de la comunidad cristiana. Los frutos de vida nueva ya se dan: es preciso verlos y saber apreciarlos.

Los Apóstoles y los misioneros de todos los tiempos se convierten en sus “testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo” (Hch 1,8; Lc 24,48), en un movimiento que se abre progresivamente en espiral, del centro (Jerusalén) hacia una periferia tan vasta como el mundo. En efecto, el mundo entero es el campo al cual Jesús, antes de subir al cielo, envía a sus discípulos como testigos (Evangelio): “a todos los pueblos” para predicar la conversión al Dios de la misericordia, que perdona los pecados y salva (v. 47).

La misión de testimonio es radical y eficaz, como lo demuestra la historia de la evangelización, desde los comienzos (Hechos de los Apóstoles) hasta nuestros días. Esta tarea corresponde a personas adultas por la edad y en la fe, pero también a los jóvenes. El compromiso misionero de los jóvenes brota, en particular, del sacramento de la Confirmación. Esta es una etapa significativa en su camino cristiano, que los prepara al testimonio de la fe y a la misión. La Confirmación ha de llevar a los jóvenes al compromiso apostólico y a ser evangelizadores de otros jóvenes. El Papa Benedicto XVI solía repetirlo a los jóvenes: “Sean los apóstoles de los jóvenes”.

Las últimas palabras de los Evangelios son el lanzamiento de la Iglesia en misión – ¡una Iglesia en permanente estado de Misión! – para continuar la obra de Jesús. ¡En todas partes, siempre! La mirada al cielo (Hch 1,11), meta final e inspiradora del gran viaje de la vida, no distrae ni quita energías; por el contrario, estimula a los cristianos y a los evangelizadores a tener siempre una mirada de amor hacia el mundo, un compromiso misionero generoso y creativo, sintonizado con las situaciones concretas, en favor de la vida de la familia humana. Dejando de lado, por tanto, todo espiritualismo alienante, hay que estar bien arraigados en la historia, lugar donde Cristo realiza nuestra salvación; jamás separar el cielo de la tierra, sino conjugar la Palabra con la vida, la fe con la historia. Se nos invita a llevar a cabo esta misión con esperanza y realismo, sostenidos por la “fuerza del Espíritu Santo” (Hch 1,8). Con la certeza de la presencia continua de Jesús que bendice a los suyos, los mira con benevolencia y los llena de “gran alegría” (Lc 24,50-52). La Ascensión no significa ausencia del Señor, sino otra manera de estar presente (Mt 28,20; Mc 16,20). Él es siempre Emanuel, todos los días Él actúa junto con sus discípulos y confirma con signos la Palabra que ellos predican.

En algunas imágenes del misterio de la Ascensión, una nube envuelve el cuerpo de Jesús, dejando que se vean tan solo sus pies: emblemáticamente, son los pies de la Iglesia misionera, los pies de los cristianos, evangelizadores y evangelizadoras, que, por los caminos del mundo, llevan a todos el Evangelio, que es mensaje de misericordia, acogida, inclusión. Ellos anuncian el Evangelio con su misma vida, con la palabra, utilizando también los medios más modernos de la comunicación social (prensa, filmes, videos, e-mails, internet, smsblog, facebook, twitter, chat, sitios web y otras redes digitales), que ofrecen oportunidades nuevas para la evangelización y la catequesis. En la Jornada de las Comunicaciones Sociales el Papa Francisco exhorta a los medios de comunicacióna ser siempre instrumentos de comunión entre las personas. ¡Son los desafíos siempre nuevos de la Misión!


ESTÁ JUNTO A CADA PERSONA PARA SIEMPRE
Fernando Armellini

Nosotros somos capaces de estudiar y conocer las realidades materiales. Basta aplicar a la tarea perspicacia e inteligencia. Los secretos de Dios, sin embargo, se nos escapan, son inescrutables; solo Él puede revelarlos. Si nos acercamos a Jesús recorriendo las etapas de su vida guiados solamente por la sabiduría humana nos toparemos con un denso misterio, buscando a tientas en la oscuridad. Todo lo que le ocurre, desde el principio hasta el fin, es un enigma. Su propia madre, María, se queda sorprendida y desbordada cuando el proyecto de Dios comienza a actuarse en su Hijo (cf. Lc 2,33.50). También ella tiene que poner juntos, como las piezas de un mosaico, los diferentes acontecimientos (cf. Lc 2,19) para descubrir el rompecabezas del Señor. ¿Cómo descubrir su sentido?

A esta pregunta responde el Resucitado en los primeros versículos del evangelio de hoy (vv. 46-47). Él, refiere Lucas, abrió la inteligencia de los discípulos a la comprensión de las Escrituras: “Así está escrito…”. Solo de la Palabra de Dios anunciada por los profetas puede venir la luz que esclarezca los acontecimientos de la Pascua. En la Biblia, dice Jesús, estaba ya predicho que el Mesías tendría que sufrir, morir y resucitar.

Es difícil encontrar en el Antiguo Testamento afirmaciones tan explícitas. Sin embargo, no hay duda de que el cambio radical de mente de los discípulos y su comprensión de que el Mesías de Dios era muy diverso del que ellos esperaban, se han debido a los textos del profeta Isaías que hablan del Siervo del Señor: “Despreciado y evitado por la gente, un hombre habituado a sufrir y curtido en el dolor…Verá su descendencia, prolongará sus años…Por sus trabajos soportados verá la luz” (Is 53,3.10.11.).

Otro acontecimiento, dice el Resucitado, ya fue anunciado en las Escrituras: “En su nombre se predicará penitencia y perdón de pecados a todas las naciones” (47). Aquí, la referencia al texto bíblico es clara: “Te hago luz de las naciones para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra” (Is 49,6). Según el profeta, es tarea del Mesías llevar la Salvación a todas las gentes. ¿Cómo se realizará esta profecía si Jesús ha limitado su actividad a su pueblo, si ha ofrecido la Salvación solamente a los israelitas? (cf. Mt 15,24).

En la segunda parte del evangelio de hoy (vv. 48-49) se responde a esta pregunta: Jesús se convierte en “luz de las naciones” a través del testimonio de sus discípulos. Se trata de un encargo muy por encima de la capacidad humana. Para desarrollar la misión de Cristo no bastan la buena voluntad ni las bellas cualidades; es necesario contar con su mismo poder. Esta es la razón de la promesa: “Por eso quédense en la ciudad hasta que sean revestidos con la fuerza que viene del cielo” (v. 49). Es el anuncio del envío del Espíritu Santo, el que se convertirá en protagonista del tiempo de la Iglesia. En los Hechos de los Apóstoles se recordará frecuentemente su presencia en los momentos relevantes y su asistencia en las decisiones decisivas de los discípulos. El evangelio de Lucas concluye con el relato de la Ascensión (vv. 50-53). Antes de entrar en la gloria del padre, Jesús bendice a los discípulos.

Terminadas las celebraciones litúrgicas del templo, el sacerdote salía del lugar santo y pronunciaba una solemne bendición sobre los fieles reunidos para la oración (cf. Eclo 50,20). Después de la bendición los allí presentes regresaban a sus ocupaciones con la certeza de que el Señor conduciría a buen fin todo trabajo y toda fatiga. La bendición de Jesús acompaña a la comunidad de sus discípulos y constituye la promesa y garantía del éxito pleno de la obra que está a punto de comenzar.

La apelación final no pudo ser más que alegrarse: los discípulos “regresaron a Jerusalén llenos de alegría” (v. 52). Lucas es el evangelista de la alegría. Ya en la primera página de su evangelio, leemos que el ángel del Señor dice a Zacarías: “Él te traerá gozo y alegría, y muchos se regocijarán con su nacimiento” (Lc 1,14). Poco después, en la historia del nacimiento de Jesús, aparece de nuevo el ángel que dice a los pastores: “No tengan miedo. Estoy aquí para darles una buena noticia, una gran alegría para todas las personas” (Lc 2,10).

La primera razón por la que los discípulos se regocijan, a pesar de no tener al Maestro visiblemente presente con ellos, es el hecho de que entendieron que Él no es, como pensaban sus enemigos, un prisionero de la muerte. Han tenido la experiencia de su Resurrección; están seguros de que cruzó primero el ‘velo del templo’ que separaba el mundo de las personas del de Dios. Entonces mostró que todo lo que sucede en la tierra –éxitos y contratiempos, injusticias, sufrimientos e incluso los eventos más absurdos, como los que le han sucedido–no escapan al plan de Dios. Si este es el destino de cada persona, la muerte ya no causa temor; Jesús lo transformó en un nacimiento a la Vida con Dios. Esta es la primera razón para tratar con esperanza incluso las situaciones más dramáticas y complicadas.

La luz de las Escrituras les hizo comprender que Jesús no fue a otro lugar, no se ha desviado, sino que se ha quedado con la gente. Su forma de estar presente ya no es la misma, pero no es menos real. Antes de la Pascua, estuvo condicionado por todas las limitaciones a las que estamos sujetos. Pero ya no existen más. Él puede estar cerca de cada personasiempre. Con la Ascensión, su Presencia no ha disminuido, ¡se ha incrementado! Aquí está la segunda razón para la alegría de los discípulos y para la nuestra.

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