Domingo XIX ordinario. Año B

¡Levántate, come y camina!

Año B – Tiempo Ordinario – 19º domingo
Juan 6,41-51: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo”

Estamos en el tercer domingo de la lectura del capítulo sexto del evangelio de Juan, sobre el discurso de Jesús sobre el pan de la vida, después de la multiplicación de los panes. Después de hablar del pan misterioso dado por el Padre, Jesús ahora revela que ese pan es él mismo. Tal vez nos resulte un poco difícil seguir la reflexión que San Juan pone en boca de Jesús. No se trata de un relato lineal, como hacen los otros evangelistas. Da la impresión de que el evangelista repite las mismas cosas. En realidad, Juan avanza en espiral, retomando conceptos e ideas para profundizar en el discurso. En este “progreso en espiral” podemos notar tres cambios en el pasaje de hoy.

1. Cambio de interlocutores

El domingo pasado fue la MULTITUD la que dialogaba con Jesús, acerca del signo del Pan. A pesar de la dificultad para ir más allá del interés por el pan material, la gente mostró cierta disposición a dialogar con Jesús, pidiendo explicaciones y formulando una oración a su manera: “Señor, danos siempre este pan”, a la que Jesús respondió: “¡Yo soy el pan de la vida!”

MURMURADORES. Hoy ya no se trata de la multitud, sino de los JUDÍOS. ¿Quiénes son estos “judíos”, ya que estamos en Cafarnaún, en Galilea, y ellos conocen los orígenes de Jesús? Juan, en su evangelio, cuando habla de “judíos” no se refiere a los habitantes de Judea, sino a los adversarios de Jesús, especialmente a los líderes religiosos, aquellos que rechazan su mensaje y lo condenarán a muerte. Estos “judíos” no dialogan con Jesús, sino que murmuran entre ellos contra él. El evangelista introduce aquí el tema de la murmuración del pueblo de Israel en el desierto, contra Dios y contra Moisés.

Juan nos hace reflexionar sobre los “judíos” que existen dentro de la comunidad eclesial (y en nosotros mismos) que, desde el rechazo de la Palabra, pasan a la murmuración, que es una velada justificación de su propia “cardioesclerosis”. Si la murmuración de los chismes es dañina, la murmuración “espiritual” es mucho más peligrosa, porque nos encerramos en nuestro propio pensamiento y mentalidad, impermeables a cualquier novedad. Desafortunadamente, estos “murmuradores” abundan y son muy activos en la Iglesia de hoy. Antes de juzgar a los demás, sin embargo, busquemos desenmascarar al “murmurador” que hay en cada uno/a de nosotros.

2. El origen de Jesús

Un nuevo tema de discusión es introducido por los judíos, el de los orígenes de Jesús: “Los judíos comenzaron a murmurar contra Jesús porque había dicho: ‘Yo soy el pan bajado del cielo’. Y decían: ‘¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo puede decir: “He bajado del cielo”?'”. Para ellos, “el pan bajado del cielo” es la Torá, transmitida por Dios a través de Moisés. No pueden concebir que la Palabra pueda “hacerse carne” en un hombre, en “Jesús, hijo de José”. ¿Cómo es posible? se preguntan entre ellos. Nos encontramos ante el misterio de la encarnación, que es el “evangelio” del cristiano, pero siempre ha sido una piedra de tropiezo para el hombre “religioso” y un escándalo para las “religiones del Libro”, judíos y musulmanes.

¿CÓMO ES POSIBLE? A esta pregunta de los judíos de ayer y de hoy, Jesús responde de una manera que nos desconcierta: “¡Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado!” ¡Pero entonces la fe en Jesús es pura gracia, dada a algunos y negada a otros! No puede ser así, porque “Dios no hace acepción de personas” (Hechos 10,34). La gracia es ofrecida a todos, pero debe ser pedida y recibida humildemente. Es un don, no una conquista nuestra.

Esta pregunta “¿Cómo es posible?” es una exclamación frecuente para manifestar sorpresa y asombro, pero también duda e incredulidad. Incluso en el ámbito de la fe nos hacemos esa pregunta respecto a eventos que parecen poner en tela de juicio la presencia de Dios en nuestra vida y en nuestro mundo. Jesús nos dice: “No murmuren entre ustedes”, pero no nos impide hacernos preguntas y pedir explicaciones. Una fe que no se cuestiona fácilmente puede convertirse en un fundamentalismo que lleva a una mentalidad de atrincheramiento y psicosis de persecución. Un sano cuestionamiento (no estamos hablando de la duda sistemática de la desconfianza) nos pone en diálogo con todos, como compañeros de camino de cada hombre y mujer. Pero, ¿cómo conjugar esto con la fe? La Virgen María, con la pregunta dirigida al ángel: “¿Cómo es posible?”, nos dice que esa pregunta es legítima si se hace para hacer más consciente nuestro “sí”, nuestro “fiat”. ¡También se puede “dudar en plena certeza”! (Cristina Simonelli).

3. Comer el pan, comer su carne

Hasta ahora, Jesús se ha limitado a hablar de sí mismo como el pan bajado del cielo. Ahora introduce el verbo comer: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si alguien come de este pan vivirá para siempre, y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (v. 51). Este versículo, que se retomará el próximo domingo, nos introducirá finalmente en el discurso sobre la eucaristía. Comer el pan que es su persona, su palabra y su carne se convierte en la condición para tener en nosotros la vida eterna.

¡LEVÁNTATE, COME Y CAMINA! La primera lectura y el evangelio giran en torno al “comer” y nos invitan a preguntarnos de qué alimentamos nuestra vida. Se habla de tres tipos de pan: el pan del maná que alimenta por un día, el pan de Elías que alimenta por cuarenta días y el pan que es Jesús, que alimenta para siempre. La primera lectura (1Reyes 19,4-8), que nos relata la crisis del profeta Elías, perseguido a muerte por la reina Jezabel, es de una belleza extraordinaria. Por un lado, nos muestra la debilidad del gran profeta que había desafiado solo a los 400 profetas de Baal, una debilidad que lo hace similar y cercano a nosotros. Por otro lado, nos muestra la ternura de Dios, que no reprocha a su profeta, sino que le envía a su ángel, dos veces, para reanimarlo y ponerlo nuevamente en camino hacia el monte Sinaí, donde el Señor lo espera. Este es nuestro Dios, que se acerca a cada uno/a de nosotros en los momentos de prueba, de crisis y de desánimo para reanimarnos: “¡Levántate, come, porque el camino es demasiado largo para ti!”

P. Manuel João Pereira Correia, mccj
Verona, 8 de agosto de 2024


Yo soy el pan que bajó del cielo

“Los judíos murmuraban porque había dicho: “Yo soy el pan que bajó del cielo”. Y decían: “¿No es este Jesús, el hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: “He bajado del cielo?”… Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre, que me envió, y yo lo resucitaré en el último día… No es que alguien haya visto al Padre; el único que lo ha visto es aquel que viene de Dios. Les aseguro que el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de vida…Este es el pan que baja del cielo para que quien lo coma no muera. El que coma de este pan vivirá para siempre, y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. (Juan 6, 41-51)

Escuchando estas palabras del Evangelio nos dan ganas de decir: ¡ah, más de lo mismo!, puesto que durante los últimos domingos se nos ha estado presentando el discurso de Jesús sobre el pan que da la vida.

En esta última parte del capítulo 6 de san Juan escuchamos cómo Jesús insiste en la necesidad de que sus discípulos lo lleguen a entender y a aceptar como el enviado del Padre, el único en quien se puede tener vida plena.

Los judíos murmuraban y consideraban inaceptables las palabras de Jesús, aunque habían visto grandes signos, especialmente cuando había multiplicado los panes y había dado de comer a multitudes.

Ellos seguían en su mundo, en sus tradiciones y en sus costumbres; en aquello que representaba una seguridad y, en cierto modo, una comodidad, en lo conocido y aceptado por todos desde hacía mucho tiempo.

La manera más fácil de proteger sus convicciones aparece en esta lectura en la incapacidad de abrirse a la novedad que representa Jesús con sus palabras y con su ejemplo de vida. Era más fácil decir que él era uno más, uno entre muchos de los mortales, que no molestan y dejan, aparentemente, vivir en paz.

Por una parte dicen conocer a Jesús y están seguros de poder identificar sus orígenes, pero en realidad no lo han reconocido en su verdadera identidad como Hijo de Dios, como el Mesías, como aquel en quien Dios se da a conocer.

Si realmente lo conocieran, deberían haberse dado cuenta de que Jesús era el Hijo de Dios, quien, acercándose a ellos, les permitía conocer al Padre.

Pero aparecen ante Jesús como personas que tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen, el entendimiento lo tienen lleno de tinieblas y el corazón endurecido en su incapacidad de abrirse a la novedad de Dios.

Es la misma situación de muchos de nosotros que vivimos aturdidos por nuestros pequeños problemas, por nuestras necesidades pasajeras, por nuestras incapacidades de salir de nosotros mismos, por nuestras visiones estrechas de la realidad, por nuestras exigencias egoístas de confort y de seguridad.

Por su parte Jesús no condena, simplemente pone en evidencia la falta de fe y  recuerda que acercarse a Dios no es algo que se alcanza con los esfuerzos y propósitos personales. El camino que lleva al Señor empieza siempre en sentido contrario al nuestro, es él quien nos busca. Es él quien se pone en marcha par venir a nuestro encuentro.

Se trata de un don que se recibe gratuitamente por medio del reconocimiento de Jesús como enviado de Dios, como el Mesías.

Esta es la experiencia de fe que también hoy nosotros estamos llamados a vivir y no siempre nos resulta fácil, aunque hayamos nacido en un ambiente en donde creer podría parecernos algo normal y espontáneo.

Y este es uno de los retos más grandes con los que muchos de nuestros contemporáneos se confrontan, pues creer en Jesús hoy para muchas personas es algo que está completamente fuera de sus intereses.

Reconocer a Jesús como Hijo de Dios y como camino y posibilidad de encontrarnos con ese Dios que nos ha amado, pensado y llamado, para muchas personas hoy no tiene sentido, porque han sacado a Dios de sus vidas.

Jesús es un personaje, al menos para los que tienen la oportunidad de oír hablar de él, que se pierde entre la multitud de tantas figuras que aparecen y desaparecen en nuestra sociedad.

Con nuestras palabras, y más todavía con nuestras actitudes, acabamos por decir que Jesús es el hijo del carpintero y que no hay nada de extraordinario en él, pues al fin y al cabo se ha presentado como uno de nosotros.

De ahí la importancia de pedir cada día el don de la fe, la gracia de ser capaces de creer, pues sólo con esa bendición Jesús se convierte en alguien importante y especial en nuestras vidas.

Jesús es quien nos ayuda a reconocer la presencia de Dios en cada acontecimiento y en cada momento de nuestra existencia. Es él quien nos permite sentir como estamos en el corazón de nuestro Padre.

Y tener a Jesús, como garantía de la presencia de Dios en nosotros, significa darnos la posibilidad de estar en este mundo gozando de una calidad de vida que nos permite disfrutar de cada momento, de cada presencia, de todo lo que nos rodea, como dones gratuitos que no merecemos.

De alguna manera, eso es lo que significa tener vida eterna. No es la vida que hay que esperar que empiece luego del último latido de nuestro corazón. Es la vida plena que Dios nos ofrece, ya desde aquí y ahora, es la vida vivida como nos gusta decir ahora, disfrutada con sencillez y en los pequeños detalles de cada día.

Es la vida que nos viene al encuentro y no aquella tras la cual corremos desesperadamente, pretendiendo hacerla a nuestra medida y según nuestras exigencias.

Seguramente, estas palabras del Evangelio sí son más de lo mismo, porque Jesús nunca se cansará de venir a nuestro encuentro, nunca se enfadará ante nuestras indiferencias y apatías, nunca renunciará a la misión que nuestro Padre Dios le ha confiado. Y cada día estará ahí, sobre el altar, en cada eucaristía, para ofrecerse él mismo como pan que genera vida eterna en quienes abrimos nuestro corazón para recibirlo.

Él seguirá recordándonos que es pan, el único pan, que baja del cielo para convertirse en alimento de quienes van por este mundo tratando de encontrarse con el Padre.

Finalmente, reconocer a Jesús como el pan que contiene la vida eterna, puede ser una oportunidad para que empecemos a tomar conciencia del don de la vida que se nos va dando cada día.

Tal vez, será una ocasión para compartir lo que somos con quienes tenemos cerca, mientras los tenemos.

Podría ser un momento en el que, para decirlo con pocas palabras, abramos nuestro corazón al Señor para reconocerlo como el único que nos abre a la vida de Dios y a su amor eterno.

Ojalá que nunca nos cansemos de recibirlo en cada eucaristía como pan que se convierte en su carne para que nutridos de él tengamos vida eterna.

Enrique Sánchez G. Mccj