XXVIII Domingo ordinario. Año B

Marcos 10,17-30: ¡Una sola cosa te falta!
”El Evangelio de las miradas”

El evangelio de este domingo narra el episodio del llamado joven rico, que todos conocemos bien. Después del tema del matrimonio, la Palabra de Dios hoy nos invita a abordar otro tema delicado: el de las riquezas.

El pasaje está estructurado en tres momentos. En primer lugar, el encuentro de Jesús con un hombre rico que le pregunta: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?”. Luego, el famoso comentario de Jesús sobre el peligro del apego a las riquezas: “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de Dios”, justo después de que, ante la propuesta de Jesús, el joven “se oscureció el rostro y se fue triste”. “Porque tenía muchos bienes”, añade el evangelista. Finalmente, la promesa del ciento por uno a quienes dejen todo “por causa de Él y del Evangelio”.

Tres miradas de Jesús marcan este evangelio: la mirada de simpatía y amor hacia el joven rico; la mirada triste y reflexiva hacia los que lo rodean, tras la partida del joven; y, finalmente, la mirada profunda y tranquilizadora hacia sus más cercanos, los doce. Hoy, la mirada de Jesús está dirigida hacia nosotros. Escuchar este evangelio debe hacerse con los ojos del corazón.

El texto comienza con el relato del encuentro de Jesús con “un hombre”, sin nombre, adinerado, un joven, según Mateo (19,16-29), y un jefe, según Lucas (18,18-30). Esta persona podría ser cualquiera de nosotros. Todos somos ricos, porque el Señor “siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para que nos hiciéramos ricos por medio de su pobreza” (2 Corintios 8,9). Al mismo tiempo, todos somos pobres, pobres de amor, de generosidad, de coraje. Este evangelio revela nuestra realidad profunda, poniendo al descubierto nuestras falsas riquezas y seguridades. “Tú dices: Soy rico, me he enriquecido, no necesito nada. Pero no sabes que eres un desdichado, miserable, pobre, ciego y desnudo” (Apocalipsis 3,17).

Jesús lo miró con cariño y lo amó”. Esta es sin duda la mirada más hermosa, profunda y singular de Jesús. Sin embargo, encontramos muchas referencias a la mirada de Jesús en los evangelios. Su mirada nunca es indiferente, apática o fría. Es una mirada clara, luminosa y cálida, que interactúa con la realidad y las personas. Es una mirada curiosa que se mueve, observa e interroga. Una mirada que revela los sentimientos profundos de su corazón. Una mirada que siente compasión por las multitudes y percibe sus necesidades. Una mirada atenta a cada persona que encuentra en su camino. Una mirada que suscita milagros, como en el caso de la viuda de Naín. Una mirada que nutre profundos sentimientos de amistad y ternura, hasta hacerlo llorar por su amigo Lázaro y por la ciudad santa de Jerusalén, la niña de los ojos de todo israelita.

Su mirada es también penetrante, como su palabra, “más cortante que una espada de doble filo”. “Todo está desnudo y descubierto” a sus ojos, como dice la segunda lectura (Hebreos 4,12-13). Su mirada es también una mirada llameante (Apocalipsis 2,18), que se enfurece ante la dureza de corazón, la negligencia hacia los pequeños y la injusticia hacia los pobres.

Los ojos de Jesús son protagonistas, los precursores de su palabra y de su acción. Nosotros, en general, consideramos el evangelio como un relato de las palabras y acciones de Jesús. Sin embargo, podríamos decir que también hay un evangelio de las miradas de Jesús. Son sobre todo los artistas quienes lo cuentan.

La pintura más famosa que representa la mirada de Jesús dirigida al joven rico es probablemente la de “Cristo y el joven gobernante rico” del pintor alemán Heinrich Hofmann (1889). La mirada profunda e intensa de Jesús está dirigida hacia el joven, mientras sus manos están extendidas hacia la mirada triste y lánguida de los pobres. El joven tiene una mirada perdida, incierta y esquiva, dirigida hacia abajo, hacia la tierra. Es una representación icónica de la vocación fallida del “decimotercer apóstol”, podríamos decir. En contraste, la pintura ilustra bien la vocación del cristiano: acoger la mirada de Cristo para luego dirigirla hacia los pobres. Sin la unificación de esta doble mirada, no hay fe, solo religiosidad alienante.

¡Una sola cosa te falta!”. ¿Cuál? Aceptar la mirada de Jesús sobre ti, sea cual sea, dejar que penetre en lo más profundo de tu corazón y lo transforme. Y entonces descubriremos, con asombro, alegría y gratitud, que realmente “¡todo es posible para Dios!”

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?

“Mientras Jesús iba de camino, un hombre corrió hacia él, se arrodilló y le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”. Jesús le respondió: “¿por qué me llamas “bueno”? ¡Solo Dios es bueno! Ya conoces los mandamientos: No mates, no cometas adulterio, no robes, no des falso testimonio, no estafes, honra a tu padre y a tu madre”.

“Maestro -le contestó él-, todo esto lo cumplo desde mi juventud”. Jesús lo miró con amor y le dijo: “Una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme”. Pero, afligido por estas palabras, aquel hombre se fue triste, porque tenía muchos bienes.

Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: “¡Qué difícil será para los que tienen riquezas entrar en el Reino de Dios!” … (Marcos, 10, 17-31)

Todos llevamos en lo profundo de nuestro ser el deseo de ver nuestra existencia prolongarse más allá de los límites del tiempo y del espacio que ocupamos en este mundo. La vida eterna representa de alguna manera la convicción de que nuestra vida no puede terminar al final de unos cuantos años, aunque éstos hayan sido vividos intensamente.

La vida eterna a la que aspiramos quiere responder a la verdad que llevamos inscrita en nuestro corazón y que nos recuerda que, habiendo sido queridos por Dios, nuestra plena realización como seres humanos será cuando podamos volver a él reconociéndonos como obra de sus manos, hijos queridos por él.

El hombre que se acercó a Jesús en el relato del Evangelio, podemos creer que se trata de alguien que verdaderamente buscaba esa plenitud de vida que sólo Dios podía otorgar y no esconde el anhelo de poder alcanzar esa meta como una bendición de Dios que se le acercaba en la persona de Jesús.

¿En qué consistía la vida eterna que andaba buscando? Jesús le ofrece una respuesta que no tiene complicaciones y que estaba al alcance de cualquier persona que practicara mínimamente su fe en Dios.

La vida eterna, dice Jesús, consiste fundamentalmente en darle un orden a la vida personal y comunitaria, de tal manera que lo que a la acción corresponda sea el deseo de hacer el bien, de vivir en la justicia y en el respeto de los demás. Se trata de vivir responsable y honestamente buscando el bien de los demás.

La vida eterna es empezar a vivir como tendremos que hacerlo durante toda la eternidad, amando como Dios nos ama y practicando el bien a nuestro alrededor siempre.

Con la respuesta de Jesús parece quedar claro que la vida eterna no es algo que tenemos que imaginarnos que sucederá en un futuro lejano y que se nos otorgará como premio por habernos portado bien.

No, la vida eterna empieza aquí y se prolongará en la eternidad si somos capaces de poner en práctica los valores de Evangelio, si somos capaces de crear relaciones sanas, buenas y santas con nuestros hermanos, y no sólo eso.

El hombre del Evangelio parece que había avanzado bastante en esa experiencia y dice con profunda convicción que desde joven había vivido de esa manera. Había, posiblemente, observado todas las leyes y mandamientos de su tiempo. Había sido un buen practicante de sus convicciones religiosas. Pero algo le faltaba y eso es lo que va a buscar en la persona de Jesús.

Dice el Evangelio que Jesús lo miró con amor y eso puede significar un reconocimiento y una empatía que acercaba sus corazones. Jesús siente aprecio y admira las buenas disposiciones de esta persona, pero al mismo tiempo lo invita a ir más lejos.

Si quieres gozar plenamente de la vida eterna, dice Jesús, ve vende todo lo que tienes dáselo a los pobres y sígueme.

En ese momento la vida eterna que andaba buscando aquel hombre se convirtió de pronto en una exigencia que lo obligaba a darse cuenta de que lo que más importaba a los ojos de Jesús no eran los grandes sacrificios que pudo haber hecho esa persona para merecer entrar en el Reino, sino que lo más importante sería la entrega de sí mismo, el abandono y la confianza en Dios que lo haría libre para ir a cualquier parte como discípulo de Jesús.

Lo más importante sería convertirse en un hombre libre de toda atadura y totalmente disponible para convertirse en discípulo y seguidor del Señor. Y la vida eterna se convertiría en una vida de entrega y donación, de servicio y de amor a los más pobres.

A partir de esa respuesta el entusiasmo y la gran disponibilidad de aquel hombre se convirtió en rostro sombrío y en pesada tristeza, el apego a las riquezas acabó por apoderarse del corazón, haciendo que la vida eterna quedara en espera para algún otro momento en donde no hubiera tales exigencias.

Y Jesús concluye diciendo que será muy difícil para quienes tienen riquezas entrar en el Reino de los cielos. Ciertamente no porque las riquezas sean malvadas, sobre todo cuando han sido adquiridas con el esfuerzo de grandes trabajos y sacrificios durante la vida.

Las riquezas serán un obstáculo cuando se conviertan en la gran preocupación y en el centro de interés de la vida. Cuando impidan ir al encuentro libremente de los demás y cuando no permitan crear lazos de fraternidad y de comunión.

Será muy difícil entender la vida eterna si, encandilados por la seguridad que pueden dar las riquezas, nos olvidamos de que Dios nos ha querido y pensado para que sólo en él encontráramos nuestra felicidad. Y las riquezas se convertirán en un obstáculo cada vez que les entreguemos nuestro corazón.

Al final, nos daremos cuenta de que la vida eterna a la que nuestro corazón anhela se encuentra únicamente en la medida en que vayamos creciendo en la conciencia de que sólo en Dios encontraremos la bondad que nos hace felices y esa bondad se nos ofrece a diario como un don maravilloso que Dios ha puesto a nuestro alcance en la persona de Jesús y en el amor que podemos ejercer reconociendo a los demás como nuestros hermanos.

¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? Ciertamente no se trata de mucho quehacer, ni de muchos compromisos y propósitos personales; es cuestión más bien de abrir el corazón para dejarnos invadir por el amor de Dios y de aceptar vivir en la libertad que nos ofrece para vivir amando y olvidándonos, poco a poco, de nosotros mismos.

P. Enrique Sánchez G. Mccj