II Domingo de Adviento. Año C
Preparen el camino
“El año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea… vino la Palabra de Dios sobre Juan el hijo de Zacarías en el desierto. Y fue por toda la región del Jordán predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías: Voz del que grita en el desierto: preparen el camino al Señor, nivelen sus senderos; todo barranco será llenado y toda montaña o colina será rebajada; los caminos torcidos se enderezarán y los desnivelados se rectificarán. Y todos verán la salvación de Dios”. (Lucas 3, 1-6)
Cada año la liturgia de Adviento y la Palabra de Dios que se nos regalan, nos invitan a asumir una actitud que nos disponga a acoger con alegría al Señor que viene a nuestro encuentro en la sencillez y en la inocencia del recién nacido en la gruta de Belén.
Es importante tomar conciencia del extraordinario don que se nos concede a través de cuatro semanas en las cuales la palabra de Dios no se cansará de iluminar nuestras vidas para que nos abramos a Dios que viene. Es necesario también prepararnos para que la Navidad no se convierta en una fiesta más, sino que sea un momento único que nos permita abrir el corazón a quien es el único capaz de hacernos vivir en plenitud.
Es probable que, también nosotros, no nos sintamos demasiado sorprendidos por el misterio que estamos por celebrar, pues la costumbre y lo encandilante de los reclamos publicitarios distraen nuestra atención del acontecimiento que puede hacer de nosotros personas nuevas.
Vamos perdiendo la capacidad de sorprendernos.
Estamos en una sociedad que se descristianiza lentamente y en donde se trata, por muchos medios, de sacar a Dios de lo ordinario de la vida; en donde se insiste en ignorar la dimensión espiritual de las personas; en donde se busca recluir lo sagrado del ser humano en los rincones de las sacristías.
Se trata de un mundo en donde hemos ido haciendo de Dios un desconocido y alguien a quien recurrimos sólo cuando nos sentimos perdidos, y eso si todavía nos queda un poquito de fe en los escondites de nuestro corazón.
Es una sociedad en donde se ha perdido el respeto, el reconocimiento y la necesidad de la presencia de Dios entre nosotros. No es extraño que el tiempo de Adviento y la celebración de Navidad se quieran reducir a una fiesta más, a algo que acaba en una cena fastuosa, en una desvelada agotadora y en unos regalos que representan una alegría que no durará.
Afortunadamente, la Palabra de Dios en este segundo domingo de Adviento viene a ayudarnos y nos invita a darnos una sacudida, a prepararnos para volver a descubrir lo esencial, lo prioritario y lo que realmente vale la pena en el caminar que día a día nos acerca más al encuentro con Aquel que nos ha llamado a la vida.
Preparen los caminos al Señor, ese es el grito que vuelve a resonar desde los desiertos de la región del Jordán y de todos los desiertos de nuestras vidas; ahí en donde nos sentimos un poco solos y abandonados, confundidos y perdidos porque, a lo mejor sin darnos cuenta, nos hemos salido del camino.
Hemos dejado que muchos intereses personales, ambiciones y egoísmos se fueran apoderando de lo que consideramos la razón de nuestro existir y nuestra atención se fue convirtiendo en miopía que no nos deja apreciar lo bello de Dios en nuestras vidas. Nos hemos contentado con la apariencia, con lo superficial y nos da miedo ir a lo profundo.
Un grito que nos llega de lejos.
Sí, también a nosotros nos grita Juan, el hijo de Zacarías, y nos invita a rectificar, a enderezar los caminos que nos lleven a Dios. Pero, tal vez más claro, Juan nos invita a tomar conciencia del camino que el Señor ya viene haciendo para llegar a nuestro encuentro porque él no renuncia a nosotros, él no se olvida de que somos lo más bello que ha salido de sus manos, él no cambia su corazón que vive sólo para amarnos, hasta el punto de hacerse uno de nosotros.
El Señor sueña con hacer de nosotros su nueva creación, como lo fue al principio, cuando todo estaba en paz, cuando existía armonía en todo lo que había hecho, cuando los seres humanos vivían en fraternidad y no sabían de envidias ni de esclavitudes, cuando el pecado de nuestras ambiciones y protagonismos no tenían valor.
Juan nos grita desde los desiertos de nuestros mundos egoístas en donde lo único que cuenta es el tener, y su invitación a convertirnos nos toca fuerte cuando en lo profundo de nuestro ser nos decimos que tiene razón. Cuando desde dentro escuchamos una voz que nos dice que lo bello de la vida está en vivir amando y sirviendo a los demás, porque hemos sido llamados a la existencia sólo para amar.
Juan nos invita a salir de nuestros desiertos de soledad a la que nos condena una sociedad en la que sólo importa el consumir y el acumular. Y sus palabras resuenan como motivo de felicidad cuando hacemos la experiencia de crear comunión y fraternidad, porque eso es lo de Dios que descubrirnos como nuestra verdad.
Juan nos recuerda las palabras del profeta Isaías que nos invitan a la conversión, a darnos cuenta que Dios nos espera, nos perdona y se entrega por nosotros, por amor. Y convertirnos seguramente no significa llegar a la perfección , sino dejarnos reconciliar aceptando nuestra fragilidad y nuestra pobreza, sabiendo que a la misericordia de nuestro Padre nadie le puede ganar.
Hay que abrirle nuestro corazón al Señor
Hay que tener el coraje de enderezar lo torcido de nuestra arrogancia y de la prepotencia de creer que todo lo podemos, sin Dios. Hay que rebajar las colinas de nuestra indiferencia y de nuestra voluntad de protagonismo para darnos cuenta que vamos por este mundo guiados por la mano de Dios que no se equivoca jamás. Hay que nivelar los senderos creando espacios en nuestras vidas para que Dios entre y llene todo lo que somos, para que sea la presencia que nos anima, la fuerza que nos sostiene, la esperanza que nos impulsa a ir más lejos en lo que realmente nos llena de alegría.
Se trata, en este tiempo, de preparar el camino. De darnos la oportunidad de abrirnos a los valores del evangelio, a lo bello de fincar nuestro futuro sobre la experiencia de la fe que nos permite sentir a Dios caminando a nuestro lado. De trabajar en todo aquello que abra posibilidades a una convivencia más fraterna y solidaria.
Se trata, con toda sencillez, de dejar que Dios haga su obra en nuestras vidas, sin ponerle resistencias, sino, al contrario, acogiéndolo como lo más extraordinario que pudo habernos sucedido en nuestro paso por este mundo.
Qué sea para cada uno de nosotros tiempo para vivir la salvación de Dios que deja de ser promesa para convertirse en fuente de nuestra alegría. Ojalá que todos estemos preparados.
P. Enrique Sánchez G. Mccj
La Iglesia misionera grita hoy en el desierto del mundo
Baruc 5,1-9; Salmo 125; Filipenses 1,4-6.8-11; Lucas 3,1-6
Reflexiones
El evangelista Lucas empieza a lo grande, como historiador atento a los hechos (Evangelio): enmarca la aparición pública de Juan el Bautista y de Jesús de Nazaret dentro del contexto histórico-geográfico del tiempo. Con exactitud y sobriedad, cita siete personajes contemporáneos del acontecimiento (v. 1-2). También aquí el número siete tiene un significado simbólico: indica la totalidad. Al mencionar a las siete personas con su rol, Lucas quiere afirmar que toda la historia -pagana y judía, profana y sagrada– está involucrada en los acontecimientos que él está a punto de narrar. Son hechos que atañen a toda la familia humana con sus instituciones y estructuras religiosas y civiles. Lucas quiere subrayar que el Dios de Jesús es el Dios de la historia. El Dios que se hace cargo de la humanidad.
El acontecimiento es que “vino la Palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto” (v. 2), a orillas del río Jordán, con un mensaje de “conversión para el perdón de los pecados” (v. 3). Lucas, con documentos en la mano, quiere garantizar a sus lectores que la salvación de Dios se realiza en un tiempo, en un lugar y con un programa bien definidos. Queda confirmada aquí la intención que el evangelista ya había expresado en su prólogo: investigarlo todo diligentemente para escribirlo en orden, a fin de que se conozca la solidez de las enseñanzas (Lc 1,3-4). El Evangelio de Jesús se funda sobre hechos ciertos, transmitidos por testigos oculares y creíbles; no queda espacio para inventos humanos o proyecciones ideológicas.
La salvación de Dios se realiza dentro de la historia humana, no fuera de ella; no se sobrepone a la historia, se inserta en ella, aunque la trasciende. Como la sal. Con la fuerza de la semilla y de la levadura. Como un fermento de vida nueva. Es exactamente lo que ha hecho Jesús y lo que los cristianos estamos llamados a hacer en el mundo (ver la Carta a Diogneto). Juan el Bautista lo preanuncia con las palabras de los profetas Isaías y Baruc (I lectura), que toman cuerpo en ese preciso contexto geográfico. Juan predica en el desierto, lugar bíblico, antes que geográfico; lugar y tiempo de fuertes experiencias espirituales (vocación y alianza, tentaciones y fidelidad…), que el pueblo elegido debe revivir continuamente. El Bautista predica a orillas del Jordán: el río que es preciso atravesar (rito del Bautismo) con un cambio de mentalidad y de vida (conversión), para entrar en la tierra prometida. No recorriendo caminos escabrosos y torcidos (símbolos bíblicos de soberbia, arrogancia, atropellos, injusticias…), sino un camino de conversión interior, allanado y recto (v. 4-5). Pablo añade una descripción de esa vida nueva en Cristo (II lectura): rebosante de amor, de integridad moral, de colaboración en la difusión del Evangelio (v. 5.9).
El Adviento nos ofrece la oportunidad de comprender que el “Dios que viene” es el Dios que a menudo se nos revela en el silencio, en el desierto. Que no son realidades vacías que se puedan rellenar con cosas, sonidos y palabras. El silencio nos pone en la condición de escuchar, lo cual es una nueva manera de comunicar. “Necesitamos un poco de desierto, para aprender a hacer silencio, escuchar, re-pensar todo lo que hacemos y decimos, cada día. En estas semanas la Palabra de Dios nos ofrece también un pequeño alfabeto de la esperanza. Virtud que se adquiere en la vida, en el ‘desierto de lo cotidiano’. A menudo la esperanza se hace palabra, gesto, sonrisa; así se manifiesta Dios. También hoy Dios escoge el camino de la periferia: entra en el mundo allí donde hay alguien que no cuenta nada, allí donde hay alguien que sufre” (don Roberto Vinco, Verona).
La salvación de Dios es para todos, insiste el Bautista, citando a Isaías: “Todos verán la salvación de Dios” (v. 6). Todo hombre, toda carne (dice el texto original), es decir, toda persona en su debilidad y fragilidad recibirá la salvación de Dios. Una salvación que Dios ofrece a todas las personas, sin exclusiones. Una salvación que el hombre no puede producir por sí mismo, sino que le llega de afuera: ¡solo de Dios! El escritor ruso Alexander Soljenitsyn describe así la incapacidad radical del hombre para su propia salvación: “Si alguien se está ahogando en un estanque, no se salva tirándose hacia arriba por sus cabellos”. Necesita de una mano de afuera: la mano de Dios. ¡Y necesita de la mano de los amigos de Dios! El tiempo de Adviento, tiempo de la espera de la humanidad, nos invita a pensar y actuar en favor de los numerosos pueblos que todavía no conocen al Salvador que viene.
La mano amiga de Dios se revela igualmente en la presencia maternal de María Inmaculada (8/12), tan cercana a Dios y a la familia humana, como se manifestó en las apariciones de Guadalupe (ver el calendario 12/12). Dios se manifiesta también en la mano amiga de personas de buen corazón, cristianos y no, mano tendida para ayudar a cualquier persona que tenga necesidades materiales o espirituales. Heredera de Juan el Bautista hoy es la Iglesia misionera, que grita en el desierto del mundo: “Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos” (v. 4). Anunciar a Cristo es tarea permanente de los cristianos, porque Cristo y su Evangelio es el tesoro más precioso de los cristianos; un bien a compartir con toda la familia humana, como lo repite a menudo el Papa Francisco. Porque esta Buena Nueva no es solo una palabra; es ante todo una Persona, Cristo mismo, resucitado, viviente, que te cambia la vida, dándote el sentido pleno, verdadero y gozoso. En Adviento se emplea a menudo la palabra maranatha, que en arameo significa: ven Señor. De esta manera se saludaban los primeros cristianos. Un saludo hermoso también para nosotros.
P. Romeo Ballan, MCCJ
Tiempo de cambiar
Comentario a Lc 3, 1-6
Leemos en este segundo domingo de adviento los primeros versículos del capítulo tercero de Lucas. Si miramos hacia atrás en este evangelio, podemos comprobar que los dos primeros capítulos están centrados en la infancia del Bautista y de Jesús.
Ahora Lucas da un salto y nos sitúa en otro tiempo de la historia, tanto civil (el tiempo del emperador Tiberio), como religiosa (el tiempo de Anás y Caifás), para anunciarnos un importante evento de salvación: “La Palabra de Dios – afirma el evangelista- descendió sobre el Bautista”. Esta “venida” de la Palabra se da con las siguientes características:
-Siete personajes históricos. Lucas cita a siete personajes, romanos y judíos: Tiberio, Pilato, Herodes, Filipo, Lisanio, Anás y Caifás. Como sabemos, el número siete significa en la Biblia “plenitud”. Lucas nos sugiere que lo que nos cuenta es un hecho de gran trascendencia histórica. No es la única vez que sucede. De vez en cuando la historia humana parece dar un salto cualitativo y hace “surgir” personajes que iluminan la humanidad y la hacen progresar decididamente. Juan el Bautista –nos dice Lucas- es uno de estos personajes. Al leerlo hoy, nosotros nos preguntamos: ¿Qué personaje histórico –del mundo, de la Iglesia, de mi familia- es hoy para mí alguien que me impulsa a un salto de calidad?
-En el desierto. Esa venida de la Palabra no acontece en los palacios de los gobernantes, ni en los centros de estudios, sino en el desierto, un lugar vacío, donde el ser humano puede liberarse de todo lo accesorio, lo superfluo y banal para abrirse a la verdad de Dios sobre sí mismo y sobre el mundo. El desierto permite escuchar los susurros del Espíritu, darse cuenta de algo que el ruido del mundo habitado no nos deja percibir. Para nosotros hoy es importante encontrar lugares de desierto, de soledad, que nos permitan cuál es la voz de Dios para nosotros en este momento de nuestra vida y del mundo.
-La conversión. Esa es la llamada del Bautista, que Jesús confirmará más tarde, una llamada a cambiar de vida. No se trata de cambiar de religión, de cambiar un sistema de oraciones por otro, sino de un cambio de vida, sean cuales sean nuestros rituales religiosos. Lo importante es que cambie mi manera de vivir: en una relación sincera y honesta conmigo mismo, con los demás y con Dios.
-la salvación de Dios. El objetivo final no es que nos sintamos culpables, que nos volvamos arrugados y obsesivos de nuestros pecados, sino que experimentemos el perdón y la alegría de escuchar “la voz que suena en el desierto”. Jesús insistirá precisamente en esto: Dios no quiere condenar a nadie, sino salvar a todos.
Buen Adviento
P. Antonio Villarino, MCCJ
Lucas 3, 1-6
ABRIR CAMINOS NUEVOS
José A. Pagola
Los primeros cristianos vieron en la actuación del Bautista al profeta que preparó decisivamente el camino a Jesús. Por eso, a lo largo de los siglos, el Bautista se ha convertido en una llamada que nos sigue urgiendo a preparar caminos que nos permitan acoger a Jesús entre nosotros.
Lucas ha resumido su mensaje con este grito tomado del profeta Isaías: “Preparad el camino del Señor”. ¿Cómo escuchar ese grito en la Iglesia de hoy? ¿Cómo abrir caminos para que los hombres y mujeres de nuestro tiempo podamos encontrarnos con él? ¿Cómo acogerlo en nuestras comunidades?
Lo primero es tomar conciencia de que necesitamos un contacto mucho más vivo con su persona. No es posible alimentarnos solo de doctrina religiosa. No es posible seguir a un Jesús convertido en una sublime abstracción. Necesitamos sintonizar vitalmente con él, dejarnos atraer por su estilo de vida, contagiarnos de su pasión por Dios y por el ser humano.
En medio del “desierto espiritual” de la sociedad moderna, hemos de entender y configurar la comunidad cristiana como un lugar donde se acoge el Evangelio de Jesús. Vivir la experiencia de reunirnos creyentes, menos creyentes, poco creyentes e incluso no creyentes en torno al relato evangélico de Jesús. Darle a él la oportunidad de que penetre con su fuerza humanizadora en nuestros problemas, crisis, miedos y esperanzas.
No hemos de olvidarlo. En los evangelios no aprendemos doctrina académica sobre Jesús, destinada inevitablemente a envejecer a lo largo de los siglos. Aprendemos un estilo de vivir realizable en todos los tiempos y en todas las culturas: el estilo de vivir de Jesús. La doctrina no toca el corazón, no convierte ni enamora. Jesús sí.
La experiencia directa e inmediata con el relato evangélico nos hace nacer a una nueva fe, no por vía de “adoctrinamiento” o de “aprendizaje teórico”, sino por el contacto vital con Jesús. Él nos enseña a vivir la fe no por obligación, sino por atracción. Nos hace vivir la vida cristiana no como deber, sino como contagio. En contacto con el Evangelio recuperamos nuestra verdadera identidad de seguidores de Jesús.
Recorriendo los evangelios experimentamos que la presencia invisible y silenciosa del Resucitado adquiere rasgos humanos y recobra voz concreta. De pronto todo cambia: podemos vivir acompañados por alguien que pone sentido, verdad y esperanza en nuestra existencia. El secreto de toda evangelización consiste en ponernos en contacto directo e inmediato con Jesús. Sin él no es posible engendrar una fe nueva.