Al servicio de los pueblos indígenas
Por: P. Rafael González Ponce
Animados por el carisma recibido de san Daniel Comboni para evangelizar entre los pueblos más pobres y abandonados, en sentido social y en orden a la fe, los misioneros combonianos en México pronto se pusieron ante el desafío de la realidad de los pueblos indígenas. Más de 12 millones y la mayoría de ellos por siglos marginados.
Aún con los límites de personal y sin escatimar las dificultades que presentan los idiomas tonales junto a la diversidad de culturas, a partir del año 1972 los misioneros combonianos fueron asumiendo gran parte de la región de la Chinantla (por aquel entonces perteneciente a la arquidiócesis de Oaxaca y luego integrada a la recién fundada diócesis de Tuxtepec): Usila, Ojitlán, Chiltepec, Jalapa de Díaz, Tuxtepec, Valle Nacional, San Pedro Sochiapan, con infinidad de rancherías y prácticamente sin carreteras. Esta etapa misionera abarcará 40 años, sirviendo con amor y sacrificio para que las etnias chinantecas, mazatecas y cuicatecos tuvieran una mejor calidad de vida y una fe en Cristo que les llenara de esperanza.
En esta misma dinámica de compromiso misionero fue como nacieron, ya por el año 2001, nuestros empeños combonianos en Metlatónoc y Cochoapa, entre los mixtecos, en la diócesis de Tlapa, Guerrero. Años más tarde, diciembre 2016, también Comalapa, zona mestiza-náhuatl, de la diócesis de Orizaba, Veracruz.
Necesitaríamos todo un libro para recordar a tantos misioneros y misioneras que han entregado su vida – también con sus errores y límites – a favor de estas comunidades indígenas, y narrar sus innumerables hazañas llenas de audacia. De algunos, como del novicio José Luis Cortés, quedaron las cruces de sus tumbas por esas montañas. Cuántas iniciativas proféticas que permanecen como cimientos escondidos de la Iglesia de hoy: el acompañamiento espiritual y la lucha solidaria durante los acontecimientos de conflicto y dolor, la formación bíblica constante, el Instituto Teológico del Papaloapan para la formación de agentes de pastoral, la preparación de diáconos casados indígenas, la búsqueda de una liturgia inculturada, la traducción de los textos a las lenguas nativas, la acción social y caritativa como signo de madurez de las mismas comunidades cristianas, la construcción de capillas, escuelas, dispensarios… Todo para que el pueblo indígena pudiera expresar sus enormes cualidades y ser protagonista de su propio destino de fraternidad y dignidad, según el gran diseño de Jesucristo.