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Evangelizar en Estados Unidos

Isabelle Kahambu Valinande, mc
Desde S. Antonio Texas (EEUU)

Me llamo Isabelle Kahambu Valinande y soy de la República Democrática del Congo. Después de haber trabajado casi 10 años en México, ahora vivo otra misión diferente en San Antonio Texas, Estados Unidos, trabajando con los migrantes. ¡Nunca antes había podido imaginar que un país tan grande y poderoso como Estados Unidos necesitara ser evangelizado!

En mi vida he tenido que afrontar muchos retos, uno de los más grandes ha sido la inserción en una nueva cultura. He tenido que dejar de lado lo mío y acoger costumbres y modos de hacer nuevos. He tenido que empezar de cero, haciéndome “ignorante” para dejarme enseñar y aprender a amar lo desconocido. No ha sido fácil para mí.

Actualmente en los Estados Unidos vivo retos nuevos y situaciones que a veces no entiendo. Trabajo en un centro de acogida de migrantes donde llegan personas de diferentes partes del mundo. El sufrimiento que ellos viven en su periplo, es una realidad que destroza mi corazón. Sólo ellos y Dios saben cómo pueden sobrevivir a tales experiencias. ¡Al escuchar sus historias se te encoge el corazón!

Al conocer sus realidades, experimento una gran dificultad e impotencia, al no poder brindarles la ayuda que ellos necesitan. Sin embargo, el tiempo compartido con ellos, la escucha, la acogida, la sonrisa que les brindo, alientan también mi esperanza. Frente a estas actitudes, ellos también, en confianza, abren sus corazones y comparten sus experiencias. Yo correspondo ofreciendo mis oraciones. Algo bello que me inspira esperanza es el contemplar su persistencia, lucha y determinación en alcanzar sus sueños, lograr una vida mejor para sus familias.

Muchas veces me pregunto, ¿por qué tantas personas deben dejar sus tierras, sus costumbres y arriesgar sus vidas para llegar a un nuevo lugar donde nadie los espera, ni tienen casa ni trabajo? Muchas personas han sido obligadas a dejar todo en sus países a cambio de una seguridad en otro país buscando un trato digno para vivir en paz y empezar una nueva vida. ¿Y qué encuentran? Dificultades, incomprensiones, rechazo… ¡Es muy duro sentirse tratado de ese modo!

He conocido a mucha gente que me reta, diciendo que no hay necesidad de ir en misión a Europa o América o Asia porque ellos lo tienen todo… e incluso me dicen que no estoy en misión, que estoy de paseo por Estados Unidos. Desgraciadamente, muchas veces nos quedamos en las apariencias sin conocer la realidad. La verdadera riqueza no se limita a las cosas materiales, sino que se encuentra en la persona de Cristo que nos ama y dio su vida para salvarnos… y no sólo los países o continentes del Tercer Mundo merecen o necesitan ser evangelizados.

Yo vivo también esas incomprensiones e incoherencias. Sin embargo, mi fuerza para seguir adelante ha sido la oración y el aceptar aprender de los demás. He abrazado esta vida para servir a Cristo a través de los demás. Como congregación internacional, estamos dispuestas a entrar en la realidad del mundo donde nos encontremos, es decir, conocer su cultura, sus costumbres y tradiciones, incluyendo el idioma del lugar, lo que nos permite insertarnos. Todo esto me hace sentir feliz y realizada, y es un impulso para seguir adelante.

Me siento orgullosa y feliz de aportar mi contribución a la evangelización allí donde he ido en misión, de compartir mi riqueza familiar, cultural, diocesana y nacional con otras razas, pueblos, naciones… pero también de aprender de ellos.

He descubierto en mi vida que mientras más se comparte con los demás, más se aprende y se adquieren nuevos conocimientos y existe mayor apertura al mundo. Mi felicidad está en el compartir con lo demás los dones y talentos que Dios me ha regalado, es decir, mi vida.

Peregrinos y misioneros de la esperanza

San Daniel Comboni, gran misionero de África Central, dijo que si tuviera mil vidas, daría éstas por la misión. Ante tantas dificultades, Comboni se dejó guiar, desde muy joven, por el amor y la esperanza que nacen del corazón del Buen Pastor.

Por: P. Wédipo Paixão, mccj

Dicen por ahí que, «tiempos difíciles, forman hombres fuertes»; a eso añadiría: «en tiempos difíciles, vividos con fe, surgen los santos». Del carisma de Comboni, otras tantas vidas han seguido sus pasos y se han entregado «a los más pobres y abandonados». Hoy más que nunca, la misión requiere de nuevas fuerzas; jóvenes entregados a la causa del Evangelio y que testimonien a Jesús al llevar su amor a quienes viven en las periferias de la existencia.

Un dato visible es que los sacerdotes cada vez son menos y están envejeciendo. También es verdad que muchos jóvenes se han alejado de la Iglesia por diversos motivos, entre ellos están la duda, la desconfianza y hasta el rechazo; promovidos por ambientes anticlericales. La esperanza no nos defrauda, porque ponemos nuestra confianza en manos de Dios, quien tiene la «última palabra», y que es Palabra de vida y salvación para todos.

Al iniciar este año jubilar, el papa Francisco nos invita a redescubrir los tesoros de nuestra fe y a renovar nuestra vocación misionera de bautizados. Esta es la noticia que llena de sentido nuestra existencia. La fe nos motiva para enfrentar el mal, como lo hizo Jesús. Así lo han hecho los mártires y los santos que siguieron su ejemplo.

¿Qué haría Cristo en mi lugar? Sin duda, construir puentes y derribar barreras. La misión de la Iglesia construye puentes, no sólo entre las culturas y las naciones, sino también entre las generaciones. Puentes que sobrepasan el tiempo, «porque el amor es más fuerte que la muerte» (Cant 8,6).

Quien ama, entra en una comunión de vida que supera los tiempos y reúne a todos en un solo pueblo, una sola familia y un solo hogar –el corazón de Dios–, en el que moran todos los justos que han sido, son y serán en el cuerpo de Cristo, extendido en las dimensiones del cosmos y de la historia; y en un solo templo, cuyo arquitecto es el Espíritu Santo, impulso del amor.

La misión consiste en transmitir la fe hasta los confines de la tierra. ¿Cómo se hace esto? El papa Francisco escribe: «Esta transmisión de la fe, corazón de la misión de la Iglesia, se realiza por el “contagio” del amor, en el que la alegría y el entusiasmo expresan el descubrimiento del sentido y la plenitud de la vida. La propagación de la fe por atracción exige corazones abiertos, dilatados por el amor». En efecto, sólo el amor no conoce límites.

Y éste, es especialmente sensible a las extremas periferias de la fe: los alejados, los indiferentes e incluso los opuestos y contrarios. También a cualquier periferia material o espiritual. He aquí una afirmación tan audaz como certera: «Cualquier pobreza material y espiritual, cualquier discriminación de hermanos y hermanas siempre es consecuencia del rechazo a Dios y a su amor».

Con lenguaje accesible para los jóvenes, el Papa les dice que hoy los confines de la tierra parecen fácilmente «navegables» en el mundo digital. «Sin embargo –observa–, sin el compromiso de nuestras vidas, podremos tener miles de contactos, pero no estaremos nunca inmersos en una verdadera comunión de vida».

Podríamos pensar: ¿Es posible lograr una comunión de vida que rompa puentes y barreras al margen de Dios, de Cristo y de la Iglesia? Quienes lo intentan o lo han intentado sin conocer el Evangelio no están «al margen» divino ni de Cristo ni de la Iglesia. Los mártires y los santos han procurado responder a este llamado de Jesús (cf Lc 9,23-25), no como un asunto más para realizar en la vida.

Por ello, el papa Francisco señala: «Me atrevería a decir que, para un joven que quiere seguir a Cristo, lo esencial es la búsqueda y la adhesión a la propia vocación». Ciertamente, al llamado se responde con la misión, y todo cristiano tiene una encomienda: descubrir y seguir la propia vocación, es de lo más fascinante y transcendente. En ese sentido, y aludiendo a las experiencias de voluntariado y evangelización, el Papa añade que la formación de cada uno de los jóvenes no sólo es una preparación para el éxito profesional, «sino el desarrollo y el cuidado de un don del Señor para servir mejor a los demás».

Seguir al Maestro, significa avanzar por aguas más profundas, donde Él nos pide echar las redes. La novedad del seguimiento de Jesús no radica en quedarse a «las orillas de la vida», sino en «avanzar». Quien transita hacia la otra orilla con Cristo, siempre va al encuentro de otros que ya esperan. Con Jesús nos hacemos mensajeros y peregrinos de la esperanza, pues los pobres y marginados ya están cansados de tantas malas noticias y muchos se encuentran enfermos y desesperados, y por ello gritan: «Señor ,ten compasión de mí».

No cerremos nuestros ojos y oídos ante el clamor de nuestros hermanos, porque en ellos está la voz del Señor que nos dice: ¡ven y sígueme! Al ser peregrinos de esperanza, miramos siempre adelante, teniendo nuestros ojos puestos en Jesús, quien nos invita a mantenernos atentos a los signos de los tiempos.

Joven: ¡También tú puedes ser un peregrino-misionero de la esperanza! Atrévete a entrar en contacto con los Misioneros Combonianos y a vivir una profunda experiencia misionera.

Nuevo Comité Central de los Laicos Misioneros Combonianos

En el marco de la celebración de la VII Asamblea General De los Laicos Misioneros Combonianos que se celebró del 9 al 14 de diciembre en Maia, Portugal, tuvo lugar la elección del nuevo Comité Central que coordinará el Movimiento LMC durante los próximos 6 años.

Los miembros del nuevo Comité Central son (en la foto, de izquierda a derecha): Flavio Schmidt de Brasil, Mukami Anne Mutheede de Kenia, Alberto de la Portilla de España (que continúa como coordinador general) y Anna Obyrtacz de Polonia.

Son muchos los retos que se han planteado en esta Asamblea y que a lo largo de los próximos 6 años habrá que ir dando respuesta con la ayuda y guía del Espíritu.

Como Movimiento LMC España, damos gracias a Dios por el trabajo de esta Asamblea y por la disponibilidad y servicio a la misión del nuevo equipo coordinador. Que el Señor os bendiga.

LMC

“Navidad es Misión”

Mensaje del Consejo General de los Misioneros Combonianos

Queridos hermanos:

Cada vez que llega la Navidad y meditamos este acontecimiento de salvación, nos conmueve la humildad del Hijo de Dios en el pesebre: «Tanto amó Dios al mundo que (nos) entregó a su propio Hijo» (cf. Jn 1, 13-17). Y no lo da a luz en un palacio ni en un suntuoso palacio, ni siquiera en una sencilla morada; elige algo más humilde: un refugio donde, por la noche, se encierran los animales de la familia. Y así, la cuna del Hijo de Dios es un pesebre. Jesús nace pobre y entre los pobres.

Es importante que nosotros, misioneros combonianos, captemos el carácter misionero de la Navidad. El envío del Hijo es la primera gran misión. Este Niño Dios es el primer misionero del Padre. Tres son sus salidas: del Padre, privándose de la gloria divina; de sí mismo («se despoja de sí mismo», «se hace nada», «asume la condición de esclavo» –kénosis– Fil 2,7); y del mundo, para volver -resucitado y victorioso- al Padre, con la intención de llevarnos con Él: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas […] Voy a prepararos un lugar […] Y vendré otra vez y os llevaré conmigo, para que donde yo esté estéis también vosotros» (Jn 14,2-3).

Locura de amor

Este camino de salvación es locamente divino. Y hay que estar “loco” para tomarlo por verdadero. ¡Pero es verdad! Una vez que entras en esa lógica, te sientes proyectado al descubrimiento de la verdad. Inaugurando el Congreso Eclesial de Florencia en septiembre de 2015, el Papa Francisco dijo: ‘Nuestra fe es revolucionaria por un impulso que viene del Espíritu Santo. Debemos seguir este impulso para salir de nosotros mismos, para ser hombres según el Evangelio de Jesús. Toda vida se decide por la capacidad de darse. Es ahí donde se trasciende a sí misma y llega a ser fecunda».

La contemplación de este “niño salido del Padre” es necesaria para la misión.

«En la Palabra de Dios aparece constantemente este dinamismo de “salida” que Dios quiere provocar en los creyentes. Abrahán aceptó la llamada a partir hacia una nueva tierra (cf. Gn 12,1-3). Moisés escuchó la llamada de Dios: “Ve, yo te envío” (Ex 3,10) y condujo al pueblo a la tierra prometida (cf. Ex 3,17). A Jeremías le dijo: “Irás a todos aquellos a quienes yo te envíe” (Jr 1,7). Hoy, en el «id» que Jesús nos dice, están presentes los escenarios y desafíos siempre nuevos de la misión evangelizadora de la Iglesia, y todos estamos llamados a esta nueva “salida” misionera. Cada cristiano y cada comunidad discernirá qué camino le pide el Señor, pero todos estamos invitados a acoger esta llamada: a salir de nuestra propia zona de confort y tener el coraje de llegar a todas las periferias necesitadas de la luz del Evangelio» (Evangelii gaudium, 20).

¡En qué mundo llega!

Este año la Navidad se celebra en estado de guerra. El mundo vive una situación dramática: hay gente destruida, gente asesinada, gente que muere. La violencia se abate sobre hombres y mujeres sepultados bajo los escombros de sus casas, millones de personas desplazadas en sus propios países o refugiadas en las naciones vecinas, ancianos perdidos sin asistencia, niños abrumados en su inocente vida cotidiana.

Muchos de nuestros hermanos están llevando a cabo su misión en situaciones similares. Nuestros pensamientos y oraciones están con ellos.

Y, sin embargo, el Señor Jesús nace de nuevo para nosotros en un mundo tan pobre -por no decir desprovisto- de dignidad. ¿Por qué? Por el misterio del amor de un Dios que, por amor, se hizo niño. Un amor que estamos llamados a «encarnar» en las situaciones que nos toca vivir, testimoniándolo y concretándolo en el compartir, en la participación, en la comunión, en el don, en el servicio.

Sabemos –por experiencia directa– que a menudo es un amor “a alto precio”. Pero como seguidores de Comboni, un “loco” que hizo de la Cruz su «amiga», su «esposa indivisible, eterna y amada, y sapientísima maestra» (Escritos, 1710; 1733), no nos desanimamos, porque creemos que nuestra debilidad revela paradójicamente la omnipotencia de Dios: una omnipotencia que tiene poco poder, por supuesto, porque sólo se manifiesta en nuestra voluntad radical de hacer «causa común», y a cualquier «precio», con las personas entre las que vivimos.

Dejémonos transformar por la Navidad

Nuestro deseo de una Feliz Navidad este año se traduce en una invitación a nosotros mismos y a todos vosotros a dejarnos transformar por el misterio que celebra esta solemnidad.

¿Cómo será nuestra próxima Navidad? Es difícil saberlo. Ciertamente podemos desear que esté marcada por la paz, rica en alegría y presagio de serenidad. Pero también podría ser muy distinta y saber más a establo y pesebre que a cielo. Pero poco importa: lo importante es dejarse transformar por el misterio de la venida del Verbo en la carne (cf. Jn 1,14), pidiendo al Espíritu que nos ayude a «escuchar» esta Palabra, que siempre tendrá la forma del llanto de un recién nacido, y a acoger con fe al Salvador del mundo, que siempre tendrá la fragilidad y la debilidad de un niño.

Cerramos esta carta con un esclarecedor pasaje de Dietrich Bonhœffer, pastor luterano, mártir del nazismo:

«Dios no se avergüenza de la bajeza del hombre, entra en ella. […] Dios ama lo perdido, lo despreciado, lo insignificante, lo marginado, débil y afligido. Donde los hombres dicen «perdido», Él dice «salvado». […] Donde los hombres apartan indiferente o altaneramente la mirada, allí pone él su mirada llena de incomparable amor ardiente. Donde los hombres dicen «despreciable», allí Dios exclama «bendito». Allí donde en nuestra vida hemos llegado a una situación en la que sólo podemos avergonzarnos ante nosotros mismos y ante Dios, […] allí mismo Dios se hace cercano, como nunca antes: es allí donde Dios quiere irrumpir en nuestra vida, es allí donde muestra su cercanía, para que comprendamos el milagro de su amor, de su cercanía y de su gracia».

Pidamos a María que nos ayude a acoger a Jesús como lo acogió ella, y a su hijo pidamos la gracia de dejarnos transformar por su venida.

Para todos ustedes nuestros mejores deseos de una Feliz Navidad.

El Consejo General

Imagen: Navidad Mística, de Sandro Botticelli.
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III Domingo de Adviento. Año C

Grita de felicidad

“¡Grita de felicidad, hija de Sión, regocíjate, Jerusalén! El Señor ha anulado la sentencia que pesaba sobre ti, ha expulsado a tus enemigos; el Señor es rey de Israel en medio de ti, no tendrás que temer ya ningún mal. Aquel día dirán a Jerusalén: «No tengas miedo, Sión, que tus manos no tiemblen; el Señor tu Dios está en medio de ti, él es un guerrero que salva. Dará saltos de alegría por ti, su amor te renovará, por tu causa bailará  y se alegrará, como en los días de fiesta». (Sofonías 3, 14-18)

El tercer domingo de Adviento es una invitación especial a la alegría, a la felicidad sin límites, a lo bello que hace explotar los corazones porque Dios está más cerca que nunca de nuestras vidas y tan cercano a todas nuestras historias, tan sencillas y tan ordinarias.

La llegada del Señor se hace cada día más inminente y la palabra de Dios, en particular el mensaje que leemos del profeta Sofonías, nos introduce en el ambiente de fiesta y de regocijo que envuelven nuestro tiempo y nos recuerda que el nacimiento de Jesús entre nosotros no es algo casual. Bien podríamos decir que es la realización del sueño más profundo, del anhelo más grande que existe en el corazón de Dios, el deseo de hacerse uno de nosotros y compartir con nosotros su divinidad.

La Navidad, en las palabras del profeta, se nos presenta como el tiempo en el cual no hay espacios para la tristeza, para la amargura o el dolor. Es tiempo para gritar de felicidad porque el Señor viene, es más, ya está entre nosotros como el único que puede cambiarnos la vida y puede otorgarnos la paz. 

Es tiempo para deshacernos de nuestros miedos y de todo aquello que nos puede tener paralizados en estilos de vida que nos impiden amar, como hemos sido amados en Jesús. Es tiempo para agradecer a Dios el estar siempre entre nosotros, de manera gratuita, como un don extraordinario que no merecemos.

Son días en los que contemplando el pesebre estamos llamados a descubrir a un Dios que ha escogido la sencillez y la humildad para ayudarnos a entender que su grandeza está en su pequeñez y que lo inmensamente grande y poderoso llega hasta nosotros a través de entrega y abandono. 

El gran anuncio que se nos hace en este domingo es la buena noticia de la presencia del Señor entre nosotros como el Dios que nos salva, que nos libera y nos recuerda que hemos sido llamados a vivir como hijos de un Padre que no se cansa de amar. La presencia de Jesús entre nosotros nos hace personas nuevas, capaces de vivir confiando en el futuro, entusiastas y comprometidos en la construcción de un mundo más fraterno, solidario y en paz.

Navidad tiene que ser, por lo tanto, momento en que reconocemos al Dios que nos ha querido tanto que ha hecho camino para mezclarse con nuestra pobreza, con nuestra fragilidad, con nuestra humanidad. Es el Dios que ha encontrado su felicidad compartiendo su divinidad y haciendo suya la historia de cada uno de nosotros, mendicantes de felicidad.

¿Qué tendremos que hacer para alcanzar esa felicidad?

El Evangelio de este tercer domingo de Adviento nos presenta a Juan el Bautista rodeado de una gran multitud que lo interroga haciéndole la pregunta: ¿Qué tenemos que hacer? Se podría entender, ¿qué hay que hacer para entrar en el mundo de Jesús al cual Juan anuncia como la buena noticia esperada desde siempre? ¿Qué tenemos que hacer hoy nosotros para reconocer a Jesús que pone su morada entre nosotros y nos invita a participar de su alegría y a compartir su felicidad? ¿En dónde lo podemos descubrir y reconocer?

Juan nos da una respuesta: “El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene, y el que tenga comida compártala con el que no la tiene… A Jesús lo vamos a reconocer en el hermano que sufre, en la persona que no ha tenido las mismas oportunidades que nosotros, en el marginado que nuestra sociedad ha condenado a vivir sin poder gozar de los derechos que tiene como hijo de Dios.

La felicidad plena en nuestras vidas la experimentaremos cuando, como discípulos de Jesús, seamos capaces de generar felicidad y alegría en el corazón y en la vida de los hermanos que Dios ha puesto a nuestro lado. 

Por lo tanto, lo que tendremos que hacer será, al menos intentar, generar vida a nuestro alrededor asumiendo actitudes de bondad, de cordialidad, de respeto, de cariño, de tolerancia… como Jesús nos enseñó a su paso entre nosotros.

Seguramente nuestra felicidad será plena, también esta Navidad, si somos capaces de entender lo que ha significado que Dios haya renunciado a sí mismo para hacerse semejante a nosotros. ¿A qué nos estará llamando el Señor a renunciar? 

Seremos felices si por un momento aceptamos dejar de pensar sólo en nosotros mismos, en nuestros intereses personales, si dejamos de considerar que nuestros puntos de vista son los mejores, por no decir los únicos, si humildemente aceptamos ponernos al final de línea, sintiéndonos llamados a servir y a ofrecer nuestras vidas, en lugar de buscar lugares de protagonismo que nos alejan de los demás.

Sin lugar a dudas, gritaremos de felicidad, cuando contemplando a Jesús en el pesebre entenderemos lo que significa un Dios que se ha hecho pobre, que no se ha asustado con las miserias de nuestra humanidad, que ha cargado con lo triste de nuestros pecados y que desde lo alto de la cruz nos gritará con fuerza que no hay mayor felicidad que la que se alcanza dando la vida por los demás.

Alegrémonos pues, como invitaba San Pablo a los filipenses, porque la llegada del Señor es inminente, porque el Señor, podríamos decir nosotros, está llegando a cada instante en nuestras vidas con una propuesta de vida plena, una vida vivida en el reconocimiento de Dios que camina entre nosotros, como un Padre que no vive más que para amarnos y que sueña con nuestra felicidad.

P. Enrique Sánchez G. Mccj


Adviento, la temporada de la alegría

Año C – Adviento – 3er Domingo
Lucas 3,10-18: “¿Y nosotros, qué debemos hacer?”

El tercer domingo de Adviento se llama “domingo Gaudete”, por la primera palabra que abre la celebración: “Alegraos siempre en el Señor; os lo repito: alegraos. ¡El Señor está cerca!” (antífona de entrada, cf. Flp 4,4-5). En el ambiente penitencial que caracteriza el tiempo de Adviento, este domingo nos trae una invitación especial a la alegría.

El camino del Adviento es un recorrido guiado. La liturgia nos propone tres guías: el profeta Isaías, Juan el Bautista y la Virgen María. Son tres “pedagogos” que se alternan a medida que nos acercamos a la Navidad. Isaías es el profeta mesiánico por excelencia porque anuncia la llegada del Mesías. Es quien alimenta la espera y la esperanza. Juan el Bautista, por su parte, nos llama a la conversión para prepararnos para la llegada del Mesías. Finalmente, la Virgen María nos enseña cómo acogerlo: concibiéndolo en nuestro corazón.

La liturgia coloca en el centro del segundo y tercer domingo de Adviento la figura de Juan el Bautista, según el relato de San Lucas, el evangelio que nos guiará durante este año litúrgico “C”. Juan hace resonar en el desierto el grito del profeta Isaías: “Voz de uno que clama en el desierto: ¡Preparad el camino del Señor!” (Lucas 3,1-6, segundo domingo). El pasaje del Evangelio de este tercer domingo nos presenta la reacción de las multitudes ante su predicación: “¿Qué debemos hacer?”

Quisiera desarrollar mi reflexión en torno a dos palabras que encierran el mensaje de este domingo: Alegría y Conversión. A primera vista, alegría y conversión pueden parecer distantes, pero, reflexionando, descubrimos que se armonizan perfectamente. La alegría surge de la conversión (como muestran las parábolas de la misericordia en Lucas 15) y, al mismo tiempo, la conversión nace de la alegría (como ocurre en la historia de Zaqueo, en Lucas 19,8).

¡LA ALEGRÍA que da sabor a la vida!

Este tercer domingo – como decíamos – se caracteriza por una invitación fuerte, convincente y decidida a alegrarse, porque el Señor está cerca.

En la primera lectura, el profeta Sofonías exhorta insistentemente al pueblo de Dios a alegrarse: “Grita de alegría, hija de Sión, aclama, Israel, alégrate y regocíjate de todo corazón, hija de Jerusalén… ¡No temas, Sión, no dejes caer los brazos! El Señor, tu Dios, está en medio de ti, como un salvador poderoso.”
Nosotros también tenemos una necesidad extrema de ser reconfortados, especialmente en un contexto marcado por un pesimismo generalizado respecto al futuro.

El Salmo responsorial retoma un texto de Isaías que nos invita a expresar la alegría con el canto: “Canta y alégrate, porque grande es en medio de ti el Santo de Israel.”
En la segunda lectura, San Pablo refuerza con fuerza la invitación a la alegría: “Hermanos, alegraos siempre en el Señor; os lo repito: alegraos… ¡El Señor está cerca!”

Si miramos a nuestro alrededor, hay muy poco de qué alegrarse, atrapados como estamos en una red cada vez más intrincada de problemas y amenazas a la vida.
¿Cuál es la alegría del cristiano? Ciertamente no es una alegría despreocupada o ruidosa. Este tipo de alegría es superficial y efímera, a menudo oculta un vacío interior y actúa como un sedante. La alegría del cristiano, en cambio, nace de una experiencia única: la cercanía de Dios, sentirse amado, saber que el Señor está en medio de nosotros. “Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios tiene para nosotros. Dios es amor” (1 Juan 4,16).

En conclusión, el Adviento es un tiempo propicio para redescubrir la fuente del agua fresca y abundante de la alegría que brota del corazón de Dios.

LA CONVERSIÓN que hace florecer la alegría

¿Pero qué decir de Juan el Bautista? ¿Podemos considerarlo un testigo de la alegría? La austeridad de su persona y la severidad de su mensaje no parecen asociarse inmediatamente con la imagen de un mensajero de alegría. Sin embargo, la figura de Juan no es en absoluto ajena a la alegría. ¡Al contrario! Él es un evangelizador, es decir, un portador de buenas y alegres noticias. San Lucas resume su predicación afirmando: “Juan evangelizaba al pueblo” (Lucas 3,18).

Juan fue el primer “evangelizado” por la llegada del Mesías, incluso en el vientre de su madre. Isabel, su madre, dice durante la visita de María: “Apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, el niño saltó de alegría en mi vientre” (Lucas 1,44). El mismo Juan declarará ser el amigo del esposo que “se llena de alegría al oír la voz del esposo”, y concluirá: “Esta alegría mía es ahora completa” (Juan 3,29).

La austeridad y franqueza de Juan hacen que su mensaje sea aún más creíble. De hecho, las multitudes, tocadas por su enseñanza, le preguntan: “¿Qué debemos hacer?”. Incluso los publicanos y soldados se acercan a él para ser bautizados, preguntando: “Y nosotros, ¿qué debemos hacer?”.

La respuesta del profeta nos sorprende por dos razones. En primer lugar, Juan no propone peticiones de carácter “religioso”, como ir al Templo, rezar u ofrecer sacrificios. En su lugar, invita a practicar acciones de justicia social, compartir y respetar a las personas. Además, sorprende porque no pide a los publicanos ni a los soldados que abandonen su oficio, sino que lo ejerzan con honestidad.

A menudo interpretamos la conversión al estilo de Pablo, como la famosa “caída del caballo”. El Señor, en cambio, se adapta a nuestro paso, camina a nuestro lado y, con paciencia, nos educa para un cambio en nuestros estilos de vida. No adopta (¡generalmente!) la estrategia del “todo o nada”. Él conoce bien nuestra fragilidad y nuestro miedo a las medidas drásticas. En el fondo, somos como pajarillos helados en un día de invierno, deseosos de un poco de consuelo y de una caricia, pero demasiado asustados para acoger la mano extendida de Dios hacia nosotros.

Ten cuidado, Señor, de no pedirnos demasiado, de no exigirnos demasiado, de no creer demasiado en nosotros… ¡Ten cuidado conmigo, Señor, sé tranquilo y dulce, ten paciencia conmigo y con mi corazón aún demasiado temeroso!” (Alessandro Deho’).

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


Por una Navidad de misericordia, compartida y misionera

Sofonías  3,14-17; Salmo  Is 12,2-6; Filipenses  4,4-7; Lucas  3,10-18

Reflexiones
A primera vista, estamos ante dos mensajes contrapuestos: la insistente invitación a la alegría (y II lectura), y el exigente llamado a un cambio de vida, a la conversión (Evangelio). El contraste es tan solo aparente, como se desprende de los textos de hoy. Es más, alegría y conversión van juntas, porque el Señor es la raíz de ambas: la conversión al Señor genera alegría y fraternidad.

El lenguaje de Juan el Bautista (Evangelio) es duro, parece obsoleto, inaceptable hoy en día: se atreve a amonestar a las fuerzas del orden, a los recaudadores de impuestos, a todos… Llama a toda categoría de personas a cambiar su manera de vivir. Juan se había mostrado en el desierto, a orillas del río Jordán, “predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados” (Lc 3,3). El evangelista Lucas da cuenta, sin tapujos, del lenguaje duro del Precursor, que sacude a sus oyentes, llamándolos “raza de víboras”: los invita a dar “dignos frutos de conversión”, buenos frutos, para no ser arrojados al fuego (Lc 3,7-9). Pero, ¿qué tipo de conversión? ¿Cuáles son sus frutos?

El domingo pasado la llamada a la conversión se refería, ante todo, al retorno a Dios (dimensión vertical de la conversión), disponiendo el corazón para acoger su salvación. Hoy Juan da indicaciones precisas y concretas para una conversión que atañe directamente a las relaciones con los demás (dimensión horizontal). Lucas da cuenta de tres grupos de personas que, alcanzadas por la furia profética del Precursor, le preguntan: “¿Qué hacemos?” (v. 10.12.14). Es una pregunta frecuente en los escritos misioneros de Lucas, cuando habla de conversiones: la muchedumbre el día de Pentecostés, el carcelero de Filipos, Pablo mismo en el camino de Damasco (cfr. Hch 2,37; 16,30; 22,10). La pregunta indica la disponibilidad para un cambio de vida: es la actitud básica en cualquier conversión y, al mismo tiempo, es una súplica para que otra persona nos ayude a responder a Dios. A esta persona la llamamos habitualmente acompañantemisionero en general, que puede ser sacerdote, laico, religiosa, maestro, catequista…

Los tres grupos de personas que se presentan ante el Bautista son: la gente (personas no siempre bien definidas), los publicanos (los recaudadores de impuestos, por tanto, los odiados colaboracionistas con el imperio extranjero), los soldados (personas acostumbradas a modales duros). Son categorías consideradas a menudo como irrecuperables… El Bautista no les tiene miedo, los acoge y les da respuestas pertinentes y concretas, que atañen a las relaciones con los demás, con el prójimo: compartir vestidos y alimentos (v. 11), justicia en las relaciones con los demás (v. 13), respeto y misericordia hacia todos (v. 14). Se trata de relaciones que se establecen sobre la base del quinto y séptimo mandamiento. La novedad cristiana consiste en mirar a los demás desde la postura del que les lava los pies, como Jesús; desde el compromiso preferencial en favor de los necesitados.

Juan va más allá de su predicación y de su persona, mirando a una intervención cualitativa del Espíritu Santo (v. 16), que se manifestará en Pentecostés como un bautismo de fuego (Hch 2). Entonces el Espíritu hará nuevas todas las cosas, renovará sobre todo el corazón de las personas y unirá pueblos diferentes en el único lenguaje del amor. Será entonces más fácil comprender que la conversión a Cristo exige justicia y compasión hacia todos, conlleva el compartir con el necesitado. Así Juan  -modelo para los misioneros de cualquier época-  “anunciaba al pueblo el Evangelio” (v. 18). Hoy el misionero, por fidelidad a Cristo, está llamado a anunciar misericordia, esperanza  solidaridad. Juan no solicita un cambio en el campo religioso (oraciones, ayunos…), sino en el campo ético: ser solidarios, justos, honestos, respetuosos y, además, humanos, amables.
La adhesión personal a Cristo y el anuncio de su Evangelio conllevan siempre la alegría, como se ve por las insistentes invitaciones de Sofonías y de San Pablo (y II lectura), y de otros textos litúrgicos. Ante todo, porque Dios goza y se complace en nosotros, nos renueva con su amor, hace fiesta con nosotros. Por eso el profeta grita: “No temas, no desfallezcan tus manos”, porque el Señor es para nosotros un salvador poderoso (v. 16-18). Pablo vuelve a insistir sobre la razón de la alegría del creyente: porque el Señor está cerca, está presente (v. 4-5). No hay motivos para angustiarse, porque podemos siempre recurrir a Él en la oración, que fortalece nuestra alegría (v. 5-7).

La alegría de la Navidad es auténtica solo si es compartida con gestos concretos en favor del que sufre. He aquí un ejemplo entre muchos otros. En un pueblo de campo, una familia de marroquíes (musulmanes) acaba de sufrir una doble desgracia (la muerte de la madre y de un niño). El párroco no ha dudado en organizar entre los feligreses una colecta en beneficio de esa familia (el papá y otros hijos huérfanos). Ha sido una iniciativa concreta, inmediata, eficaz, para una Navidad compartida, auténtica, misionera. Solamente así la Navidad es cristiana. En el corazón de los fieles que acogen iniciativas semejantes, Jesús nace de veras. ¡Solo así la fe se fortalece y se difunde! Celebrar la Navidad significa descubrir que el verbo necesario para renovar la humanidad es ‘dar’, compartir: no hay amor más grande que dar la vida…; hay más alegría en dar que en recibir… Son palabras del Niño Jesús que nace en Belén, don del Padre, que amó al mundo hasta dar a su Hijo… ¡Para que el mundo, salvado por la misericordia del Padre, tenga vida en abundancia!

P. Romeo Ballan, MCCJ


La receta del Bautista para cambiar la sociedad
Comentario a Lc 3, 10 18

Una figura clave del Adviento es Juan el Bautista, un profeta sin pelos en la lengua que apareció en la orilla del Jordán antes de que Jesús de Nazaret tomara el testigo y se lanzara a caminar por pueblos y campos anunciando el Reino de Dios. A diferencia del Bautista, Jesús fue más positivo en su vida y en su predicación. Él vivió y testimonió el “sueño de su Padre”, el sueño de una humanidad amada por Dios y fraterna, que confía en Dios y en sí misma, se deja iluminar por su Palabra-Sabiduría, cuida a los pequeños y enfermos, se sabe perdonada y sabe perdonar cuando alguien falla, se deja “gobernar” por el Dios de la Vida, del Amor y de la Paz. Ese es el sueño de Jesús, el “banquete” de la vida al que nos invita  a participar.

Pero Jesús no era un “buenista” ingenuo y romántico, que confunde los sueños con la realidad o las buenas palabras con las acciones que cambian las cosas. Él conocía al ser humano y sabía que en nuestro mundo hay injusticia y corrupción, falso ritualismo religioso, abuso y desprecio de los más débiles, sufrimiento injusto e intolerable. Por eso Jesús se unió al movimiento altamente crítico y profético del Bautista, que pedía cambios profundos en la manera de vivir de todos, si no queremos que nuestra vida y nuestra sociedad sea “quemada en el fuego que no se apaga”.

Hoy precisamente leemos un texto de Lucas en el que se nos recuerdan las respuestas del Bautista a una serie de personas que preguntaban qué tenían que hacer, en qué tenían que cambiar para que el “reino de Dios” fuera una realidad en sus vidas y en la sociedad. Miren y vean si sus respuestas no son muy actuales para hoy mismo:

– El que tenga demasiadas cosas, que comparta la mitad.  ¿Cómo podemos tolerar que algunos tengan muchísimo, sobrándoles abundantemente de todo, y otros carezcan de los más elemental? No podemos pedir que todos tengan lo mínimo para vivir con dignidad, sin salir de nuestra zona de confort, bien asegurada y protegida.

– El que sea funcionario público, que cumpla la ley, sin abusar de ella y sin aprovecharse para ganar más de lo que le corresponde. Hoy todos nos lamentamos y escandalizamos de la corrupción que corroe nuestras organizaciones políticas. Con razón. Pero el Bautista nos alerta: no seamos hipócritas; exijámonos a nosotros mismos lo que exigimos a los demás.

 El que tenga poder (militar o de otro tipo) no ejerza violencia ni caiga en la tentación de extorsionar a nadie. En muchos países la extorsión es una de las plagas que sufre la gente en los barrios periféricos de las grandes ciudades. Por otra parte, la mayoría de nosotros tiene algún tipo de poder sobre otros. ¿Abusamos de ese poder?

¿Basta con esto? No, dice el Bautista. Eso es solo el inicio, es como desbrozar el campo, limpiar la corrupción de nuestra vida y de la sociedad. Pero, después hay que dejarse “bautizar con Espíritu Santo y fuego”, es decir, dejar que el amor de Dios nos invada y haga de nosotros creaturas nuevas, hijos que viven con alegría su condición de hijos. Eso es lo que aporta Jesús de Nazaret, esa es su Buena Noticia, ese es el vino nuevo que nos alegra la vida. Eso es la Navidad, la alegría de ser hijos en el Hijo.

Que nuestra conversión y cambio (Adviento) nos prepare para recibir este don gratuito de sabernos hijos amados, capaces de amar sin fronteras (Navidad).

P. Antonio Villarino, MCCJ


¿QUÉ PODEMOS HACER?
Lucas 3, 10-18

La predicación del Bautista sacudió la conciencia de muchos. Aquel profeta del desierto les estaba diciendo en voz alta lo que ellos sentían en su corazón: era necesario cambiar, volver a Dios, prepararse para acoger al Mesías. Algunos se acercaron a él con esta pregunta: ¿Qué podemos hacer?

El Bautista tiene las ideas muy claras. No les propone añadir a su vida nuevas prácticas religiosas. No les pide que se queden en el desierto haciendo penitencia. No les habla de nuevos preceptos. Al Mesías hay que acogerlo mirando atentamente a los necesitados.

No se pierde en teorías sublimes ni en motivaciones profundas. De manera directa, en el más puro estilo profético, lo resume todo en una fórmula genial: “El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, que haga lo mismo”. Y nosotros, ¿qué podemos hacer para acoger a Cristo en medio de esta sociedad en crisis?

Antes que nada, esforzarnos mucho más en conocer lo que está pasando: la falta de información es la primera causa de nuestra pasividad. Por otra parte, no tolerar la mentira o el encubrimiento de la verdad. Tenemos que conocer, en toda su crudeza, el sufrimiento que se está generando de manera injusta entre nosotros.

No basta vivir a golpes de generosidad. Podemos dar pasos hacia una vida más sobria. Atrevernos a hacer la experiencia de “empobrecernos” poco a poco, recortando nuestro actual nivel de bienestar para compartir con los más necesitados tantas cosas que tenemos y no necesitamos para vivir.

Podemos estar especialmente atentos a quienes han caído en situaciones graves de exclusión social: desahuciados, privados de la debida atención sanitaria, sin ingresos ni recurso social alguno… Hemos de salir instintivamente en defensa de los que se están hundiendo en la impotencia y la falta de motivación para enfrentarse a su futuro.

Desde las comunidades cristianas podemos desarrollar iniciativas diversas para estar cerca de los casos más sangrantes de desamparo social: conocimiento concreto de situaciones, movilización de personas para no dejar solo a nadie, aportación de recursos materiales, gestión de posibles ayudas…

Para muchos son tiempos difíciles. A todos se nos va a ofrecer la oportunidad de humanizar nuestro consumismo alocado, hacernos más sensibles al sufrimiento de las víctimas, crecer en solidaridad práctica, contribuir a denunciar la falta de compasión en la gestión de la crisis… Será nuestra manera de acoger con más verdad a Cristo en nuestras vidas.
José A. Pagola
http://www.musicaliturgica.com


Compartir las lágrimas para poder compartir también la sonrisa
Papa Francisco

En el Evangelio de hoy hay una pregunta que se repite tres veces: «¿Qué cosa tenemos que hacer?» (Lc 3, 10.12.14). Se la dirigen a Juan el Bautista tres categorías de personas: primero, la multitud en general; segundo, los publicanos, es decir los cobradores de impuestos; y tercero, algunos soldados. Cada uno de estos grupos pregunta al profeta qué debe hacer para realizar la conversión que él está predicando. A la pregunta de la multitud Juan responde que compartan los bienes de primera necesidad. Al primer grupo, a la multitud, le dice que compartan los bienes de primera necesidad, y dice así: «El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo» (v. 11). Después, al segundo grupo, al de los cobradores de los impuestos les dice que no exijan nada más que la suma debida (cf. v. 13). ¿Qué quiere decir esto? No pedir sobornos. Es claro el Bautista. Y al tercer grupo, a los soldados les pide no extorsionar a nadie y de acontentarse con su salario (cf. v. 14). Son las respuestas a las tres preguntas de estos grupos. Tres respuestas para un idéntico camino de conversión que se manifiesta en compromisos concretos de justicia y de solidaridad. Es el camino que Jesús indica en toda su predicación: el camino del amor real en favor del prójimo.

De estas advertencias de Juan el Bautista entendemos cuáles eran las tendencias generales de quien en esa época tenía el poder, bajo las formas más diversas. Las cosas no han cambiado tanto. No obstante, ninguna categoría de personas está excluida de recorrer el camino de la conversión para obtener la salvación, ni tan siquiera los publicanos considerados pecadores por definición: tampoco ellos están excluidos de la salvación. Dios no excluye a nadie de la posibilidad de salvarse. Él está —se puede decir— ansioso por usar misericordia, usarla hacia todos, acoger a cada uno en el tierno abrazo de la reconciliación y el perdón.

Esta pregunta —¿qué tenemos que hacer?— la sentimos también nuestra. La liturgia de hoy nos repite, con las palabras de Juan, que es preciso convertirse, es necesario cambiar dirección de marcha y tomar el camino de la justicia, la solidaridad, la sobriedad: son los valores imprescindibles de una existencia plenamente humana y auténticamente cristiana. ¡Convertíos! Es la síntesis del mensaje del Bautista. Y la liturgia de este tercer domingo de Adviento nos ayuda a descubrir nuevamente una dimensión particular de la conversión: la alegría. Quien se convierte y se acerca al Señor experimenta la alegría. El profeta Sofonías nos dice hoy: «Alégrate hija de Sión», dirigido a Jerusalén (Sof 3, 14); y el apóstol Pablo exhorta así a los cristianos filipenses: «Alegraos siempre en el Señor» (Fil 4, 4). Hoy se necesita valentía para hablar de alegría, ¡se necesita sobre todo fe! El mundo se ve acosado por muchos problemas, el futuro gravado por incógnitas y temores. Y sin embargo el cristiano es una persona alegre, y su alegría no es algo superficial y efímero, sino profunda y estable, porque es un don del Señor que llena la vida. Nuestra alegría deriva de la certeza que «el Señor está cerca» (Fil 4, 5). Está cerca con su ternura, su misericordia, su perdón y su amor. Que la Virgen María nos ayude a fortalecer nuestra fe, para que sepamos acoger al Dios de la alegría, al Dios de la misericordia, que siempre quiere habitar entre sus hijos. Y que nuestra Madre nos enseñe a compartir las lágrimas con quien llora, para poder compartir también la sonrisa.
Angelus 13.12.2018

¿De qué sirve decirse católico?

Por: + Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo Emérito de SCLC

MIRAR

Este 8 de diciembre, se cumplió un año de que los campesinos de Texcapilla, muy cerca de mi pueblo natal, se organizaron y mataron al grupo criminal de diez personas que llegó con armas de alto poder y que les exigía el cobro de piso por sus cultivos de habas, chícharos, avena, frijol y maíz. No pudieron soportar que les quisieran cobrar más y más. Mataron también a su líder, apodado El Payaso, con quien yo, circunstancialmente, había hablado meses antes. Cuando lo vi en mi pueblo, me identifiqué y pedir hablar con él. Estaba armado y rodeado de sus pistoleros. Su esposa, al escuchar que yo era obispo, me pidió que insistiera a su marido que ya bautizaran a dos de sus niños, una de nueve años y otro bebé. Muy católico, sí quería bautizarlos, pero en su pueblo de origen, más al sur del Estado de México. Intenté servirme de este su deseo para iniciar un proceso pastoral e insistirle que cambiara de vida. Ya no supe si los bautizaron, porque al poco tiempo lo mataron. ¿De qué le servía decirse católico y que sus hijos fueran bautizados? Ciertamente no era por una fe madura en Jesús, sino por simple tradición. No le importaba tanto Dios, pues su dios era el dinero que exprimía a los más pobres, a los más indefensos, como son la mayoría de nuestros campesinos.

El líder de otro grupo criminal, de la misma llamada Familia Michoacana, tiene a sus niñas en la catequesis parroquial, preparándose a la Primera Comunión. Los máximos líderes de otros grupos armados se consideran católicos. Algo semejante pasa con políticos, que oficialmente son católicos, pero su dios es el poder, el dinero, y no les importa ir a Misa los domingos, no leen la Biblia, oran sólo por sus intereses; pero eso sí, si una autoridad superior les pide estar en una reunión, organizar un mitin u otra actividad, se someten a esas disposiciones y no les importa su religión; saben que, si no acatan deseos u órdenes superiores, se exponen a perder su puesto y a no ascender más en el partido o en el gobierno. Su dios es el poder y el dinero. Lo mismo se podría decir en muchos otros casos. Festejan a la Virgen de Guadalupe, esperan las vacaciones y el aguinaldo de Navidad, pero seguir a Jesús no les interesa. Otros se declaran creyentes, pero no dejan el alcohol y las drogas, son infieles en su matrimonio, no pagan lo justo a sus trabajadores, viven en excesos de toda índole. Se dicen católicos, y hasta llevan una medalla o un Crucifijo al pecho; pero eso ¿de qué les sirve?

En sentido contrario, ¡son muchísimos más los que son de verdad católicos! No sólo van a Misa los domingos y hacen oración, sino que son justos y a nadie perjudican; comparten sus bienes; mantienen unida su familia y son fieles en su matrimonio; educan a sus hijos conforme a la fe; no se avergüenzan de sus creencias religiosas; sirven a la comunidad; son apóstoles entregados hasta el sacrificio. Pareciera que abunda más lo malo, pues los noticieros resaltan más las notas rojas; pero en la vida ordinaria son más numerosos los que son auténticamente católicos.

DISCERNIR

Los obispos latinoamericanos, en el Documento de Puebla, después de la primera visita del Papa San Juan Pablo II a nuestra patria, en enero de 1979, expresaron algo sobre la injusticia social en nuestro continente, pero que se aplica a nuestra realidad marcada por la violencia y por la fuerza de los grupos armados. Dijeron:Nos preocupan las angustias de todos los miembros del pueblo cualquiera sea su condición social: su soledad, sus problemas familiares, en no pocos, la carencia del sentido de la vida; especialmente queremos compartir hoy las que brotan de su pobreza. Vemos, a la luz de la fe, como un escándalo y una contradicción con el ser cristiano, la creciente brecha entre ricos y pobres. El lujo de unos pocos se convierte en insulto contra la miseria de las grandes masas. Esto es contrario al plan del Creador y al honor que se le debe. En esta angustia y dolor, la Iglesia discierne una situación de pecado social, de gravedad tanto mayor por darse en países que se llaman católicos” (DP 27-28).

Por nuestra parte, los obispos mexicanos, en el Proyecto Global de Pastoral 2031+2033, expresamos:En toda esta transformación de pensamiento y de vida, la religión ha sufrido también un fuerte impacto: transformación radical en la forma de asumir la fe de los creyentes, pérdida del fervor original, desprecio por las instituciones, ambiente relativista e individualista y un secularismo que ha reducido la fe al ámbito de lo privado y de lo íntimo. Dentro de este fenómeno religioso, la violencia ha alcanzado niveles preocupantes y dolorosos para el mundo entero” (PGP 36).

“El panorama social se ha ido ensombreciendo paulatinamente por el fortalecimiento alarmante del crimen organizado, corrompiendo la mente y el corazón de personas y autoridades.  La introducción de una narco-cultura en nuestra sociedad mexicana, de conseguir dinero rápido, fácil y de cualquier forma, ha venido a dañar profundamente la mente de muchas personas, a quienes no les importa matar, robar, extorsionar, secuestrar o hacer cualquier cosa con tal de conseguir sus objetivos. Esta sociedad que tendría que ofrecer a todos los ciudadanos las condiciones necesarias para vivir con dignidad, está dañada y es necesario que todos como miembros de ella tomemos conciencia de esta realidad y nos hagamos responsables, para que pueda cumplir como un espacio de vida digna para todos sus miembros” (PGP 57).

ACTUAR

Para que haya paz familiar y social, para que festejemos dignamente a la Virgen de Guadalupe, para que celebremos auténticamente la Navidad, esforcémonos por vivir con fidelidad nuestra fe católica; evitemos todo aquello que contradiga la Palabra de Dios; en resumen, respetémonos y amémonos como hermanas y hermanos.