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José Manuel Hernández, nuevo sacerdote comboniano

Este sábado, 11 de octubre, el comboniano José Manuel Hernández Cruz fue ordenado sacerdote en la parroquia de Santa María Reina del Rosario de Coatzacoalcos, Veracruz, por la imposición de manos de Mons. Rutilo Muñoz Zamora, obispo de Coatzacoalcos. El domingo 12 celebrará su primera misa en la parroquia San Rafael Guízar y Valencia de la misma ciudad.

José Manuel Hernández Cruz, originario de la colonia Teresa Morales en Coatzacoalcos, Veracruz, nació en una familia católica. Hijo de Víctor Hernández León y Aurora Cruz Ventura (ya fallecida), comenzó como monaguillo en la capilla Sagrada Familia y colaboró activamente en su parroquia de origen. En 2007 ingresó al seminario menor de la Diócesis de Coatzacoalcos y en 2010 pasó al Seminario Mayor.

Tras un discernimiento espiritual, comenzó su proceso vocacional con los Misioneros Combonianos en 2015. En 2016 ingresó en el postulantado comboniano de San Francisco del Rincón, Guanajuato, donde vivió dos años de formación y concluyó sus estudios teológicos. En 2018 inició el noviciado en Xochimilco y el 9 de mayo de 2020 hizo su primera profesión religiosa. Fue destinado al escolasticado en Casavatore, Italia, donde obtuvo la Licencia en Teología Bíblica. A finales de 2023 regresó a México y en enero de 2024 comenzó su servicio misionero en Monterrey, donde fue ordenado diácono el 8 de febrero del mismo año.

Durante la homilía de ordenación sacerdotal, Mons. Rutilo afirmó que las lecturas escogidas para la ceremonia son las palabras más hermosas que Dios le puede decir a un ser humano: “Antes que yo te formara en el seno materno, te conocí, y antes que nacieras, te consagré profeta para las naciones” (Jr 1,5). Sobre el evangelio, el Obispo invitó a José Manuel a permanecer siempre al lado de Jesús: “Escogió a doce para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar” (Mc 3,14).

El P. José Manuel, que tuvo un recuerdo muy especial para su mamá, que ya goza en la presencia del Señor, celebrará su primera misa al domingo 12 en la parroquia san Rafael Guízar y Valencia, también de Coatzacoalcos.

AQUÍ el video de la ordenación

XXVIII Domingo ordinario. Año C

“En aquel tiempo, cuando Jesús iba de camino a Jerusalén, pasó entre Samaria y Galilea. Estaba cerca de un pueblo, cuando le salieron al encuentro diez leprosos, los cuales se detuvieron a lo lejos y a gritos le decían: Jesús, maestro, ten compasión de nosotros.
Al verlos, Jesús les dijo: Vayan a presentarse a los sacerdotes. Mientras iban de camino, quedaron limpios de la lepra.
Uno de ellos, al ver que estaba curado, regresó, alabando a Dios en voz alta, se postró a los pies de Jesús y le dio las gracias. Ese era un samaritano. Entonces dijo Jesús: ¿No eran diez lo que quedaron limpios? ¿Dónde están los otros nueve? ¿No ha habido nadie fuera de este extranjero, que volviera para dar gloria a Dios? Después dijo al samaritano: Levántate y vete. Tu fe te ha salvado”. (Lucas 17, 11-19)


Uno volvió glorificando a Dios
P. Enrique Sánchez, mccj

La lepra, sobre todo en el Antiguo Testamento, era una enfermedad tremenda por sus consecuencias físicas y más todavía por la marginación que implicaba.

La persona que estaba enferma de lepra era obligada por la ley a vivir alejada de la comunidad y a las afueras del poblado. Tenía que ir gritando que estaba leprosa y era considerada como maldecida, pensando que habría hecho algo muy malo.

El miedo a contagiarse hacía que todo contacto con un leproso era evitado, pero, todavía más, el terror de contaminarse y de caer en una situación de impureza, hacía que la lepra fuera algo de lo que había que mantenerse lo más alejados posible.

En las lecturas de la Palabra de Dios este domingo se nos presentan a varios leprosos.

En la primera lectura se nos cuenta la historia de Naamán, un extranjero de Siria que tiene la fortuna de encontrarse con el profeta Eliseo, quien lo manda a bañarse siete veces en el río Jordán y es sanado. Dejando en claro que no es el profeta quien hace el milagro sino el Dios de Israel que actúa a través del profeta y que se convertirá en el Dios también del extranjero.

En la historia de Naamán se nos cuenta cómo este personaje se resiste al principio a obedecer a lo que se le pide. Se trata, de alguna manera, de un reto grande que lo obliga a salir de sí́ mismo y abrirse a la confianza en lo que se le está pidiendo. Su

obediencia y su confianza hacen que el milagro suceda y su piel vuelve a ser como la de un niño.

Ante el milagro este hombre vuelve sobre sus pasos y busca al profeta con el deseo de mostrarle su agradecimiento y su reconocimiento ofreciéndole regalos que el profeta no acepta, pues tiene que quedar claro que quien hace las obras maravillosas que cambian la vida de una persona es sólo Dios.

En nuestros días no es extraño encontrarnos con personas que son capaces de hacer grandes viajes para ir en busca de una solución a sus problemas. Hoy no es raro escuchar hablar de personas que tienen poderes mágicos o simplemente especiales que prometen la solución a todos los males.

Hay quienes hablan de lugares o de personas en donde son especialistas en “hacer trabajos” para lograr tener éxito en el amor, para ganarse fortunas, para librarse de males y de enfermedades.

Se busca a quien pueda hacer milagros, pero somos incapaces de ver la mano de Dios en nuestras vidas que va haciendo miles de milagros que no somos capaces de reconocer.

Nos esperamos cosas espectaculares, extraordinarias y fuera de lo común. Reaccionamos como Naamán, queriendo que suceda algo jamás visto en nuestras vidas para poder decir que ahí sí se manifestó Dios y cuesta dar el paso de la fe, que significa abandonarse a lo que Dios nos va diciendo a través de su palabra, de la enseñanza de la Iglesia, del testimonio de tantos hermanos que saben ver a Dios en todas las cosas.

En el Evangelio nos encontramos con 10 leprosos también en un lugar fuera y lejano de Jerusalén, mientras Jesús iba atravesando las regiones de Samaria y de Galilea.

Como todos los leprosos, también estos gritan a Jesús, pero no tanto para que se aleje de ellos porque son leprosos, sino al contrario para que les permita acercarse a él que, de alguna manera, han percibido que es la fuente de la vida, porque viene de Dios.

Ellos gritan a Jesús pidiéndole que tenga piedad de ellos, que los libere de aquella situación que los tiene marginado y en una situación de muerte, aunque estén vivos. Le piden que haga algo por ellos para que puedan ser reintegrados a su comunidad, al lugar en donde puedan restablecer sus relaciones con los demás, sintiéndose hijos y hermanos. Es un grito que busca comunión y fraternidad, que son sinónimos de la verdadera salud, tanto física, como espiritual y existencial.

Y Jesús acoge sus súplicas y los invita a cumplir con lo establecido por la Ley, según la cual toda persona purificada de lepra tenía que ir a presentarse a los sacerdotes para elevar una acción de gracias a Dios por la salud obtenida.

Y los leprosos obedecieron, fueron a dar gracias y a reconocer ante los sacerdotes que habían sido sanados y ahora estaban aliviados de mal que les afligía.

Los diez van al templo y ahora se convierten en asamblea que puede celebrar y bendecir a Dios, pues para que la asamblea pudiese ser constituida, era necesario que al menos diez personas estuvieran reunidas.

Pero el Evangelio conserva un detalle de esta historia que es importante. De los diez leprosos, sólo uno, que era extranjero, un samaritano, regresó para dar gracias por la salud que había recuperado. Como Naamán que también regresó en su camino para agradecer al profeta el bien que había recibido.

Con este pequeño detalle del Evangelio aparece claro que lo sucedido a los leprosos había sido más que un milagro que se manifestó́ en la recuperación de la salud. Habiendo obedecido a Jesús lo que había sucedido era mucho más que descubrirse sanados, ahora se les había dado la oportunidad de sentirse salvados.

Habían nacido a una vida nueva y por eso Jesús se esperaba que fueran agradecidos y que reconocieran que en su persona les había llegado la salvación tanto esperada. Con su pregunta Jesús no reprocha la distracción la falta de gratitud de quienes no regresaron, sino que pone en evidencia la fe del extranjero que supo reconocer lo grande de Dios en su vida y no podía ser más que agradecido.

Los otros nueve se habían quedado en el cumplimiento y en la observancia de lo que marcaba la Ley, pero no habían sido capaces de sorprenderse ante lo maravilloso y extraordinario que Dios había hecho en sus vidas. Eran buenos observantes y cumplidores de la Ley, pero estaban ciegos para ver a Dios actuando en donde todo parecía imposible.

A nosotros, que nos toca navegar e ir adelante en este mundo en donde muchas veces nos parece difícil descubrir y sentir la presencia de Dios, seguramente este pequeño texto del Evangelio nos puede ayudar de muchas maneras.

En primer lugar, nos puede ubicar para tomemos conciencia de las muchas lepras que llevamos encima y que nos impiden vivir en una relación sana con los demás. Estamos enfermos de nuestros prejuicios y a lo mejor de actitudes de soberbia que nos hacen creer que no somos como los demás, que estamos unas cuantas graditas por encima de nuestros hermanos.

Somos leprosos que nos aislamos de los demás porque nos da pena mostrar nuestros límites y nuestras pobrezas humanas o porque creamos círculos exclusivos en donde no cualquier persona puede tener cabida.

De repente pensamos que nuestras lepras nos las podemos curar nosotros mismos y nos cuesta hacer el camino de la fe que nos dice que deberíamos ser más obedientes, más humildes y sencillos para dejarnos guiar por donde el Señor nos quiere conducir.

Hoy nos podemos encontrar con personas que piensan que Dios no hace falta y que podemos llegar a donde queramos, simplemente apostándole a lo que nos da seguridad y a lo que podemos seguir controlando a nuestro antojo.

Hoy Jesús también nos envía a dar las gracias a Dios por tanto bien que nos hace a diario, pero es fácil quedarse en nuestros rezos, en nuestras devociones, en una religión que nos resulta cómoda y que no nos desafía en un compromiso más profundo de fe.

Nos contentamos con ser confortados o aliviados de pequeñas cosas que nos pueden dar fastidio y no nos damos cuenta que el Señor nos está invitando a una salvación que puede hacer de nuestra vida algo único y capaz de responder a nuestros anhelos de plenitud.

Qué bello sería escuchar las palabras de Jesús, quien al constatar lo pequeño o lo grande de nuestra fe, nos dijera: “Levántate y vete. Tu fe te ha salvado”.

Pidamos al Espíritu la valentía para transformarnos en hombres y mujeres de fe profunda y de un enorme corazón agradecido para reconocer todo el bien que se nos ha dado, sin haberlo merecido.


Invocar, caminar, agradecer.
Papa Francisco

«Tu fe te ha salvado» (Lc 17,19). Es el punto de llegada del evangelio de hoy, que nos muestra el camino de la fe. En este itinerario de fe vemos tres etapas, señaladas por los leprosos curados, que invocan, caminan y agradecen.

En primer lugar, invocar. Los leprosos se encontraban en una condición terrible, no sólo por sufrir la enfermedad que, incluso en la actualidad, se combate con mucho esfuerzo, sino por la exclusión social. En tiempos de Jesús eran considerados inmundos y en cuanto tales debían estar aislados, al margen (cf. Lv 13,46). De hecho, vemos que, cuando acuden a Jesús, “se detienen a lo lejos” (cf. Lc 17,12). Pero, aun cuando su situación los deja a un lado, dice el evangelio que invocan a Jesús «a gritos» (v. 13). No se dejan paralizar por las exclusiones de los hombres y gritan a Dios, que no excluye a nadie. Es así como se acortan las distancias, como se vence la soledad: no encerrándose en sí mismos y en las propias aflicciones, no pensando en los juicios de los otros, sino invocando al Señor, porque el Señor escucha el grito del que está solo.

Como esos leprosos, también nosotros necesitamos ser curados, todos. Necesitamos ser sanados de la falta de confianza en nosotros mismos, en la vida, en el futuro; de tantos miedos; de los vicios que nos esclavizan; de tantas cerrazones, dependencias y apegos: al juego, al dinero, a la televisión, al teléfono, al juicio de los demás. El Señor libera y cura el corazón, si lo invocamos, si le decimos: “Señor, yo creo que puedes sanarme; cúrame de mis cerrazones, libérame del mal y del miedo, Jesús”. Los leprosos son los primeros, en este evangelio, en invocar el nombre de Jesús. Después lo harán también un ciego y un malhechor en la cruz: gente necesitada invoca el nombre de Jesús, que significa Dios salva. Llaman a Dios por su nombre, de modo directo, espontáneo. Llamar por el nombre es signo de confianza, y al Señor le gusta. La fe crece así, con la invocación confiada, presentando a Jesús lo que somos, con el corazón abierto, sin esconder nuestras miserias. Invoquemos con confianza cada día el nombre de Jesús: Dios salva. Repitámoslo: es rezar, decir “Jesús” es rezar. La oración es la puerta de la fe, la oración es la medicina del corazón.

La segunda palabra es caminar. Es la segunda etapa.. En el breve evangelio de hoy aparece una decena de verbos de movimiento. Pero, sobre todo, impacta el hecho de que los leprosos no se curan cuando están delante de Jesús, sino después, al caminar: «Mientras iban de camino, quedaron limpios», dice el Evangelio (v. 14). Se curan al ir a Jerusalén, es decir, cuando afrontan un camino en subida. Somos purificados en el camino de la vida, un camino que a menudo es en subida, porque conduce hacia lo alto. La fe requiere un camino, una salida, hace milagros si salimos de nuestras certezas acomodadas, si dejamos nuestros puertos seguros, nuestros nidos confortables. La fe aumenta con el don y crece con el riesgo. La fe avanza cuando vamos equipados de la confianza en Dios. La fe se abre camino a través de pasos humildes y concretos, como humildes y concretos fueron el camino de los leprosos y el baño en el río Jordán de Naamán (cf. 2 Re 5,14-17). También es así para nosotros: avanzamos en la fe con el amor humilde y concreto, con la paciencia cotidiana, invocando a Jesús y siguiendo hacia adelante.

Hay otro aspecto interesante en el camino de los leprosos: avanzan juntos. «Iban» y «quedaron limpios», dice el evangelio (v. 14), siempre en plural: la fe es también caminar juntos, nunca solos. Pero, una vez curados, nueve se van y sólo uno vuelve a agradecer. Entonces Jesús expresa toda su amargura: «Los otros nueve, ¿dónde están?» (v. 17). Casi parece que pide cuenta de los otros nueve al único que regresó. Es verdad, es nuestra tarea —de nosotros que estamos aquí para “celebrar la Eucaristía”, es decir, para agradecer—, es nuestra tarea hacernos cargo del que ha dejado de caminar, de quien ha perdido el rumbo: todos nosotros somos protectores de nuestros hermanos alejados. Somos intercesores para ellos, somos responsables de ellos, estamos llamados a responder y preocuparnos por ellos. ¿Quieres crecer en la fe? Tú, que hoy estás aquí, ¿quieres crecer en la fe? Hazte cargo de un hermano alejado, de una hermana alejada.

Invocar, caminar y agradecer: es la última etapaSólo al que agradece Jesús le dice: «Tu fe te ha salvado» (v. 19). No sólo está sano, sino también salvado. Esto nos dice que la meta no es la salud, no es el estar bien, sino el encuentro con Jesús. La salvación no es beber un vaso de agua para estar en forma, es ir a la fuente, que es Jesús. Sólo Él libra del mal y sana el corazón, sólo el encuentro con Él salva, hace la vida plena y hermosa. Cuando encontramos a Jesús, el “gracias” nace espontáneo, porque se descubre lo más importante de la vida, que no es recibir una gracia o resolver un problema, sino abrazar al Señor de la vida. Y esto es lo más importante de la vida: abrazar al Señor de la vida.

Es hermoso ver que ese hombre sanado, que era un samaritano, expresa la alegría con todo su ser: alaba a Dios a grandes gritos, se postra, agradece (cf. vv. 15-16). El culmen del camino de fe es vivir dando gracias. Podemos preguntarnos: nosotros, que tenemos fe, ¿vivimos la jornada como un peso a soportar o como una alabanza para ofrecer? ¿Permanecemos centrados en nosotros mismos a la espera de pedir la próxima gracia o encontramos nuestra alegría en la acción de gracias? Cuando agradecemos, el Padre se conmueve y derrama sobre nosotros el Espíritu Santo. Agradecer no es cuestión de cortesía, de buenos modales, es cuestión de fe. Un corazón que agradece se mantiene joven. Decir: “Gracias, Señor” al despertarnos, durante el día, antes de irnos a descansar es el antídoto al envejecimiento del corazón, porque el corazón envejece y se malacostumbra. Así también en la familia, entre los esposos: acordarse de decir gracias. Gracias es la palabra más sencilla y beneficiosa.


Volver a Jesús dando gracias
José Antonio Pagola

Los otros nueve, ¿dónde están?

Diez leprosos vienen al encuentro de Jesús. La ley les prohíbe entrar en contacto con él. Por eso, se paran a lo lejos y desde allí le piden la compasión que no encuentran en aquella sociedad que los margina: Ten compasión de nosotros.

Al verlos allí, lejos, solos y marginados, pidiendo un gesto de compasión, Jesús no espera a nada. Dios los quiere ver conviviendo con todos: Id a presentaros a los sacerdotes. Que los representantes de Dios os den autorización para volver a vuestros hogares. Mientras iban de camino quedaron limpios.

El relato podía haber terminado aquí. Pero al evangelista le interesa destacar la reacción de uno de ellos. Este hombre ve que está curado: comprende que acaba de recibir algo muy grande; su vida ha cambiado. Entonces, en vez de presentarse a los sacerdotes, se vuelve hacia Jesús. Allí está su Salvador.

Ya no camina como un leproso, apartándose de la gente. Vuelve exultante. Según Lucas, hace dos cosas. En primer lugar, alaba a Dios a grandes gritos: Dios está en el origen de su salvación. Luego, se postra ante Jesús y le da gracias: éste es el Profeta bendito por el que le ha llegado la compasión de Dios.

Se explica la extrañeza de Jesús: Los otros nueve, ¿dónde están? ¿Siguen entretenidos con los sacerdotes cumpliendo los ritos prescritos?, ¿no han descubierto de dónde llega a su vida la salvación? Luego dice al samaritano: Tu fe te ha salvado.

Todos los leprosos han sido curados físicamente, pero sólo el que ha vuelto a Jesús dando gracias ha quedado «salvado» de raíz. Quien no es capaz de alabar y agradecer la vida, tiene todavía algo enfermo en su interior. ¿Qué es una religión vivida sin agradecimiento? ¿Qué es un cristianismo vivido desde una actitud crítica, pesimista, negativa, incapaz de experimentar y agradecer la luz, la fuerza, el perdón y la esperanza que recibimos de Jesús?

¿No hemos de reavivar en la Iglesia la acción de gracias y la alabanza a Dios? ¿No hemos de volver a Jesús para darle gracias? ¿No es esto lo que puede desencadenar en los creyentes una alegría hoy desconocida por muchos?

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Saber decir “gracias”
Inma Eibe

El relato de hoy, propio de Lucas, nos sitúa junto a Jesús en camino hacia Jerusalén. Lucas describe, a lo largo de su libro, el acontecimiento salvífico de Jesús como un “viaje”. No es indiferente, por tanto, la indicación del camino, como no lo son tampoco las referencias geográficas de Samaría y Galilea, aunque éstas son más simbólicas que exactas.

En ese camino van a salir al encuentro de Jesús (y por tanto de todos los que iban –o vamos- con Él) diez leprosos. Diez leprosos, que como dictaba su condición de enfermos contagiosos (inhabilitados para la convivencia social), se paran a lo lejos y se comunican con Jesús a gritos.

Jesús, antes de oírlos, los ve.

Todos hemos experimentado que poner en alguien nuestra mirada, cuando ésta va cargada de respeto y cariño, es uno de los medios que más rehabilita a la persona cuando está enferma. Aún más, si sufre exclusión y experimenta continuamente cómo la gente desvía ante ella la mirada. Mirar cara a cara a alguien, poner en alguien nuestros ojos y dejarnos mirar por él, nos compromete y nos impide pasar de largo.

Jesús ve a los leprosos y al mirarlos, los coloca como protagonistas, en el centro de atención de todos. Ellos le han gritado suplicándole compasión y eso es lo que han recibido ya de Él, una mirada com-padecida y atenta, que percibe las necesidades del otro, antes incluso de que las pronuncie. Jesús les indica que se presenten ante los sacerdotes. La curación de la lepra sólo podía llevarse a cabo a través de un “milagro”, una especial acción de los sacerdotes o de otros hombres de Dios. Lucas presenta, por tanto, este milagro de curación como fruto de la confianza y de la disponibilidad de unos hombres que se fían de Jesús y realizan lo que les ha dicho, poniéndose de nuevo en camino.

Realmente aquí podría haber acabado el relato. Si este continúa es porque lo más relevante va a ser descrito a continuación. De los diez, uno de ellos, viéndose curado, no llega a presentarse a los sacerdotes, sino que deshace el camino realizado para echarse por tierra a los pies de Jesús y darle las gracias, al tiempo que alaba a Dios. Con este gesto reconoce a Jesús no sólo como su “maestro”, tal y como lo había nombrado antes, sino como su sanador y Salvador.

El subrayado del agradecimiento de este samaritano se convierte para nosotros hoy en una invitación a ser agradecidos. Quien se siente agradecido hacia alguien, mantiene una relación cercana con esa persona, está atenta a ella, le escucha y desea mostrarle su gratitud. Vivir como creyentes agradecidos es reconocer que todo es don, que nada nos es debido, que todo parte de un Dios misericordioso que se abaja para hacerse uno de tantos (Flp 2, 6-7), pero cuya grandeza y bondad es insondable (Rom 11,33-36). Intuir esto es reconocer que sólo podemos vivir ante Él dándole gracias. Y ello genera un modo nuevo de situarnos no sólo ante Dios, sino también ante los demás y ante nosotros mismos.

El agradecimiento del samaritano denota con mayor claridad la desaparición de los otros nueve y hoy nos hace preguntarnos con quién o quiénes nos identificamos nosotros. El samaritano regresará a su casa con la certeza de que la sanación manifestada en su piel ha atravesado, en realidad, todo su ser. Las palabras de Jesús “levántate, anda, tu fe te ha salvado”, serán motor para emprender una vez más el camino, y el profundo agradecimiento experimentado le hará vivir de un modo nuevo.

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“Exclusión”: palabra prohibida por el Evangelio y por la Misión
Romeo Ballan, mccj

Con un milagro Jesús sana y purifica a diez leprosos, aunque ¡solamente uno -un samaritano, un extranjero!– regresa para alabar a Dios y agradecer a Jesús (v. 18). El primer mensaje evidente del Evangelio de hoy es sobre los buenos modales: aprendemos cómo decir “gracias” a una persona que nos hace un favor o un gesto amable. En varias ocasiones el Papa Francisco ha dado enseñanzas pastorales partiendo de tres palabras sencillas y comunes: Gracias – Disculpe – Por favor. Cada uno, en su experiencia diaria, sabe de la importancia de estas tres palabras en la vida de familia y en las relaciones sociales. La gratitud es lo contrario del intercambio comercial, porque hace entrar en una relación de amor. A menudo pensamos que todo se nos debe; incluso de parte de Dios. El domingo pasado hemos visto cómo el don precioso de la fe exige claramente el homenaje de nuestra gratitud hacia Dios, que se hace concreta con un compromiso misionero, compartiendo nuestra fe, sosteniendo el trabajo misionero de la Iglesia.

Pero la enseñanza del Evangelio de hoy va mucho más allá de una lección de buena educación para aprender a decir ‘gracias’. Jesús realiza el milagro en favor de las personas más excluidas de la sociedad civil y religiosa. La legislación de ese tiempo era muy rígida y detallada sobre los leprosos (Lev 13-14), a los que se les consideraba impuros, malditos, castigados por Dios con el peor azote. Se les obligaba a vivir apartados de la familia, lejos de los centros poblados, y a gritar a los que pasaban que se alejasen de ellos. Con su milagro, Jesús invierte esa mentalidad excluyente: en los tiempos nuevos la salvación de Dios es para todos, sin exclusión de nadie; los leprosos no son gente maldita. Es más, su sanación es signo de la presencia del Reino: el hecho de que “los leprosos quedan limpios” (Mt 11,5; Lc 7,22) es un signo claro de que el Mesías está presente y actúa, como lo indica Jesús a los enviados del amigo Juan el Bautista desde la cárcel. Desde el comienzo de su vida pública, Jesús se compadece, extiende la mano, toca a un leproso y lo cura (Mc 1,40-42). El proyecto de Dios no es nunca excluyente: es inclusión, comunión, agregación, compartir. Esta apertura se manifiesta también en la curación de un ilustre leproso extranjero, Naamán (I lectura), jefe del ejército de Aram (Siria).

Nueve de los diez leprosos eran judíos y uno era samaritano. Jesús cura de la misma manera a todos, pero no todos alcanzan la salvación plena. “Este hecho nos dice que no siempre la curación física es salvación completa y definitiva… Los nueve judíos siguen su camino hacia el templo para reincorporarse a la vida civil y religiosa de Israel… Muy diferente es la actitud del único samaritano del grupo. Él vuelve atrás, solo, para dar las gracias al Maestro, porque comprende que en Jesús puede encontrar algo nuevo y diferente a lo que le ofrece la vieja comunidad a la que pertenecía… Jesús le ofrece una salvación mayor que la simple salud física: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado» (v. 19)… El samaritano no se ha dirigido al templo (como los otros nueve), sino que ha vuelto donde Jesús, «a dar gloria a Dios» (v. 18), dando prueba, de esta manera, de comprender que el Dios que salva no se encuentra y ya no se le honra en el templo, sino uniéndose a Cristo” (Corrado Ginami). El escritor y poeta búlgaro Elías Canettidecía: “La cosa más dura para el que no cree en Dios, es no tener a nadie a quien poderle decir gracias”. Ese leproso que regresa donde Jesús nos enseña que a veces la verdadera fe nace de un gesto sencillo, de un ‘gracias’ murmurado tímidamente pero con amor.

Agarrarse a Cristo, seguir el camino nuevo que Él ha inaugurado, es la ferviente exhortación de S. Pablo a su discípulo Timoteo (II lectura): “Haz memoria de Jesucristo, resucitado de entre los muertos” (v. 8). Pablo le es fiel, aunque tenga que sufrir hasta llevar cadenas, y lo anuncia con ardor, con la certeza de que “la Palabra de Dios no está encadenada” (v. 9). Es bueno fiarse de Él hasta dar la vida, porque “Él permanece fiel” (v. 11-13). A ese mismo nivel de madurez espiritual llegó también San Daniel Comboni, cuya fiesta celebramos el 10 de octubre. A los futuros misioneros él señalaba con insistencia el ideal de Cristo crucificado-resucitado, exhortándolos a “tener siempre los ojos fijos en Jesucristo, amándolo tiernamente y procurando entender cada vez mejor qué significa un Dios muerto en la cruz por la salvación de las almas. Si con viva fe contemplan y gustan un misterio de tanto amor, serán felices de ofrecerse a perderlo todo y a morir por Él y con Él… ofreciéndose hasta el martirio” (Reglas de 1871).

Jesús ha ido en busca de los impuros, herejes, excluidos, marginados: ha venido para “reunir a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11,52). Siguiendo su ejemplo, los cristianos están llamados a ser personas de comunión con todos; ser hombres y mujeres que rechazan cualquier motivación y praxis excluyente; personas que escogen los caminos de la comunión, solidaridad, inclusión; personas que trabajan desde dentro de la comunidad para aliviar el sufrimiento de los que de hecho han sido alejados o excluidos en cualquier sector de la vida cristiana o civil por leyes y restricciones, vengan de donde vinieren. La misión tras las huellas de Jesús nos compromete a ¡trabajar por la más plena comunión de todos con todos!


De la sanación a la fe
Fernando Armellini

Introducción

Podemos correr el riesgo de reducir el mensaje del Evangelio de hoy a una lección de buenos modales, recordar de dar las gracias a quienes nos ayudan. El leproso Samaritano es presentado a veces como un modelo de gratitud y nada más. Interpretado de esta manera, la escena con la que concluye la historia—un grupo de personas inexplicablemente descorteses y un Jesús no muy contento—comunica más tristeza que alegría, mientras que cada página del Evangelio nos habla de alegría. El tema de este pasaje, por tanto, no es la gratitud.

Jesús se sorprende: un samaritano, un hereje, un no creyente, posee una visión teológica que los nueve judíos, hijos de su pueblo, educados en la fe y conocedores de las escrituras, no tuvieron. En el camino, los diez fueron conscientes de que Jesús era un sanador. Los guías espirituales de Israel estaban bien enterados. Dios había visitado a su pueblo y enviado a un profeta a la par de Eliseo. Hasta aquí, los diez leprosos estaban de acuerdo.

Pero una nueva luz iluminó únicamente la mente y el corazón del samaritano: comprendió que Jesús era más que un curandero. Al quedar limpio, el leproso capturó el mensaje de Dios. Él, el hereje que no creía en los profetas, sorprendentemente había intuido que Dios había enviado a quien los profetas anunciaron: es Jesús—“abre los ojos de los ciegos, los sordos oyen, los cojos andan, los muertos resucitan a la vida y los leprosos quedan limpios” (Lc 7:22).

Es el primero en comprender verdaderamente que Dios no está lejos de los leprosos; no los rechaza ni se escapa. Jesús venía a decir a quienes habían institucionalizado, en nombre de Dios, la marginación de los leprosos: ¡Acaben con la religión que excluye, juzga y condena las personas impuras! En Jesús, el Señor se apareció en medio de ellos; Jesús los toca y los sana.

El mensaje de alegría es el siguiente: los impuros, los herejes, los marginados no están alejados de Dios, sino que llegan a él y a Cristo en primer lugar y de una manera más auténtica que los demás.

Primera Lectura: 2 Reyes 5,14-17

En aquellos días, Naamán bajó al Jordán y se bañó siete veces, como había ordenado el profeta, y su carne quedó limpia, como la de un niño. 5,15: Volvió con su comitiva y se presentó al hombre de Dios, diciendo: –Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra más que el de Israel. Acepta un regalo de tu servidor. 5,16: Eliseo contestó: –¡Por la vida del Señor, a quien sirvo! No aceptaré nada. Y aunque le insistía, lo rehusó. 5,17: Naamán dijo: –Entonces que a tu servidor le dejen llevar tierra, la carga de un par de mulas; porque en adelante tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios de comunión a otros dioses fuera del Señor. – Palabra de Dios

Estamos en la segunda mitad del siglo IX A.C. Damasco ha extendido su dominio en las mayores partes de Siria y Palestina. El personaje más famoso y apreciado en el reino es Naamán, el comandante en jefe del ejército. Hubiera sido el hombre más feliz y afortunado sólo si no hubiera sido afectado por la lepra, la terrible enfermedad tenida como uno de los peores castigos de Dios. Un día una chica de Israel, capturada durante el ataque, le revela que en su tierra hay un profeta que hace curaciones extraordinarias. Es Eliseo, el discípulo de Elías.

Naamán va a verlo. Cuando está a punto de llegar a la casa del hombre de Dios, un siervo viene a su encuentro y le pide que se lave siete veces en el río Jordán. Naamán está indignado. Él está esperando que le salga al encuentro Eliseo y haga algún rito, una invocación a su Dios, una imposición de las manos. Nada de eso. Eliseo ni siquiera sale a saludarlo. Maldiciendo, está a punto de alejarse cuando sus siervos se acercan y le dan un consejo elemental: Si el profeta le hubiera pedido que hiciera algo difícil, seguramente lo habría hecho. ¿Por qué no sigue una simple orden?

Nuestra lectura se inserta en este momento de la historia. Naamán baja al río Jordán, se lava siete veces y su carne se convierte como la de un niño; queda completamente sano (v. 14). Regresa para agradecer a Eliseo con un regalo, pero Eliseo se niega a aceptarlo: no quiere que pueda surgir algún malentendido. La curación no debe ser atribuida a él, sino al Señor. Naamán entiende y exclama: “Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra ,más que el de Israel” (v. 15). Como Eliseo no aceptó ningún regalo, Naamán dijo: “Entonces, que a tu servidor le dejen llevar tierra…” (v. 17) para construir un altar a Yahvé.

Naamán se curó no sólo de la lepra corporal sino también del alma. Del paganismo pasa a la fe en el único Dios. Recibió dos curaciones gratuitamente: son un regalo de Dios.

La lectura termina aquí, pero la historia no termina y creo que vale la pena recordar cómo concluye el diálogo entre Eliseo y Naamán. Este hombre—como hemos visto—ha decidido adorar al Señor pero está solo al comienzo de su aventura en la fe. Inmediatamente se da cuenta que hay dificultades. Un problema moral lo perturba y no le deja la conciencia tranquila y quiere compartir su problema con Eliseo a quien ya considera su guía espiritual. Escuchemos su confesión conmovedora. En mi país—dice—tengo la tarea de acompañar al rey durante ceremonias paganas en el templo de Rimón. “Y que el Señor me perdone: si al entrar mi señor en el templo de Rimón para adorarlo se apoya en mi mano, y yo también me postro ante Rimón, que el Señor me perdone ese gesto” (v. 18). Entiende que tiene que hacer un gesto idólatra… pero ve esta situación como inevitable.

Naamán no reclama que Eliseo apruebe su acción sino sólo pide comprensión por su debilidad. Apreciamos la sinceridad con la que Naamán acepta su debilidad pero, ¿qué responderle? ¿Cómo poner de acuerdo la coherencia con los principios morales y la misericordia hacia el pecador?

La solución más fácil para Eliseo sería la de recordarle las disposiciones jurídicas, fríamente, y aplicar las normas y—si esto sucede—amenazar a quien lleva una vida incoherente. Pero Eliseo, que es un verdadero pastor de almas, no se comporta de esta manera. Conoce las normas, pero sabe cómo comportarse frente a una persona que está en una situación difícil y comprometida y que sería absurdo pretender en Naamán una perfección inmediata. Por eso le dice: “Vete en paz”. Podemos imaginar estas palabras, dichas con una sonrisa, esa sonrisa de quien entiende la angustia y el drama espiritual de esta persona.

Segunda Lectura: 2 Timoteo 2,8-13

Querido hermano: Acuérdate de Jesucristo, resucitado de la muerte, y descendiente de David. Ésta es la Buena Noticia que yo predico 2,9: por la que sufro y estoy encadenado como malhechor, pero la Palabra de Dios no está encadenada. 2,10: Yo todo lo sufro por los elegidos de Dios, para que, por medio de Cristo Jesús, también ellos alcancen la salvación y la gloria eterna. 2,11: Esta doctrina es digna de fe: Si morimos con él, viviremos con él; 2,12: si perseveramos, reinaremos con él; si renegamos de él, renegará de nosotros; 2,13: si le somos infieles, el se mantiene fiel, porque no puede negarse a sí mismo. – Palabra de Dios

Cuando Pablo escribe la segunda carta a Timoteo, está en prisión en Roma. Pablo ya experimentó un primer proceso durante el cual nadie tuvo el coraje de presentarse a declarar en su favor (2 Tim 4,16). Muchos amigos lo abandonaron o dieron testimonios contra él (2 Tim 4,9-15). Los paganos lo consideraban un malhechor y los judíos un traidor. ¡Esta es la suerte que le espera quien se dedica fielmente a la causa del Evangelio!

¿Qué le consuela al apóstol en esta difícil situación? La idea de que también Cristo pasó por los mismos sufrimientos y malos entendidos antes de entrar en la gloria del padre. Por esto dice a Timoteo y se dice a sí mismo: “Acuérdate de Cristo Jesús” (v. 8). Para llegar a la salvación es necesario caminar por el mismo camino. “Si hemos muerto con él, también viviremos con él. Si sufrimos con él, también reinaremos con él” (vv. 11-12).

Lo que le pasó a Pablo y a Jesús se repite en la vida de cada auténtico discípulo. Aquellos que se comprometen a favor de su propia comunidad deben aceptar también las críticas, los malentendidos y hasta las persecuciones y, pese a las dificultades, deben cultivar la serenidad y alegría, convencidos de que el mensaje de amor y de paz que anuncian traerá abundantes frutos. “La palabra de Dios no está encadenada” (v. 9).

Evangelio: Lucas 17,11-19

Había un dicho en tiempo de Jesús: “Cuatro categorías de personas son como los muertos: los pobres, el leproso, los ciegos y los que no tienen hijos”.

Los leprosos no podían aproximarse a las aldeas y lugares habitados porque eran considerados impuros, igual que los cementerios. Algunos rabinos decían que si se encontraban con un leproso le tirarían una piedra y le gritarían: “Vuelve a tu lugar y no contamines a otras personas”. Todas las enfermedades eran consideradas un castigo por los pecados pero la lepra era el símbolo del pecado mismo. Decían que Dios castigaba sobre todo a las personas envidiosas, arrogantes, a los ladrones, a los asesinos, a los que hacían falsas promesas y a los incestuosos. La curación de la lepra era considerada como un milagro comparable a la resurrección de un muerto. Sólo el Señor podía curarla. En primer lugar, el leproso debía expiar todos los pecados que había cometido. Por eso los leprosos se sentían rechazados por todos: por la gente y por Dios.

Dadas estas costumbres y esta mentalidad, uno entiende la razón por la que los diez leprosos se detuvieron a una distancia y gritaban desde lejos: “Jesús, maestro, ten piedad de nosotros” (v. 13).

Cabe destacar que los leprosos no le pedían a Jesús que los sanara, sino que solo tuviera compasión de ellos y quizás que les diera alguna limosna. Tan pronto como los ve Jesús les dice: “Vayan y preséntense a los sacerdotes” (v. 14). Los diez leprosos partieron y a lo largo del camino se encontraron sanos.

Hay algo especial en este milagro: la curación no ocurre inmediatamente. La lepra desaparece más tarde, cuando los leprosos van por el camino. Esto es similar al episodio de la historia en la primera lectura. Naamán se curó después de partir de Eliseo.

Viéndose curado, uno de los diez leprosos vuelve, encuentra al Maestro y cae de rodillas para darle las gracias. Es un samaritano. Jesús se maravillas que sólo un desconocido, sintió la necesidad de dar gloria a Dios. Lo levanta y le dice: “Levántate y vete; tu fe te ha salvado”.

Nos damos cuenta ante todo que la historia no habla de uno, sino diez leprosos. Lucas no subraya este particular como dato pasajero. El número diez en la Biblia tiene un valor simbólico: indica la totalidad (las manos tienen diez dedos). Los leprosos del Evangelio representan por lo tanto, a toda la gente, la humanidad entera lejos de Dios. Todos nosotros—nos viene a decir Lucas—somos leprosos y necesitamos encontrar a Jesús. Nadie es puro; todos llevamos en nuestra piel los signos de muerte que sólo la palabra de Cristo puede curar.

Quien no es consciente de su condición de ser un pecador termina considerándose a si mismo como justo y con la obligación de condenar a otros a la marginación. Dios no ha creado dos mundos: uno para los buenos y el otro para los malvados, sino un mundo único en el cual llama a todos sus hijos e hijas a vivir juntos, siendo todos pecadores salvados por su amor.

El mismo mensaje está contenido en una segunda paradoja: la lepra pone juntos judíos y samaritanos, une a las personas que, gozando de buena salud, se desprecian, odian y luchan entre sí. La conciencia de la común desgracia y sufrimiento hace amigos y hace entrar en solidaridad.

Y esto es exactamente lo que sucede en el campo espiritual: Si uno se considera justo y perfecto, inevitablemente pone barreras y vallas de protección delante de los “leprosos”. Quien se siente a sí mismo como leproso no se sentirá superior, no juzgará, no pondrá distancia, no mirará a otros despectivamente sino que estará en solidaridad con los buenos y con los malos.

Jesús no tiene miedo de ser considerado un pecador. No es un “fariseo” que se distancia de los impuros. Al final de la historia del leproso curado, el evangelista Marcos señala que, después de tocar y curar al leproso Jesús ya no podía entrar públicamente en la aldea sino que debió quedarse fuera en lugares apartados (Mc 1,45). Jesús sabía que al tocar al leproso quedaba impuro y por eso tuvo que distanciarse de la sociedad de los puros. Sabiendo esto lo tocó y decidió compartir la condición de los marginados y excluidos.

La tercera paradoja tiene que ver con la solidaridad entre las personas: los diez leprosos no tratan de acercarse a Jesús cada uno por su cuenta. Van juntos en busca de Jesús. Su oración común es: “Jesús, Maestro, tu que comprendes nuestra condición, ten piedad de nosotros”.

Esta oración es una condenación de la invocación seudo-espiritual, individualista, intimista predicada por los que buscan “la salvación de su alma”. La salvación puede llegar solamente junto con la de los hermanos. Los grandes personajes de la Biblia están siempre en solidaridad con su pueblo. Azarías, un joven de vida ejemplar, reza: “Porque hemos cometido toda clase de pecados, alejándonos de ti, rebelándonos contra ti, hemos cometido toda clase de pecados, hemos quebrantado los preceptos de la lay; no hemos puesto por obra lo que nos has mandado para nuestro bien” (Dan 3,29-30). Moisés se vuelve al señor diciendo: “Ahora, o perdonas su pecado o me borras de tu registro” (Ex 32,32). Pablo incluso pronuncia la frase paradójica: “Hasta desearía ser aborrecido de Dios y separado de Cristo si así pudiera favorecer a mis hermanos, los de mi linaje” (Rom 9,3).

En el paraíso no habrá nadie, ni siquiera Dios será feliz, hasta que el último ser humano se libere de la “lepra” que los separa de Dios y de los hermanos.

La cuarta paradoja de la narración es una invitación a reflexionar sobre la eficacia salvífica de la palabra pronunciada por Jesús. Los leprosos lo invocan desde la distancia (vv. 11-12). No pueden acercarse a él. ¿Será capaz Jesús de oír su grito desesperado? ¿Hará algo en su favor o la distancia lo bloqueará para intervenir? Estas son las dudas, los temores acosan no solo a los diez leprosos, sino también a la comunidad de los cristianos de Lucas. No pueden acercarse materialmente al Maestro; y también dudan lo cual es otro obstáculo. Sabemos que cuando Jesús estaba cerca, cuando estaba caminando por los caminos de Palestina, era posible acercarse a él, tocarlo, hablar con él. Prestó atención a todos, escuchando a cada solicitud de ayuda y con su palabra, curaba todas las enfermedades. ¿Pero ahora que ya no es visible en este mundo y está “muy lejos”: ¿se inclinará para escucharnos? ¿Está aun interesado en nuestra “lepra”? ¿Será capaz de sanar también “a distancia”?

La respuesta de Lucas a sus cristianos y también para nosotros es simple: no es la distancia la que puede impedir que nuestras oraciones lleguen a él. No existen circunstancias desesperadas en las que, con su palabra, aun pronunciadas “a distancia” no pueda resolver. La palabra que sana toda clase de “lepra” continúa siendo anunciada y su eficacia se mantiene intacta. Es suficiente confiar en él, como ese leproso samaritano a quien Jesús le dice: “Tu fe te ha salvado” (v. 19).

Los diez leprosos fueron curados en el camino. ¿Por qué Jesús no los curó inmediatamente—como siempre lo hace—y luego enviarlos a los sacerdotes para la verificación según prescribía la ley? ¿Quiere poner a prueba la gratitud de los leprosos? Un mensaje teológico está ciertamente ligado a este detalle del episodio. En el Nuevo Testamento, la vida cristiana se compara con un “Itinerario”, un viaje largo y tedioso. La curación de la “lepra” que hace que nos sintamos lejos de Dios, rechazados por las hermanos/as y despreciados por nuestra propia conciencia—según sabemos y lo verificamos cada día—no ocurre de repente; sucede progresivamente y requiere toda una vida. Jesús nos invita a caminar este camino con paciencia, serenidad, optimismo y guiado a cada paso por su palabra. En el camino, aquellos que tienen fe verificarán el prodigio. Poco a poco verán “su piel cada vez más como la de un niño” como sucedió a Naamán.

Llegamos al punto más difícil del relato: ¿Por qué sólo uno regresó para dar gracias? ¿Por qué Jesús se queja del comportamiento de los otros nueve cuando él les ordenó ir y mostrarse a los sacerdotes? ¿Quiénes desobedecieron? ¿No fue tal vez el samaritano?

Cabe suponer que los otros nueve regresaron también más tarde para dar las gracias. Primero fueron a los sacerdotes para las “formalidades” de verificación de su salud y para volver a ser admitidos a la vida comunitaria. Luego habrán regresado a sus familias y seguramente también regresaron a dar las gracias a Jesús. Esta es la única reconstrucción de los hechos. Pero ¿por qué se lamenta Jesús?

Aquí no se trata de acción de gracias; Jesús no está triste porque vio una la falta de gratitud. Dice Jesús que sólo el samaritano “dio gloria a Dios”, es decir, el único que comprendió inmediatamente que la salvación de Dios viene a nosotros por medio de Cristo. Es el único que reconoce no sólo el bien recibido, sino también al intermediario elegido por Dios para comunicar sus dones. El leproso samaritano curado deseaba proclamar ante todos su gratitud y su descubrimiento. Los otros no eran malos, sólo que no estaban inmediatamente conscientes de la novedad. Siguieron el camino tradicional: pensaban que uno llegaba a Dios a través de las prácticas religiosas antiguas, a través de los sacerdotes del templo.

Jesús se sigue sorprendiendo de que sus compatriotas judíos, aunque suelen leer las sagradas escrituras y están educados por los profetas, fueron precedidos por un samaritano en reconocer al Mesías de Dios.

El hecho de la curación de los diez leprosos es releído por Lucas como una parábola, como una imagen de lo que sucedió en su tiempo: los herejes, paganos, pecadores fueron los primeros en reconocer en Jesús el mediador de la salvación de Dios.

http://www.bibleclaret.org

10 de octubre: San Daniel Comboni, un profeta para toda África herida

Detrás de San Daniele Comboni está toda la profecía del Evangelio que «salva» a los pueblos y los libera de toda forma de esclavitud: lo contrario de lo que los imperios coloniales llevaron a África, cuya población fue explotada y privada de toda dignidad durante siglos. Este padre de las misiones africanas nació en Limone del Garda en 1831 y en 1854 se ordenó sacerdote. En 1857 partió con cinco compañeros hacia Sudán, pero la misión fue un fracaso. Sin embargo, esa experiencia le enseñó mucho y Comboni comenzó a comprender que la misión en África necesitaba un proyecto. En esta idea estaba la semilla de la familia religiosa de los Combonianos. En 1867 partió de nuevo y estableció su base en El Cairo: sus misiones se convirtieron en un modelo de emancipación con estudiantes de color, guiados por profesores de color. Fundó la revista «Nigrizia». Murió en 1881 en Jartum.

Matteo Liut
Avvenire


Otoño de 1857: cinco misioneros enviados por don Nicola Mazza de Verona, educador y evangelizador, parten hacia Sudán. Finales de 1859: tres de ellos ya han fallecido, dos se han refugiado en El Cairo y el quinto regresa agotado a Verona. Se trata de Daniele Comboni, único superviviente de los ocho hijos de los jardineros Luigi y Domenica, sacerdote desde 1854. Reflexiona largamente sobre ese desastre y sobre muchos otros, llegando a conclusiones que serán luego la base de un «Plan», redactado en 1864 en Roma. En él, Comboni pide que toda la Iglesia se comprometa con la formación religiosa y la promoción humana de toda África. El «Plan», con sus audaces innovaciones, es muy elogiado, pero no despega. Luego, debido a diversas adversidades y a la muerte de don Mazza (1865), Comboni se encuentra solo, impotente.
Pero no cambia. Dedicado a la «Nigrizia», se convierte en la voz que denuncia a Europa sus llagas, empezando por la esclavitud, prohibida oficialmente, pero triunfante en la práctica. Este hombre, que más tarde será obispo y Vicario Apostólico de África Central, vive un duro abandono, hasta que el apoyo de su obispo, Luigi di Canossa, le permite regresar a África en 1867, con una treintena de personas, entre ellas tres padres camilianos y tres monjas francesas, valiosas ayudas para los enfermos. En El Cairo nace el campamento base para el salto hacia el sur. Se crean las escuelas. Y allí mismo, en 1869, muchas personalidades que acudieron a la inauguración del Canal de Suez descubren la primera novedad de Comboni: no solo hay niños negros que estudian, sino también maestras negras que enseñan. Algo inaudito. Pero él lo había dicho: «África debe salvarse con África».
Luego se va al sur: Jartum, El-Obeid, Santa Cruz… Se divide entre África y Europa, tiene graves problemas internos. Pero «nada se hace sin la cruz», repite. Una cruz para todos: su confesor lo calumnia, y Comboni sigue confesándose con él. Un león que sabe ser dulce. Uno que para los africanos ya es santo, que maltrata a los pachás, combate a los esclavistas y sirve a los mendigos. De él, el africano aprende a mantener la cabeza alta. En el otoño de 1881 vuelven las epidemias: viruela, tifus fulminante, con la matanza de sacerdotes y monjas en la desolada Jartum. Comboni asiste a los moribundos, celebra los funerales y finalmente muere en la casa rodeado de una multitud que llora. Tiene 50 años.
Poco después estalla la revuelta del Mahdi, que arrasa las misiones y destruye la tumba de Comboni (solo algunos restos serán posteriormente trasladados a Verona). Desde Italia, tras su muerte, se pide a los suyos que se vayan, que cedan la misión. La respuesta desde África: «Somos combonianos». Y no abandonan África. Siguen estando allí hoy en día, en África y en otros lugares. Todavía hoy mueren allí. Mientras tanto, Sudán tiene su Iglesia, sus obispos. Y ahora su patrón: Juan Pablo II proclamó beato a Daniele Comboni en 1996. Fue canonizado en Roma por Juan Pablo II el 5 de octubre de 2003.

Hoy, 10 de octubre, aniversario de su muerte, celebramos a este gran santo misionero que sigue alentando la lucha contra las desigualdades, un profeta para toda “África herida”, la del continente por el que dio la vida y la que en otros lugares del mundo sigue clamando por un mundo más justo.

Domenico Agasso
comboni2000

Una plataforma web para la enseñanza de la lengua de signos en árabe sudanés

El Comboni College of Science and Technology (CCST) está desarrollando una plataforma web para la enseñanza de la lengua de signos en árabe sudanés, con el objetivo de facilitar la comunicación con personas sordas o con problemas de audición. El sitio web está diseñado para enseñar la lengua a través de recursos multimedia y está dirigido a usuarios sudaneses de habla árabe que desean aprenderla por motivos personales, profesionales o educativos.

P. Jorge Naranjo Alcaide, mccj

El objetivo principal es promover la inclusión, la comunicación y la sensibilización en Sudán, en particular entre los profesores, las familias y las organizaciones que apoyan a las comunidades de personas sordas o con discapacidad auditiva.

El sitio web también facilitará el acceso a traductores acreditados por la Unión Nacional de Personas Sordas de Sudán, de modo que las instituciones puedan incluir fácilmente a las personas con problemas auditivos en sus actividades. La grabación de las videolecciones comenzó el 30 de septiembre con un traductor acreditado proporcionado por la Unión Nacional de Personas Sordas de Sudán.

El desarrollo de la plataforma digital está a cargo de un profesor del Departamento de Informática del Colegio, en colaboración con tres recién graduados de los cursos de licenciatura en Informática y Tecnologías de la Información. El proyecto forma parte de una iniciativa más amplia, dirigida por la Asociación Italiana para la Solidaridad entre los Pueblos (AISPO) y financiada por la Agencia Italiana para la Cooperación al Desarrollo – Oficina de Addis Abeba, que tiene como objetivo promover la integración de las personas con diferentes tipos de discapacidad.

En el mismo ámbito, el departamento de inglés colabora con AISPO para traducir del árabe al inglés 1200 planes de negocio presentados por personas con discapacidad en el Estado del Mar Rojo.

comboni.org

XXVII Domingo ordinario. Año C

“En aquel tiempo, los apóstoles dijeron al Señor: “Auméntanos la fe”. El Señor les contestó: Si tuvieran fe, aunque fuera tan pequeña como una semilla de mostaza, podrían decir a ese árbol frondoso: Arráncate de raíz y plántate en el mar, y los obedecería.
¿Quién de ustedes, si tiene un siervo que labra la tierra o pastorea los rebaños, le dice cuando éste regresa del campo: Entra enseguida y ponte a comer? ¿No le dirá más bien: Prepárame de comer y disponte a servirme, para que yo coma y beba; después comerás y beberás tú?
¿Tendrá acaso que mostrarse agradecido el siervo, porque éste cumplió con su obligación?
Así también ustedes, cuando hayan cumplido todo lo que se les mandó, digan: sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer”. (Lucas 17, 5-10)


Auméntanos la fe
P. Enrique Sánchez, mccj

Los versículos que preceden al texto del evangelio de este domingo hablan, en primer lugar, de lo inevitable que resulta no pecar y de la necesidad, como cristianos, de saber que estamos llamados a perdonar siempre.

Este mandato seguramente no resultaba algo evidente a los oídos de los discípulos de Jesús, pues perdonar no era y nunca ha sido algo fácil de poner en práctica.

Para perdonar, los discípulos entendieron que se necesitaba de algo más que la buena voluntad; era necesario tener fe.

Era necesario ponerse a otro nivel para ver las cosas desde la perspectiva de Dios.  De ahí la suplica de los discípulos a Jesús: ¡Auméntanos la fe!

Tal vez nos aparecerá claro que Jesús aprovecha de esa súplica para hacer entender a los discípulos que en cuestiones de fe no se trata de aumentar o de disminuir, que no es el caso cuantificar para cualificar la calidad de la fe.

Y la pregunta que puede surgir también en nosotros escuchando estas palabras es:

¿De qué se trata? ¿Qué significa tener fe? ¿Cómo podemos pasar de las ideas a la práctica de la fe?

Esas son preguntas que nos hacemos también nosotros y que nos acompaña a lo largo de toda nuestra vida, obligándonos a dar respuestas siempre nuevas y jamás definitivas, pues la fe es algo que se vive a diario y que nos acompaña de distintas maneras en el proceso de crecimiento de nuestra vida humana y espiritual. No faltan las ocasiones en que nos aventuramos a tratar de darnos definiciones de la fe y muchas veces nos hacemos la idea de que tener fe significa aventarse a un abismo con los ojos cerrados y sin saber qué es lo que nos espera al Final de la caída. Nos imaginamos que tener fe es abandonarse totalmente a lo desconocido, al límite, confiados en que el Señor se encargará de que nada terrible nos suceda o que algo bello aparecerá, proporcionalmente a la medida de nuestra confianza.

Si no estamos atentos podemos confundir la experiencia de fe con un juego de apuesta en donde más arriesgo y más crece la posibilidad de ganar o viceversa, menos fe tengo y menor es la posibilidad de que alcance lo que ando buscando.

En el Evangelio Jesús nos enseña que en realidad cuando se trata de fe no es cuestión de cantidades o de intensidades, pues si así fuera el caso, se cumpliría el ejemplo que da, diciendo que, si tuviéramos fe como un grano de mostaza, seríamos capaces de decirle a un árbol que se arrancara y se lanzara al mar y obedecería.

En la vida de todos los días, en realidad no se trata de tener mucha o poca fe, sino de tenerla.

Se trata de vivir creyendo y eso implica confianza y capacidad de reconocer la acción de Dios que interviene constantemente en nuestras vidas. La fe es lo que nos abre los ojos para que descubramos todo lo bello que Dios va haciendo en nuestra vida.

Si habláramos de cantidades, para quien tiene mucha o poca fe, los resultados al final son los mismos. Dios se manifiesta y nos sorprende siempre con algo inesperado y que representa un bien, una bendición que no esperábamos.

El problema se presenta para quien no cree, pues se niega la posibilidad de entrar en el mundo de Dios y no puede percibir su presencia en los pequeños o en los grandes detalles de la vida en donde él se manifiesta.

Tener fe, a Fin de cuentas, no es otra cosa que ser capaces de descubrir y de sentir presente a Dios en nuestras vidas, como alguien que va un paso adelante para asegurarnos un buen camino.

Basta un poquito de fe para que podamos descubrir cómo Dios va actuando en nuestras vidas y un poquito de confianza, puesta sinceramente en el Señor, es suficiente para que se nos abran los ojos y podamos descubrir cómo Dios no se cansa de hacer maravillas para nosotros.

Por otra parte, se podría decir que la fe es la experiencia que permite ver con el corazón lo que los ojos no son capaces de contemplar. Es pasar de lo inmediato de cada día a lo infinito y eterno que experimentamos al descubrirnos en Dios.

Tener fe sería vivir la gracia de sentir cómo Dios va conduciendo nuestras vidas por caminos que no se empantanan, impidiendo que nos quedemos atascados en lo inmediato de nuestra realidad tan frágil y fugaz.

La fe es lo que nos abre los horizontes y nos permite contemplar el futuro con optimismo y con confianza, porque descubrimos que hay Alguien que nos precede preocupado por nuestro bienestar.

Ante la exigencia de perdonar, que Jesús pide a sus discípulos, la experiencia de la fe se hace necesaria, pues es la garantía para poder considerar las cosas, las experiencias y las situaciones que va presentando la vida desde otra perspectiva, con la sensibilidad de Dios.

Sólo desde la fe se puede entender al hermano que se ha equivocado y se le puede perdonar y aceptar los errores, porque tomamos conciencia de la manera como Dios lo ve y lo abraza con su paciencia y su misericordia.

Sólo desde la fe se puede comprender que en aquellas situaciones que nos parecen inaceptables puede existir una oportunidad para crecer o para ser mejores, porque Dios siempre está a la obra.

Sólo desde la fe podemos lanzarnos al futuro y esperar que las cosas sucedan, porque sabemos que hemos puesto la confianza en Alguien que no defrauda y que no nos abandona jamás.

Por la fe, lo que parece imposible se hace posible y no se trata de aumentar o de disminuir, porque la fe no tiene qué ver con pesos y medidas.

Basta con custodiar ese don en nuestros corazones para que su acción sea efectiva en nuestras vidas y lo que muchas veces nos puede parecer imposible se haga posible. Porque para Dios no hay imposibles.

La segunda parte de nuestro texto del Evangelio de este domingo nos ayuda a entender que el don de la fe, como el don de la vida, son un regalo que Dios nos hace gratuitamente.

La vida eterna, a la que todos estamos invitados y a la cual se nos ha dado el privilegio de recibirla, no es algo a lo que tengamos derecho, como si se tratara de un salario que conviene al trabajador que ha desempeñado bien su tarea.

La relación que estamos llamados a establecer entre Dios y nosotros no puede ser como la que existe entre el patrón y el siervo.

Dios siempre nos da, por encima de lo que nosotros podríamos exigir o pretender. Dios da desde su gratuita y extraordinaria bondad y no en proporción a lo que nosotros le pudiésemos ofrecer.

Dios nos da, sin merecer, como decían nuestras abuelas cuando bendecían los alimentos antes de sentarnos a la mesa.

En este sentido, podemos entender que se les diga a los discípulos que están llamados a reconocer que en su relación con Dios sólo han hecho lo que les correspondía hacer. “Somos servidores a los que no hay nada qué agradecer, pues no hicimos mas que cumplir con nuestra obligación”.

El valor que ponen en evidencia estas cuantas palabras del Evangelio no es otro sino el de la gratuidad que caracteriza la relación con Dios. Él no gratifica  nuestros méritos, aunque los reconozca, y no exige nada extraordinario para manifestar en nosotros su bondad.

En nuestra relación con él nos corresponde únicamente cumplir con nuestro deber de ser agradecidos y aplicarnos, como siervos suyos, en la observancia de sus propuestas de vida.

Lo único que nos toca, como buena obligación, no es más que alabar, bendecir y reconocer la bondad del Señor y tratar de vivir dando gracias por todo aquello que no se cansa de sembrar en lo ordinario de nuestras vidas.

Vivir de esa manera seguramente se transforma en una experiencia de fe que no necesita de explicaciones ni de definiciones; sino que se convierte en experiencia de vida que mueve a ir cada día reconociendo las bondades del Señor, sin hacer mucha poesía.

Que el Señor nos conceda ser personas de fe profunda y sencilla, para que podamos reconocer la bondad de Dios en nuestras vidas y que nos conceda convirtamos en cristianos agradecidos por haber sido llamados a compartir la misión de Jesús en este mundo y en este tiempo en que necesitamos sentir la bondad de Dios que nos acompaña en nuestro caminar.

Para continuar con nuestra reflexión.

¿Me considero una persona de fe?
¿Reconozco las maravillas que Dios está haciendo en mi vida?
¿Mi experiencia de fe me mueve a ser agradecido con Dios y a crear relaciones nuevas con mis hermanos?
¿Pretendemos que Dios nos recompense por lo que hacemos o vivimos agradecidos por lo que recibimos sin merecer?
¿Qué hacemos para cumplir con lo que podemos considerar nuestra obligación en la relación con Dios?


Elogio de la fe pequeña y del servicio humilde
P. Manuel João Pereira Correia, mccj

La fe y el servicio son los temas de la Palabra de Dios de este domingo. Podemos detenernos más en el primero o en el segundo aspecto, pero al final nos damos cuenta de que ambas virtudes van unidas. El servicio es la medida de la fe.

El poder de la fe

Los apóstoles dijeron al Señor: «¡Auméntanos la fe!». El Señor respondió: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a esta morera: “Arráncate y plántate en el mar”, y os obedecería».

La fe está en el corazón de la Palabra de este domingo. La encontramos en las tres lecturas. En la primera lectura (Habacuc 1,2-3;2,2-4), a la oración del profeta Habacuc, que pregunta: «¿Hasta cuándo, Señor, clamaré pidiendo ayuda y no escuchas?», Dios responde: «El justo vivirá por su fe». El Evangelio subraya una fe humilde, que siempre se reconoce pequeña e insuficiente, sin la ilusión de poseer la fe de los “grandes creyentes”.

Fe (pístis) y creer (pisteúō) aparecen muchísimas veces en el Nuevo Testamento, más de 240 veces cada uno. En el Antiguo Testamento, creer se expresa con un verbo que tiene la misma raíz que la palabra AMÉN, que significa: «apoyarse en Dios», como en una roca firme y sólida.

Hoy los apóstoles hacen una oración bellísima: «¡Auméntanos la fe!». Parecida a la del padre que pide a Jesús que cure a su hijo: «Creo; ¡ayuda a mi incredulidad!» (Mc 9,24). Una oración que todos compartimos, porque es esencial para ser discípulos de Jesús. Surge espontáneamente de los labios de los Doce como reacción a su impotencia ante la exigencia de Jesús de perdonar al hermano incluso siete veces al día.

La respuesta de Jesús puede parecer desconcertante y desalentadora, casi un reproche a la poca fe de los pobres apóstoles. No tendrían ni siquiera una fe tan grande como el minúsculo grano de mostaza, considerado el más pequeño de todas las semillas. Sin embargo, yo diría que las palabras de Jesús son más bien un elogio inesperado de la fuerza de la fe. De hecho, es capaz de arrancar un árbol centenario, como la morera o (quizás) el sicómoro, ambos con raíces profundísimas y difíciles de arrancar. Son símbolo de lo que es estable e inamovible — justamente para poner de relieve el poder extraordinario de la fe. «Todo es posible para el que cree» (Mc 9,23).

Sin la fe no podemos vivir, como cristianos y como personas. La fe no es solo confianza en Dios, sino también confianza en la belleza de la vida, en la bondad de las personas, en el futuro de la historia. Es confiar en el otro, fundamento de toda relación y convivencia humana.

La fe es don. Un don natural que se manifiesta en la confianza espontánea que tenemos en la vida. Don sobrenatural que nace de la escucha de la Palabra de Dios. Sin embargo, la gracia de la fe no debe darse por supuesta. Jesús llegó a exclamar algo muy desconcertante y perturbador: «Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lc 18,8).

Este don puede debilitarse, hacerse pequeño hasta desaparecer. Esperemos que esto no ocurra de manera irreparable, para siempre. San Pablo dice a su discípulo amado Timoteo (segunda lectura): «Te recuerdo que reavives el don de Dios que está en ti». Para decir «reavivar» usa un verbo griego (anazōpurein) que aparece solo dos veces en la Biblia y significa reavivar el fuego bajo las cenizas. Sin una atención constante, las cenizas de la incredulidad pueden sofocar la llama de la fe.

Entonces una oración brota espontáneamente de nuestro corazón: Ven, Espíritu Santo, Soplo de vida, ven y sopla sobre las cenizas que cubren nuestra fe.

¿Somos siervos inútiles?

La segunda realidad que emerge de la Palabra es el servicio. Un servicio humilde, de siervos, como dice Jesús en la segunda parte del Evangelio:
Cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: «Somos siervos inútiles. Hemos hecho lo que teníamos que hacer».

La expresión «siervos inútiles» puede parecer irrespetuosa respecto a nuestro servicio. Nadie se considera un «siervo inútil». En realidad, la traducción no parece del todo exacta. Sería mejor traducir «siervos no necesarios» o «simples siervos». Todos podemos ser útiles, pero nadie es indispensable. Excepto el Siervo por excelencia, Jesús, que se presentó entre nosotros como el que sirve (Mc 10,45). Nadie puede enorgullecerse del servicio que presta. Al final, todo es don de Dios. «¿Qué tienes que no hayas recibido?», nos pregunta Pablo (1 Cor 4,7).

En realidad, es un honor para nosotros ser siervos del Señor. En la Escritura, «siervo» es un título honorífico cuando se relaciona con una gran figura. ¡Cuánto más ser siervos de Dios! Figuras como Moisés, David, los profetas, los apóstoles son llamados «siervos del Señor». Al ser siervos no perdemos nuestra dignidad, sino que la recuperamos. Jesús lo expresa bien en otro pasaje: «Dichosos aquellos siervos a quienes el Señor, al llegar, encuentre en vela; en verdad os digo que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y, pasando, les servirá» (Lc 12,37).

Para la reflexión y la oración personal

Ven, Espíritu de Dios, sopla sobre las cenizas que cubren mi fe:
– las cenizas de una fe moralista y rutinaria,
– las cenizas de una fe oportunista en un «Dios-tapagujeros»,
– las cenizas de una fe caprichosa, infantil,
– una fe que hace exigencias, del «todo enseguida»,
– las cenizas de una fe derrotista, resignada, triste, desilusionada,
– una fe apagada, vivida sin pasión, que ya no espera nada.

Ven, Espíritu de Fuego, reaviva mi fe y hazla:
– una fe humilde, vivida en el servicio, como Jesús mi Señor,
– una fe en camino, que acepta límites y debilidades,
– una fe que no se escandaliza de los pecados ajenos,
– una fe que no se rinde, apasionada y contagiosa,
– una fe para tiempos de crisis, no apoyada en sostenes externos,
– una fe que se abandona al Misterio, sin pedir tantos porqués.

Espíritu, Don inefable del Padre, dame el don de la fe:
– la fe del centurión, a quien le basta una sola Palabra,
– la fe de la cananea, que no se cansa de llamar al corazón de Cristo,
– la fe de la pecadora que llora sus pecados a los pies del Maestro,
– la fe de la mujer a quien le basta tocar el borde del manto de Jesús,
– la fe de José, que obedece a Dios en silencio,
– la fe de María, que se proclama la sierva del Señor.


Auméntanos la fe
José Antonio Pagola

De manera abrupta, los discípulos le hacen a Jesús una petición vital: «Auméntanos la fe». En otra ocasión le habían pedido: «Enséñanos a orar». A medida que Jesús les descubre el proyecto de Dios y la tarea que les quiere encomendar, los discípulos sienten que no les basta la fe que viven desde niños para responder a su llamada. Necesitan una fe más robusta y vigorosa.
Han pasado más de veinte siglos. A lo largo de la historia, los seguidores de Jesús han vivido años de fidelidad al Evangelio y horas oscuras de deslealtad. Tiempos de fe recia y también de crisis e incertidumbre. ¿No necesitamos pedir de nuevo al Señor que aumente nuestra fe?
Señorauméntanos la fe
Enséñanos que la fe no consiste en creer algo sino en creer en ti, Hijo encarnado de Dios, para abrirnos a tu Espíritu, dejarnos alcanzar por tu Palabra, aprender a vivir con tu estilo de vida y seguir de cerca tus pasos. Solo tú eres quien «inicia y consuma nuestra fe».
Auméntanos la fe
Danos una fe centrada en lo esencial, purificada de adherencias y añadidos postizos, que nos alejan del núcleo de tu Evangelio. Enséñanos a vivir en estos tiempos una fe, no fundada en apoyos externos, sino en tu presencia viva en nuestros corazones y en nuestras comunidades creyentes.
Auméntanos la fe
Haznos vivir una relación más vital contigo, sabiendo que tú, nuestro Maestro y Señor, eres lo primero, lo mejor, lo más valioso y atractivo que tenemos en la Iglesia. Danos una fe contagiosa que nos oriente hacia una fase nueva de cristianismo, más fiel a tu Espíritu y tu trayectoria.
Auméntanos la fe
Haznos vivir identificados con tu proyecto del reino de Dios, colaborando con realismo y convicción en hacer la vida más humana, como quiere el Padre. Ayúdanos a vivir humildemente nuestra fe con pasión por Dios y compasión por el ser humano.
Auméntanos la fe
Enséñanos a vivir convirtiéndonos a una vida más evangélica, sin resignarnos a un cristianismo rebajado donde la sal se va volviendo sosa y donde la Iglesia va perdiendo extrañamente su cualidad de fermento. Despierta entre nosotros la fe de los testigos y los profetas.
Auméntanos la fe
No nos dejes caer en un cristianismo sin cruz. Enséñanos a descubrir que la fe no consiste en creer en el Dios que nos conviene sino en aquel que fortalece nuestra responsabilidad y desarrolla nuestra capacidad de amar. Enséñanos a seguirte tomando nuestra cruz cada día.
Auméntanos la fe
Que te experimentemos resucitado en medio de nosotros renovando nuestras vidas y alentando nuestras comunidades.

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¿Somos creyentes?
José Antonio Pagola

Jesús les había repetido en diversas ocasiones: «¡Qué pequeña es vuestra fe!». Los discípulos no protestan. Saben que tienen razón. Llevan bastante tiempo junto a él. Lo ven entregado totalmente al Proyecto de Dios: solo piensa en hacer el bien; solo vive para hacer la vida de todos más digna y más humana. ¿Lo podrán seguir hasta el final?

Según Lucas, en un momento determinado, los discípulos le dicen a Jesús: «Auméntanos la fe». Sienten que su fe es pequeña y débil. Necesitan confiar más en Dios y creer más en Jesús. No le entienden muy bien, pero no le discuten. Hacen justamente lo más importante: pedirle ayuda para que haga crecer su fe.

Nosotros hablamos de creyentes y no creyentes, como si fueran dos grupos bien definidos: unos tienen fe, otros no. En realidad, no es así. Casi siempre, en el corazón humano hay, a la vez, un creyente y un no creyente. Por eso, también los que nos llamamos «cristianos» nos hemos de preguntar: ¿Somos realmente creyentes? ¿Quién es Dios para nosotros? ¿Lo amamos? ¿Es él quien dirige nuestra vida?

La fe puede debilitarse en nosotros sin que nunca nos haya asaltado una duda. Si no la cuidamos, puede irse diluyendo poco a poco en nuestro interior para quedar reducida sencillamente a una costumbre que no nos atrevemos a abandonar por si acaso. Distraídos por mil cosas, ya no acertamos a comunicarnos con Dios. Vivimos prácticamente sin él.

¿Qué podemos hacer? En realidad, no se necesitan grandes cosas. Es inútil que nos hagamos propósitos extraordinarios pues seguramente no los vamos a cumplir. Lo primero es rezar como aquel desconocido que un día se acercó a Jesús y le dijo: «Creo, Señor, pero ven en ayuda de mi incredulidad». Es bueno repetirlas con corazón sencillo. Dios nos entiende. Él despertará nuestra fe.

No hemos de hablar con Dios como si estuviera fuera de nosotros. Está dentro. Lo mejor es cerrar los ojos y quedarnos en silencio para sentir y acoger su Presencia. Tampoco nos hemos de entretener en pensar en él, como si estuviera solo en nuestra cabeza. Está en lo íntimo de nuestro ser. Lo hemos de buscar en nuestro corazón.

Lo importante es insistir hasta tener una primera experiencia, aunque sea pobre, aunque solo dure unos instantes. Si un día percibimos que no estamos solos en la vida, si captamos que somos amados por Dios sin merecerlo, todo cambiará. No importa que hayamos vivido olvidados de él. Creer en Dios es, antes que nada, confiar en el amor que nos tiene.

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Falta de fe y sobra de presunción
José Luis Sicre

Después de la parábola del rico y Lázaro, Lucas empalma cuatro enseñanzas de Jesús a los apóstoles a propósito del escándalo, el perdón, la fe y la humildad. Son frases muy breves, sin aparente relación entre ellas, pronunciadas por Jesús en distintos momentos. De esas cuatro enseñanzas, el evangelio de este domingo ha seleccionado solo las dos últimas, sobre la fe y la humildad (Lucas 17,5-10).

Menos fe que un ateo

Cuenta Lucas que un día los apóstoles le pidieron a Jesús: «Auméntanos la fe». Ya que no eran grandes teólogos, ni habían estudiado nuestro catecismo, su preocupación no se centra en el Credo ni en un conjunto de verdades. Si leemos el evangelio de Lucas desde el comienzo hasta el momento en el que los apóstoles formulan su petición, encontramos cuatro episodios en los que se habla de la fe:

  • Jesús, viendo la fe de cuatro personas que le llevan a un paralítico, lo perdona y lo cura (5,20).
  • Cuando un centurión le pide a Jesús que cure a su criado, diciendo que le basta pronunciar una palabra para que quede sano, Jesús se admira y dice que nunca ha visto una fe tan grande, ni siquiera en Israel (7,9).
  • A la prostituta que llora a sus pies, le dice: “Tu fe te ha salvado” (7,50).
  • A la mujer con flujo de sangre: “Hija, tu fe te ha salvado” (8,48).

En todos estos casos, la fe se relaciona con el poder milagroso de Jesús. La persona que tiene fe es la que cree que Jesús puede curarla o curar a otro.

Pero la actitud de los apóstoles no es la de estas personas. En el capítulo 8, cuando una tempestad amenaza con hundir la barca en el lago, no confían en el poder de Jesús y piensan que morirán ahogados. Y Jesús les reprocha: “¿Dónde está vuestra fe? (8,25). La petición del evangelio de hoy, “auméntanos la fe”, empalmaría muy bien con ese episodio de la tempestad calmada: “tenemos poca fe, haz que creamos más en ti”. Pero Jesús, como en otras ocasiones, responde de forma irónica y desconcertante: “Vuestra fe no llega ni al tamaño de un grano de mostaza”.

¿Qué puede motivar una respuesta tan dura a una petición tan buena? El texto no lo dice. Pero podemos aventurar una idea: lo que pretende Lucas es dar un severo toque de atención a los responsables de las comunidades cristianas. La historia demuestra que muchas veces los papas, obispos, sacerdotes y religiosos/as nos consideramos por encima del resto del pueblo de Dios, como las verdaderas personas de fe y los modelos a imitar. No sería raro que esto mismo ocurriese en la iglesia antigua, y Lucas nos recuerda las palabras de Jesús: “No presumáis de fe, no tenéis ni un gramo de ella”.

Ni las gracias ni propina

En línea parecida iría la enseñanza sobre la humildad. El apóstol, el misionero, los responsables de las comunidades, pueden sufrir la tentación de pensar que hacen algo grande, excepcional. Jesús vuelve a echarles un jarro de agua fría contando una parábola con trampa. Al principio, el lector u oyente se siente un gran propietario, que dispone de criados a los que puede dar órdenes. Al final, le dicen que el propietario es Dios, y él es un pobre siervo, que se limita a hacer lo que le mandan. El mensaje quizá se capte mejor traduciendo la parábola a una situación actual.

Suponed que entráis en un bar. ¿Quién de vosotros le dice al camarero: «¿Qué quiere usted tomar?». ¿No le decís: «Una cerveza», o «un café»? ¿Tenéis que darle las gracias al

camarero porque lo traiga? ¿Tenéis que dejarle una propina? Pues vosotros sois como el camarero. Cuando hayáis hecho lo que Dios os encargue, no penséis que habéis hecho algo extraordinario. No merecéis las gracias ni propina.

Un lenguaje duro, hiriente, muy típico del que usa Jesús con sus discípulos.

El profeta Habacuc y la fe (Hab 1,2-3; 2, 2-4)

La primera lectura, tomada de la profecía de Habacuc habla también de la fe, aunque el punto de vista es muy distinto. El mensaje de este profeta es de los más breves y de los más desconocidos. Una lástima, porque el tema que trata es de perenne actualidad: la injusticia del imperialismo. En su época, el recuerdo reciente de la opresión asiria se une a la experiencia del dominio egipcio y babilónico. Tres imperios distintos, una misma opresión. El profeta comienza quejándose a Dios. No comprende que Dios contemple impasible las desgracias de su tiempo, la opresión del faraón y de su marioneta, el rey Joaquín. Y el Señor le responde que piensa castigar a los opresores egipcios mediante otro imperio, el babilónico (1,5-8). Pero esta respuesta de Dios es insatisfactoria: al cabo de poco tiempo, los babilonios resultan tan déspotas y crueles como los asirios y los egipcios. Y el profeta se queja de nuevo a Dios: le duele la alegría con la que el nuevo imperio se apodera de las naciones y mata pueblos sin compasión. No comprende que Dios «contemple en silencio a los traidores, al culpable que devora al inocente». Y así, en actitud vigilante, espera una nueva respuesta de Dios.

La visión que llegará sin retrasarse es la de la destrucción de Babilonia. El injusto es el imperio babilónico, que será castigado por Dios. El justo es el pueblo judío y todos los que confíen en la acción salvadora del Señor.

El tema tratado por Habacuc no tiene relación con la petición de los discípulos. Pero las palabras finales, “el justo vivirá por su fe”, tuvieron mucha importancia para san Pablo, que las relacionó con la fe en Jesús. Este puede ser el punto de contacto con el evangelio. Porque, aunque nuestra fe no llegue al grano de mostaza ni esperemos cambiar montañas de sitio, esa pizca de fe en Jesús nos da la vida, y es bueno seguir pidiendo: “auméntanos la fe”.

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Desafíos misioneros de la fe
Romeo Ballan, mccj

Puntualmente, al entrar en el mes misionero de octubre, la Palabra de Dios ofrece un mensaje fuerte sobre la fe del creyente, en especial del cristiano y de toda persona que vive e irradia con coherencia su adhesión al Padre de la Vida. Es preciso recordar enseguida que la fe cristiana no se limita al conocimiento y a la aceptación intelectual de las verdades escritas en la Biblia o en el catecismo; la fe no es una cuestión de ritos, ceremonias y otras obras… La fe es, ante todo, la adhesión plena a una Persona, confianza total en su Palabra, entrega de la propia vida en las manos de un Padre amoroso. Nuestra fe no consiste en saber más, sino en vivir, saborear, gustar, fiarse, entregarse. La fe toca de cerca todo ser y todo el ser: espíritu, alma, cuerpo, personas, cosmos, acontecimientos y vicisitudes de la vida ordinaria… Estas realidades se iluminan de una luz nueva según su verdadero valor delante de Dios. La fe es esa “luz gentil”, de la que se había enamorado el Beato John Henry Newman en su camino de conversión, hasta la verdad plena.

¡La fe es vida, salvación! El profeta Habacuc (I lectura), contemporáneo de Jeremías (VII-VI s. a. C.), lo gritaba a la gente, que en una época de represión, maldades, rapiñas, violencias, contiendas, litigios… (v. 3), se preguntaba: ¿quién se salvará? La respuesta del profeta es clara: “el justo vivirá por su fe” (v. 4). El mensaje es nítido; queda la tarea de llevarlo a la práctica en medio del cansancio y los desafíos del camino. Porque para Dios nada es imposible (Lc 1,37). El que se deja guiar y sostener por Él tiene la fuerza para superar los pasos inciertos y cansados; por eso debemos orar como los Apóstoles (Evangelio): “Señor, ¡auméntanos la fe!” (v. 6).

Después de las propuestas exigentes de Jesús en el Evangelio de los domingos anteriores (renuncia a los bienes, puerta estrecha, honestidad a toda prueba, perdón sin condiciones…), los discípulos son conscientes de su fragilidad y tienen miedo. Por tanto, dirigen al Maestro una oración intensa, que cada uno de nosotros, dentro de su itinerario espiritual, siente como auténtica y sincera desde lo profundo del corazón: “Auméntanos la fe”. (v. 6). Los desafíos que Jesús lanza a nuestra fe débil son paradójicos y proverbiales: hasta arrancar de raíz la morera y plantarla en el mar (v. 6), o trasladar montañas (Mc 11,23). Porque todo es posible para el que cree (Mc 9,23).

Sin necesidad de esos signos extraordinarios, la vida del creyente se desarrolla en las situaciones concretas de cada día, con las dificultades diarias (v. 7) en el cumplimiento fiel y gratuito de las tareas de cada uno. Sin pretensiones, ni reivindicaciones o gratificaciones. Con la conciencia de que somos simplemente siervos, gente común, ordinaria, fiel en las cosas de cada día. Justamente, “pobres siervos” (v. 10), felices en poder servir, con una fidelidad capaz de llegar hasta el martirio. Dios mismo será feliz en hacerse el servidor de esos siervos, los hará sentar a la mesa y los servirá (Lc 12,37).

La fe es un don precioso de Dios que debemos reavivar, guardar e irradiar en el mundo, como recomienda S. Pablo a Timoteo (II lectura). Un don que hemos recibido gratuitamente del Padre de la Vida: lo podremos robustecer tan solo si lo compartimos. Porque “¡la fe se fortalece dándola!” (Juan Pablo II, Redemptoris Missio 2). El precioso don de la fe, que enriquece al creyente con abundantes bendiciones, exige claramente el homenaje de nuestra gratitud hacia Dios (cf. Sal 116,12). El compromiso misionero es la primera respuesta de nuestro agradecimiento, compartiendo nuestra fe, sosteniendo y promoviendo el trabajo misionero de la Iglesia para llevar por doquier la luz de la fe; empezando por nuestra familia con la educación de los niños en la fe y en la vida cristiana, e irradiando la fe también en las relaciones sociales entre amigos y colegas.

En el mes misionero de octubre, oremos a la Virgen María, especialmente con el rezo del Santo Rosario, oración popular que ayuda a revivir los misterios de la vida de Cristo y de María, en sintonía con los gozos, esperanzas y problemas misioneros en el mundo, y rogando al Señor que suscite buenas y numerosas vocaciones para su mies en el mundo entero.


Reconocer a Dios en nuestra historia
Fernando Armellini

Introducción

La Biblia no dice que Abrahán haya entrado en un santuario para rezar, pero aun así es considerado no sólo como el padre de los creyentes, sino también el modelo del hombre que ora. Es necesario creer para orar, para creer uno necesita rezar. Toda su vida está marcada por la oración; comenzó a seguir a Dios sólo después de que oyó la palabra del Señor; dio pasos luego de recibir de su Dios una indicación sobre el camino.

Su historia está marcada por un constante diálogo con el señor: “El Señor dijo a Abrán: Vete… Entonces Abrán partió” (Gén 12,1.4). “Abrán recibió en una visión la Palabra del Señor… Abrán contestó: Señor, ¿de qué me sirven tus dotes si soy estéril?” (Gen 15,1.2) “El Señor se apareció a Abrahán junto al encinar de Mambré” (Gen 18,1-3). “Dios puso a prueba a Abrahán… y Abrahán respondió: Aquí me tienes” (Gén 22,1). Este diálogo ha alimentado la fe de Abrahán; le preparó para aceptar la voluntad de Dios. Le hizo creer en su amor a pesar de las apariencias en lo contrario.

Muchos acontecimientos de nuestra vida son enigmáticos, incomprensibles, ilógicos y parecen dar la razón a quien duda si Dios está presente en nuestra vida y nos acompaña en nuestra historia. Es en estos momentos que nuestra fe se pone dura prueba y naturalmente clamamos y rogamos al Señor: “Escucha nuestra voz, atiende nuestro lamento”. Dios siempre escucha nuestra voz aunque es difícil para nosotros percibir su voz. ¡Haz que escuchemos tu voz, Señor! es la invocación que debemos dirigirle. Abre nuestros corazones, ayúdanos a renunciar a nuestros deseos, valores, planes y haz que aceptemos los tuyos. Esta es la fe que salva.

Primera Lectura: Habacuc 1,2-3; 2,2-4

¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me escuches? ¿Hasta cuándo gritaré ¡Violencia!, sin que me salves? 1,3: ¿Por qué me haces ver crímenes, me enseñas injusticias, me pones delante violencias y destrucción y surgen discordias y se alzan contiendas? 2,2: El Señor me respondió: –Escribe la visión, grábala en tablillas, de modo que se lea de corrido: 2,3: la visión tiene un plazo fijado, camina hacia la meta, no fallará; aunque tarde, espérala, que llegará sin retraso. 2,4: El ánimo soberbio fracasará; pero el justo, por su fidelidad, vivirá. – Palabra de Dios

Habacuc es un contemporáneo de Jeremías. Vivían en la misma situación social, política y religiosa. La iniquidad imperaba en el país. “Tensan las lenguas como arcos, dominan el país con la mentira y no con la verdad…. El hermano pone zancadillas… se estafan unos a otros y no dicen la verdad… fraude sobre fraude, engaño sobre engaño” (Jer 9,2-5). “Del primero al último sólo buscan enriquecerse, profetas y sacerdotes se dedican al fraude” (Jer 8,10).

El rey es tonto, incapaz, ama el lujo, explota a los trabajadores para construir su palacio, no protege la causa de los pobres y los miserables (Jer 22,13-17). Las injusticias, los abusos y las desviaciones son vistas por todos—¡esto es escandaloso! Dios no responde. Parece estar desinteresado por lo que sucede en la tierra. ¿Por qué no interviene? ¿Por qué no rescata a los oprimidos?

Atento, sensible, espiritualmente maduro, Jeremías y Habacuc tratan de entender lo que está pasando y no tienen miedos de abrir una disputa con Dios. Le preguntan por la razón por su silencio y de permanecer pasivo: “Aunque tú, Señor, tienes siempre la razón cuando discuto contigo, quiero proponerte un caso: ¿Por qué prosperan los malvados y viven en paz los traidores?” (Jer 12,1).

La gente quiere también una explicación y acuden a Habacuc para que consulte al Señor. Perturbado y confundido, esa misma noche el profeta permanece en oración y dirige a Dios las preguntas que figuran en la primera parte de la lectura de hoy: “¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me escuches? ¿Hasta cuándo te gritaré: ¡Violencia!, sin que me salves? ¿Por qué me haces ver crímenes, me enseñas injusticias, me pones delante violencias y destrucción y surgen discordias y se alzan contiendas?” (Hab 1,2-3).

¡La oración de Habacuc es magnífica! Tiene el valor de decirle al Señor que no concuerda con él, que Dios no entiende su tolerancia hacia los malvados; le recuerda sobre su actitud pasiva y su silencio; se atreve a pedir cuentas de la manera con que gobierna el mundo y los acontecimientos de la historia.

Después de haber expuesto sus quejas y las de la gente, el profeta se queda en silencio. Es el turno de Dios para responder. Es el Señor quien está llamado a justificar su trabajo. Habacuc espera como los centinelas que escrutan el horizonte lejano para capturar hasta el más mínimo movimiento. Espera una señal de que preludie un cambio (Hab 2,1).

La respuesta del Señor es inmediata y es la segunda parte de la lectura (Hab 2,2-4). Dios ordena a Habacuc: “Escribe la visión, grábala en tablillas, de modo que se lea de corrido” (v. 2). Esta es la promesa: en poco tiempo no pasará nada; no habrá ningún cambio inmediato. Un tiempo pasará antes de que llegue la liberación. “¡Ay del que acumula lo que no le pertenece… y amontona objetos empeñados… Ay del que mete en casa ganancias injustas” (vv. 6.9).

Es una respuesta sorprendente: Dios no da ninguna explicación; sólo pide confianza incondicional. Entiende las quejas del profeta y del pueblo; sabe que no entienden las razones de su tolerancia. Sin embargo, asegura que lo que hoy sucede aparecerá un día claramente para todos. Los inicuos—que al parecer prosperan—en realidad están sentando las bases de su ruina. Delante del justo, delante de uno que confía en el señor, se abrirán amplios horizontes de vida.

Segunda Lectura: 2 Timoteo 1,6-8.13-14

Querido hermano: Te recuerdo que avives el don de Dios que recibiste por la imposición de mis manos. 1,7: Porque el Espíritu que Dios nos ha dado no es un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, amor y templanza. 1,8: No te avergüences de dar testimonio de Dios, ni de mí, su prisionero; al contrario con la fuerza que Dios te da comparte conmigo los sufrimientos que es necesario padecer por la Buena Noticia. 1,13: Consérvate fiel a las enseñanzas que me escuchaste, con la fe y el amor de Cristo Jesús. 1,14: Y guarda el precioso depósito con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros. – Palabra de Dios

La segunda carta a Timoteo se dirige sobre todo a aquellos que, en la comunidad cristiana, tienen el ministerio de liderazgo. El pasaje comienza con una invitación a Timoteo: “Te recuerdo que avives el don de Dios que recibiste por la imposición de mis manos” (v. 6).

El ministerio al cual fue llamado: dar testimonio de la verdad—requiere fuerza y coraje. Timoteo, lamentablemente, es tímido y reservado, tanto así que Pablo recomendó un día a los Corintios que le hagan sentir a gusto (1 Cor 16,10); por esta razón le recuerda que el Espíritu es la fuente de fortaleza, amor y templanza, no de timidez (v. 7-8).

En la segunda parte de la lectura (vv. 13-14) el apóstol recomienda dos veces a Timoteo—e indirectamente a todos los ministros de la comunidad—a preservar íntegramente el depósito de la fe.

Al final del siglo primero existían falsos maestros que difundían doctrinas erróneas, extrañas y fantásticas, y comienzan a infiltrarse en las comunidades cristianas. La adhesión a dicha interpretación errónea del Evangelio trae a graves desviaciones teológicas y morales. Los líderes de la comunidad tienen que estar alertas para proteger a los fieles particularmente expuestos y tentados a adherirse a esta herejía que se avecina.

La recomendación de permanecer fiel a los principios de la fe no debe confundirse con inmovilidad espiritual. No es una invitación a cambiar la vida de la comunidad. La nueva interpretación y el estudio profundizado de la Biblia, las explicaciones que hacen más comprensible el evangelio a la gente de hoy no son desviaciones de la fe. Las nuevas formas litúrgicas, los nuevos textos del catecismo, no son la infidelidad a la tradición. El niño tiene que desarrollarse, crecer y convertirse en adulto. Sería un acto de violencia obligarle a permanecer siempre como niño. Así también debe crecer la palabra de Dios (Hech 12,24) y la fe debe madurar. La fidelidad al evangelio requiere una continua metamorfosis de la mente y el corazón.

Este cambio deseado, si es bajo la guía del Espíritu es una expresión y signo de vida.

Evangelio: Lucas 17,5-10

El pasaje del evangelio que nos propone este domingo es difícil. La primera parte donde habla de la fe (vv. 5-6) y la segunda, que habla de una desconcertante parábola (vv. 7-9) son bastante enigmáticas y plantean muchas preguntas. Lo mismo se puede decir del último versículo (v. 10) en el que incluso los más fieles discípulos son llamados “siervos inútiles”.

Empezamos con los prodigios que la fe, incluso tan pequeña como un grano de mostaza, es capaz de producir. Este dicho de Jesús es introducido por una petición de los discípulos: “Auméntanos nuestra fe”.

¿Es posible que la fe crezca? Algunos dicen: o crees o no crees. Una cosa o la otra. En este caso no se trata de más o menos. Esto sería cierto si la fe se redujese a la aprobación dada a un grupo de verdades.

En realidad, el creer no concierne sólo a la mente: implica una elección concreta, implica una confianza completa e incondicional en Cristo y adhesión convencida a su plan de vida. Por eso es fácil darse cuenta de que la fe puede crecer o disminuir. El camino del seguimiento del Maestro es a veces más rápido, otras menos, a veces uno se cansa, frena y se detiene.

La experiencia de una fe incierta y vacilante sucede todos los días: creemos en Jesús, pero no confiamos en él totalmente; no tenemos el coraje para llevar a cabo ciertos cosas, abandonar ciertos hábitos, hacer ciertas renuncias. En este caso tenemos una fe que debe fortalecerse.

La solicitud de los apóstoles revela la convicción que tienen; se han dado cuenta que la madurez espiritual no es un fruto de su esfuerzo y de su compromiso, sino que es un regalo de Dios. Por eso le pidieron a Jesús que los haga más convencidos y generosos en la elección de seguirlo.

Desde el contexto se intuye también la razón por la que se dirigen a Jesús con esta petición. Jesús les ha propuesto el difícil camino que les espera: tienen que entrar por la puerta estrecha (Lc 13,24), dispuestos a “odiar” padre y madre (Lc 14,26), renunciar a todos sus bienes (Lc 14:33) y— como está escrito en los versículos inmediatamente anteriores a nuestro texto—deben ser capaces de perdonar sin límites y sin condiciones (Lc 17,5-6). Ante tal panorama es comprensible que sientan la falta de fuerzas.

La tentación de cuestionar decisiones hechas y dar un paso atrás es grande. Probablemente pueden decir lo que muchos ya habían dicho y hecho: “Este discurso es bien duro ¿quién podrá escucharlo?” (Jn 6,60). Tienen miedo de no lograrlo y por tanto, les nace espontáneamente dentro la petición de ayuda: Auméntanos la fe.

En lugar de escucharlos, Jesús comienza a describir las maravillas que produce fe. Emplea una imagen muy extraña y paradójica para nuestra cultura: habla de un árbol—no se sabe bien si es una mora o un sicómoro—que podría ser milagrosamente desarraigado de la tierra. Jesús dice que la fe es capaz de realizar también lo imposible: desarraigar a un sicómoro o dejar crecer una mora en el mar.

Mateo y Marcos no hablan de un árbol sino de una montaña que puede ser movida con fe (Mt 17,29; Mc 11,23). Debió ser una imagen muy familiar y proverbial utilizada por Pablo (1 Cor 13,2). Sin embargo, el mensaje es el mismo y se puede resumir con las palabras pronunciadas por Jesús en otro contexto: “Todo es posible para quien cree” (Mc 9,23).

Surge espontáneamente una pregunta: ¿por qué nadie ha hecho tales milagros? Jesús no los hizo, tampoco María, ni Abrahán o los grandes santos. No lo han hecho—y no es difícil de entenderlo—porque Jesús estaba hablando de una manera hiperbólica.

Los milagros de los cuales habló Jesús son los cambios esperados en los creen. Son las transformaciones inexplicables, absolutamente imprevisibles que se verifican en la sociedad y en el mundo cuando realmente confiamos en la palabra del Evangelio y la ponemos en práctica.

Algunos ejemplos pueden darnos luz: ante el odio, rencores y prejuicios que caracterizan las relaciones entre los pueblos, ¿quién no ha pensado que es algo inevitable? ¿Quién no ha pensado que determinados conflictos familiares son irreconciliables? ¿Quién no ha estado convencido, al menos una vez, que las raíces de la enemistad son tan profundas que no cabría solución posible?

Para quien cree—dice Jesús—no existen situaciones irremediables. Los que confían en su palabra presenciarán milagros extraordinarios e inesperados; verán cumplido los cambios prodigiosos anunciados por los profetas: el desierto florecerá (Is 32,15) y convertirá su desierto en un edén (Is 51,3).

Esta afirmación es seguida por una parábola (vv. 7-9) que nos deja un poco amargados y desilusionados. No es fácil entender por qué Jesús habló de esta manera.

Cuenta de un esclavo que, después del duro trabajo del día, regresa a casa muy cansado y con la cara quemada por el sol. El maestro, en lugar de felicitarlo por el servicio hecho invitándolo a sentarse y comer un pedazo de pan, le habla con dureza: “Prepárame de comer, ponte el delantal y sírveme mientras como y bebo, después comerás y beberás tú”.

Puesto que el maestro representa a Dios y nosotros somos los sirvientes, tenemos algo de qué preocuparnos: ¿al final de nuestra vida seremos realmente recibidos de esta manera?

La parábola también sorprende porque algunos domingos atrás, oímos que Jesús habló de una manera muy diferente: “Bienaventurados aquellos siervos a los cuales el maestro a su regreso los encontrará despierto; les aseguro que él mismo recogerá su túnica, los hará sentarse a la mesa y les irá sirviendo” (Lc 12,37). ¡Algo estupendo!

La comparación utilizada en el pasaje de hoy no corresponde a nuestra sensibilidad actual; nos irrita. Tenemos que ponerla en el contexto cultural de la época, cuando el esclavo era considerado propiedad del dueño y no podía reclamar nada. Jesús no discute esta situación, la toma como un hecho. Un día Jesús establecerá los principios innovadores en los que se basará la nueva sociedad propuesta por él.

Tenemos que recordar lo que se les pidió a los discípulos durante la última cena: “Los reyes de las naciones paganas gobiernan sobre ellos como señores, y se hacen llamar benefactores. Ustedes no sean así, al contrario, el más importante entre ustedes compórtese como si fuera el último y el que manda como el que sirve. ¿Quién es mayor? ¿El que está a la mesa o el que sirve? ¿No lo es, acaso, el que está a la mesa? Pero yo estoy en medio de ustedes como el que sirve” (Lc 22,25-27).

Jesús no tiene intención de enfrentar el problema de la esclavitud. Hace uso de un ejemplo para transmitir su mensaje teológico. Quiere corregir la manera engañosa cómo los fariseos (de aquella época y hoy) entienden la relación con Dios.

Los guías espirituales de aquel momento predicaban la religión de méritos. Decían: al final de la vida, Dios premiará basado en el rendimiento de cada uno. Por eso es importante lograr el máximo número posible de buenas obras: oración, ayuno, limosna, sacrificios, prácticas religiosas y escrupulosa observancia de los mandamientos y preceptos. Para tener derecho a una recompensa mayor.

Esta manera de entender la relación con el Señor corresponde perfectamente a nuestra lógica. Creemos que es correcto pensar en un Dios así, pero no somos conscientes de que estamos razonando exactamente como los fariseos. El hombre—que es polvo y ceniza—no podrá reclamar ningún derecho ante Dios, de quien recibe todo gratuitamente.

Esta religión de méritos es perjudicial para quien la practica; establece falsos datos, marcados por un egoísmo sutil entre las personas y deforman la relación con Dios. No se aprecia realmente a la persona que hace el bien con un objetivo—no tan oculto—de acumuladas méritos ante Dios. Esa persona se pone en el centro de sus propios intereses, ayuda a las hermanos solo para mejorar su propia vida espiritual.

Jesús quiere que el discípulo deje de lado cualquier tipo de egoísmo, también el egoísmo espiritual. Quien ama de manera incondicional y gratuita como el Padre que está en el cielo entra en el Reino de Dios.

Los principales problemas provocados por la religión del mérito es reducir a Dios para que sea como un contador encargado de mantener los libros de cuentas en orden y firmar con precisión los débitos y los créditos de cada uno. La parábola quiere destruir esta imagen de Dios.

No nos gusta; incluso nos irrita porque también está arraigada la idea que al hacer el bien adquirimos méritos ante Dios. Es demasiado profundo como la raíz del sicómoro.

El versículo que concluye la lectura—ya muy difícil—se hace aún más difícil por algunas traducciones inexactas que hablan de “siervos inútiles”. Es mejor traducirlo: “Somos simples sirvientes, solamente hemos cumplido nuestro deber” (v. 10).

Jesús no pretende subestimar las buenas obras; no desprecia el trabajo de una persona ni asume una actitud de arrogancia hacia quien se compromete para hacer lo que es bueno. Más bien intenta liberar a los discípulos de una forma de egoísmo peligroso para ellos mismos y para los demás: la autorrealización por sí misma, demasiada preocupación por la salud, la exposición de una conducta impecable. Jesús quiere purificar los corazones de impulsos de imitación y de rivalidad espiritual.

No hay que competir para conseguir el favor y el amor de Dios: hay una abundancia de este amor para todos.

Jesús quiere que entiendan que el comportamiento del fariseo que muestra sus propios méritos es una tontería porque el bien no es el resultado de una persona, sino que es siempre y completamente un regalo gratuito de Dios. “¿Qué tienes que no hayas recibido?—dice Pablo —y si lo haz recibido, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido? Si lo has recibido, ¿por qué estás orgulloso de ello como si no lo has recibido?” (1 Cor 4,7).

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Parroquia peregrina y misionera

Al 65 km de la capital gallega, en el llamado Camino francés de Santiago de Compostela, se encuentra la parroquia de San Tirso que los misioneros combonianos gestionan desde 2014.

Texto y fotografías: P. Francisco Javier Ochoa Gracián, mccj
Desde Palas de Rei, España

La parroquia de San Tirso es una unidad pastoral que aglutina 25 parroquias. Está situada en la localidad de Palas de Rei, en la provincia gallega de Lugo. El templo parroquial, de estilo románico, tiene un pórtico medieval y en su interior se equilibran la austeridad y el neoclasicismo.

La comunidad está formada por cuatro sacerdotes misioneros combonianos: dos españoles, un polaco y un mexicano. Todos han trabajado en diferentes países del continente africano e intentan transmitir un espíritu misionero y de esperanza a los feligreses y peregrinos que pasan cada día por la parroquia, sobre todo para participar en la “misa del peregrino”.

La mayoría de los feligreses de esta unidad pastoral son personas mayores. Hay una ausencia muy marcada de jóvenes y niños en las celebraciones eucarísticas. Solo aparecen en fiestas como San Tirso, el 28 de enero; San Cristóbal, en julio y Ecce Homo, en septiembre.

También los días de catequesis de primera comunión y confirmación. Las aldeas se van vaciando poco a poco y no siempre es fácil llevar adelante un programa de evangelización que refuerce la fe y el entusiasmo en Cristo.

En este contexto, el sacerdote mexicano Francisco Javier Ochoa Gracián ha querido compartir con nosotros una anécdota sobre su experiencia personal de misión, trabajando en esta parroquia peregrina de San Tirso.

«Hace algunos meses, un grupo de jóvenes provenientes del pueblo mexicano donde viví y crecí, me hicieron la invitación de hacer la experiencia del Camino de Santiago, a través del “camino portugués”. Mi tarea fue animarlos en la parte espiritual con charlas diarias misas en campo abierto, el rezo del rosario misionero, confesiones y, el último día, con una adoración al Santísimo en agradecimiento a Dios por los días vividos juntos. Fueron días de mucha lluvia, viento, subidas y bajadas, cansancio, paisajes increíbles y encuentros significativos. Esta experiencia única, me ayudó bastante para entender un poco más el espíritu de muchos peregrinos que pasan por nuestra parroquia en búsqueda de algo valioso para sus vidas».