Domingo XXIV ordinario. Año B

El tiempo del testimonio

24ª Domingo del Tiempo Ordinario (B)
Marcos 8,27-35: “Tú eres el Cristo”

El pasaje del evangelio de hoy nos presenta la llamada confesión de Pedro en Cesarea de Filipo, un episodio también relatado por San Mateo y San Lucas. El evangelio de San Marcos, escrito principalmente para los catecúmenos, tiene como tema central la identidad de Jesús. Una pregunta lo recorre de principio a fin: “¿Quién es este?” (Mc 4,41). El título que San Marcos dio a su evangelio era: “Comienzo del evangelio de Jesús, Cristo, Hijo de Dios” (1,1). Con el pasaje de hoy llegamos al centro del itinerario que nos propone su evangelio: “¡Tú eres el Cristo!”. La confesión de fe en la mesianidad de Jesús es el primer gran objetivo y marca el punto de cambio hacia una segunda etapa, la del reconocimiento de su filiación divina, que ocurrirá ante la cruz: “¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios!” (15,39).

¡Tú eres el Cristo!”. Mientras la multitud intuye que Jesús es un personaje especial, pero lo interpreta con categorías del pasado (Juan el Bautista, Elías o uno de los profetas), Pedro ve en Jesús al Mesías, aquel que Israel esperaba desde hace siglos, anunciado por los profetas. Una figura, por tanto, que viene “del futuro”, en cuanto promesa de Dios, y se proyecta hacia el porvenir como esperanza de Israel.

La palabra hebrea Mashiah o Mesías, traducida como “Cristo” en griego, significa “Ungido”. Los ungidos (con aceite perfumado) eran los reyes, los profetas y los sacerdotes en el momento de su elección. Con el tiempo, el Mesías, el Cristo, el Ungido por excelencia, se convirtió en el libertador escatológico esperado por el pueblo de Dios, considerado por algunos de estirpe sacerdotal, por otros de estirpe real.

Jesús era el Mesías, el Cristo. Él mismo lo reconoce durante el interrogatorio ante el sanedrín: “¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?” Jesús respondió: “¡Yo soy!” (Mc 14,60-61), provocando el escándalo del sumo sacerdote. Entonces, ¿por qué Jesús impuso silencio a los apóstoles, “ordenándoles severamente que no hablaran de él a nadie”? Porque ese título estaba cargado de expectativas terrenales y de ambigüedades. Israel esperaba un Mesías terrenal y glorioso, mientras que Jesús sería un Mesías derrotado y humillado. Solo después de su pasión y muerte, cuando quedó claro qué tipo de mesianismo era el suyo –el del “Siervo de Yahvé” de la primera lectura–, entonces el título de Cristo se convirtió en su segundo nombre. Lo encontramos más de 500 veces en el Nuevo Testamento, casi siempre como un nombre compuesto: Jesucristo, o Nuestro Señor Jesucristo.

Jesús “comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía sufrir mucho… y hacía este discurso abiertamente”. “Comenzó”: ¡se trata de un nuevo comienzo! Cada etapa alcanzada se convierte en un nuevo punto de partida, porque Dios siempre está más allá. La nueva etapa es la de la cruz, palabra que aparece aquí en San Marcos por primera vez. Y aquí Pedro, orgulloso de haber superado la etapa anterior, tropieza de inmediato, es más, se convierte él mismo en piedra de tropiezo (Mt 16,23).

A este nuevo comienzo corresponde una nueva vocación, dirigida tanto a los discípulos como a la multitud: “Convocando a la multitud junto con sus discípulos, les dijo: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. Esta nueva etapa no es para simples simpatizantes o aficionados. El camino se hace arduo. Se trata de llevar la cruz (cada día, dice Lucas), es decir, asumir la propia realidad, sin soñar con otra, y seguir a Jesús. La apuesta es grande: ganar o perder la propia vida, ¡la verdadera!

Puntos de reflexión

Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Esta pregunta interroga a los discípulos de Jesús de todos los tiempos y exige de nosotros una respuesta personal, consciente y existencial. Conocemos bien la opinión de la gente. Para muchos, Jesús de Nazaret es un personaje especial de la historia, un hombre de Dios, un soñador o un revolucionario. Sin embargo, para la mayoría, es una figura del pasado que ha cumplido su tiempo. “Pero para vosotros, ¿para ti quién soy yo?”. La conjunción adversativa “pero” que precede a la pregunta siempre nos opondrá a la opinión común. El discípulo de Jesús se separa de la multitud anónima para hacer una profesión de fe en Jesús de Nazaret como el Mesías, el Cristo, consagrado con la unción y enviado a traer la Liberación al mundo (Lucas 4,18-21).

Para el cristiano, Cristo es la clave de la historia y el sentido de la vida. “Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que ha de venir, el Todopoderoso”, “el Primero y el Último, y el Viviente”, “el Principio y el Fin” (Apocalipsis 1,8; 1,17-18; 21,6; 22,13). Sin su “Yo Soy”, yo no soy. Como oraba Hilario de Poitiers (+367): “Antes de conocerte, no existía, era infeliz, el sentido de la vida me era desconocido y en mi ignorancia mi ser profundo se me escapaba. Gracias a tu misericordia, he comenzado a existir”.

Confesar que Jesús es el Cristo implica estar dispuesto a sufrir su mismo destino. El nuestro será siempre más un tiempo de mártires, de testigos. No será un martirio glorioso y heroico, sino humilde y oculto. El cristiano es quien acoge y custodia “el testimonio de Jesús” (Apocalipsis 1,2.9; 12,17; 19,10; 20,4), el “Testigo fiel” (1,5; 3,14) para comunicarlo a la humanidad: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito” (Juan 3,16).

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


¿Quién dice la gente que soy yo?

Jesús se dirigió con sus discípulos a las aldeas de Cesarea de Filipo, por el camino les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Ellos le contestaron: “Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros que Elías; y otros que alguno de los profetas”. “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”, les preguntó Jesús. Pedro le respondió: “¡Tú eres el Mesías!”. Pero Jesús les ordenó que no dijeran nada a nadie acerca de él.

Jesús, entonces, comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía padecer mucho, que sería rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los maestros de la Ley, que lo matarían, pero que resucitaría a los tres días. Y con absoluta claridad les hablaba de estas cosas. Pedro llevó aparte a Jesús y comenzó a reprenderlo. Pero Jesús se volvió y, en presencia de sus discípulos, reprendió a Pedro diciéndole: “¡Ponte detrás de mí, Satanás, tú no piensas como Dios sino como los hombres!”.

Luego Jesús convocó a la gente y a sus discípulos y les dijo: “Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará”.

(Marcos, 8, 27-35)

¿Quién dice la gente que soy yo? Ciertamente no se trata de una pregunta que manifieste la preocupación de Jesús por el qué dirá la gente. No es cuestión de defender o de proteger una imagen o una opinión que puede situar a la persona en niveles de popularidad o de desconocimiento.

¿Qué dice la gente y qué dicen ustedes? Son preguntas que llevan a los discípulos a una profesión de fe, a un reconocimiento de Jesús como el Mesías. Tú eres nuestro Señor y nuestro Salvador, tú eres la presencia de Dios entre nosotros. Tú eres la persona en quien se cumplen todas las promesas de nuestro Dios.

Estamos en la mitad del evangelio de san Marcos y es el momento crucial. Se termina una experiencia que ha llevado a los discípulos a reconocer, a través de los signos y de los prodigios hechos, a Jesús como el Señor de sus vidas, el Mesías que estaban esperando.

Ha sido maravilloso ver cómo Jesús con su poder y su autoridad puede transformar la vida de todas las personas que se encuentran con él.

Han visto enfermos ser sanados, paralíticos que se ponían de pie, sordos que han empezado a oír, mudos a los que se les soltó la lengua, pobres que han disfrutado de las multiplicaciones de los panes y de los peces, muertos que han vuelto a la vida. Y, sobre todo, han visto a pecadores volver al camino de Dios y se han maravillado con la propuesta de una vida distinta en donde toda persona tiene un lugar y en donde se puede vivir en respeto y en fraternidad.

Pedro, tomando la palabra en nombre de los demás apóstoles, no podía decir otra cosa distinta a lo que cada uno de ellos tenía en la punta de la lengua. Tú eres el Mesías, el enviado de Dios que estábamos esperando.

La gente podía decir muchas cosas acerca de Jesús, cada uno según la experiencia que había hecho encontrándose con él, pero para los apóstoles era algo distinto, era el Señor que les había cambiado la vida y ahora les compartía la misión que había recibido para cumplir la voluntad de su padre. Esa misión que pasaría por el camino de la pasión, de la muerte y de la resurrección.

En contraste a todo lo maravilloso que habían visto durante los primeros años de la misión de Jesús, ahora él les empezaba a hablar de otra realidad que les resultaría difícil de entender y de aceptar. ¿Cómo era posible que el Señor, con tanto poder, hablara ahora de ser entregado, de tener que padecer y sufrir humillaciones y de morir en una cruz? Ese anuncio ya desentonaba con todo lo que cada uno se había ido imaginando que sería su futuro en el Reino iniciado por Jesús.

Los apóstoles y muchos otros discípulos se esperaban algo muy distinto. Basta recordar a los dos que bajaban de Jerusalén a Emaús, con el corazón desconsolado y sus ilusiones por los suelos. Nosotros creíamos que éste vendría a cambiarnos la vida.

Y Pedro, tratando de arreglar las cosas a su conveniencia, va a hacer la amarga experiencia de constatar que su manera de pensar no es la de Dios, que sus intereses no son los del Reino, que, a lo mejor, su estar con Jesús todavía no está fincado en auténticas motivaciones.

Todavía no había entendido que para llegar a la gloria del Señor le sería necesario poner sus píes sobre las huellas del Señor y hacer el duro camino de la pasión y de la muerte, de la entrega total de toda su vida.

Esta va a ser precisamente la segunda etapa del Evangelio. De aquí en adelante Pedro y los demás discípulos van a ser preparados para acompañar a Jesús en la experiencia que lo llevará hasta Jerusalén para ahí entregar su vida y cada uno de ellos tendrán que pasar por esa misma experiencia.

Y la conclusión de esta página del Evangelio aparece clara. Ahora que han entendido quién soy, podría decir Jesús, saben que para ser discípulos míos van a tener que renunciar a sus vidas, van a tener que aceptar una vida que no está hecha de comodidades y de confort, van a tener que cargar con la cruz del sufrimiento, de la incomprensión, del rechazo y del desprecio de los demás. Los que quieran salvar sus vidas las perderán, pero los que las pierdan por mí las salvarán.

Es muy probable que escuchando este evangelio también nosotros nos sintamos interpelados por Jesús y escuchamos en nuestro interior las mismas interrogantes. ¿Quién dice la gente de hoy que soy yo? Ciertamente que muchas personas ni siquiera se molestan en hacerse la pregunta. Para muchos de nuestros contemporáneos Jesús es un desconocido o alguien ante quien se asume una actitud de total indiferencia. No hace parte de nuestras prioridades o de nuestros intereses.

Para nosotros, cristianos, también no resulta dar una respuesta contundente, pues muchas veces nuestras actitudes demuestran que nos intereses están puestos en todo menos en la persona de Jesús.

Podemos muchas veces tener el nombre de Jesús en nuestros labios y no podemos negar que sabemos muchas cosas sobre él, pero a la hora de poner nuestra confianza en él no acabamos de dar el último paso. Como Pedro, quisiéramos que Jesús fuera menos exigente y que se adecuara más a nuestras necesidades.

Nos cuesta entender y aceptar esa lógica del Evangelio que va contra corriente de lo que nos propone a diario el mundo en el que estamos sumergidos. Nos resulta inaceptable el lenguaje que habla de sacrificio, de entrega, de resistencia en el sufrimiento y en dolor. No acabamos de comprender por qué es necesario entregar la vida para poder salvarla.

Y, tal vez, la razón es porque no acabamos de entender que el secreto de la vida es el amor y amar no es otra cosa que vivir dándose a los demás.

P. Enrique Sánchez G., mccj

Las guerras son una derrota

Por: + Felipe Cardenal Arizmendi Esquivel
Obispo Emérito de SCLC

Foto: ADN-CELAM

MIRAR

Las guerras actuales más conocidas mediáticamente son la de Rusia contra Ucrania y la de Israel contra el Grupo Palestino Hamás. Hay muchas otras guerras en diversas partes del mundo, que no son tan conocidas, pero que causan enormes sufrimientos, sobre todo en los civiles, en los niños y en tantas víctimas inocentes. Aunque se alegue que pelean por defender sus derechos violentados por la contraparte, siempre es una derrota de la fraternidad y del diálogo, una derrota de la paz y de la justicia. También hay guerras en las familias, en la política partidista y en otras instancias, a veces con armas muy destructoras de la convivencia pacífica.

El 1 de enero de 1994, en Chiapas, se levantaron en armas miles de indígenas para exigir un cambio en las políticas económicas y sociales del sistema imperante en el país. Los obispos de entonces en esa región, Samuel Ruiz, Felipe Aguirre y un servidor, al tercer día del levantamiento emitimos un comunicado en que denunciábamos las causas estructurales de la marginación indígena y pedíamos justicia hacia ellos, pero rechazábamos la vía armada como método de cambio. Mons. Samuel siempre luchó por los derechos indígenas, pero nunca estuvo de acuerdo en el uso de las armas, porque sabía que muchos indígenas serían masacrados por el ejército nacional. Afortunadamente, la sociedad civil del país se movilizó pidiendo justicia para los oprimidos, pero también el cese de la guerra. Esta duró sólo diez días, pero dejó una gran cantidad de heridos y muertos, así como divisiones internas en la sociedad chiapaneca, incluso entre los mismos indígenas.

La política seguida en el actual sexenio de gobierno, que está por concluir, fue abrazos y no balazos, para no seguir la llamada guerra contra el narcotráfico del gobierno anterior, con el argumento de evitar más derramamiento de sangre en el país. Sin embargo, esa estrategia ha dejado como consecuencia la libre actuación de grupos criminales dedicados no tanto al trasiego de drogas, sino a la extorsión. Ellos, con armamento pesado y sofisticado, han ganado en poder y dominan amplias regiones del país, incluido mi pueblito; secuestran, levantan y asesinan a quienes no se someten a sus arbitrariedades. Nos sentimos desprotegidos por el gobierno e indefensos para defender el trabajo honrado de tantas personas a quienes aquellos exigen grandes cantidades de dinero para dejarlos vivir y trabajar. No abogamos por guerras sangrientas, sino por una nueva inteligencia que desarme a esos tipos y evite tanta injusticia que sufren los pobres. Y que no se presuma en informes finales de que todo está bien y de que hemos progresado mucho. ¿Con qué ojos ven la realidad?

DISCERNIR

El Dicasterio para la Doctrina de la Fe, en su Declaración Dignitas infinita, considera las guerras como algo contrario a la dignidad humana:

“Otra tragedia que niega la dignidad humana es la que provoca la guerra, hoy como en todos los tiempos: guerras, atentados, persecuciones por motivos raciales o religiosos, y tantas afrentas contra la dignidad humana van multiplicándose dolorosamente en muchas regiones del mundo, hasta asumir las formas de la que podría llamar una ‘tercera guerra mundial en etapas’. Con su estela de destrucción y dolor, la guerra atenta contra la dignidad humana a corto y largo plazo: incluso reafirmando el derecho inalienable a la legítima defensa, así como la responsabilidad de proteger aquellos cuya existencia está amenazada, debemos admitir que la guerra siempre es una ‘derrota de la humanidad’. Ninguna guerra vale las lágrimas de una madre que ha visto a su hijo mutilado o muerto; ninguna guerra vale la pérdida de la vida, aunque sea de una sola persona humana, ser sagrado, creado a imagen y semejanza del Creador; ninguna guerra vale el envenenamiento de nuestra Casa Común; y ninguna guerra vale la desesperación de los que están obligados a dejar su patria y son privados, de un momento a otro, de su casa y de todos los vínculos familiares, de amistad, sociales y culturales que se han construido, a veces a través de generaciones. Todas las guerras, por el mero hecho de contradecir la dignidad humana, son conflictos que no resolverán los problemas, sino que los aumentarán. Esto es aún más grave en nuestra época, en la que se ha convertido en normal que, fuera del campo de batalla, mueran tantos civiles inocentes” (38).

“En consecuencia, aún hoy la Iglesia no puede dejar de hacer suyas las palabras de los Pontífices, repitiendo con san Pablo VI: «¡Nunca jamás guerra! ¡Nunca jamás guerra!», y pidiendo, junto a san Juan Pablo II, «a todos en nombre de Dios y en nombre del hombre: ¡no matéis! ¡No preparéis a los hombres destrucciones y exterminio! ¡Pensad en vuestros hermanos que sufren hambre y miseria! ¡Respetad la dignidad y la libertad de cada uno!». Precisamente en nuestro tiempo, éste es el grito de la Iglesia y de toda la humanidad. Por último, el Papa Francisco subraya que «no podemos pensar en la guerra como solución, debido a que los riesgos probablemente siempre serán superiores a la hipotética utilidad que se le atribuya. Ante esta realidad, hoy es muy difícil sostener los criterios racionales madurados en otros siglos para hablar de una posible ‘guerra justa’. ¡Nunca más la guerra!». Como la humanidad vuelve a caer a menudo en los mismos errores del pasado, para construir la paz es necesario salir de la lógica de la legitimidad de la guerra. La íntima relación que existe entre fe y dignidad humana hace contradictorio que se fundamente la guerra sobre convicciones religiosas: quien invoca el nombre de Dios para justificar el terrorismo, la violencia y la guerra, no sigue el camino de Dios: la guerra en nombre de la religión es una guerra contra la religión misma” (39).

ACTUAR

Oremos por la paz en el mundo y por el bienestar de nuestra patria: que ya no haya guerras en las familias, en las comunidades, en la política partidista, y que se conviertan los grupos criminales hacia el respeto a los derechos de los demás, para que gocemos de paz y tranquilidad. Empecemos por nuestra familia.

Domingo XXIII ordinario. Año B

Jesús sana nuestra comunicación

23ª Domingo del Tiempo Ordinario (B)
Marcos 7,31-37: “¡Hace oír a los sordos y hablar a los mudos!”
JESÚS SANA NUESTRA COMUNICACIÓN

El episodio de la curación del sordomudo narrado en el evangelio de hoy se encuentra solo en San Marcos. Está situado fuera de los límites de Palestina, en la Decápolis, en territorio pagano. La anotación geográfica es un poco extraña porque Jesús, para descender hacia el lago de Genesaret, primero se desplaza hacia el norte (de Tiro a Sidón, en el actual Líbano) y luego desciende por la vertiente oriental del Jordán, en territorio de la Decápolis (en la actual Jordania). Jesús es un “traspasador de fronteras” y a menudo no sigue el camino recto, porque quiere alcanzar a todos en nuestros caminos tortuosos y llevar el evangelio a los vastos territorios paganos de nuestra vida.

El texto dice que el sordomudo fue “llevado” a Jesús por otras personas que “le rogaron que le impusiera las manos”. Encontramos otros casos en los evangelios en los que la iniciativa para pedir la curación de alguien es tomada por otros. Esto ocurre especialmente cuando el enfermo está imposibilitado de acudir a Jesús (véase el paralítico de Cafarnaúm: Marcos 2,1-12; y el ciego de Betsaida: Marcos 8,22-26). Pero todos necesitamos ser “llevados” por los hermanos y la comunidad. Jesús entonces “lo toma aparte, lejos de la multitud”, no solo para evitar la publicidad, sino para favorecer un encuentro personal con este hombre.

La modalidad de curación es bastante inusual: Jesús “le puso los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua; luego, mirando al cielo, suspiró y le dijo: ‘Effatá’, es decir: ‘¡Ábrete!'”. Por lo general, basta un gesto o una palabra de Jesús para operar la curación. Aquí el evangelista quizá quiera subrayar nuestra resistencia, por un lado, y el involucramiento de Jesús en nuestra situación, por otro. Este relato nos recuerda la curación del ciego de Betsaida, en territorio de Galilea, que ocurrirá más tarde (Marcos 8,22-26). Paganos o creyentes, todos necesitamos ser sanados en nuestros sentidos espirituales para tener una relación nueva con Dios y con los hermanos. Así se cumple lo que Isaías había profetizado en la primera lectura: “Entonces se abrirán los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los sordos. Entonces el cojo saltará como un ciervo, gritará de alegría la lengua del mudo”.

Puntos de reflexión

1. Todo comienza con la escucha.

En la Sagrada Escritura, el sentido privilegiado en la relación con Dios es el oído. Encontramos 1.159 veces el verbo escuchar en el Primer Testamento, a menudo teniendo a Dios como sujeto (biblista F. Armellini). Por eso el primer mandamiento es Shemá Israel, Escucha Israel (Dt 6,4). Ser sordo era una patología grave, un castigo (véase Juan 9,2), porque imposibilitaba la escucha de la Torá. Por eso los profetas anunciaban para los tiempos mesiánicos: “Oirán en aquel día los sordos las palabras del libro” (Isaías 29,18). En realidad, el camino del creyente es una apertura progresiva y una sensibilidad hacia la escucha: “Cada mañana hace atento mi oído para que escuche como los discípulos. El Señor Dios me ha abierto el oído y yo no he opuesto resistencia” (Isaías 50,4-5).

Vivimos en una sociedad acústicamente contaminada, con el riesgo de una “otosclerosis”, el endurecimiento de nuestro oído, por habituación o por defensa. Esta “sordera física” puede repercutirse en la esfera espiritual. La voz de Dios se convierte en una entre tantas y, incluso, superada por otras voces amplificadas por los medios. El creyente tiene una extrema necesidad de ser continuamente sanado de la sordera del corazón.

2. De la escucha nace la palabra.

De la escucha nace la palabra verdadera, la comunicación auténtica. La sanación de la lengua es consecuente a la del oído: “Se le abrieron los oídos, se desató el nudo de su lengua y hablaba correctamente”.

En un mundo hiperconectado crece la Babel de la incomunicabilidad, que se manifiesta en el lenguaje falso y manipulador, en el acoso y la opresión. La palabra se banaliza, se mortifica y se vuelve insignificante, generando un bloqueo comunicativo, la soledad y el mutismo. Esta situación se refleja tanto en el ámbito familiar y en las relaciones interpersonales como en la sociedad y en la Iglesia.

Debería preocuparnos especialmente la afonía de la Iglesia y del cristiano. Un cristiano afónico difícilmente puede comunicar la buena nueva del evangelio. La afonía de la Iglesia corroe la dimensión profética de la fe, con el riesgo de hacerla cómplice de la injusticia que se propaga en el mundo.

¿Qué hacer para “hablar correctamente” como el hombre del evangelio? ¿Cómo recuperar la voz profética de “quien clama en el desierto”, para hacer resonar la Palabra en los numerosos desiertos del mundo de hoy?

Tal vez nos falte esa media hora de silencio de la que habla el Apocalipsis: “Cuando el Cordero abrió el séptimo sello, hubo silencio en el cielo como por media hora.” (8,1). Tal vez en la Iglesia estamos demasiado acostumbrados a subir a la cátedra y menos a callar y hacer silencio. Sin silencio: no hay discernimiento para captar la “gravedad” del momento que vivimos; no hay sensibilidad para abrirse al asombro de la intervención divina; no hay palabra iluminada para leer el presente. Como el profeta Elías, necesitamos frecuentar el Horeb de nuestra fe, la cruz de Cristo, para captar la nueva modalidad de la presencia de Dios en la “voz del silencio” (1 Reyes 19,12).

Tal vez nos falta la higiene matutina del alma. Todos los días lavamos cuidadosamente los oídos y la boca, pero a menudo descuidamos el lavado de los oídos y de la boca del corazón. Habría que recordar, cada mañana, el evento de nuestro bautismo y, sumergiendo en esas aguas nuestras manos, repetir interiormente, en oración, el Effatá bautismal: “¡El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, me conceda escuchar hoy su palabra y profesar mi fe, para alabanza y gloria de Dios Padre!”

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


¡Effatá! ¡Ábrete!

“Jesús dejó el territorio de Tiro, pasó por Sidón y se dirigió de nuevo al lago de Galilea atravesando la Decápolis. Le llevaron a un hombre sordo y tartamudo y le suplicaban que impusiera sobre él la mano. Jesús lo apartó de la multitud y, a solas con él, le metió los dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua. Luego, mirando al cielo, suspiró y dijo: “¡Effatá!”, que quiere decir: “¡Ábrete!”. Al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de su lengua y comenzó a hablar sin ninguna dificultad. Jesús les ordenó que no lo dijeran a nadie, pero cuanto más él insistía, más lo divulgaban ellos. Y llenos de asombre comentaban: “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos”. (Marcos 7, 31-37)

La historia del evangelio de hoy seguramente traía muchos recuerdos a quienes veían actuar a Jesús con tanto poder y autoridad. El profeta Isaías había anunciado que el Dios de Israel “despegaría los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos se abrirán. Entonces el lisiado saltará como un ciervo y la lengua del mudo cantará”. (Isaías 35, 4-6) Esos serían los signos que manifestarían la presencia de Dios en medio de su pueblo.

Jesús pasa incansablemente en medio de toda la gente de su pueblo y en todas partes va haciendo obras extraordinarias que manifiestan la llegada del Reino de Dios, la llegada de los tiempos nuevos en los cuales él aparece como el Mesías, el Salvador en quien se cumplen todas las promesas de los profetas.

El Señor acercándose a ese hombre sordo y tartamudo, lo invita a entrar en su corazón, lo lleva a parte y se ocupa de él. Como se ocupará siempre de todas las personas que tienen necesidad, de todos aquellos que no logran escuchar y entender su palabra.

Hay, en este pequeño texto, algunas palabras que son muy importantes para entender el mensaje que se nos quiere compartir. Oír, hablar, tocar, abrir, anunciar, reconocer.

El hombre que le llevan a Jesús está sordo, no oye y, por lo tanto, seguramente tampoco entiende en profundidad lo que le dicen. La sordera es algo que lo encierra en su mundo y lo aísla de los demás, negándole una posibilidad de vida plena. Se le niega hacer la experiencia de las relaciones necesarias para vivir como persona.

 No oye y eso crea en él una dependencia, una incapacidad que obliga a los demás a intervenir para poder ponerlo en contacto con Jesús. Este es un detalle importante que nos recuerda que siempre tendremos necesidad de mediaciones para acercarnos al Señor y que no vamos solos en el camino de la fe.

Era sordo y tartamudo y con ello aparece también su incapacidad de comunicarse tranquila y confiadamente. No puede compartir la riqueza que lleva dentro.

Tal vez no le faltaban las palabras, pero no lograba transmitir adecuadamente la riqueza de su vida. Todos llevamos dones magníficos en nosotros mismo cuyos destinatarios son los demás, pero muchas veces somos torpes en nuestra manera de compartirlos, tartamudeamos.

Pero aquel hombre tuvo la fortuna de que Jesús apareciera en su camino y se acercara para sacarlo de su sufrimiento. Jesús lo toca y su mano se convierte en instrumento que reintegra a la vida. Lo toca con su mano y con el gesto de la saliva le hace el don de su propia vida.

Y el milagro se lleva a cabo cuando, con autoridad Jesús le dice “ábrete”. Jesús lo libera de su incapacidad, lo sana abriéndolo a una experiencia nueva que le permite reconocerlo y aceptarlo en su vida como salvador. Empezó a hablar sin dificultad, volvió a ser la persona que tenía que ser siempre y se convierte en testigo del Señor.

En nuestras vidas se repite la misma historia y muchas veces nos damos cuenta de que no oímos lo que el Señor nos está diciendo. No entendemos por qué nos toca pasar por algunas experiencias que nos roban el aliento y la vida.

Estamos sordos a la voz del Señor que nos habla a través de su palabra, pero también a través de tantos acontecimientos sencillos que la vida va poniendo ante nosotros.

Atrapados en las preocupaciones de todos los días, no sabemos decir a los demás lo bello que Dios va haciendo en nosotros. Nuestras palabras parecen inadecuadas y nos cuesta compartir lo bueno que llevamos en nuestro interior. Dejamos que el silencio nos gane y nos aislamos de los demás, dejamos que el egoísmo nos gane y vivimos preocupados de nosotros mismos.

En lugar de cantar alegremente las maravillas del Señor, nos contentamos con tartamudear aquello que nos aflige y nos roba las ganas de vivir.

Pero el evangelio nos trae la buena noticia. Jesús está en camino hacia nosotros y no le importa dar una gran vuelta hasta encontrarnos. Como lo hizo yendo de Tiro hasta Galilea.

Jesús llega para poner su mano sobre nosotros, de manera que podamos sentir la bendición, el alivio y la curación que se nos otorga a través de él.

Aquí lo importante es estar dispuestos a dejarse tocar por él, dejar que su presencia cubra todo nuestro ser, que sus manos toquen nuestras sorderas y su saliva se convierta en medicina que nos sane de todas nuestras mediocridades.

¡Ábrete! Es invitación y orden. Abrirnos a su presencia y a su palabra es la oportunidad que se nos brinda a diario para salir de lo que nos tiene atrapados en vidas vividas a mitad.

Abrirse significa, creer, confiar, esperar. Es capacidad de apostarle a lo positivo, a lo que entusiasma y a lo que genera alegría en nuestra vida. Abrirse, quiere decir capacidad de reconocer la presencia bondadosa de Dios a cada instante y en cada situación que nos toca afrontar. Es poder decir: aquí está Dios y está haciendo lo mejor por mí.

¿Cuántas veces tendremos que oír con fuerza esa invitación de la parte del Señor? ¿A cuántas cosas tendremos que abrirnos para caer en la cuenta de que él nos lleva por caminos seguros y que podemos confiar en su palabra como garantía de felicidad?

Aquí está Jesús y todo lo está haciendo bien para que nada me falte y para que con sencillez pueda convertirme en testigo de su presencia en mí.

Aquí está Jesús y siento su mano que toca mi corazón y me convierte en testigo de su amor.

Aquí está Jesús hoy, en medio de nosotros, y reconociendo su presencia seguramente iremos como misioneros a llevarlo al corazón de tantas personas que lo necesitan, porque son los sordos y los tartamudos de nuestro tiempo.

Como aquella gente que encontró a Jesús, también nosotros estamos invitados a ir y compartir la experiencia que hemos hecho de él, pues reconocemos con asombro y gratitud todo lo que está haciendo en nosotros.

Que su mano toque nuestros oídos para entenderlo y nuestras bocas para anunciarlo.

P. Enrique Sánchez G. mccj


Otros comentarios

Domingo XXII ordinario. Año B

Este pueblo me honra con los labios

Año B – Tiempo Ordinario – 22º domingo
Marcos 7,1-23: Del corazón salen los propósitos de mal

“Los fariseos y algunos maestros de la Ley llegados de Jerusalén se reunieron con Jesús y observaron que algunos de sus discípulos comían los alimentos con las manos impuras, es decir, sin lavárselas. Es que los fariseos, y los judíos en general, no comen sin antes lavarse cuidadosamente las manos, aferrándose a la tradición de los antepasados, ni comen lo que traen del mercado sin antes purificarlo. Y también se aferran por tradición a otras muchas costumbres como la purificación de vasos, jarros y ollas.

Por esto los fariseos y maestros de la Ley preguntaron a Jesús: “¿Por qué tus discípulos no siguen la tradición de los antepasados y comen los alimentos sin purificarse las manos?” Jesús les respondió: “Bien profetizó Isaías de ustedes, hipócritas, tal como afirman las Escrituras: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me dan culto, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos. Dejan de lado el mandamiento de Dios por aferrarse a la tradición de los hombres”.

Escúchenme todos y entiendan. No hay nada afuera del hombre que, al entrar en él, pueda hacerlo impuro; lo que lo hace impuro es lo que sale de él… Porque del interior, del corazón de los hombres, salen las malas intenciones, lujuria, robos, asesinatos, adulterios, codicias, maldades, engaño, desenfreno, envidia, blasfemia, arrogancia, insensatez. Todas esas maldades salen del interior del hombre y lo hacen impuro”. (Marcos 7, 1-8, 14-15, 21-23)

Los escribas y fariseos de Jerusalén eran seguramente considerados los más importantes y los que ocupaban los principales lugares en la comunidad religiosa judía. En contra de ellos Jesús había puesto en evidencia las contradicciones en que vivían y el mal ejemplo que daban. En lugar de ser pastores buenos que guiaran a la comunidad al encuentro con Dios a través de la observancia de la Ley, ellos habían creado toda una serie de normas y de costumbres imposibles de cumplir para poder vivir una verdadera relación con Dios.

El gran reproche de Jesús contra estos grupos encargados del Templo de Jerusalén era la vida doble que habían adoptado dando un mal ejemplo y en muchos casos siendo motivo de escándalo para quienes querían vivir auténticamente su fe.

El malestar que producía el comportamiento de los escribas y fariseos procedía de la incoherencia en que vivían y presentaban su experiencia religiosa. Dicen honrar a Dios con la boca, pero tienen el corazón lejos de él.

Por esta razón, Jesús les echa en cara su hipocresía pues eran muy hábiles, muy listos, para pronunciar bellos discursos y hablar en nombre de Dios, pero luego su estilo de vida no era para nada coherente con lo que predicaban. Siendo los calificados conocedores de la Ley habían acabado sustituyéndola con sus tradiciones. No les importaba cumplir la voluntad de Dios y buscaban sus intereses personales.

En ese contexto, los escribas y fariseos venidos desde Jerusalén pretendían poner a prueba a Jesús y a sus discípulos reprochándoles el no observar las normas de purificación para poder acercarse a las cosas de Dios. Para ellos lo exterior y lo superficial se había convertido en lo principal y prioritario.

El problema era poder marcar los límites entre lo puro y lo impuro, lo permitido y lo prohibido, lo aceptable y lo inaceptable en lo que se refería a la práctica religiosa.

Les importaba establecer claramente sus normas y costumbres y ya no tanto lo que estaba escrito en la Ley que Dios les había dado a través de Moisés.

El culto y sus celebraciones se habían convertido en algo puramente ritual, vacío de contenido en donde lo importante era lo aparente y no lo profundo, lo esencial. Lo importante eran los sacrificios y las ofrendas puestas sobre el altar, sin que eso tuviera un efecto inmediato en sus vidas.

Jesús explica con claridad que lo importante en la relación con Dios no está tanto en lo que se pueda o no hacer o lo que se pueda ofrecer. Lo importante es lo que brota del corazón, lo que lleva a la entrega personal, a la donación de sí mismos.

De nada sirve llegar hasta el altar con bellas ofrendas si el corazón está cargado de experiencias y realidades que manifiestan lejanía del camino propuesto por el Señor.

De nada sirve vivir apostándole a la apariencia, el cumplir con todas las normas, tradiciones y costumbres si el corazón se mantiene alejado del amor verdadero que implica entrega y sacrificio de nosotros mismos.

Jesús recuerda, y nos recuerda también a nosotros, que no hay nada en este mundo que pueda llevarnos a vivir alejados de él. No es lo que nos llega de fuera lo que nos puede bloquear el camino hacia la santidad.

Es lo que sale de nuestro corazón, lo que, por nuestra falta de fe, de entrega, de confianza y de abandono en el Señor dejamos que se convierta en guía para nuestros pasos y acabamos apostándole a lo que nos esclaviza y nos impide vivir en plenitud.

Muchas veces, con cierta facilidad, consideramos que Dios es el autor de los males y del sufrimiento que vemos tan cerca de nosotros y nos preguntamos ¿en dónde está Dios y por qué permite tanto dolor y sufrimiento?

Descargamos fácilmente la responsabilidad que nos corresponde en el mal que provocamos cuando dejamos que de nuestro corazón desordenadamente intenta crear un mundo en donde Dios no está presente o en donde lo queremos ausente y nos negamos la posibilidad de vivir una sana relación con él y con los demás.

Este pequeño texto del Evangelio nos lleva sabiamente a entender mejor que lo importante en nuestras vidas no está en ser impecables observantes de las leyes que nos rigen en la comunidad, sino lo importante está en cultivar dentro de nosotros un corazón en donde brote la bondad, la caridad, la fe y todos los valores que Jesús nos ha enseñado con el ejemplo de su vida.

Se trata de una palabra que nos invita a la coherencia y a la honestidad con nosotros mismos, aceptando vivir haciendo el esfuerzo para que nuestras palabras y nuestras obras correspondan y nos permitan vivir en la verdad.

Es una palabra que nos cuestiona y nos ayuda a entender que no es suficiente vivir nuestra práctica religiosa como algo que cumplimos, por costumbre, porque así hemos hecho toda la vida.

Es una invitación que nos provoca para que no nos quedemos atrapados en nuestras viejas tradiciones y que nos demos cuenta de que la fe es ante todo un compromiso que nos mueve a dar razón de nuestras creencias a través de los ejemplos de vida que podemos dar.

No se trata de rechazar nuestras sanas tradiciones, sino de ubicarnos en ellas recuperando los muchos valores que nos han heredado tantos hermanos nuestros que han vivido como auténticos cristianos llevando una vida fiel al evangelio vivido en los detalles más ordinarios del caminar cotidiano. Pidamos al Señor la gracia de honrarlo más con el corazón y menos con los labios.

P. Enrique Sánchez G., mccj


La ecología del corazón

Después de cinco domingos en los que hemos leído el capítulo sexto del evangelio de San Juan, hoy retomamos el recorrido de San Marcos, desde el capítulo séptimo en adelante. El pasaje del evangelio ha sido un poco fragmentado para hacerlo más breve. Sería conveniente tener en cuenta el texto completo (7,1-23).

Podríamos decir que el tema central que emerge de las lecturas es la Palabra de Dios. Esta Palabra nos ha generado, ha sido plantada en nosotros y, acogida con docilidad, está destinada a dar fruto, dice Santiago en la segunda lectura (St 1). Pero, ¿qué relación hay entre la Palabra y las “leyes y normas” de las que habla Moisés en la primera lectura (Dt 4), y las tradiciones de las que los fariseos y escribas se hacen defensores? Jesús responde a esta cuestión en el pasaje del evangelio de hoy.

Una delegación de fariseos y escribas había sido enviada desde Jerusalén para controlar la ortodoxia de este Jesús Nazareno, que se había hecho famoso y que muchos consideraban un profeta (Mc 6,14-15). Estos ven que algunos de sus discípulos comen con “manos impuras”, es decir, no lavadas, se escandalizan e interrogan a Jesús al respecto. Jesús los reprende llamándolos hipócritas, citando al profeta Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”. Cuidan lo exterior, pero descuidan lo interior. Sí, tienen las manos puras, pero el corazón impuro. Jesús concluye su denuncia profética afirmando: “Anulan la palabra de Dios con su tradición” (v. 13).

Puntos de reflexión:

1. La conversión de la mirada. La cuestión de la pureza ritual era muy sentida en el tiempo de Jesús. Grupos “puritanos” habían adoptado ciertas normas que solo concernían a los sacerdotes. En sí, la intención era hacer presente a Dios en cada mínima acción cotidiana. Pero, en la raíz de esta mentalidad, había una visión distorsionada de la realidad, dividida entre personas y cosas puras e impuras, entre sagrado y profano, dos mundos incomunicables.
Jesús vino a derribar este muro de separación. Él restaura la mirada de Dios sobre la creación: “Y Dios vio que era bueno” (Gn 1). Esta mentalidad de dividir el mundo en dos no ha desaparecido. Es más, se podría decir que está muy vigente. Se manifiesta en nuestro lenguaje (“nosotros” y “ellos”), en la división entre buenos y malos, en la desconfianza hacia lo diferente, en las barreras que erigimos en nuestras relaciones, en las fronteras entre los pueblos… El Señor nos invita a la conversión de nuestra mirada para reconocer lo bello y lo bueno sembrado en todas partes por su Espíritu.

2. La Palabra viva se encarna en la palabra transitoria. ¿Qué relación hay entre la Palabra de Dios y las “leyes y normas” de las que habla Moisés en la primera lectura, a las que no se debe “añadir ni quitar nada”? Se trata de una cuestión siempre actual: la relación entre Palabra y tradición, entre lo que es esencial y lo que es secundario, entre lo que es perenne y lo que es transitorio. “La Palabra del Señor permanece para siempre” (1P 1,25). La Palabra divina es inmutable, pero también es una realidad viva (Hb 4,12) que se encarna en una palabra humana pasajera. La escritura es un modo de captar la palabra humana, efímera, y darle cierta estabilidad, poniéndola por escrito, para no perderla. Se trata de una operación que en informática se dice “guardar” (to save).
Pero la cultura, la mentalidad, la sensibilidad y el lenguaje cambian, según los tiempos, los espacios y las culturas. Para hacerla accesible, legible y comprensible, es decir, actual, hay que “convertirla” (to convert) en una forma y lenguaje actualizados. ¿Cómo hacerlo y con qué criterios? “La caridad es el único criterio según el cual todo debe hacerse o no hacerse, cambiarse o no cambiarse”, dice el beato Isaac de la Estrella (abad cisterciense del siglo XII).

3. La ecología del corazón. Jesús nos invita a cuidar el corazón, es decir, nuestra interioridad, de donde provienen todas las impurezas. Jesús enumera doce, un número simbólico para indicar la totalidad. Si el corazón está contaminado, deseos, pensamientos, palabras y acciones resultarán contaminados. Hoy somos particularmente sensibles a la contaminación del ambiente y a la polución del planeta. Se necesitaría una atención similar a nuestro “planeta” interior.
La ecología del corazón, es decir, el cuidar de nuestro mundo interior, implica, antes que nada, cultivar la conciencia para reconocer las ideas y emociones tóxicas que pueden contaminar nuestro corazón, como el orgullo, la ira, la envidia, los celos… Sin la debida atención, nuestro corazón puede convertirse en un “vertedero de impurezas”, nuestras y ajenas. El recurso regular al sacramento de la penitencia nos ayuda a liberarnos de estas impurezas. Pero no basta con despejar el corazón. Hay que convertirlo en un jardín. El Jardinero es el Espíritu que, especialmente en la escucha de la Palabra y en la oración, siembra y hace germinar en nosotros las semillas de todo bien. Solo así podemos tener las “manos inocentes y corazón puro” de los que habla el salmista (Sal 24,4).

P. Manuel João Pereira Correia, mccj

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Domingo XXI ordinario. Año B

¿También ustedes quieren irse?

Año B – Tiempo Ordinario – 21º domingo
Juan 6,60-69: “¿También ustedes quieren irse?”

“Muchos discípulos de Jesús que lo habían oído decían: “¡Es dura esta enseñanza! ¿Quién puede aceptarla?”. Dándose cuenta de que sus discípulos murmuraban, Jesús les preguntó: “¿Esto los escandaliza? Entonces, ¿qué sucederá cuando vean al Hijo del Hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es el que da vida la carne de nada ayuda. Las palabras que les he dicho son espíritu y vida. Pero hay algunos entre ustedes que se niegan a creer”. Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar. Y añadió: ”Por esto les he dicho que nadie puede venir a mí si no se lo concede el Padre”.

Desde ese momento, muchos de sus discípulos lo abandonaron y no andaban más con él. Entonces Jesús preguntó a los Doce: “¿También ustedes quieren irse?”. Simón Pedro le contestó: “Señor, ¿a quién iremos? ¡Tú tienes palabras de vida eterna! Nosotros hemos creído y reconocido que tú eres el Santo de Dios”.

Parece que la historia de nuestra relación con Dios se repite siempre. En el Antiguo Testamento Josue interpeló al pueblo de Israel llamándolo a dar una respuesta a la pregunta si querían estar con el Señor o preferían irse a adorar a los ídolos que iban encontrando en su camino a la tierra prometida.

En aquella ocasión la respuesta fue el reconocimiento de Dios como el Señor de Israel, quien los había sacado de la esclavitud y les había permitido tomar posesión de la tierra que hacía de ellos un pueblo, el pueblo de Dios.

En el texto del Evangelio, muchos discípulos se fueron alejando de Jesús, porque les parecía que su propuesta era demasiado exigente. Era una dura enseñanza que seguramente implicaba un estilo de vida distinto a lo que estaban acostumbrados.

Quienes empezaban a conocer a Jesús de cerca se iban dando cuenta de que su enseñanza no era una simple adaptación de la ley o la atenuación o relajamiento de algunas de las costumbres y tradiciones que se habían consolidado en la experiencia religiosa de su tiempo.

El anuncio de la llegada del Reino, como la novedad traída por Jesús, implicaba un cambio radical de vida en donde lo más importante no era agradar y complacer a Dios, sino vivir de Dios poniéndolo en el centro de la vida.

La enseñanza de Jesús se iba haciendo clara, sobre todo, a través del ejemplo de su vida, de la coherencia entre lo que decía y lo que vivía, del amor por su Padre que se traducía en amor por los hermanos.

Jesús hablaba con su vida y actuaba en fidelidad y consecuencia a cada una de sus palabras.

Jesús era una persona sin doblez en la cual se manifestaba, sin necesidad de muchas explicaciones, la presencia de Dios en él. Y su testimonio se convertía en invitación a seguir sus pasos para compartir con él la vida.

Hoy, esa historia se convierte en nuestra historia y Jesús nos hace la misma pregunta que hizo a sus discípulos. ¿También ustedes quieren irse? ¿También a ustedes les parece demasiado dura esta enseñanza?

Para muchos de nuestros contemporáneos parece que la respuesta es afirmativa.

Vemos a muchas personas que iniciaron su vida como discípulos de Jesús, pero poco a poco se han ido enfriando y han ido dejando que su corazón se apoderara o se llenara de otros intereses.

Jesús empezó a ser incómodo porque nos pide tiempo para estar con él, porque nos invita a organizar nuestra vida poniendo como cimientos los valores del evangelio, porque nos pone el ejemplo con su entrega y dedicación a los más necesitados, porque no se echa para atrás ante el sacrificio y la donación de sí mismo, de su vida, para que otros tengan vida.

Hay muchas personas que se alejan de la Iglesia y de Jesús porque les parece que se les exige vivir una moral y una coherencia de vida que desentona con lo que propone nuestra sociedad actual. Es demasiado y ¿por qué habría que renunciar a la comodidad y al confort que hemos logrado?

Por otra parte, es triste ver cuántos jóvenes hoy, después de haber cumplido con los sacramentos de la iniciación, se quedan a la entrada de su experiencia de fe porque en las universidades les cambiaron el chip y les hicieron creer que la fe es algo que ha quedado en el pasado.

Hay muchos cristianos, y entre ellos seguramente también algunos de nosotros, que en el momento de dar prueba de nuestra confianza en el Señor nos hemos acobardado y preferimos ser discípulos desde la retaguardia, en donde no estemos muy expuestos y en donde no se nos pidan muchos sacrificios.

Preferimos ser los discípulos que aparecen sólo en las grandes ocasiones o que marcar presencia en bodas, quince años o en algunos funerales.

Hay discípulos que están, sin estar verdaderamente, que se han acercado al Señor, pero que no se han atrevido a quedarse porque resulta más confortable acomodarse a un mundo en donde cada uno va creando y respondiendo a sus necesidades.

Son los discípulos que se van sin hacer mucho ruido, porque en realidad nunca han entrado.

¿También ustedes quieren irse? Esta es la pregunta de Jesús a cada uno de nosotros, pero, tal vez, lo que necesitamos interrogarnos es ¿por qué queremos quedarnos?

¿Qué es lo que encontramos en Jesús que nos impide abandonarlo? ¿Qué nos ofrece que no podamos encontrar en otra parte?

Pedro se nos adelantó dando una respuesta que no está cargada de explicaciones ni de grandes motivaciones. Simplemente dejó que su corazón hablara para mostrar que en Jesús había encontrado lo que más profundamente anhelaba.

Deseaba vivir plenamente, deseaba descubrirse como hijo de Dios; soñaba encontrar una palabra que respondiera a la necesidad de otra Palabra, de aquella Palabra que se había hecho carne para ser presencia de Dios entre nosotros.

¿A quién más se podría ir, cuando a través de muchos signos y prodigios, pero sobre todo, a través de una presencia cercana, de una vida compartida, Jesús se  había manifestado como el Mesías, el único capaz de terminar con los miedos y desconfianzas?

Jesús era y sigue siendo la Palabra que nos comunica la vida eterna, que nos hace salir de nuestros mundos estrechos y nos abre al amor verdadero y solidario con todos nuestros hermanos.

¿A quién iremos Señor? Es la pregunta que no deberíamos eludir. ¿A quién iremos si queremos respuestas que nos abran espacios de vida? ¿A quién iremos si buscamos vivir como discípulos tuyos?

¿A quién iremos si sólo tú tienes palabras de vida eterna?

Enrique Sánchez G. Mccj 082524


21º Domingo del Tiempo Ordinario (B)
Juan 6,60-69: “Señor, ¿a quién iremos?”
¡EL DÍA DEL GRAN ESCÁNDALO!

Hemos llegado al final del capítulo 6 del evangelio de Juan, que hemos escuchado durante cinco domingos, interrumpiendo la lectura del evangelio de Marcos, prevista por el calendario litúrgico de este año. El pasaje de hoy nos presenta la reacción de los discípulos de Jesús al discurso que él acababa de concluir en la sinagoga de Cafarnaúm, al día siguiente del milagro de la multiplicación de los cinco panes y dos peces. Ya no se habla de la multitud o de los judíos, sino del grupo de discípulos que toman posición frente a la afirmación de Jesús de ser el Pan/Palabra y el Pan/comida y bebida descendido del cielo.

El pasaje se divide en dos partes. En la primera, encontramos al grupo de sus seguidores que murmura: “¡Este lenguaje es duro! ¿Quién puede escucharlo?”. Estos discípulos se escandalizan y deciden marcharse. En la segunda parte del texto, Jesús interpela al grupo de los Doce, preguntándoles: “¿También vosotros queréis iros?”. San Pedro se convierte en el portavoz del grupo y responde: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios”.

Este es un momento dramático de crisis en el ministerio de Jesús, que corresponde al de su fracaso en Nazaret, reportado por los tres evangelios sinópticos. Allí Jesús había reaccionado con asombro, aquí con amargura. ¡No creamos que Jesús fuera indiferente o insensible a las reacciones de sus oyentes! Él también experimentó todos nuestros sentimientos. En este caso, podemos pensar que sintió tristeza, frustración y amargura por la cerrazón de corazón de los oyentes.

¿Qué decir de los Doce? Es la primera vez que aparece el grupo en el evangelio de Juan. Quizás ni siquiera ellos entendieron mucho y una mezcla de pensamientos y sentimientos llenó de confusión sus mentes y sus corazones. Pedro habla aquí por primera vez y con su profesión de fe ayuda al grupo a recuperar la cohesión. Pero nada será como antes. Además de la incredulidad y el abandono de muchos, ahora flota sobre el grupo la negra nube del anuncio de una traición.

Puntos de reflexión

1. “¡Elegid hoy a quién servir!” Hay momentos en que estamos obligados a tomar una decisión y a jugar nuestra vida. “¡Elegid hoy a quién servir!”, dice Josué a las doce tribus reunidas en Siquem (Josué 24, primera lectura). “¿También vosotros queréis iros?”, pregunta Jesús a los Doce. Nosotros, lamentablemente, a veces tendemos a posponer nuestras decisiones y a avanzar con un pie en dos zapatos, tratando de mantener abiertas todas las posibilidades. ¡Pero quien quiera salvar su vida, la perderá!

2. “¡Aunque todos te abandonen, yo nunca te abandonaré!” Llama la atención el hecho de que Jesús esté dispuesto a dejar ir incluso al grupo de los Doce y a retomar la misión solo. Solo, pero sólido. En el momento supremo dirá: “Me dejaréis solo; pero no estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Juan 16,32).
En este momento histórico en que la fe cristiana ya no goza del consenso social, cuando se cumple, una vez más, la palabra del evangelio: “Muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él”, necesitamos cristianos sinceros y generosos como Pedro. Dios quiera que, a pesar de la aguda conciencia de nuestra fragilidad, podamos decir como él, en un arranque de confianza simple como la de un niño: “¡Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré!” (Mateo 26,33).

P. Manuel João Pereira Correia, mccj

Para la reflexión completa: comboni2000.org

15 de Agosto: Asunción de María

Bendita eres tú entre las mujeres.

“En esos días, María partió y se fue rapidamente a la región montañosa, a una ciudad de Judá, entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Cuando Isabel oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, Isabel quedó llena del Espíritu Santo y, exclamando con voz fuerte, dijo: “¡Bendita eres tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Cómo es que viene a mí la madre de mi Señor?” (Lucas 1, 39-56)

Celebramos hoy la Asunción de María a los cielos y festejamos llenos de alegría esta gran solemnidad, pues nos unimos a toda la Iglesia que reconoce a María como madre única y extraordinaria en quien hemos recibido el don más bello que se nos haya concedido.

María es la madre del Señor y es madre nuestra, pues, a los pies de la cruz, Jesús mismo nos la ha entregado como herencia, como lo más valioso que podía dejarnos para que pudiésemos seguir en el camino de nuestro peregrinar terreno en buena compañía como discípulos suyos.

Ella, que había sido elegida desde la eternidad para ser la madre del Verbo de Dios hecho carne como uno de nosotros.

Ella, que abrió su corazón al misterio de Dios, convirtiéndose en la primera creyente y discípula de su hijo. Se convierte ahora en maestra de los que deseamos seguir a Jesús como aprendices de discípulos y misioneros de su presencia en nuestro mundo.

Ella, que lo acompañó discreta, pero fielmente hasta el sepulcro. Desde su sencillez nos enseña a amar a su Hijo más con los hechos que con las palabras.

Ella, la primera que se presentó como testigo de la resurrección. Con su silencio nos enseña el lenguaje de la esperanza, de la confianza y del amor.

Ella es y será siempre la mejor madre que pudimos haber recibido como don de Dios. Ella es la que nos transmite la vida de su Hijo llevándonos de la mano a través de la experiencia de la fe que nos reta a vivir confiando.

El evangelio de este día nos la presenta en camino, presurosa, seguramente llena de alegría porque va llena del Espíritu Santo y no puede contener la felicidad que lleva en su vientre y en su corazón.

Va de prisa porque la misión, la tarea de compartir con otros la Buena Noticia ha sido y sigue siendo algo urgente que no puede esperar.

Ser la madre del Salvador es algo que se tiene que gritar hasta los rincones del universo, no porque se trata de un privilegio, sino porque ha sido lo más bello que pudo haber hecho nuestro Padre Dios para ocupar un lugar entre nosotros.

María, habiendo dado su respuesta y luego de haber aceptado el plan de Dios en su vida, sale de su tierra y sale de ella misma convirtiéndose en anunciadora y en discípula del Señor que llena toda su vida.

Así es siempre, cuando el Espíritu de Dios llena los corazones, ya no hay lugar para quedarse tranquilos; ya no se puede vivir encerrados en sí mismos, ya no se puede contener la alegría que se lleva dentro.

La madre del Señor corre por las montañas de Judea y va al encuentro de quien más la necesita. Va a ponerse al servicio de los demás, va a contagiar la felicidad que lleva consigo; va a compartir la vida con quienes más lo necesitan.

Y así, sin muchas palabras, María vive su rol de madre. Así, custodia la vida que lleva en su seno y se entrega para que otros tengan la misma oportunidad de vivir en plenitud.

Ella es la madre que se entrega a través de un servicio que permanece discreto, que no busca protagonismos, que produce júbilo en el corazón de los demás.

Dichosa tú entre todas las mujeres, son las palabras de Isabel, pero son también las palabras de todos aquellos que nos sentimos felices de tener a María como madre.

Nos sentimos dichosos con ella porque teniéndola por madre compartimos con ella el don de su vocación y el ejemplo de su respuesta de fe generosa. Nos sentimos honrrados por compartir su compañía y su cercanía a cada paso de nuestro peregrinar por este mundo.

Nos sentimos dichosos por saberla ahí, tan cercana y tan solidaria en los momentos de obscuridad, de dificultad y de cansancio. Nos regocija el alma cuando podemos compartir con ella nuestros logros y nuestras metas.

Ella  está siempre ahí, como buena y santa madre, como madre de Dios y madre nuestra.

Creo que también a nosotros nos nace espontáneamente decir:  “¡Bendita eres tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! “ porque sólo podemos decir cosas buenas de María. Sólo podemos reconocer lo favorecida que ha sido por Dios, quien supo escogerse la mejor de las madres.

Viéndola subir a los cielos reconocemos que ahí es en donde merece estar, en cuerpo y alma, porque nos ha enseñado cómo tendríamos que entregar nuestro corazón para que Dios pueda realizar en nosotros todos sus proyectos; porque, como a María, también a nosotros nos llama y nos ama.

María es llevada al cielo, pero tenemos la certeza de que no nos abandona. Su presencia es aún más cercana y su protección más sentida.

Que la Asunción de María nos recuerde siempre que tenemos una madre que nos cuida y nos protege, nos guía por senderos seguros de vida y vela por cada uno de nosotros, pues, como buena madre nunca agotará su amor por los hijos que esperamos un día poder gozar de su compañía por toda la eternidad en donde Dios la ha colocado al final de sus días.

Gracias, María, por ser madre y señora, por ser presencia amable de Dios, quien por tu medio ha querido quedarse entre nosotros.

P. Enrique Sánchez G. Mccj