Fecha de nacimiento: 27/07/1921
Lugar de nacimiento: S. Maria a Colle LU / I
Votos temporales: 10/07/1940
Votos perpetuos: 10/07/1945
Fecha de ordenación: 07/07/1946
Llegada a México: 1948
Fecha de fallecimiento: 08/01/1986
Lugar de fallecimiento: La Paz / MEX

El P. Adami sintió vagamente la llamada de Dios a las Misiones antes de ingresar al seminario diocesano de Lucca. Pero fue durante el 5º año de latín (1937-1938) cuando la llamada de Dios se volvió más insistente y él maduró la decisión de entrar en el Instituto Comboniano. Habló de su vocación con el director espiritual, con el rector del seminario y con el obispo. De parte de todos ellos encontró apoyo, pero también le recomendaron que no precipitara las cosas, sino que madurara la decisión con calma, en la reflexión y la oración a Dios.

El rector le dijo que reflexionara más, pero que para él seria una verdadera alegría ver madurar una vocación misionera en el seminario. El obispo diocesano acostumbraba cada año recibir a todos los seminaristas para un coloquio personal con cada uno de ellos. El seminarista Adami fue recibido por el obispo el 15 de marzo de 1938. Le habló de sus inquietudes por la vida misionera y oyó del obispo estas palabras textuales: “Si el Señor lo quiere, yo también lo quiero”.

Funcionaba en el seminario de Lucca un Círculo misionero. El seminarista Adami era uno de los que participaban más asiduamente en el programa de actividades y todo lo relacionado con el problema de las Misiones lo interesaba vivamente.

De la literatura misionera empezó a recoger y apuntar en su diario las reflexiones que encontraban más eco en él y no sería difícil cosechar de ese diario toda una serie de citas que evidentemente eran para él tema de reflexión a lo largo de esos meses:

O Sol de justicia, ven a iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte.

Sobre todo, cita con insistencia en su diario palabras del Evangelio. Evidentemente porque esas palabras lo interpelaban a él de una manera especial:

Levanten sus miradas y vean como la mies está ya madura para la siega.

Tengo otras ovejas que no son de este redil…

El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digo de mí.

Palabras exigentes estas, que en la historia de las vocaciones no han dejado de inspirar verdaderos heroísmos. Es una lástima que muy pocas de esas historias se hayan dado a conocer detalladamente. De hacerlo así se vería que en este mundo hay todavía cosas dignas de admiración.

Su director espiritual le había aconsejado no hablar en casa de su vocación antes de las vacaciones de verano. Pero llegaron las vacaciones y era necesario hablar. Entonces le pidió al párroco que llamara a su padre y le hablara él. Fue el 16 de agosto.

Dice el diario: Mi párroco habló con mi padre sobre el asunto de mi vocación. No es que mi padre haya tomado una actitud abiertamente hostil. Pero por el trato que ha empezar a tener conmigo a partir de ese día entendí que iba a empezar en la casa una guerra fría.

Debí entender que mi padre no estaría de acuerdo con las decisiones que yo tomara y que en ningún momento me daría su consentimiento.

Me declaró que sobre el asunto de mi vocación él no haría palabra ni conmigo ni con mi madre. Pero el golpe había sido tan duro para él que no pudo aguantar el trancazo y fue y se desahogó con mi abuelita platicándole todo.

Me di cuenta de ello porque un día que fui a visitarla y le pregunté ¿Cómo está, abuelita? Ella me miró y rompió a llorar. Traté de consolarla, pero ella no quería oír razones y decía: Tú no tienes corazón. Tú no tienes corazón.

Días después el párroco fue a la casa para hablar con mí madre. Yo no quise estar presente y mejor me salí. Pero por la tarde, cuando volví, encontré a mi madre llorando. Creo que había estado llorando todo el día.

En la noche Álvaro, mi hermano, me preguntó: ¿qué tiene mi madre que ha estado llorando todo el día? Yo no le quise dar explicaciones y así nos acostamos.

Al día siguiente cuando regresé de misa encontré a mí madre otra vez llorando. Mientras me servía el desayuno empezó a decir: Ya no hay paz en esta casa. ¿Quién te ha metido esto en la cabeza?

¡Pobre de mí madre! Lloraba sin que la pudiera yo consolar. Pero ella en ningún momento se opuso a mi vocación.

Los primeros días de septiembre volví al seminario y allí me visitó un tío mío. Platicando con él traté de explicarle que la vocación es un llamado de Dios y él me comprendió y prometió que trataría de convencer a mi padre.

Efectivamente dos días después me llamaron al recibidor: me esperaba mi padre. Había venido para darme su consentimiento. Me lo dio por escrito, derramando lágrimas, en presencia del rector del seminario.

Yo estaba que no sabía de mí. Había visto llorar a mi madre. Veía ahora llorar a mi padre… y sin embargo yo me sentía feliz.

El 3 de octubre era el día fijado para mi ingreso al noviciado. Cuando llegó el momento de la despedida mi madre se me echó al cuello y parecía que no quería dejarme partir. Mi padre me acompañó hasta la estación del tren y allí me despedí de él. Llegué al noviciado de Venegono a las 9 de la noche.

Una vez ordenado sacerdote el P. Adami estrenó su sacerdocio durante un año en Florencia en actividades de animación misionera y ministerio. Pero siempre en espera de ser enviado a Misiones.

El 6 de noviembre de 1947 escribe en su diario: ¡Día grande para mí! Dios ha hablado por boca de mis superiores. No es la voz que yo esperaba oír, pero es la voz de Dios. Un telegrama breve ha cambiado el rumbo de toda mi vida: había soñado siempre las misiones de África y la obediencia, inesperadamente, me envía a Baja California. ¡Fiat!

Llegó el día 1 de diciembre, día de la despedida. Día grande y amargo como aquel lejano 3 de octubre de 1938. Yo me hinqué de rodillas ante mis padres para recibir su bendición.

Mi madre me puso las manos sobre la cabeza. Fue algo así como la imposición de las manos del obispo el día de la ordenación sacerdotal. Para mí ha sido como una nueva consagración. Ella me dijo: yo te bendigo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Con estas palabras mi madre sellaba su sacrificio.

Mi padre se inclinó sobre mí y me besó. Luego puso él también su mano pesada sobre mi cabeza y dijo: Dios te bendiga, hijo mío, como yo te bendigo.

Entonces se hincaron ellos para que yo los bendijera. En ese momento yo, que estaba emocionadísimo, no pude contenerme ya y rompí en sollozos. Salí de mi casa todavía llorando.

A su padre ya no lo volverla a ver. El 13 de diciembre de 1955 escribirá desde la misión de San Antonio B.C. al provincial, P. Patroni:

Hoy, regresando de un viaje, me entregaron una carta donde me comunicaban la muerte de mi padre. Usted se imaginará qué golpe tan duro haya sido para mí recibir esta noticia.

A su madre la volvió a ver durante sus vacaciones en Italia, pero no tuvo el consuelo de estar a su lado y cerrarle los ojos cuando ella murió.

Allá por los años ’70 se recibió en La Paz un telegrama que anunciaba la muerte de un hermano del Padre. El provincial le llevó la noticia a San Antonio donde el Padre se encontraba solo y le informó que los Padre de La Paz pensaban organizar una salida a San Antonio para acompañarlo en una concelebración y estar unas horas con él.

Apenas dos días después, a la hora del desayuno, se recibió en La Paz otro telegrama y esta vez anunciaba que había muerto la mamá del Padre. Así que los cohermanos pensaban ir para estar unas horas con él y levantarle el ánimo y les tocaba, en cambio, llevarle otra noticia y esta vez tanto más dolorosa por tratarse de la muerte de su madre.

Al recibir la noticia quedó el Padre como si hubiera recibido un golpe en la cabeza. Pero reaccionó inmediatamente y dijo: acompáñenme, por favor, a la iglesia y vamos a celebrar la misa por el eterno descanso de ella.

Era el punto final de un drama que había empezado en 1938 y tenia su epílogo ahora, después de treinta años. Entre las palabras del Evangelio que el seminarista Adami, en 1938, había apuntado en su diario, faltaban estas: dejen que los muertos entierren a sus muertos. Tú ven y sígueme. Estas palabras acababan de rubricarlas el Padre ahora no con la pluma, sino con el testimonio de treinta años de vida misionera.

P. Domingo Zugliani


Morir en un ambiente de oración y recogimiento es, sin duda, una gracia que el Señor reserva para unos pocos afortunados. El padre Bruno fue uno de ellos. Los cohermanos de Baja California estaban reunidos en la casa “San Martín de Porres” para ejercicios espirituales, cuando llegó el momento de que nuestro padre se encontrara con Aquel por quien había dado su vida. Fr. Marcolin cuenta: “Estábamos en el segundo día de los ejercicios. Tenía el oficio del campanero. Esa mañana el P. Canestrari me señaló que en el primer sermón el P. Bruno no se había mostrado. Sordo como es, no habrá oído la campana. De todos modos, voy a echar un vistazo. Faltando unos minutos para el segundo sermón, corrí a su habitación. Toqué varias veces pero nadie respondió. Entré. El padre todavía estaba en la cama, cubierto por la sábana. Traté de llamarlo, pero al ver que no respondía, lo tomé de la mano. Estaba frío. Salí de la habitación inmediatamente para dar la noticia. La primera persona que encontré fue el obispo de La Paz, que también estaba haciendo los ejercicios. La noticia corrió como un relámpago y los ejercicios continuaron, incluido el funeral del hermano. Todos coincidieron en que el Señor lo había llamado en un buen momento. Tal vez a todos les pasó así”.

una larga lucha

Bruno Adami, hijo de Alfredo y Consani Giuseppina, procedía del seminario de Lucca, donde había estudiado hasta el quinto bachillerato. Sin embargo, desde los primeros años de su infancia, su deseo había sido consagrarse a las misiones con los Misioneros Combonianos. Sus padres, especialmente su padre, lo habían rechazado rotundamente, considerando su deseo una forma de exaltación y un espíritu de aventura que no convenía a personas serias y trabajadoras como lo eran los Adami. Bruno, como un chico serio y testarudo, no desperdiciaba palabras en riñas que ya eran perdedoras desde el principio, pero en un susurro, después de cada alboroto que surgía en la familia, concluía: “Yo también alcanzaré la mayoría de edad”. No había necesidad. Los padres, como buenos cristianos, acabaron aceptando.

El rector del seminario de Lucca escribió el 17 de septiembre de 1938: “Es alumno de este seminario el joven Adami Bruno que aplicó a PV para ser admitido en este noviciado para las misiones africanas. Cursó el quinto año de bachillerato, pero en la convocatoria de julio no aprobó en griego y francés. Para estas dos materias dará los exámenes en la próxima semana. Su conducta ha sido ejemplar y siempre ha mostrado una inclinación por las misiones que ahora se ha convertido en entusiasmo. Cumplió 17 años el 23 de julio. Es abierto y de buenos modales. Luchó por el consentimiento de los padres, especialmente de su padre que no quería dárselo a toda costa. Pero finalmente el padre cedió. En general, me parece que la vocación existe realmente y que, con la gracia de Dios, tiene éxito”. El párroco de Maggiano certifica que “el seminarista Bruno Adami, en el tiempo pasado en esta parroquia para las vacaciones de otoño, siempre mantuvo una conducta buena e intachable en todos los aspectos”.

Cinco días después de la carta del rector, antes citada, el mismo sintió la necesidad de presentarse con otra carta de carácter privado, fechada el 22 de septiembre de 1938. “Reverendísimo padre misionero, me complace poder agregar este boleto a los certificados oficiales expresan a su SV mi persuasión personal de que seminarista Bruno Adami está realmente llamado a las misiones. Creo que es una vocación moralmente segura. Ciertamente está motivado por un motivo sobrenatural y tiene el consentimiento de los superiores y del director espiritual. Sobre este excelente joven sigo invocando bendiciones celestiales”. Los exámenes de recuperación también fueron bien así que, el 3 de octubre de 1938, Bruno ingresó en el noviciado de Venegono Superiore.

Mi fuerza está solo en Dios

Bruno, una vez entre los Misioneros Combonianos, trató de comprometerse a adquirir aquellas virtudes que son indispensables para un buen misionero. Para lo cual tuvo que aprovechar su carácter más bien vivaz, irreflexivo y descuidado. “Desde el principio trabajó mucho, comprendiendo cada vez más la importancia de su vocación y aumentando su espíritu de oración. Entendió que sus principales defectos son la vivacidad extrema y la despreocupación que lo lleva a no reflexionar lo suficiente sobre lo que hace. Pero es tan bueno y fácil de adaptar”. Al final del noviciado los defectos aún no estaban completamente superados, pero “muestra una gran buena voluntad y una gran generosidad en todas sus funciones. Le gusta mucho hablar. Nunca se callaría, pero tiene un apego formidable a su vocación. Este apego le hará superar todas las dificultades que pueda encontrar en la vida. Es, en definitiva, un buen elemento”.

Además del amor a la propia vocación, elemento esencial para la perseverancia, Bruno tenía también una gran dosis de humildad, otra característica que garantiza el éxito de quien emprende el camino del sacerdocio. En la solicitud para ser admitido a los Votos, dice: “No tengo grandes dones, es verdad, y mis defectos siempre están delante de mí para decirme que todavía me falta mucho para ser como el Señor me quiere y como las almas y la congregación me exigen, pero yo viendo que solo no puedo, me he abandonado totalmente en Dios, Él será mi fuerza, esa fuerza que no tengo, Él será sé mi coraje. Confío en él, estoy seguro de que no me abandonará”. Con esta fe sencilla y genuina, el 7 de octubre de 1940 hace sus primeros votos.

La otra África

El curso normal de los estudios secundarios y teológicos estaba a punto de terminar y se acercaba el momento de la ordenación sacerdotal. Bruno reconoció con franqueza sus limitaciones y defectos, pero había aprendido un poco la manera de neutralizarlos: “El Señor que me llamó –y de esto estoy seguro– me dará la gracia de perseverar hasta el final”. Se nota en este cohermano, cómo la certeza de haber sido llamado por Dios constituye fuente de paz interior incluso en las luchas y dificultades, luz para interpretar los acontecimientos y fuerza para realizar proyectos. “Sé, Reverendo Padre, la debilidad de mi espíritu y mi falta de virtud, pero confío mucho en la bondad y misericordia del Sagrado Corazón para salvarme el gran don de mi vocación… Sé que las graves cargas que asumo podría aplastarme, porque soy débil, pero Dios me ama y seguramente me ayudará como lo ha hecho en estos años que acaban de pasar… En cinco años de votos temporales no he adquirido méritos especiales para merecer votos perpetuos y ordenación, pero Dios está, yo no he fallado nunca y sé que puedo contar con Él. Él, no yo, se encargará de que no sea un miembro inútil de la congregación”. Escribió el padre Capovilla: “Sincera piedad, costumbres buenas, muy apegado a su vocación, muestra voluntad sincera y resuelta de ser sacerdote”. Con estas credenciales, el 7 de julio de 1946 el P. Bruno fue ordenado sacerdote en Verona. Planeaba partir de inmediato para África; en cambio, fue enviado como propagandista a Florencia. Fue inmediatamente después de la guerra: destrucción y poca comida. El padre Bruno tuvo que darse prisa para que los novicios encontraran algo en el plato. Después de un año fue trasladado a Bolonia para estudiar español mientras esperaba partir hacia “la otra África”, América Latina.

Uno de ellos

En febrero de 1948, el P. Adami llegó a su primera tierra de misión: S. José del Cabo, donde permaneció seis meses como cooperador y estudiante de idiomas. El Triunfo, Todos Santos, S. Luis, S. Rosalía, nuevamente El Triunfo como párroco y Todos Santos, luego Tepepam, San Ignacio, Santa Rosalía, todo un trecho hasta septiembre de 1966. En los 18 años de ministerio, el P. Adami se había especializado como confesor, pero sobre todo se había convertido en “uno de ellos”, de esa gente pobre y buena que encontraba en tan cordial y siempre alegre “padrecito” a un amigo de gran corazón. Entre 1961 y 1962 también estuvo en Xochimilco como maestro. Después de cuatro meses de vacaciones en Italia (septiembre 1965 – enero 1966), el P. Adami sintió la imperiosa necesidad de regresar a su tierra… Santa Rosalía, San Antonio BC, Villa Insurgentes.

Cartas amenazantes

En los primeros años de su ministerio, el ardiente misionero gritaba fuerte desde el púlpito en el deseo de convertir a tantas personas como fuera posible en el menor tiempo posible. Y denunció pecados y defectos con toda franqueza toscana. Como reacción recibió unos anónimos con quejas por escándalos clericales: sólo para recordarle al predicador intransigente que hasta los de su categoría eran hombres como los demás. El padre Bruno, después de algunas vacilaciones, decidió perseverar intrépido en su campaña, con la esperanza de socavar cierta forma de vida. Pero más que sus palabras, contó el ejemplo de un buen sacerdote y el testimonio de una vida totalmente entregada a Dios ya los hermanos. “Si lloro un poco –repitió– es para hacerlos llegar a ser como Dios manda”.

Escribe el Hno. Menegotto: “Recuerde, querido P. Bruno, los galopes a caballo entre las interminables extensiones de cactus, bajo los abrasadores rayos del sol. Siempre llegaste a tiempo para llevar el perdón y el viático a los que partieron de este mundo, incluso a los que en vida te habían rechazado. Querido Bruno, ¡sabías cómo hacerlo! Los rancheros te amaban, sentían que eras uno de ellos. A veces, sin embargo, te mostrabas frustrado, y era cuando la gente no respondía como te hubiera gustado y entonces te refugiabas en la iglesia para orar por las personas que el Señor te había confiado. Entre esa gente había uno que te desagradaba y un día por casualidad, te encontraste cara a cara con él. Te dio una fuerte bofetada en la cara. No sé en qué mejilla y si le presentaste con la otra. Recuerdo que lo perdonaste, pero el insulto te quemó mucho. Quizás era la misma mano que había escrito las cartas anónimas. Luego nos vengamos. Y en esto también te ayudé. Este último, todos los domingos, organizaba fiestas, que acababan en jolgorio, justo en la plaza de delante de la iglesia y, además, a la hora de la misa. El asunto había durado demasiado, hasta que un día conseguimos armar un potente set de parlantes con unos discos de timbre. La gente fue llamada a misa como de costumbre. Comenzó la celebración y, por otro lado, la música ensordecedora de siempre. Nada que hacer para la homilía. Yo, que estaba al lado del altar, te guiñé un ojo y comprendiste de inmediato. En la plazoleta el sonido de las campanas cayó repentinamente como una cascada, obligando a aquellos traviesos juerguistas a taparse los oídos con las manos y declararse vencidos. Tal vez estábamos haciendo bullying esa vez pero, desde entonces, la masa no ha sido molestada más”.

Caridad exquisita

La espiritualidad del P. Adami, se alimentó de la caridad. Este es también un aspecto que se destaca en sus cartas escritas a los superiores. Si alguien ha perseverado en su vocación de misionero comboniano, se lo debe sin duda al p. Bruno que, para demostrar que algún cohermano un tanto original era un hombre valioso y de gran capacidad, no dudó en ponerse a su entera disposición como humilde coadjutor, dispuesto a todas sus señales. “No crean –escribía a sus superiores– lo que se dice de esto o aquello. Son hombres de gran habilidad y gran virtud; basta saber comprenderlos, saber valorarlos. Si a veces se muestran duros o intratables es porque, a su vez, han sufrido injusticias, con buenas intenciones, claro”. Pidió disculpas, animó, valoró y mientras tanto… pagó en persona. Fue también este amor por la vocación misionera, no solo el suyo. Junto a la caridad, silenciosa, escondida pero eficaz, estaba, en el P. Adami, tanta delicadeza y finura de alma.

Al P. Agostoni, Superior General, quien le escribió una carta de condolencia por la muerte casi simultánea de su madre y un hermano, el P. Bruno respondió: “Es verdaderamente admirable ver que nuestros superiores, con todo lo que tienen que hacer, no dejen pasar estas circunstancias sin presentarse con sus súbditos y hacerles experimentar la caridad que los anima. Muchísimas gracias”. En el cambio de cada Padre General, el P. Adami no se olvidó de enviar una carta de felicitación y “condolencias” (“pero si el Señor le ha vuelto a poner la cruz sobre los hombros es que la puede llevar. Ánimo”), de obediencia y de seguridad en la oración. oculto pero efectivo, había, en p. Adami, tanta delicadeza y finura de alma.

Ven fiel servidor

“Algo que también me gustaría escribir sobre el p. Adami –dice el p. Giordani–. Quisiera subrayar la fidelidad a las prácticas de piedad y siempre realizadas en su debido tiempo. Su despertador sonaba a las 5. A las 5 también sonó en su último día; y se levantó, se lavó, entonces no debe haberse sentido bien así que volvió a la cama… donde lo encontraron. Donde todos pudieron admirarlo fue en el cuidado de los enfermos. Corrió de inmediato cuando supo que había alguien. Me dijo que un domingo había llegado a casa de noche cansado y muerto, de haber ido a celebrar tres santas misas en otros tantos lugares muy alejados entre sí, con bautizos, confesiones, catequesis. Y cuando se disponía a acostarse después de un día tan ajetreado, vinieron a llamarlo por un enfermo en la sierra. Partimos enseguida: dos horas en jeep y luego a caballo. A medianoche llegaron al enfermo que dormía plácidamente. No lo despertó. Buscó un rincón debajo del cobertizo, donde poder acostarse esperando que el enfermo estuviera dispuesto a escucharlo y recibir los sacramentos.

Otras veces, después de administrar el bautismo a un grupo de personas, llegaba otro. Le hervía la sangre por dentro, también porque tenía que ir a otras capillas; sin embargo, sabía cómo controlarse. A lo sumo, simplemente dijo: ‘¿Por qué no vinieron todos juntos?’, y comenzó a bautizar de nuevo. ‘¡Nunca me negué!’, me confió un día, recordando reveses similares que la gente provocó tal vez por un espíritu provinciano. Y luego añadió: ‘Que el Señor tenga misericordia y ayude de verdad a esta gente’.

Amaba a su pueblo y se sentía su servidor, el fiel servidor del evangelio. Sufriendo de tos, cuando fue a la casa de retiros de San Martín de Porres, pidió que le asignaran la última habitación, la número 8, para molestar lo menos posible. El padre Marigo, que compartía la habitación para la siesta de la tarde (pasaba la noche en la casa comboniana), entró esa mañana para lavarse las manos en el lavabo de la habitación. Vio a su padre dormido y se quedó callado para no molestarlo. Vio que su cara estaba muy pálida, y no dudó que estaba mal. Hacia las once entraron también las monjas a limpiar y se entristecieron al encontrarlo en la cama, pensando que lo habían molestado. El enigma de un sueño tan profundo y prolongado fue resuelto por Hno. Marcolin, como informamos al principio. Ahora p. Adami descansa junto con el Bartolomeo Cenghia y p. Pizzi, abono en tierra californiana.

P. Lorenzo Gaiga
Del Boletín MCCJ No. 150, julio de 1986, pág. 67-71