Fecha de nacimiento: 28/08/1947
Lugar de nacimiento: Alicante/E
Votos temporales: 15/08/1972
Votos perpetuos: 02/03/1980
Fecha de ordenación: 29/06/1980
Llegada a México: 1996
Fecha de fallecimiento: 14/06/2000
Lugar de fallecimiento: Ciudad de México/MEX

“Algo se muere en el alma, cuando un amigo se va”. Para los que tuvimos la suerte de convivir con él, rezar y compartir actividades apostólicas, la pérdida de José Miguel ha dejado un vacío difícil de llenar.

José Miguel Sanz falleció en Ciudad de México el 14 de junio, a la edad de 53 años. Unos días más tarde habría celebrado 20 años de sacerdocio. Pero el Señor lo consideró maduro y lo introdujo en el Reino.

José Miguel nació en Alicante el 28 de agosto de 1947. Era hijo único y quedó huérfano a los 15 años. Tras la muerte de sus padres, decidió irse a vivir con sus tíos.

A los veinte años conoció a los misioneros combonianos e inició una correspondencia con un animador vocacional; tras el servicio militar, ingresó en Moncada (Valencia) el 10 de septiembre de 1970.

Antes de ingresar en los combonianos, tomó parte activa en la vida de su parroquia y se propuso dedicar todas sus fuerzas al servicio de Dios y de sus hermanos más necesitados. A menudo lamentaba no poder poner en práctica sus buenas intenciones. Y, poco a poco, descubrió que “la finalidad principal de su vida, la única que podía darle sentido, era ponerse al servicio de Dios para llegar a sus hermanos, y al servicio de sus hermanos para llegar mejor al Dios misericordioso”.

Un joven idealista con ganas de entregarse

José Miguel hizo su noviciado con gran provecho espiritual y fue durante este tiempo que descubrió sus debilidades y comenzó a combatirlas. Su fe en el Señor y su amor a la misión le hicieron superar todas las dificultades y, finalmente, con el afectuoso consentimiento de sus superiores, hizo su primera profesión religiosa el 15 de agosto de 1972, en Moncada (Valencia).

Aunque era bueno y generoso, su fuerte idealismo apostólico, alimentado por cierto perfeccionismo, le llevaba a veces a momentos de tensión que afectaban a sus relaciones con los demás y a su rendimiento escolar.

Sentía carencias en su interior debido a la pérdida prematura de sus padres y era, hasta cierto punto, consciente de sus propias limitaciones. Pero poco a poco, con mucha oración y buena voluntad, fue madurando en el camino de la dedicación al Señor. Un camino del que le distrajeron las voces del pasado: las quejas de su tía que le consideraba un sobrino desagradecido por haberles abandonado. Le resultaba difícil entender que un niño tuviera el deseo de llegar a Dios en esta vida.

Mientras tanto, cada año, José Miguel añadía un nuevo párrafo a la fórmula de renovación de sus votos, reflejando su progreso espiritual y personal. Así, en 1975, dijo: “…Señor, mi mayor deseo es servirte y servir a mis hermanos con total dedicación y amor, en la forma y lugar que tú me indiques…”. Y en 1976: “…En ellos (en los votos) busco ser más libremente cristiano para ser instrumento de Dios entre los hombres, templos vivos de su Espíritu”.

Los formadores estaban satisfechos con sus esfuerzos por mejorar las relaciones con los demás, aunque se permitía involucrarse excesivamente en compromisos secundarios que le distraían de sus estudios. También observaron que José Miguel estaba algo desgarrado entre las exigencias de la vida comunitaria, sus estudios, el apostolado, etc., y que era un poco problemático. En realidad, asumió todo lo que pudo, sin distinguir entre lo esencial y lo secundario. Por ello, según los profesores, los resultados académicos no siempre estuvieron a la altura de sus capacidades: tuvo que adquirir una visión más realista de los entornos en los que se movía.

Por eso, en 1978, al final de sus estudios de teología, sus superiores le propusieron pasar su año pastoral en alguna misión, para que madurasen algunos aspectos de su personalidad, antes de los votos perpetuos, el diaconado y el sacerdocio.

Durante su año pastoral debía trabajar los siguientes aspectos: las relaciones interpersonales, el trabajo en equipo y la integración emocional personal dentro de la realidad social en la que iba a vivir.

José Miguel fue enviado a Esmeraldas (Ecuador), en la misión de Viche, para ayudar al P. Lorenzo Caravello.

En la misión encontró sus raíces

En Viche, José Miguel se sintió inmediatamente como en casa. Cuando escribía, hablaba con gran entusiasmo de la misión: de las 31 capillas que la componían, de las largas caminatas que tenía que hacer para llegar a ellas, de las celebraciones de la Palabra durante las visitas y de las anécdotas que le ocurrían.

La experiencia fue tan exitosa que los superiores no tuvieron ninguna dificultad en aceptar que hiciera los votos perpetuos y recibiera el diaconado.

José Miguel hizo su profesión perpetua el 2 de marzo de 1980, en Viche; en la fórmula de consagración dijo: “…consagro toda mi vida a Dios y a las misiones. Y para seguir mejor el ejemplo de Jesús que vivió entre nosotros pobre, casto y obediente al Padre, hago voto perpetuo de vivir en pobreza, castidad y obediencia en la Congregación de los Misioneros Combonianos del Corazón de Jesús, siguiendo sus constituciones y reglas”.

Poco después recibió el diaconado y el 29 de junio de 1980, solemnidad de los santos Pedro y Pablo, en la catedral de Esmeraldas, recibió la ordenación sacerdotal de manos del obispo Enrique Bartolucci.

La catedral se llenó de flores y de fieles de todas las comunidades y, sobre todo, de la misión de Viche.

La hoja mensual del Vicariato, ‘Iglesia Joven’, le hizo una entrevista titulada ‘José Miguel, serás sacerdote para siempre’. En esta entrevista, José Miguel habló de su vocación y cuando se le preguntó “¿cómo surgió en ti la idea de ser sacerdote y misionero?”, respondió: “En primer lugar, sentí el deseo de ser misionero porque quería dar algo de mí mismo -no sólo palabras- a los hermanos que veía sufrir la pobreza y la explotación. Más tarde sentí la llamada de Dios para ser sacerdote”. Y añadió: “En esa época conocí a los Misioneros Combonianos: eran justo lo que buscaba porque eran hombres totalmente dedicados al bien de los más necesitados”.

Tres días después de su ordenación, José Miguel recibió la noticia de la muerte de su querida tía, que había sido su madre adoptiva, y ofreció al Señor el sacrificio de esta dolorosa pérdida para una mayor entrega.

Como la colocación de José Miguel en la misión de Viche había sido excelente en todos los aspectos, los superiores decidieron dejarle allí para que continuara su trabajo.

En noviembre de 1980, en una carta al P. Domingo Campdepadrós, le decía: “Desde mi ordenación, he sido absorbido por una enorme actividad pastoral, superior a mis pobres fuerzas… pero confío plenamente en el Señor y me digo ‘si Él me ha puesto en esta condición, sabrá sacarme y guiarme para que no cometa tantos errores durante el tiempo en que mi compañero, el P. Lorenzo, estará de vacaciones y yo estaré aquí solo’.

Permaneció en Ecuador ocho años. Poco a poco, la insuficiencia renal congénita que padecía y de la que habían muerto muchos miembros de su familia, se agravó y tuvo que volver a España. Fue enviado a la comunidad de Barcelona, donde siguió trabajando como pudo en la animación misionera. Como, según los médicos, sus capacidades físicas habían disminuido en un 60 o 70%, para que no sufriera la zona, que muchos institutos misioneros estaban abandonando, pidió que le trajeran de vuelta a Madrid.

Periodo de diálisis y espera

En Madrid, José Miguel se sometió a diálisis mientras esperaba un trasplante de riñón. La espera duró casi un año y medio. Pero un día llegó la buena noticia de que había que ingresarlo urgentemente porque había un riñón para él y los médicos estaban dispuestos a realizar el tan esperado trasplante.

La operación fue un éxito y, tras la convalecencia y un cuidadoso tratamiento, José Miguel recuperó su antiguo entusiasmo y escribió una carta al consejo provincial en la que decía: “Después del trasplante, gracias a Dios, parece que mi situación mejora, por lo que podré aumentar mis posibilidades de trabajo y colaboración en nuestras actividades misioneras tanto en la provincia como, quizás, en la misión”.

Del 91 al 96, José Miguel trabajó en parroquias con el P. Joaquín Sánchez en la formación de grupos misioneros, tanto en Madrid como en Levante. Tras esta experiencia, expresó a sus superiores su deseo de volver a las misiones para trabajar con la gente sencilla, aunque dijo que estaba abierto a cualquier otra actividad, excepto al sector económico, para el que no se consideraba apto.

Debido al trasplante y, por tanto, a un sistema inmunitario debilitado, tuvo que evitar los lugares donde hay enfermedades endémicas e infecciosas. Además, necesitaba vivir cerca de un centro médico que tuviera un departamento de nefrología para las constantes revisiones a las que tenía que someterse.

Los lugares que José Miguel señaló como más adecuados para su servicio misionero fueron primero la Ciudad de México y luego la Delegación de Centroamérica. En 1996, sus superiores, teniendo en cuenta sus propuestas, decidieron enviarlo a México.

A pesar del riñón

En la Ciudad de México, el P. José Miguel comenzó a trabajar con entusiasmo apoyando a los grupos de “Damas combonianas”, fundando grupos misioneros en algunas parroquias y distribuyendo nuestras revistas. El riñón que le habían donado funcionaba bien, pero requería un control constante y un tratamiento con medicamentos que llegaban de España a través de la valija diplomática de la nunciatura. Sin embargo, no pudo recuperar totalmente sus fuerzas y esto afectó a su estado de ánimo. Le parecía que la contaminación del aire de la ciudad le impedía trabajar bien pero, en realidad, era su físico el que no respondía.

Para que pudiera recuperarse mejor, fue enviado a la comunidad de Sahuayo, pero a pesar de ello, su resistencia disminuyó y el 10 de abril de 2000, José Miguel comenzó a sentirse mal. Se dirigió a la Ciudad de México, acompañado de un novicio, y fue ingresado en el Hospital Español para ser revisado, ya que se sentía febril y mal desde hacía varios días.

Se sometió a varios exámenes hasta que los médicos descubrieron la presencia de un linfoma especialmente agresivo y decidieron operarlo de urgencia. Tras la operación, hubo complicaciones y su salud se deterioró, por lo que no fue posible trasladarlo a España, como él hubiera deseado.

A pesar de los mejores cuidados médicos, José Miguel se deterioró, recibió los últimos sacramentos y comenzó a comprender su situación: todo ello requería la aceptación de la voluntad de Dios manifestada en los acontecimientos de su vida actual, así como su enfermedad.

Uno de los médicos que le atendió dijo textualmente: “El padre José Miguel ha tenido una evolución espiritual importante en estos días, como si hubiera visto algo”. Sin duda se refería al cambio de actitud de José Miguel al aceptar la enfermedad y a los médicos que le trataban, de hecho ya no hablaba de volver a España.

Para él, la enfermedad fue una auténtica purificación. José Miguel murió en la mañana del 14 de junio de 2000, consciente hasta el final y agarrado a la mano de su hermano comboniano que estaba a su lado. Creo que la Virgen María de Guadalupe, por la que alimentó un amor filial, le ayudó en el momento supremo de su paso de este mundo a la casa del Padre.

Está enterrado en el cementerio de Xochimilco, en el lugar reservado a los difuntos combonianos.

José Miguel puso su vida al servicio del Evangelio para llegar a Dios y perseveró hasta el final. Creo que cuando eligió la vida consagrada y misionera, no imaginó que el salto final sería la enfermedad. A pesar de la insuficiencia renal congénita, gracias a los avances médicos, su vida se prolongó.

José Miguel fue para todos un ejemplo de auténtico apóstol que se entregó totalmente a la misión, cargando con la cruz de la enfermedad.     

P. César Ruiz

Del Boletín Mccj nº 209, enero de 2001, pp. 109-113