Por P. Rafael González Ponce, mccj
Alguien podría afirmar que la fundación en México de los Misioneros Combonianos se debió simplemente a una serie de coincidencias; en cambio, si observamos con una mirada de fe, ciertamente vemos que ha sido una obra del Espíritu Santo para el fortalecimiento de la evangelización y la formación misionera en estas poblaciones.
Hacia finales de la década de los ’40, la humanidad apenas estaba sanando de las heridas causadas por la terrible guerra mundial. Los pueblos deseaban la paz y, sin embargo, ya se vislumbraba en el horizonte: la guerra fría entre la URSS y EUA, la revolución comunista China, el conflicto árabe israelí, entre otros.
En este contexto los territorios africanos iniciaron su descolonización para convertirse en países independientes. El Instituto Comboniano, nacido para el apostolado en África Central, con la fortuna de contar con numerosas vocaciones, encontró dificultad para enviar a sus misioneros a esta región debido a prejuicios nacionalistas y la negación de visados.
Por otra parte, el Papa Pío XII había lanzado un llamado urgente a las diócesis y a las congregaciones religiosas a fin de que colaborasen con misioneros para las zonas más desatendidas. Los Combonianos, sintiendo que Daniel Comboni -con su valentía profética- hubiera respondido positivamente, no dudaron en ponerse a disposición.
El toque final de la Providencia sucedió cuando Mons. Felipe Torres Hurtado, MSpS llegó hasta el Vaticano solicitando misioneros para su inmenso y casi totalmente abandonado Vicariato de Baja California. Por mediación de Mons. Celso Constantini, Secretario de Propaganda Fide, el 22 de octubre de 1947, Mons. Torres y el P. Antonio Todesco, Superior General, formalizaron el acuerdo bilateral. Desde el puerto de Nápoles zarpó el barco con el primer grupo de misioneros combonianos con destino a México. Era el 3 de enero de 1948.