Usualmente no pensamos en Japón como un país cristiano, más bien nos viene a la mente una cultura que destaca en la tecnología y en sus dibujos animados tan característicos. Sin embargo, hay un santo misionero que nació ahí hace casi cinco siglos.
San Pablo Miki nació cerca de la ciudad de Osaka dentro de una familia rica en 1564, época en la que comenzaron a llegar los primeros misioneros al país asiático que hasta el día de hoy es de mayoría budista.
Los gobernantes de Japón percibían a los misioneros como un «arma» de los españoles para invadir sus tierras, por lo que los expulsaron del país y prohibieron a la gente convertirse al cristianismo. Sin embargo, Miki entró a los 20 años a un seminario, donde gracias a que era muy bueno para hablar convenció a muchos budistas de convertirse y seguir la Palabra del Señor. Como es lógico, a las
autoridades locales no les gustó lo que hacía, por lo que lo encarcelaron junto a otros 25 prisioneros, a quienes mandaron matar de la misma forma en que murió Jesús: crucificados.
Al darse cuenta de la forma en la que moriría, el santo comenzó a cantar en agradecimiento al Señor, y aún en lo alto de la cruz llamó a todos los que se habían reunido a ver su martirio, a convertirse y seguir
al Señor. «Mi Señor Jesucristo me enseñó con su palabra y su buen ejemplo a perdonar a los que nos han ofendido. Yo declaro que perdono al jefe de la nación que dio la orden de crucificarnos, y a todos los que han contribuido a nuestro martirio, y les recomiendo que ojalá se hagan instruir en nuestra santa religión y se hagan bautizar», gritó.
El 6 de febrero es el día de san Pablo Miki y sus compañeros mártires, quienes nos recuerdan que no importa el lugar donde nacimos, todos somos hijos de Dios.