Hna. Cecilia Sierra: “la oración es vida”


María Cecilia Sierra es una Misionera Comboniana mexicana. Ha trabajado en varios países. Ahora vive en el mundo árabe oriental. Habla de sus experiencias. «’Gracias’ es la palabra que emana de lo más profundo de mí cuando contemplo su acción y me siento parte de su obra amorosa».

Todo es gracia. La gratuidad y la belleza divinas son valores que definen y guían mi vida y mi oración. “Gracias” es la palabra que emana de lo más profundo de mí cuando contemplo su acción y me siento parte de su amorosa obra.

Este sentido de gracia y gratuidad me sumerge, me conecta con lo divino y me prepara para descubrir sus huellas en el mundo. En verdad, Dios me ha prodigado con exceso de mansedumbre, misericordia, ternura, gracia y bondad.

Comencé a descubrir la belleza y la ternura de Dios desde muy temprana edad. Mi conciencia de su presencia empezó a surgir cuando tenía cinco años, con mi primera Comunión.

A los doce años era catequista, participando en actividades misioneras en pueblos indígenas. El rancho de mis padres, la tierra, los cultivos, los árboles y los animales emanaban lo divino para mí. Observé extasiada el amanecer y el atardecer. Las palabras de consuelo de Isaías en el Salmo 138 y la persona de Jesús en los Evangelios han sido fuentes dominantes de inspiración.

La gracia y el Espíritu de Dios han guiado mis pasos hacia espacios sagrados en Italia, Estados Unidos, Egipto, Sudán, Sudán del Sur y Guatemala. Como religiosa mexicana me siento privilegiada y enriquecida por el cariño que me han prodigado los corazones que me han acogido y por tanta diversidad cultural que me desafía y enriquece. Sé que fui abundantemente bendecida. Pero vivir en Tierra Santa es otro nivel.

Llevo unos meses viviendo entre Jerusalén y Jericó. El desierto se ha convertido para mí en un espacio sagrado. Mi ministerio como misionera comboniana se expresa en el trabajo en los campamentos beduinos en el desierto.

Visitamos a las familias diariamente y promovemos actividades de educación y desarrollo bajo un sol abrasador. Por eso me consuela detenerme al atardecer. Con la brisa del atardecer, el alma recupera la calma y se renueva. También por la noche –en el silencio de nuestra pequeña capilla– recuerdo los encuentros, los rostros y la acción de Dios favoreciendo la comunión.

Desde ese espacio, la oración me reconecta con las personas y sus historias, sueños y resiliencia; con las flores que florecen y resisten el intenso calor; con las piedras bellamente formadas que anhelan contar su historia antigua; con las cuevas y refugios, las cabras y los pastores.

Haber superado el desafío de recorrer caminos sinuosos, de caminar por senderos solitarios, tortuosos y estrechos en el desierto reconforta y eleva el espíritu.

El desierto –su inmensidad y belleza, dureza y aridez– me conecta con las ammas (mujeres sabias) del desierto. Portadoras del Espíritu, son iconos inspiradores en mi anhelo de unión y encuentro con lo divino. La belleza del desierto reclama el corazón: “La llevaré al desierto y hablaré a su corazón” (Oseas 2,16).

Sintiendo la constante llamada a la interioridad y al recogimiento, mi alma sonríe feliz y agradecida. Enamorado de tanta belleza y ante tanta gracia abundante, sólo logro suspirar profundamente y balbucear un “gracias” que brota de lo más profundo de mi alma.