Archives 2023

Día del niño africano

El 16 de junio se celebra el Día Internacional del Niño Africano, una fecha en la que se trata de hacer reflexionar a cerca de las necesidades y problemas graves que tienen muchos niños en el continente africano.

Esta celebración tiene su origen en la matanza de cientos de escolares de Soweto, en Sudáfrica, el 16 de junio de 1976. Los escolares tomaron las calles protestando por la ínfima calidad de la educación que recibían. Fueron tiroteados y en las protestas que siguieron durante dos semanas más, más de cien personas murieron y más de mil resultaron heridas.

Para honrar su memoria, La Organización para la Unidad Africana estableció en 1991 que el 16 de junio de cada año se celebre el Día Internacional del Niño Africano.

La Familia Comboniana (Misioneros Combonianos, Misioneras Combonianas, Misioneras Seculares Combonianas y Laicos Misioneros Combonianos) que trabajan en África, dedican buena parte de sus energías en favor de los niños, dándoles educación, sanidad, acogida y buscando caminos para que sean protegidos en todos sus derechos. Hoy los recordamos con especial cariño.

Mensaje del Papa para la jornada mundial de los pobres

«No apartes tu rostro del pobre».
En su mensaje para la séptima Jornada Mundial de los Pobres, que se celebrará el próximo 19 de noviembre y que acaba de ser hecho público, Francisco exhorta a no apartar la mirada de los que están en dificultad, como los niños que viven en zonas de guerra, los que no llegan a fin de mes, los que son explotados en el trabajo y los jóvenes prisioneros de una cultura que les hace sentirse fracasados: todos son nuestros prójimos, necesitamos un compromiso político y legislativo serio y eficaz.

Benedetta Capelli, Vatican News

La mirada de un pobre cambia el rumbo de la vida de quien se cruza en su camino, pero hay que tener el valor de quedarse en esos ojos y luego actuar ayudando, no según nuestras necesidades o nuestro deseo de librarnos de lo superfluo, sino según lo que el otro necesita. Este es el concepto que subyace en el Mensaje del Papa para la séptima Jornada Mundial de los Pobres, el próximo 19 de noviembre, «signo fecundo -escribe Francisco- de la misericordia del Padre». El texto se ha difundido el martes 13 de junio.

En el Mensaje sobre el tema «No apartes tu rostro del pobre», en referencia al Libro de Tobías, el Papa ofrece una interpretación de la realidad que parte de reconocer en los más frágiles «el rostro del Señor Jesús», más allá del color de la piel, de la condición social y del origen. En él hay un hermano que hay que encontrar, «sacudiendo de nosotros la indiferencia y la banalidad con las que escudamos un bienestar ilusorio».

La realidad en la que vivimos, subraya el Papa, está marcada por el volumen excesivo de la llamada a la opulencia y, por tanto, por el silenciamiento de las voces de los pobres. «Se tiende a descuidar todo aquello que no forma parte de los modelos de vida destinados sobre todo a las generaciones más jóvenes, que son las más frágiles frente al cambio cultural en curso», escribe el Santo Padre, agregando:

«Lo que es desagradable y provoca sufrimiento se pone entre paréntesis, mientras que las cualidades físicas se exaltan, como si fueran la principal meta a alcanzar. La realidad virtual se apodera de la vida real y los dos mundos se confunden cada vez más fácilmente».

«Los pobres», escribe el Obispo de Roma, «se vuelven imágenes que pueden conmover por algunos instantes, pero cuando se encuentran en carne y hueso por la calle, entonces intervienen el fastidio y la marginación». Sin embargo, la parábola del buen samaritano, subraya Francisco, interpela el presente. «Delegar en otros es fácil; ofrecer dinero para que otros hagan caridad es un gesto generoso; la vocación de todo cristiano es implicarse en primera persona», dice el Pontífice.

Actuar frente a políticas ineficaces

Recordando el párrafo 6 de la Pacem in Terris de Juan XXIII, escrita hace 60 años, el Pontífice recuerda que aún queda mucho trabajo por hacer para asegurar una vida digna a muchos, para que aquellas palabras del Papa Roncalli se hagan realidad, «por medio de un serio y eficaz compromiso político y legislativo».

Francisco espera el desarrollo de «la solidaridad y la subsidiariedad de tantos ciudadanos que creen en el valor del compromiso voluntario de entrega a los pobres, no obstante los límites y en ocasiones las deficiencias de la política en ver y servir al bien común». En definitiva, el Santo Padre pide no quedarse de brazos cruzados, esperando recibir algo «de lo alto». «Quienes viven en condiciones de pobreza también han de ser implicados y acompañados en un proceso de cambio y responsabilidad», escribe Bergoglio.

Las nuevas pobrezas

En el texto de Francisco, la mirada se amplía a los nuevos pobres. Recuerda a los niños que viven un presente difícil y ven comprometido su futuro a causa de la guerra. «Nadie podrá acostumbrarse jamás a esta situación -observa-; mantengamos vivo cada intento para que la paz se afirme como don del Señor Resucitado y fruto del compromiso por la justicia y el diálogo».

En el corazón del Papa están también quienes, ante el «dramático aumento de los costes» se ven obligados a elegir entre alimentos o medicamentos, de ahí procede la invitación a alzar la voz para que se garantice el derecho a ambos bienes, «en nombre de la dignidad de la persona humana».

Trabajo inhumano y jóvenes «frustrados»

Así, también piensa en los niños, las familias, pero también los trabajadores obligados a un trato inhumano con un salario insuficiente o el peso de la precariedad, o «las excesivas víctimas de accidentes, provocadas a menudo por una mentalidad que prefiere el beneficio inmediato en detrimento de la seguridad». Asimismo, hay una gran preocupación por los jóvenes: «Cuántas vidas frustradas e incluso suicidios de jóvenes, engañados por una cultura que los lleva a sentirse ‘incompletos’ y ‘fracasados’», exclama.

«Ayudémosles a reaccionar ante estas instigaciones nefastas, para que cada uno pueda encontrar el camino a seguir para adquirir una identidad fuerte y generosa», es la invitación de Francisco.

Los «vecinos de casa»

Rostros, historias, corazones y almas: estos son los pobres para el papa Francisco. El Sucesor de Pedro exhorta a compartir con ellos la mesa de sus casas en señal de fraternidad, al tiempo que reconoce la constante atención y dedicación de muchos «vecinos de casa» que no son «superhombres», sino personas capaces de escuchar, dialogar y aconsejar. «La gratitud hacia tantos voluntarios pide hacerse oración para que su testimonio pueda ser fecundo», afirma el Papa.

«’No apartar el rostro del pobre’ conduce a obtener los beneficios de la misericordia, de la caridad que da sentido y valor a toda la vida cristiana», asegura el Pontífice. Para concluir, citando a santa Teresita del Niño Jesús 150 años después de su nacimiento, Francisco recordó que «todos tienen derecho a ser iluminados por la caridad» y pidió mantener nuestra mirada siempre fija en la faz humana y divina de nuestro Señor Jesucristo.

El mensaje completo AQUÍ

P. David Domingues: «25 años que han valido la pena»

P. David Costa Domingues, misionero comboniano, celebrará su jubileo sacerdotal el próximo 9 de agosto. Nació y creció en el seno de una familia numerosa en Calvão, Portugal. El 1 de julio cumplirá 51 años. Hizo los estudios de teología en Chicago (1994-1998), EE.UU., y después de la ordenación trabajó en Famalicão (1998-2003), norte de Portugal. De 2003 a 2022 estuvo en Filipinas (desde el 1 de enero de 2017 como Superior de la Delegación) hasta que fue elegido Asistente General durante el Capítulo General de Roma en junio de 2022. Hoy es Vicario General del Instituto Comboniano. Dice: “Al recordar estos 25 años de sacerdocio, puedo decir que los he vivido con el corazón lleno, entre alegrías y tristezas, y también con algunas dificultades y fragilidades, pero siempre con el corazón lleno”.

“Recordar es vivir”, dice la gente. Y tienen razón. En efecto, recordamos no sólo para recordar o tener historias que contar, sino para revivir, celebrar y acoger el presente con renovado vigor. Así, construyendo sobre los cimientos del pasado y viviendo intensamente el presente, podemos renovar la esperanza en un futuro cada vez mejor. Es en esta perspectiva que escribo estas líneas, para recordar, con profunda y sentida gratitud, y celebrar mis 25 años de servicio sacerdotal en esta familia misionera, creada y bendecida por San Daniel Comboni, que son los Misioneros Combonianos.

Todo comenzó para mí a la tierna edad de doce años. Crecí en la religiosidad sencilla pero profunda de mi familia, y con una cierta curiosidad por el mundo misionero, entonces todavía muy vaga. Dios quería tocar mi corazón, no haciendo resonar su voz desde lo alto, sino utilizando sus caminos “extraordinarios”. Iba al catecismo y, un día, el catequista hizo la siguiente pregunta: “¿Quién quiere ser misionero?”, “¡Yo!”, respondí. A partir de ahí empezó todo.

Decir adiós a la familia, a los amigos y a mi equipo de fútbol juvenil en Calvão no fue fácil. Pero yo quería algo más serio y duradero. Así que, en 1984, entré en el Seminario de Misiones de Viseu. No estaba solo. A esta nueva aventura se unió un buen grupo de compañeros de colegio y el equipo de fútbol. Lo que más me animaba era tener amigos con los que jugar al fútbol.

Durante los muchos años de mi educación, vi a mis compañeros tomar otros caminos. Seguí adelante. Después de 14 años de estudios, el 9 de agosto de 1998 fui ordenado sacerdote en la parroquia de Calvão, rodeado de mi familia y de la comunidad cristiana que me había visto nacer y crecer.

Desde entonces han pasado 25 años de gracia, que me llevaron primero al norte de Portugal, a Famalicão, durante cinco años (1998-2003), y después al desconocido mundo de Asia, donde permanecí casi 20 años (2003-2022). Si todo dependiera de mi voluntad, ¡sin duda seguiría allí! Pero no somos misioneros para hacer lo que queramos. Por eso, en junio de 2022, acepté dejar Asia para venir a Roma, donde ahora me encuentro realizando un servicio diferente: esta vez, a todo el Instituto comboniano.

De las muchas y hermosas experiencias que he vivido aquí en los últimos 25 años, contaré una que me ha marcado de modo particular. Poco después de llegar a Manila, en Filipinas, no podía cerrar los ojos ante la realidad de tantos pobres que viven y duermen en la calle y que luchan por sobrevivir, muchas veces con lo que encuentran en la basura producida por los ricos.

Así que empecé a acercarme a ellos llevando bolsas de comida y ropa. Poco a poco, esto se convirtió para mí en una agradable costumbre de comunión con estas personas acostumbradas a ser ignoradas y rechazadas y que, por vergüenza, preferían salir por la noche a buscar entre la basura su alimento diario.

En uno de estos vertederos, un día me encontré con un chico que rebuscaba entre la suciedad. Le ofrecí la bolsa de comida que llevaba conmigo y me detuve a intercambiar unas palabras con él. En ese momento, se acercó una joven embarazada y dijo: “Tengo mucha hambre”. El chico la miró, bajó los ojos a la bolsa que yo acababa de darle y, sin dudarlo, se la ofreció. “Cógela”, le dijo. La joven abrió la bolsa, cogió un puñado de arroz crudo y empezó a comerlo con avidez. ¡Qué hambre sentía!

Fueron experiencias como ésta las que me dieron fuerzas para seguir viviendo mi vida misionera. Pero soy consciente de que el bien que he podido hacer sólo ha sido posible gracias a la preciosa colaboración de tantas personas que, de un modo u otro, han compartido este compromiso mío de comunión y solidaridad con los más necesitados. Tantos amigos y bienhechores, cercanos y lejanos, han sostenido, con gran amor y generosidad, esta aventura que, para mí, ha durado casi 20 años y me ha marcado para siempre.

Al recordar estos 25 años de sacerdocio, puedo decir que los he vivido con el corazón lleno, entre alegrías y tristezas, y también con algunas dificultades y fragilidades, pero siempre con todo mi corazón. Precisamente por eso, celebro este jubileo con mucha gratitud. Han sido muchas las experiencias de misión que he vivido a lo largo de estos años, muchas de ellas inolvidables. He conocido a muchas personas que, de distintas maneras, han formado -y siguen formando- parte de mi camino. A todas ellas siento que debo decirles: “¡Gracias de todo corazón!

Un agradecimiento especial a mi familia, por todo el apoyo que me han prestado y por estar siempre a mi lado.

Hoy conmemoro con gran alegría mis 25 años de misión. Es verdad: recordar es vivir; recordar ayuda a perpetuar todo lo que el buen Dios ha hecho por mí y a través de mí, a pesar de mis debilidades.

Oh sí, es bueno recordar, y siempre regenera el espíritu.

P. David Domingues

Jornada Mundial de la Juventud

Jornada Mundial de la Juventud

Por: P. Roberto Pérez, mccj

La JMJ es un evento internacional en el que chicas y chicos provenientes de muchos países del mundo se encuentran para compartir sus culturas, idiomas, costumbres, experiencias de vida y sobre todo compartir y crecer en la fe. Además, la Jornada es una oportunidad del Papa para encontrarse con los jóvenes, ahí se dirige especialmente a esta parte de la Iglesia acogiéndolos y dándoles un mensaje de alegría y fraternidad. En este encuentro también se fortalece la esperanza y caridad de los muchachos, que representan a muchos otros de sus diócesis de origen.

La JMJ es un espacio para confirmar que la fe no es personal, sino un acontecimiento, familiar y comunitario, en donde se reconoce que no estamos solos para seguir a Jesús, sino que somos parte de un grupo, capilla, parroquia y diócesis; donde también se muestra que los desafíos experimentados son los mismos que lleva quien está a nuestro lado.

Por eso la fe crece y aumenta cuando nos encontramos, compartimos y celebramos la presencia de Jesús en nuestras vidas. Esa que nos impulsa a reconocer que Dios es un Padre amoroso y misericordioso que nos cuida y nos ama. Además, nos da la certeza de que Él está de nuestro lado para participar y anunciar su proyecto de vida.

El deseo de tantos jóvenes en un mundo más fraterno es la esperanza, un lugar en el que estamos llamados a vivir en plenitud con todo lo que somos; la esperanza también nos permite saber que otro mundo es posible, que existe otra manera de relacionarse y en el que el dinero no determina las relaciones personales, nacionales o internacionales, sino que debe estar al servicio de todos, para que nadie posea todo ni que otros tengan lo mínimo necesario para sobrevivir.

En la preparación profesional, no sólo se busca tener un estilo de vida más cómodo y confortable, sino que ofrezcamos nuestros servicios a los más necesitados, incluso si éstos no pueden pagarnos o retribuirnos. La esperanza nos ilumina para que las telecomunicaciones no sólo den información de lo que sucede minuto a minuto en nuestro mundo, sino para reconocernos hermanas y hermanos que habitamos el mismo planeta, y lo que nos hace más cercanos son las muestras de respeto, fraternidad y solidaridad.

Esta confianza nos lleva a buscar nuevos caminos ante el dolor y sufrimiento de las guerras; la violencia y la venganza no son la única manera de resolver conflictos o diferencias entre personas o países. La esperanza a la que nos remite Jesús, «Yo he venido para que tengan vida y vida en abundancia» (Jn 10,10b), es el proyecto de Dios para toda la humanidad, para toda la creación.

En esta JMJ, el Papa y toda la Iglesia quieren decir a los jóvenes, como san Pablo a los corintios, que «ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ella es la caridad» (1Cor 13,13). La caridad a la que llama esta Jornada es la misma que ha empujado a María a ir presurosa al encuentro de Isabel. María, la Virgen de Nazaret, después de haber recibido el anuncio del Ángel, inmediatamente se pone en camino para servir, ayudar y compartir la gracia y el amor que ha recibido.

El Anuncio empuja a María a servir a quien necesita ser acompañada, escuchada y ayudada. Y cuando dos personas que sienten la gracia de ser visitadas por Dios, se encuentran, entonces cosas maravillosas empiezan a suceder, el Reino de Dios ha sido inaugurado.

Así como María, los jóvenes son llamados a poner sus dones y virtudes al servicio de los demás, especialmente con quienes están golpeados, abandonados a la orilla del camino, como hizo Jesús al cuestionar al maestro de la Ley cuando le pregunta: «¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» (Lc 10,36).

A propósito de esto, hay un proverbio árabe que reza: «El hombre es enemigo de lo que ignora: enseña una lengua y evitarás la guerra. Expande una cultura y acercarás un pueblo a otro». En esta JMJ, los participantes vivirán el encuentro con otros que, como ellos, vienen de diferentes culturas, lenguas y naciones. Así se podrán romper esquemas y paradigmas que dividen o separan.

Es la caridad y el servicio a los demás lo que puede salvar al mundo y puede unirnos para romper esquemas que dividen al mundo en países, religiones, etnias, lenguas, etcétera. Pedimos para que en esta Jornada Mundial de la Juventud, los participantes estén abiertos a la voz de la Iglesia, a la voz del mundo que llama a vivir en alegría, paz y fraternidad.

Mons. Eugenio Arellano, doctor honoris causa

Mons. Eugenio Arellano (en la foto, a la derecha), misionero comboniano y vicario apostólico emérito de Esmeraldas, ha sido nombrado doctor honoris causa por la Universidad Católica de esta ciudad de Ecuador. El título le ha sido otorgado también a Mons. Antonio Crameri, actual Vicario Apostólico de Esmeraldas y sucesor de Mons. Arellano (en la foto, al centro).

Mons. Eugenio fue consagrado obispo el 20 de agosto de 1995, a manos del por entonces Nuncio Apostólico en Ecuador, Francesco Canalini. Ejerció como presidente de la Conferencia Episcopal de Ecuador entre 2017 y 2020. El 5 de julio de 2021 el papa Francisco aceptó su renuncia al gobierno pastoral del vicariato, un año después haber cumplido 75 años, edad que el Derecho Canónico establece como límite para el desempeñó de cargos episcopales.

Actualmente ejerce su ministerio pastoral ayudando en la Parroquia la Resurrección de Tumaco, en Colombia, parroquia atendida por los misioneros combonianos.

Sagrado Corazón de Jesús

“El corazón abierto y expuesto de Jesús que contemplamos en la imagen del Sagrado Corazón no es otra cosa más que la invitación continua de Dios que nos llama a acercarnos a su corazón para poder entender cuál es nuestra identidad, cuál es nuestra llamada, nuestra vocación, y cuál es nuestro compromiso y nuestra responsabilidad con ese amor que no se cansa de buscarnos y de esperarnos.
Sagrado Corazón de Jesús

Por: P. Enrique Sánchez, mccj

Dice San Juan en su evangelio que “Nadie ha visto jamás a Dios” (Jn 1,18) y ciertamente nuestras experiencias de Dios no nos permiten describirlo o definirlo con nuestros criterios ni con nuestras categorías. Tampoco lo podemos hacer con nuestras maneras de pensar o de sentir. De Dios podemos decir muchas cosas, podemos hacernos muchas ideas; pero nunca podremos pretender tenerlo atrapado en nuestro mundo.

Sin embargo, esto no significa que es un desconocido o alguien de quien no podamos decir nada, pues el mismo San Juan afirma en su primera carta que “Dios es amor” (1Jn 4,7) y es el encuentro con ese amor lo que nos permite entrar en su mundo, haciéndonos familiares y conocidos suyos. Es él quien nos entiende y nos conoce.

A Dios nunca lo veremos con nuestros ojos carnales y humanos, pero eso no quiere decir que se convierte en alguien inalcanzable o escondido en su misterio. Todo lo contrario, Dios ha querido darse un rostro para que pudiésemos reconocerlo. No sólo eso, el mismo ha querido estar en medio de nosotros haciéndose el Emmanuel, el Dios que comparte nuestra humanidad y que entra en nuestra historia como el padre bueno que nos ama a través de su hijo Jesucristo. Y el amor de Cristo, que no es otra cosa que el amor del Padre por cada uno de nosotros, ha querido hacerse comprehensible a través del icono, de la imagen de ese corazón abierto y traspasado de donde brota el amor inagotable de Dios por cada uno de nosotros. Ese corazón abierto se presenta a la humanidad como el lugar en donde todos tenemos un espacio reservado para habitar en él y para hacer en él la experiencia de descubrirnos amados.

El corazón abierto y expuesto de Jesús que contemplamos en la imagen del Sagrado Corazón no es otra cosa más que la invitación continua de Dios que nos llama a acercarnos a su corazón para poder entender cuál es nuestra identidad, cuál es nuestra llamada, nuestra vocación, y cuál es nuestro compromiso y nuestra responsabilidad con ese amor que no se cansa de buscarnos y de esperarnos. En el corazón de Jesús todos somos invitados a escuchar aquellas palabras del Señor que dicen: “Vengan a mí todos los que andan cansados y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy tolerante y humilde de corazón, y encontrarán descanso para su vida. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera”. (Mt 11, 28)

Vengan y vivan porque el amor todo lo hace posible. El amor, y en particular el amor de Dios, es lo que hace posible que vivamos. Es lo que le da sentido a nuestra existencia y lo que nos permite tomar la medida justa de todo lo que nos va aconteciendo. Porque, como dice San Pablo en su carta a los Corintios, “el amor es paciente, es servicial, no es envidioso, ni busca aparentar, no es orgulloso ni actúa con bajeza, no busca su interés, no se irrita, sino que deja atrás las ofensas y las perdona, nunca se alegra de la injusticia y siempre se alegra de la verdad. Todo lo aguanta y todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta. El amor nunca terminará”. (ICo 13, 4-8)

Contemplar y confiar en el Corazón de Jesús es darnos la oportunidad de entrar en el misterio de Dios que se entiende y se vive desde el corazón; porque el amor no se entiende de otra manera más que amando. Eso quiere decir, saliendo de nosotros mismos, aceptando que el verdadero sentido de nuestras vidas no lo encontramos cuando nos encerramos en nosotros mismos o cuando vivimos agobiados por nuestra necesidad de acaparar y de acumular.

Actuar de esa manera nos impide entender y experimentar que la vida se conquista sólo cuando la entregamos, que nos hacemos dueños de todo únicamente cuando aprendemos a desprendernos de todo y principalmente de nosotros mismos. Cuando nos hacemos libres para recibir todo y a todos como don y gracia. Cuando decimos: Sagrado Corazón de Jesús en ti confío, estamos haciendo la experiencia más sencilla, pero al mismo tiempo más profunda del amor que llevamos dentro. Y es ese amor es el que nos hace capaces de vivir libres de todo apego y abiertos para poder recibir la vida como una gracia que no merecemos, pero que se nos otorga simplemente porque somos amados.

Este es el regalo más grande que recibimos del Corazón de Jesús, descubrirnos amados por Dios de tal manera que no exige nada a cambio. Sólo pide que nos dejemos amar por él con las consecuencias que esto implica. Es decir, que aceptemos hacernos personas que obran bien y que se comprometen a ser testigos de la bondad de Dios que sólo vive para amarnos. Creo que es ahí en donde nace nuestra vocación y nuestro compromiso misionero.

Para amar verdaderamente necesitamos confiar y nadie ha confiado más en nosotros que Dios. Ha confiado tanto que nos ha dado lo que más amaba, a su Hijo, al único.

En Jesús, Dios nos ha amado tanto que él mismo se ha entregado y se sigue entregando cada día para que tengamos vida y la tengamos en abundancia. Porque como Jesús mismo nos dice: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que quien crea en él no muera, sino tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar el mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él”. (Jn 3, 16-17)

A nosotros nos toca únicamente corresponder a ese amor comprometiéndonos a ponerlo en práctica y alejándonos de todo aquello que nos empuja a vivir en el egoísmo y en la indiferencia ante los demás.

El amor del Corazón de Jesús nos recuerda que su amor pasa a través de la experiencia que hacemos de amarnos entre nosotros. Pues si es verdad que a Dios no lo vemos como quisiéramos, él se nos hace cercano y se nos manifiesta en el hermano que tenemos a un lado. A Dios no lo vemos, pero vemos al hermano en quien Dios está presente y a través del cual nos va manifestando su amor.

Dice san Juan: “Queridos, amémonos unos a otros porque el amor viene de Dios; todo el que ama es hijo de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, ya que Dios es amor… En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo para que, ofreciéndose en sacrificio, nuestros pecados quedaran perdonados”. (Cfr. IJn 4, 7-21)

El secreto que nos abre al amor de Dios está en que primeramente nos descubrimos amados incondicionalmente por un Padre que vive sólo para amarnos y ese amor lo experimentamos únicamente cuando aceptamos que para corresponder a ese don tenemos que aprender a amar a nuestros hermanos. Si decimos que a Dios no lo vemos, él nos enseña que se nos hace cercano en el don y la riqueza que representa cada persona en su originalidad y en el ser única. Dios nos habla a través del hermano que tenemos cerca y en todo aquel que muchas veces es marginado, abandonado, pero que también necesita ser amado.

Por otra parte, el Corazón de Jesús nos enseña que, en el tema del amor, es Dios quien toma la iniciativa y nos introduce en su mundo, en esa realidad en la que se existe sólo para buscar la felicidad de los demás. En donde se aprende a ser felices cuando nos hacemos capaces de producir la felicidad en los demás. Porque a amar se aprende amando y sólo se ama cuando somos capaces de romper con todo aquello que nos tiene atrapados en el egoísmo, que nos impide reconocer que dentro llevamos la huella de un amor que no podemos contener y nos obliga a compartirlo.

Para nosotros misioneros, acercarnos al Corazón de Jesús significa ir a la fuente de nuestra vocación. Es ahí en donde entendemos el valor y la profundidad de nuestra llamada. Nos damos cuenta de que hemos sido llamados a ir por el mundo como testigos del Amor porque primero nos hemos sentido amados.

El Señor no es un capataz que distribuye las tareas y se encarga de los trabajos. El nos ha llamado para hacernos sentir el cariño que nos tiene y para que estemos con él. No se trata de una función que se nos confía, sino de una manera nueva de vivir y de estar presentes en el mundo, como testigos suyos, testigos del Amor.

Desde el Corazón abierto de Jesús entendemos la pasión de Dios por toda la humanidad y la ternura y cuidado que tiene por los más pobres y los más abandonados. Dios existe para amar y en ningún momento pone condiciones para merecer su amor. Él lo da gratuitamente y pacientemente porque a todos nos cuesta abrirnos al don de su amor.

La misión en este sentido se transforma en algo que nos obliga a ser presencia del amor de Dios en cada persona y nos empuja a salir de lo confortable que pueda ser nuestra vida para ir a quienes más necesitan descubrirse hijos amados de Dios. Tal vez no se trata de hacer mucho por los demás, sino amarlos mucho, para que de esa manera se sienta en ellos la presencia del Señor que hace posible todo lo que vamos necesitando en nuestro caminar.

Si nos acercamos a San Daniel Comboni nos damos cuenta de que él veía el Corazón de Jesús como el lugar en el que todas las personas de la misión que le había sido confiada podían encontrar un espacio para ser acogidas, justamente en el amor de Dios.Y la energía que le acompañó en todos los momentos de su experiencia misionera nació en él de la convicción de ser profundamente amado por Jesús y de la certeza de que su misión era una obra amada por el Señor.

Finalmente, todos sabemos que amar y servir son dos experiencias que van de la mano. No se puede amar y pasar indiferentes ante el dolor y el sufrimiento del hermano o de la hermana. No se puede amar sin ser solidarios de quienes viven marginados y alejados de la posibilidad de una vida digna. No se puede amar haciéndonos sordos a los gritos de tantos hermanos y hermanas nuestras que viven siendo víctimas de la violencia y de la guerra. No se puede gozar del amor de Cristo si no estamos dispuestos a compartirlo con los demás.

Qué el Corazón de Jesús despierte en nosotros una conciencia más viva de la necesidad que tenemos de trabajar en la construcción de una humanidad más fraterna y que la confianza puesta en el amor de Dios nos ayude a vivir con alegría y entusiasmo nuestra vocación misionera como posibilidad de entrega de nuestras vidas amando a los demás.