Domingo XXIII ordinario. Año B

Jesús sana nuestra comunicación

23ª Domingo del Tiempo Ordinario (B)
Marcos 7,31-37: “¡Hace oír a los sordos y hablar a los mudos!”
JESÚS SANA NUESTRA COMUNICACIÓN

El episodio de la curación del sordomudo narrado en el evangelio de hoy se encuentra solo en San Marcos. Está situado fuera de los límites de Palestina, en la Decápolis, en territorio pagano. La anotación geográfica es un poco extraña porque Jesús, para descender hacia el lago de Genesaret, primero se desplaza hacia el norte (de Tiro a Sidón, en el actual Líbano) y luego desciende por la vertiente oriental del Jordán, en territorio de la Decápolis (en la actual Jordania). Jesús es un “traspasador de fronteras” y a menudo no sigue el camino recto, porque quiere alcanzar a todos en nuestros caminos tortuosos y llevar el evangelio a los vastos territorios paganos de nuestra vida.

El texto dice que el sordomudo fue “llevado” a Jesús por otras personas que “le rogaron que le impusiera las manos”. Encontramos otros casos en los evangelios en los que la iniciativa para pedir la curación de alguien es tomada por otros. Esto ocurre especialmente cuando el enfermo está imposibilitado de acudir a Jesús (véase el paralítico de Cafarnaúm: Marcos 2,1-12; y el ciego de Betsaida: Marcos 8,22-26). Pero todos necesitamos ser “llevados” por los hermanos y la comunidad. Jesús entonces “lo toma aparte, lejos de la multitud”, no solo para evitar la publicidad, sino para favorecer un encuentro personal con este hombre.

La modalidad de curación es bastante inusual: Jesús “le puso los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua; luego, mirando al cielo, suspiró y le dijo: ‘Effatá’, es decir: ‘¡Ábrete!'”. Por lo general, basta un gesto o una palabra de Jesús para operar la curación. Aquí el evangelista quizá quiera subrayar nuestra resistencia, por un lado, y el involucramiento de Jesús en nuestra situación, por otro. Este relato nos recuerda la curación del ciego de Betsaida, en territorio de Galilea, que ocurrirá más tarde (Marcos 8,22-26). Paganos o creyentes, todos necesitamos ser sanados en nuestros sentidos espirituales para tener una relación nueva con Dios y con los hermanos. Así se cumple lo que Isaías había profetizado en la primera lectura: “Entonces se abrirán los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los sordos. Entonces el cojo saltará como un ciervo, gritará de alegría la lengua del mudo”.

Puntos de reflexión

1. Todo comienza con la escucha.

En la Sagrada Escritura, el sentido privilegiado en la relación con Dios es el oído. Encontramos 1.159 veces el verbo escuchar en el Primer Testamento, a menudo teniendo a Dios como sujeto (biblista F. Armellini). Por eso el primer mandamiento es Shemá Israel, Escucha Israel (Dt 6,4). Ser sordo era una patología grave, un castigo (véase Juan 9,2), porque imposibilitaba la escucha de la Torá. Por eso los profetas anunciaban para los tiempos mesiánicos: “Oirán en aquel día los sordos las palabras del libro” (Isaías 29,18). En realidad, el camino del creyente es una apertura progresiva y una sensibilidad hacia la escucha: “Cada mañana hace atento mi oído para que escuche como los discípulos. El Señor Dios me ha abierto el oído y yo no he opuesto resistencia” (Isaías 50,4-5).

Vivimos en una sociedad acústicamente contaminada, con el riesgo de una “otosclerosis”, el endurecimiento de nuestro oído, por habituación o por defensa. Esta “sordera física” puede repercutirse en la esfera espiritual. La voz de Dios se convierte en una entre tantas y, incluso, superada por otras voces amplificadas por los medios. El creyente tiene una extrema necesidad de ser continuamente sanado de la sordera del corazón.

2. De la escucha nace la palabra.

De la escucha nace la palabra verdadera, la comunicación auténtica. La sanación de la lengua es consecuente a la del oído: “Se le abrieron los oídos, se desató el nudo de su lengua y hablaba correctamente”.

En un mundo hiperconectado crece la Babel de la incomunicabilidad, que se manifiesta en el lenguaje falso y manipulador, en el acoso y la opresión. La palabra se banaliza, se mortifica y se vuelve insignificante, generando un bloqueo comunicativo, la soledad y el mutismo. Esta situación se refleja tanto en el ámbito familiar y en las relaciones interpersonales como en la sociedad y en la Iglesia.

Debería preocuparnos especialmente la afonía de la Iglesia y del cristiano. Un cristiano afónico difícilmente puede comunicar la buena nueva del evangelio. La afonía de la Iglesia corroe la dimensión profética de la fe, con el riesgo de hacerla cómplice de la injusticia que se propaga en el mundo.

¿Qué hacer para “hablar correctamente” como el hombre del evangelio? ¿Cómo recuperar la voz profética de “quien clama en el desierto”, para hacer resonar la Palabra en los numerosos desiertos del mundo de hoy?

Tal vez nos falte esa media hora de silencio de la que habla el Apocalipsis: “Cuando el Cordero abrió el séptimo sello, hubo silencio en el cielo como por media hora.” (8,1). Tal vez en la Iglesia estamos demasiado acostumbrados a subir a la cátedra y menos a callar y hacer silencio. Sin silencio: no hay discernimiento para captar la “gravedad” del momento que vivimos; no hay sensibilidad para abrirse al asombro de la intervención divina; no hay palabra iluminada para leer el presente. Como el profeta Elías, necesitamos frecuentar el Horeb de nuestra fe, la cruz de Cristo, para captar la nueva modalidad de la presencia de Dios en la “voz del silencio” (1 Reyes 19,12).

Tal vez nos falta la higiene matutina del alma. Todos los días lavamos cuidadosamente los oídos y la boca, pero a menudo descuidamos el lavado de los oídos y de la boca del corazón. Habría que recordar, cada mañana, el evento de nuestro bautismo y, sumergiendo en esas aguas nuestras manos, repetir interiormente, en oración, el Effatá bautismal: “¡El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, me conceda escuchar hoy su palabra y profesar mi fe, para alabanza y gloria de Dios Padre!”

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


¡Effatá! ¡Ábrete!

“Jesús dejó el territorio de Tiro, pasó por Sidón y se dirigió de nuevo al lago de Galilea atravesando la Decápolis. Le llevaron a un hombre sordo y tartamudo y le suplicaban que impusiera sobre él la mano. Jesús lo apartó de la multitud y, a solas con él, le metió los dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua. Luego, mirando al cielo, suspiró y dijo: “¡Effatá!”, que quiere decir: “¡Ábrete!”. Al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de su lengua y comenzó a hablar sin ninguna dificultad. Jesús les ordenó que no lo dijeran a nadie, pero cuanto más él insistía, más lo divulgaban ellos. Y llenos de asombre comentaban: “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos”. (Marcos 7, 31-37)

La historia del evangelio de hoy seguramente traía muchos recuerdos a quienes veían actuar a Jesús con tanto poder y autoridad. El profeta Isaías había anunciado que el Dios de Israel “despegaría los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos se abrirán. Entonces el lisiado saltará como un ciervo y la lengua del mudo cantará”. (Isaías 35, 4-6) Esos serían los signos que manifestarían la presencia de Dios en medio de su pueblo.

Jesús pasa incansablemente en medio de toda la gente de su pueblo y en todas partes va haciendo obras extraordinarias que manifiestan la llegada del Reino de Dios, la llegada de los tiempos nuevos en los cuales él aparece como el Mesías, el Salvador en quien se cumplen todas las promesas de los profetas.

El Señor acercándose a ese hombre sordo y tartamudo, lo invita a entrar en su corazón, lo lleva a parte y se ocupa de él. Como se ocupará siempre de todas las personas que tienen necesidad, de todos aquellos que no logran escuchar y entender su palabra.

Hay, en este pequeño texto, algunas palabras que son muy importantes para entender el mensaje que se nos quiere compartir. Oír, hablar, tocar, abrir, anunciar, reconocer.

El hombre que le llevan a Jesús está sordo, no oye y, por lo tanto, seguramente tampoco entiende en profundidad lo que le dicen. La sordera es algo que lo encierra en su mundo y lo aísla de los demás, negándole una posibilidad de vida plena. Se le niega hacer la experiencia de las relaciones necesarias para vivir como persona.

 No oye y eso crea en él una dependencia, una incapacidad que obliga a los demás a intervenir para poder ponerlo en contacto con Jesús. Este es un detalle importante que nos recuerda que siempre tendremos necesidad de mediaciones para acercarnos al Señor y que no vamos solos en el camino de la fe.

Era sordo y tartamudo y con ello aparece también su incapacidad de comunicarse tranquila y confiadamente. No puede compartir la riqueza que lleva dentro.

Tal vez no le faltaban las palabras, pero no lograba transmitir adecuadamente la riqueza de su vida. Todos llevamos dones magníficos en nosotros mismo cuyos destinatarios son los demás, pero muchas veces somos torpes en nuestra manera de compartirlos, tartamudeamos.

Pero aquel hombre tuvo la fortuna de que Jesús apareciera en su camino y se acercara para sacarlo de su sufrimiento. Jesús lo toca y su mano se convierte en instrumento que reintegra a la vida. Lo toca con su mano y con el gesto de la saliva le hace el don de su propia vida.

Y el milagro se lleva a cabo cuando, con autoridad Jesús le dice “ábrete”. Jesús lo libera de su incapacidad, lo sana abriéndolo a una experiencia nueva que le permite reconocerlo y aceptarlo en su vida como salvador. Empezó a hablar sin dificultad, volvió a ser la persona que tenía que ser siempre y se convierte en testigo del Señor.

En nuestras vidas se repite la misma historia y muchas veces nos damos cuenta de que no oímos lo que el Señor nos está diciendo. No entendemos por qué nos toca pasar por algunas experiencias que nos roban el aliento y la vida.

Estamos sordos a la voz del Señor que nos habla a través de su palabra, pero también a través de tantos acontecimientos sencillos que la vida va poniendo ante nosotros.

Atrapados en las preocupaciones de todos los días, no sabemos decir a los demás lo bello que Dios va haciendo en nosotros. Nuestras palabras parecen inadecuadas y nos cuesta compartir lo bueno que llevamos en nuestro interior. Dejamos que el silencio nos gane y nos aislamos de los demás, dejamos que el egoísmo nos gane y vivimos preocupados de nosotros mismos.

En lugar de cantar alegremente las maravillas del Señor, nos contentamos con tartamudear aquello que nos aflige y nos roba las ganas de vivir.

Pero el evangelio nos trae la buena noticia. Jesús está en camino hacia nosotros y no le importa dar una gran vuelta hasta encontrarnos. Como lo hizo yendo de Tiro hasta Galilea.

Jesús llega para poner su mano sobre nosotros, de manera que podamos sentir la bendición, el alivio y la curación que se nos otorga a través de él.

Aquí lo importante es estar dispuestos a dejarse tocar por él, dejar que su presencia cubra todo nuestro ser, que sus manos toquen nuestras sorderas y su saliva se convierta en medicina que nos sane de todas nuestras mediocridades.

¡Ábrete! Es invitación y orden. Abrirnos a su presencia y a su palabra es la oportunidad que se nos brinda a diario para salir de lo que nos tiene atrapados en vidas vividas a mitad.

Abrirse significa, creer, confiar, esperar. Es capacidad de apostarle a lo positivo, a lo que entusiasma y a lo que genera alegría en nuestra vida. Abrirse, quiere decir capacidad de reconocer la presencia bondadosa de Dios a cada instante y en cada situación que nos toca afrontar. Es poder decir: aquí está Dios y está haciendo lo mejor por mí.

¿Cuántas veces tendremos que oír con fuerza esa invitación de la parte del Señor? ¿A cuántas cosas tendremos que abrirnos para caer en la cuenta de que él nos lleva por caminos seguros y que podemos confiar en su palabra como garantía de felicidad?

Aquí está Jesús y todo lo está haciendo bien para que nada me falte y para que con sencillez pueda convertirme en testigo de su presencia en mí.

Aquí está Jesús y siento su mano que toca mi corazón y me convierte en testigo de su amor.

Aquí está Jesús hoy, en medio de nosotros, y reconociendo su presencia seguramente iremos como misioneros a llevarlo al corazón de tantas personas que lo necesitan, porque son los sordos y los tartamudos de nuestro tiempo.

Como aquella gente que encontró a Jesús, también nosotros estamos invitados a ir y compartir la experiencia que hemos hecho de él, pues reconocemos con asombro y gratitud todo lo que está haciendo en nosotros.

Que su mano toque nuestros oídos para entenderlo y nuestras bocas para anunciarlo.

P. Enrique Sánchez G. mccj


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