Domingo VI ordinario. Año C
¿Dónde hundimos nuestras raíces?
Año C – Tiempo Ordinario – 6º domingo
Lucas 6,17.20-26: “Bienaventurados vosotros, los pobres… ¡Pero ay de vosotros, los ricos!”
El Evangelio de hoy nos presenta las Bienaventuranzas en la versión de san Lucas. El texto se compone de cuatro bienaventuranzas y cuatro advertencias, marcadas por cuatro “bienaventurados vosotros” y cuatro “¡ay de vosotros!”. Jesús declara bienaventurados a los pobres, los hambrientos, los afligidos y los perseguidos; y advierte a los ricos, los saciados, los que ríen y los que son alabados por los demás.
Por un lado, las palabras de Jesús nos fascinan, pero por otro, nos incomodan, porque proponen criterios que chocan profundamente con nuestra mentalidad actual. ¿Quién puede realmente decir que es pobre y tiene hambre? Quizás afligido y perseguido, a veces. San Mateo las “espiritualiza”: “Bienaventurados los pobres de espíritu”, “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia”… Sin embargo, san Lucas las “materializa” sin concesiones.
Nuestro espíritu percibe la verdad y la belleza de esta nueva visión de la vida, encarnada en la misma persona de Jesús, pero nuestra mente inmediatamente comienza a relativizarla, considerándola irrealista, mientras que nuestro inconsciente trata de suprimirla lo más rápido posible. Es realmente una gracia dejarse interpelar por esta palabra. De hecho, es grande la tentación de decir, como en otra ocasión: “Esta palabra es dura, ¿quién puede escucharla?” (Juan 6,60).
En esta palabra, como en muchas otras del Evangelio, se cumple lo que dijo el profeta Jeremías: “¿No es mi palabra como fuego – oráculo del Señor – y como un martillo que quebranta la roca?” (Jeremías 23,29). En otro pasaje, dice que la palabra, en lo más profundo del corazón, provoca un gran dolor interno (Jeremías 4,29). ¿Qué mejor deseo, entonces, que salir de la celebración dominical con “un gran dolor de estómago”? Sería una señal de que estamos en el camino correcto. La alternativa, de hecho, es irse tristes, como el joven rico. ¡Escuchar esta palabra nos sana y nos salva del peligro de llevar una vida sin sentido!
El contexto de este evangelio
San Lucas nos dice que Jesús se retiró solo a la montaña y pasó toda la noche en oración. Jesús es el Maestro de la oración porque enseña a partir de su propia experiencia. El evangelista destaca que Jesús siempre rezaba antes de tomar grandes decisiones. La narración continúa diciendo que, por la mañana, Jesús llamó a todos sus discípulos y eligió a doce de ellos, a quienes llamó apóstoles (Lc 6,12-13).
Después, Jesús baja con sus discípulos y se detiene en un lugar llano. Mientras que en san Mateo Jesús pronuncia su discurso en la montaña, símbolo de la cercanía con Dios, en san Lucas lo hace en la llanura, símbolo de cercanía con la gente, donde puede ser fácilmente alcanzado por todos. De hecho, “había una gran multitud de sus discípulos y una gran muchedumbre de gente” que habían venido de todas partes “para escucharlo y ser sanados de sus enfermedades”. Toda la multitud intentaba tocarlo, “porque salía de él una fuerza que sanaba a todos” (Lc 6,17-19).
En esta vasta escena de humanidad, Jesús, levantando los ojos hacia sus discípulos, proclama las bienaventuranzas. El Señor levanta la mirada porque habla desde abajo. Dios es humilde y no se sitúa por encima de nosotros.
Algunas claves de lectura
Bienaventurados vosotros, los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios.Bienaventurados vosotros, los que ahora tenéis hambre, porque seréis saciados.Bienaventurados vosotros, los que ahora lloráis, porque reiréis.Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien… por causa del Hijo del Hombre.
Observemos que:
- En la Sagrada Escritura ya encontramos esta forma literaria de bendiciones y maldiciones (véase la primera lectura de Jeremías y el Salmo 1). Los rabinos en tiempos de Jesús también la utilizaban.
- Mientras que san Mateo presenta las bienaventuranzas en un estilo sapiencial, enunciándolas en tercera persona del plural: “Bienaventurados los pobres”, san Lucas adopta un estilo profético, más directo, dirigiéndose a sus discípulos en segunda persona: “Bienaventurados vosotros, los pobres”.
- Cada bienaventuranza está acompañada de un “porque”. Pero, ¿cuál es la razón fundamental de estas afirmaciones tan paradójicas? Jesús no consagra ni idealiza la pobreza. La pobreza, el hambre, la aflicción y la persecución son realidades negativas que deben ser combatidas. La buena noticia es que Dios no tolera estas injusticias, tan extendidas en nuestro mundo, y se hace cargo de la causa de los pobres. Jeremías, en la primera lectura, afirma que la verdadera bienaventuranza nace de la confianza en el Señor: “Bendito el hombre que confía en el Señor y pone en él su esperanza”.
- En la primera bienaventuranza, Jesús emplea el verbo en presente: “Bienaventurados vosotros, los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios”, mientras que despues usa el futuro. ¿Cómo explicarlo? Las bienaventuranzas tienen una dimensión ya presente, pero también una proyección futura hacia su plena realización. Paradójicamente, por lo tanto, en la misma experiencia del sufrimiento es posible encontrar la alegría. Un ejemplo elocuente es el de los apóstoles Pedro y Juan, quienes, después de haber sido azotados, “salieron del sanedrín gozosos de haber sido considerados dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús” (Hechos 5,41).
En una estructura simétrica, Jesús presenta cuatro advertencias, los cuatro “ayes”:
¡Ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo!¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados, porque tendréis hambre!¡Ay de vosotros, los que ahora reís, porque os lamentaréis y lloraréis!¡Ay de vosotros cuando todos los hombres hablen bien de vosotros…!
Observemos que:
- Mientras que en la versión de san Mateo Jesús se limita a proclamar las ocho bienaventuranzas (más una dirigida directamente a sus discípulos), en la versión de Lucas encontramos solo cuatro, pero con la adición de cuatro “ayes”, en contraposición a los “bienaventurados vosotros”.
- El término “ay” se usaba en el ámbito profético para anunciar calamidades. Sin embargo, estos “ayes” de Jesús no son maldiciones, sino expresiones de dolor y compasión. Podrían traducirse como “¡pobres de vosotros!”. Mientras que las bienaventuranzas son una felicitación a los “bienaventurados”, los “ayes” tienen el tono de un mensaje de duelo.
- ¿Por qué Jesús advierte a los ricos? No se trata de una visión clasista. En realidad, la riqueza a menudo está asociada con la injusticia, que genera pobreza y sufrimiento.
Para la reflexión personal
Las bienaventuranzas son el camino que Jesús propone hacia la felicidad, para llevar una vida hermosa, fecunda y significativa. El profeta Jeremías la compara con un árbol siempre verde y fructífero, cuyas raíces se extienden hacia el río. En contraste, una vida no arraigada en Dios es como el tamarisco del desierto, que “no verá el bien cuando llegue y habitará en una tierra árida, en un desierto salado donde nadie puede vivir”. Todo depende, pues, de dónde hundimos nuestras raíces. ¿Dónde hunden las mías?
P. Manuel João Pereira Correia, mccj
Por aquel tiempo Jesús subió a una montaña a orar y se pasó la noche orando a Dios. Dirigiendo la mirada a los discípulos, les decía: “Felices los pobres, porque el reino de Dios les pertenece. Felices los que ahora pasan hambre, porque serán saciados. Felices los que ahora lloran, porque reirán. Felices cuando los hombres los odien, los excluyan, los insulten y desprecien su nombre a causa del Hijo del Hombre. Alégrense y llénense de gozo, porque el premio en el cielo es abundante. Del mismo modo los padres de ellos trataron a los profetas. Pero, ¡ay de ustedes, los ricos, porque ya tienen su consuelo!; ¡ay de ustedes, los que ahora están saciados!, porque pasarán hambre; ¡ay de los que ahora ríen!, porque llorarán y harán duelo; ¡ay de ustedes cuando todos los alaben! Del mismo modo los padres de ellos trataron a los falsos profetas.
Las Bienaventuranzas
Papa Francisco
El Evangelio de hoy (cf. Lc 6, 17-20-26) nos presenta las Bienaventuranzas en la versión de San Lucas. El texto está articulado en cuatro Bienaventuranzas y cuatro admoniciones formuladas con la expresión “¡ay de vosotros!”. Con estas palabras, fuertes e incisivas, Jesús nos abre los ojos, nos hace ver con su mirada, más allá de las apariencias, más allá de la superficie, y nos enseña a discernir las situaciones con la fe.
Jesús declara bienaventurados a los pobres, a los hambrientos, a los afligidos, a los perseguidos; y amonesta a los ricos, saciados, que ríen y son aclamados por la gente. La razón de esta bienaventuranza paradójica radica en el hecho de que Dios está cerca de los que sufren e interviene para liberarlos de su esclavitud; Jesús lo ve, ya ve la bienaventuranza más allá de la realidad negativa. E igualmente, el “¡ay de vosotros!”, dirigido a quienes hoy se divierten sirve para “despertarlos” del peligroso engaño del egoísmo y abrirlos a la lógica del amor, mientras estén a tiempo de hacerlo.
La página del Evangelio de hoy nos invita, pues, a reflexionar sobre el profundo significado de tener fe, que consiste en fiarnos totalmente del Señor. Se trata de derribar los ídolos mundanos para abrir el corazón al Dios vivo y verdadero; solo él puede dar a nuestra existencia esa plenitud tan deseada y sin embargo tan difícil de alcanzar. Hermanos y hermanas, hay muchos, también en nuestros días, que se presentan como dispensadores de felicidad: vienen y prometen éxito en poco tiempo, grandes ganancias al alcance de la mano, soluciones mágicas para cada problema, etc. Y aquí es fácil caer sin darse cuenta en el pecado contra el primer mandamiento: es decir, la idolatría, reemplazando a Dios con un ídolo. ¡La idolatría y los ídolos parecen cosas de otros tiempos, pero en realidad son de todos los tiempos! También de hoy. Describen algunas actitudes contemporáneas mejor que muchos análisis sociológicos.
Por eso Jesús abre nuestros ojos a la realidad. Estamos llamados a la felicidad, a ser bienaventurados, y lo somos desde el momento en que nos ponemos de la parte de Dios, de su Reino, de la parte de lo que no es efímero, sino que perdura para la vida eterna. Nos alegramos si nos reconocemos necesitados ante Dios, y esto es muy importante: “Señor, te necesito”, y si como Él y con Él estamos cerca de los pobres, de los afligidos y de los hambrientos. Nosotros también lo somos ante Dios: somos pobres, afligidos, tenemos hambre ante Dios. Somos capaces de alegría cada vez que, poseyendo los bienes de este mundo, no los convertimos en ídolos a los que vender nuestra alma, sino que somos capaces de compartirlos con nuestros hermanos. Hoy, la liturgia nos invita una vez más a cuestionarnos y a hacer la verdad en nuestros corazones.
Las Bienaventuranzas de Jesús son un mensaje decisivo, que nos empuja a no depositar nuestra confianza en las cosas materiales y pasajeras, a no buscar la felicidad siguiendo a los vendedores de humo —que tantas veces son vendedores de muerte—, a los profesionales de la ilusión. No hay que seguirlos, porque son incapaces de darnos esperanza. El Señor nos ayuda a abrir los ojos, a adquirir una visión más penetrante de la realidad, a curarnos de la miopía crónica que el espíritu mundano nos contagia. Con su palabra paradójica nos sacude y nos hace reconocer lo que realmente nos enriquece, nos satisface, nos da alegría y dignidad. En resumen, lo que realmente da sentido y plenitud a nuestras vidas. ¡Qué la Virgen María nos ayude a escuchar este Evangelio con una mente y un corazón abiertos, para que dé fruto en nuestras vidas y seamos testigos de la felicidad que no defrauda, la de Dios que nunca defrauda!
Angelus 17/02/2019
FELICIDAD
José A. Pagola
Uno puede leer y escuchar cada vez con más frecuencia noticias optimistas sobre la superación de la crisis y la recuperación progresiva de la economía.
Se nos dice que estamos asistiendo ya a un crecimiento económico, pero ¿crecimiento de qué? ¿crecimiento para quién? Apenas se nos informa de toda la verdad de lo que está sucediendo.
La recuperación económica que está en marcha, va consolidando e, incluso, perpetuando la llamada “sociedad dual”. Un abismo cada vez mayor se está abriendo entre los que van a poder mejorar su nivel de vida cada vez con más seguridad y los que van a quedar descolgados, sin trabajo ni futuro en esta vasta operación económica.
De hecho, está creciendo al mismo tiempo el consumo ostentoso y provocativo de los cada vez más ricos y la miseria e inseguridad de los cada vez más pobres.
La parábola del hombre rico “que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día” y del pobre Lázaro que buscaba, sin conseguirlo, saciar su estómago de lo que tiraban de la mesa del rico, es una cruda realidad en la sociedad dual.
Entre nosotros existen esos “mecanismos económicos, financieros y sociales” denunciados por Juan Pablo II, “los cuales, aunque manejados por la voluntad de los hombres, funcionan de modo casi automático, haciendo más rígidas las situaciones de riqueza de los unos y de pobreza de los otros”.
Una vez más estamos consolidando una sociedad profundamente desigual e injusta. En esa encíclica tan lúcida y evangélica que es la “Sollicitudo rei socialis”, tan poco escuchada, incluso por los que lo vitorean constantemente, Juan Pablo II descubre en la raíz de esta situación algo que sólo tiene un nombre: pecado.
Podemos dar toda clase de explicaciones técnicas, pero cuando el resultado que se constata es el enriquecimiento siempre mayor de los ya ricos y el hundimiento de los más pobres, ahí se está consolidando la insolidaridad y la injusticia.
En sus bienaventuranzas, Jesús advierte que un día se invertirá la suerte de los ricos y de los pobres. Es fácil que también hoy sean bastantes los que, siguiendo a Nietzsche, piensen que esta actitud de Jesús es fruto del resentimiento y la impotencia de quien, no pudiendo lograr más justicia, pide la venganza de Dios.
Sin embargo, el mensaje de Jesús no nace de la impotencia de un hombre derrotado y resentido, sino de su visión intensa de la justicia de Dios, que no puede permitir el triunfo final de la injusticia.
Han pasado veinte siglos, pero la palabra de Jesús sigue siendo decisiva para los ricos y para los pobres. Palabra de denuncia para unos y de promesa para otros, sigue viva y nos interpela a todos.
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DICHOSO EL POBRE,
NO POR SERLO SINO POR NO CAUSAR POBREZA
Fray Marcos
Siempre que tengo que hablar de las bienaventuranzas me viene a la mente la frase de Jesús: “pase de mí este cáliz”. La experiencia que tengo es que ni me entienden los pobres ni me entienden los ricos. Lo grave es que esta actitud tiene la más férrea lógica, porque trato de explicarlas y las bienaventuranzas sobrepasan toda racionalidad. Cualquier intento de aclarar racionalmente su sentido está abocado al fracaso. Sin una experiencia profunda de lo humano las bienaventuranzas son un sarcasmo. Ni el sentido común ni el instinto pueden aceptarlas. Solo desde un profundo sentido espiritual puede tener comprensión y sentido.
Es el texto más comentado de todo el evangelio, pero es también el más difícil. Invierte radicalmente nuestra escala de valores. ¿Puede ser feliz el pobre, el que llora, el que pasa hambre, el oprimido? La misma formulación nos despista porque está hecha desde la perspectiva mítica. Solo desde la perspectiva de un Dios que actúa desde fuera se puede entender “Dichosos los que ahora pasáis hambre porque quedaréis saciados”. Si para mantener la esperanza tenemos que acudir a un más allá, podemos caer en la trampa de dar por buena la injusticia que está sucediendo hoy aquí, esperando que un día Dios cambien las tornas.
En los mismos evangelios encontramos ya reflejada la dificultad. Lc dice sencillamente: dichosos los pobres. Mt ve la necesidad de añadir una matización: dichosos los pobres de espíritu; dichosos los que tienen hambre y sed de justicia; dichosos los limpios de corazón. Tanto una formulación como la otra se puede entender mal. Mal si damos por supuesto que el pobre es dichoso por el hecho de serlo. Mal, si entendemos que al rico le basta con tener un espíritu de pobre, sin que eso le obligue a cambiar su actitud egoísta para con los demás.
Hablar de los pobres, los que nadamos en la abundancia, es ligereza. ¿Qué pasó cuando los realmente pobres empezaron a pensar en el evangelio? Surgió la teología de la liberación, que la institución se apresuró en calificar de nefasta. ¿Es que puede haber un tratado sobre Dios que no libere? Lo que debía preocuparnos es que sigamos haciendo una teología para tranquilizar a los satisfechos, que no libera ni a los opresores ni a los oprimidos. El fallo de esa teología estaba en que creía que liberar a los pobres de su pobreza material era la solución definitiva. Hay que liberar al pobre de su pobreza y al rico de su riqueza.
La Iglesia no debe conformarse con una “opción preferencial por los pobres”. La Iglesia tiene que ser pobre si quiere ser fiel al evangelio. No podemos justificarnos diciendo que la institución puede tener grandes posesiones pero sus dirigentes pueden vivir en la pobreza. Esa dinámica sería posible, pero no es lo que vemos todos los días a nuestro alrededor.
Se proclama dichoso al pobre, no la pobreza. Dichoso, no por ser pobre, sino porque él no es causa de que otro sufra. Dichoso porque a pesar de todos, él puede desplegar su humanidad. Este es el profundo mensaje de las bienaventuranzas. El comunismo sigue creyendo que basta con nivelar materialmente las necesidades de todos los seres humanos, pero eso no es verdadera liberación. Es verdad que el origen del comunismo está en los Hechos de los Apóstoles, pero se hicieron eco solo de la letra olvidando el espíritu. Lo humano solo llegará cuando voluntariamente cada uno se solidarice con todos los demás sin apegarse a nada.
Hay otra consideración a tener en cuenta. Todos somos pobres en algún aspecto y todos somos ricos en otros. Por eso, yo haría una formulación distinta: Bienaventurado el pobre, si no permite que su “pobreza” le atenace. Bienaventurado el rico, si no se deja dominar por su “riqueza”. No sabría decir qué es más difícil. En ningún momento debemos olvidar los dos aspectos. Ser dichoso es ser libre de toda atadura que te impida desplegar tu humanidad.
El colmo del cinismo llegó cuando se intentó convencer al pobre de que aguantara estoicamente su pobreza incluso diera gracias a Dios por ella, porque se lo iban a pagar con creces en el más allá. Tampoco quiere decir el evangelio que tenemos que renunciar a la riqueza para asegurarnos un puesto en el cielo. Debemos renunciar a ser la causa del sufrimiento de los demás. Las bienaventuranzas no son un sí de Dios a la pobreza ni al sufrimiento, sino un rotundo no de Dios a las situaciones de injusticia. Siempre que actuamos desde el egoísmo hay injusticia. Siempre que impedimos que el otro crezca hay injusticia.
Al añadir Lucas ¡Ay de vosotros los ricos!, deja claro que no habría pobres si no hubiera ricos. Si todos pudiéramos comer lo suficiente, nadie nos consideraría ricos. Si todos pasáramos la misma necesidad, nadie nos consideraría pobres. La parábola del rico Epulón lo deja claro. No se le acusa de ningún crimen; No se dice que haya conseguido las riquezas injustamente. El problema era no haberse enterado de que Lázaro estaba a la puerta. Sin Lázaro a la puerta, su riqueza no tendría nada de malo. El evangelio no anima a valorar la pobreza en sí, sino a no ser causa del sufrimiento de otro. La pobreza del evangelio hace siempre referencia al otro.
Las bienaventuranzas quieren decir, que, aún en las peores circunstancias que podamos imaginar, las posibilidades de ser no nos las puede arrebatar nadie. Recordad lo que decíamos el domingo pasado: “Rema mar adentro”, busca en lo hondo de ti, lo que vale de veras. Si creemos que la felicidad nos llega del consumir, no hemos descubierto la alegría de ser. Nosotros, al poner la confianza en las seguridades externas, en el hedonismo a todos los niveles, estamos equivocándonos y en vez de bienaventuranza encontraremos desdicha. Nunca se ha consumido más y sin embargo nunca ha habido tanta infelicidad.
Las bienaventuranzas son ‘la prueba del algodón’ del cristiano. Un cristianismo como capote externo, que busca las seguridades espirituales además de las materiales, no tiene nada que ver con Jesús. Llevamos dos mil años intentando armonizar cristianismo y riqueza; salvación y poder. Nadie se siente responsable de los muertos de hambre. Vivimos en el hedonismo más absoluto y no nos preocupa la suerte de los que no tienen un puñado de arroz para evitar la muerte. Jesús nos dice claramente que, si tal injusticia acarrea muerte, alguien tiene la culpa. Buscar por encima de todo mi seguridad, y si me sobra dar a los demás, no funciona.
Decimos: Yo no puedo hacer nada por evitar el hambre. Tú lo puedes hacerlo todo, porque no se trata de eliminar la injusticia sino de que tú salgas de toda injusticia. No se trata de hacerles un favor a ellos, aunque sea salvarles la vida, se trata de que tú salgas de cualquier inhumanidad. Nosotros, los “ricos”, somos los que tenemos que cambiar buscando esa humanidad que nos falta. Tu salvación está en no ser causa de opresión para nadie sino en ayudar a los demás a salir de toda opresión. Si damos de comer al pobre le salvamos la vida biológica. Si salgo de mi egoísmo, salvo la vida al pobre y me libero de mi inhumanidad.
Las bienaventuranzas ni hacen referencia a un estado material ni preconizan una revancha futura de los oprimidos ni pueden usarse como tranquilizante, con la promesa de una vida mejor para el más allá. Las bienaventuranzas presuponen una actitud vital escatológica, es decir, una experiencia del Reino de Dios, que es Dios mismo como fundamento de mi propio ser. El primer paso hacia esa actitud es el superar la idea de individualidad que nos lleva al egoísmo, dejar de creer que somos lo que no somos y vivir de ese engaño.
LAS BIENAVENTURANZAS: UNA BUENA NOTICIA
Fernando Armellini
Introducción
Quién tiene dinero para invertir, no confía en lo primero que se ofrece. Solicita información, busca el asesoramiento de algunos expertos en economía, comprueba qué acciones están caídas y cuáles están aumentando, lo que da mayor fiabilidad y cuáles están a la venta. Solo al final, después de una cuidadosa consideración de los riesgos, elige qué comprar.
Nuestra vida es un capital precioso que Dios ha puesto en nuestras manos y debe ser productivo. ¿Cuáles son los valores en juego? ¿Cuáles las acciones que impulsarán el capital? Algunas tienen una gran demanda y la mayoría de las personas apuestan todo: éxito a cualquier costo, carrera, dinero, salud, fama, la apariencia, la búsqueda del placer… ¿Será una elección correcta?
Otras acciones, en cambio, pierden valor: el servicio a los últimos sin ganancia alguna, la paciencia, la resistencia, la renuncia a lo superfluo, la generosidad con los necesitados, la rectitud moral …. ¿Cómo se considera en nuestra cultura al que tiene estos valores? ¿Sabio, ingenuo, soñador, idealista?
Si tuviésemos muchas vidas, nos gustaría jugar una en cada apuesta, pero solo tenemos una vida irrepetible: no se nos permite cometer errores. El consejo de un experto confiable es esencial y urgente, pero existe el peligro inminente de elegir al asesor incorrecto. El dicho sabio siempre es correcto: “No confíes en nadie, ni siquiera en amigos”. Concéntrate en los valores que Dios garantiza.
Evangelio: Lucas 6,17.20-26
A todos nos gustan los cumplidos. Los de personas prestigiosas, poderosas e ilustres son particularmente apreciados. Jesús también hace cumplidos (‘bendito’ significa: ‘Felicitaciones por la elección que has hecho’). Los dirige a cuatro categorías de personas y advierte contra otras opciones opuestas y peligrosas porque son atractivas y aparentemente gratificantes. Los rabinos de la época de Jesús a menudo usaban la forma literaria de las bienaventuranzas y las maldiciones.
Para inculcar valores sobre los que vale la pena construir la vida, dicen: “Bendito sea él…”, y para advertir contra las propuestas engañosas e ilusorias, en cambio, usan la expresión: “¡Ay de quien se comporte de una u otra manera!”. Jeremías –lo escuchamos en la primera lectura– también usa el mismo lenguaje de sabiduría; habla de benditos y de malditos. Siendo esta la forma de comunicación utilizada por los sabios en Israel, no es de extrañar que, en los Evangelios, se encuentren decenas de beatitudes y amenazas repetidas. Recordamos algunas de estas bienaventuranzas: “Bienaventurada la que creyó” (Lc 1,45); “Bendito el vientre que te llevó” (Lc 11,27); “Bienaventurados los siervos que el maestro a su regreso encuentra aún despiertos” (Lc 12,37); “Bienaventurados los que creerán aun sin ver” (Jn 20,29); “Cuando hagas banquetes, invita a los pobres, a los discapacitados, a los cojos, a los ciegos, y serás bendecido” (Lc 14,13-14); “Bienaventurado el que no se escandaliza de mí” (Mt 11,6); “Bienaventurados sus ojos, que ven” (Mt 13,16).
Estas pocas citas son suficientes para probar cómo, en tiempo de Jesús, era común el recurso a las bienaventuranzas para transmitir una enseñanza. Las Bienaventuranzas más notables son las de Mateo (Mt 5,1-12) y las de Lucas (Lc 6,20-26) que se proponen en el evangelio de hoy. Vale la pena señalar las principales diferencias entre estas dos listas.
En Mateo, Jesús proclamó las Bienaventuranzas sentado en la cima de una montaña (Mt 5,1), mientras que, en Lucas, las anuncia en una llanura (Lc 6,17) y este es un detalle menor. El hecho de que en Mateo haya ocho Bienaventuranzas mientras que en Lucas solo cuatro y estén acompañadas por muchos “¡Ay de ti!” es más significativo.
Mateo ‘espiritualiza’ las bienaventuranzas. Habla de “… los pobres de espíritu”, de personas que “tienen hambre y sed de justicia…”. En Lucas, las Bienaventuranzas son bastante ‘terrestres’. Dice: “Bienaventurados ustedes, pobres, ustedes que tienen hambre ahora, tú que ahora lloras” y denuncia como peligrosas las situaciones opuestas: “¡Ay de ti que eres rico, para ti que estás lleno ahora, tú que ríes ahora!” ‘Nada ‘espiritual’. En Lucas, todo es muy real.
Ahora llegamos al pasaje de hoy. Para entenderlo, es necesario establecer a quién se dirigen las Bienaventuranzas. “Había una gran multitud de sus discípulos y una gran multitud de personas… levantó la vista hacia sus discípulos y dijo: «Bienaventurados ustedes, pobres…» (vv. 17-20). Está claro que los destinatarios de las Bienaventuranzas y el subsiguiente “¡Ay de ti!” no son para la multitud sino solo para los discípulos y, en última instancia, para la comunidad cristiana.
Comencemos con la primera Bienaventuranza: ¡Felices los pobres! ¿En qué sentido Pedro, Andrés, Juan y los otros apóstoles son considerados pobres? Ciertamente, no son ricos, ni miserables. Poseen una casa y un barco; muchas personas están en peor situación. ¿Por qué son los únicos que son proclamados bienaventurados? ¿Qué cosa extraordinaria han hecho?
Para entender el significado de esta Bienaventuranza, podemos comenzar desde el último versículo del evangelio del domingo pasado. Después de la captura milagrosa de peces, Jesús le confía a Simón la tarea de sacar a los hombres de la muerte y darles vida. Lucas concluye: “Tiraron de sus botes a tierra, dejaron todo y lo siguieron” (Lc 5,11). Un poco más tarde, en el mismo capítulo, se narró otra llamada, la de Leví, y la conclusión es la misma: “Y dejando todo, se levantó y lo siguió” (Lc 5,28).
En el evangelio de Lucas, dejar todo se toma como una especie de refrán, al final de cada llamada: “Vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres”, le dice Jesús al rico aristócrata (Lc 18,22). Esta pobreza voluntaria no es algo opcional, no es un consejo reservado para algunos que quieren comportarse como héroes o ser mejores que los demás. Es lo que caracteriza al cristiano: “Cualquiera de ustedes que no renuncia a todas sus posesiones no puede ser mi discípulo” (Lc 14,33).
¿Cómo privarse de todos los bienes? ¿Deben tirar por la ventana lo que tienen, con el riesgo de que acaben en manos de holgazanes, y reducirse a la miseria, convirtiéndose en mendigos? Sería una interpretación tonta y sin sentido de las palabras de Jesús. Nunca despreciaba la riqueza, nunca los invitaba a destruirla. Denunció, sí, los riesgos y peligros: el corazón se puede unir a ella y puede convertirse en un obstáculo insuperable para aquellos que quieren entrar en el reino de Dios (Lc 18,24-25). Los bienes de este mundo son preciosos, esenciales para la vida, pero deben mantenerse en su lugar. ¡Ay si los sobreestimamos o, peor aún, los convertimos en ídolos!
El que, iluminado por la Palabra de Cristo, da a los bienes su valor apropiado, es pobre en el sentido evangélico. Los aprecia, los estima; sabe que son un regalo de Dios. Precisamente porque son un regalo, uno no debería apropiarse de ellos. Se da cuenta de que no le pertenecen, que solo es un administrador y los invierte de acuerdo con los planes del Maestro. Recibió todo como regalo, los transforma en regalo.
Pobre en el sentido evangélico es aquel que no posee nada para sí mismo, que abandona la adoración del dinero, rechaza el uso egoísta de su tiempo, de sus capacidades intelectuales, erudición, diplomas, posición social… Es alguien que imita al Padre del cielo que, aunque lo posee todo, es infinitamente pobre porque no guarda nada para sí mismo; es un total don. El ideal del cristiano no es la pobreza, sino un mundo de pobres evangélicos, un mundo donde nadie acumula para sí mismo, nadie desperdicia, y cada uno pone a disposición de los hermanos todo lo que ha recibido de Dios. “¡Felices los pobres!” no es un mensaje de resignación sino de esperanza, esperanza en un mundo nuevo donde nadie pase necesidad (Hch 4,34).
La promesa que acompaña a esta Bienaventuranza no se refiere a un futuro lejano, no garantiza la entrada al cielo después de la muerte, sino que anuncia un gozo inmediato: “El reino de Dios les pertenece”. Desde el momento en que uno elige ser y permanecer pobre, entra al ‘Reino de Dios’ en una nueva condición.
Los que no dan este paso decisivo siguen pensando según la lógica terrenal. Tienen el corazón atado a la riqueza que poseen y han depositado en ella sus esperanzas de felicidad. No son libres… Aun no son felices. Solo los verdaderos discípulos son bendecidos porque entendieron que la vida humana no depende de los bienes que poseen y, al no tener el corazón atado al dinero, también pueden abrirlo a la Salvación que va más allá de este mundo.
¿Cuáles son las consecuencias de la elección de la pobreza evangélica? ¿Qué deben esperar los discípulos que renuncian al uso egoísta de la riqueza? Jesús responde a estas preguntas con la segunda Bienaventuranza: “Felices los que ahora pasan hambre, porque serán saciados” (v.21). Ninguna ilusión, ningún engaño, ninguna promesa de una vida fácil, rica y cómoda. El hambre real, no la espiritual, será una consecuencia inevitable para aquellos que ponen todo lo que tienen al servicio de los demás. Ellos experimentarán la pobreza, las dificultades y las privaciones; a veces les faltará lo necesario, pero serán bendecidos.
Jesús les responde a sus cumplidos y les asegura: “El Señor te llenará’”. A través de ti, Dios construirá el nuevo mundo en el que toda hambre, cada necesidad, será satisfecha; a través de ti, Dios preparará un banquete para todos aquellos que no tienen el mínimo requerido para la subsistencia (Is 25,6-8), a través de ti Él “satisfará a sus pobres con pan” (Sal 132,15), “dará alimento a los hambrientos” (Sal 146,7).
La tercera Bienaventuranza –“Felices los que ahora lloran, porque reirán”– también toma en consideración un estado de angustia y dolor (v. 21). Quien se hizo pobre experimenta tristeza y desesperación porque, a pesar de todos sus sacrificios y compromisos, no ve resueltos de manera inmediata y milagrosa los problemas de los pobres. Experimenta la decepción e incluso llega al punto de llorar.
Dios los consolará transformando su grito en gozo. Las semillas del bien que Él arroja en dolor crecerán y darán abundante fruto (Sal 126,6). Su condición es similar a la de la mujer que está a punto de dar a luz: “está afligida, pero cuando ella ha dado a luz al niño, ya no recuerda la angustia, por la alegría de que un hombre ha venido al mundo” (Jn 16,21).
La última Bienaventuranza –“Felices cuando los hombres los odien, los excluyan, los insulten y desprecien…”– es diferente de las anteriores. Es más larga; no describe la condición actual de los discípulos sino que anuncia que algo doloroso sucederá en el futuro; no contiene la promesa de una reversión de la situación sino que los invita a regocijarse incluso cuando se convierten en objeto de hostigamiento debido al Hijo del Hombre (vv.22-23).
Quien se niega a cumplir con los principios que dominan en este mundo –los del egoísmo, la competencia, la opresión, la búsqueda del interés propio– es combatido y prohibido como peligroso para el orden establecido. El mundo antiguo no se resigna a desaparecer, no consiente en entregar pacíficamente el paso a una sociedad fundada en los principios del don gratuito, la disponibilidad del servicio desinteresado, la búsqueda del último lugar. Quien opta por este nuevo mundo está en desacuerdo con la mentalidad compartida por muchos y es inmediatamente aislado y perseguido. La aprobación y el consentimiento de las personas es un signo negativo. La persecución es el destino que todos los justos comparten: los profetas del Antiguo Testamento fueron tratados de esa manera.
El discípulo no es feliz ‘a pesar’ de la persecución; no se regocija porque un día el sufrimiento terminará y en el futuro disfrutará de una recompensa en el cielo. Él es feliz en el preciso momento en que es perseguido. La persecución, de hecho, es la prueba irrefutable de que está siguiendo al Maestro. Los cuatro males no añaden nada a este mensaje; simplemente reafirman, de manera negativa, las Bienaventuranzas. Están dirigidos a los discípulos para advertirles sobre el peligro que aun se cierne sobre ellos de dejarse engañar por la “lógica de Satanás”, por los principios de este mundo.
Quien comienza a adorar la cuenta bancaria y la carrera, piensa en los propios intereses, se pierde detrás de los halagos y la seducción de la riqueza, quien acumula para sí mismo y despilfarra, mientras que otros lloran y mueren de hambre, es ‘maldito’. No es que Dios lo odie o lo castigue. Él es “maldito” porque ha tomado la decisión equivocada. Se colocó fuera del ‘Reino de Dios’. Recibe la alabanza y los cumplidos de las personas, pero no los de Dios.
Bienaventuranzas:
retrato de Jesús y del Misionero
Romeo Ballan, mccj
“El sermón de la montaña ha ido derecho a mi corazón. Gracias a este sermón he aprendido a amar a Jesús”,afirmaba Gandhi, padre de la India moderna y promotor de la estrategia de la noviolencia-activa. La admiración nace en particular de las Bienaventuranzas, que constituyen el corazón del programa de Jesús. Un claro mensaje sobre el sentido de la existencia humana: acertar o equivocarse, vencer o perder, lograrlo o ser derrotados, conformarse o ir a contracorriente, acabar con un ‘bendito’ o con un ‘maldito’ (cfr. Mt 25). La lista de alternativas opuestas podría continuar. Jesús añade su alternativa en el sermón programático de las Bienaventuranzas (Evangelio): “Dichosos… ay de ustedes…” (v. 20.24). El estilo literario empleado por Jesús es parecido al de Jeremías (I lectura). Enseñar con imágenes contrastantes, paralelas y repetitivas, era una praxis común entre los maestros de esa época, a fin de facilitar el aprendizaje a pueblos de cultura oral. Es un método didáctico que los misioneros conocen bien y se encuentra hasta nuestros días entre numerosos grupos humanos.
Más que el estilo literario, es importante captar el mensaje: la puesta en juego entre las dos alternativas expresadas por Jeremías y por Jesús es la vida, la salvación, la misma salvación eterna. Las dos opciones son: ser como un cardo en la estepa, es decir, vivir en un desierto sin frutos y sin vida; o bien ser como un árbol plantado junto al agua, que no siente el estío y no deja de dar fruto. Opciones que el profeta califica con un veredicto contundente: maldito… o bendito... La razón moral de tanta severidad, reside, para Jeremías, en la elección de confiar en el hombre (v. 5), o de confiar en el Señor (v. 7). ‘Confiar’ es el verbo de la fe: o sea, fijar el punto de solidez de la casa, poner el fundamento del edificio sobre la roca. El salmo responsorial retoma el tema con abundantes imágenes tomadas de la vida agrícola y de las costumbres sociales.
Jesús propone un programa idéntico (Evangelio): organizar la vida, poniendo a Dios como centro de toda referencia, lleva naturalmente a un resultado positivo, o sea al ‘dichosos ustedes…’, y no un ‘ay de ustedes…’ Optar por Jesús significa trabajar en favor de los necesitados, descubrir motivos de gozo aun dentro de realidades que normalmente se consideran negativas, perdedoras, según las opiniones de la mayoría: bienaventurados los pobres, los que ahora tienen hambre, los que lloran, los que reciben insultos y repulsas… ¡Alégrense! (v. 20-23). El paralelismo de Lucas continúa con las imágenes opuestas, ritmadas por el ‘ay de ustedes’ (v. 24-26). El ‘ay de ustedes‘, sin embargo, no es una amenaza o un castigo, sino el lamento de Jesús, la tristeza por la situación de los que persiguen planes mundanos de opulencia, poder, satisfacciones egoístas, atropellos, prestigio, honores… Jesús lo lamenta: ¡lo siento por ustedes!
Solamente el que se fía completamente de Dios logra vivir la gratuidad, compartir sin acumular, alegrarse con pocas cosas, encontrar ‘perfecta alegría’ aun recibiendo insultos, rechazos y persecución. El gozo espiritual de las bienaventuranzas no tiene nada que ver con satisfacciones masoquistas. Sin embargo, no elimina el sufrimiento propio de las situaciones difíciles, pero sabe leer en ellas un mensaje superior, una sabiduría nueva, un camino de salvación, una misteriosa fecundidad pascual, un “signo de humanidad renovada” (oración colecta). Aunque de no fácil comprensión.
Las Bienaventuranzas son un autorretrato de Jesús: Él mismo es el pobre, sufriente, perseguido… Ha escogido el camino de la pasión, muerte y resurrección para dar la vida al mundo (II lectura). El programa que Jesús confía a los apóstoles -y a los misioneros de todos los tiempos- no puede ser distinto: el misionero es el hombre/mujer de las Bienaventuranzas, como los ha definido Juan Pablo II. En particular, las Bienaventuranzas de la persecución y de la pobreza, vividas compartiendo la vida. Lo confirman las decenas de misioneros que cada año caen víctimas de la violencia. A su testimonio hay que asociar el de otros testigos (voluntarios, periodistas, agentes del orden público…) caídos en acto de servicio. En el origen de tales asesinatos están a menudo bandidos y asaltantes; otras veces son más evidentes las motivaciones religiosas y sociales. Optar por Cristo significa actuar siempre en favor de los débiles y de los necesitados, con los cuales Él se identifica: hambrientos, desnudos, enfermos, encarcelados, forasteros… Tenemos certeza de ello con las dos sentencias finales: “vengan, benditos de mi Padre”, o “aléjense, malditos…” (Mt 25,34.41). Hay coherencia entre el Evangelio de las Bienaventuranzas y el test del juicio final. El camino de las Bienaventuranzas lleva a la bendición definitiva. A la felicidad auténtica y duradera.