I Domingo de Cuaresma. Año C
Cuaresma: ¡La conversión ecológica del espíritu!
Año C – Cuaresma – 1º domingo
Lucas 4,1-13: “No solo de pan vivirá el hombre”
Con la imposición de las cenizas el pasado miércoles, hemos entrado en el tiempo santo de la Cuaresma. Este período vuelve cada año y podría parecer una simple repetición, como el cambio de las estaciones, pero en realidad siempre es diferente, porque nunca nos encuentra en la misma condición que el año anterior y trae una nueva gracia para cada uno de nosotros.
La palabra Cuaresma proviene del latín quadragesima, que significa “cuadragésimo día” antes de Pascua, indicando así la duración de este período litúrgico. Los cuarenta días se cuentan desde el Miércoles de Ceniza hasta el Domingo de Ramos, que marca el inicio de la Semana Santa. Hay un vínculo simbólico entre estos dos momentos: las cenizas utilizadas en el rito del Miércoles de Ceniza se obtienen (si es posible) de la quema de los ramos de palma bendecidos el año anterior.
Técnicamente, los días entre el Miércoles de Ceniza y el Domingo de Ramos son 39 según nuestra forma de contar, pero 40 según el cálculo bíblico, que incluye tanto el primer como el último día de la serie. Otro método de conteo excluye los domingos – que siempre tienen una connotación pascual – y hace que la Cuaresma termine con el Domingo de Pascua.
El número cuarenta tiene un fuerte valor simbólico en la Biblia. Encontramos esta cifra en varios episodios significativos: los cuarenta años de camino de Israel en el desierto, los cuarenta días de marcha del profeta Elías hacia el monte Sinaí, los cuarenta días concedidos a Nínive para convertirse y los cuarenta días que Jesús pasó en el desierto entre su bautismo y el inicio de su ministerio público.
1. ¡De las cenizas al fuego!
La liturgia nos hace comenzar la Cuaresma con un signo muy fuerte: ¡la imposición de las cenizas! Las cenizas simbolizan nuestra realidad: una vida apagada, reducida a un residuo de sueños y esperanzas desvanecidos, inmersa en una rutina monótona, marcada por necesidades y deberes, sin nada que pueda despertar un entusiasmo y una alegría duraderos, capaces de resistir el impacto de las pruebas de nuestra existencia. Tal vez el fuego aún arde bajo las cenizas, pero sin alimento se está apagando y amenaza con extinguirse. Necesitamos un soplo de viento fuerte y decidido que barra las cenizas y reavive el fuego. Esta es la obra del Espíritu, que en este tiempo santo actúa con intensidad para llevarnos al Fuego nuevo de la Noche de Pascua.
2. El domingo de las tentaciones
El Evangelio del primer domingo de Cuaresma siempre nos presenta el episodio de las tentaciones de Jesús, según los tres evangelios sinópticos. Justo después del bautismo, que marca un punto de inflexión decisivo en su vida y misión, Jesús es conducido por el Espíritu al desierto de Judea, cerca del Mar Muerto. Allí lo espera Satanás, el “adversario”.
Este año leemos la versión de San Lucas. Después de la experiencia de intimidad trinitaria, Jesús es “impulsado fuera” para afrontar la dureza de la vida, en una profunda solidaridad con la humanidad. El Espíritu Santo no mantiene al creyente “seguro”, quizás en una “iglesia fortaleza” protegida de todo riesgo, sino que lo lanza al mundo, al corazón de la batalla contra el mal.
Hoy, junto con Jesús, también nosotros somos conducidos por el Espíritu al desierto para afrontar la tentación. La Cuaresma es un gimnasio de ejercicios espirituales para aprender con Cristo a desenmascarar a la serpiente, evitar sus trampas mortales y derrotarla.
3. Las tres tentaciones cardinales
Jesús es sometido a tres tentaciones: la del Pan, la del Poder y la del Prestigio. Representan el compendio o la matriz de todas las tentaciones de la vida humana. Por eso podemos decir que son las tres tentaciones cardinales, los ejes de toda tentación. Se refieren a los tres ámbitos fundamentales de nuestras relaciones: con los bienes, con los demás y con Dios.
El texto sagrado dice que Jesús fue “tentado por el diablo”. La palabra “Diablo” (del griego diábolos y del hebreo satan) significa “el que divide”. Ese es el objetivo último del tentador: ¡dividirnos! Dividirnos interiormente, separarnos unos de otros y alejarnos de Dios.
¿Cómo lleva a cabo su plan? Se presenta como un consejero, proponiendo a Jesús el método más eficiente y rápido para convertirse en un Mesías exitoso, el Rey de reyes que el pueblo esperaba.
El tentador intenta llevar a Jesús a evadir su condición humana y a aprovechar los privilegios y poderes de su condición divina: “¿Tienes hambre? ¡Di a esta piedra que se convierta en pan!”. Pero Jesús se niega a hacer trampa. ¿Cuántas veces el diablo nos ha sugerido también a nosotros aprovechar nuestra posición para obtener privilegios?
El diablo incluso se presenta como colaborador de Jesús, ofreciéndole poder y gloria sobre todos los reinos del mundo. Pero para aceptar, Jesús debería adoptar métodos diabólicos: imponerse con la fuerza, usar la violencia, pisotear a los demás, aliarse con los poderosos… ¡Cuántas veces, a lo largo de la historia, la Iglesia ha caído en esta trampa! ¡Cuántas veces también nosotros, “por un bien mayor”, hemos recurrido a medios equivocados! Mientras exista un poder dominador, habrá injusticia, y el Reino de Dios no podrá realizarse.
La tercera tentación es la más alta y ocurre en Jerusalén, la ciudad donde Jesús concluirá su vida. Poner a Dios a prueba, como hizo Israel en el desierto: “¿Está el Señor en medio de nosotros, sí o no?” (Éxodo 17,7). ¿Cuántas veces también nosotros hemos puesto a Dios a prueba, pidiendo señales o intervenciones para resolver nuestros problemas? En el fondo, esto significa instrumentalizar a Dios, reduciéndolo a un ídolo.
4. La ecología del espíritu
Vencer estas tres tentaciones significa emprender una auténtica y profunda conversión ecológica: restablecer una relación sana y correcta con la tierra, con las personas y con Dios. Las tres prácticas cuaresmales pueden ayudarnos en este camino:
- El ayuno nos recuerda que la tierra no es un simple “bien de consumo”. Las criaturas tienen su propia consistencia, vida y belleza, que deben ser respetadas. No existen para ser devoradas por nuestro apetito voraz e insaciable.
- La caridad nos recuerda que la relación auténtica con los demás es la del amor y el servicio, testimoniada por Jesús. Todo poder dominador es diabólico.
- La oración nos invita a renovar nuestra relación personal con Dios en la gratuidad amorosa y en la confianza filial.
Para la reflexión personal
- Prepara tu programa cuaresmal. Simple, como un recordatorio constante para aprovechar este “tiempo fuerte” de gracia.
- Lee y medita el mensaje del Papa para la Cuaresma: haz clic aquí.
P. Manuel João Pereira Correia, mccj
NO DESVIARNOS DE JESÚS
José Antonio Pagola
Las primeras generaciones cristianas se interesaron mucho por las pruebas que tuvo que superar Jesús para mantenerse fiel a Dios y para vivir siempre colaborando en su proyecto de una vida más humana y digna para todos.
El relato de las tentaciones de Jesús no es un episodio aislado que acontece en un momento y en un lugar determinados. Lucas nos advierte que, al terminar estas tentaciones, “el diablo se alejó de él hasta el momento oportuno”. Las tentaciones volverán en la vida de Jesús y en la de sus seguidores.
Por eso, los evangelistas colocan el relato antes de narrar la actividad profética de Jesús. Sus seguidores han de conocer bien estas tentaciones desde el comienzo, pues son las mismas que ellos tendrán que superar a lo largo de los siglos, si no quieren desviarse de él.
En la primera tentación se habla de pan. Jesús se resiste a utilizar a Dios para saciar su propia hambre: “No solo de pan vive el hombre”. Lo primero para Jesús es buscar el reino de Dios y su justicia: que haya pan para todos. Por eso acudirá un día a Dios, pero será para alimentar a una muchedumbre hambrienta.
También hoy nuestra tentación es pensar solo en nuestro pan y preocuparnos exclusivamente de nuestra crisis. Nos desviamos de Jesús cuando nos creemos con derecho a tenerlo todo y olvidamos el drama, los miedos y sufrimientos de quienes carecen de casi todo.
En la segunda tentación se habla de poder y de gloria. Jesús renuncia a todo eso. No se postrará ante el diablo que le ofrece el imperio sobre todos los reinos del mundo. Jesús no buscará nunca ser servido, sino servir.
También hoy se despierta en algunos cristianos la tentación de mantener como sea, el poder que ha tenido la Iglesia en tiempos pasados. Nos desviamos de Jesús cuando presionamos las conciencias tratando de imponer a la fuerza nuestras creencias. Al reino de Dios le abrimos caminos cuando trabajamos por un mundo más compasivo y solidario.
En la tercera tentación se le propone a Jesús que descienda de manera grandiosa ante el pueblo, sostenido por los ángeles de Dios. Jesús no se dejará engañar. Aunque se lo pidan, no hará nunca un signo espectacular del cielo. Se dedicará a hacer signos de bondad para aliviar el sufrimiento y las dolencias de la gente.
Nos desviamos de Jesús cuando confundimos nuestra propia ostentación con la gloria de Dios. Nuestra exhibición no revela la grandeza de Dios. Solo una vida de servicio humilde a los necesitados manifiesta y difunde su amor.
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Tres tentaciones que buscan degradar y degradarnos
Papa Francisco
El miércoles pasado hemos comenzado el tiempo litúrgico de la cuaresma, en el que la Iglesia nos invita a prepararnos para celebrar la gran fiesta de la Pascua. Tiempo especial para recordar el regalo de nuestro bautismo, cuando fuimos hechos hijos de Dios. La Iglesia nos invita a reavivar el don que se nos ha obsequiado para no dejarlo dormido como algo del pasado o en un «cajón de los recuerdos». Este tiempo de cuaresma es un buen momento para recuperar la alegría y la esperanza que hace sentirnos hijos amados del Padre. Este Padre que nos espera para sacarnos las ropas del cansancio, de la apatía, de la desconfianza y así vestirnos con la dignidad que solo un verdadero padre o madre sabe darle a sus hijos, las vestimentas que nacen de la ternura y del amor.
Nuestro Padre es el Padre de una gran familia, es nuestro Padre. Sabe tener un amor único, pero no sabe generar y criar «hijos únicos». Es un Dios que sabe de hogar, de hermandad, de pan partido y compartido. Es el Dios del Padre nuestro, no del «padre mío» y «padrastro vuestro».
En cada uno de nosotros anida, vive, ese sueño de Dios que en cada Pascua, en cada eucaristía lo volvemos a celebrar, somos hijos de Dios. Sueño con el que han vivido tantos hermanos nuestros a lo largo y ancho de la historia. Sueño testimoniado por la sangre de tantos mártires de ayer y de hoy.
Cuaresma, tiempo de conversión, porque a diario hacemos experiencia en nuestra vida de cómo ese sueño se vuelve continuamente amenazado por el padre de la mentira —escuchamos en el Evangelio lo que hacía con Jesús—, por aquel que busca separarnos, generando una familia dividida y enfrentada. Una sociedad dividida y enfrentada. Una sociedad de pocos y para pocos. Cuántas veces experimentamos en nuestra propia carne, o en la de nuestra familia, en la de nuestros amigos o vecinos, el dolor que nace de no sentir reconocida esa dignidad que todos llevamos dentro. Cuántas veces hemos tenido que llorar y arrepentirnos por darnos cuenta de que no hemos reconocido esa dignidad en otros. Cuántas veces —y con dolor lo digo— somos ciegos e inmunes ante la falta del reconocimiento de la dignidad propia y ajena.
Cuaresma, tiempo para ajustar los sentidos, abrir los ojos frente a tantas injusticias que atentan directamente contra el sueño y el proyecto de Dios. Tiempo para desenmascarar esas tres grandes formas de tentaciones que rompen, dividen la imagen que Dios ha querido plasmar.
Las tres tentaciones de Cristo.
Tres tentaciones del cristiano que intentan arruinar la verdad a la que hemos sido llamados.
Tres tentaciones que buscan degradar y degradarnos.
Primera, la riqueza, adueñándonos de bienes que han sido dados para todos y utilizándolos tan sólo para mí o «para los míos». Es tener el «pan» a base del sudor del otro, o hasta de su propia vida. Esa riqueza que es el pan con sabor a dolor, amargura, a sufrimiento. En una familia o en una sociedad corrupta, ese es el pan que se le da de comer a los propios hijos. Segunda tentación, la vanidad, esa búsqueda de prestigio en base a la descalificación continua y constante de los que «no son como uno». La búsqueda exacerbada de esos cinco minutos de fama que no perdona la «fama» de los demás, y, «haciendo leña del árbol caído», va dejando paso a la tercera tentación, la peor, la del orgullo, o sea, ponerse en un plano de superioridad del tipo que fuese, sintiendo que no se comparte la «común vida de los mortales», y que reza todos los días: «Gracias te doy, Señor, porque no me has hecho como ellos».
Tres tentaciones de Cristo.
Tres tentaciones a las que el cristiano se enfrenta diariamente.
Tres tentaciones que buscan degradar, destruir y sacar la alegría y la frescura del Evangelio. Que nos encierran en un círculo de destrucción y de pecado.
Vale la pena que nos preguntemos:
¿Hasta dónde somos conscientes de estas tentaciones en nuestra persona, en nosotros mismos?
¿Hasta dónde nos hemos habituado a un estilo de vida que piensa que en la riqueza, en la vanidad y en el orgullo está la fuente y la fuerza de la vida?
¿Hasta dónde creemos que el cuidado del otro, nuestra preocupación y ocupación por el pan, el nombre y la dignidad de los demás son fuente de alegría y esperanza?
Hemos optado por Jesús y no por el demonio. Si nos acordamos de lo que escuchamos en el Evangelio, Jesús no le contesta al demonio con ninguna palabra propia, sino que le contesta con las palabras de Dios, con las palabras de la Escritura. Porque, hermanas y hermanos, metámoslo en la cabeza, con el demonio no se dialoga, no se puede dialogar, porque nos va a ganar siempre. Solamente la fuerza de la Palabra de Dios lo puede derrotar. Hemos optado por Jesús y no por el demonio; queremos seguir sus huellas pero sabemos que no es fácil. Sabemos lo que significa ser seducidos por el dinero, la fama y el poder. Por eso, la Iglesia nos regala este tiempo, nos invita a la conversión con una sola certeza: Él nos está esperando y quiere sanar nuestros corazones de todo lo que degrada, degradándose o degradando a otros. Es el Dios que tiene un nombre: misericordia. Su nombre es nuestra riqueza, su nombre es nuestra fama, su nombre es nuestro poder y en su nombre una vez más volvemos a decir con el salmo: «Tú eres mi Dios y en ti confío». ¿Se animan a repetirlo juntos? Tres veces: «Tú eres mi Dios y en ti confío». «Tú eres mi Dios y en ti confío». «Tú eres mi Dios y en ti confío».
Que en esta Eucaristía el Espíritu Santo renueve en nosotros la certeza de que su nombre es misericordia, y nos haga experimentar cada día que «el Evangelio llena el corazón y la vida de los que se encuentran con Jesús», sabiendo que con Él y en Él «siempre nace y renace la alegría» (Evangelii gaudium, 1).
México, 14.2.2016
LAS TENTACIONES DE JESÚS
José Luis Sicre
El primer domingo de Cuaresma se dedica siempre a recordar el episodio de las tentaciones de Jesús. También los evangelios sinópticos abren la vida pública de Jesús con ese famoso episodio. Es un relato programático, para que el lector del evangelio sepa desde el primer momento cómo orienta Jesús su actividad y los peligros que corre en ella. Para eso, enfrentan a Jesús con Satanás, que encarna a todas las fuerzas de oposición al plan de Dios, y que intentará apartar a Jesús de su camino.
Marcos habla de ellas de forma escueta y misteriosa: “En seguida el Espíritu lo empujó al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, y Satanás lo ponía a prueba; estaba con las fieras y los ángeles le servían” (Mc 1,12-13). Tenemos los datos básicos que recogerán todos los evangelios (menos Juan, que no habla de las tentaciones): lugar (desierto), duración (40 días), la prueba. Pero Mc no habla del ayuno ni concreta en qué consistían las tentaciones; y el servicio de los ángeles es continuo durante esos días.
Mateo y Lucas, utilizando una tradición paralela, han completado el relato de Marcos con las tres famosas tentaciones que todos conocemos; al mismo tiempo, presentan a Jesús ayunando durante esos cuarenta días (igual que Moisés en el Sinaí) y relegan el servicio de los ángeles al último momento.
Las tentaciones empalman directamente con el episodio del bautismo y explican cómo entiende Jesús lo que dijo en ese momento la voz del cielo: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”. ¿Significa esto que la vida de Jesús vaya a ser cómoda y maravillosa como la de un príncipe?
1ª tentación: utilizar el poder en beneficio propio
Partiendo del hecho normal del hambre después de cuarenta días de ayuno, la primera tentación es la de utilizar el poder en beneficio propio. Es la tentación de las necesidades imperiosas, la que sufrió el pueblo de Israel repetidas veces durante los cuarenta años por el desierto. Al final, cuando Moisés recuerda al pueblo todas las penalidades sufridas, le explica por qué tomó el Señor esa actitud: “(Dios) te afligió, haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con el maná, para enseñarte que no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Dios” (Dt 8,3). En la experiencia del pueblo se han dado situaciones contrarias de necesidad (hambre) y superación de la necesidad (maná). De ello debería haber aprendido dos cosas. La primera, a confiar en la providencia. La segunda, que vivir es algo mucho más amplio y profundo que el simple hecho de satisfacer las necesidades primarias. En este concepto más rico de la vida es donde cumple un papel la palabra de Dios como alimento vivificador. En realidad, el pueblo no aprendió la lección. Su concepto de la vida siguió siendo estrecho y limitado. Mientras no estuviesen satisfechas las necesidades primarias, carecía de sentido la palabra de Dios.
Lo que acabo de decir refleja el gran problema teológico de fondo. En la práctica, la tentación se deja de sutilezas y va a lo concreto: “Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan”. Jesús, el nuevo Israel, no necesita quejarse del hambre, ni murmurar como el pueblo, ni acudir a Moisés. Es el Hijo de Dios. Puede resolver el problema fácilmente, por sí mismo. Pero Jesús, el nuevo Israel, demuestra que tiene aprendida desde el comienzo esa lección que el pueblo no asimiló durante años: “Está escrito: No sólo de pan vive el hombre”.
En realidad, la enseñanza de Jesús en esta primera tentación es tan rica que resulta imposible reducirla a una sola idea. Está el aspecto evidente de no utilizar su poder en beneficio propio. Está la idea de la confianza en Dios. Pero quizá la idea más importante, expresada de forma casi subliminar, es esa visión amplia y profunda de la vida como algo que va mucho más allá de la necesidad primaria y se alimenta de la palabra de Dios.
2ª tentación: Tener, aunque haya que arrastrarse
La segunda tentación no es la tentación provocada por la necesidad urgente, sino por el deseo de tener todo el poder y la gloria del mundo. ¿Es esto malo, tratándose del Mesías? Los textos proféticos y algunos Salmos hablaban de su dominio cada vez mayor, universal, concedido por Dios. Pero Satanás parte de un punto de vista muy distinto, propio de la mentalidad apocalíptica: el mundo presente es malo, no está en manos de Dios, sino en las suyas; es él quien lo domina y entrega su poder a quien quiere. Solo pone como condición que se postren ante él, que lo reconozcan como dios. Jesús se niega a ello, citando de nuevo un texto del Deuteronomio: “Está escrito: al Señor tu Dios adorarás, a él solo darás culto”.
El relato es tan fantástico que cabe el peligro de no advertir su tremenda realidad. El ansia de poder y de gloria lo percibimos continuamente; y también queda clara la necesidad de arrastrarse para conseguir ese poder. Pero este peligro no es solo de políticos, banqueros y grandes empresarios. Todos nos creamos a menudo pequeños ídolos ante los que nos postramos y damos culto.
3ª tentación: pedir pruebas que corroboren la misión encomendada.
En 1972, cuando todavía estaba permitido llegar hasta el pináculo del Templo de Jerusalén, tuve ocasión de contemplar la impresionante vista de las murallas de Herodes prolongándose en la caída del torrente Cedrón. Una de las pocas veces en mi vida en las que he sentido vértigo. En ese escenario coloca Satanás a Jesús para invitarlo a que se tire, confiando en que los ángeles vendrán a salvarlo.
Esta tentación se presta a interpretaciones muy distintas. Podríamos considerarla la tentación del sensacionalismo, de recurrir a procedimientos extravagantes para tener éxito en la actividad apostólica. La multitud congregada en el templo contempla el milagro y acepta a Jesús como Hijo de Dios. Pero esta interpretación olvida un detalle importante: el tentador nunca hace referencia a esa hipotética muchedumbre, lo que propone ocurre a solas entre Jesús y los ángeles de Dios.
Considero más exacto decir que la tentación consiste en pedir pruebas que corroboren la misión encomendada. Es algo típico del Antiguo Testamento, como recuerdan los ejemplos de Moisés (Ex 4,1‑7), Gedeón (Jue 6,36‑40), Saúl (1 Sam 10,2‑5) y Acaz (Is 7,10‑14). Como respuesta al miedo y a la incertidumbre espontáneos ante una tarea difícil, Dios concede al elegido un signo milagroso que corrobore su misión. Da lo mismo que se trate de un bastón mágico (Moisés), de dos portentos con el rocío nocturno (Gedeón), de una serie de señales diversas (Saúl), o de un gran milagro en lo alto del cielo o en lo profundo de la tierra (Acaz). Lo importante es el derecho a pedir una señal que tranquilice y anime a cumplir la tarea.
Jesús, a punto de comenzar su misión, tiene derecho a un signo parecido. Basándose en la promesa del Salmo 91,11‑12 (“a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos; te llevarán en volandas para que tu pie no tropiece en la piedra”), el tentador le propone una prueba espectacular y concreta: tirarse del alero del templo. Así quedará claro si es o no el Hijo de Dios.
Sin embargo, Jesús no acepta esta postura, y la rechaza citando de nuevo un texto del Deuteronomio: “No tentarás al Señor tu Dios” (Dt 6,16). La frase del Deuteronomio es más explícita: “No tentaréis al Señor, vuestro Dios, poniéndolo a prueba, como lo tentasteis en Masá”. ¿Qué ocurrió en Masá? Lo cuenta el libro de los Números en el c.17,1-7: el pueblo, durante la marcha por el desierto, se queja por falta de agua para beber. Y en esta queja se esconde un problema mucho más grave que el de la sed: la auténtica tentación consiste en dudar de la presencia y la protección de Dios: “¿Está o no está con nosotros el Señor?” (v.7). En el fondo, cualquier petición de signos y prodigios encubre una duda en la protección divina. Jesús confía plenamente en Dios, no quiere signos ni los pide. Su postura supera con mucho incluso la de Moisés.
Cuando termina el relato de las tentaciones, Lucas añade que “el tentador lo dejó hasta otro momento”. Ese momento será al final de la vida de Jesús, cuando esté crucificado.
Nuestras tentaciones
Las tentaciones tienen también un valor para cada uno de nosotros y para toda la comunidad cristiana. Sirven para analizar nuestra actitud ante las necesidades, miedos y apetencias y nuestro grado de interés por Dios.
1) La necesidad primaria: afecto, comprensión.
2) ¿Está Dios en medio de nosotros?
3) La tentación de tener.
4) La tentación del dejarse arrastrar, dejar hacer a los demás, callar.
1ª lectura: recordar nuestra historia con gratitud (Deuteronomio 26, 4-10)
El texto del Deuteronomio recoge la oración que pronuncia el israelita cuando, después de la cosecha, ofrece a Dios las primicias de los frutos. Va recordando la historia del pueblo, desde Jacob (“mi padre era un arameo errante”), la opresión de Egipto, la liberación y el don de la tierra. En el contexto de la cuaresma, esta lectura nos invita a pensar en los beneficios recibidos de Dios y a ser generosos con él. El agradecimiento a Dios es más importante incluso que la mortificación cuaresmal.
2ª lectura: confesar al Señor e invocarlo (Romanos 10, 8-13)
En este breve pasaje Pablo comenta dos frases de la Escritura, aplicándolas al tema de la salvación personal (1ª cita) y de toda la humanidad (2ª cita). ¿Cómo se alcanza la salvación? Confesando que Jesús es el Señor y que Dios lo resucitó de entre los muertos. Algo que estamos tan acostumbrados a repetir que no valoramos rectamente. A mediados del siglo I, confesar a Jesús como Señor (Kyrios), cuando el Emperador romano era considerado el único Kyrios (César), suponía mucho valor. Y confesar que Dios lo había resucitado podía provocar más sonrisas y escepticismo del que podemos imaginar.
La segunda cita «Nadie que cree en él quedará defraudado» la interpreta Pablo de forma revolucionaria. Para un judío, estas palabras sólo podrían aplicarse a los judíos, al pueblo elegido. Ellos serían los único en no quedar defraudados. En cambio Pablo la aplica a toda la humanidad, judíos y griegos. Cualquiera que invoca el nombre del Señor alcanzará la salvación.
José Luis Sicre
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Cuaresma para compartir la Palabra y el pan
Romeo Ballan, mccj
“En el desierto un hombre sabe cuánto vale: vale lo que valen sus dioses” (A. de Saint-Exupéry); es decir, sus ideales, sus recursos interiores. “Alimentados con el pan de la Palabra y fortalecidos por el Espíritu”, en el desierto del mundo hemos entrado a celebrar nuevamente la Cuaresma, “signo sacramental de nuestra conversión”, para poder vencer -con las armas jamás obsoletas del ayuno, oración y limosna– “las continuas seducciones del maligno” (oración colecta). La Cuaresma vuelve a proponer los temas fundamentales de la salvación y, por tanto, de la misión: la primacía de Dios y su amor por el hombre, la redención que recibimos gratuitamente del sacrificio de Cristo, la lucha permanente con el pecado, las relaciones de fraternidad y respeto con nuestros semejantes y con la creación… Son temas propios del desierto cuaresmal.
Las tentaciones (Evangelio) no fueron para Jesús un juego-ficción; fueron pruebas verdaderas, como lo son para el cristiano y la Iglesia. “Si Cristo no hubiese vivido la tentación como verdadera tentación, si la tentación no hubiese significado nada para Él, hombre y Mesías, su reacción no podría ser un ejemplo para nosotros, porque no tendría nada que ver con la nuestra” (C. Duquoc). Justamente porque ha sido probado, se convierte en ejemplo y puede ayudar al que es probado (cfr. Heb 2,18; 4,15). San Agustín comenta: “Si no se hubiera dejado tentar, no te habría enseñado a vencer cuando eres tentado”.
Jesús se enfrentó realmente al diablo sobre los posibles métodos y caminos para realizar su misión como Mesías. Las tres tentaciones son una síntesis teológica de un largo período de lucha contra el mal, sostenida por Jesús en los 40 días de desierto (v. 2) y durante toda su vida, incluida la cruz, cuando el demonio regresó “en un tiempo oportuno” (v. 13). Esa oportunidad llegó en la hora de las tinieblas, en la pasión de Jesús en la cruz, cuando Él fue nuevamente tentado: Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz y creeremos (cfr. Mt 27,40.42). Pero quedando en cruz, Jesús da su respuesta, manifestando hasta el fin el sentido de su existencia: dar la vida por los demás.
Las tentaciones representan modelos diferentes de Mesías. Y, por tanto, para nosotros, también de misión. Para Jesús las tentaciones eran como “tres atajos para no pasar por la cruz” (Fulton Sheen). Las tentaciones eran un modo de socavar las relaciones con las cosas materiales, con las personas y con Dios mismo. Eran la tentación de ser: -1. un reformador social: convertir las piedras en pan para sí y para todos hubiera garantizado el éxito popular; -2. un mesías del poder: un poder basado en el dominio sobre las personas y el mundo hubiera dado satisfacción al orgullo personal y de grupo; -3. un mesías milagrero: con gestos ostentosos hubiera asegurado espectacularidad y fama.
Jesús supera las tentaciones: opta por respetar la primacía de Dios, se fía del Padre y de su plan para la salvación del mundo. Renuncia a manipular las cosas materiales en provecho propio (en el desierto no cambia las piedras en pan para sí, pero más tarde multiplicará panes y peces para la muchedumbre hambrienta); se niega a dominar sobre las personas y prefiere servir; guarda siempre una relación filial con el Padre, fiándose de su fidelidad. Acepta la cruz por amor y muere perdonando; así, logra romper la espiral de la violencia y le quita el veneno a la muerte: la muerte es vencida por la Vida.
Jesús afronta y supera las tentaciones con la fuerza del Espíritu Santo, del cual está lleno (v. 1). Es el Espíritu del Bautismo (Lc 3,22), de la Pascua y de Pentecostés. Es el Espíritu de la Misión. A veces se ha creído que poder, dinero, dominio, supuesta superioridad, hiperactividad… son caminos apostólicos. A menudo al misionero le tientan estas ilusiones; por tanto, necesita el Espíritu de Jesús, que es el protagonista de la Misión (cfr. RMi 21ss). El Espíritu nos hace entender que el desierto cuaresmal es un tiempo de gracia (kairós): tiempo de las cosas esenciales, las únicas que valen; don que se ha de vivir en el silencio, lejos de las contaminaciones del ruido, las prisas, el dinero, la mundanidad; ¡tiempo del compartir misionero!
La Cuaresma es un tiempo de salvación, centrado sobre la fe en Cristo muerto y resucitado (II lectura): Él es el Señor de todos los pueblos, el que ofrece abundantemente la salvación a todo el que invoca su nombre, sin distinción de pertenencias (v. 12-13). Esta primacía de Dios sobresale también con la ofrenda de las primicias de los frutos de la tierra (I lectura). Se trata de un signo de gratitud y de propiciación. Pero también de una manera de compartir con quien pasa necesidad: en efecto, la ofrenda de las primicias se destinaba también al forastero, al huérfano, a la viuda, “que comerán de ella dentro de tus puertas hasta saciarse” (v. 10-12). Hay aquí una preciosa indicación de itinerario espiritual y misionero: el que se acerca a Dios y vive en sintonía con Él descubre a los demás, cercanos y lejanos. ¡Y se hace solidario y generoso!
LA TENTACIÓN, OPORTUNIDAD MÁS QUE PELIGRO
Fernando Armellini
Introducción
Del análisis de los textos bíblicos emerge un dato curioso: los impíos nunca son tentados por Dios; la tentación es un privilegio reservado a los justos. Ben Sira, autor del libro de Eclesiástico, recomienda al discípulo: “Prepárate para la prueba… Acepta todo cuanto te sobrevenga, aguanta la enfermedad y la pobreza, porque el oro se prueba en el fuego y los elegidos en el horno de la pobreza” (Eclo 2,1.4-5). Las desgracias y fracasos ponen a dura prueba la fidelidad al Señor, pero también la fortuna y el éxito pueden constituir una amenaza para la fe.
La tentación ofrece la oportunidad de dar un salto hacia adelante, de mejorar, de purificarse, de consolidar las decisiones de fe. Lleva consigo también el riesgo del error: “Porque la fascinación del vicio ensombrece la virtud –afirma el autor del libro de la Sabiduría–, el vértigo de la pasión pervierte una mente sin malicia (Sab 4,12). La tentación, sin embargo, no es una provocación al mal sino un estímulo al crecimiento, un paso obligado para llegar a la madurez.
Pablo asegura: “Dios es fiel y no permitirá que sean probados por encima de sus fuerzas” (1 Cor 10,13). El autor de la Carta a los Hebreos nos recuerda otra verdad consoladora: Jesús ha experimentado nuestras mismas tentaciones, “no es insensible a nuestra debilidad…. Como él mismo sufrió la prueba, puede ayudar a los que son probados” (Heb 4,15; 2,18).
Evangelio: Lucas 4,1-13
Todos los años, en la primera semana de Cuaresma, la liturgia quiere que reflexionemos sobre las tentaciones de Jesús. Presenta la manera como el Maestro las ha afrontado para que también nosotros las podamos reconocer y superar.
Leyendo el pasaje del evangelio de hoy, se tiene la impresión de que la experiencia de Jesús no nos puede ayudar mucho: sus tentaciones son demasiado diferentes de las nuestras; son extrañas, incluso extravagantes. ¿Quién de nosotros cedería a la solicitud de postrarnos ante Satanás? ¿Quién lo tomaría en serio si nos propusiera transformar una piedra en pan o si nos insinuara tirarnos por una ventana? No, nuestras tentaciones son más serias, mucho más difíciles de vencer y, además, no duran solamente una jornada, sino que nos acompañan durante toda la vida.
Esta dificultad nace de la falta de comprensión del “género literario”, es decir, del modo usado por el autor para comunicar su mensaje. El evangelio de hoy no es la crónica fiel, redactada por un testigo ocular, del desafío entre Jesús y el diablo, al que ni Lucas ni nadie ha asistido. El relato es, en realidad, una lección de catequesis y quiere enseñarnos que Jesús ha sido sometido a la prueba no solo con tres, sino “con toda clase de tentaciones”, como afirma claramente el texto (v. 13).
Para decirlo simple y claramente: no estamos ante el relato de tres episodios aislados, esporádicos, de la vida de Jesús sino de tres parábolas en las que, a través de imágenes y referencias bíblicas, se afirma que Jesús ha sido tentado en todo como nosotros, con una sola diferencia: Él nunca ha sido vencido por el pecado (Heb 4,15). Estas tres escenas son la síntesis simbólica de la lucha contra el mal que Él sostuvo a lo largo de toda su vida.
Quizás alguno quede desconcertado ante la idea de que Jesús haya tenido dudas como nosotros, que haya encontrado dificultades en el desarrollo de su misión, que solo gradualmente haya descubierto el proyecto del Padre. Nos da incluso miedo rebajarlo a nuestro nivel. Dios, sin embargo, no ha sentido aversión por nuestra debilidad, sino que la ha hecho suya y, en nuestra carne mortal, ha vencido al pecado.
Antes de proceder al examen de estas tres “parábolas”, formulemos otra premisa. A diferencia de Mateo, que dice que Jesús fue tentado al final de los cuarenta días de ayuno (cf. Mt 4,2), Lucas afirma que la tentación ha acompañado a Jesús durante todo el tiempo transcurrido en el desierto. Con esta referencia al desierto y al número 40 Lucas intenta relacionar la experiencia de Jesús con la de Israel sometido a la prueba durante el Éxodo. Él repite la experiencia de su pueblo: “Dios te ha hecho recorrer estos cuarenta años por el desierto… para ponerte a prueba y conocer tus intenciones, y ver si eres capaz o no de guardar sus preceptos” (Deut 8,2). A diferencia de Israel, Jesús, al final de sus “cuarenta años”, saldrá del “desierto” plenamente victorioso; el mal se verá obligado a admitir su total impotencia frente a Él.
Consideremos ahora las tres escenas en las que se condensan todas las pruebas superadas por Jesús.
La primera tentación: “Di a esta piedra que se convierta en pan” (vv. 3-4).
El relato de las tentaciones viene inmediatamente después del bautismo de Jesús, que ha sido ya comentado el día de la Fiesta del Bautismo del Señor. Habíamos puesto de relieve entonces el hecho de que Jesús, el justo, el santo, no comenzó su misión denunciando a los pecadores, no se limitó a darles indicaciones manteniéndose a distancia, como hacían los fariseos. Él fue a bautizarse junto a los pecadores en el punto más bajo de la tierra; se mezcló con ellos, se hizo uno de tantos, decidió recorrer junto a ellos el camino que conduce a la liberación.
Compartir nuestra condición humana, sin embargo, no es tarea fácil. Prueba de ello es la primera tentación con la que Jesús se han enfrentado no una sola vez sino durante toda su vida: servirse del propio poder divino para huir de las dificultades que los demás seres humanos encontramos.
Nosotros tenemos hambre, nos enfermamos, nos cansamos, tenemos que estudiar para aprender, podemos ser engañados, golpeados por la desgracia u oprimidos por las injusticias. Pues bien, Él podía haberse librado de todas estas dificultades… Y, en esta primera tentación, el diablo lo invita a hacerlo; le propone no exagerar en su afán de quererse identificar con los seres humanos; le sugiere hacer algún milagro para provecho personal. Si Jesús lo hubiera escuchado, habría renunciado a ser uno de nosotros, no hubiera sido en realidad hombre, habría solamente pretendido serlo.
Jesús ha comprendido lo diabólico de este proyecto; ha usado, sí, el poder de hacer milagros, pero nunca en provecho propio; siempre en favor de los demás. Ha trabajado, ha sudado, ha sufrido el hambre, la sed; ha pasado noches de insomnio, no ha querido privilegios. El momento culminante de esta tentación ha sido la cruz, donde fue invitado, de nuevo, a hacer un milagro, descendiendo de ella. Pero Jesús no respondió al desafío. Si hubiera realizado el prodigio, si hubiera rechazado la “derrota”, Jesús se hubiera convertido en un triunfador a los ojos de los hombres, pero en un derrotado ante Dios.
Esta tentación nos acosa sutilmente también a nosotros. Se presenta, ante todo, como una invitación a replegarnos egoístamente sobre nosotros mismos sin pensar en los demás, a rechazar el comportamiento solidario asumido por Cristo. Se cede a esta tentación cuando usamos las capacidades que Dios nos ha dado para satisfacer nuestros propios caprichos y no para ayudar a los hermanos; cuando nos adecuamos a la mentalidad corriente de “que cada uno se las arregle como pueda”, cuando pensamos solo en nuestros propios intereses…
Jesús prefirió ser pobre y derrotado con los demás que ser rico y vivir bien en solitario. En esta primera escena, se identifica y denuncia el modo erróneo con que el hombre se relaciona con las realidades materiales. Es diabólico el uso egoísta de los bienes, acumular para sí, vivir del trabajo de los otros, buscar el placer a toda costa, derrochar en lujos y en lo superfluo cuando a los otros les falta lo necesario.
A la propuesta del diablo, Jesús responde refiriéndose a un texto de la Escritura: “El hombre no vive solo de pan” (Deut 8,3). Solamente quien considera la propia vida a la luz de la palabra de Dios es capaz de dar a las realidades de este mundo su propio valor. No hay que destruirlas, despreciarlas, rechazarlas. Pero tampoco convertirlas en ídolos. Son solo criaturas. ¡Dios nos libre de hacer de ellas un absoluto!
La segunda tentación: “Te daré todo ese poder y su gloria, porque a mí me lo han dado y lo doy a quien quiero” (vv. 5-8).
Parece un poco exagerado lo que el diablo afirma. Y, sin embargo, es verdad: la lógica que rige el mundo, la que regula las relaciones entre las personas, no es la del Sermón de la Montaña (cf. Mt 5–8), no es la de las Bienaventuranzas (cf. Lc 6,20-26), sino la opuesta, la del maligno (cf. Jn 12,31; 14,30; 16,11).
Si la primera tentación denunciaba la manera equivocada de relacionarnos con las cosas, ésta nos ayuda a desenmascarar el modo diabólico con que podemos relacionarnos con las personas, con nuestros semejantes.
La elección está entre dominar o servir, entre competir o ser solidarios, entre sobresalir o considerarse siervos. Esta elección se manifiesta en toda actitud y en todas las circunstancias de la vida: quien se ha forjado un buen nivel cultural o ha alcanzado una posición de prestigio, puede ayudar a crecer a los menos afortunados; pero también puede servirse de sus logros para humillar a los menos dotados. Quien tiene poder o es rico puede servir a los más pobres, favorecer a los menos afortunados; pero también puede darse a la buena vida en plan de gran señor. El ansia de poder es tan irrefrenable que, incluso el pobre, se ve tentado a dominar a quien es más débil que él.
La autoridad es un carisma, es un don de Dios a la comunidad para que cada uno pueda encontrar en ella su puesto y ser feliz. El poder, por el contrario, es diabólico, aunque sea ejercido en nombre de Dios. Dondequiera que una persona humana sea dominada, dondequiera que se luche para prevalecer sobre los demás, dondequiera que alguien se vea obligado a arrodillarse o inclinarse ante a un semejante suyo, allí está actuando la lógica del maligno.
A Jesús no le faltaban dotes para sobresalir, para escalar todos los peldaños del poder religioso y político. Era inteligente, lúcido, valiente, atraía a las gentes. Ciertamente hubiera sido un hombre de éxito… pero con una condición: hubiera tenido que “adorar a Satanás”, es decir, hubiera tenido que adecuarse a los principios de este mundo: ser competitivo, recurrir a la violencia, pisotear a los demás, aliarse con los poderosos y emplear sus métodos. Su elección ha sido la opuesta: se ha hecho siervo.
La tercera tentación es la más peligrosa porque atenta contra la relación del hombre con Dios.
La propuesta diabólica se basa nada menos que en la Biblia: “Si eres Hijo de Dios, tírate abajo desde aquí, porque está escrito…” (vv. 9-12). La más sutil de las astucias del maligno es presentarse con rostro cautivador, asumir un talante devoto, servirse de la misma palabra de Dios (deformada y propuesta de manera aberrante) para extraviarnos.
El objetivo máximo del maligno no es el de provocar alguna que otra caída moral, fragilidad o debilidad, sino la de minar la base de nuestra relación con Dios. Este objetivo se consigue cuando, en la mente del hombre, se insinúa la duda acerca de la fidelidad de Dios a sus promesas, la duda de que cumpla su Palabra, de que nos asegure su protección, de que no nos abandone después de habernos mostrado su confianza. De esta duda nace la necesidad de “tener pruebas”. En el desierto, el pueblo de Israel, extenuado por el hambre, la sed, la fatiga, ha cedido a la tentación y exclamado: “¿Está o no está con nosotros el Señor?” (Éx 17,7). Ha provocado a su Dios diciendo: “Si está de nuestra parte, si realmente nos acompaña con su amor ¡que se manifieste dándonos una señal, haciendo un milagro!”
Jesús no ha cedido a esta tentación, no ha dudado nunca del amor y de la fidelidad de su Padre; ni siquiera en el momento más dramático, en la cruz, frente al absurdo de todo lo que le estaba sucediendo, se ha sentido abandonado por Él. Cuando Dios no realiza nuestros sueños, enseguida comenzamos con nuestras quejas: “¿Dónde está Dios? ¿Existe de verdad? ¿Vale la pena continuar creyendo en Él si no interviene para favorecer a quien lo sirve?” Y si Dios no nos da la prueba de amor que le exigimos, nuestra fe corre el riesgo de venirse abajo.
Dios no ha prometido a sus fieles evitarles dificultades y tribulaciones. No ha prometido librarlos milagrosamente de la enfermedad y de dolor; ha prometido, eso sí, darles la fuerza para no salir derrotados de las pruebas. Es impensable que Dios nos trate de manera diferente a como ha tratado a su propio Hijo unigénito.
El relato de hoy termina con una anotación: “Concluida la tentación, el Diablo se alejó de él hasta otra ocasión” (v. 13). Lucas habla de toda clase de tentaciones. Por tanto, las tres escenas que ha narrado deben ser interpretadas como síntesis de todas las tentaciones. Representan de manera sistemática la manera errónea de relación con tres realidades: con las cosas, con las personas, con Dios. El evangelista deja entrever, desde el principio de su evangelio, el momento en que la tentación se manifestará en toda su violencia y dramatismo: en la cruz.
El diablo no se ha alejado definitivamente; se ha retirado a la espera del tiempo fijado. Se hablará de él y de sus artimañas seductoras más adelante, en el momento de la Pasión, cuando entrará en Judas y lo inducirá a la traición (cf. Lc 22,3). Ésta será la manifestación del imperio de las tinieblas (cf. Lc 22,53), imperio que, justamente cuando estaba a punto de cantar victoria, será derrotado.