«Yo ocuparé su lugar»
El misionero comboniano ugandés P. Alfred Mawadri nos envía un precioso testimonio desde su misión en Sudán del Sur. Vuelve a los años de su infancia y juventud para hablarnos de su familia y de algunas personas que fueron importantes en su camino de discernimiento vocacional. Según cuenta, no fue fácil aceptar la llamada del Señor porque estaba muy unido a su familia y la vida misionera le exigía alejarse de sus seres queridos, pero puso su confianza en el Señor y, en la actualidad, a sus 48 años, asegura sentirse muy feliz. El hilo de oro que ha guiado y sigue guiando su vida es la fe en Jesucristo que –como dice– «da sentido a mi existencia». El testimonio del P. Alfred está escrito con mucha sinceridad y nos ayuda a descubrir, una vez más, que nadie se siente defraudado cuando entrega su vida entera por la Misión de Jesucristo.
Texto y fotos: P. Alfred Mawadri
Fui bendecido con unos padres encantadores. Mi padre era un hombre íntegro y con una gran fuerza interior. Mi madre era una persona maravillosa. Compasiva en sus palabras y hechos, inculcó a sus hijos los valores cristianos. Su capacidad de amar tuvo una gran influencia en mí. Falleció en 1994 y dejó en mí un vacío que nadie ha podido llenar. Sin embargo, poco a poco me fui acercando a mis hermanos menores para cuidarlos y ofrecerles lo que mi madre les había dado. De este modo, creció entre nosotros un fuerte vínculo, nos apoyábamos mutuamente y hacíamos juntos el trabajo doméstico. Era como si fuéramos una sola alma. En aquel momento, no podía imaginar que un día la vocación misionera me llevaría a separarme de ellos.
Nuestra familia extendida es católica desde hace muchas décadas. Mi tío, el P. Santino Kadu, fue uno de los primeros sacerdotes de la diócesis de Arua, en el noroeste de Uganda. No lo conocí porque murió antes de que yo naciera, pero mis padres y mucha gente hablaban maravillas de él. Su presencia era constante en la familia y una fotografía suya estaba colgada en la sala de estar de casa.
Nuestra parroquia, en la ciudad de Moyo, fue una de las primeras del norte de Uganda. Había sido fundada en 1917 por los misioneros combonianos y todavía estaba administrada por ellos cuando yo era monaguillo. Admiraba a aquellos misioneros que trabajaban tanto. Eran fantásticos con la gente, en particular con los jóvenes. El grupo juvenil parroquial estaba animado por el P. Aladino Mirandola, un italiano fallecido en 2018 que había llegado a Uganda en 1954. Aunque cuando lo conocí era ya bastante mayor, difundía alegría dondequiera que estuviera. Si tenías algún problema o una carga en el corazón, acudías a él y sus palabras lo disipaban como por arte de magia. Me decía a mí mismo: «¡Qué hermoso sería ser como él!».

La ordenación de Nyadru
En agosto de 1988 mi primo William Nyadru fue ordenado sacerdote comboniano en Moyo. Me sentía muy feliz y a todos los presentes en la celebración les decía que era mi primo, el hijo de mi tía Katerina. Me parecía un héroe con sus vestiduras blancas. Al final de la celebración le dije al P. Aladino que sería como él.
Tres años después, el 25 de octubre de 1991, el P. William, que había sido destinado a la misión de Moroto, en la subregión ugandesa de Karamoya, fue encontrado muerto en un lugar aislado. Su cuerpo yacía boca abajo sobre la hierba. Una bala le atravesó el corazón y salió por la espalda. Su moto estaba bien estacionada y no le habían robado nada, así que lo más probable es que los sacerdotes-adivinos de la zona hubieran ordenado a los guerreros que mataran a una persona cualquiera que fuera en motocicleta para que el clan pudiera evitar alguna catástrofe inminente.
El cuerpo del P. William fue enterrado en Moyo y yo hice de monaguillo durante el funeral. Miraba el ataúd, que estaba colocado en el mismo lugar donde se había postrado el día de su ordenación. Todo aquello me convenció de que su muerte había sido un sacrificio. Al finalizar la celebración, el P. Aladino pasó su brazo sobre mis hombros y me dijo: «Nuestra fe cristiana no nos deja ninguna duda de que William no murió en vano. Podemos estar seguros de que el Señor traerá múltiples dones con su sacrificio». Yo le susurré: «Yo ocuparé su lugar».
Una vocación de ida y vuelta
Un año después comencé mis estudios de Secundaria y la idea de seguir los pasos del P. William se fue desvaneciendo. Igual que cualquier otro estudiante que sueña con un futuro brillante, me centré en los estudios. Quería ser ingeniero, por lo que elegí la opción de Física, Química y Matemáticas.
Hacia el final de este ciclo formativo asistí a una serie de encuentros de fin de semana organizados por grupos cristianos. En uno de esos retiros, cada participante tenía que coger un trozo de papel de una caja con un texto bíblico y reflexionar sobre él. A mí me toco un versículo del evangelio de Mateo: «Vio Jesús a un hombre que se llamaba Mateo sentado en la oficina de impuestos y le dijo:
-Sígueme.
Él se levantó y lo siguió».
Estuve tentado de dejarlo y coger otro trozo de papel, pero algo dentro de mí me lo impidió. Durante la hora siguiente, luché enérgicamente contra ese texto, que pronto se convirtió en una voz clara… Y perdí la batalla. Las palabras que me había susurrado el P. Aladino el día del funeral del P. William retumbaban en mi cabeza y no podía silenciarlas.
No fue fácil lidiar con el torbellino de pensamientos y emociones que me acompañaron durante varias semanas y al final tuve que soltar la rama del árbol a la que me aferraba, el apego a mi familia, y unirme a los Misioneros Combonianos. Al igual que Mateo, dejé a mi familia y abandoné la idea de ser ingeniero.
En agosto de 2000 comencé mi formación misionera y cinco años más tarde hice mi primera profesión religiosa. Después fui destinado a Lima (Perú) para estudiar Teología y me ordenaron sacerdote en Moyo en enero de 2012. Aquel día la alegría del P. Aladino era enorme. Cuando me dijo que había cumplido mi promesa, le respondí: «El P. William será mi estrella-guía para el resto de mi vida».

Sudán del Sur
En mayo de 2012 fui destinado a la parroquia Santísima Trinidad, en Old Fangak, diócesis de Malakal (Sudán del Sur), entre el pueblo nuer. La zona se llama Al-Suud, una palabra árabe que significa ‘barrera’ u ‘obstrucción’. Se trata del pantano más grande del mundo y uno de los lugares más remotos y empobrecidos del continente. La gente, especialmente los niños, mueren de malaria, kala-azar, diarrea, desnutrición y otras enfermedades relacionadas con los pantanos. La vida y nuestro trabajo son muy difíciles aquí.
No hay caminos en la misión de Old Fangak y tampoco teníamos coches, motos o bicicletas. Atravesábamos a pie las zonas pantanosas para ir de una comunidad a otra. Tampoco teníamos teléfonos móviles y apenas una débil conexión a Internet en el centro parroquial. Cuando íbamos de gira pastoral sabíamos que no regresaríamos en muchos días, así que había que confiar en la generosidad de la gente y comer todo lo que nos ofrecieran.
La gran esperanza que surgió con la independencia de Sudán del Sur en 2011 se desvaneció enseguida y el conflicto interno que le siguió hizo que muchas personas se desplazaran dentro del país o que huyeran a las naciones vecinas. Ser testigo de todo esto fue –y sigue siendo– una prueba difícil para mí. Siempre he encontrado suficientes razones para seguir adelante. El pueblo nuer me ha enseñado a ser paciente, humilde, prudente, esperanzado y, sobre todo, a trabajar para superar juntos las dificultades. Las buenas relaciones son la primera herramienta del misionero en una situación de primera evangelización.
Nueva misión
En la actualidad estoy destinado en Moroyok como formador para preparar a nuestros candidatos a ingresar en el postulantado. Es un ministerio diferente al parroquial, con sus desafíos y también sus alegrías, porque en los jóvenes candidatos veo el futuro de la congregación. Sigo creyendo y esperando que la Palabra de Dios que estoy sembrando en esta tierra que tanto amó y en la que dio su vida san Daniel Comboni brotará y dará fruto. Mientras tanto, acepto sufrir con la gente y vivir con ellos las pequeñas alegrías de cada día. Me siento feliz, orgulloso y privilegiado de trabajar en el mismo campo misionero que Comboni. A pesar de las dificultades y los desafíos de la misión, Dios continúa diciéndome que no tenga miedo porque «yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de este mundo». Cuando estoy desanimado, estas palabras de Jesús me dan valor para seguir adelante.
A los jóvenes españoles les digo que se alegren de ser cristianos y tomen a Cristo como referente y modelo de vida. Él es el único que puede dar sentido a su existencia y satisfacer su sed de felicidad duradera. Como el apóstol Santiago, les invito a ser testigos de Cristo a través de sus obras y palabras, además de vivir con alegría la llamada a ser peregrinos de la esperanza durante este año jubilar. Desde esta actitud, debemos ayudar al mundo a ser un lugar de amor, paz y respeto por la dignidad humana y por nuestra casa común.