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Nueva red de televisión católica en América Latina

Nace la Red de Televisión Católica ALMA
En el marco del Encuentro de Responsables de Televisiones Católicas de América Latina y el Caribe realizado en la ciudad de Aparecida (Brasil) y convocado por el Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam) —a través del Centro para la Comunicación—, el pasado 14 de agosto de 2025 se creó la Red de Televisión ALMA (Alianza latinoamericana y caribeña de medios audiovisuales católicos).

adn.celam

La iniciativa es fruto del proceso de escucha, diálogo, conocimiento mutuo, aprendizaje, intercambio de “buenas prácticas” y discernimiento que ha caracterizado el encuentro, celebrado entre el 11 y el 14 de agosto en el Hotel Rainha do Brasil, a los pies del Santuario Nacional de Nuestra Señora de Aparecida, con la participación de 60 directores y jefes de producción de 12 países (Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, El Salvador, Estados Unidos, Honduras, Panamá, Paraguay, República Dominicana y Uruguay), quienes, a su vez, han representado a 27 televisiones católicas del continente.

Sinergia en perspectiva sinodal

“Esta nueva red católica busca erigirse como un espacio colaborativo de sinergia y articulación en perspectiva sinodal, en comunión con las conferencias episcopales del continente e inspirada por el Magisterio de la Iglesia”, según han manifestado los organizadores del encuentro, que contó con el apoyo de la Comisión Episcopal de Comunicación de la Conferencia Nacional de Obispos de Brasil (CNBB) así como de Signis Brasil TV.

Durante el encuentro se abordaron temáticas relacionadas con la realidad poliédrica de las televisiones católicas de América Latina y el Caribe, y la comunicación en el Magisterio del papa Francisco aplicado al mundo de la televisión, así como las posibilidades de crear contenidos audiovisuales para hacer posible una Iglesia sinodal, las cuestiones que están emergiendo de cara a las nuevas tecnologías y a la Inteligencia Artificial en la cultura digital, indagando también por el futuro de las televisiones católicas frente a los desafíos y las oportunidades que devienen de la Televisión 3.0.

Para profundizar en estos temas, algunos reconocidos académicos y expertos compartieron sus miradas y trayectorias en el ámbito de la TV, como los colombianos Dago García, vicepresidente de producción y contenido del Canal Caracol, y el P. Ramón Zambrano, Director del Canal Cristovisión, y los brasileños Marcelo Bechara, Director de Relaciones Institucionales de Globo, y Moisés Sbardelotto, doctor en ciencias de la comunicación y profesor de la Pontificia Universidad Católica de Minas Gerais.

«Peregrinos de esperanza»

Además de los espacios formativos y de intercambio en grupos de trabajo, el encuentro contempló diversos momentos de espiritualidad, incluyendo la peregrinación de los participantes a la Basílica de Aparecida, donde celebraron la eucaristía en sintonía con el Año Jubilar, renovando su compromiso con la misión evangelizadora de la Iglesia, como “peregrinos de esperanza”.

XX Domingo ordinario. Año C

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Vine a traer fuego a la tierra, y, ¡cómo desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, y, ¡qué angustia siento hasta que esto se haya cumplido! ¿Piensan que vine a traer paz a la tierra? No he venido a traer la paz sino la división. En adelante en una familia de cinco habrá división: tres contra dos, dos contra tres. Se opondrán padre a hijo e hijo a padre, madre a hija e hija a madre, suegra a nuera y nuera a suegra”.


Fuego en la tierra
P. Enrique Sánchez, mccj

Nuestra reflexión de este domingo tiene como punto de partida dos palabras claves que nos ayudarán, a acoger y a tratar de vivir lo que Jesús nos propone en el Evangelio para que entendamos mejor cuál es su misión y la nuestra como discípulos y misioneros suyos.

Jesús habla de fuego y de bautismo como dos realidades que traen consigo una novedad que tiene qué ver con la vida que nace cuando empezamos a creer en sus palabras.

El bautismo del que se habla en estos versículos del evangelio seguramente no se refiere a lo que nosotros identificamos con el sacramento del bautismo que hemos recibido, aunque, de alguna manera, podemos hacer memoria de esa experiencia que nos ha tocado vivir.

El bautismo del que habla Jesús se refiere a su experiencia del misterio pascual. Es el bautismo que habla de un pasar de una experiencia de esclavitud, marcada por la muerte, a una vida nueva que surge de la resurrección.

Es el bautismo que nos quiere ayudar a tomar conciencia del paso que estamos llamados a dar, en el día a día de nuestra existencia, dejando a un lado todo aquello que puede ser esclavitud y muerte.

Todo aquello que nos tiene atados a una mundanidad que nos encandila y nos seduce con sus promesas de felicidad.

Jesús, nos dice el evangelio, quisiera que lo que tendrá que vivir en su camino de pasión, de muerte y de resurrección fueran algo ya realizado para que nadie se encuentre excluido de amor de Dios.

En el bautismo, entendido como paso de la muerte a la vida, de la cruz a la resurrección, podemos entender que el Señor nos está invitando a vivir, en nuestra propia experiencia, el paso de todo aquello que nos podría tener esclavizados, a una experiencia plena de vida en el Espíritu.

Por otra parte, se nos habla también del fuego que Jesús quisiera que ya estuviera ardiendo en cada uno de nosotros y en el mundo en donde estamos presentes. Un fuego que debe llegar a todos y que debería tocar todas las realidades de nuestra vida.

Y, tal vez, antes de reflexionar mucho sobre este tema, nos conviene detenernos a ver qué cosa es el fuego del que habla Jesús, para comprender mejor el mensaje que se nos quiere dejar en el corazón.

Cuando pensamos al fuego nos damos cuenta de que se trata de algo que representa muerte y vida nueva, al mismo tiempo. Es algo que consume con sus llamas y transforma con su fuerza, que envuelve y abraza.

En un primer momento se puede decir que es algo que arrasa con todo, ciertamente, cuando adquiere fuerza y no se controla; es algo que consume lo que encuentra a su paso. Es algo que tiene como propiedad el propagarse rápidamente e invadir sin dificultad cualquier espacio.

La buena noticia del Evangelio que Jesús nos propone tiene en sí esta propiedad que caracteriza al fuego. Ella también se propaga con una fuerza que transforma todo lo que encuentra a su paso.

El fuego tiene una fuerza que purifica, que consume y abre espacios para que algo nuevo pueda surgir. La imagen del fuego hace que entendamos que también al interno de nuestra comunidad cristiana existe un proceso continuo de purificación en la medida en que acogemos y nos confrontamos con la palabra de Dios.

El evangelio, como el fuego, consume todo aquello que en nuestros corazones nos impide vivir y actuar de acuerdo a la verdad. Es lo que nos obliga a dejar a un lado las máscaras que cargamos para defender muchas veces nuestros compromisos con la ambigüedad.

Por esta razón no es difícil entender por qué se dan las divisiones y por qué surgen los conflictos, no sólo en las comunidades, en nuestras familias o en nuestros grupos humanos; sino también al interior de nosotros mismos.

El fuego de la Palabra del Señor nos empuja a vivir en la coherencia y en la honestidad, en la verdad y en la libertad. Y esto crea tensiones, pues en muchos momentos ser cristianos nos obliga a ir contra corriente, a no estar de acuerdo con propuestas de vida que no están fundadas en el amor, en la justicia y en el respeto de los demás.

Jesús dice que no ha venido a traer la paz a la tierra y oyendo esas palabras podemos sentirnos confundidos, pensando que hay una contradicción entre la propuesta del Reino que ha venido a instaurar y una realidad de rivalidades hasta en las relaciones más ordinarias de nuestra vida, como lo son las que se dan en el seno familiar.

Él no ha venido a traer la paz como la ofrece el mundo.  La paz que se pretende construir a punta de fusiles o de bombas.

No es la paz idealizada en un mundo en donde no existirían conflictos y dificultades, en donde desaparecería todo lo que tenga que ver con sacrificios y entrega de uno mismo.

Es la paz que brota en el corazón cuando somos capaces de hacer opciones decididas por Jesús y por su evangelio.

Es la paz que nos permite estar en el mundo, pero sin dejarnos atrapar por sus propuestas cuando son egoístas o nos alejan de los demás.

Jesús ha venido a traer la división que obliga a tomar partido por él. Es la división que hace aparecer con claridad por donde pasa el proyecto que Dios ha sonado para nosotros con la promesa de hacernos vivir en plenitud.

Aquí aparece otra palabra, consecuencia de las anteriores, bautismo, fuego, y ahora división.

Es la división que nos ayuda a entender que no se puede vivir diciendo que creemos en Dios y después asumir un estilo de vida que lo ignora, que lo arrincona en lo cotidiano o simplemente se le recuerda cuando las necesidades nos llegan al cuello. Pidamos para que la Palabra del Señor entre en lo más profundo de nuestro ser como un fuego nuevo, suscitado por el Espíritu, que nos libere y nos purifique de todas las ramas secas que vamos cargando y que no nos dejan descubrir lo bello que Dios va creando cada día para nosotros.

Que seamos capaces de vivir el misterio del Bautismo del Señor acercándonos a Él sin miedo a entrar en el misterio de su pasión, de su muerte y de su resurrección para que demos muerte a lo que nos tiene paralizados en el egoísmo que nos impide amarnos como hermanos. Que no inventemos pretextos para eludir la división ante la cual tenemos que definirnos haciendo opciones que den un rostro concreto a nuestro ser cristianos. Que no nos permita alinearnos con aquellos que pretenden hacer de nuestra vida y de nuestro mundo una realidad en donde se piensa que podemos acomodar a Dios a nuestros intereses personales.


Sin fuego no es posible
José A. Pagola

En un estilo claramente profético, Jesús resume su vida entera con unas palabras insólitas: “Yo he venido a prender fuego en el mundo, y ¡ojalá estuviera ya ardiendo!”. ¿De qué está hablando Jesús? El carácter enigmático de su lenguaje conduce a los exegetas a buscar la respuesta en diferentes direcciones. En cualquier caso, la imagen del “fuego” nos está invitando a acercarnos a su misterio de manera más ardiente y apasionada.
El fuego que arde en su interior es la pasión por Dios y la compasión por los que sufren. Jamás podrá ser desvelado ese amor insondable que anima su vida entera. Su misterio no quedará nunca encerrado en fórmulas dogmáticas ni en libros de sabios. Nadie escribirá un libro definitivo sobre él. Jesús atrae y quema, turba y purifica. Nadie podrá seguirlo con el corazón apagado o con piedad aburrida.
Su palabra hace arder los corazones. Se ofrece amistosamente a los más excluidos, despierta la esperanza en las prostitutas y la confianza en los pecadores más despreciados, lucha contra todo lo que hace daño al ser humano. Combate los formalismos religiosos, los rigorismos inhumanos y las interpretaciones estrechas de la ley. Nada ni nadie puede encadenar su libertad para hacer el bien. Nunca podremos seguirlo viviendo en la rutina religiosa o el convencionalismo de “lo correcto”.
Jesús enciende los conflictos, no los apaga. No ha venido a traer falsa tranquilidad, sino tensiones, enfrentamiento y divisiones. En realidad, introduce el conflicto en nuestro propio corazón. No es posible defenderse de su llamada tras el escudo de ritos religiosos o prácticas sociales. Ninguna religión nos protegerá de su mirada. Ningún agnosticismo nos librará de su desafío. Jesús nos está llamando a vivir en verdad y a amar sin egoísmos.
Su fuego no ha quedado apagado al sumergirse en las aguas profundas de la muerte. Resucitado a una vida nueva, su Espíritu sigue ardiendo a lo largo de la historia. Los primeros seguidores lo sienten arder en sus corazones cuando escuchan sus palabras mientras camina junto a ellos.
¿Dónde es posible sentir hoy ese fuego de Jesús? ¿Dónde podemos experimentar la fuerza de su libertad creadora? ¿Cuándo arden nuestros corazones al acoger su Evangelio? ¿Dónde se vive de manera apasionada siguiendo sus pasos? Aunque la fe cristiana parece extinguirse hoy entre nosotros, el fuego traído por Jesús al mundo sigue ardiendo bajo las cenizas. No podemos dejar que se apague. Sin fuego en el corazón no es posible seguir a Jesús.

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El fuego del Espíritu Santo 
Papa Francesco

El Evangelio de este domingo (Lc 12, 49-53) forma parte de las enseñanzas de Jesús dirigidas a sus discípulos a lo largo del camino de subida hacia Jerusalén, donde le espera la muerte en la cruz. Para indicar el objetivo de su misión, Él se sirve de tres imágenes: el fuego, el bautismo y la división. Hoy deseo hablar de la primera imagen: el fuego.

Jesús la narra con estas palabras: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra, ¡y cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (v. 49). El fuego del cual habla Jesús es el fuego del Espíritu Santo, presencia viva y operante en nosotros desde el día de nuestro Bautismo. Este –el fuego– es una fuerza creadora que purifica y renueva, quema toda miseria humana, todo egoísmo, todo pecado, nos transforma desde dentro, nos regenera y nos hace capaces de amar. Jesús desea que el Espíritu Santo estalle como el fuego en nuestro corazón, porque sólo partiendo del corazón el incendio del amor divino podrá extenderse y hacer progresar el Reino de Dios. No parte de la cabeza, parte del corazón. Y por eso Jesús quiere que el fuego entre en nuestro corazón. Si nos abrimos completamente a la acción de este fuego que es el Espíritu Santo, Él nos donará la audacia y el fervor para anunciar a todos a Jesús y su confortante mensaje de misericordia y salvación, navegando en alta mar, sin miedos.

Cumpliendo su misión en el mundo, la Iglesia —es decir, todos los que somos la Iglesia— necesita la ayuda del Espíritu Santo para no ser paralizada por el miedo y el cálculo, para no acostumbrarse a caminar dentro de confines seguros. Estas dos actitudes llevan a la Iglesia a ser una Iglesia funcional, que nunca arriesga. En cambio, la valentía apostólica que el Espíritu Santo enciende en nosotros como un fuego nos ayuda a superar los muros y las barreras, nos hace creativos y nos impulsa a ponernos en marcha para caminar incluso por vías inexploradas o incómodas, dando esperanzas a cuantos encontramos. Con este fuego del Espíritu Santo estamos llamados a convertirnos cada vez más en una comunidad de personas guiadas y transformadas, llenas de comprensión, personas con el corazón abierto y el rostro alegre. Hoy más que nunca se necesitan sacerdotes, consagrados y fieles laicos, con la atenta mirada del apóstol, para conmoverse y detenerse ante las minusvalías y la pobreza material y espiritual, caracterizando así el camino de la evangelización y de la misión con el ritmo sanador de la proximidad.

Es precisamente el fuego del Espíritu Santo que nos lleva a hacernos prójimos de los demás, de los necesitados, de tantas miserias humanas, de tantos problemas, de los refugiados, de aquellos que sufren.

En este momento, pienso también con admiración sobre todo en los numerosos sacerdotes, religiosos y fieles laicos que, por todo el mundo, se dedican a anunciar el Evangelio con gran amor y fidelidad, no pocas veces a costa de sus vidas. Su ejemplar testimonio nos recuerda que la Iglesia no necesita burócratas y diligentes funcionarios, sino misioneros apasionados, devorados por el entusiasmo de llevar a todos la confortante palabra de Jesús y su gracia. Este es el fuego del Espíritu Santo. Si la Iglesia no recibe este fuego o no lo deja entrar en sí, se convierte en una Iglesia fría o solamente tibia, incapaz de dar vida, porque está compuesta por cristianos fríos y tibios. Nos hará bien, hoy, tomarnos cinco minutos y preguntarnos: ¿Cómo está mi corazón? ¿Es frío? ¿Es tibio? ¿Es capaz de recibir este fuego? Dediquemos cinco minutos a esto. Nos hará bien a todos.

Y pidamos a la Virgen María que rece con nosotros y por nosotros al Padre celeste, para que infunda sobre todos los creyentes el Espíritu Santo, fuego divino que enciende los corazones y nos ayuda a ser solidarios con las alegrías y los sufrimientos de nuestros hermanos. Que nos sostenga en nuestro camino el ejemplo de san Maximiliano Kolbe, mártir de la caridad, de quien hoy celebramos la fiesta: que él nos enseñe a vivir el fuego del amor por Dios y por el prójimo.


Un Evangelio Climáticamente incorrecto
José Luis Sicre

Después de las enseñanzas de los domingos anteriores sobre la oración, la riqueza, la vigilancia, centradas en lo que nosotros debemos hacer, en el evangelio de este domingo Jesús nos sorprende hablando de sí mismo: de su misión y su destino. Lo hace con un lenguaje tan enigmático que los comentaristas discuten desde los primeros siglos el sentido de estas palabras.

Presupuesto necesario para entenderlo es conocer la mentalidad apocalíptica, de la que Jesús participa en cierto modo. Según ella, el mundo malo presente tiene que desaparecer para dar paso al mundo bueno futuro, el Reinado de Dios.

Lucas va a introducir algunos cambios importantes en esta mentalidad, reuniendo tres frases pronunciadas por Jesús en diversos momentos: la primera y la tercera hablan de la misión de Jesús (prender fuego y traer división); la segunda, de su destino (pasar por un bautismo). Esta forma de organizar el material (misión – destino – misión) es muy típica de los autores bíblicos.

La misión: prender fuego

He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!

Lo primero que viene a la mente es un campo ardiendo, o el fenómeno frecuente en la guerra del incendio de campos, frutales, casas, ciudades… Esta idea encaja bien en la mentalidad apocalíptica: hay que poner fin al mundo presente para que surja el Reino de Dios. Esta interpretación me parece más correcta que relacionar el fuego con el Espíritu Santo.

El destino: la muerte

Tengo que pasar por un bautismo.

También esta imagen es enigmática, porque “bautizar” significa normalmente “lavar”; por ejemplo, los platos se “bautizan”, es decir, se lavan. Esa idea la aplica Juan Bautista al pecado: cuando la persona se sumerge en el río Jordán, se lavan sus pecados; al mismo tiempo, simbólicamente, la persona que entra en el agua muere ahogada y sale una persona nueva. El bautismo equivale entonces a la muerte y el paso a una nueva vida. Así lo usa Jesús en un texto del evangelio de Marcos, cuando dice a Juan y Santiago: ¿Sois capaces de beber la copa que yo he de beber o bautizaros con el bautismo que yo voy a recibir? (Mc 10,38). Jesús ve que su destino es la muerte para resucitar a una nueva vida.

La misión: dividir

¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división.

Estas palabras se podrían interpretar como simple consecuencia de la actividad de Jesús: su persona, su enseñanza y sus obras provocan división entre la gente, como ya había anunciado Simeón a María: este niño “será una bandera discutida”.

Pero Jesús habla de una división muy concreta, dentro de la familia, y eso favorece otra interpretación: Jesús viene a crear un caos tan tremendo (simbolizado por el caos familiar), que Dios tendrá que venir a destruir este mundo y dar paso al mundo nuevo. Parece una interpretación absurda, pero conviene recordar lo que dice el final del libro de Malaquías: “Yo os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del Señor, grande y terrible: reconciliará a padres con hijos, a hijos con padres, y así no vendré yo a exterminar la tierra” (Mal 3,23-24). De acuerdo con estas palabras, Dios ha pensado exterminar la tierra en un día grande y terrible. Sin embargo, para no tener que hacerlo, decide enviar al profeta Elías, que restablecerá las buenas relaciones en la familia (padres con hijos, hijos con padres), como símbolo de las buenas relaciones en la sociedad: la situación mejora y Dios no se ve obligado a exterminar la tierra.

Jesús dice todo lo contrario: hace falta acabar con este mundo, y por ello él ha venido a traer división en el seno de la familia.

La unión de las tres frases

¿Qué quiere decirnos Lucas uniendo estas tres frases? Que Jesús anhela y provoca la desaparición de este mundo presente para dar paso al Reinado de Dios, pero que ese cambio está estrechamente relacionado con su muerte.

¿Tiene sentido todo esto para nosotros?

Este mensaje apocalíptico resulta lejano al hombre de hoy. De hecho, Lucas lo matiza y modifica en el libro de los Hechos de los Apóstoles: los cristianos no debemos estar esperando el fin del mundo, aunque pidamos todos los días que “venga a nosotros tu reino”; nuestra misión ahora es extender el evangelio por todo el mundo, como hicieron los apóstoles. Y la idea de la segunda venida de Jesús cede el puesto a una distinta: el triunfo de Jesús, glorificado a la derecha de Dios.

* * *

Por una feliz casualidad, la segunda lectura ofrece cierta relación con el evangelio: el destino de Jesús sirve de ejemplo a los cristianos. La imagen de partida es fácil de entender para los antiguos cristianos, conocedores de las Olimpiadas griegas: un estadio lleno de espectadores que contemplan el espectáculo.

Jesús, como cualquier atleta, se entrena duramente, en medio de grandes renuncias y sacrificios; sabe, además, que competirá en un ambiente adverso, hostigado y abucheado por los espectadores. Pero no se arredra: renuncia a pasarlo bien, aguanta, soporta, y termina triunfando.

Ahora nos toca a nosotros coger el relevo. Hay que despojarse de todo lo que estorba, correr la carrera sin cansarse ni perder el ánimo. Incluso en una época de descanso y vacaciones, es bueno recordar el ejemplo de Jesús, su entrega plena.

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Un único destino aúna a los profetas
Fernando Armellini

Introducción

Sorprende la facilidad, la rapidez con que el escepticismo, el descrédito, el menoscabo, logran enfriar los entusiasmos, apagar los ideales, hacer inocuas las enseñanzas más nobles. Hemos conocido a jóvenes que, movidos por una pasión sincera, se habían empeñado en construir un mundo nuevo y una Iglesia más evangélica. Pocos años después, han amainado las banderas y renunciado a los sueños. Se han acomodado a la ‘respetabilidad’ imperante, a lo que antes consideraban fútil, efímero, banal. ¿Por comodidad, por oportunismo? Algunos quizás sí, pero otros han renunciado con profunda amargura a impulsos y proyectos juveniles porque…se han dejado llevar, en primer lugar, del desaliento, y después de la resignación. No habían tenido en cuenta a la oposición, los conflictos, las dificultades, y han terminado por tirar la toalla.

Quien se compromete con la comunidad, espera aprobación, alabanza, apoyo a las iniciativas que lleva adelante, aunque solo sea por el tiempo y la energía que dedica a sus compromisos. ¡Vana ilusión! Más pronto que tarde, tendrá que enfrentarse a críticas malévolas, envidias, celos. Y todavía estamos en el ámbito de las normales incomprensiones y sinsabores. La cosa se complica seriamente cuando están en juego opciones eclesiales decisivas, adhesiones a nuevas perspectivas abiertas por el Concilio, propuestas evangélicas incompatibles con la lógica de este mundo. Entonces, la hostilidad se manifiesta abiertamente y va in crescendo: desde el insulto a la marginación y hasta el linchamiento moral.

Quien se siente ‘agredido’ de esta manera corre un serio riesgo de desanimarse y de poner en discusión los compromisos antes asumidos con tanta lucidez. La tentación de adecuarse a la mentalidad dominante, a lo políticamente correcto, a los principios y valores dictados por el sentido común, es casi irresistible.

Jesús ha puesto en guardia a sus discípulos contra este peligro: “Si en el mundo los odian, sepan que primero me odió a mí. Si ustedes fueran del mundo, el mundo los amaría como cosa suya” (Jn 15,18). Ha tranquilizado sus ánimos perplejos y vacilantes, recordándoles que un destino común aúna, desde siempre, a todos los justos: “¡Ay de ustedes cuando todos los alaben! Del mismo modo los padres de ellos trataron a los falsos profetas” (Lc 6,23.26).

Evangelio: Lucas 12,49-53

¿Qué fuego es el que Jesús ha venido a traer a la tierra? (v. 49). ¿Cuál es el bautismo que él tiene que recibir? (v. 50). ¿Qué quiere decir cuando afirma: “No he venido a traer la paz sino la división?” (v. 51). ¿Qué tiene que ver en todo este discurso la parábola sobre la necesidad de evitar que “tu rival…te arrastre hasta el juez” (vv. 58-59)? El evangelio de hoy junta una serie de dichos del Señor más bien enigmáticos. Tratemos de comprender su sentido.

Comencemos por las imágenes del fuego y del bautismo (vv. 49-50). Al final del diluvio aparece en el cielo el arco iris, símbolo de la paz restablecida entre el cielo y la tierra, y Dios jura: “El diluvio no volverá a destruir la vida ni habrá otro diluvio sobre la tierra” (Gn 9,11). De esta promesa nace y se difunde en Israel la convicción de que, para purificar el mundo de la iniquidad, Dios no se serviría más del agua sino del fuego. “El Señor va a juzgar con su fuego a todo mortal” (Is 66,16). También el Bautista anuncia la venida del Mesías con palabras amenazadoras: “Él los bautizará con Espíritu Santo y fuego. Quemará la paja en un fuego que no se apaga” (Mt 3,11-12). De fuego habla también Jesús y, después de él, un poco también la mayoría de los autores del Nuevo Testamento. ¿De qué se trata? Lo primero que se nos ocurre es que está hablando del juicio final y del suplicio eterno que les espera a los malvados. ¡Nada de esto! Así pensarían, quizás, Juan el Bautista y los discípulos Santiago y Juan, pero ciertamente no Jesús.

El fuego de Dios no tiene como objetivo aniquilar o torturar a quien ha cometido errores sino que es el instrumento con el que Él quiere destruir el mal y purificar del pecado. ¡Que se queden con su fuego los fundamentalistas y los predicadores fanáticos de las sectas apocalípticas! El anunciado por los profetas y encendido por Jesús es un fuego que salva, limpia, cura: es el fuego de su Palabra, es su Mensaje de Salvación, es su Espíritu, el Espíritu Santo que, en el día de Pentecostés, descendió sobre cada uno de los discípulos en lenguas como de fuego (cf. Hch 2,3-11), fuego que se ha propagado por el mundo como un gran incendio benéfico y renovador.

Ahora podemos comprender el sentido de la exclamación de Jesús: “¡Cómo me gustaría que estuviera ya ardiendo!” (v. 49). Es la expresión de su deseo ardiente de ver lo más pronto posible la destrucción de la cizaña que existe en el mundo. Malaquías ha anunciado: “Miren que llega el día, ardiente como un horno, cuando arrogantes y malvados serán la paja: ese día los quemaré” (Mal 3,19). Jesús espera con ansia la realización de esta profecía y ya ve el amanecer del nuevo mundo en el que no habrá más espacio para los malvados. Éstos desaparecerán, aniquilados por la llama irresistible de su Amor.

La segunda imagen, la del Bautismo, está ligada a la precedente. Jesús afirma que, para desencadenar este incendio, antes debe Él ser bautizado. Bautizarse significa sumergirse y Jesús se refiere a su inmersión en las aguas de la muerte (cf. Mc 10,38-39). Esta agua ha sido preparada por sus enemigos con el objetivo de apagar para siempre el fuego de su Palabra, de su Amor, de su Espíritu; sin embargo, el efecto ha sido lo contrario: es un agua que ha comunicado a este fuego una fuerza incontenible. Jesús “contempla con angustia” la pasión que le espera. La perspectiva que tiene ante sus ojos es dramática: será arrastrado por las olas de la humillación, de los sufrimientos y de la muerte, pero sabe que, saliendo de estas aguas oscuras, en el día de Pascua, dará inicio a un mundo nuevo.

Si este es el destino del Maestro, ¿cuál será el de los discípulos portadores de la antorcha de su fuego? También ellos, dice Jesús, provocarán desacuerdos, divisiones, hostilidad y dolorosas laceraciones dentro de sus mismas familias (vv. 51-53).

“¿Piensan que vine a traer paz a la tierra? No he venido a traer la paz sino la división”. Una afirmación sorprendente que deja desconcertados porque en los libros de los profetas está escrito que el Mesías será el “Príncipe de la paz” y que, durante su reinado, “la paz no tendrá fin” (Is 11,6-9); “el lobo y el cordero irán juntos, y la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león engordarán juntos” (Is 11,6-9); “destruirá los arcos de guerra, proclamará la paz a las naciones , dominará de mar a mar, del Gran Río al confín de la tierra”(Zac 9,10); en Belén los ángeles cantaban: “¡paz en la tierra”! (Lc 2,14) y Pablo escribe: “Él es nuestra paz” (Ef 2,14).

El anuncio del Evangelio ¿traerá al mundo armonía o discordia entre familias y pueblos? Ciertamente los profetas han prometido la paz para los tiempos mesiánicos, pero también han anunciado conflictos y separaciones. Cuando Jesús habla de conflicto de generaciones (entre jóvenes y ancianos) y entre los que viven en una misma casa, no hace más que citar un texto del profeta Miqueas, el cual había intuido que el nacimiento de un nuevo mundo no sería pacífico y sin dolor, sino que vería la luz entre sufrimientos desgarradores. Lucas certifica que estas rupturas se han producido en sus comunidades. A la luz de las palabras del Maestro, comprende que eran inevitables y, en el contexto en que estas palabras son colocadas, nos ayudan a comprender el por qué.

El mensaje de Jesús es un fuego y, lógicamente, quienes tienen bienes que proteger, palacios que custodiar, no ven con buenos ojos a los ‘incendiarios’. El Evangelio es una antorcha encendida que quiere reducir a una inmensa pira todas las estructuras injustas, las situaciones deshumanas, las discriminaciones, el ansia del dinero, el frenesí del poder. Quien se siente amenazado por este ‘fuego’, no permanece pasivo. Se opone por todos los medios. Reacciona con violencia porque quiere perpetuar el pecado en el mundo. Primero son las incomprensiones, después vienen las divisiones y los conflictos y, finalmente, las persecuciones y la violencia.

No siempre la unión es buena y hay que aprobarla a toda costa. Se debe buscar la unión, pero siempre partiendo de la Palabra de Dios, partiendo de la verdad. La paz fundada en la mentira y en la injusticia, hay que rechazarla. A veces, es necesario provocar, con mucho amor y tratando de no ofender a nadie, saludables divisiones. No se deben confundir el odio, la violencia, las palabras ofensivas y arrogantes –que son incompatibles con un cristiano– con la confrontación leal, con los desacuerdos que nacen de propuestas nuevas, evangélicas. Estos desacuerdos son necesarios, aunque sean dolorosos por involucrar miembros de la misma familia.

Hemos oído hablar muchas veces después del Concilio de la imagen estupenda de los “signos de los tiempos”. Aparece en boca de Jesús en la tercera parte del evangelio de hoy (vv. 54-57). Para los campesinos es importante reconocer lo cambios del tiempo: deben saber cuándo llegan las lluvias para sembrar en el momento justo. Escrutan el cielo, estudian el viento, saben que no pueden equivocarse porque corren el riesgo de ver las propias semillas quemadas por el sol. ¿Cómo es que los hombres –se pregunta Jesús– que prestan tanta atención a las señales del calor y de la lluvia, no logran reconocer los signos del mundo nuevo que ha aparecido? Porque –responde– son unos hipócritas. Están capacitados para ver, pero no quieren abrir los ojos y no lo hacen por ignorancia sino por mala voluntad. La realidad nueva introducida por su Palabra les molesta, los incomoda. Quieren que el mundo antiguo continúe como hacen los actores (los hipócritas, justamente) que aparentan no darse cuenta de lo que está sucediendo.

Lucas tiene presente la situación de sus comunidades en las que muchos temen a las consecuencias del Evangelio y ‘fingen’ no darse cuenta de los cambios, de las transformaciones, de las novedades que las palabras de Jesús introducen entre ellos.

El Evangelio concluye con una parábola (vv. 58-59). Un hombre ha ofendido a otro y éste lo amenaza con llevarlo ante el juez. ¿Qué hacer? El culpable no tiene tiempo que perder: debe buscar inmediatamente un acuerdo con su adversario; de lo contrario, se expone a la condena. ¿Qué sentido tiene esta parábola?

Está para llegar, dice Jesús, el momento del juicio; el mundo nuevo está apunto de surgir. Las señales del gran incendio que renovará la faz de la tierra son evidentes: los ciegos recobran la vista, los sordos oyen, los tullidos caminan, los leprosos son sanados, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio (cf. Mt 11,5). Y, sin embargo, hay personas que no se preocupan lo más mínimo de todo esto. Se verán sorprendidas sin preparación alguna.

http://www.bibleclaret.org

La Asunción de María

Lecturas

-1ª Lectura: Ap 11, 19a; 12, 1. 3-6a. 10ab : Una mujer vestida de sol, la luna por pedestal.
-Salmo: 44, 10-16 : R. De pie a tu derecha está la reina, enjoyada con oro de Ofir.
-2ª Lectura: 1 Cor 15, 20-27a : Primero Cristo, como primicia; después todos los que son de Cristo.
+Evangelio: Lc 1, 39-56 : El Poderoso ha hecho obras grandes por mí; enaltece a los humildes.

SEGUIDORA FIEL DE JESÚS
José Antonio Pagola

Mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador.

Los evangelistas presentan a la Virgen con rasgos que pueden reavivar nuestra devoción a María, la Madre de Jesús. Su visión nos ayuda a amarla, meditarla, imitarla, rezarla y confiar en ella con espíritu nuevo y más evangélico.

María es la gran creyente. La primera seguidora de Jesús. La mujer que sabe meditar en su corazón los hechos y las palabras de su Hijo. La profetisa que canta al Dios, salvador de los pobres, anunciado por él. La madre fiel que permanece junto a su Hijo perseguido, condenado y ejecutado en la cruz. Testigo de Cristo resucitado, que acoge junto a los discípulos al Espíritu que acompañará siempre a la Iglesia de Jesús.

Lucas, por su parte, nos invita a hacer nuestro el canto de María, para dejarnos guiar por su espíritu hacia Jesús, pues en el “Magníficat” brilla en todo su esplendor la fe de María y su identificación maternal con su Hijo Jesús.

María comienza proclamando la grandeza de Dios: «mi espíritu se alegra en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava». María es feliz porque Dios ha puesto su mirada en su pequeñez. Así es Dios con los sencillos. María lo canta con el mismo gozo con que bendice Jesús al Padre, porque se oculta a «sabios y entendidos» y se revela a «los sencillos». La fe de María en el Dios de los pequeños nos hace sintonizar con Jesús.

María proclama al Dios «Poderoso» porque «su misericordia llega a sus fieles de generación en generación». Dios pone su poder al servicio de la compasión. Su misericordia acompaña a todas las generaciones. Lo mismo predica Jesús: Dios es misericordioso con todos. Por eso dice a sus discípulos de todos los tiempos: «sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». Desde su corazón de madre, María capta como nadie la ternura de Dios Padre y Madre, y nos introduce en el núcleo del mensaje de Jesús: Dios es amor compasivo.

María proclama también al Dios de los pobres porque «derriba del trono a los poderosos» y los deja sin poder para seguir oprimiendo; por el contrario, «enaltece a los humildes» para que recobren su dignidad. A los ricos les reclama lo robado a los pobres y «los despide vacíos»; por el contrario, a los hambrientos «los colma de bienes» para que disfruten de una vida más humana. Lo mismo gritaba Jesús: «los últimos serán los primeros». María nos lleva a acoger la Buena Noticia de Jesús: Dios es de los pobres.

María nos enseña como nadie a seguir a Jesús, anunciando al Dios de la compasión, trabajando por un mundo más fraterno y confiando en el Padre de los pequeños.

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Tres palabras clave:
lucha, resurrección, esperanza
Papa Francisco

El Concilio Vaticano II, al final de la Constitución sobre la Iglesia, nos ha dejado una bellísima meditación sobre María Santísima. Recuerdo solamente las palabras que se refieren al misterio que hoy celebramos. La primera es ésta: «La Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo» (n. 59). Y después, hacia el final, ésta otra: «La Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo» (n. 68). A la luz de esta imagen bellísima de nuestra Madre, podemos considerar el mensaje que contienen las lecturas bíblicas que hemos apenas escuchado. Podemos concentrarnos en tres palabras clave: lucha, resurrección, esperanza.

El pasaje del Apocalipsis presenta la visión de la lucha entre la mujer y el dragón. La figura de la mujer, que representa a la Iglesia, aparece por una parte gloriosa, triunfante, y por otra con dolores. Así es en efecto la Iglesia: si en el Cielo ya participa de la gloria de su Señor, en la historia vive continuamente las pruebas y desafíos que comporta el conflicto entre Dios y el maligno, el enemigo de siempre. En esta lucha que los discípulos de Jesús han de sostener – todos nosotros, todos los discípulos de Jesús debemos sostener esta lucha –, María no les deja solos; la Madre de Cristo y de la Iglesia está siempre con nosotros. Siempre camina con nosotros, está con nosotros. También María participa, en cierto sentido, de esta doble condición. Ella, naturalmente, ha entrado definitivamente en la gloria del Cielo. Pero esto no significa que esté lejos, que se separe de nosotros; María, por el contrario, nos acompaña, lucha con nosotros, sostiene a los cristianos en el combate contra las fuerzas del mal. La oración con María, en especial el Rosario – pero escuchadme con atención: el Rosario. ¿Vosotros rezáis el Rosario todos los días? No creo [la gente grita: Sí] ¿Seguro? Pues bien, la oración con María, en particular el Rosario, tiene también esta dimensión «agonística», es decir, de lucha, una oración que sostiene en la batalla contra el maligno y sus cómplices. También el Rosario nos sostiene en la batalla.

La segunda lectura nos habla de la resurrección. El apóstol Pablo, escribiendo a los corintios, insiste en que ser cristianos significa creer que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos. Toda nuestra fe se basa en esta verdad fundamental, que no es una idea sino un acontecimiento. También el misterio de la Asunción de María en cuerpo y alma se inscribe completamente en la resurrección de Cristo. La humanidad de la Madre ha sido «atraída» por el Hijo en su paso a través de la muerte. Jesús entró definitivamente en la vida eterna con toda su humanidad, la que había tomado de María; así ella, la Madre, que lo ha seguido fielmente durante toda su vida, lo ha seguido con el corazón, ha entrado con él en la vida eterna, que llamamos también Cielo, Paraíso, Casa del Padre.

María ha conocido también el martirio de la cruz: el martirio de su corazón, el martirio del alma. Ha sufrido mucho en su corazón, mientras Jesús sufría en la cruz. Ha vivido la pasión del Hijo hasta el fondo del alma. Ha estado completamente unida a él en la muerte, y por eso ha recibido el don de la resurrección. Cristo es la primicia de los resucitados, y María es la primicia de los redimidos, la primera de «aquellos que son de Cristo». Es nuestra Madre, pero también podemos decir que es nuestra representante, es nuestra hermana, nuestra primera hermana, es la primera de los redimidos que ha llegado al cielo.

El evangelio nos sugiere la tercera palabra: esperanza. Esperanza es la virtud del que experimentando el conflicto, la lucha cotidiana entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal, cree en la resurrección de Cristo, en la victoria del amor. Hemos escuchado el Canto de María, el Magnificat es el cántico de la esperanza, el cántico del Pueblo de Dios que camina en la historia. Es el cántico de tantos santos y santas, algunos conocidos, otros, muchísimos, desconocidos, pero que Dios conoce bien: mamás, papás, catequistas, misioneros, sacerdotes, religiosas, jóvenes, también niños, abuelos, abuelas, estos han afrontado la lucha por la vida llevando en el corazón la esperanza de los pequeños y humildes. María dice: «Proclama mi alma la grandeza del Señor», hoy la Iglesia también canta esto y lo canta en todo el mundo. Este cántico es especialmente intenso allí donde el Cuerpo de Cristo sufre hoy la Pasión. Donde está la cruz, para nosotros los cristianos hay esperanza, siempre. Si no hay esperanza, no somos cristianos. Por esto me gusta decir: no os dejéis robar la esperanza. Que no os roben la esperanza, porque esta fuerza es una gracia, un don de Dios que nos hace avanzar mirando al cielo. Y María está siempre allí, cercana a esas comunidades, a esos hermanos nuestros, camina con ellos, sufre con ellos, y canta con ellos el Magnificat de la esperanza.

Queridos hermanos y hermanas, unámonos también nosotros, con el corazón, a este cántico de paciencia y victoria, de lucha y alegría, que une a la Iglesia triunfante con la peregrinante, nosotros; que une el cielo y la tierra, que une nuestra historia con la eternidad, hacia la que caminamos. Amén.


El Señor de la vida ha hecho grandes cosas por nosotros
Fernando Armellini

Introducción

María es recordada por última vez en el Nuevo Testamento al comienzo del libro de Hechos: en la oración, rodeada por los apóstoles y la primera comunidad cristiana (Hch 1,14). Entonces esta dulce y reservada mujer abandona la escena, silenciosa y discretamente lo mismo que al entrar. Desde entonces no sabemos nada de ella. Dónde pasó los últimos años de su vida y cómo dejó esta tierra no se menciona en los textos canónicos. Muchas versiones de un solo tema –la Dormición de la Virgen María– se difundieron entre los cristianos a partir del siglo VI.

Estos textos apócrifos transmitieron una serie de noticias sobre los últimos días de María y sobre su muerte. Se trata de cuentos populares, en gran parte ficticios, cuyo núcleo original, sin embargo, se remonta al siglo II en torno a la Iglesia madre de Jerusalén, pero donde encontramos información más confiable.

Después de la Pascua, María, con toda probabilidad, vivió en Jerusalén, en el Monte Sión, tal vez en la misma casa donde su hijo había celebrado la Última Cena con sus apóstoles. Cuando llegó su hora de salir de este mundo –y aquí comienza el aspecto legendario de las historias apócrifas– apareció un mensajero celestial y le anunció su próxima salida. Desde las tierras más remotas, los apóstoles, milagrosamente transportados sobre las nubes, llegaron a su lecho, conversaron con ella tiernamente permaneciendo a su lado hasta el momento en que Jesús, con una multitud de ángeles, vino a llevar su alma.

Acompañaron su cuerpo en procesión al arroyo de Cedrón, y allí lo colocaron en una tumba cortada en la roca. Este es probablemente un detalle histórico. Desde el siglo I, de hecho, su tumba, cerca de la gruta de Getsemaní, ha sido continuamente venerada. En el siglo IV, este sitio fue aislado de los demás y en este lugar se construyó una iglesia.

Tres días después de su entierro –y aquí las noticias legendarias se reanudan– Jesús aparece de nuevo para tomar también su cuerpo, que los apóstoles habían seguido observando. Dio órdenes a los ángeles para que la elevaran sobre las nubes y los apóstoles la acompañaran. Las nubes se dirigían al este, al arco del paraíso y llegaban al reino de la luz. Entre las canciones de los ángeles y los aromas más deliciosos, la pusieron al lado del árbol de la vida.

Estos detalles ficticios, evidentemente, no tienen valor histórico; sin embargo, dan testimonio, a través de imágenes y símbolos, de la incipiente devoción del pueblo cristiano por la Madre del Señor. La reflexión de los creyentes sobre el destino de María después de la muerte siguió creciendo a lo largo de los siglos. Llevó a la creencia en su Asunción y, el 1 de noviembre de 1950, vino la definición papal: “La Inmaculada Concepción Madre de Dios siempre Virgen terminó el curso de su vida terrenal, fue asunta cuerpo y alma en la gloria celestial”.

¿Qué significa este dogma? ¿Acaso es que el cuerpo de María no sufrió corrupción o que solo ella y Jesús estarían en el cielo en carne y hueso mientras que los demás estarían muertos y sólo con sus almas en el cielo esperando la reunificación con sus cuerpos? Esta visión ingenua de la Ascensión de Jesús y de la Asunción de María, además de ser un legado de la filosofía dualista griega –que contradice a la Biblia en la que el ser humano se entiende como una unidad inseparable– es positivamente excluida por Pablo. Escribiendo a los Corintios, Pablo aclara que no es el cuerpo material el que resucita sino “un cuerpo espiritual” (1 Cor 15,44).

El texto de la definición papal no habla de “asunta al cielo” –como si hubiera habido un cambio en el espacio o un ‘rapto’ de su cuerpo de la tumba a la morada de Dios– sino que dice: “asunta a la gloria celestial”. La gloria celestial no es un lugar sino una nueva condición. María no fue a otro lugar, llevando con ella los frágiles restos que están destinados a volver al polvo. Ella no ha abandonado la comunidad de discípulos que continúan caminando como peregrinos en este mundo. Ella ha cambiado la manera de estar con ellos, como lo hizo su Hijo el día de Pascua.

María, “la sierva del Señor”, se presenta hoy a todos los creyentes no como una privilegiada sino como el modelo más excelente, como el signo del destino que espera a toda persona que cree “que la Palabra del Señor se hará realidad” (Lc 1,45).

Las fuerzas de la vida y de la muerte se enfrentan en un duelo dramático en el mundo. El dolor, la enfermedad, las debilidades de la vejez son las escaramuzas que anuncian el asalto final del temible dragón. Eventualmente, la lucha se convierte en unilateral y la muerte siempre atrapa a su presa. ¿Acaso Dios, amante de la vida, ve impasiblemente esta derrota de las criaturas en cuyo rostro se imprime su imagen? La respuesta a esta pregunta se nos ofrece hoy en María. En ella estamos invitados a contemplar el triunfo del Dios de la Vida.

Evangelio: Lucas 1,39-56

Ante la evidencia de la muerte y corrupción de un cuerpo en la tumba, se necesita mucho valor para creer que el Señor es el Dios de la vida y la esperanza de una vida más allá de la vida. En la fiesta de hoy, se nos ofrece como modelo a aquel que siempre ha confiado en Dios.

Isabel proclama su bendición porque “ella creía que la palabra del Señor se haría realidad” (v. 45). María le responde con un himno de alabanza al Señor. Cada noche la comunidad cristiana lo canta al final de las vísperas. Es para mantener viva en los fieles, quizás perturbados por las vicisitudes del día, la mirada de fe en la que María ha podido leer los acontecimientos de su vida y la historia de su pueblo.

Comienza con un grito de alegría: “Mi alma proclama la grandeza del Señor” (v. 47). Literalmente, la frase dice: “Yo me rindo ante el Señor, que es grande”. Nuestro corazón tiende a imaginarlo pequeño, modelándolo adaptado a nuestra mezquindad: un Dios generoso con el vencedor bueno y enojado, implacable, con aquellos que transgreden sus órdenes, como nosotros. María tiene una mirada pura; ella ha experimentado la inmensidad del amor de Dios. Ella comprendió que Él hace que su sol salga sobre los malos y sobre los buenos; para esto, ella siente la necesidad irreprimible de proclamar su grandeza.

Quien asimile la mirada de María y descubra que el Señor ama a la gente sin condiciones, exultará –como ella– en Dios su Salvador. Estará complacido porque la Salvación no depende de sus habilidades y buenas obras sino que está anclada en la fidelidad infalible de Dios. Esta certeza pone fin a las angustias, que surgen del deseo de construir la propia perfección, y es la fuente de la serenidad interior, de la paz, de la alegría sin límites.

Después de haber engrandecido al Señor, María aclara el motivo por el que le hace un himno de alabanza: “Ha visto la humildad de su sierva” (v. 48). La mirada de Dios no es atraída por las virtudes morales y las cualidades de una persona sino por su pobreza, su necesidad de ser enriquecida por los dones del cielo. María sabe que es una mujer estupenda, pero no tiene motivos para jactarse. Ella es consciente de no tener ningún mérito y reconoce que todo en ella es un regalo gratuito del Señor.

Ella dijo al ángel de la Anunciación: “He aquí la sierva del Señor”. En su canto de alabanza se repite la auto-presentación: “Yo soy la sierva”. Es el título de honor que la Biblia reserva a aquellos que han puesto sus vidas a disposición de Dios. La proclamarán ‘bienaventurada’ porque, al mirarla, aquellos que son despreciados por su condición angustiosa, física o moral, dejarán de sentirse derrotados y rechazados por Dios. Se darán cuenta de estar en la posición única de convertirse en los destinatarios de la ternura del Señor.

“El Poderoso ha hecho grandes cosas por mí” (v. 49). “Grandes cosas” es la expresión con la que la Biblia presenta las intervenciones extraordinarias de Dios: “Él hace prodigios incomprensibles, maravillas innumerables” (Job 5,9). Él no es el Todopoderoso que puede hacer lo que quiere. Es el poderoso que, respetuoso de las leyes de la Creación y de la libertad humana, logra siempre hacer prodigios inesperados y sorprendentes de amor.

La segunda parte del pasaje comienza (vv. 50-55) donde María revisa las maravillosas obras de Amor del Señor. Ella explica primero por qué es tan atento y cariñoso. Distribuye generosamente sus beneficios porque es misericordioso: de tiempo en tiempo su misericordia se extiende a los que viven en su presencia (v. 50). Misericordioso para nosotros es el que se mueve ante la desgracia, el dolor, la condición de los pobres y los afectados por los desastres. Sin embargo, este sentimiento sería en vano si no nos intercedemos en nombre de aquellos que necesitan ayuda.

En la Biblia, Dios se presenta a sí mismo como “compasivo y misericordioso” (Éx 34,6) y las palabras hebreas que se usan, no sólo expresan una emoción intensa y profunda –la que la madre siente por el niño que lleva– sino también la acción que este sentimiento causa: el irresistible impulso de rescatar al ser amado. A lo largo de los siglos, aquellos que temen al Señor, es decir, los que confiaron en Él y en su Palabra, siempre han experimentado su ternura y su cuidado.

El texto continúa enumerando siete de las intervenciones salvadoras de Dios. Él ha actuado con el poder de su brazo y ha hecho maravillas (v. 51). La Biblia a menudo menciona el brazo de Dios, símbolo de la fuerza con la que interviene para liberar a los oprimidos, proteger a los débiles, defender a los que sufren injusticia. María conoce la historia de su pueblo y recuerda que el Señor fue a Egipto a elegir a Israel “por la fuerza de pruebas y señales, por maravillas y por guerras, con mano firme y brazo extendido” (Dt 4,34). Ella ni siquiera es tocada por la duda de que el mal prevalecerá sobre el bien, la mentira sobre la verdad, la prevaricación sobre la justicia, la arrogancia sobre la mansedumbre. Ella sabe que el brazo del Señor mantiene un firme control sobre los destinos del mundo y la vida de cada persona.

“Él ha esparcido a los soberbios” (v. 51). Con este término la Biblia indica a los insolentes, aquellos que no están interesados ​​en Dios; hablan con orgullo y miran hacia abajo a todos. El Señor, dice María, los dispersa. No es una invitación a esperar pacientemente que Dios intervenga para derribar y reducir al ridículo a los que prevalecen. El Señor no triunfa humillando a los que se burlan de él, sino que vuelve su palabra paternal y los convierte con su Amor. Es el mundo nuevo el que anuncia María, el mundo en el cual los arrogantes y los dominadores se dispersan y desaparecen. Todos son convertidos en humildes siervos de sus hermanos.

“Él ha derribado a los poderosos de sus tronos y levantado a los oprimidos” (v. 52). La historia enseña que los fuertes siempre han dominado, y los débiles estuvieron subyugados. María lo sabe. Ella pertenece a un pueblo tiranizado por los grandes imperios. Ahora –asegura– Dios está del lado de los pobres y ha puesto en acción una revolución; volcó el equilibrio de poder: los poderosos fueron derrotados y los miserables levantados.

¿Ha llegado el momento de la venganza? ¿Con la ayuda de Dios, los débiles elevarán su cabeza, conquistarán a los poderosos y someterán a los que los han oprimido? Si eso fuera el resultado de la intervención divina, no veríamos un nuevo acontecimiento sino solo el reemplazo de una clase de explotadores por otra. Dios no entra en la historia para desempeñar el papel del héroe en ese guión insano que siempre las personas han puesto en escena. No interviene con fuerza para cambiar a los actores sino para introducir un guión completamente diferente: antes el juego era esforzarse para subir y gobernar al resto; ahora se compite para bajar y convertirse en sirviente por amor, para ser pan para los hambrientos. Grande y digno de honor ya no es el que está sentado en un trono sino el que se queda abajo y responde con alegría a las demandas de aquellos que lo necesitan.

Esta es la verdadera novedad: un corazón nuevo dado a todos, un corazón como el de Cristo, un corazón de sirvientes. ¿Veremos alguna vez este tipo de humanidad? María está tan segura de que Dios la edificará, que habla al pasado –“ha derrumbado, ha levantado”– como si esta prodigiosa transformación del mundo ya estuviera hecha. Ella recuerda las palabras del mensajero celestial: “Con Dios nada es imposible” (Lc 1,37).

“Él ha llenado a los hambrientos con cosas buenas, pero ha enviado a los ricos con las manos vacías” (v. 53). “La tierra y su plenitud pertenecen al Señor, al mundo y a todos los que habitan en él” (Sal 24,1). Si todo pertenece a Dios, los seres humanos no son dueños de nada; son invitados, comensales a la mesa que el generoso Padre ha tendido a sus hijos. Él concede sus dones a todos para que todos participen por igual; el que los reúne para sí, el que se niega a compartirlos tomando posesión de bienes que no son suyos, comete un robo. La codicia –la raíz de todo mal (1 Tim 6,10)– lleva a tomar más de lo necesario y a enriquecerse. La injusticia, la desigualdad, la discriminación y un mundo en desacuerdo con la voluntad de Dios son los resultados de la codicia inextinguible. María ve surgir un nuevo mundo, un mundo en el que los comensales comparten lo que el Padre pone a su disposición; un mundo donde todo el mundo está saciado de pan, libertad y amor.

María tiene un mensaje de esperanza para los ricos: Dios los deja vacíos. No es una amenaza de castigo; es una proclamación de Salvación. Los bienes que han acumulado –a menudo por extorsión y robo– han sido para ellos una fuente de placer, pero también de preocupaciones y ansiedades; se han convertido en un peso voluminoso, una carga que ha pesado en sus corazones haciéndolos insensibles a las necesidades de los hermanos.

Dios los envía vacíos, los aligera del peso de las riquezas, advirtiendo que “no hemos traído nada al mundo, y lo dejaremos con nada” (1 Tim 6,7), haciéndoles entender que “aunque tengan muchas posesiones, no es lo que les da vida” (Lc 12,15). Y convenciéndolos de que “la felicidad radica más en dar que en recibir” (Hch 20,35).

El texto cierra con una reflexión sobre la fidelidad de Dios a las promesas hechas a los patriarcas y a David (vv. 54-55). Israel es un pueblo que recuerda. El Señor a menudo lo invita a no olvidar las maravillas que ha realizado y las promesas hechas a los padres de la antigüedad (Deut 4,9; 7,18). María –hija de este pueblo– también recuerda y está segura de que Dios no olvida el juramento que juró a Abrahán ya sus descendientes. El niño que lleva en su vientre es la fiel respuesta de Dios a los compromisos que ha asumido con su pueblo.

No solo ahora, sino para siempre, por la eternidad –asegura María–, Dios permanecerá fiel. Él nunca fallará a su pacto de Amor con nosotros y, ciertamente, no nos abandonará ni siquiera en la muerte.

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UISG: Declaración por la Paz y Jornada de oración y ayuno.

La UISG (Unión Internacional de Superioras Generales) propone que el 14 de agosto sea vivido como día de ayuno y oración, invocando la intercesión de la Madre de Dios, Nuestra Señora de la Paz. Ante un mundo desgarrado por las guerras, no podemos permanecer indiferentes. Este es el comunicado (UISG):

En un mundo desgarrado por la guerra y la deshumanización —en Gaza, Sudán, Ucrania, Myanmar, Siria, Haití, República Democrática del Congo y en tantos otros países heridos por conflictos visibles e invisibles— no podemos permanecer como espectadoras silenciosas.


Cada día vemos rostros marcados por el dolor, vidas destruidas, pueblos privados de su dignidad y de la paz, especialmente mujeres y niños.

Como mujeres de esperanza, arraigadas en la fe e inmersas en las heridas de nuestro tiempo, sentimos la profunda necesidad de alzar la voz y unir nuestros corazones.

Como mujeres en las fronteras, que caminan junto a quienes sufren, escuchando el clamor de los pobres y de la tierra, tenemos la responsabilidad de construir comunión, proteger la vida y exigir justicia.

Por ello, las invitamos, en espíritu de comunión y de corresponsabilidad evangélica, a unirse en un acto colectivo de oración, discernimiento y testimonio, para que la paz no sea solo un deseo, sino una realidad construida entre todas.

En particular, proponemos que el 14 de agosto sea vivido como día de ayuno y oración, invocando la intercesión de la Madre de Dios, Nuestra Señora de la Paz, cuya fiesta celebramos el 15 de agosto.

Confiémonos a ella, para que acoja con ternura el clamor de los pueblos y nos enseñe a ser una presencia humilde y profética en los lugares del sufrimiento.

Les pedimos:

  • Promover momentos de oración y reflexión sobre la Palabra en sus comunidades, a la luz de los sufrimientos actuales del mundo, dejándonos transformar interiormente.
  • Comprometerse con las autoridades civiles y eclesiales de sus respectivos países, exhortándolas a abrir caminos de reconciliación, desarme, defensa de los derechos humanos y protección de las víctimas.
  • Apoyar acciones concretas de solidaridad global, a través de redes de ayuda humanitaria, acogida y testimonio profético a favor de los pueblos más afectados.

Como mujeres que velan en la noche, seguimos creyendo que incluso en la hora más oscura puede brillar una luz: la luz del Evangelio, de la justicia y de la fraternidad.

Juntas invoquemos al Dios de la paz, para que podamos ser instrumentos de su amor, y confiamos este camino a la intercesión de María, nuestra Madre de la esperanza.


Oración por la Paz – 14 de agosto Jornada de Oración y Ayuno

Con motivo de la Jornada de Oración y Ayuno por la Paz, propuesta por la UISG (Unión Internacional de Superioras Generales) para el 14 de agosto de 2025, nos unimos en oración con un corazón abierto y solidario.

Esta oración, preparada por la UISG para acompañar este momento, nos invita a dirigirnos a Dios en un tiempo marcado por guerras, violencias y divisiones.

Confiándonos a la intercesión de María, Madre de la Paz, oremos para que cada pueblo pueda reencontrar la esperanza, la justicia y el don de la reconciliación, en comunión con tantas personas en el mundo que desean la paz.

María, Madre de la Paz,
en este tiempo herido por la guerra,
te encomendamos a los pueblos desgarrados por el odio,
a las familias divididas, a los corazones rotos por la violencia.

Tú que guardaste en silencio el dolor,
enséñanos a velar, a no cerrar los ojos,
a permanecer junto a quien sufre,
a orar incluso cuando faltan las palabras.

Dona al mundo la paz, Señor Jesús,
no la que se impone con la fuerza,
sino la que nace de la justicia,
del perdón, de la verdad, del amor.

Haznos instrumentos de tu paz:
manos que levantan,
voces que consuelan,
corazones que se abren.

Te rogamos por las mujeres y los niños víctimas de los conflictos,
por los migrantes en fuga, por quienes son prisioneros del miedo.
Te rogamos por quienes han perdido la esperanza
y por quienes siguen sembrando odio.

Haz que nuestro ayuno sea solidaridad,
que nuestra oración se convierta en acción,
que nuestro silencio sea voz para los que no tienen voz.

María, Reina de la Paz,
intercede por nosotros,
para que en cada rincón de la tierra
vuelva a brillar la luz del Evangelio.

Amén.

UISG

XIX Domingo ordinario. Año C

“En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: No temas, rebañito mío, porque tu Padre ha tenido a bien darte el Reino. Vendan sus bienes y den limosnas. Consíganse unas bolsas que no se destruyan y acumulen en el cielo un tesoro que no se acaba, allá donde no llega el ladrón, ni carcome la polilla. Porque donde está su tesoro, ahí estará su corazón.

Estén listos, con la túnica puesta y las lámparas encendidas. Sean semejantes a los criados que están esperando a que su señor regrese de la boda, para abrirle en cuanto llegue y toque. Dichosos aquellos a quienes su señor, al llegar, encuentre en vela. Yo les aseguro que se cogerá la túnica, los hará sentar a la mesa y él mismo les servirá. Y si llega a medianoche o a la madrugada y los encuentra en vela, dichosos ellos.

Fíjense en esto: si un padre de familia supiera a qué hora va a venir el ladrón, estaría vigilando y no dejaría que se metiera por un boquete en su casa. Pues también ustedes estén preparados, porque a la hora en que menos lo piensen vendrá el Hijo del hombre.

Entonces Pedro le preguntó a Jesús: ¿Dices esta parábola solo por nosotros o por todos? El Señor le respondió: supongan que un administrador, puesto por su amo al frente de la servidumbre, con el encargo de repartir a su tiempo los alimentos, se porta con fidelidad y prudencia. Dichoso este siervo, si el amo, a su llegada, lo encuentra cumpliendo con su deber. Yo les aseguro que lo pondrá al frente de todo lo que tiene. Pero si este siervo piensa: Mi amo tardará en llegar y empieza a maltratar a los criados y a las criadas, a comer a beber y a embriagarse, el día menos pensado y a la hora más inesperada, llegará su amo y lo castigará severamente y le hará correr la misma suerte que a los hombres desleales.

El Servidor que, conociendo la voluntad de su amo, no haya preparado ni hecho lo que debía, recibirá muchos azotes; pero el que, sin conocerla, haya hecho algo digno de castigo, recibirá pocos.

Al que mucho se le da, se le exigirá mucho, y al que mucho se le confía, se le exigirá mucho más”. (Lucas 12, 32-48)


Donde está su tesoro, ahí estará su corazón
P. Enrique Sánchez, mccj

El capítulo 12 del evangelio de san Lucas nos sigue conduciendo en una reflexión sobre los bienes que convienen y la riqueza que no se acaba, invitándonos a tomar conciencia de la importancia de adquirir una libertad interior que nos permita disfrutar de los bienes materiales sin entregarles nuestro corazón.

Es una invitación a vivir sin miedo, porque nuestro Padre Dios ha tenido a bien tomarse el cuidado de nosotros dándonos la posibilidad de vivir en su Reino.

Acumulen en el cielo

Si hay que acumular algo, nos dice el evangelio, habría que hacerlo en las bodegas del cielo, porque ahí́ se conserva lo bueno, lo que no se destruye y no se acaba con el tiempo, lo que no desaparece cuando llega la ultima crisis financiera y en donde lo que realmente tiene valor no se cuantifica con cifras de seis ceros.

El bien hecho por los demás y la felicidad que hayamos podido sembrar en el corazón de quienes tenemos cerca es algo que ningún ladrón podrá arrebatarnos.

La caridad ejercida de manera discreta, en bien de quien la está pasando mal porque se ha quedado sin trabajo o porque se le ha presentado una enfermedad inesperada; ese es un bien que no se puede carcomer la polilla.

El perdón y la misericordia que podemos tener con aquellas personas que nos han hecho sufrir y que nos han maltratado donde duele; esa es una riqueza de la que ningún ladrón podrá́ despojarnos, porque se trata de lo más noble que llevamos custodiado en lo profundo del corazón.

La compasión que mueve nuestros sentimientos más profundos, cuando vemos el sufrimiento de nuestros hermanos y no somos capaces de pasar indiferentes ante el dolor y la angustia de quienes no saben a donde elevar sus suplicas; eso representa lo mejor de nuestro tesoro que nadie podrá arrebatarnos, porque habla de lo mejor de nosotros mismos.

Estas, y muchas más, son las riquezas que el Señor ha tenido a bien concedernos cuando nos llama a entrar y gozar de su Reino; ese Reino en donde lo que importa no son las cosas que, tarde o temprano, tendremos que dejar.

Ligeros y con la lámpara encendida

El evangelio de hoy nos invita a ir ligeros y a mantener la lámpara encendida. Ir con la cintura ceñida para no dejar que nuestro corazón se apegue a todo aquello que  nos haría difícil el avanzar por el camino.

Ligeros para mantenernos libres y disponibles a todas las riquezas con las que el Señor nos irá sorprendiendo, abiertos a la novedad de Dios que no se dejará ganar jamás en generosidad.

El Señor se encarga y piensa ya a lo que nos hace falta para responder a nuestras necesidades de cada día. Por lo tanto, no tiene sentido afanarse en atesorar y acumular, como si nuestra vida dependiera de nuestras reservas.

La parábola que nos presenta el evangelio nos hace entender la importancia que tiene el saber que lo que hemos recibido como bienes es algo que estamos llamados a administrar en bien de los demás y la importancia aparece en el saber servir y compartir con los demás. Ahí está el valor que podríamos dar a aquello que se atesora.

Del trata de administrar y de servir

Y, ¿de qué se trata cuando hablamos de servicio? Seguramente de saber poner a disposición de los demás los dones, cualidades, aptitudes y carismas que hemos recibido gratuitamente y que reconocemos como gracias que se nos han dado para compartirlas con los demás.

Por otra parte, se nos dice que, hay que estar listos y preparados, con las lámparas encendidas, para reconocer lo bueno y lo bello que Dios nos va dando en medio de las tinieblas en las que muchas veces nos vemos atrapados.

Esas tinieblas que nos impiden ser agradecidos y que, encerrándonos en nuestros egoísmos, pretenden hacernos creer que todo nos es debido y que tenemos derecho a que todo nos sea dado.

Estar listos y preparados al encuentro con el Señor es la actitud que nos permite vivir desprendidos de nosotros mismos y disponibles a recibir cada momento de nuestra vida como una gracia y una bendición. Como algo que no tiene precio y que no podemos conseguir con nuestros recursos, tan perecederos, tan frágiles y tan humanos.

Vivir cimentados en la fe

En otras palabras, de lo que se trata es de vivir en una actitud de fe en donde se nos enseña que, aún en los momentos de oscuridad y de tinieblas, cuando, aparentemente todo está perdido, el Señor no nos abandonará y nos dará siempre lo necesario para vivir en plenitud.

Dichosos los que son encontrados en vela, despiertos, con la atención puesta en lo que realmente es importante y esencial en la vida.

Estar en vela podría significar vivir atentos y dispuestos a reconocer cómo Dios se va tomando cuidado de nosotros y cómo se preocupa para que nada nos falte de aquello que nos permite vivir con dignidad.

Estar listos, preparados y vigilantes es lo que permite custodiar el corazón para que ahí se vaya acumulando lo que realmente podamos reconocer como nuestro tesoro, como la riqueza que nos permite estar en este mundo con una actitud profunda de libertad y de desprendimiento de cualquier cosa que nos pudiese esclavizar.

Ojalá, pues, que nuestro tesoro consista en una infinidad de bienes, materiales y espirituales. De gracias y bendiciones que nos reconocemos presentes en nuestras vidas. Qué sean todo lo bello que descubrimos como la razón que da sentido a nuestra vida y que nos llena de entusiasmo para seguir adelante, considerando la vida y el encuentro con nuestros hermanos, como lo más grande que nos pudo haber sucedido.

Pidamos la sabiduría de Dios para que sepamos conducir nuestro corazón a lo que realmente vale la pena, a todo aquello que dignifique nuestra vida y nos convierta en instrumentos de promoción humana y divina para todas las personas que vamos encontrando en nuestro caminar en este mundo tan lleno de sorpresas que nos hablan del Señor que va a nuestro lado, como presencia fiel que sólo sueña con nuestra felicidad.

Siempre vigilantes y atentos

Que el Señor nos encuentre siempre vigilantes, atentos y disponibles para servir a los demás. Que nos dé un corazón enorme para llenarlo de las riquezas que representan los hermanos que alegran nuestro peregrinar.

Que la esperanza sea la luz que ilumine nuestros horizontes y se transforme en alegría que estemos llamados a compartir con los demás.

Para continuar nuestra reflexión personal

¿Cuáles son las alegrías de nuestro corazón?

¿Qué es lo que vamos atesorando y a lo que tenemos adherido nuestro corazón?

¿Nos sentimos iluminados y sostenidos por nuestra fe?

¿Reconocemos al Señor Jesús presente en nuestras vidas?

¿Somos vigilantes para detectar el paso de Dios por nuestras vidas?

¿Nos alegra el ser servidores de los demás?


Esperando a Dios en la noche
P. Manuel João Pereira Correia, mccj

En estos domingos estamos leyendo el capítulo XII de san Lucas, un entramado de dichos, enseñanzas y breves parábolas, sin una clara unidad entre ellos. A algunos de nosotros que lo escuchemos en tiempo de vacaciones nos podrá parecer un Evangelio fuera de tiempo y de lugar. Mientras buscamos un poco de descanso y distracción para olvidar las preocupaciones de la vida, esta Palabra nos desconcierta, proponiéndonos temas demasiado serios e incómodos. Tal vez por eso el Señor nos dice, ante todo: «No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino».

Vigilando en la noche

El pasaje de este domingo tiene un tono de espera apocalíptica, presentando la vida cristiana como la espera del regreso del Señor en la “noche”. Tres veces se repite la invitación a estar preparados: «Tened ceñida vuestra cintura y encendidas las lámparas»«Estad preparados, porque a la hora que no penséis, vendrá el Hijo del hombre». La invitación de Jesús a vigilar para no ser sorprendidos desprevenidos a su llegada se ilustra con tres breves comparaciones: la espera del señor que regresa de unas bodas, el ladrón y el administrador de la casa.

La noche que se alterna con el día es una fuerte metáfora de la vida. ¡Cuántas veces nos parece estar en la oscuridad, sin saber adónde ir, agobiados por los problemas, con amenazas que se ciernen sobre nuestra vida…! O vivir tiempos oscurecidos por la guerra y la injusticia, por la incertidumbre sobre el futuro… La Palabra de este domingo nos ayuda a comprender y a vivir en esta “noche”.

La noche del Éxodo

La primera lectura (Sabiduría 18,6-9) presenta esta noche como la noche del Éxodo, cuando todo el pueblo en espera «se impuso, de común acuerdo, esta ley divina: compartir por igual los éxitos y los peligros».

La vida cristiana es un éxodo, un camino de liberación, muchas veces jalonado de tentaciones, de incertidumbre sobre las decisiones tomadas, de nostalgia del pasado… A menudo se convierte en una larga noche. Habíamos imaginado una travesía más rápida y menos fatigosa, y que pronto estaríamos instalados en la Tierra Prometida. Llegados al Sinaí, Dios nos dijo: «Vosotros mismos habéis visto lo que hice a Egipto, y cómo os llevé sobre alas de águila y os traje hasta mí» (Ex 19,4). Pensábamos, por tanto, que lo peor había pasado. Pero el Señor consideró que aún no estábamos preparados para entrar y que se necesitaban “cuarenta años” de desierto para liberar nuestro corazón de las estructuras mentales y de los hábitos que nos mantenían en “Egipto”, en la “casa de esclavitud”. Allí seguían estando nuestros tesoros. Y «donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón».

Por eso la noche de nuestro éxodo será aún larga. Nosotros también gritaremos a la centinela del profeta Isaías: «Centinela, ¿cuánto queda de la noche?». Y la centinela nos responderá, algo enigmática: «Llega la mañana, pero también la noche; si queréis preguntar, preguntad; conver­tíos, venid» (Is 21,11-12). ¡Corresponde a cada uno de nosotros escuchar e interpretar esta Voz!

La noche de la fe

La segunda lectura (Hebreos 11,1-19) presenta la noche del creyente como la noche de la fe: «En la fe murieron todos estos, sin haber recibido lo prometido, pero viéndolo y saludándolo de lejos, confesando que eran extranjeros y peregrinos en la tierra».

La definición de la fe que encontramos al comienzo de la lectura es sorprendente: «La fe es garantía de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve». Por eso la noche es el ámbito de la fe. Aunque somos hijos de la luz, «caminamos por fe y no por vista» (2Cor 5,7). Es necesario aceptar y atravesar la noche de la fe para aprender a «esperar contra toda esperanza» (Rom 4,18).

Para el creyente, la fe es una elección radical de vida. Significa confiar en una promesa de Dios, como Abraham. De hecho, hay dos maneras de planificar la vida: según un proyecto personal o según una vocación orientada por una promesa de Dios. Proyecto proviene del latín proiectum (pro-icere, arrojar hacia adelante), mientras que promesa proviene de promissa (pro-mittere, enviar hacia adelante). El proyecto lo planifico yo; la promesa la hace Dios. ¿Qué está orientando mi vida: un proyecto mío o una promesa de Dios?

La noche de la vigilia en el servicio

En el pasaje del Evangelio, Jesús habla tres veces de bienaventuranza: «Dichosos los siervos a quienes el señor, al llegar, encuentre en vela»«Y si llega a medianoche o al amanecer y los encuentra así, ¡dichosos ellos!»«Dichoso aquel siervo a quien su señor, al llegar, encuentre actuando así».

En el Evangelio de Lucas, el uso de las palabras “dichoso” y “dichosos” (del griego μακάριος – makários, es decir, “feliz”, “bendito”, “afortunado”) aparece en diversos contextos. Jesús vino a revelarnos el camino de la bienaventuranza. Es el camino que conduce al Reino, la meta de todo ser humano. Es un camino que aún hoy permanece oculto y misterioso para muchos, creyentes y no creyentes. Se presenta de forma tan contraria a la lógica que puede parecer una locura. Pero se ha hecho creíble porque Jesús y otros que se atrevieron a confiar en él lo encarnaron. El Evangelio ha recogido su trazado y se ha convertido en la guía para las mujeres y los hombres del Camino, como llaman a los cristianos los Hechos de los Apóstoles.

El Camino es único: es Cristo, pero ¿podemos hablar de senderos diferentes? Tal vez sí. Algunos nos parecen más arduos que otros. Algunos no nos sentimos capaces de recorrerlos. Pensamos en la santidad de ciertos cristianos o en la “santidad” laica de ciertas personas que se dedican heroicamente a aliviar el sufrimiento. Inalcanzables. Pues bien, el sendero que Jesús nos propone hoy me parece accesible a todos. Ciertamente, siempre es para recorrer en la noche del éxodo y de la fe, pero aun así al alcance de los pequeños, de los siervos. No tenemos que hacer cosas extraordinarias, sino simplemente permanecer despiertos y hacer lo que es nuestro deber: ¡servir! Un servicio humilde, oculto, quizá incluso banal, que no se publicitará en las redes sociales ni buscará “me gusta”, pero que se da por hecho: «Somos siervos inútiles. Hemos hecho lo que debíamos hacer» (Lc 17,10). ¿No os parece esta una versión del “caminito” del “camino del amor sencillo y confiado”, al alcance de todos, trazado por santa Teresa del Niño Jesús?


La última alegría
Papa Francesco

En la página del Evangelio de hoy (cf. Lc 12, 32-48), Jesús llama a sus discípulos a una vigilancia constante. ¿Por qué? Para captar el paso de Dios en su vida, porque Dios pasa continuamente por la vida. Y señala las formas de vivir bien esta vigilancia: «Estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas» (v. 35). Este es el camino. En primer lugar, «ceñidos los lomos», una imagen que recuerda la actitud del peregrino, dispuesto a emprender el camino. Se trata de no echar raíces en moradas cómodas y tranquilizadoras, sino de abandonarse, de abrirse con sencillez y confianza al paso de Dios en nuestras vidas, a la voluntad de Dios, que nos guía hacia la meta sucesiva. El Señor siempre camina con nosotros y tantas veces nos acompaña de la mano, para guiarnos, para que no nos equivoquemos en este camino tan difícil. Efectivamente, el que confía en Dios sabe bien que  la vida de fe no es algo estático, ¡es dinámica! La vida de fe es un itinerario continuo, para dirigirse hacia etapas siempre nuevas, que el Señor mismo indica día tras día. Porque Él es el Señor de las sorpresas, el Señor de las novedades, pero de las verdaderas novedades.

Y entonces ―el primer modo era “los lomos ceñidos”― después se nos pide que mantengamos “las lámparas encendidas”, para poder iluminar la oscuridad de la noche. Es decir, estamos invitados a vivir una fe auténtica y madura, capaz de iluminar las muchas “noches” de la vida. Bien sabemos que todos hemos tenido días que han sido verdaderas noches espirituales. La lámpara de la fe requiere ser alimentada continuamente, con el encuentro de corazón a corazón con Jesús en la oración y en la escucha de su Palabra. Reitero algo que he dicho muchas veces: llevad siempre un pequeño Evangelio en el bolsillo, en el bolso, para leerlo. Es un encuentro con Jesús, con la Palabra de Jesús. Esta lámpara del encuentro con Jesús en la oración y en su Palabra nos ha sido confiada para el bien de todos: nadie, por tanto, puede encerrarse de forma intimista en la certeza de su propia salvación, desinteresándose de los demás. Es una fantasía creer que uno puede iluminarse por dentro solo. No, es una fantasía. La verdadera fe abre el corazón al prójimo y lo impulsa a una comunión concreta con los hermanos, especialmente con los que viven en la necesidad.

Y Jesús, para hacernos comprender esta actitud, cuenta la parábola de los siervos que esperan el regreso del Maestro cuando vuelve de las bodas (vv. 36-40), presentando así otro aspecto de la vigilancia: estar preparados para el encuentro último y definitivo con el Señor. Cada uno de nosotros se encontrará, nos encontraremos en ese día del encuentro. Cada uno de nosotros tiene la propia fecha para el encuentro definitivo. Dice el Señor: «Dichosos los siervos que el señor al venir encuentre despiertos… Que venga en la segunda vigilia o en la tercera, si los encuentra así ¡dichosos ellos!» (vv. 37-38). Con estas palabras, el Señor nos recuerda que la vida es un camino hacia la eternidad; por eso, estamos llamados a emplear todos los talentos que tenemos, sin olvidar nunca que «no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro» (Hb 13,14). Desde esta perspectiva, cada momento se vuelve precioso, así que debemos vivir y actuar en esta tierra teniendo nostalgia del cielo: los pies en la tierra, caminar en la tierra, trabajar en la tierra, hacer el bien en la tierra, y el corazón nostálgico del cielo.

No podemos comprender realmente en qué consiste esta alegría suprema, pero Jesús nos hace darnos cuenta de ello con el ejemplo del amo que, al volver, encuentra a sus siervos aún despiertos: «Se ceñirá, los hará ponerse a la mesa y yendo de uno a otro los servirá» (v. 37). La alegría eterna del paraíso se manifiesta así: la situación se invertirá, y ya no serán los siervos, es  decir, nosotros, los que sirvamos a Dios, sino que Dios mismo se pondrá a nuestro servicio. Y esto lo hace Jesús ya desde ahora. Jesús reza por nosotros, Jesús nos mira y pide al Padre por nosotros, Jesús nos sirve ahora, es nuestro siervo. Y esta será la última alegría. El pensamiento del encuentro final con el Padre, rico en misericordia, nos llena de esperanza y nos estimula a comprometernos constantemente en nuestra santificación y en la construcción de un mundo más justo y fraterno.

Angelus 11.08.2019


VIVIR EN MINORÍA
José A. Pagola

Lucas ha recopilado en su evangelio unas palabras, llenas de afecto y cariño, dirigidas por Jesús a sus seguidores y seguidoras. Con frecuencia, suelen pasar desapercibidas. Sin embargo, leídas hoy con atención desde nuestras parroquias y comunidades cristianas, cobran una sorprendente actualidad. Es lo que necesitamos escuchar de Jesús en estos tiempos no fáciles para la fe.
“Mi pequeño rebaño”. Jesús mira con ternura inmensa a su pequeño grupo de seguidores. Son pocos. Tienen vocación de minoría. No han de pensar en grandezas. Así los imagina Jesús siempre: como un poco de “levadura” oculto en la masa, una pequeña “luz” en medio de la oscuridad, un puñado de “sal” para poner sabor a la vida.
Después de siglos de “imperialismo cristiano”, los discípulos de Jesús hemos de aprender a vivir en minoría. Es un error añorar una Iglesia poderosa y fuerte. Es un engaño buscar poder mundano o pretender dominar la sociedad. El evangelio no se impone por la fuerza. Lo contagian quienes viven al estilo de Jesús haciendo la vida más humana.
“No tengas miedo”. Es la gran preocupación de Jesús. No quiere ver a sus seguidores paralizados por el miedo ni hundidos en el desaliento. No han de perder nunca la confianza y la paz. También hoy somos un pequeño rebaño, pero podemos permanecer muy unidos a Jesús, el Pastor que nos guía y nos defiende. El nos puede hacer vivir estos tiempos con paz.
“Vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino”. Jesús se lo recuerda una vez más. No han de sentirse huérfanos. Tienen a Dios como Padre. Él les ha confiado su proyecto del reino. Es su gran regalo. Lo mejor que tenemos en nuestras comunidades: la tarea de hacer la vida más humana y la esperanza de encaminar la historia hacia su salvación definitiva.
“Vended vuestros bienes y dad limosna”. Los seguidores de Jesús son un pequeño rebaño, pero nunca han de ser una secta encerrada en sus propios intereses. No vivirán de espaldas a las necesidades de nadie. Será comunidades de puertas abiertas. Compartirán sus bienes con los que necesitan ayuda y solidaridad. Darán limosna, es decir “misericordia”. Este es el significado original del término griego.
Los cristianos necesitaremos todavía algún tiempo para aprender a vivir en minoría en medio de una sociedad secular y plural. Pero hay algo que podemos y debemos hacer sin esperar a nada: transformar el clima que se vive en nuestras comunidades y hacerlo más evangélico. El Papa Francisco nos está señalando el camino con sus gestos y su estilo de vida.

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UNA CRISIS ANTIGUA SEMEJANTE A LA NUESTRA
José Luis Sicre

El Nuevo Testamento termina con unas palabras de Jesús en el libro del Apocalipsis: “Sí, vengo pronto”. A las que responde el autor: “Amén. Ven, Señor Jesús”. Aunque la mayoría de los católicos no ha leído el Nuevo Testamento de punta a cabo, a muchos les suena la idea de “la segunda venida de Jesús” o “la vuelta del Señor”, sin que a nadie le quite el sueño. Esa vuelta no la ven como algo inmediato, ni siquiera a largo plazo.

A gran parte de los cristianos de finales del siglo I, cuando Lucas escribe su evangelio, le ocurría lo mismo. Desde niños, o desde que se convirtieron, les habían anunciado la pronta vuelta del Señor. Pero pasaron años, décadas, y no volvía. Escritos muy distintos del Nuevo Testamento recogen el desánimo y el escepticismo que se fue difundiendo en las comunidades. Hasta el punto de que el autor de la segunda carta a los Tesalonicenses se siente obligado a negar la inminencia de esa vuelta: «No perdáis fácilmente la cabeza ni os alarméis por profecías o discursos o cartas fingidamente nuestras, como si el día del Señor fuera inminente» (2 Tes 2,2).

Lucas también está convencido de que el fin del mundo no es inminente. Antes habrá que extender el evangelio «hasta los confines de la tierra», como expone en los Hechos de los Apóstoles. Pero aprovecha la enseñanza de generaciones anteriores para exhortar a la vigilancia.

[El sacerdote puede elegir este domingo entre una lectura breve y otra larga. Sin detenerme en justificar los motivos, aconsejo limitarse a la breve: Lucas 12,39-40.]

Si se lee el texto de forma rápida parece hablar de los mismos personajes: unos criados y su señor. Sin embargo, habla de dos señores distintos:

1) uno que vuelve de un banquete o una boda, al que esperan sus criados;

2) otro, que no tiene criados, se entera de que esa noche va a venir un ladrón, y lo espera en vela.

Dos comparaciones anticuadas

Veinte siglos hacen que incluso las imágenes más expresivas se desvirtúen. La primera comparación trae a la memoria la serie Downton Abbey, con toda la servidumbre perfectamente uniformada y dispuesta a la entrada del palacio esperando la llegada del señor o la familia. Esto pasó a la historia. Imaginando una comparación actual diría: “Tened los chalecos antibalas puestos y las armas preparadas, igual que los agentes de seguridad que esperan que el Presidente salga de la recepción”. Demasiado llamativo, y aplicable a poca gente. Pero lo más desconcertante es lo que hace el Presidente: en vez irse a descansar o a dormir, se dedica a servir la cena a sus guardias.

La segunda comparación, la del que espera la venida del ladrón, también parece anticuada. Esa función la cumplen las agencias de seguridad y la policía. Sin embargo, dados los numerosos fallos en este campo, es posible que el dueño de la casa se mantuviese en vela.

Los protagonistas y los consejos

Las imágenes tan distintas de los criados (1ª comparación) y del dueño de la casa (2ª) se refieren a nosotros, los cristianos. El otro gran protagonista es Jesús, presentado una vez como señor y otra como ladrón. Como señor es algo caprichoso, puede volver a cualquier hora, sin avisar; y lo mismo le ocurre como ladrón.  

Ya que se trata de dos comparaciones distintas, los consejos también difieren: en el primer caso, debemos imitar a los criados que esperan a su señor, con paciencia, aceptando que venga cuando quiera; en el segundo, imitar al propietario que espera al ladrón, preparados para la llegada imprevista del Hijo del hombre.

Hay también una notable diferencia en cuanto al tono: la primera comparación da por supuesto que el señor encontrará a los criados vigilando y los proclama dos veces bienaventurados. La segunda tiene un tono de amenaza y peligro.

De la vuelta del Señor al encuentro con el Señor

A mediados del siglo XX, los Testigos de Jehová estaban convencidos de que el fin del mundo sería en 1984 (70 años después de 1914, el comienzo de la Primera Guerra Mundial). Supongo que ahora mantendrán otra fecha. Pero no debemos reírnos de ellos. La adaptación de antiguas profecías a nuevas realidades es frecuente en el Antiguo Testamento y también en la iglesia primitiva.

En el caso concreto de la lectura de hoy, sin negar la vuelta del Señor, el acento se ha desplazado a algo más cercano e indiscutible: el encuentro personal con él después de la muerte. En esta perspectiva, la exhortación a la vigilancia sigue siendo totalmente válida.

Pero vigilar no significa vivir angustiados, sino cumplir adecuadamente las propias obligaciones, como recuerdan las exhortaciones de las cartas del Nuevo Testamento: en la vida de familia, el trabajo, la sociedad, la comunidad, es donde el cristiano demuestra su actitud de vigilancia.

La primera lectura

La primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría 18, 6-9, ofrece dos posibles puntos de contacto con el evangelio.

Primer punto de contacto: vigilancia esperando la salvación.

  • El libro de la Sabiduría piensa en la noche de la liberación de Egipto
  • El evangelio, en la salvación que traerá la segunda venida de Jesús.
  • En ambos casos se subraya la actitud vigilante de israelitas y cristianos.

Segundo punto de contacto: solidaridad

  • Al momento de salir de Egipto, los israelitas se comprometen a compartir los bienes: serían solidarios en los peligros y en los bienes.
  • En la forma larga del evangelio, Jesús anima a los cristianos a ir más lejos: Vended vuestros bienes y dad limosna; haceos talegas que no se echen a perder, y un tesoro inagotable en el cielo.

Reflexión final

Leer este evangelio en el primer domingo de agosto, cuando muchos acaban de empezar las vacaciones, no parece lo más adecuado. Sin embargo, precisamente al comienzo de las vacaciones es cuando más nos aconsejan una actitud de vigilancia: con respecto a la protección de la casa, las ruedas del coche, la revisión del motor, la protección de los rayos solares… Siendo realistas, también al comienzo de las vacaciones es cuando muchos se encuentran definitivamente con el Señor. La vigilancia no es solo para el otoño.

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Asamblea Provincial de los Misioneros Combonianos de México

Texto: P. Ismael Piñón, mccj
Fotos: Hno. Raúl A. Cervantes

Los días 5, 6 y 7 de agosto tuvo lugar en Xochimilco la asamblea provincial de los Misioneros Combonianos de México. Precedida de cinco días de ejercicios espirituales, la asamblea dio la oportunidad a los combonianos de analizar en profundidad los diferentes servicios misioneros que realizan en México.

Durante los cinco días de ejercicios y animados por la Hna. Socorro Becerra, Misionera de la Palabra, los participantes pudieron adentrarse en el amor y la ternura de Dios a través de su Palabra y de su presencia constante, teniendo como eje conductor el Sagrado Corazón de Jesús.

La asamblea propiamente dicha comenzó la mañana del día 5 con un tema de formación permanente en el que la licenciada Velia Rangel ayudó a los participantes a “resignificar las pérdidas”, invitándolos a leer su propia historia y ver los momentos difíciles o de “pérdidas” con una actitud de esperanza. La tarde del día 5 y todo el día 6 estuvieron dedicados a ver y analizar las actividades de los diferentes sectores (animación misionera, evangelización, formación…) dando una especial importancia a la economía, después de la visita realizada por el ecónomo general del Instituto. Ese día concluyó con una eucaristía presidida por Mons. Juan María Huerta, nuevo obispo de Xochimilco.

El último día estuvo dedicado a hacer una reflexión sobre las próximas elecciones, ya que el 31 de diciembre termina el mandato del actual Provincial y de su Consejo. El diálogo fue profundo y sincero, en el que la esperanza, la confianza, la cercanía o la serenidad, entre otros, fueron los deseos y sentimientos que se viven en este momento y que se esperan también del nuevo equipo de gobierno. También se programaron las celebraciones de cuatro combonianos mexicanos que este año cumplen 25 años de ordenación: los padres Víctor Alejandro Mejía, Lauro Betancourt, Armando Máximo y Aldo Sierra.

La asamblea concluyó con una misa muy emotiva y festiva, durante la cual se celebró el envío del escolástico Carlos Lemus, que partirá próximamente para Nairobi, del Hno Joel Cruz, que acaba de iniciar su servicio como coordinador de la pastoral Afromexicana en la Conferencia del Episcopado Mexicano, y del P. José de la Cruz, que lleva ya tres años trabajando en las OMPE, ahora como secretario nacional de la Pontificia Unión Misional.