Archives 2025

Asamblea Provincial de los Misioneros Combonianos de México

Texto: P. Ismael Piñón, mccj
Fotos: Hno. Raúl A. Cervantes

Los días 5, 6 y 7 de agosto tuvo lugar en Xochimilco la asamblea provincial de los Misioneros Combonianos de México. Precedida de cinco días de ejercicios espirituales, la asamblea dio la oportunidad a los combonianos de analizar en profundidad los diferentes servicios misioneros que realizan en México.

Durante los cinco días de ejercicios y animados por la Hna. Socorro Becerra, Misionera de la Palabra, los participantes pudieron adentrarse en el amor y la ternura de Dios a través de su Palabra y de su presencia constante, teniendo como eje conductor el Sagrado Corazón de Jesús.

La asamblea propiamente dicha comenzó la mañana del día 5 con un tema de formación permanente en el que la licenciada Velia Rangel ayudó a los participantes a “resignificar las pérdidas”, invitándolos a leer su propia historia y ver los momentos difíciles o de “pérdidas” con una actitud de esperanza. La tarde del día 5 y todo el día 6 estuvieron dedicados a ver y analizar las actividades de los diferentes sectores (animación misionera, evangelización, formación…) dando una especial importancia a la economía, después de la visita realizada por el ecónomo general del Instituto. Ese día concluyó con una eucaristía presidida por Mons. Juan María Huerta, nuevo obispo de Xochimilco.

El último día estuvo dedicado a hacer una reflexión sobre las próximas elecciones, ya que el 31 de diciembre termina el mandato del actual Provincial y de su Consejo. El diálogo fue profundo y sincero, en el que la esperanza, la confianza, la cercanía o la serenidad, entre otros, fueron los deseos y sentimientos que se viven en este momento y que se esperan también del nuevo equipo de gobierno. También se programaron las celebraciones de cuatro combonianos mexicanos que este año cumplen 25 años de ordenación: los padres Víctor Alejandro Mejía, Lauro Betancourt, Armando Máximo y Aldo Sierra.

La asamblea concluyó con una misa muy emotiva y festiva, durante la cual se celebró el envío del escolástico Carlos Lemus, que partirá próximamente para Nairobi, del Hno Joel Cruz, que acaba de iniciar su servicio como coordinador de la pastoral Afromexicana en la Conferencia del Episcopado Mexicano, y del P. José de la Cruz, que lleva ya tres años trabajando en las OMPE, ahora como secretario nacional de la Pontificia Unión Misional.

Nuevo sacerdote etíope, misionero para Brasil

El 2 de agosto de 2025 tuvo lugar un acontecimiento significativo en el Vicariato Apostólico de Harar en Jijiga, ubicado en la región somalí de Etiopía, cuando el diácono comboniano Mintesnot Simeneh Lemessa fue ordenado sacerdote. La ceremonia contó con la presencia del Vicario Apostólico de Harar, SE Mons. Angelo Pagano, OFM Cap., y del Obispo Auxiliar de la Arquidiócesis de Addis Abeba, SE Mons. Tesfasilasie Tadesse, MCCJ. El nuevo sacerdote ha sido destinado a Brasil.

Durante su homilía, el obispo ordenante, Monseñor Tesfaye Tadesse, destacó la belleza del ministerio sacerdotal, enfatizando la sagrada responsabilidad que conlleva servir a la Iglesia y a la comunidad.

El evento fue solemnizado por una gran reunión de sacerdotes y religiosas, incluyendo representantes de los Misioneros Combonianos y las Hermanas Combonianas. La parroquia de San José, bendecida con la presencia de misioneros durante más de un siglo, celebró esta ocasión especial con júbilo y un profundo sentido de plenitud espiritual.

Mintesnot Simeneh, quien completó sus estudios teológicos en Brasil y fue ordenado diácono, ha sido destinado para ejercer su ministerio en el país sudamericano. El provincial, en un mensaje de agradecimiento, destacó la designación del nuevo sacerdote como una contribución misionera de la parroquia de San José, el Vicariato Apostólico de Harar, los Misioneros Combonianos en Etiopía y la Iglesia Católica Etíope en su conjunto.

El día de celebración concluyó con una comida festiva preparada en el salón parroquial, simbolizando la unidad, la alegría y las bendiciones de un nuevo capítulo en la vida de Minstesnot Simeneh mientras emprende su viaje como sacerdote recién ordenado al servicio de los fieles en Brasil.

Padre Asfaha Yohannes, mccj

XVIII Domingo ordinario. Año C

En aquel tiempo, uno de la gente le dijo a Jesús: “Maestro, dile a mi hermano que reparta la herencia conmigo”. Jesús le respondió: “Amigo, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre ustedes?”. Y les dijo: “¡Estén atentos y cuídense de cualquier codicia, que, por más rico que uno sea, la vida no depende de los bienes!”. Y les propuso una parábola: “Las tierras de un hombre dieron una gran cosecha. Él se dijo: «¿Qué haré, si no tengo dónde guardar toda la cosecha?». Y dijo: «Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros mayores en los cuales meteré mi trigo y mis bienes. Después me diré: Querido amigo, tienes acumulados muchos bienes para muchos años; descansa, come, bebe y disfruta». Pero Dios le dijo: «¡Necio, esta noche te reclamarán la vida! Lo que has preparado, ¿para quién será?». Así le pasa al que acumula tesoros para sí y no es rico a los ojos de Dios”.


¿Para quién serán todos tus bienes?
P. Enrique Sánchez, mccj

El tema de las herencias parece seguir siendo de mucha actualidad y en la reflexión de este domingo nos permite acercarnos, con la ayuda de Jesús, a nuestra relación con el dinero y con las riquezas.

Con cierta frecuencia nos enteramos de historias que cambian la vida de algunas personas que, sin esperarlo, reciben un patrimonio en bienes materiales que jamás se habían imaginado.

Son personas que muchas veces valoramos como afortunadas, pues de un día al otro se encontraron con una fortuna que parece llegar a colorear sus vidas solo de placer y felicidad.

Hay, también quienes se pasan la vida esperando el momento en que les será repartida en herencia un patrimonio que muchas veces no les ha costado ningún trabajo y mucho menos algún sacrificio.

Pero no faltan también las historias que cuentan como familias enteras se han acabado, se han dividido y destrozado por unos cuantos metros de tierra, por una vieja casa que no se mantenía en pie o por algunos pocos ahorros bancarios que aparecieron en un testamento mencionando a unos cuantos beneficiarios.

Por otra parte, cuantas historias conocemos en donde personas que han trabajado toda la vida, privándose de todo, ahorrando cuanto se podía, renunciando a gastar en algo que no fuera estrictamente necesario. Gente que vivió atesorando,

acumulando, invirtiendo y reinvirtiendo lo que con sudores se iba ganando. Gente que vivió con la ilusión de llegar al final de sus días con algo que pudiesen disfrutar sus familias, sus hijos o sus más cercanos.

Y al final, la historia enseña y se repite, que quienes recibieron en herencia algo que no les ha costado, acaban por dilapidarlo y despilfarrarlo y así, lo que no se ha ganado con esfuerzo, trabajo y sacrificio acaba por ser mal usado.

Jesús, en estos cuantos versículos del evangelio, nos pone en guardia para que no dejemos que nuestro corazón se apegue a las cosas, a los bienes o a las riquezas de este mundo.

Nos invita a ser vigilantes, porque sabe que nosotros estamos muy expuestos y si no aprendemos a dar el justo valor a las cosas y a las riquezas, es muy fácil que caigamos en la trampa de la avaricia, es decir, en la necesidad enfermiza de querer poseer sin límites y en la incapacidad de compartir con los demás.

El avaro, lo sabemos, es alguien que jamás está satisfecho con lo que tiene y cuida de muchas maneras que nada de lo suyo vaya a terminar en manos de los demás.

El avaro encuentra su placer y satisfacción en contemplar sus bienes y no en disfrutar de ellos. Hace de las cosas y del dinero un dios al que se le rinde culto y se termina siendo esclavos.

La avaricia es una pobreza humana que lleva no solo a buscar todos los bienes para uno mismos, sino que nos hace incapaces de compartir con los demás lo que somos, nuestro tiempo, nuestros afectos, nuestras cualidades y los dones que hemos recibido para disfrutarlos con los demás.

La avaricia nos hace egoístas y acaba por condenarnos a vivir aislados y lejos de los demás porque los consideramos una amenaza que nos puede perjudicar.

Recuerdo a una anciana que durante un terremoto que destruyó buena parte de una ciudad, estando ella en un asilo para ancianos, las personas que se ocupaban de ella le preguntaban si sabía algo acerca de como estaban sus hijos y ella, para sorpresa de todos, no hacia más que preguntar si sus casas no se habían derrumbado y en donde estaban los encargados de cobrar el alquiler de sus departamentos.

La avaricia lleva a cualquiera a olvidarse de los demás, hasta de las personas que supuestamente decimos amar con todo el corazón.

Escuchando esto podemos afirmar: qué sabio es Jesús cuando dice que la vida del ser humano no depende de la abundancia de los bienes que pueda acumular.

Por el contrario, también aquí, cuantas historias conocemos de personas que viven en una gran pobreza, que no saben como harán para llegar al fin de semana, que viven sin saber lo que es un seguro de vida o una cuenta de inversiones; pero llevan

en el corazón una profunda serenidad que les permite ser agradecidos con lo poco que la vida les va dando día a día y que les asegura vivir alegres en el compartir lo que son con los demás.

Y por si no lo entendiéramos, Jesús nos lo explica con la parábola del hombre insensato del Evangelio que, aturdido y encandilado por la cantidad de bienes que ha podido acumular, no se da cuenta de lo frágil que puede ser poner la confianza de la vida en las cosas que se pueden acumular.

¿Quien tiene seguro que vivirá mañana? ¿Quien, prudentemente, puede hacer planes para los próximos veinte años de vida?

Quien pone el corazón en las cosas y en los bienes de este mundo corre el riesgo de ver que todo se puede evaporar y desaparecer.

La enseñanza que nos deja el Evangelio nos ayuda a entender que no se trata de despreciar los bienes y riquezas que Dios, a través de su providencia, nos otorga continuamente. No se trata tampoco de ser ingenuos pensando que como no hay que acumular, entonces no hay que trabajar.

Se trata más bien de entender que el secreto de las cosas y de las riquezas que se ponen a nuestra disposición, por medio del trabajo y del sacrificio que nos toca hacer cada día para ganarnos la vida, está en saber disfrutar y aprovechar con libertad todo lo que se nos da.

Se trata de servirse sanamente de las cosas, sin caer en la trampa de la avaricia, ni en la tentación del despilfarro irresponsable, del consumismo sin medidas.

Jesús nos enseña que es importante tomar conciencia de que Dios se preocupa de que no nos falte lo necesario para vivir con dignidad y eso debería mover nuestro corazón al agradecimiento, porque Dios está al pendiente y siempre responde a nuestra necesidad.

Igualmente, nos ayuda, con mucha claridad, a entender que no vale la pena hacer depender nuestra seguridad de los bienes que podemos poseer.  Y mucho menos tiene sentido pensar que mientras más acumulemos más en paz viviremos.

Los bienes de este mundo cumplen con su misión cuando aprendemos a hacer buen uso de ellos y cuando logramos mantener un sano espíritu de desprendimiento, pues al final de nuestras vidas nada nos podremos llevar.

Si se tratara de acumular, el Señor nos enseña que en ese caso de lo que tendríamos que llenar nuestros graneros y almacenes es de buenas obras, de experiencias de amor a los demás, de muchas horas gastadas buscando la felicidad de los demás, de las obras de solidaridad que nos ayudaron a comprometernos con los más desfavorecidos y marginados, de las horas compartidas con quienes viven en situaciones de soledad.

En fin, se trataría de acumular todo aquello que no se puede contabilizar, que no tiene un valor monetario, lo que no ocupa espacios en almacenes, pero que es capaz de llenar lo profundo de los corazones.

Para continuar nuestra reflexión.

Convendría preguntarnos ¿Cuál es nuestra actitud ante el dinero y la riqueza?

¿Sabemos disfrutar y compartir?

¿De qué depende nuestra felicidad en este momento de nuestra vida?

¿Estamos conscientes que al final de nuestra vida solo nos llevaremos el bien que pudimos hacer y nada de lo que pudimos acumular?

¿En donde está lo que realmente es valioso en nuestras vidas?


CONTRA LA INSENSATEZ
José A. Pagola

Cada vez sabemos más de la situación social y económica que Jesús conoció en la Galilea de los años treinta. Mientras en las ciudades de Séforis y Tiberíades crecía la riqueza, en las aldeas aumentaba el hambre y la miseria. Los campesinos se quedaban sin tierras y los terratenientes construían silos y graneros cada vez más grandes.

En un pequeño relato, conservado por Lucas, Jesús revela qué piensa de aquella situación tan contraria al proyecto querido por Dios, de un mundo más humano para todos. No narra esta parábola para denunciar los abusos y atropellos que cometen los terratenientes, sino para desenmascarar la insensatez en que viven instalados.

Un rico terrateniente se ve sorprendido por una gran cosecha. No sabe cómo gestionar tanta abundancia. “¿Qué haré?”. Su monólogo nos descubre la lógica insensata de los poderosos que solo viven para acaparar riqueza y bienestar, excluyendo de su horizonte a los necesitados.

El rico de la parábola planifica su vida y toma decisiones. Destruirá los viejos graneros y construirá otros más grandes. Almacenará allí toda su cosecha. Puede acumular bienes para muchos años. En adelante, solo vivirá para disfrutar: ”túmbate, come, bebe y date buena vida”. De forma inesperada, Dios interrumpe sus proyectos: “Imbécil, esta misma noche, te van a exigir tu vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?”.

Este hombre reduce su existencia a disfrutar de la abundancia de sus bienes. En el centro de su vida está solo él y su bienestar. Dios está ausente. Los jornaleros que trabajan sus tierras no existen. Las familias de las aldeas que luchan contra el hambre no cuentan. El juicio de Dios es rotundo: esta vida solo es necedad e insensatez.

En estos momentos, prácticamente en todo el mundo está aumentando de manera alarmante la desigualdad. Este es el hecho más sombrío e inhumano: ”los ricos, sobre todo los más ricos, se van haciendo mucho más ricos, mientras los pobres, sobre todo los más pobres, se van haciendo mucho más pobres” (Zygmunt Bauman).

Este hecho no es algo normal. Es, sencillamente, la última consecuencia de la insensatez más grave que estamos cometiendo los humanos: sustituir la cooperación amistosa, la solidaridad y la búsqueda del bien común de la Humanidad por la competición, la rivalidad y el acaparamiento de bienes en manos de los más poderosos del Planeta.

Desde la Iglesia de Jesús, presente en toda la Tierra, se debería escuchar el clamor de sus seguidores contra tanta insensatez, y la reacción contra el modelo que guía hoy la historia humana.

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CRISIS ECONÓMICA Y DISFRUTE DE LA RIQUEZA
José Luis Sicre

En un momento de grave crisis económica, cuando muchas familias no saben cómo llegarán al fin de mes, resulta irónico que el evangelio nos ponga en guardia contra el deseo de disfrutar de nuestra riqueza. Sin embargo, Lucas no escribía para millonarios, y algún provecho podían sacar de la enseñanza de Jesús incluso los miembros más pobres de su comunidad. Las dos lecturas de hoy coinciden en denunciar el carácter engañoso de la riqueza, pero Jesús añade una enseñanza válida para todos.

Una elección curiosa: la primera lectura

En el Antiguo Testamento, la riqueza se ve a veces como signo de la bendición divina (casos de Abrahán y Salomón); otras, como un peligro, porque hace olvidarse de Dios y lleva al orgullo; los profetas la consideran a menudo fruto de la opresión y explotación; los sabios denuncian su carácter engañoso y traicionero. En esta última línea se inserta la primera lectura de hoy, que recoge dos reflexiones de Qohélet, el famoso autor del “Vanidad de vanidades, todo vanidad”.

La primera reflexión afirma que todo lo conseguido en la vida, incluso de la manera más justa y adecuada, termina, a la hora de la muerte, en manos de otro que no ha trabajado (probablemente piensa en los hijos).

La segunda se refiere a la vanidad del esfuerzo humano. Sintetizando la vida en los dos tiempos fundamentales, día y noche, todo lo ve mal: De día su tarea es sufrir y penar, de noche no descansa su mente.

Ambos temas (lo conseguido en la vida y la vanidad del esfuerzo humano) aparecen en la descripción del protagonista de la parábola del evangelio.

Petición, parábola y enseñanza (Lc 12,31-21)

En el evangelio de hoy podemos distinguir tres partes: el punto de partida, la parábola, y la enseñanza final.

El punto de partida es la petición de uno: Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo. Si esa misma propuesta se la hubieran hecho a un obispo o a un sacerdote, inmediatamente se habría sentido con derecho a intervenir, aconsejando compartir la herencia y encontrando numerosos motivos para ello. Jesús no se considera revestido de tal autoridad. Pero aprovecha para advertir del peligro de codicia, como si la abundancia de bienes garantizara la vida. Esta enseñanza la justifica, como es frecuente en él, con una parábola.

La parábola. A diferencia de Qohélet, Jesús no presenta al rico sufriendo, penando y sin lograr dormir, sino como una persona que ha conseguido enriquecerse sin esfuerzo; y su ilusión para el futuro no es aumentar su capital de forma angustiosa sino descansar, comer, beber y banquetear.

Pero el rico de la parábola coincide con el de Qohélet en que, a la larga, ninguno de los dos podrá conservar su riqueza. La muerte hará que pase a los descendientes o a otra persona.

La enseñanza final. Si todo terminara aquí, podríamos leer los dos textos de este domingo como un debate entre sabios.

Qohélet, aparentemente pesimista (todo lo obtenido es fruto de un duro esfuerzo y un día será de otros) resulta en realidad optimista, porque piensa que su discípulo dispondrá de años para gozar de sus bienes.

Jesús, aparentemente optimista (el rico se enriquece sin mayor esfuerzo), enfoca la cuestión con un escepticismo cruel, porque la muerte pone fin a todos los proyectos.

Pero la mayor diferencia entre Jesús y Qohélet la encontramos en la última frase.

Así es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece en orden a Dios. Frente al mero disfrute pasivo de los propios bienes (Qohélet), Jesús aconseja una actitud práctica y positiva: enriquecerse a los ojos de Dios.

Jesús y el Banco Central Europeo

El BCE, en su intento de frenar la inflación, ha decidido subir los tipos de interés para que no invirtamos ni gastemos más de lo preciso. Jesús, en cambio, nos invita a invertir, pero de forma muy distinta, enriqueciéndonos a los ojos de Dios. Las posibilidades son múltiples, recuerdo una sola. Las ONG que trabajan en África y otros países del Tercer Mundo recuerdan a menudo lo mucho que se puede hacer a nivel alimenticio, sanitario, educativo, con muy pocos euros. Quienes no corren peligro, como el protagonista de la parábola, de disfrutar de enormes riquezas, pueden aprovechar lo que tienen, incluso poco, para hacer el bien y enriquecerse a los ojos de Dios.

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Acumular bienes para uno mismo: ¡una locura!
Fernando Armellini

Introducción

Tres veces, en el evangelio de Lucas, se le pide a Jesús indicaciones acerca de la herencia. “¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?”, pregunta primero un Doctor de la Ley (Lc 10,25) y después un notable (Lc 18,18). Jesús responde a ambos explicando detalladamente cuáles son las condiciones para tener parte en esta herencia. En diálogo con los discípulos, Jesús mismo introduce el tema sobre la herencia eterna: “Todo aquel que por mí deje casa, hermanos o hermanas, padre o madre, hijos o campos recibirá cien veces más y heredará la vida eterna” (Mt 19,29).

La tercera pregunta es la que viene referida en el evangelio de hoy. Dos hermanos no logran ponerse de acuerdo sobre la herencia. Nótese el hecho curioso: la herencia debía ser dividida; sin embargo, es ‘ésta’ la que divide. El dinero arrastra al desapercibido a una trampa sigilosa. Lo lleva a dónde quiere, le programa su vida, lo aparta de sus amigos, divide a su familia, le hace olvidar incluso a Dios. Pero, sobre todo, lo engaña porque elimina de su mente el pensamiento de la muerte.

En el pasado la muerte se agitaba como un espantajo. Hoy asistimos al fenómeno opuesto, pero igualmente deletéreo: se intenta de todas las maneras posibles hacer olvidar que, desde el momento en que se comienza a vivir, se comienza también a morir. La insensatez, la ofuscación mental provocada por el dinero se hacen patentes en el hecho de que, justamente en presencia de la muerte (la división de una herencia tiene lugar después de un fallecimiento) la codicia hace desaparecer el pensamiento de la muerte.

Jesús no ha despreciado los bienes de este mundo, pero nos ha puesto en guardia ante el peligro de convertirnos en sus esclavos.

Evangelio: Lucas 12,13-21

Los hermanos se suelen llevan bien entre sí a pesar de las peleas normales. Pero ¿hasta cuándo? Hasta el día en que se reúnen para la distribución de la herencia. Frente al dinero y los bienes, aun las mejores personas, también los cristianos, terminan frecuentemente por perder la cabeza y convertirse en sordos y ciegos y no ver más que el propio interés, dispuestos a pasar por encima de los sentimientos más sagrados. A veces, por mediación de algún amigo sabio, las partes logran ponerse de acuerdo; otras veces, sin embargo, el odio se enquista y se prolonga por años y los hermanos llegan hasta a no dirigirse más la palabra.

Un día Jesús es elegido como mediador para resolver uno de estos conflictos familiares (v. 13). En casos por el estilo, una sugerencia, un buen consejo no se le niega a nadie. La respuesta del Maestro, por el contrario, es sorprendente: “Amigo ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre ustedes? (14). Es difícil estar de acuerdo con semejante respuesta. ¿Por qué se echa para atrás? ¿Está queriendo enseñar que no hay que dar valor a las realidades de este mundo? ¿Es una invitación a rehuir los problemas concretos de la vida? ¿Recomienda no hacer nada ante la prepotencia de los más arrogantes? No puede ser. Una elección semejante sería contraria a todo el resto del Evangelio. Tratemos de entender mejor el asunto.

La situación a que se enfrenta Jesús se debe a que una de las partes en litigio ha intentado cometer una injusticia y la otra corre el riesgo de sufrirla. ¿Qué hacer? Se pueden adoptar varias soluciones: inventarse una excusa para eludir la intrincada cuestión, o bien recurrir a las normas vigentes que, en tiempos de Jesús, eran las establecidas en Deuteronomio 21,15-17 y en Números 27,1-11. Solo había que aplicarlas al caso concreto, acompañadas, si acaso, con una amistosa llamada al sentido común. Esta hubiera sido probablemente la solución que nosotros hubiéramos adoptado. Parece la más lógica y la más sabia, pero presenta un serio inconveniente: no elimina la causa de la que nacen todas las discordias, los odios, las injusticias.

En vez de resolver un caso aislado, Jesús decide ir a la raíz del problema y, así, les dice: “¡Estén atentos y cuídense de cualquier codicia, que por más rico que uno sea, la vida no depende de los bienes!” (v. 15).

He aquí identificada la causa de todos los males: la codicia del dinero, el instinto de acaparar cosas. Los malentendidos surgen siempre que se olvida una verdad elemental: los bienes de este mundo no pertenecen a los hombres sino a Dios, que los ha destinado para todos. Quien los acapara para sí, quien acumula más de lo necesario sin pensar en los demás, trastorna el proyecto del Creador. Los bienes no son ya considerados dones de Dios sino propiedad del hombre, objetos preciosos que se transforman en ídolos a los que hay que adorar.

Aquí se nota verdaderamente no el desprecio de Jesús por los bienes materiales sino su desapego de este mundo y la superioridad de sus proyectos y propuestas. Es muy diferente la herencia que al Maestro le interesa. Él tiene en mente el Reino que será “heredado” por los pobres (cf. Mt 5,5), tiene en mente –como dirá Pedro a los nuevos bautizados– “una herencia que no puede destruirse, ni mancharse, ni marchitarse” (1 Pe 1,4).

Para aclarar mejor su pensamiento, les cuenta una parábola (vv. 16-20) cuya parte central está constituida por un largo razonamiento que el rico agricultor se hace a sí mismo. A primera vista, este hombre nos resulta simpático: se empeña, es previsor, obtiene óptimos resultados; además es afortunado y ha sido bendecido por Dios. No se dice que se haya enriquecido cometiendo injusticias y atropellos: hay que suponer que es honesto. Habiendo logrado el bienestar, decide retirarse a un merecido descanso: no está pensando en juergas y desenfrenos; desea solamente una vida tranquila, cómoda y feliz. Si en esta parábola alguien se comporta de manera aparentemente incomprensible –se diría casi cruel– parece que ese es justamente el propio Dios. ¿En qué se ha equivocado el agricultor? ¿Por qué es considerado un loco?

Los personajes de la parábola son solamente tres: Dios, el hombre rico…y los bienes. ¿Dónde está –nos preguntamos– la familia de este agricultor, su mujer, sus hijos, sus vecinos de casa, sus obreros, sus criados? Los tiene ciertamente. Vive en medio de ellos, pero no los ve. No tiene tiempo para ninguno de ellos, ni se preocupa, ni piensa en ellos, ni tiene nada que decirles; carece de sentimientos. Solo le interesa el que le habla de bienes y le sugiere cómo acrecentarlos. Está obsesionado por las cosechas, los graneros abarrotados. No hay lugar en su mente para las personas y ciertamente tampoco para Dios. Los bienes son el ídolo que ha creado el vacío a su alrededor, que ha deshumanizado todo. El agricultor ha dejado de ser hombre para convertirse en ‘cosa’, en una máquina de producir, calcular y registrar ganancias.

Es digno de compasión, es un pobre hombre, un desgraciado, un loco, como dice Jesús. Algo se ha roto en él, perdiendo equilibrio interior, la orientación y el sentido de la vida. Consideremos su monólogo: usa cincuenta y nueve palabras de las cuales, cuarenta y cinco se refieren al ‘yo’ y a lo ‘mío’…Todo es suyo; solo existen él y sus bienes. Está loco.

Pero, he aquí que aparece el tercer personaje: Dios, que, aquella misma noche, le pide cuentas de su vida. No me vengan a preguntar ahora por qué el Señor se comporta de esta manera ‘cruel’ y ‘vengativa’. ¡Se trata de una parábola! Dios, ¡que quede claro!, no se comporta así. Si Jesús lo introduce en el relato es para mostrar a sus oyentes cuáles son los valores auténticos que merece la pena cultivar en la vida y cuáles son los efímeros y engañosos.

El juicio de Dios es duro: quien vive para acumular bienes es un loco. ¿Es, entonces, la riqueza un mal? Absolutamente no. Jesús nunca la ha condenado, ni invitado a nadie a destruirla, solamente ha puesto en guardia sobre los peligros serios que esconde. El ideal del cristiano no es una vida miserable.

Al final de la parábola se indica el error cometido por el agricultor. No es condenado por producir muchos bienes, por su empeño, por haber trabajado duro, sino porque “ha acumulado para sí” y, por tanto “no se ha enriquecido a los ojos de Dios” (v. 21).

Estos son los dos males producidos por la ceguera de los bienes. El primero: enriquecerse en solitario, acumular bienes para sí mismo sin pensar en los demás. Se debe incrementar la riqueza, pero para todos, no solo para algunos. Incompatibles con el Evangelio son la “codicia”, el “afán insaciable de poseer”, los sentimientos y pensamientos insensatos de quien, como el agricultor de la parábola, repite obsesivamente ese maldito adjetivo: ‘mío’. Cuando las energías de todos los hombres se aúnen para acrecentar no lo mío ni lo tuyo, sino lo nuestro, entonces habrán sido eliminadas las causas de las guerras, de las discordias, de los problemas de herencia.

El segundo mal: haber excluido a Dios de la propia vida, substituyéndolo por un ídolo. Esta elección lleva a la ‘locura’, y su síntoma más evidente es la eliminación del pensamiento de la muerte. Quien idolatra al dinero se convierte en un paranoico, no vive en el mundo real sino en el que su paranoia le ha construido y que imagina ser eterno; olvida pensar en “cuántos van a ser mis días y cuán caduco soy”. No tiene presente “que el hombre no dura más que un soplo; es como una sombra que pasa; solo un soplo son las riquezas que acumula sin saber quién será su heredero” (Sal 39,5-7).

¿Se dirige esta parábola también a quien no posee campos ni tiene una cuenta en el banco? Jesús no alerta a quien tiene muchos bienes sino a quien acumula para sí. Se puede ser pobre y tener un ‘corazón de rico’. Todos debemos tener presente que los tesoros de este mundo son traicioneros. No nos acompañan a la otra vida.

http://www.bibleclaret.org

Declaración de los Misioneros Combonianos sobre la tragedia de Gaza

Nosotros, los Misioneros Combonianos, expresamos con profunda conmoción nuestro dolor por la tragedia que sigue afectando al pueblo palestino, especialmente en Gaza. Cada vida truncada, cada niño herido, cada familia destruida es una herida abierta para toda la humanidad. Denunciamos con firmeza toda forma de violencia contra la población civil, dondequiera que se produzca.

Ninguna justificación puede anular el derecho a la vida, a la dignidad, a la paz. Nos unimos al grito silencioso de quienes lo han perdido todo, pero siguen esperando la justicia. La solidaridad no es solo un gesto, es un compromiso concreto por un futuro diferente.

Pedimos el cese inmediato del fuego, la liberación de los rehenes y el acceso a la ayuda humanitaria. Cada día sin paz es un fracaso para toda la comunidad internacional y una afrenta a nuestra humanidad compartida. Como hijos de Dios y hermanos de todos, no podemos permanecer indiferentes ante tanto dolor. Gaza merece vida, no destrucción; anhela la paz, no la guerra.

El Consejo General

Foto: Pixabay

Mensaje del Papa para la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado

“Migrantes, misioneros de esperanza”

Queridos hermanos y hermanas:

La 111ª Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, que mi predecesor quiso que coincidiera con el Jubileo de los migrantes y del mundo misionero, nos ofrece la oportunidad de reflexionar sobre el vínculo entre esperanza, migración y misión.

El contexto mundial actual está tristemente marcado por guerras, violencia, injusticias y fenómenos meteorológicos extremos, que obligan a millones de personas a abandonar su tierra natal en busca de refugio en otros lugares. La tendencia generalizada de velar exclusivamente por los intereses de comunidades circunscritas constituye una grave amenaza para la asignación de responsabilidades, la cooperación multilateral, la consecución del bien común y la solidaridad global en beneficio de toda la familia humana. La perspectiva de una nueva carrera armamentística y el desarrollo de nuevas armas ―incluidas las nucleares―, la escasa consideración de los efectos nefastos de la crisis climática actual y las profundas desigualdades económicas hacen que los retos del presente y del futuro sean cada vez más difíciles.

Ante las teorías de devastación global y escenarios aterradores, es importante que crezca en el corazón de la mayoría el deseo de esperar un futuro de dignidad y paz para todos los seres humanos. Ese futuro es parte esencial del proyecto de Dios para la humanidad y el resto de la creación. Se trata del futuro mesiánico anticipado por los profetas: «Los ancianos y las ancianas se sentarán de nuevo en las plazas de Jerusalén, cada uno con su bastón en la mano, a causa de sus muchos años. Las plazas de la ciudad se llenarán de niños y niñas, que jugarán en ellas. […] Porque hay semillas de paz: la viña dará su fruto, la tierra sus productos y el cielo su rocío» (Zc 8,4-5.12). Y este futuro ya ha comenzado, porque fue inaugurado por Jesucristo (cf. Mc 1,15 y Lc 17,21) y nosotros creemos y esperamos en su plena realización, ya que el Señor siempre cumple sus promesas.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que «la virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres» (n° 1818). Y sin duda, la búsqueda de la felicidad —y la perspectiva de encontrarla en otro lugar— es una de las principales motivaciones de la movilidad humana contemporánea.

Esta conexión entre migración y esperanza se manifiesta claramente en muchas de las experiencias migratorias de nuestros días. Numerosos migrantes, refugiados y desplazados son testigos privilegiados de la esperanza vivida en la cotidianidad, a través de su confianza en Dios y su resistencia a las adversidades con vistas a un futuro en el que vislumbran la llegada de la felicidad y el desarrollo humano integral. En ellos se renueva la experiencia itinerante del pueblo de Israel: «Oh Dios, cuando saliste al frente de tu pueblo, cuando avanzabas por el desierto, tembló la tierra y el cielo dejó caer su lluvia, delante de Dios –el del Sinaí–, delante de Dios, el Dios de Israel. Tú derramaste una lluvia generosa, Señor: tu herencia estaba exhausta y tú la reconfortaste; allí se estableció tu familia, y tú, Señor, la afianzarás por tu bondad para con el pobre» (Sal 68, 8-11).

En un mundo oscurecido por guerras e injusticias, incluso allí donde todo parece perdido, los migrantes y refugiados se erigen como mensajeros de esperanza. Su valentía y tenacidad son un testimonio heroico de una fe que ve más allá de lo que nuestros ojos pueden ver y que les da la fuerza para desafiar la muerte en las diferentes rutas migratorias contemporáneas. También aquí es posible encontrar una clara analogía con la experiencia del pueblo de Israel errante por el desierto, que afronta todos los peligros confiando en la protección del Señor: «Él te librará de la red del cazador, y de la peste perniciosa; te cubrirá con sus plumas, y hallarás un refugio bajo sus alas. Su brazo es escudo y coraza. No temerás los terrores de la noche, ni la flecha que vuela de día, ni la peste que acecha en las tinieblas, ni la plaga que devasta a pleno sol» (Sal 91,3-6).

Los migrantes y los refugiados recuerdan a la Iglesia su dimensión peregrina, perpetuamente orientada a alcanzar la patria definitiva, sostenida por una esperanza que es virtud teologal. Cada vez que la Iglesia cede a la tentación de la “sedentarización” y deja de ser civitas peregrina —el pueblo de Dios peregrino hacia la patria celestial (cf. San Agustín, La ciudad de Dios, Libro XIV-XVI)—, deja de estar “en el mundo” y pasa a ser “del mundo” (cf. Jn 15,19). Se trata de una tentación ya presente en las primeras comunidades cristianas, hasta tal punto que el apóstol Pablo tiene que recordar a la Iglesia de Filipos que «nosotros somos ciudadanos del cielo, y esperamos ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro pobre cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso, con el poder que tiene para poner todas las cosas bajo su dominio» (Flp 3,20-21).

De manera particular, los migrantes y refugiados católicos pueden convertirse hoy en misioneros de esperanza en los países que los acogen, llevando adelante nuevos caminos de fe allí donde el mensaje de Jesucristo aún no ha llegado o iniciando diálogos interreligiosos basados en la vida cotidiana y la búsqueda de valores comunes. En efecto, con su entusiasmo espiritual y su dinamismo, pueden contribuir a revitalizar comunidades eclesiales rígidas y cansadas, en las que avanza amenazadoramente el desierto espiritual. Su presencia debe ser reconocida y apreciada como una verdadera bendición divina, una oportunidad para abrirse a la gracia de Dios, que da nueva energía y esperanza a su Iglesia: «No se olviden de practicar la hospitalidad, ya que gracias a ella, algunos, sin saberlo, hospedaron a los ángeles» (Hb 13,2).

El primer elemento de la evangelización, como subrayaba san Pablo VI, es generalmente el testimonio: «Todos los cristianos están llamados a este testimonio y, en este sentido, pueden ser verdaderos evangelizadores. Se nos ocurre pensar especialmente en la responsabilidad que recae sobre los emigrantes en los países que los reciben» (Evangelii nuntiandi, 21). Se trata de una verdadera missio migrantium ―misión realizada por los migrantes— para la cual se debe garantizar una preparación adecuada y un apoyo continuo, fruto de una cooperación intereclesial eficaz.

Por otro lado, las comunidades que los acogen también pueden ser un testimonio vivo de esperanza. Esperanza entendida como promesa de un presente y un futuro en el que se reconozca la dignidad de todos como hijos de Dios. De este modo, los migrantes y refugiados son reconocidos como hermanos y hermanas, parte de una familia en la que pueden expresar sus talentos y participar plenamente en la vida comunitaria.

Con motivo de esta jornada jubilar en la que la Iglesia reza por todos los migrantes y refugiados, deseo encomendar a todos los que están en camino, así como a los que se esfuerzan por acompañarlos, a la protección maternal de la Virgen María, consuelo de los migrantes, para que mantenga viva en sus corazones la esperanza y los sostenga en su compromiso de construir un mundo que se parezca cada vez más al Reino de Dios, la verdadera Patria que nos espera al final de nuestro viaje.

Vaticano, 25 de julio de 2025, Fiesta de Santiago Apóstol

LEÓN PP. XIV

Vatican.va

Desaprender para aprender

Texto y fotos: P. José Vieira
Desde Quillénso, Etiopía

El servicio misionero, especialmente en un nuevo contexto lingüístico-cultural, comienza con un proceso de (des)aprendizaje para preparar el camino hacia el nuevo mundo de la cultura anfitriona donde el enviado debe insertarse.

En este proceso inicial de deconstrucción, Cristo Jesús, el misionero del Padre, es el paradigma. Un himno cristológico de la Iglesia naciente proclama que «Él, siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse, sino que se despojó de sí mismo, tomando la naturaleza de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Siendo hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» ( Filipenses 2:6-8).

Al inicio de cada envío misionero está este proceso de humilde despojo de experiencia humana y cristiana, de referencias para abrazar un nuevo modo de ser persona y de creer, a través de la lengua y de la cultura, de vivir.

Confieso que es difícil para un adulto aceptar volver a ser niño y reaprender la vida casi desde cero. Sin embargo, sin este “salto”, es imposible emprender una misión inculturada y aceptar al pueblo anfitrión como su nueva patria.

Tenía casi 33 años cuando llegué a Etiopía el 9 de enero de 1993. Robe, maestro de primaria en la misión Qillenso, me dio mis primeras clases de guji. Tras comprender la mecánica del idioma, cambié sus lecciones por socializar con los niños, quienes, a diferencia de los adultos, no tuvieron ningún problema en corregir y burlarse de mis errores gramaticales.

Me costaba balbucear “buenos días” en guji —que literalmente significa “¿Tuviste una buena noche?”— con las palabras jugando al escondite en mi memoria… Una vez, viajaba a Adís Abeba (la capital de Etiopía), casi 450 kilómetros, por una mezcla de tierra y asfalto. A mitad de camino, sediento, paré en una tienda de carretera. Quería pedir un refresco (lasselasse) y me dieron un Trinity (Selassie). Me di cuenta de la confusión al ver la cara de asombro del vendedor.

Para aprender un idioma, es necesario superar el miedo a cometer errores e intentar pensar en el idioma local en lugar de realizar una traducción mental simultánea. El proceso requiere tiempo y una ruptura radical con la lengua materna. Esto dificulta que los “nativos digitales” —que pasan gran parte de su tiempo en línea en su propio idioma— aprendan el idioma anfitrión.

La evangelización inculturada requiere conocimiento de la cultura local. Ilustrar el mensaje del Evangelio con un proverbio o una historia es muy útil. Un anciano, vecino de la misión de Haro Wato, mi segundo hogar en Etiopía, fue un apoyo fundamental. Al preparar la homilía dominical, lo visitaba, leíamos juntos el Evangelio y luego le preguntaba si había algún dicho similar al mensaje de Jesús. Sigo haciéndolo hoy, con la ayuda de la cocinera —quien, cuando no sabe, le pregunta a su padre— y de una pequeña colección de proverbios publicada por un colega mexicano.

Otra experiencia estimulante es aprender cómo se habla de Dios en su propia cultura. Los guji comienzan sus oraciones tradicionales evocando a Dios como «nuestro padre y madre, nuestro abuelo y abuela, nuestro bisabuelo, quien nos dio la vida». Y tienen muchas historias y proverbios sobre Dios. El uso de este lenguaje localiza el mensaje del evangelio, diluyendo su impronta extranjera.

El proceso de aprendizaje también es físico. Soy de Cinfães, un pueblo en medio de la sierra de Montemuro, en Portugal. Pensaba que era demasiado alto. Qillenso, mi hogar en Etiopía, está a 2300 metros sobre el nivel del mar, y mi cuerpo tardó casi un año en adaptarse al aire enrarecido y húmedo del bosque donde vivimos. Después de doce años en estos lugares, todavía me siento un poco mareado cuando celebro en la capilla de Gosa, a 2800 metros.

Hay otras cosas que aprender: el ritmo de vida (cuando no había luz, nos acostábamos con las gallinas y nos levantábamos con los gallos); hacer tiempo para las reuniones con la gente en lugar de para la agenda (en África, el tiempo no se cuenta, se crea); descubrir nuevos conceptos de justicia y equidad (en un proceso de reconciliación tradicional, nadie es completamente culpable ni nadie es completamente víctima); ralentizar la rutina diaria; los alimentos locales (que a veces provocan algún malestar intestinal).

Se dice que la paciencia es el mayor escudo del misionero. Es cierto: la paciencia se aprende y se practica en los diversos procesos en los que participamos. Un proverbio africano enseña que solos vamos más rápido, ¡pero juntos llegamos más lejos! Los gujis dicen que «el huevo caminó lentamente» para explicar que el proceso de crecimiento (de huevo a pollito) lleva tiempo.

La gramática del (des)aprendizaje puede parecer hecha de pérdidas, luchas y sacrificios. Sin embargo, esto es lo que hace de la vida misionera la aventura más privilegiada de todas, una experiencia humanizadora que lleva al misionero a abrazar nuevas formas de ser humano y experimentar a Dios. Al fin y al cabo, ¡lo que nos falta es lo que tenemos!

Fuente: agencia.ecclesia.pt