Navidad. Misa de medianoche y misa del día
MISA DE MEDIANOCHE
Lucas 2,1-14
Misterio de caminar y de ver
Papa Francisco
«El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande» (Is 9,1).
Esta profecía de Isaías no deja de conmovernos, especialmente cuando la escuchamos en la Liturgia de la Noche de Navidad. No se trata sólo de algo emotivo, sentimental; nos conmueve porque dice la realidad de lo que somos: somos un pueblo en camino, y a nuestro alrededor –y también dentro de nosotros– hay tinieblas y luces. Y en esta noche, cuando el espíritu de las tinieblas cubre el mundo, se renueva el acontecimiento que siempre nos asombra y sorprende: el pueblo en camino ve una gran luz. Una luz que nos invita a reflexionar en este misterio: misterio de caminar y de ver.
Caminar. Este verbo nos hace pensar en el curso de la historia, en el largo camino de la historia de la salvación, comenzando por Abrahán, nuestro padre en la fe, a quien el Señor llamó un día a salir de su pueblo para ir a la tierra que Él le indicaría. Desde entonces, nuestra identidad como creyentes es la de peregrinos hacia la tierra prometida. El Señor acompaña siempre esta historia. Él permanece siempre fiel a su alianza y a sus promesas. Porque es fiel, «Dios es luz sin tiniebla alguna» (1 Jn 1,5). Por parte del pueblo, en cambio, se alternan momentos de luz y de tiniebla, de fidelidad y de infidelidad, de obediencia y de rebelión, momentos de pueblo peregrino y momentos de pueblo errante.
También en nuestra historia personal se alternan momentos luminosos y oscuros, luces y sombras. Si amamos a Dios y a los hermanos, caminamos en la luz, pero si nuestro corazón se cierra, si prevalecen el orgullo, la mentira, la búsqueda del propio interés, entonces las tinieblas nos rodean por dentro y por fuera. «Quien aborrece a su hermano –escribe el apóstol San Juan– está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe adónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos» (1 Jn 2,11). Pueblo en camino, sobre todo pueblo peregrino que no quiere ser un pueblo errante.
En esta noche, como un haz de luz clarísima, resuena el anuncio del Apóstol:
«Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres» (Tt 2,11).
La gracia que ha aparecido en el mundo es Jesús, nacido de María Virgen, Dios y hombre verdadero. Ha venido a nuestra historia, ha compartido nuestro camino. Ha venido para librarnos de las tinieblas y darnos la luz. En Él ha aparecido la gracia, la misericordia, la ternura del Padre: Jesús es el Amor hecho carne. No es solamente un maestro de sabiduría, no es un ideal al que tendemos y del que nos sabemos por fuerza distantes, es el sentido de la vida y de la historia que ha puesto su tienda entre nosotros.
Los pastores fueron los primeros que vieron esta “tienda”, que recibieron el anuncio del nacimiento de Jesús. Fueron los primeros porque eran de los últimos, de los marginados. Y fueron los primeros porque estaban en vela aquella noche, guardando su rebaño. Es condición del peregrino velar, y ellos estaban en vela. Con ellos nos quedamos ante el Niño, nos quedamos en silencio. Con ellos damos gracias al Señor por habernos dado a Jesús, y con ellos, desde dentro de nuestro corazón, alabamos su fidelidad: Te bendecimos, Señor, Dios Altísimo, que te has despojado de tu rango por nosotros. Tú eres inmenso, y te has hecho pequeño; eres rico, y te has hecho pobre; eres omnipotente, y te has hecho débil.
Que en esta Noche compartamos la alegría del Evangelio: Dios nos ama, nos ama tanto que nos ha dado a su Hijo como nuestro hermano, como luz para nuestras tinieblas. El Señor nos dice una vez más: “No teman” (Lc 2,10). Como dijeron los ángeles a los pastores: “No teman”. Y también yo les repito a todos: “No teman”. Nuestro Padre tiene paciencia con nosotros, nos ama, nos da a Jesús como guía en el camino a la tierra prometida. Él es la luz que disipa las tinieblas. Él es la misericordia. Nuestro Padre nos perdona siempre. Y Él es nuestra paz. Amén.
Basílica Vaticana, 24 de diciembre de 2013
La misa del Gallo
José Luis Sicre
Aunque desconocemos el día y la hora en que nació Jesús, imagino que fueron estas palabras del libro de la Sabiduría las que animaron a situar el nacimiento a medianoche: «Un silencio sereno lo envolvía todo, y al mediar la noche su carrera, tu palabra todopoderosa se abalanzó desde el trono real de los cielos» (Sabiduría 18,14-15).
En cualquier caso, el papa Sixto III (siglo V d.C.), introdujo en Roma la costumbre de celebrar en Navidad una vigilia nocturna, a medianoche, «en seguida de cantar el gallo», en un pequeño oratorio situado detrás del altar mayor de la Basílica de Santa María la Mayor. Ya que los antiguos romanos denominaban Canto del Gallo al comienzo del día, a la medianoche, se quedó con el nombre de Misa de Gallo la que se celebraba a esta hora.
La liturgia, con tres lecturas preciosas y muy ricas de contenido, suponen un desafío para quien pretenda comentarlas sin agotar al auditorio.
Tres motivos de alegría (Isaías 9,2-7)
En El Danubio rojo, película ambientada en la Segunda Guerra Mundial, la noche de Navidad, en medio del frío y la nieve, un grupo numeroso de soldados y refugiados comienza a cantar en un tren el villancico «Noche de Dios». Ese es el ambiente más adecuado para entender la primera lectura. El profeta se dirige a un pueblo que camina en tinieblas, que ha sufrido durante un siglo la opresión del imperio asirio, y le anuncia un cambio prodigioso: un mundo de luz y alegría. Por tres motivos:
el fin del opresor, el imperio asirio, que oprime a Israel con el yugo y el bastón, como si fuera un animal de carga; será derrotado, igual que lo fueron los madianitas en tiempos de Gedeón; el fin de la guerra, simbolizado por la desaparición, no de lanzas y espadas, sino de los elementos menos peligrosos del soldado: bota y túnica;
la aparición de un niño, que se puede interpretar como el nacimiento de un príncipe o su entronización. Influido por el ritual egipcio, se coloca sobre sus hombros un manto que simboliza el poder, y se le dan diversos nombres: en Egipto eran cinco, aquí son cuatro, que expresan las cualidades más admirables que se pueden esperar de un gobernante: que sepa aconsejar, que sepa defender, que se comporte como un padre con sus súbditos, que traiga un reinado de paz. Por último, abandonando el influjo egipcio y con mentalidad plenamente judía, se relaciona a este niño con David. Y su labor de paz, justicia y derecho, aparentemente imposible, será obra del celo de Dios.
Dos motivos de compromiso (Carta a Tito 2,11-14).
El autor une la primera venida de Jesús («se ha manifestado la gracia de Dios») con la segunda y definitiva («la manifestación gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo»). ¿Motivos de alegría? Sin duda. Pero estas dos venidas son también motivo de compromiso. Amor con amor se paga. Hay que renunciar a la vida sin religión y a los deseos mundanos, llevar una vida sobria y honrada, esperar la vuelta del Señor, dedicarse a las buenas obras.
¿Un niño pobre o un personaje maravilloso? (Lucas 2,1-14)
El evangelio de esta noche consta de dos escenas radicalmente distintas, pero que se complementan.
El nacimiento de un niño pobre
La primera escena, que se desarrolla únicamente en la tierra, contrasta a poderosos y débiles. Empieza hablando del emperador Augusto, con autoridad para dar órdenes a todos sus súbditos, y del gobernador de Siria, Cirino, que manda empadronarse a la población de su provincia, cada cual en su ciudad, sin preocuparle las molestias que eso puede causar.
Frente a los poderosos, los débiles, representados por una familia muy modesta, a la que solo le cabe obedecer, aunque la esposa deba recorrer, embarazada, los 150 km de Nazaret a Belén. Según Lucas, cuando llegan a su destino no encuentran alojamiento y deben pasar algunos días en la parte baja de una casa, donde están los animales. Son pobres, y para ellos no hay sitio en el piso de arriba («la posada»).
Es una escena de pobreza y humillación. Basta pensar en José, un padre que no tiene otra cosa que ofrecer a su mujer y a su hijo. La escena no se presta a comentarios románticos, sino a preguntas candentes: ¿por qué Gabriel no le dijo a María toda la verdad? ¿Por qué le anunció que su hijo sería el rey de Israel sin advertirle que no tendría riqueza ni poder? ¿Por qué elige Dios el camino de la pobreza y la humillación? ¿Por qué rechazamos los cristianos a quienes no pueden pagarse un pasaje en avión o en barco para llegar hasta nosotros? ¿Por qué no imaginamos que Dios pueda nacer en una chabola de mala muerte, en una familia pobre que trabaja recogiendo la aceituna? ¿Se puede esperar algo de este hijo de emigrantes, que no tendrá cultura ni formación?
El Salvador, el Mesías, el Señor
La segunda escena se desarrolla en cielo y tierra. Es también de poderosos y débiles, de ángeles y pastores. La profesión de pastor, aunque a algunos le recuerde a los antiguos patriarcas de Israel, era de las más despreciadas y odiadas en aquel tiempo, sobre todo por los campesinos. En la escala social de la época, los pastores ocupan el penúltimo lugar, el de las clases impuras, porque su oficio se equipara al de los ladrones. Y pasar la noche al aire libre, vigilando el rebaño, no es la ocupación más agradable. El hecho de que el ángel se dirija a ellos deja clara la «política incorrecta» de Dios. El gran anuncio del nacimiento del Mesías no se comunica al Sumo Sacerdote de Jerusalén, ni a los sacerdotes y levitas, ni a los estudiosos escribas, ni a los piadosos fariseos.
Por otra parte, el anuncio modifica totalmente la imagen de la escena anterior. El niño que ha nacido no es un simple niño pobre. Su nacimiento supone «una gran alegría para todo el pueblo», porque es Salvador, Mesías y Señor. Este ángel anónimo es muy escueto. No comenta ninguno de los tres títulos. Pero es más sincero que Gabriel. No oculta que, a pesar de su grandeza, el niño está envuelto en pañales y acostado en un pesebre.
¿Qué harán los pastores? Quien desee saberlo tendrá la respuesta en el evangelio de la Misa de la Aurora.
Pero el lector del evangelio puede ponerse en su lugar y advertir el mensaje que le está proponiendo Lucas. La vida de Jesús se puede interpretar de dos formas muy distintas: desde una óptica puramente humana o desde la fe. La primera resulta descarnada y dura. La segunda puede parecer ingenua; si no de cuento de hadas, de cuento de ángeles. Si se mantiene en la primera, terminará viendo a Jesús como un personaje peligroso y considerando justa su condena a muerte. Si acepta la segunda, a pesar de todas las dudas, terminará creyendo en él como su Salvador.
Las claves para leer desde la fe el misterio
José Antonio Pagola
Según el relato de Lucas, es el mensaje del Ángel a los pastores el que nos ofrece las claves para leer desde la fe el misterio que se encierra en un niño nacido en extrañas circunstancias en las afueras de Belén.
Es de noche. Una claridad desconocida ilumina las tinieblas que cubren Belén. La luz no desciende sobre el lugar donde se encuentra el niño, sino que envuelve a los pastores que escuchan el mensaje. El niño queda oculto en la oscuridad, en un lugar desconocido. Es necesario hacer un esfuerzo para descubrirlo.
Estas son las primeras palabras que hemos de escuchar: «No tengáis miedo. Os traigo la Buena Noticia: la alegría grande para todo el pueblo». Es algo muy grande lo que ha sucedido. Todos tenemos motivo para alegrarnos. Ese niño no es de María y José. Nos ha nacido a todos. No es solo de unos privilegiados. Es para toda la gente.
Los cristianos no hemos de acaparar estas fiestas. Jesús es de quienes lo siguen con fe y de quienes lo han olvidado, de quienes confían en Dios y de los que dudan de todo. Nadie está solo frente a sus miedos. Nadie está solo en su soledad. Hay Alguien que piensa en nosotros.
Así lo proclama el mensajero: «Hoy os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor». No es el hijo del emperador Augusto, dominador del mundo, celebrado como salvador y portador de la paz gracias al poder de sus legiones. El nacimiento de un poderoso no es buena noticia en un mundo donde los débiles son víctima de toda clase de abusos.
Este niño nace en un pueblo sometido al Imperio. No tiene ciudadanía romana. Nadie espera en Roma su nacimiento. Pero es el Salvador que necesitamos. No estará al servicio de ningún César. No trabajará para ningún imperio. Solo buscará el reino de Dios y su justicia. Vivirá para hacer la vida más humana. En él encontrará este mundo injusto la salvación de Dios.
¿Dónde está este niño? ¿Cómo lo podemos reconocer? Así dice el mensajero: «Aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». El niño ha nacido como un excluido. Sus padres no le han podido encontrar un lugar acogedor. Su madre lo ha dado a luz sin ayuda de nadie. Ella misma se ha valido, como ha podido, para envolverlo en pañales y acostarlo en un pesebre.
En este pesebre comienza Dios su aventura entre los hombres. No lo encontraremos en los poderosos sino en los débiles. No está en lo grande y espectacular sino en lo pobre y pequeño. Hemos de escuchar el mensaje: vayamos a Belén; volvamos a las raíces de nuestra fe. Busquemos a Dios donde se ha encarnado.
Luz para quien yace en las tinieblas
Fernando Armellini
Es casi inevitable que escuchemos este relato evangélico condicionados por el clima navideñoque nos rodea: árboles iluminados, sonidos de villancicos, belenes… Y es probable que nos embargue la emoción, lo cual no está mal. Este relato, sin embargo, no ha sido escrito para conmover; ni siquiera para ofrecernos una crónica informativa sobre el nacimiento de Jesús. Si fuera así, tendríamos derecho a lamentar lo parco que ha sido Lucas al darnos tan pocos detalles sobre acontecimiento tan importante.
Este relato del nacimiento de Jesús ha sido compuesto, probablemente, cuando el resto del evangelio estaba ya escrito y fue colocado al principio como un estupendo preludio teológico al resto de la obra, expresando lo que los cristianos de las primeras generaciones, guiados por el Espíritu, han comprendido del Señor Jesús, muerto y resucitado.
El relato comienza con una ambientación histórica y geográfica bien precisa.
En aquel tiempo, Roma estaba regida por César Augusto, el príncipe celebrado en todo el imperio por su “audacia, mansedumbre, piedad y justicia”. Es él quien, después de los interminables horrores de la guerra civil, ha finalmente establecido la paz en todo el imperio. Es la época de oro de la historia de Roma contada por Virgilio. En una famosa inscripción fechada el año 9 a.C., hallada en Priene, Asia Menor, se dispone que el año comience el 23 de septiembre, día del nacimiento de Augusto porque “todos podrán considerar este acontecimiento como el origen de sus vidas, como el tiempo a partir del cual no se puede ya llorar por el propio nacimiento. La divina Providencia, dándonos a Augusto, nos ha enviado a nosotros y a los que vendrán después de nosotros al salvador llamado a poner fin a las guerras y reordenar el mundo. El día del nacimiento del dios (Augusto) ha sido para el mundo el inicio de ‘acontecimientos gozosos’ (literalmente “evangelios”) que se harán realidad gracias a Él”.
El “censo de toda la tierra” que, desde el punto de vista histórico, presenta tantas dificultades, asume en la intención de Lucas un significado indudablemente teológico. Le sirve para declarar solemnemente que el Hijo de Dios se ha insertado en la historia universal, que se ha convertido en ciudadano del mundo.
A continuación indica el lugar en que Jesús ha nacido: Belén, una ciudad (en realidad un pueblo de pastores) de los montes de Judea. Lucas acentúa que “José era de la casa y de la familia de David” y que “subió a Judea, a la ciudad de David, llamada Belén” (v. 4). La referencia a este lugar es importante porque es en Belén donde el pueblo espera al Mesías (Jn 7,40-43). Ya lo había anunciado el profeta Miqueas: “Pero tú, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti sacaré al que ha de ser el jefe de Israel” (Miq 5,1).
Con esta anotación histórica y geográfica, Lucas quiere afirmar que el nacimiento de Jesús no es un mito que ha de relegarse al mundo de las fábulas –como tantas otras que circulaban en su tiempo– sino que es un acontecimiento real y concreto.
“Mientras se encontraban en aquel lugar” María dio a luz a su hijo “primogénito” …
María se comporta como todas las madres. Lucas menciona sus gestos premurosos y atentos: faja al niño y lo coloca en el pesebre. No sucede nada de milagroso. El nacimiento de Jesús es idéntico al de cualquier otra persona. Desde su primera aparición en este mundo, Jesús comparte en todo nuestra condición humana.
“No habían encontrado sitio en la posada” … Si se tiene presente cuán sagrada es para Oriente la hospitalidad, es inverosímil que María y José se hayan visto obligados a encontrar refugio en una gruta por haber sido rechazados por las familias del lugar.
El término usado en el texto original no se refiere a la posada o al caravasar (antigua edificación que se levantaba a la vera de los principales caminos para que los viajeros de las caravanas que hacían largos viajes de comercio, peregrinaje o militares pudieran pasar la noche, descansar y reponerse junto a sus animales). Designa más bien una habitación (probablemente la única) de la casa en la que José y María habían sido acogidos. No era conveniente que el parto tuviera lugar en una estancia que no ofrecía un mínimo de privacidad (es este el sentido de la expresión: “no había lugar para ellos”). Como debía acaecer a las parturientas pobres de toda Palestina, también María fue llevada al rincón más interno y recóndito de la habitación, lugar que habitualmente se destinaba también a los animales.
Aunque el texto evangélico no habla del asno y del buey (imaginados por la piedad popular a propósito de un texto de Isaías: “conoce el buey a su amo y el asno el pesebre de su dueño” (Is 1,3), es posible que ambos animales estuvieran allí.
Lucas nos ofrece estos detalles para mostrar que Dios –como suele hacer– invierte los valores y criterios de este mundo. El “Dios” que el pueblo espera, y que aún hoy día muchos siguen esperando, es fuerte y terrible, capaz de sembrar el pánico y de hacerse respetar. Pero éste no es Dios, es un ídolo, es la proyección de nuestros sueños mezquinos de grandeza y poder. El Dios que se manifiesta en Jesús es exactamente lo opuesto: débil, indefenso, tembloroso, se confía a las manos de una mujer. No estamos ante una revelación secundaria, a la espera de ver a Jesús revestido de esplendor y fuerza (como en el monte de la Transfiguración). En Jesús recién nacido acostado en el pesebre está presente en toda su plenitud el verdadero y eterno Dios, “escándalo para los judíos y locura para los paganos” (1 Cor 1,23).
En la segunda parte del evangelio (vv. 8-14) la escena cambia completamente. No estamos más en la intimidad de una casa sino al aire libre, en el campo, y los personajes son otros: pastores y ángeles. “Había unos pastores en la zona que cuidaban por turno los rebaños a la intemperie”. Si se tratara solo de una información que el evangelista añade, podríamos inferir que Jesús no nació en el invierno de su hemisferio porque el ganado se guardaba a la intemperie de marzo a octubre. Pero a nosotros no nos interesa mucho saber en qué mes nació Jesús. Más importante es identificar quiénes fueron los primeros en reconocer en el niño fajado y colocado en un pesebre al Salvador, al Mesías, al esperado hijo de David. Son los pastores.
¿Por qué justamente ellos? No porque estuvieran espiritualmente mejor dispuestos. Todo lo contrario. Los pastores no eran en general gente simple, buena, inocente, honesta, estimada por todos, como nos dice la tradición navideña. Estaban catalogados entre las personas más impuras y, de hecho, existían buenas razones para ello. Conducían una vida no muy diversa a la de las bestias; no podían entrar en el Templo para rezar; no eran admitidos para testimoniar en un tribunal por no ser gente de fiar; tenían fama de falsos, deshonestos, ladrones, violentos. Los rabinos afirmaban que los pastores, los publicanos y aquellos que cobraban los impuestos, muy difícilmente se salvarían por haber hecho tanto daño al pueblo. Habían robado tanto que ni siquiera podían recordar a quiénes habían estafado. Por lo tanto, no pudiendo restituirlo, estaban destinados a la perdición.
Es a estos a quienes se dirige el mensaje celeste. “Miren, les doy una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy les ha nacido en la ciudad de David el Salvador, el Mesías y Señor” (vv. 10-11). Se adivina en las palabras del ángel el eco de la inscripción de Priene. No era Augusto –parece insinuar Lucas– el salvador que debía inundar el mundo de alegría e instaurar la paz. No ha sido su nacimiento sino el de Jesús el que ha marcado “el comienzo de los eventos gozosos recibidos gracias a Él”.
Desde su primera aparición en el mundo, Jesús se ha colocado entre los últimos. Son ellos, no los “justos”, los que necesitaban y necesitan de Dios una palabra de amor, de liberación y de esperanza.
Ya adulto, Jesús continuará viviendo junto a estas personas: hablará su lenguaje simple, usará las comparaciones, las parábolas, las imágenes tomadas de su mundo; participará en sus alegrías y sufrimientos; estará siempre de su parte contra todo aquel que intente marginarlos.
La señal dada a los pastores para reconocer al Salvador es sorprendente y paradójica. No se les dice que encontraran a un niño envuelto en luz, con cara de ángel, con una aureola sobre la cabeza y rodeado de huestes celestiales. Nada de esto: La señal es… un niño normal, con la sola característica de ser un pobre entre los pobres.
Los dos grupos de personas que encontraremos a lo largo de la vida pública de Jesús quedan ya bien definidos al momento de su nacimiento: por una parte, los pobres, los ignorantes, la gente despreciada que lo reconoce inmediatamente y lo acoge con alegría. Por otra, los sabios, los ricos, los poderosos, aquellos que viven aislados en sus palacios, lejos del pueblo y de sus problemas, convencidos de poseer ya todo lo que necesitan para ser felices. Estos no tienen necesidad de ningún salvador; por el contrario, un Mesías que no corresponda a sus expectativas, que cuestione sus proyectos, es un personaje incómodo al que hay que eliminar lo más pronto posible.
Las mujeres de Belén han asistido a María durante el parto u, observando a aquel niño, no se han dado ciertamente cuenta de que la historia del mundo se dividiría en dos partes: antes y después de su nacimiento.
MISA DEL DÍA
Juan 1,1-18
Misa del día
José Luis Sicre
La misa de la aurora nos presentó a María meditando lo que han contado los pastores. Es una pena que Lucas, que transmitió en el Magnificat su reacción a las palabras de Isabel, en este caso guarde silencio. Dos teólogos cristianos, los autores del cuarto evangelio y de la carta a los Hebreos, sí nos dejaron su reflexión sobre Jesús y su nacimiento. La liturgia les antepone la visión de un profeta-poeta.
«El Señor ha consolado a su pueblo» (Isaías 52,7-10)
El texto de Isaías de la misa de la aurora presentaba a Jerusalén como esposa y madre, que recupera a su esposo y sus hijos. Este la presenta como ciudad, sin rey y en ruinas después de la caída en manos de los babilonios. Pero el mensaje de esperanza es el mismo: Dios vuelve a ella como rey, y las ruinas, reconstruidas, cantarán de alegría. Como en el caso anterior, la liturgia aplica la venida de Dios-rey a Jesús, que nace como Mesías y Salvador.
«El Señor nos ha hablado por su Hijo» (Hebreos 1,1-6)
Imaginemos al autor de la carta ante el pesebre. Pero el niño no acaba de nacer, él escribe bastantes años después. Es mucho lo que ya se ha dicho y discutido sobre Jesús. Y él comienza su carta con un resumen ambicioso, que abarca desde el comienzo de los siglos hasta la glorificación del Señor.
Lo primero que destaca es la novedad de que Dios nos hable a través de su Hijo, no a través de profetas. Un hecho tan grande que no debemos esperar algo distinto y mayor: estamos en la «etapa final».
Luego acumula palabras para describir la dignidad del Hijo. Retrocede del momento en el que hereda todo (se supone que tras la resurrección) al momento en el que intervino en la creación del mundo. Habla de su identidad e identificación con Dios con expresiones misteriosas: «reflejo de su gloria, impronta de su ser». Dedica una frase, casi de pasada, a la vida terrena, en la que solo sugiere, de forma velada, su muerte, que purifica nuestros pecados. Y termina con su triunfo a la derecha de la Majestad y su encumbramiento por encima de los ángeles.
La historia del Verbo de Dios (Juan 1,1-5.9-14) (forma breve)
Dos advertencias:
1. Según muchos comentaristas, el autor del cuarto evangelio utilizó al comienzo un himno sobre el Verbo Dios, introduciendo por medio, en dos ocasiones, sendas referencias a Juan Bautista. La liturgia permite elegir entre la forma larga, con todo el texto actual, y la breve, que suprime lo referente a Juan. Es esta la que comentaré brevemente, presentando el himno como una historia del Verbo de Dios en cinco etapas.
2. Para comprender esta historia habría que conocer las reflexiones sobre la Sabiduría de Dios en los dos siglos antes de Jesús. En el segundo domingo después de Navidad se vuelve a leer el prólogo de Juan, y la lectura que lo acompaña es, con razón, la del libro del Eclesiástico.
Primera etapa: la Palabra junto a Dios
En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios.
«En el principio creó Dios el cielo y la tierra». Así comienza el libro del Génesis. Para el autor del prólogo, en ese momento existía ya el Verbo, junto a Dios. Es lo mismo que se dice de la Sabiduría en el libro de los Proverbios y en el Eclesiástico.
Segunda etapa: el Verbo y la creación
Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió.
Aunque parece una nueva matización del Génesis, supone un desarrollo. Allí se dice que Dios crea por su palabra («dijo Dios») y su acción. Aquí, esa palabra se convierte en compañera suya imprescindible durante el acto creador. Todo fue creado por el Verbo: sol, luna, estrellas, montañas, mar, animales de toda especie, ser humano. Además de habernos creado, es también nuestra vida y nuestra luz. Dos términos claves en la teología del cuarto evangelio, que presentará a Jesús como «el camino, la verdad y la vida». En esa misma teología encaja la referencia a la tiniebla como símbolo de la oposición a Jesús y a Dios.
Tercera etapa: el mundo, creado por el Verbo, lo ignora.
En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció.
El mundo no se refiere aquí a los seres inanimados sino a las personas que ignoran a Dios, no lo adoran, o prescinden de él. El autor del Prólogo piensa en los pueblos paganos, que podrían haber conocido al Dios verdadero, pero que habían caído en diversas formas de idolatría.
Cuarta etapa: la Palabra se instala en Israel; unos lo rechazan, otros la acogen.
Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios.
¿Qué hará el Verbo cuando se vea ignorado por el mundo? Para un judío, la respuesta es clara: refugiarse en Israel, el pueblo elegido, igual que hacía la Sabiduría: «Eché raíces entre un pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad». Pero el Verbo se encuentra con una desagradable sorpresa: «los suyos no lo recibieron». Da la impresión de que un autor posterior consideró esta afirmación demasiado pesimista y añadió que algunos lo recibieron, convirtiéndose en hijos de Dios. Pero este aparente añadido destruye el dramatismo del himno primitivo.
Quinta etapa: el Verbo se hace carne y habita entre nosotros.
La Palabra ha sufrido dos derrotas: el mundo la ignora, su pueblo la rechaza. ¿Qué haría cualquiera de nosotros en su lugar? Quedarse junto a Dios y olvidarse de todos. Afortunadamente, Dios no es así. El Verbo toma la decisión más asombrosa que se puede imaginar.
Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Reflexión final
El fiel cristiano que haya acudido a la iglesia pensando escuchar unas lecturas bonitas y sencillas sobre Jesús niño y los pastores se encuentra en la misa del día con unas lecturas muy teológicas, pero que le recuerdan la dignidad e importancia de ese niño que ve en el pesebre.
La nostalgia de la Navidad
José A. Pagola
La Navidad es una fiesta llena de nostalgia. Se canta la paz, pero no sabemos construirla. Nos deseamos felicidad, pero cada vez parece más difícil ser feliz. Nos compramos mutuamente regalos, pero lo que necesitamos es ternura y afecto. Cantamos a un niño Dios, pero en nuestros corazones se apaga la fe. La vida no es como quisiéramos, pero no sabemos hacerla mejor.
No es solo un sentimiento de Navidad. La vida entera está transida de nostalgia. Nada llena enteramente nuestros deseos. No hay riqueza que pueda proporcionar paz total. No hay amor que responda plenamente a los deseos más hondos. No hay profesión que pueda satisfacer del todo nuestras aspiraciones. No es posible ser amados por todos.
La nostalgia puede tener efectos muy positivos. Nos permite descubrir que nuestros deseos van más allá de lo que hoy podemos poseer o disfrutar. Nos ayuda a mantener abierto el horizonte de nuestra existencia a algo más grande y pleno que todo lo que conocemos.
Al mismo tiempo, nos enseña a no pedir a la vida lo que no nos pueda dar, a no esperar de las relaciones lo que no nos pueden proporcionar. La nostalgia no nos deja vivir encadenados solo a este mundo.
Es fácil vivir ahogando el deseo de infinito que late en nuestro ser. Nos encerramos en una coraza que nos hace insensibles a lo que puede haber más allá de lo que vemos y tocamos. La fiesta de la Navidad, vivida desde la nostalgia, crea un clima diferente: estos días se capta mejor la necesidad de hogar y seguridad. A poco que uno entre en contacto con su corazón, intuye que el misterio de Dios es nuestro destino último.
Si uno es creyente, la fe le invita estos días a descubrir ese misterio, no en un país extraño e inaccesible, sino en un niño recién nacido. Así de simple y de increíble. Hemos de acercarnos a Dios como nos acercamos a un niño: de manera suave y sin ruidos; sin discursos solemnes, con palabras sencillas nacidas del corazón. Nos encontramos con Dios cuando le abrimos lo mejor que hay en nosotros.
A pesar del tono frívolo y superficial que se crea en nuestra sociedad, la Navidad puede acercar a Dios. Al menos, si la vivimos con fe sencilla y corazón limpio.
Dios ha revelado su justicia
Fernando Armellini
Todos los autores cuidan con particular esmero la primera página de sus libros porque son como la carta de presentación de toda la obra. Esta tiene que ser no solo agradable y atrayente, sino que además debe anticipar los temas esenciales que se tratarán a continuación. Es una manera de atraer la curiosidad y suscitar el interés del lector.
Para introducir su evangelio, Juan compone un himno tan sublime y elevado que en verdad lo hace merecedor del título de “águila” entre los evangelistas. Como en la “obertura” de una sinfonía, es posible captar en este prólogo los motivos que serán después retomados y desarrollados en los capítulos sucesivos: Jesús enviado del Padre, fuente de vida, luz del mundo, lleno de gracia y de verdad, Unigénito en el que se revela la gloria del Padre.
En la primera estrofa (vv. 1-5) Juan parece alzar el vuelo utilizando una imagen familiar a la literatura sapiencial y rabínica: la “Sabiduría de Dios” representada por una mujer encantadora y fascinante. He aquí cómo la “Sabiduría” se presenta a sí misma en el Libro de los Proverbios: “El Señor me creó como la primera de sus tareas, antes de sus obras…No había océanos cuando fui engendrada…Todavía no estaban encajados los montes, antes de las montañas fui engendrada… Cuando colocaba los cielos, allí estaba yo… Cuando imponía su límite al mar… cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a Él” (Prov 8,22-29).
Se trata de una personificación que aparece también en el Libro del Eclesiástico donde se afirma que la Sabiduría se ha como encarnado en la Torá, en la Ley, y ha plantado su tienda en Israel (Eclo 24, 3-8.22).
Juan conoce bien estos textos y –quizás con un punto de polémica frente al judaísmo– los retoma y los aplica a Jesús. Es Jesús la Sabiduría de Dios que planta su tienda entre nosotros; es Él, y no la ley de Moisés, quien revela a los hombres el rostro de Dios y su voluntad. Él es el Verbo, la Palabra última y definitiva de Dios. Es aquella Palabra mediante la cual Dios, al principio, creó el mundo.
No solamente esto. A diferencia de la Sabiduría personificada (Eclo 24,9), la palabra de Dios –que en Jesús de Nazaret se ha hecho carne– no ha sido creada, sino que “estaba” junto a Dios, existía desde toda la eternidad y era Dios. Para Israel, la Sabiduría “es un árbol de vida para los que echan mano de ella” (Prov 3, 18). Juan clarifica: La sabiduría de Dios se ha manifestado plenamente en la persona histórica de Jesús. Es Él, no más la Ley, la fuente de la Vida.
La venida de esta Palabra al mundo divide la historia en dos partes: antes y después de Cristo, tinieblas sin Él, luz donde está Él. Es una Palabra que, al igual que espada, penetra hasta lo más íntimo de todo hombre y separa en él lo que es “hijo de la luz” de lo que es “hijo de las tinieblas”. Las tinieblas intentarán destruir esta luz, pero no lo conseguirán. Ni siquiera la respuesta negativa del hombre podrá sofocarla. Y, al fin, la luz triunfará en el corazón de cada uno de nosotros.
La segunda estrofa (vv. 6-8) tiene la función de ser un primer intervalo narrativo que introduce la figura del Bautista. De él no se dice que “estaba junto a Dios”. Juan es un simple hombre escogido por Dios para una misión. Tenía que ser el testigo de la luz. Su función es tan importante que viene mencionada hasta tres veces. Él no era la luz, pero supo reconocer la luz verdadera y señalarla a todos.
La tercera estrofa (vv. 9-13) desarrolla el tema de Cristo-luz y la respuesta de los hombres cuando apareció en el mundo.
El himno se abre con un grito de alegría: “Venía al mundo la luz verdadera”. Jesús es la luz auténtica, lo contrario de las lucecillas ilusorias, los fuegos fatuos, espejismos, destellos engañosos proyectados por la sabiduría humana.
Este grito entusiasta viene seguido, sin embargo, de un lamento inmediato: “el mundo no la reconoció”. Es el rechazo, la oposición, es un cerrar la puerta a la luz. Los hombres prefieren la oscuridad por estar apegados a sus obras malvadas (Jn 3,19).
Ni siquiera los israelitas –“su gente”– la acogen. Y sin embargo deberían haber reconocido en Jesús la manifestación última, la encarnación de la “sabiduría de Dios”, de aquella sabiduría que “entre todos los pueblos había buscado dónde descansar y un sitio dónde habitar”, y justamente en Israel había encontrado su morada. El Creador del universo le había dado esta orden: “planta tu tienda en Jacob y toma a Israel como heredad” (Eclo 24,7-8).
Sorprende el rechazo a la luz y a la vida por parte de los hombres, incluso el de los más preparados y mejor dispuestos. También Jesús se admiraba un día de la incredulidad de sus mismos conciudadanos (Mc 6,6). Esto significa que la luz que viene de lo alto no se impone, no usa la violencia. Nos deja libres, pero nos pone frente a una decisión ineludible: es necesario escoger entre “bendición y maldición” (Dt 1,27), entre “vida y muerte” (Dt 30,15).
La estrofa concluye con la visión gozosa de aquellos que han creído en la luz. Creer no significa dar el propio consentimiento intelectual a un conjunto de verdades sino acoger a una persona, a la sabiduría de Dios que se identifica con Jesús.
A los que confían en Él se les concede “un derecho” inaudito: llegar a convertirse en hijos de Dios. Es el renacer de lo alto del que hablará Jesús a Nicodemo (Jn 3,3). Es un renacer que no tiene nada que ver con el nacimiento natural, ligado a la sexualidad y al querer del hombre. El renacer de Dios es de otro orden, es obra del Espíritu.
La cuarta estrofa (v. 14): “Y el Verbo se hizo carne y plantó su tienda entre nosotros”. He aquí el punto culminante de todo el prólogo que oiremos de rodillas en la proclamación del evangelio de hoy. Los cristianos de las primeras comunidades están aún grávidos de una admiración gozosa y maravillada frente al misterio de Dios que, por Amor, se despoja de su gloria, se rebaja a sí mismo y fija su morada entre nosotros.
“Carne” en el lenguaje bíblico significa el hombre en su dimensión de debilidad, fragilidad, caducidad. Se percibe aquí la dramática contraposición entre “carne” y “Palabra de Dios”, tan eficaz y realísticamente expresada en el texto de Isaías: “Toda carne es hierba…y su belleza como flor campestre. Se seca la hierba, se marchita la flor, pero la palabra de nuestro Dios se cumple siempre” (Is 40,6-8).
Cuando Juan dice que la “Palabra” se hace carne no afirma simplemente que toma un cuerpo mortal o que se reviste de músculos, sino que se hace uno como nosotros, en todo semejante a nosotros (incluidos los sentimientos, las pasiones, las emociones, los condicionamientos culturales, el cansancio, la fátiga, la ignorancia –sí, también la ignorancia– al igual que las tentaciones, los conflictos interiores…). En todo semejante a nosotros menos en el pecado.
“Y nosotros veremos su gloria”. El hombre bíblico era consciente de que el ojo humano era incapaz de ver a Dios.
De Dios, solo se puede contemplar la “gloria”, es decir, la huella de su presencia, sus obras, sus gestos de poder a favor de su pueblo: “Mostraré mi gloria derrotando al Faraón con su ejército, sus carros, y jinetes” (Éx 14,17).
En esta frase del prólogo se percibe el eco de las expresiones llenas de intensa emoción de la primera carta de Juan: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos, es lo que les anunciamos: la Palabra de vida. La vida se manifestó: la vimos, damos testimonio y les anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó. Lo que vimos y oímos se lo anunciamos también a ustedes…. Les escribimos esto para que su alegría sea completa” (1 Jn 1,1-4).
Juan habla en plural porque quiere referirse a la experiencia de los cristianos de su comunidad quienes, con ojos de fe, han sido capaces de descubrir, a pesar del velo de la “carne” de Jesús humillado y crucificado, el rostro de Dios.
El Señor ha manifestado muchas veces su gloria con signos y prodigios, pero nunca se había revelado de una manera tan clara y tan abierta como en su “Unigénito, lleno de gracia y verdad”. “Gracia y verdad” es una expresión bíblica que significa “amor fiel”. La encontramos en el Antiguo Testamento cuando el Señor se presenta a Moisés como “el Señor, el Dios compasivo y clemente, paciente, rico en bondad y lealtad” (Éx 34,6). En Jesús está presente la plenitud del amor fiel de Dios. Él es la demostración irrefutable de que nada podrá jamás obstaculizar la benevolencia de Dios.
La quinta estrofa (v. 15) es el segundo interludio. Reaparece el Bautista y esta vez habla en presente: “da testimonio” a favor de Jesús. “Grita” a los hombres de todos los tiempos que Él es único.
La sexta estrofa (vv. 16-28) es un canto de júbilo que prorrumpe en la comunidad agradecida a Dios por el don recibido. Don incomparable. También la ley de Moisés era don de Dios, pero no era definitiva. Las disposiciones externas que contenía no podían comunicar “la gracia y la verdad”, es decir la fuerza que permite al hombre corresponder al amor fiel de Dios. La “gracia y la verdad” han sido dadas por medio de Jesús. Aparece aquí su nombre por primera vez.
A Dios nadie lo ha visto. Es una afirmación que Juan recuerda con frecuencia (5,37; 6,46; 1 Jn 4,12.20) y que encontramos también en el Antiguo Testamento: “Mi rostro tu no lo puedes ver porque nadie puede verlo y quedar con vida” (Ex 33,20).
Las manifestaciones, las apariciones, las visiones de Dios narradas en el Antiguo Testamento no eran visiones materiales; era un modo humano de describir la revelación del pensamiento, de la voluntad y de los proyectos del Señor.
Ahora, sin embargo, viendo a Jesús, es posible ver real y concretamente a Dios. Para conocer al Padre no es necesario recurrir a razonamientos filosóficos o perderse en sutiles disquisiciones. Basta contemplar a Cristo, observar lo que hace, lo que dice, lo que enseña, cómo se comporta, cómo ama, a quién prefiere, a quién frecuenta, con quién come, a quién escoge, a quién reprende, a quién defiende. Basta contemplarlo en el momento más alto de su “gloria”, cuando es alzado en la cruz. En esta suprema manifestación llena de Amor, el Padre lo ha dicho todo.
