Category Comentarios dominicales

IV Domingo de Pascua. Año C

En camino a Pentecostés
El buen pastor
P. Enrique Sánchez, mccj

En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy la vida eterna y no perecerán jamás; nadie las arrebatará de mi mano. Me las ha dado mi Padre, y Él es superior a todos. El Padre y yo somos uno”. (Juan 10, 27 – 30)

El cuarto domingo de Pascua celebramos a Cristo buen pastor y el evangelio de este día nos ofrece, en pocas palabras, una imagen bella y profunda del pastor que guía nuestras vidas y nos lleva por caminos seguros.

El buen pastor se nos presenta como alguien que habla, que dirige su voz a quienes tiene delante de él. Es alguien que toma la iniciativa y da el primer paso en la aventura del encuentro.

Como siempre, el buen pastor, nos recuerda que no son las ovejas las que se ponen en camino hacia él, sino todo lo contrario. Es él quien invita y llama a entrar en contacto con él. Es él quien no se cansa de buscarnos.

Esa es la dinámica que usa Jesús para hacerse presente en nuestras vidas, como lo dirá con más claridad el mismo evangelio de san Juan cuando en el capítulo 15 pone en los labios de Jesús aquellas palabras con las que afirma: “no son ustedes quienes me ha elegido, sino yo quien los ha elegido”.

Las ovejas escuchan la voz de su pastor y lo siguen porque es una voz que inspira confianza y que brinda seguridad. Se sienten conocidas y protegidas porque la experiencia les enseña que su pastor no las abandonará y nos las llevará a lugares en donde sus vidas estén en riesgo.

Así el Señor nos está llevando también hoy por caminos que no conocemos, pero que podemos estar seguros que nos conducen a donde nuestro corazón estará feliz y en paz. Aunque pase por valles oscuros, nada temo, dice el salmo, porque el Señor nos lleva a un lugar en donde podemos reposar en seguridad.

El pastor conoce a sus ovejas y sabe lo que es cada una de ellas. Las conoce, no las expone, no las juzga, no las clasifica, no las condena y, mucho menos, no las excluye. Él quiere que todas estén con él y que se sientan seguras.

Qué alegre resulta saber que tenemos un lugar especial en el corazón de nuestro Señor, que paz genera en nuestro interior saber que tenemos como pastor a alguien que nos lleva con paciencia para que ninguno se pierda.

Si tuviéramos que aplicarnos esto a nosotros hoy, tendríamos que aceptar que somos guiados en la vida por alguien que busca nuestra felicidad. Alguien que nos quiere y da su vida para que podamos ser felices.

Nuestro pastor, Jesús, no es alguien que nos llama para poner ante nosotros nuestros trapitos sucios, y no se espanta de nuestras pobrezas y de nuestras fragilidades. Él no nos reprocha las historias tristes o amargas que nos han tocado vivir y no se alegra poniendo en evidencia las caídas que nos ha tocado vivir.

Él es un pastor que pronuncia nuestro nombre dándonos la posibilidad de abrir nuestros corazones a su misericordia y, reconociendo su voz, nos llenamos de confianza. Ser conocidos por el Señor, seguramente, a todos nos deja un sabor agradable en nuestro corazón, pues se trata de un conocimiento que ayuda a levantarnos de lo que humanamente es imposible que no suframos; pero más todavía, es algo que nos ayuda a crecer en la esperanza, pues nos permite conocer a quien nos guía estando pendiente de que podamos realizar lo mejor de lo que Dios ha soñado para cada uno de nosotros. Algunas preguntas que nos podemos hacer son: ¿cuánto somos capaces de reconocer la voz de nuestro pastor? ¿Cuánto nos interesa familiarizarnos con sus palabras? ¿Cómo sentimos la presencia del Señor en nuestras vidas?

Ojalá no tengamos miedo de identificar esa presencia de nuestro buen pastor y seamos capaces de decir: aquí estuvo el Señor, aquí y en esto muy concreto sentí su presencia. Eso iría muy de acuerdo con lo que leemos en el evangelio de hoy cuando nos dice que las ovejas reconocen la voz que les permite seguir al pastor.

Las oveja siguen al pastor porque infunde confianza en ellas, porque les da la seguridad de conducirlas a un lugar seguro, porque les promete tomar cuidado de ellas y defenderlas de todo aquello que pueda amenazarlas.

Lo siguen no porque las encante con discursos melodiosos o tramposos, no las engaña; al contrario, les ayuda a pasar por los valles oscuros y las cuida en praderas seguras. Ese es el pastor que nos invita también a nosotros a seguirlo con confianza y con alegría. El Papa León XIV nos decía en su primer saludo, antes de bendecirnos, que estamos en las manos de Dios, en las manos del Señor y estando ahí no hay lugar para el miedo, ni para el temor. Estando ahí podemos vivir confiados en que lo que amenaza a la humanidad de nuestro tiempo no cantará el himno de victoria. Podemos decir que estamos bajo la guía del mejor Pastor.

Nadie nos podrá arrebatar de la mano de nuestro pastor, Jesús, porque él sigue dando su vida por nosotros, cada día, en cada eucaristía, en cada comunidad en donde se vive la fraternidad y en donde nos preocupamos por los más abandonados, en cada corazón que no se deja atrapar en la ambición que nos propone este mundo y en la indiferencia que nos hace pasar insensibles ante el dolor de nuestros hermanos.

Tenemos un pastor que nos da la vida. Qué bello sería tomar conciencia de esto cuando nos vemos continuamente tentados a contentarnos con retazos de vida, cuando la felicidad la hacemos depender de lo que acumulamos o de la imagen que defendemos ante los demás. ¡Cuánto ganaríamos si nos diéramos la oportunidad de apostarle a lo sencillo de la vida, a la riqueza de compartir lo que somos, dejándonos enriquecer por el don que es cada hermano que tenemos cercano!

Tenemos un buen pastor, único y extraordinario, que no tiene otro proyecto para nosotros que brindarnos la posibilidad de vivir plenamente. ¿Cuándo nos daremos la oportunidad de abrirle nuestro corazón totalmente, sin ponerle condiciones y sin hacer cálculos que nos hundan en nuestras pequeñas ambiciones?

En él tenemos la vida asegurada y nos promete que ninguno perecerá. No dejará que ninguno se pierda de los que le ha entregado su Padre, y esos somos cada uno de nosotros. Digamos fuerte: soy el don de Dios que ha sido puesto en las manos de Jesús para que el me conduzca hasta la vida eterna.

Qué el buen Pastor nos guíe por caminos que nos abran a una experiencia de fe más profunda, que sepamos reconocerlo como el guía que nos conduce por caminos seguros de amor y de fraternidad, qué nos enseñe a convertirnos, también nosotros, en pastores que dan la vida por sus hermanos, comprometiéndonos en la construcción de un mundo más justo, más fraterno y más solidario.

En este día celebramos también la jornada de oración por la vocaciones a la vida sacerdotal, religiosa y consagrada y seguramente también todas las demás vocaciones. Pidamos al Señor que nos bendiga con el don de Jóvenes que estén dispuestos a entregar sus vidas al servicio del Evangelio, de la Iglesia y de sus hermanos.


LAS OVEJAS, EL PASTOR Y LOS LADRONES
José Luis Sicre

El evangelio del 4º domingo de Pascua se dedica, en los tres ciclos, a recordar a Jesús como buen pastor. Aunque hoy día mucha gente solo ha visto un rebaño en televisión, la imagen sigue siendo muy expresiva. Pero el capítulo 10 del evangelio del cuarto evangelio es tan largo (42 versículos) que la liturgia ha seleccionado unos pocos para cada ciclo. Al C le ha tocado un fragmento tan breve que no se entiende bien si no se conoce lo anterior.

Un debate largo y complicado (el c.10 de san Juan)

Jesús comienza contando una extraña parábola a propósito de ladrones y bandidos que intentan robar el rebaño sin entrar por la puerta, saltando la valla. El pastor entra por la puerta, conoce a las ovejas por su nombre y ellas lo siguen confiadas, mientras que de los ladrones no se fían.

Cuando termina de contarla, los presentes “no entendieron de qué les hablaba”. Jesús, en vez de aclarar las cosas, las complica. A veces dice que él es la puerta del rebaño; otras, que es el buen pastor; y lo importante no es que conduce al rebaño a buenos pastos, sino que da la vida por las ovejas, porque tiene el poder de darla y de recuperarla. Y en medio introduce nuevos personajes: su Padre, “que me conoce y al que yo conozco”, y otras ovejas que no son de este redil.

La conclusión a la que llegan muchos de los oyentes no extraña demasiado: “Está loco de remate. ¿Por qué lo escucháis?” (literalmente: “tiene un demonio y está loco”). El autor del cuarto evangelio disfruta irritando al lector y casi poniéndolo en contra de Jesús.

El debate no termina aquí. Continúa en invierno, en la fiesta de la Dedicación del templo, mientras Jesús pasea por el pórtico de Salomón. Las autoridades judías (este es el sentido frecuente de “los judíos” en el cuarto evangelio) lo rodean y le piden que diga claramente si es el Mesías. Jesús responde que ya se lo ha dicho y que no creen en él. Y continúa ofreciendo el ejemplo tan distinto de sus ovejas.

Las ovejas, el pastor, los ladrones y el padre del pastor (Juan 10,27-30)

Las ovejas. El pasaje no comienza hablando del pastor, como sería lógico, sino de “mis ovejas”, las que escuchan la voz de Jesús y lo siguen, a diferencia de las autoridades judías, que no creen en él. Una lectura precipitada del capítulo puede producir la impresión de que hay personas predestinadas por Dios a seguir a Jesús y otras predestinadas a negarlo. Pero esta contraposición hay que entenderla a partir de lo dicho en el prólogo del evangelio: “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron; pero a quienes lo recibieron les concedió convertirse en hijos de Dios”. La aceptación y el seguimiento de Jesús no excluyen la libertad humana.

El pastor. En la parábola inicial el pastor llega al rebaño, le abren la puerta y saca a las ovejas. ¿A dónde las lleva? No se dice. Recordando el salmo 22 (“El Señor es mi pastor”), podríamos completar: “en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas”. Pero Jesús introduce un cambio capital: las lleva a “la vida eterna”. Algo que se realiza no solo después de la muerte, sino ya en este mundo.  La fe en Jesús da una dimensión nueva a la existencia de quien cree en él.

Los ladrones. La parábola comienza hablando de ellos. Aquí no se los menciona expresamente, pero son los que intentan arrebatar a las ovejas de las manos de Jesús. En el contexto del evangelio serían los fariseos y demás autoridades que se oponen a que la gente lo siga. En la iglesia de finales del siglo I serían los “cristianos” que niegan que Jesús sea el Mesías y el hijo de Dios (a los que se denuncia en la 1ª carta de Juan). En cualquier caso, no tendrán éxito, no podrán “arrebatarlas de mi mano”. El salmo 22, hablando desde la perspectiva de la oveja, dice algo parecido: “Aunque atraviese cañadas oscuras nada temo, porque tú vas conmigo”.

El Padre. A lo largo del c.10 hay diversas referencias a la relación de Jesús con “mi Padre”. A primera vista, más que ayudar, estorban y confunden al lector. La clave podría estar de nuevo en el salmo 22, donde el pastor es Dios. Jesús, al arrogarse el título y la función, deja claro que no elimina al Padre. “Yo y el Padre somos uno”. La reacción del auditorio es más dura en este caso: “cogieron piedras para apedrearlo”, y Jesús terminará huyendo al otro lado del Jordán (esto no se lee en la liturgia).

Síntesis. ¿Qué nos dice este breve pasaje hoy día?

1) Lo esencial del cristiano es creer en Jesús y seguirlo. Algo que no es absurdo recordar, porque mucha gente piensa que lo importante es practicar una serie de normas y cumplir con determinados ritos. Todo eso tiene que basarse en una relación personal con Jesús.

2) Confianza en él. En otros momentos del capítulo se subraya su bondad, que culmina en dar la vida. Aquí la fuerza recae en que él no permitirá que nadie arrebate a las ovejas de su mano. Lo cual no significa que nos veamos libres de dificultades, como han dejado claro las dos primeras lecturas de este domingo.

3) Conocimiento de Jesús. Como en tantos otros pasajes del evangelio, se indica su estrecha relación con el Padre, hasta llegar casi a la identificación. Más adelante, en el discurso de la cena, dirá Jesús a Felipe: “El que me ha visto ha visto al Padre”. Algo que sigue resultando escandaloso a muchos cristianos, como lo fue para muchos judíos de su época.

Insultos y expulsión (Hechos de los apóstoles 13,14. 43-52).

La liturgia ha omitido los versículos 15-42, provocando algo absurdo. Al final del v.14 se dice Pablo y Bernabé “tomaron asiento”; e inmediatamente se añade que “muchos judíos y prosélitos se fueron con ellos”. Entonces, ¿para qué toman asiento?

Si no hubieran mutilado el texto habría quedado claro que se sientan para tomar parte en la liturgia del sábado. Al cabo de un rato, les invitan a hablar, y Pablo hace un resumen muy rápido de la historia de Israel para terminar hablando de Jesús. Ahora se comprende que, al terminar la ceremonia, muchos judíos y prosélitos se fueran con los apóstoles. Pero, al cabo de una semana, cuando vuelven a la sinagoga, la situación será muy distinta. Los judíos responden a Pablo y Bernabé con insultos. Más tarde los expulsan del territorio. Dentro de lo que cabe, tuvieron suerte. Más adelante apedrearán a Pablo hasta darlo por muerto.

Martirio y victoria (Apocalipsis 7,9.14b-17)

Cuando el cristianismo comenzó a difundirse por el imperio, encontró pronto la oposición de las autoridades romanas y de la gente sencilla. Veían a los cristianos como gente impía, que daba culto a un solo dios en vez de a muchos, inmoral, enemiga del emperador, al que no querían reconocer como Señor, etc. El punto final en bastantes casos fue la muerte, como ocurrió a Pedro, Pablo y a los otros durante la persecución de Nerón (lo que cuenta el historiador romano Tácito impresiona por la crueldad con que se los asesinó). Sin embargo, la lectura del Apocalipsis no se centra en sus sufrimientos sino en su victoria.

José Luis Sicre

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ESCUCHAR SU VOZ Y SEGUIR SUS PASOS
José A. Pagola

Mis ovejas escuchan mi voz

La escena es tensa y conflictiva. Jesús está paseando dentro del recinto del templo. De pronto, un grupo de judíos lo rodea acosándolo con aire amenazador. Jesús no se intimida, sino que les reprocha abiertamente su falta de fe: «Vosotros no creéis porque no sois ovejas mías». El evangelista dice que, al terminar de hablar, los judíos tomaron piedras para apedrearlo.

Para probar que no son ovejas suyas, Jesús se atreve a explicarles qué significa ser de los suyos. Sólo subraya dos rasgos, los más esenciales e imprescindibles: «Mis ovejas escuchan mi voz… y me siguen». Después de veinte siglos, los cristianos necesitamos recordar de nuevo que lo esencial para ser la Iglesia de Jesús es escuchar su voz y seguir sus pasos.

Lo primero es despertar la capacidad de escuchar a Jesús. Desarrollar mucho más en nuestras comunidades esa sensibilidad, que está viva en muchos cristianos sencillos que saben captar la Palabra que viene de Jesús en toda su frescura y sintonizar con su Buena Noticia de Dio. Juan XXIII dijo en una ocasión que “la Iglesia es como una vieja fuente de pueblo de cuyo grifo ha de correr siempre agua fresca”. En esta Iglesia vieja de veinte siglos hemos de hacer correr el agua fresca de Jesús.

Si no queremos que nuestra fe se vaya diluyendo progresivamente en formas decadentes de religiosidad superficial, en medio de una sociedad que invade nuestras conciencias con mensajes, consignas, imágenes, comunicados y reclamos de todo género, hemos de aprender a poner en el centro de nuestras comunidades la Palabra viva, concreta e inconfundible de Jesús, nuestro único Señor.

Pero no basta escuchar su voz. Es necesario seguir a Jesús. Ha llegado el momento de decidirnos entre contentarnos con una “religión burguesa” que tranquiliza las conciencias pero ahoga nuestra alegría, o aprender a vivir la fe cristiana como una aventura apasionante de seguir a Jesús.

La aventura consiste en creer lo que él creyó, dar importancia a lo que él dio, defender la causa del ser humano como él la defendió, acercarnos a los indefensos y desvalidos como él se acercó, ser libres para hacer el bien como él, confiar en el Padre como él confió y enfrentarnos a la vida y a la muerte con la esperanza con que él se enfrentó.

Si quienes viven perdidos, solos o desorientados, pueden encontrar en la comunidad cristiana un lugar donde se aprende a vivir juntos de manera más digna, solidaria y liberada siguiendo a Jesús, la Iglesia estará ofreciendo a la sociedad uno de sus mejores servicios.

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NOS AGRADA QUE NOS CONDUZCAN, PERO ¿QUIÉN?
Fernando Armellini

La tierra de Israel es en gran parte montañosa y se utiliza para el pastoreo de ovejas. Guardianes de rebaños eran Abel, Abrahán, Jacob, Moisés, David. No debe, por tanto, causar consternación que se utilicen imágenes de la vida pastoral en la Biblia. Dios es llamado “pastor de Israel”: conduce a su pueblo como ovejas, los trata con amor y cuidado, los guía hacia abundantes pastos y manantiales de agua fresca (Sal 23,1; 80,2). Incluso el Mesías es anunciado por los profetas como un pastor para guiar a Israel: “Se acerca el día en que suscitaré un rey que será descendiente de David. Él gobernará con prudencia, justicia y rectitud”(Jer 23,1-6; Ez 34).

Jesús se referirá a estas imágenes el día que, descendiendo de la barca, se verá rodeado de una gran multitud corriendo a pie para escuchar su palabra de esperanza. Marcos dice: “tuvo compasión de ellos porque eran como ovejas sin pastor” (Mc 6,33-34). En el evangelio de Juan, Jesús se presenta como el pastor esperado (Jn 10,11.14), como el que va a conducir a la gente a lo largo del camino de la rectitud y fidelidad al Señor.

El cuarto domingo de Pascua se llama el domingo del Buen Pastor ya que cada año la liturgia nos presenta un pasaje del capítulo 10 de Juan donde Jesús mismo es el verdadero pastor. Los cuatro versos que leemos en el evangelio de hoy se han extraído de la parte final del discurso de Jesús y quieren ayudarnos a profundizar el significado de esta imagen bíblica.

Comencemos con una aclaración: cuando hablamos de Jesús, el Buen Pastor, la primera imagen que viene a nuestra mente es la del Maestro que sostiene un cordero en sus brazos o en los hombros. Es cierto: Jesús es el Buen Pastor que sale a buscar la oveja perdida, pero esta es la reproducción de la parábola que se encuentra en el evangelio de Lucas (15,4-8). El Buen Pastor del que habla Juan no tiene nada que ver con esta imagen dulce y tierna. Jesús no se presenta a sí mismo como alguien que cariñosamente acaricia al cordero herido, sino como el hombre duro, fuerte, decidido a luchar contra los bandidos y los animales feroces, como lo hizo David, persiguiendo al león o al oso que arrebata una de las ovejas lejos del rebaño; David lo derriba y le quita la víctima de su boca (1 Sam 17,34-35). Jesús es el Buen Pastor porque no tiene miedo de luchar hasta dar su vida por las ovejas que ama (Jn 10,11).

La primera frase que Jesús pronuncia es muy fuerte: “Mis ovejas –dice– jamás perecerán; y nadie las arrebatará de mi mano” (v. 28). La salvación de las “ovejas” no está garantizada por su docilidad, su lealtad, sino por la iniciativa, el valor, el amor gratuito e incondicional del “pastor”. ¡Este es el gran anuncio! Esta es la hermosa noticia que la Pascua anuncia y que un creyente cristiano debe transmitir. Incluso puede garantizarles a quienes todo les va mal en la vida que sus miserias, sus defectos, sus opciones de muerte no serán capaces de derrotar al Amor de Cristo.

Hay que aclarar la segunda imagen, la de las ovejas, ya que puede provocar cierta incomodidad. ¿Quiénes son la manada que va tras el ‘Buen Pastor’? Algunos quizás respondan espontáneamente: los laicos que dócilmente aceptan y practican todas las normas establecidas por el clero. Los pastores son, por tanto, la jerarquía de la Iglesia, mientras que las ovejas serían los simples fieles. No es así: El único Pastor es Cristo, porque, como hemos señalado en la segunda lectura, Cristo es el Cordero que ha sacrificado su propia vida. Sus ovejas son aquellos que tienen el coraje de seguirlo en este regalo de la vida. El Pastor es entonces un cordero que comparte con todos la suerte del rebaño.

Hay otra idea errónea que debe corregirse es la de identificar a todos los bautizados con el rebaño de Cristo. Hay áreas grises en la Iglesia que se excluyen del Reino de Dios, ya que prosperan en el pecado, mientras que hay enormes márgenes, más allá de los confines de la Iglesia, que caen dentro del Reino de Dios porque el Espíritu está trabajando allí. La acción del Espíritu se manifiesta en el impulso del don de la vida al hermano o hermana: “El que vive en el amor, vive en Dios y Dios en él” (1 Jn 4,16). El que, sin conocer a Cristo, se sacrifica por los pobres, practica la justicia, la hermandad, el intercambio de bienes, la hospitalidad, la lealtad, la sinceridad, el rechazo a la violencia, el perdón de los enemigos, el compromiso con la paz, puede ser discípulo del Buen Pastor. Esto debería hacer pensar a tantos cristianos que están revolcándose en la complacencia de sí mismos que eventualmente podría estar envueltos en trágicas ilusiones. El Pastor puede un día, inesperadamente, decir a algunos: “No sé de dónde son ustedes” (Lc 13,25).

El sentirse seguros, la desconfianza contra los miembros de otras religiones y los prejuicios hacia los no creyentes están todavía tan profundamente arraigados y son tan perniciosos como el falso pacifismo. ¿Cómo se puede llegar a ser parte de la grey que sigue a Jesús? ¿Qué ocurre con las ovejas que son fieles a Él? El evangelio de hoy dice que no somos nosotros los que tomamos la iniciativa de seguirlo. Él es el que llama: “Mis ovejas oyen mi voz y yo las conozco y ellas me siguen” (v. 27).

Los discípulos de Jesús viven en este mundo, entre la gente. Escuchan muchas llamadas e incluso reciben mensajes engañosos. Hay muchos que se hacen pasar por pastores, que prometen la vida, el bienestar, la felicidad e invitan a la gente a seguirlos. Es fácil ser engañado por charlatanes. En medio de muchas voces, ¿cómo se puede reconocer la voz del verdadero Pastor? Es necesario acostumbrar el oído. Al que oye a una persona solo durante cinco minutos, y después de un año no lo oye más, le resultará difícil distinguir su voz entre la multitud. El que escucha el evangelio solo una vez al año, no aprende a reconocer la voz del Señor que habla.

No es fácil confiar en Jesús porque Él no promete éxito, triunfos, victorias, como hacen los demás pastores. Se pide la entrega de sí mismo, se exige la renuncia al propio provecho, se demanda el sacrificio de la vida… Y, sin embargo, asegura Jesús, este es el único camino que conduce a la vida eterna (vv. 28-29). No hay atajos. Indicar otros caminos es hacer trampa y conducir a la muerte.

El pasaje termina con las palabras de Jesús: “Yo y el Padre somos uno” (v. 30). Esta afirmación un tanto abstracta indica el camino a seguir para lograr la unidad con Dios. Es necesario llegar a ser ‘uno’ con Cristo. Esto significa que uno tiene que lograr la unidad de pensamientos, intenciones y acciones con Él.

Esta afirmación nos hace reflexionar sobre el ministerio de los que son llamados a ‘pastorear’ el rebaño de Cristo. A veces, en la comunidad cristiana, hay una cierta tensión entre los que, con términos no muy exactos, son llamados el clero y los laicos. Algunos dicen que los laicos deben seguir a sus pastores; otros dicen que estos pastores deben estar unidos al pueblo de Dios. Tal vez sea más correcto pensar que todo el pueblo de Dios, laicos y clérigos, juntos, deberían seguir al único Pastor, que es Jesús, y llegar a ser, con Él, uno con el Padre.

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Buen Pastor y Cordero sacrificado: modelos de Misión
Romeo Ballan, mccj

El cuarto domingo de Pascua se llama, tradicionalmente, el Domingo del Buen Pastor, porque el pasaje del Evangelio se toma del capítulo X de Juan, en el cual Jesús se presenta como el verdadero pastor del pueblo. Para el evangelista Lucas, Jesús es el buen pastor que va en busca de la oveja descarriada, se la carga sobre los hombros, convoca a los amigos para una fiesta… (Lc 15,4-7): es un pastor con corazón misericordioso. Esta imagen llena de ternura se completa con la de Juan, el cual presenta a un pastor atento y enérgico en defender las ovejas de los ladrones y de los animales feroces, decidido a luchar hasta dar su vida por el rebaño.

El Buen Pastor es la primera imagen introducida por los cristianos, ya desde el s. III, en las catacumbas, para representar a Jesucristo, muchos siglos antes del crucifijo. La razón de esta antigüedad radica en la riqueza bíblica de la imagen del pastor (cfr. Éxodo, Ezequiel, Salmos…), con el cual Jesús se ha identificado y que Juan (cap. X) ha leído en clave mesiánica. Abundan, en efecto, las expresiones que describen la vida y las relaciones entre el pastor y las ovejas: entrar-salir, conocer, llamar-escuchar, abrir, conducir, caminar-seguir, perecer-arrebatar, dar la vida… Hasta la identificación plena de Jesús con el buen pastor que entrega su vida por las ovejas (v. 11.28). El texto griego emplea aquí un sinónimo, el “pastor hermoso” (v. 11.14), es decir, bueno, perfecto, que une en sí la perfección estética y ética. ¡Es el pastor por excelencia!

Jesús nos confirma obstinadamente que su iniciativa de salvar a las ovejas tendrá éxito: “no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano… nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre” (v. 28-29). Esta certeza no se funda en la bondad y fidelidad de las ovejas, sino en el amor gratuito de Cristo, que es más fuerte que las miserias humanas. Él no renuncia a ninguna oveja, aunque se hayan alejado o no le conozcan: todas deben entrar por la puerta que es Él mismo (v. 7), porque Él es la única puerta, el único salvador. Él ofrece su vida por todos: Él tiene también otras ovejas a las que debe recoger, hasta formar un solo rebaño con un solo pastor (v. 16). La misión de la Iglesia se mueve con estos parámetros de universalidad: vida entregada por todos, vida en abundancia, la perspectiva del único rebaño… Aunque el rebaño es numeroso, nadie sobra, nadie queda perdido en el anonimato; las relaciones son personales: el pastor conoce a sus ovejas, las llama a cada una por su nombre (v. 3) y ellas lo escuchan y le siguen (v. 27).

Para Juan, la buena noticia de la Pascua es doble: Cristo es el ‘Buen Pastor con el corazón traspasado’, del cual mana la vida para “una muchedumbre inmensa” y multiforme, que nadie podría contar (II lectura); y Cristo es también el Cordero sacrificado, en cuya sangre todos hallan purificación y consuelo en la gran tribulación (v. 14). En su contemplación en la isla de Patmos (Ap 1,9), Juan llega a la identificación entre el Cordero y el Pastor, que conduce “hacia fuentes de aguas vivas” (v. 17). La vida sin hambre, ni sed, ni lágrimas (v. 16-17) será un día una realidad; pero de momento queda como una promesa en el horizonte, una palabra segura que se cumplirá. Cordero y Pastor son dos símbolos relacionados, que se complementan. Jesús es Buen Pastor, porque es Cordero sacrificado para dar vida al pueblo; es Pastor bueno, porque antes es Cordero manso, siervo disponible. Esta identificación tiene una validez inagotable también para nosotros hoy. Todos nosotros somos un poco pastores y un poco ovejas; seremos pastores buenos mientras seamos corderos mansos y siervos disponibles para la vida del rebaño.

Jesús es pastor y cordero, porque tuvo misericordia, se hizo cargo de la grey; la calidad de nuestra vida se mide con nuestra capacidad de hacernos cargo de los demás. El cristiano está llamado a amar y servir al que pasa necesidad y anunciar el Evangelio de Jesús, aunque sea entre oposiciones y resistencias, siempre con la certeza que ha sostenido a Pablo (I lectura) de estar llamado a ser luz para las nacioneshasta el extremo de la tierra (v. 47). Siguiendo el ejemplo de Pablo y contemplando al Buen Pastor, se entiende el llamado de la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. La vocación de especial consagración (sacerdocio, vida consagrada, vida misionera, servicios laicales…) se fortalece en la experiencia personal de sentirse amado y llamado por Alguien. Sentirte en el corazón de Dios te hace sentir con vida, te da seguridad, te hace sentir hijo y hermano, te hace apóstol. Te abre el corazón al mundo entero.

III Domingo de Pascua. Año C

A orillas del lago se respira aire fresco de universalidad y de misión en el mundo. El tercer encuentro de Jesús resucitado con un grupo de discípulos (Evangelio) no tiene lugar en el Cenáculo de Jerusalén, con las puertas cerradas, sino al aire libre, a orillas del lago de Galilea, en una mañana de primavera. El evangelista describe el hecho de esa pesca milagrosa post-pascual y la misión que Jesús confía a Pedro con el lenguaje propio de la experiencia mística, con rica simbología y con detalles de una profunda afectividad.
¿Me amas más que estos?
P. Enrique Sánchez G., mccj

“Después de almorzar le pregunto Jesús a Simón Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?. Él le contestó: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Apacienta mis corderos”. Por segunda vez le preguntó: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”. Él le respondió: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Pastorea mis ovejas”. Por tercera vez le preguntó: “Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?”. Pedro se entristeció de que Jesús le hubiera preguntado por tercera vez si lo quería y le contestó: “Señor, tu lo sabes todo; tú bien sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Apacienta mis ovejas. Yo te aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías la ropa e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo extenderás los brazos y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras”. Esto se lo dijo para indicarle con qué género de muerte habría de glorificar a Dios. Después le dijo: “¡Sígueme! ”. (Juan 21, 15 – 19)

En la historia de Pedro es fácil recordar otros momentos en los cuales él manifestó su entusiasmo por seguir a Jesús. En su primer encuentro había dejado todo, su trabajo, su familia, el mundo que le era conocido y, sin saber muy bien dónde se metía, había seguido a Jesús por todas partes. Nunca lo dejaría, aunque hubiese habido momentos de crisis, de dudas, de incomprensiones y seguramente de desilusiones.

Pedro le había dicho a Jesús que él estaba dispuesto a darlo todo, incluso la vida, por estar con él y por seguirlo como buen discípulo.

Le había asegurado al Señor que jamás lo abandonaría y se arriesgó a luchar por él cuando en el huerto de los Olivos le había cortado una oreja a uno de los que habían ido a atrapar a Jesús.

Ese Pedro, lleno de sí mismo, es el mismo que antes de la pasión le había prometido a Jesús que jamás lo abandonaría. Y fue el mismo que, viendo lo que estaba pasando con Jesús, no tuvo el valor de cumplir su palabra y acabo negándolo tres veces ante los sirvientes del palacio.

Pedro es el discípulo que por primero corrió a la tumba vacía para convertirse en en testigo del resucitado y fue luego el que con valentía y sin temor se lanzó a predicar el nombre de Jesús como el Mesías y el Salvador.

Pedro, una vez que recibió el Espíritu Santo, fue el apóstol que ya nadie pudo callar ni parar en su ministerio de testigo de Jesús.

Ciertamente sus discursos, tal como aparecen en los Hechos de los apóstoles, eran coherentes y llenos de fuerza, pero lo más impactante era su testimonio personal, su convicción expresada en signos, en hechos que cambiaban su vida y la de los demás.

Hacía los mismos milagros que había visto realizar a su maestro, porque anunciaba la palabra y actuaba en el nombre de Jesús. Su cariño por Jesús lo había llevado a identificarse totalmente con él, y como dirá san Pablo de sí mismo: ya no era Pedro el que vivía, sino el Señor que habitaba en él.

El texto que nos ha regalado la liturgia de la palabra este domingo en nuestras celebraciones eucarísticas nos recuerda otro encuentro que seguramente marcó toda la vida y la obra de Pedro.

El Señor resucitado lo cuestiona sobre el amor que Pedro siente por él. Su primera respuesta esta llena de sí mismo, del Pedro de todos los tiempos que se deja atrapar por sus impulsos generosos y confiados en sí mismo. Claro que te amo, dice Pedro en un primer momento, tal vez sin darse cuenta del contenido de sus palabras. Era el Pedro seguro de sí mismo que no había aprendido la lección después de haber pasado tan cerca de Jesús durante el camino al Calvario.

Es el Pedro que nos permite entender que muchas veces nuestra relación con el Señor la queremos construir pensando en nuestras capacidades, en nuestras cualidades y posibilidades, sin darnos cuenta que se trata de una relación en la cual no somos los protagonistas porque hay siempre alguien que se nos adelanta en hacernos capaces de amar.

El segundo momento en que Jesús interroga a Pedro lo lleva a ser más modesto y a tomar conciencia de que nadie puede acercarse a Dios sino es movido por la gracia que Dios mismo pone en su corazón. Sí, Señor, tú sabes que te amo, pero me doy cuenta de que mi amor deja mucho que desear. Hago mis intentos, pero siempre nos quedamos cortos.

Nos damos cuenta de que nuestro amor por Jesús, algunas veces es condicionado por nuestros intereses y nuestras preocupaciones. Te queremos Jesús en cuanto nos conviene, en la medida en que das respuesta a nuestras necesidades, cuando no nos que da más recurso que acercarnos a ti, porque ya lo hemos intentado todo.

El tercer momento en este encuentro, que es un verdadero encuentro de amor, entre Pedro y Jesús, se nos revela a dónde puede conducir el poner nuestra confianza en el Señor. Sí, Señor, tú sabes que te amo, pero aumenta mí fe.

Esta es la respuesta que Jesús esperaba escuchar de los labios de Pedro, la respuesta que estaba cargada de humildad, de confianza y de abandono.

Sí Señor, quiero amarte con todo mí corazón, pero eso sólo depende de ti, depende de la misericordia que tengas conmigo, depende de la paciencia que estés dispuesto a manifestar por mí.

La última respuesta de Pedro transmite toda la experiencia de quien finalmente ha entendido que no somos nosotros los que escogemos al Señor, sino que es él quien tomará siempre la iniciativa y nos llevará por los caminos que mejor nos convienen.

Jesús en esta historia se manifiesta en toda su ternura y no reprocha a Pedro en ningún momento; al contrario, lo acompaña en su camino de fe y lo va confirmando para que persevere en el amor. Jesús le manifiesta todo su confianza y lo hace responsable de sus ovejas.

Así es como actúa el Señor en nuestras vidas. Continuamente nos está invitando a confrontarnos con nuestra capacidad de amarlo. Nos pregunta cuánto hemos sido capaces de ponerlo en el centro de nuestras vidas para dejarlo que sea nuestro guía, la luz que nos conduce y la fuerza que nos sostiene.
El Señor no se asusta de la incapacidad de amarlo que, en algunos momentos, manifestamos y que habla de la fragilidad de nuestra fe.

Una y otra vez nos manifiesta su confianza y su paciencia y nos invita a asociarnos a la misión de apacentar a las ovejas, de hacernos testigos de él en medio de quienes nos rodean.
Jesús nos llama, también a nosotros, y nos pregunta cuánto lo amamos. Nos interpela para que vayamos más lejos en nuestra experiencia de fe y para que nos demos cuenta de que es él quién nos va formando desde dentro y nos llena de su gracia para que podamos decir con humildad: Señor, tú sabes que te amamos, pero necesitamos que aumentes nuestra fe.

Qué el ejemplo de Pedro nos ayude a crear en nuestro interior esa actitud de sencillez y de humildad que nos permita acercarnos cada día más al Señor para dejarlo que nos transforme en auténticos discípulos suyos y en entusiastas misioneros, anunciadores de su amor.

Qué el Señor aumente nuestra fe y nos lleve por caminos de alegría a su encuentro para que podamos anunciarlo con entusiasmo cada día, ahí en donde nos llama a cumplir con nuestra misión.


El encuentro con el Resucitado lleva a la Misión

Hechos 5,27-32.40-41; Salmo 29; Apocalipsis 5,11-14; Juan 21,1-19

Reflexiones
A orillas del lago se respira aire fresco de universalidad y de misión en el mundo. El tercer encuentro de Jesús resucitado con un grupo de discípulos (Evangelio) no tiene lugar en el Cenáculo de Jerusalén, con las puertas cerradas, sino al aire libre, a orillas del lago de Galilea, en una mañana de primavera. El evangelista describe el hecho de esa pesca milagrosa post-pascual y la misión que Jesús confía a Pedro con el lenguaje propio de la experiencia mística, con rica simbología y con detalles de una profunda afectividad. De este modo, es posible captar el mensaje en su globalidad: el retorno ferial a la pesca, el número de siete pescadores, el mar, el hecho de pescar, la noche infructuosa, el amanecer, el Señor en la orilla, la pesca abundante, el fuego para calentar el desayuno, el banquete; y luego, la misión confiada a Pedro tras un sorprendente test sobre el amor, la triple entrega del rebaño, el compromiso de un seguimiento por toda la vida hasta la muerte…

El simbolismo místico enriquece el hecho y favorece una comprensión más plena y universal del mismo. Por ejemplo, si el mar es símbolo de las fuerzas enemigas del hombre, el hecho de pescar y de convertirse en pescadores de hombres (Mc 1,17) significa liberarlos de las situaciones de muerte, y la pesca se convierte en símbolo de la misión apostólica. El éxito de esta misión, aunque muy arriesgada, se ve en los “153 peces grandes” (v. 11). Entre las muchas interpretaciones de este número, cabe subrayar dos: ante todo, la exactitud contable de un testigo ocular, pero, a la vez, el simbolismo del “50 x 3 + 3”, donde el número 50 es símbolo de la totalidad del pueblo y el 3 indica la perfección. Por tanto, ningún pez se escapa. El banquete, al que Jesús invita, alude a la conclusión de la historia de la salvación.

Las diferentes apariciones del Resucitado se pueden catalogar en dos grupos: apariciones de reconocimiento, en las que Jesús quiere, en primer lugar, darse a conocer como viviente; y las apariciones de misión, en las que Jesús confía encargos específicos de inmediata aplicación (vayan a decir a…) o de largo alcance (vayan al mundo entero, hagan discípulos de entre todas las naciones…). De esta manera, se va perfilando gradualmente en los discípulos el alcance universal del acontecimiento ‘resurrección’: el Resucitado (I lectura) es “jefe y salvador” de todos los pueblos (v. 31), y esta Buena Noticia debe anunciarse a todos y en todas partes. Obedeciendo a Dios antes que a los hombres (v. 29). Los discípulos empiezan a realizarlo enseguida en su calidad de testigos de los hechos (v. 32), con valor y alegría, a pesar de sufrir ultrajes “por el nombre de Jesús” (v. 41). A Él, Cordero degollado (II lectura), todas las criaturas del cielo y de la tierra deben rendir honor y alabanza por siempre (v. 12-13).

Pedro y los demás discípulos están plenamente convencidos de ello, porque han experimentado la misericordia del Padre y la ternura del perdón de Jesús. En especial, Pedro el cual, respondiendo a las tres preguntas de Jesús  -“¿me amas?”-  recibe la triple consigna misionera que lo transforma de pecador en pastor de todo el rebaño. Si Pedro ama verdaderamente al Señor, debe aprender a hacerse cargo de los corderos”, de los pequeños, de los últimos, de aquellos que no cuentan, de aquellos que viven entre muchas dificultades. Vivir por los demás es servir, es la nueva regla del amor. El que ama de verdad va, sale, se hace cargo de todas las personas que encuentra en su camino.

La experiencia del Resucitado va más allá de las apariciones iniciales (Evangelio): se prolonga en el reconocimiento de la presencia verdadera y eficaz del Señor en la vida sencilla de cada día. “Jesús se da a conocer por sus gestos: uno, extraordinario  -la pesca milagrosa-;  los demás, muy sencillos y familiares. Ha preparado pan y pescado y los invita amablemente a comer. Toma el pan, se lo da y también el pescado, como ya lo había hecho muchas veces… Los cristianos están llamados a reconocer a Jesús en sus hermanos… a un Jesús que se hace presente en los más pobres, humildes, necesitados: en ellos los cristianos deben reconocer la gloria misteriosa de su Señor y el poder de su acción divina, que cumple prodigios sirviéndose de instrumentos humildes y sencillos” (Albert Vanhoye). Creer en Cristo resucitado nos desafía a vivir la vida diaria como resucitados, en las opciones concretas de cada día, con fe, amor y un creativo compromiso misionero hacia los demás, sembrando por doquier vida, esperanza, misericordia, reconciliación, alegría… (*)

Palabra del Papa

(*) “Juan se dirige a Pedro y dice: «¡Es el Señor!» (v. 7). E inmediatamente Pedro se lanzó al agua y nadó hacia la orilla, hacia Jesús. En aquella exclamación: «¡Es el Señor!», está todo el entusiasmo de la fe pascual, llena de alegría y de asombro, que se opone con fuerza a la confusión, al desaliento, al sentido de impotencia que se había acumulado en el ánimo de los discípulos. La presencia de Jesús resucitado transforma todas las cosas: la oscuridad es vencida por la luz, el trabajo inútil es nuevamente fructuoso y prometedor, el sentido de cansancio y de abandono deja espacio a un nuevo impulso y a la certeza de que Él está con nosotros”.
Papa Francisco
Regina Coeli en el III domingo de Pascua, 10-4-2016

P. Romeo Ballan, MCCJ


Después de cada noche, siempre aparece Jesús vivo

El capítulo 21 de Juan, que leemos hoy, es una especie de epílogo, un segundo final, añadido con posterioridad a la redacción del evangelio mismo. En este epílogo se nos habla de  la misión evangelizadora de la Iglesia, una vez que Jesús había “vuelto al Padre”. Me permito compartirles unos breves comentarios a modo de lectura orante:

Refugiarse en el pasado

La primera parte está construida sobre un relato de Pesca milagrosa (Cfr Lc 5, 1-11). La escena sucede en el lago de Genesaret o Tiberíades, donde Jesús había conocido y llamado a Simón Pedro, Andrés y los hijos del Zebedeo (Santiago y Juan).

Con ello se nos dice que, de alguna manera, los discípulos habían vuelto a un lugar familiar, tanto por su propia familia natural cuanto por su experiencia de “nueva familia” con Jesús. En momentos de confusión y dolor, después de la muerte de Jesús y de su propia infidelidad, los discípulos buscan refugio en experiencias positivas del pasado.

La crisis

Los discípulos reunidos era siete: cinco identificados por su nombre, dos anónimos. ¿Dónde estaban los otros cuatro? Puede que estuvieran ausentes por alguna razón válida o que su crisis fuera más fuerte que la de los otros. El grupo se mantiene razonablemente unido, pero no unánime. ¿No es demasiada pretensión querer que en la Iglesia todo funcione a la perfección, que nadie entre en crisis?

Tenemos que aceptar los límites, las frustraciones y hasta las divisiones. Entre los presentes estaba Tomás, al que en el capítulo anterior se nos había mostrado como dubitativo, a pesar de que en Jn 11, 16 está dispuesto a morir con Lázaro.

El liderazgo de Pedro

Pedro aparece como líder, pero no se impone. Simplemente toma la iniciativa, algo que esperaban los demás. El liderazgo se muestra, no en asumir privilegios o hacer gala de poder, sino en tomar iniciativas que todos están necesitando y esperando. Iniciativas no impuestas sino propuestas.

“Vamos contigo”, dicen los demás. La comunidad se une a la iniciativa, con buen ánimo. Entre ellos reinaba un aprecio y respeto mutuo. Ese ambiente se crea cuando nadie se quiere imponer sobre los demás, cuando se permite que todos se expresen libremente, cuando se crea en el grupo un sentimiento de pertenencia. “Salieron juntos”.

Entre la noche y el día

– “Pero aquella noche no lograron pescar nada”. Los discípulos seguían en la noche, un periodo negativo, en el que nada parecía funcionar. La comunidad, incluso bien avenida, puede encontrarse en tiempo de esterilidad.

– “Al clarear el día”. Si a pesar de no pescar nada, aguantamos toda la noche pescando, en la tarea estéril, aburrida, llegará el amanecer con nuevas esperanzas. Lo preocupante no es la noche, sino nuestra falta de fe, nuestro cansancio, nuestra falta de perseverancia.

– “Se presentó Jesús en la orilla del lago”. En la historia de la Iglesia, después de cada noche, siempre aparece Jesús como lucero del alba. ¿Aparecerá ahora? Hombres de poca fe. La duda no es si aparecerá, sino si lo estamos esperando? “Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿habrá fe sobre la tierra?

– “Pero los discípulos no lo reconocieron”. Lo mismo le pasó a la Magdalena, a los discípulos de Emaús y a los reunidos en el Cenáculo. Es que Jesús, siendo el mismo, tiene ahora una apariencia diferente. Ahora es el Resucitado que, por obra del Espíritu, aparece de maneras diversas. ¿Por dónde aparecerá Jesús después de nuestra noche? ¿Estamos con los ojos abiertos y el corazón disponible para reconocerlo?

– “Echen la red a la derecha” ¿Alguien se preocupa por nosotros? ¿Alguien nos da un consejo? No lo desechemos.

– “Echaron la red y se llenó”. Si sabemos escuchar, si aprendemos, si nos abrimos, se hará el milagro.

– “Es el Señor”. Es el momento de reconocer la presencia del Señor. Llega un momento en el que tenemos que desprendernos de nuestras pequeñas seguridades racionales, hincar la rodilla y adorar la presencia misteriosa y real del Señor.

– “Venid a comer”. Celebrar, gozar de la comunidad, servirse mutuamente, aportar el pescado.
P. Antonio Villarino, MCCJ


SIN JESÚS NO ES POSIBLE
Juan 21, 1-19
José A. Pagola

Aquella noche no cogieron nada. El encuentro de Jesús resucitado con sus discípulos junto al lago de Galilea está descrito con clara intención catequética. En el relato subyace el simbolismo central de la pesca en medio de mar. Su mensaje no puede ser más actual para los cristianos: sólo la presencia de Jesús resucitado puede dar eficacia al trabajo evangelizador de sus discípulos.

El relato nos describe, en primer lugar, el trabajo que los discípulos llevan a cabo en la oscuridad de la noche. Todo comienza con una decisión de Simón Pedro: «Me voy a pescar». Los demás discípulos se adhieren a él: «También nosotros nos vamos contigo». Están de nuevo juntos, pero falta Jesús. Salen a pescar, pero no se embarcan escuchando su llamada, sino siguiendo la iniciativa de Simón Pedro.

El narrador deja claro que este trabajo se realiza de noche y resulta infructuoso: «aquella noche no cogieron nada». La «noche» significa en el lenguaje del evangelista la ausencia de Jesús que es la Luz. Sin la presencia de Jesús resucitado, sin su aliento y su palabra orientadora, no hay evangelización fecunda.

Con la llegada del amanecer, se hace presente Jesús. Desde la orilla, se comunica con los suyos por medio de su Palabra. Los discípulos no saben que es Jesús. Sólo lo reconocerán cuando, siguiendo dócilmente sus indicaciones, logren una captura sorprendente. Aquello sólo se puede deber a Jesús, el Profeta que un día los llamó a ser “pescadores de hombres”.

La situación de no pocas parroquias y comunidades cristianas es crítica. Las fuerzas disminuyen. Los cristianos más comprometidos se multiplican para abarcar toda clase de tareas: siempre los mismos y los mismos para todo. ¿Hemos de seguir intensificando nuestros esfuerzos y buscando el rendimiento a cualquier precio, o hemos de detenernos a cuidar mejor la presencia viva del Resucitado en nuestro trabajo?

Para difundir la Buena Noticia de Jesús y colaborar eficazmente en su proyecto, lo más importante no es “hacer muchas cosas”, sino cuidar mejor la calidad humana y evangélica de lo que hacemos. Lo decisivo no es el activismo sino el testimonio de vida que podamos irradiar los cristianos.

No podemos quedarnos en la “epidermis de la fe”. Son momentos de cuidar, antes que nada, lo esencial. Llenamos nuestras comunidades de palabras, textos y escritos, pero lo decisivo es que, entre nosotros, se escuche a Jesús. Hacemos muchas reuniones, pero la más importante es la que nos congrega cada domingo para celebrar la Cena del Señor. Sólo en él se alimenta nuestra fuerza evangelizadora.

AL AMANECER

En el epílogo del evangelio de Juan se recoge un relato del encuentro de Jesús resucitado con sus discípulos a orillas del lago Galilea. Cuando se redacta, los cristianos están viviendo momentos difíciles de prueba y persecución: algunos reniegan de su fe. El narrador quiere reavivar la fe de sus lectores.

Se acerca la noche y los discípulos salen a pescar. No están los Doce. El grupo se ha roto al ser crucificado su Maestro. Están de nuevo con las barcas y las redes que habían dejado para seguir a Jesús. Todo ha terminado. De nuevo están solos.

La pesca resulta un fracaso completo. El narrador lo subraya con fuerza: “Salieron, se embarcaron y aquella noche no cogieron nada”. Vuelven con las redes vacías. ¿No es ésta la experiencia de no pocas comunidades cristianas que ven cómo se debilitan sus fuerzas y su capacidad evangelizadora?

Con frecuencia, nuestros esfuerzos en medio de una sociedad indiferente apenas obtienen resultados. También nosotros constatamos que nuestras redes están vacías. Es fácil la tentación del desaliento y la desesperanza. ¿Cómo sostener y reavivar nuestra fe?

En este contexto de fracaso, el relato dice que “estaba amaneciendo cuando Jesús se presentó en la orilla”. Sin embargo, los discípulos no lo reconocen desde la barca. Tal vez es la distancia, tal vez la bruma del amanecer, y, sobre todo, su corazón entristecido lo que les impide verlo. Jesús está hablando con ellos, pero “no sabían que era Jesús”.

¿No es éste uno de los efectos más perniciosos de la crisis religiosa que estamos sufriendo? Preocupados por sobrevivir, constatando cada vez más nuestra debilidad, no nos resulta fácil reconocer entre nosotros la presencia de Jesús resucitado, que nos habla desde el Evangelio y nos alimenta en la celebración de la cena eucarística.

Es el discípulo más querido por Jesús el primero que lo reconoce:”¡Es el Señor!”. No están solos. Todo puede empezar de nuevo. Todo puede ser diferente. Con humildad pero con fe, Pedro reconocerá su pecado y confesará su amor sincero a Jesús: ”Señor, tú sabes que te quiero”. Los demás discípulos no pueden sentir otra cosa.

En nuestros grupos y comunidades cristianas necesitamos testigos de Jesús. Creyentes que, con su vida y su palabra nos ayuden a descubrir en estos momentos la presencia viva de Jesús en medio de nuestra experiencia de fracaso y fragilidad. Los cristianos saldremos de esta crisis acrecentando nuestra confianza en Jesús. Hoy no somos capaces de sospechar su fuerza para sacarnos del desaliento y la desesperanza.
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II Domingo de Pascua. Año C

¡Señor mío y Dios mío!
P. Enrique Sánchez, mccj

“Al anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”. Dicho esto, les mostró las manos y el costado.
Cuando los discípulos vieron al Señor, se llenaron de alegría. De nuevo les dijo Jesús: “La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo”. Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban al Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar”.
Tomás, uno de los Doce, a quien llamaban el Gemelo, no estaba con ellos cuando vino Jesús, y los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”. Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y si no meto mi dedo en los agujeros de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”.
Ocho días después, estaban reunidos los discípulos a puerta cerrada y Tomás estaba con ellos. Jesús se presento de nuevo en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”. Luego dijo a Tomás: “Aquí están mis manos; acerca tu dedo. Trae acá tu mano, métela en mi costado y no sigas dudando, sino cree”. Tomás le respondió : “¡Señor mio y Dios mio!”. Jesús añadió: “Tú crees porque me has visto; dichosos los que creen sin haber visto”.
Otras muchas señales milagrosas hizo Jesús en presencia de sus discípulos, pero no están escritas en este libro. Se escribieron estas para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre”. (Juan 20, 19 – 31)
Estamos en la octava de Pascua y seguimos celebrando la resurrección del Señor como una fiesta que se prolonga en el tiempo y como un acontecimiento que dura, manteniendo su actualidad.
El Señor está vivo, como lo estuvo desde la madrugada del primer domingo en que las mujeres fueron a buscarlo, al alba, en el sepulcro. Esta es la expresión de fe que nos llena de alegría y confirma nuestra esperanza.

El Evangelio de este domingo nos cuenta uno más de los muchos momentos que la comunidad de los discípulos vivió en aquel largo domingo de la resurrección, con todas las sorpresas y los testimonios de quienes lo iban encontrando vivo. Era de noche y los discípulos estaban atrapados por el miedo, encerrados en el cenáculo, porque no acababan de entender qué había pasado. No salían del asombro y de la confusión que les había creado ver a Jesús acabar sobre la cruz, y en tan sólo unas cuantas horas.
Todo había sucedido demasiado aprisa y seguramente los ánimos de todos aquellos que habían condenado y asesinado a Jesús seguían exaltados.
De ahí el miedo y la necesidad, en cierto modo comprensible, de esconderse para no acabar, de la misma manera que su maestro, en las manos de una turba dispuesta a todo, con tal de hacer desaparecer lo que hiciera referencia a Jesús. Además, como el evangelio lo dice, cuando Pedro y Juan habían llegado al sepulcro, al parecer, ninguno había entendido qué significaba que Jesús hubiese resucitado.
Y ver a Jesús aparecer de pronto ante ellos, simplemente era algo que no les cabía en la cabeza, aunque seguramente su corazón latía más fuerte que de costumbre. La comunidad de los discípulos y los apóstoles estaba viviendo un momento de gran turbación y Jesús viene a su encuentro ofreciéndoles el don de la paz. Por tres veces les invitará a permanecer serenos.
La paz en el corazón es el primer regalo de Jesús resucitado a sus discípulos. No hay motivo para vivir en el miedo. Yo estoy con ustedes, yo estoy aquí, no los he abandonado y no los abandonaré jamás.
Qué alegre nos resulta, también a nosotros hoy, escuchar ese saludo que nos brinda Jesús ofreciéndonos el don de su paz.
La paz que nos permite poner en su lugar nuestras preocupaciones. La paz que nos libera de las ansiedades que se multiplican en nuestros días por la presión que nos impone un mundo acelerado que no nos deja tomar respiro.
La paz que nos ayuda a vivir el presente agradecidos y libres de la angustia de querer resolver un futuro que todavía no conocemos. La paz que podemos experimentar cuando aceptamos que estamos en buenas manos, cuando ponemos nuestra confianza en el Señor.
La paz que nos libera de nuestros miedos, sobre todo cuando pensamos que somos el centro de nuestras vidas.
Luego, ante la imposibilidad de creer, Jesús les facilita el camino otorgándoles el don del Espíritu Santo. Él será, de ahora en adelante, quien haga posible que se abran los ojos de la fe a los discípulos para poder reconocer en Jesús al Mesías, al Salvador y Redentor que el Padre había prometido. Ya no será Jesús, el maestro a quienes habían seguido por los signos y prodigios que habían visto.
Ahora lo podrán reconocer como Cristo, como el Señor que había vencido a la muerte y continuaba presente para que pudiesen gozar de la vida. El Espíritu será quien llene sus corazones de confianza y valentía para salir de su encierro y convertirse en testigos que nadie podrá detener y que llegarán hasta los confines del mundo.
Pero lo que se había convertido en motivo de alegría para la mayoría, para Tomás seguía siendo un reto, un desafío que no lo dejaba dar el último paso. Él se había quedado atorado en sus criterios muy humanos que todo lo quieren controlar y manipular a su antojo. Él tenía necesidad de tocar y de verificar todo, quería tener la certeza muy humana que le permitiera satisfacer su razón y responder a sus convicciones e ideas.
Pero ante el resucitado eso no funciona. Ante la presencia de Jesús Resucitado lo único que permite la verdadera comprensión de lo que está pasando es la fe. Cuántas veces también nosotros nos quedamos a medias del camino porque no logramos dar el paso de la fe en nuestras vidas. Buscamos tener el control de todo y de todos para poder decir que las cosas funcionan bien.
Nos resulta casi imposible aceptar que Dios tiene otros caminos y sigue otros criterios para asegurarnos la vida.
A nosotros nos interesa tocar, poseer, controlar, dominar, tener la mano bien puesta en todo para que nada se escape de nuestro poder.
Queremos ver y tener certezas, seguridad en todo. Y cuando el Señor nos muestra que es él quien va guiando nuestros pasos y el rumbo de nuestra vida. Cuando las situaciones de nuestra vida nos obligan a caer en la cuenta de que muchas cosas se han realizado en nuestra vida porque Dios lo permitió, entonces, como Tomás decimos: Señor mio y Dios mio.
Y el Señor es tan paciente que, como a Tomás, nos dice una y muchas veces: ven y toca con tu mano. No seas incrédulo.
Son muchos los signos de su presencia y de su cercanía, pero tenemos que educarnos para aprender a percibir, a descubrir y a sentir esa presencia que está muchas veces más allá de lo que podríamos considerar lo inmediato de nuestra existencia.
Cuando decimos que Jesús está vivo, no se puede tratar sólo de una afirmación construida con unas cuantas palabras que nos resultan tener sentido.

Confesar que Jesús está vivo es decir que lo reconocemos con nuestras propias vidas, con el testimonio y la coherencia de lo que somos y lo que hacemos.
Jesús está vivo es algo que se ve en nuestros estilos de vida, en la manera en que practicamos el Evangelio, en los valores que defendemos y en la alegría que transmitimos a los demás.
Ojalá podamos decir un día que somos de aquellos dichosos que han creído sin haber visto; pero que han abierto su corazón al Señor y lo han sentido vivo y presente en cada instante de nuestra vida.
Entonces, también nosotros, podremos decir que hay muchas otras cosas que quisiéramos compartir de lo que ha hecho el Señor en nosotros y nos alegramos de poder ser hoy testigos para muchos de Jesús, el Señor, que ha resucitado y nos llama a la vida.


La Pascua de Tomás

Juan 20,19-31: “¡Señor mío y Dios mío!”

Hoy, segundo domingo de Pascua, celebramos… la “Pascua de San Tomás”, ¡el apóstol que estaba ausente de la comunidad apostólica el domingo pasado! Este domingo también se llama el “Domingo de la Divina Misericordia”, desde el 30 de abril de 2011, día de la canonización de Sor Faustina por el Papa Juan Pablo II. Mientras alabamos al Señor por su misericordia, le damos las gracias de forma muy especial por el don del Papa Francisco, que ha hecho de la misericordia uno de los “leitmotiv” de su pontificado.

Los temas que nos propone el evangelio son muchos: el domingo (“el primer día de la semana”); la Paz del Resucitado y la alegría de los apóstoles; el “Pentecostés” y la Misión de los apóstoles (según el evangelio de Juan); el don y la tarea confiados a los apóstoles de perdonar los pecados (razón por la que celebramos hoy el “Domingo de la Divina Misericordia”); el tema de la comunidad (¡de la cual Tomás se había ausentado!); pero sobre todo, ¡el tema de la fe! Me limitaré a centrarme en la figura de Tomás.

Tomás, nuestro gemelo

Su nombre significa “doble” o “gemelo”. Tomás ocupa un lugar destacado entre los apóstoles: tal vez por ello se le atribuyeron los Hechos y el Evangelio de Tomás, apócrifos del siglo IV, “importantes para el estudio de los orígenes cristianos” (Benedicto XVI, 27.09.2006).

Nos gustaría saber de quién es gemelo Tomás. Podría ser de Natanael (Bartolomé). De hecho, esta última profesión de fe de Tomás encuentra correspondencia con la primera, hecha por Natanael, al inicio del evangelio de Juan (1,45-51). Además, su carácter y comportamiento son sorprendentemente similares. Por último, ambos nombres aparecen relativamente cercanos en la lista de los Doce (véase Mateo 10,3; Hechos 1,13; y también Juan 21,2).

Esta incógnita da pie a afirmar que Tomás es “el gemelo de cada uno de nosotros” (Don Tonino Bello). Tomás nos consuela en nuestras dudas de creyentes. En él nos reflejamos y, a través de sus ojos y sus manos, también nosotros “vemos” y “tocamos” el cuerpo del Resucitado. ¡Una interpretación con mucho encanto!

Tomás, ¿un “doble”?

En la Biblia, la pareja de gemelos más famosa es la de Esaú y Jacob (Génesis 25,24-28), eternos antagonistas, expresión de la dicotomía y polaridad de la condición humana. ¿No será que Tomás (¡el “doble”!) lleva dentro de sí el antagonismo de esta dualidad? Capaz, a veces, de gestos de gran generosidad y valentía, y otras veces, incrédulo y terco. Pero, enfrentado con el Maestro, vuelve a surgir su profunda identidad de creyente que proclama la fe con prontitud y convicción.

Tomás lleva dentro a su “gemelo”. El evangelio apócrifo de Tomás subraya esta duplicidad: “Antes erais uno, pero os habéis convertido en dos” (nº 11); “Jesús dijo: Cuando hagáis de los dos uno solo, entonces os convertiréis en hijos de Adán” (nº 105). Tomás es imagen de todos nosotros. También nosotros llevamos dentro ese “gemelo”, inflexible y tenaz defensor de sus ideas, obstinado y caprichoso en su actitud.
Estas dos realidades o “criaturas” (el Adán antiguo y el nuevo) coexisten mal, en contraste, a veces en guerra abierta, en nuestro corazón. ¿Quién no ha experimentado nunca el sufrimiento de esta desgarradora división interior?

Ahora, Tomás tiene el valor de afrontar esta realidad. Permite que se manifieste su lado oscuro, contrario e incrédulo, y lo lleva a enfrentarse con Jesús. Acepta el desafío lanzado por su interioridad “rebelde” que pide ver y tocar… Lo lleva ante Jesús y, ante la evidencia, ocurre el “milagro”. Los dos “Tomás” se convierten en uno solo y proclaman la misma fe: “¡Señor mío y Dios mío!”

Por desgracia, no es lo que nos ocurre a nosotros. Nuestras comunidades cristianas están frecuentadas casi exclusivamente por “gemelos buenos” y sumisos, ¡pero también… pasivos y amorfos! El caso es que no están allí en toda su “integridad”. La parte enérgica, instintiva, el otro gemelo, la que tendría necesidad de ser evangelizada, no aparece en el “encuentro” con Cristo.

Jesús dijo que venía por los pecadores, pero nuestras iglesias están frecuentadas muchas veces por “justos” que… ¡no sienten la necesidad de convertirse! Aquel que debería convertirse, el otro gemelo, el “pecador”, lo dejamos tranquilamente en casa. Es domingo, aprovecha para “descansar” y deja el día al “gemelo bueno”. El lunes, entonces, el gemelo de los instintos y pasiones estará en plena forma para retomar el mando.

Jesús en busca de Tomás

¡Ojalá Jesús tuviera muchos Tomás! En la celebración dominical, es sobre todo a ellos a quienes el Señor sale a buscar… ¡Serán sus “gemelos”! Dios busca hombres y mujeres “reales”, que se relacionen con Él tal como son: pecadores que sufren en su carne la tiranía de los instintos. Creyentes que no se avergüenzan de aparecer con esa parte incrédula y resistente a la gracia. Que no vienen a quedar bien en la “asamblea de los creyentes”, sino a encontrarse con el Médico de la Divina Misericordia y ser curados. ¡Con estos es con quienes Jesús se hace hermano!

El mundo necesita el testimonio de creyentes honestos, capaces de reconocer sus errores, dudas y dificultades, y que no esconden su “duplicidad” tras una fachada de “respetabilidad” farisaica. La misión necesita verdaderamente discípulos que sean personas auténticas y no “de cuello torcido”. ¡Cristianos que miren de frente la realidad del sufrimiento y toquen con sus manos las llagas de los crucificados de hoy!…

¡Tomás nos invita a reconciliar nuestra doblez para celebrar la Pascua!
Palabra de Jesús, según el Evangelio de Tomás (nº 22 y nº 27): “Cuando hagáis que los dos sean uno, y que lo interior sea como lo exterior y lo exterior como lo interior, y lo alto como lo bajo, y cuando hagáis del varón y de la mujer una sola cosa (…) ¡entonces entraréis en el Reino!”

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


NO SEAS INCRÉDULO SINO CREYENTE
Juan 20, 19-31

La figura de Tomás como discípulo que se resiste a creer ha sido muy popular entre los cristianos. Sin embargo, el relato evangélico dice mucho más de este discípulo escéptico. Jesús resucitado se dirige a él con unas palabras que tienen mucho de llamada apremiante, pero también de invitación amorosa: «No seas incrédulo, sino creyente». Tomás, que lleva una semana resistiéndose a creer, responde a Jesús con la confesión de fe más solemne que podemos leer en los evangelios: «Señor mío y Dios mío».

¿Qué ha experimentado este discípulo en Jesús resucitado? ¿Qué es lo que ha transformado al hombre hasta entonces dubitativo y vacilante? ¿Qué recorrido interior lo ha llevado del escepticismo hasta la confianza? Lo sorprendente es que, según el relato, Tomás renuncia a verificar la verdad de la resurrección tocando las heridas de Jesús. Lo que le abre a la fe es Jesús mismo con su invitación.

A lo largo de estos años, hemos cambiado mucho por dentro. Nos hemos hecho más escépticos, pero también más frágiles. Nos hemos hecho más críticos, pero también más inseguros. Cada uno hemos de decidir cómo queremos vivir y cómo queremos morir. Cada uno hemos de responder a esa llamada que, tarde o temprano, de forma inesperada o como fruto de un proceso interior, nos puede llegar de Jesús: «No seas incrédulo, sino creyente».

Tal vez, necesitamos despertar más nuestro deseo de verdad. Desarrollar esa sensibilidad interior que todos tenemos para percibir, más allá de lo visible y lo tangible, la presencia del Misterio que sostiene nuestras vidas. Ya no es posible vivir como personas que lo saben todo. No es verdad. Todos, creyentes y no creyentes, ateos y agnósticos, caminamos por la vida envueltos en tinieblas. Como dice Pablo de Tarso, a Dios lo buscamos «a tientas».

¿Por qué no enfrentarnos al misterio de la vida y de la muerte confiando en el Amor como última Realidad de todo? Ésta es la invitación decisiva de Jesús. Más de un creyente siente hoy que su fe se ha ido convirtiendo en algo cada vez más irreal y menos fundamentado. No lo sé. Tal vez, ahora que no podemos ya apoyar nuestra fe en falsas seguridades, estamos aprendiendo a buscar a Dios con un corazón más humilde y sincero.

No hemos de olvidar que una persona que busca y desea sinceramente creer, para Dios es ya creyente. Muchas veces, no es posible hacer mucho más. Y Dios, que comprende nuestra impotencia y debilidad, tiene sus caminos para encontrarse con cada uno y ofrecerle su salvación.
José A. Pagola
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La figura de Tomás

Este día se conmemora la aparición de Cristo a sus discípulos en la tarde del domingo después de Pascua. También recuerda la aparición del Señor a sus discípulos ocho días más tarde, cuando San Tomas estaba presente y proclamó “Mi Señor y mi Dios” al ver las manos y el costado de Cristo.

La figura de Tomás, uno de los doce discípulos que aparece en el Evangelio de Juan (Jn 20, 19-31) se ha caracterizado comúnmente por ser signo de la duda, la falta de confianza y la incredulidad.  El evangelista narra la aparición de Jesús resucitado que se coloca en medio de los discípulos saludándoles con un mensaje de paz, y mostrándoles sus manos, su costado traspasado y herido por los clavos de la crucifixión. La escena contiene imágenes y sentimientos encontrados: el resucitado se presenta herido y traspasado por los clavos, su saludo de paz se realiza entre las “heridas abiertas”; al mismo tiempo los discípulos experimentan la alegría de verlo, el envío que Jesús hace a sus discípulos sostenido por el aliento del Espíritu Santo que les comunica poder para perdonar. No obstante, los discípulos sienten miedo y como consecuencia se encierran temiendo vivir el destino de su maestro que venía de ser crucificado. No obstante, este miedo que los “encierra” no impide que el Cristo se haga presente en medio de ellos y les ofrezca una bendición que responda a la necesidad de ese instante: ¡la paz esté con ustedes !

Este pasaje consta de tres perícopas:

  1. (vv. 19-23), Jesús vuelve a los suyos, los libera del miedo que experimentan y los envía a continuar su misión, para lo cual les comunica el espíritu. La comunidad cristiana se constituye alrededor de Jesús vivo y presente.
  2. (vv24-29), relata la incredulidad de Tomás. Tomas no hace caso del testimonio de la comunidad, no busca a Jesús fuente de vida, sino a una reliquia del pasado que pueda constatar palpablemente, Jesús se la concede pero en el seno de la comunidad.
  3. (vv. 30-31). Jesús realizó en presencia de sus discípulos muchas señales. Para que creamos en Él y para que creyendo tengamos vida.

VIVIR SIN HABER EXPERIMENTADO LA RESURRECCIÓN
Muchos de nosotros que nos consideramos creyentes, podemos estar viviendo como los discípulos del evangelio, “al anochecer”, “con las puertas cerradas”,” llenos de miedo”, “temerosos de las autoridades”. Inmersos en la vieja creación; no hemos visto ni experimentado al Resucitado; la humanidad nueva parece ausente de nuestras vidas; nuestra vida puede estar oculta, replegada sin dar testimonio; como si no tuviéramos alegría, perdón y vida para transmitir.

Siendo el “Primer día de la semana”, el primero de la nueva creación, podemos seguir aferrados a lo viejo, a lo de antes. Abramos nuestra mente y nuestro corazón para reconocerlo vivo en medio de nosotros. Pero,  ¿cuál es el signo que me permite reconocerlo en mi vida, en mi comunidad, en mi familia y en la iglesia Hoy?

SIGNOS DE SU PRESENCIA

  1. La donación de la paz. “paz a vosotros”. Ha sido el saludo del resucitado. Cada nuevo día Él se dirige a mí con este mismo saludo.
  2. Soplo creador que infunde aliento de vida. “Soplo sobre ellos”. Al soplar y darles el Espíritu, Jesús confiere a los discípulos la misión de dar vida y los capacita para dicha misión. Con este nuevo aliento de Jesús resucitado, el ser humano es re -creado. Nuestro compromiso por tanto es, el de luchar por una vida más humana, más plena y más feliz.
  3. Experiencia del Perdón. Los discípulos han experimentado al resucitado como alguien que les perdona. Ningún reproche, al abandono, a la cobarde traición, ninguna exigencia para reparar la injuria. El perdón despierta esperanza y energías en quien perdona y en el que es perdonado, es la virtud de la persona nueva de la persona resucitada.
  4. Los estigmas de Jesús. Los estigmas de su amor y sufrimiento por nosotros, son signos de su presencia. Puedo descubrir la presencia del Resucitado, en los que llevan señales de sufrimiento, marginación, pobreza, olvido, exclusión; en los que sufren y dan su vida por crear vida, en los que llevan los estigmas de la marginación por ello. ¡Ahí está el Resucitado!.

El encuentro con Jesús  Resucitado para mí y para ti, debe ser experiencia que reanime nuestra fe y nuestra vida, nos abra horizontes nuevos y nos impulse a anunciar la Buena noticia y a dar testimonio, en un mundo donde existen dudas de fe, división, injusticia y sombras de muerte. También a nosotros, hoy, en este Domingo que san Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina Misericordia, el Señor nos muestra, por medio del Evangelio, sus llagas. Son llagas de misericordia. Es verdad: las llagas de Jesús son llagas de misericordia.

Jesús nos invita a mirar sus llagas, nos invita a tocarlas, como a Tomás, para sanar nuestra incredulidad. Nos invita, sobre todo, a entrar en el misterio de sus llagas, que es el misterio de su amor misericordioso. A través de ellas, como por una brecha luminosa, podemos ver todo el misterio de Cristo y de Dios: su Pasión, su vida terrena –llena de compasión por los más pequeños y los enfermos–, su encarnación en el seno de María. Y podemos recorrer hasta sus orígenes toda la historia de la salvación: las profecías –especialmente la del Siervo de Yahvé–, los Salmos Ley y la alianza, hasta la liberación de Egipto, la primera pascua y la sangre de los corderos sacrificados; e incluso hasta los patriarcas Abrahán, y luego, en la noche de los tiempos, hasta Abel y su sangre que grita desde la tierra. Todo esto lo podemos verlo a través de las llagas de Jesús Crucificado y Resucitado y, como María en el Magnificat, podemos reconocer que «su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (Lc 1,50)
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¡Resucitó!

El primer día después del sábado, estando todavía oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio removida la piedra que lo cerraba. Echó a correr, llegó ala casa en donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo , a quien Jesús amaba, y les dijo: “ Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto”.

Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos iban corriendo juntos , pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó primero al sepulcro, e inclinándose, miró los lienzos puestos en el suelo, pero no entró. En eso llegó también Simón Pedro y entró en el sepulcro. Contempló los lienzos puestos en el suelo y el sudario , que había estado sobre la cabeza de Jesús , puesto no con los lienzos en el suelo, sino doblado en sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo , el,que había llegado primero al sepulcro, y vio y creyó , porque hasta entonces no habían entendido las Escrituras, según las cuales Jesús debía resucitar de entre los muertos”. ( Juan 20, 1-9 )

El sábado, el día más importante de la semana para todo buen judío; el día en que la relación con Dios hacía que todo pasara a segundo término, el día consagrado a Dios de una manera especial. Ese día, de pronto, se ve desplazado y comienza otro día que marcará un antes y un después en la historia de toda la humanidad.

El día después de aquel último sábado que quedó en la memoria de todos como el día que mantuvo a Jesús en la tumba, aquel sábado se recordaría por siempre como el día en que Cristo había acabado con el dominio de la esclavitud y de la muerte. La tumba no había logrado retenerlo y verlo desaparecer entre tantos otros muertos que habían terminado en el dominio de la oscuridad.

En la madrugada del primer domingo en que se celebrará a Jesús resucitado, María Magdalena no salía de su asombro y no acababa de entender qué cosa había pasado. Se encontraba ante el misterio de un sepulcro vacío, un sepulcro que gritaba con su puerta abierta que la muerte no había podido ejercer su dominio sobre Jesús.

Jesús resucitado estaba iniciando una historia nueva, la historia de la salvación, la historia de la vida que llega hasta nuestros días. El milagro de la resurrección no tenía nada de espectacular, no había nada de mágico, como muchos hubiesen querido que sucediera para demostrar el poder de Jesús.

María Magdalena se encuentra con un sepulcro vacío, se encuentra con algo que la obliga a dejar a un lado todas sus ideas, sus ilusiones y sus sentimientos. Ella había llegado hasta el sepulcro con el deseo de recuperar a un cadáver, deseando manifestar su dolor a un muerto, pero eso no será posible. El vacío del sepulcro la obliga a una conversión de su corazón, de sus ideas y al final, de toda su vida. El sepulcro vacío obliga a buscar a Jesús en otra parte. Él no se encuentra entre los muertos, él no se ha quedado en el interior de una tumba oscura y fría. Él sigue estando vivo y más vivo que nunca, él ha resucitado. María Magdalena iba en búsqueda del Jesús que había conocido en los días más difíciles de su existencia y que le había cambiado la vida. Le había devuelto su dignidad y había hecho de ella una discípula dispuesta a seguirlo hasta el final de sus días.

Aquel sepulcro vacío la estaba obligando a ir más lejos, la estaba llevando a tomar conciencia de que Jesús sería, a partir de aquel día, el centro y la razón de su vida. El hombre que la había sacado de sus miserias era ahora la presencia viva que transformaría su vida haciéndola testigo de algo que no podía decir con sus palabras y que ciertamente no podía estar en un sepulcro que había sido destinado a quedar vacío.

El mensaje de aquel sepulcro vacío decía con claridad que a Jesús no había que buscarlo entre los muertos; había que descubrirlo vivo entre los vivos. De ahí la urgencia de ir corriendo a comunicar la noticia de lo que los ojos no habían visto, pero que ciertamente el corazón había sentido.

“No sabemos en donde lo han puesto”, es el grito lleno de angustia que abrirá camino para que se comprenda que Jesús ha dejado de estar en un lugar para que lo pudiésemos descubrir y encontrar en nuestras vidas. Jesús no está en un lugar, ahora está presente en todas partes, en cualquier lugar en donde exista alguien dispuesto a recibirlo y a reconocerlo como el Señor de su vida.

Ante los signos de la resurrección, es decir, la tumba vacía, el sudario y los lienzos doblados dentro de la tumba, los ojos de los primeros testigos permanecen ciegos e incapaces de penetrar el misterio que ha acontecido.

El mismo evangelio dice que “no habían entendido las escrituras”. No fueron los años pasados junto a Jesús, ni el haber visto tantos signos y prodigios; no fueron los Milagros los que permitieron que los discípulos reconocieran a Jesús como el Mesías. Había que entrar en aquel sepulcro vacío para que se les pudieran abrir los ojos del entendimiento y del corazón.

También nosotros hoy estamos confrontados ante ese misterio para poder hacer la experiencia de Jesús como presencia viva que habita en nosotros y nos quiere llevar a descubrirlo como fuente de libertad y de vida. Pero, nosotros como los primeros testigos de la resurrección, tenemos la necesidad de cambiar nuestras ideas y purificar nuestras convicciones con respecto al Resucitado.

Tenemos necesidad de creer y de hacer una profunda experiencia de fe para superar las ideas que hacen que vivamos la Resurrección como algo en lo que creemos, pero no tanto, pues seguimos apostándole a lo que nos da seguridad y a aquello que podemos mantener bajo nuestro control.

Creer en Jesús resucitado significa vivir con la convicción de que él se está ocupando de nuestras vidas y que no hay motivo para que dudemos de él o que vivamos en la desconfianza, queriendo, muchas veces, decirle a Dios cómo tiene que guiar nuestra historia.

Vivir la Resurrección nos empuja a correr, como los primeros discípulos, para llevar a otros esa buena noticia que nos cambió la vida y que nos comprometió en la construcción de un mundo más justo, más fraterno o simplemente más humano.

Darnos cuenta de que Jesús ha resucitado necesariamente se transforma en un compromiso y en un estilo de vida que nos obliga a salir de nuestros conformismos, de nuestros cristianismos cómodos y aburguesados, de nuestras experiencias religiosas insípidas que han hecho de nosotros cristianos tibios que no logran contagiar a los demás la belleza de Jesús. Entender y aceptar a Jesús resucitado, sin duda, hace de cada uno de nosotros testigos misioneros que sienten la necesidad de decir con la propia vida que el Señor nos ha transformado.

No busquemos a Jesús entre las tumbas de nuestro mundo, dejémonos interpelar por la tumba vacía, para que llenos de fe podamos entender que el misterio de la resurrección se convierte en la buena noticia que nos anuncia que Jesús está vivo en cada uno de nosotros cuando aceptamos el riesgo de entregarle con confianza todo lo que somos y aquello que anhelamos.

Ojalá que todos encontremos ese sepulcro vacío y a Jesús esperándonos en lo más profundo de nuestros corazones, simplemente amándonos.

P. Enrique Sánchez G. Mccj


Vigilia  Pascual y
Domingo de Resurrección (ciclo C)
Lucas 24, 1-12
Lectio divina 
CELEBRAMOS LA VIDA
Fray Marcos

La Vigilia Pascual es la liturgia más importante de todo el año. Celebramos la VIDA que en la experiencia pascual descubrieron los discípulos en su maestro Jesús. Los símbolos centrales de la celebración son el fuego y el agua, porque son los dos elementos imprescindibles para que pueda surgir la vida biológica. La vida biológica es el mejor símbolo que nos puede ayudar a entender lo que es la Vida trascendente. Las realidades trascendentes no pueden percibirse por los sentidos, por eso tenemos que hacerlas presentes por medio de signos que provoquen en nuestro interior la presencia de la Vida. Esa Vida ya está en nosotros.

El recordar nuestro bautismo apunta a lo mismo. Jesús dijo a Nicodemo que había que nacer de nuevo del agua y del Espíritu. Este mensaje es pieza clave para descubrir de qué Vida estamos hablando. En el prólogo del evangelio de Jn dice: “En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres”. Estamos recordando esa Vida y esa luz en la humanidad de Jesús. Al desplegar la misma Vida de Dios, durante su vida terrena, nos abrió el camino de la plenitud a la que todos podemos acceder. En todos y cada uno de nosotros está ya esa Vida.

Lo que estamos celebrando esta noche es la llegada de Jesús a esa meta. Jesús, como hombre, alcanzó la plenitud de Vida. Posee la Vida definitiva que es la Vida de Dios. Esa vida ya no puede perderse porque es eterna. Podemos seguir empleando el término “resurrección”, pero debemos evitar el aplicarla inconscientemente a la vida biológica y psicológica, porque es lo que nosotros podemos sentir, es decir, descubrir por los sentidos. 

Pero lo que hay de Dios en Jesús no se puede descubrir mirando, oyendo o palpando. Ni vivo ni muerto ni resucitado, puede nadie descubrir lo que hay en él de Dios. Tampoco puede ser el resultado de alguna demostración lógica. Lo divino no cae dentro del objeto de nuestra razón. A la convicción de que Jesús está vivo, no se puede llegar por razonamientos. Lo divino que hay en Jesús, y por lo tanto su resurrección, solo puede ser objeto de fe. Lo mismo nosotros, solo a través de la vivencia personal podemos comprender la resurrección.

Creer en la resurrección exige haber pasado de la muerte a la vida. Por eso tiene en esta vigilia tanta importancia el recuerdo de nuestro bautismo. Jesús murió a lo terreno y caduco, al egoísmo, y nació a la verdadera Vida, la divina. Creemos que hemos sido bautizados un día a una hora determinada y que allí se realizó un milagro que permanece por sí mismo. Para descubrir el error, hay que tomar conciencia de lo que es un sacramento. Los sacramentos están constituidos por dos realidades: un signo y una realidad significada. El signo es lo que podemos ver, oír, tocar. La realidad significada ni se ve ni se oye ni se palpa,

pero está ahí siempre porque depende de Dios que está fuera del tiempo. En el bautismo, la realidad significada es esa Vida divina que “significamos” para hacerla presente y vivirla.

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Vigilia  Pascual
Lucas 24, 1-12
Lectio divina

Leemos desde el v. 56 del capítulo 23: “Y regresando, prepararon aromas y mirra. Y el sábado descansaron según el precepto.” Nos permite ver cómo las mujeres observaron el reposo, según la ley. Para los cristianos éste sería el último sábado observado según la antigua ley. De ahora en adelante el día del Señor será el primer día de la semana, el día de la resurrección. Aspecto muy importante que, no solo atañe a la tradición familiar como tal sino que es un elemento constitutivo de nuestra vivencia de la fe y por su puesto de la celebración de la fe en comunidad eclesial. (Cf. Mateo 28 1-7; Lucas 24,1; Juan 20, 1. Hc 20, 7: 1 Co 16, 2. Ap 1, 10). Lucas no especifica como Marcos (Mc 16,1), que las mujeres compraron perfumes. Lo habían preparado todo antes del sábado (Lc 23,56). Así este capítulo 24 de Lc comienza resaltando:

V.1 “El primer día de la semana, muy de mañana, fueron al sepulcro llevando los aromas que habían preparado.”

V.2 San Lucas subraya un hecho particular: “Pero encontraron que la piedra había sido retirada del sepulcro,”. Inicia este versículo con la conjunción pero para enfatizar que el sepulcro donde había sido colocado el cuerpo de Jesús no estaba sellado.

V.3 “y entraron, pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús”.
Segunda sorpresa. La tumba vacía evidentemente habla de la resurrección de Jesucristo. Sin embargo, no es tan obvio para las mujeres que se encuentran ante unas circunstancias totalmente inusuales. Por su puesto están consternadas, perplejas…

V.4 “No sabían que pensar de esto, cuando se presentaron ante ellas dos hombres con vestidos resplandecientes”.
Este resplandor de sus vestidos hace parte del contexto de este hecho sin precedentes: la resurrección de un muerto. Se pasa a un plano sobre natural que excede las perspectivas humanas. Esta escena nos transporta a la descripción de Moisés y Elías en la transfiguración en el monte Tabor. También aparecen dos hombres vestidos de blanco en la narración de la ascensión (Hch 1,10). Paralelamente, en San Juan, María Magdalena ve dos ángeles con vestidos blancos, sentados… donde había estado depositado el cuerpo de Jesús (Jn 20,10), presentados, por tanto con figura humana.

Distintos comentaristas sostienen que los dos visitantes angélicos se mencionan por analogía con los testigos humanos: eran necesarios dos para un testimonio válido.

V.5 “Como ellas temiesen e inclinasen el rostro a tierra, les dijeron: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?»”
Era una frase conocida en la literatura rabínica: buscar a los muertos entre los vivos, a la que San Lucas da la vuelta para convertirla en el primer anuncio gozoso de la Resurrección. Ellas inclinaron el rostro. ¿Por qué habrán inclinado el rostro? Sería por miedo o ¿porque recordaron que no hay que mirar de frente las cosas divinas? Objetivamente estaban atónitas. Los hombres las interrogan y a la vez las exhortan a recordar cuanto Jesús mismo les había expuesto e inmediatamente ellas recuerdan sus palabras.

V.6-8 “No está aquí, ha resucitado. Recordad cómo os habló cuando estaba todavía en Galilea, diciendo: “Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores y sea crucificado, y al tercer día resucite. “».Y ellas recordaron sus palabras.”
Por esta razón, regresan para comunicar a todos cuanto les había sucedido. Naturalmente, no era algo que sería aceptado de primera mano. De hecho, Lucas afirma que no les creían y lo consideraban desatinos.

V.9-11. “Regresando del sepulcro, anunciaron todas estas cosas a los Once y a todos los demás.”

“Las que decían estas cosas a los apóstoles eran María Magdalena, Juana y María la de Santiago y las demás que estaban con ellas. Pero todas estas palabras les parecían como desatinos y no les creían.”
Uno de los elementos que Lucas aporta en su evangelio es la presencia de las mujeres en la vida de Jesús (Cf Lc 8 2-3) y, es significativo que en los cuatro evangelios sobresalen las mujeres como testigos de la resurrección del Señor, de sus apariciones, teniendo presente que para los judíos el testimonio de las mujeres no tenía valor jurídico. Sin embargo, constatamos que son ellas quienes permanecen fieles al Maestro hasta la cruz, que son quienes, antes que sus amigos y discípulos van al sepulcro de primeras…

Meditatio
Hemos de hacer una peregrinación interior a nuestro corazón para observar detenidamente cuál es nuestra actitud frente a este hecho que da el sentido a nuestra existencia, el sentido a nuestra fe pues, como dice San Pablo, “si Cristo no resucitó vana es nuestra fe” (1Co 15, 14).

Cuál es nuestra actitud, quizá como la de las mujeres: madrugar para estar con Jesús, buscar todas las ocasiones para escuchar su voz, pues como nos dice la antífona de ingreso en la Eucaristía de hoy I Domingo de Pascua: “He resucitado y estoy siempre contigo”. Siento la alegría profunda de sentir a Jesús resucitado en mi vida, a tal punto que me impulsa a salir, como nos invita continuamente el Papa Francisco. E igualmente, como afirma Madre María Oliva del cuerpo Místico de Cristo, Fundadora de las Religiosas Hijas de la Iglesia: decir a todos que Dios existe y es amor.

Salir y decir que Dios existe y es amor, aunque muchos no nos crean, aunque muchos piensen que son desatinos para la sociedad de hoy, sumergida aún en las tinieblas del error, del pecado.

Contemplatio
Adentrémonos en este momento en el que nos damos cuenta que la piedra del sepulcro de Jesús está corrida, el secpulcro está vacío, su cuerpo no sufrió la corrupción, Él está vivo. Escuchemos a los ángeles que Dios mismo nos envía para recordarnos las palabras de Jesús y comprender aún más este Misterio de nuestra Salvación.

Oratio
En este ambiente de contemplación, dejemos que sea el mismo Espíritu Santo que nos impulsa a alabar a nuestro Padre Dios por haber entregado a su propio Hijo para nuestra salvación. Alabémoslo por tantos hermanos nuestros que han recobrado la vida de gracia por la celebración de los misterios de la vida de Jesús, su Pasión, Muerte y Resurrección. Y todo aquello que desde el secreto podemos comunicarle a Él.

Actio
Pero no nos despidamos del Señor antes de haber formulado estrictamente nuestro compromiso concreto, real para vivir y celebrar la Resurrección del Señor. Digámosle que viviremos como hijos de la Luz, llevándola donde quiera que estemos, disipando las tinieblas que intentan oscurecer la humanidad entera. Y, por supuesto viviendo en la alegría pascual, no solamente en esta cincuentena que la Iglesia nos ofrece del Tiempo Pascual sino durante nuestra vida.

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Domingo de Resurrección
Juan 20, 1-9
ENCONTRARNOS CON EL RESUCITADO
José A. Pagola

Según el relato de Juan, María de Magdala es la primera que va al sepulcro, cuando todavía está oscuro, y descubre desconsolada que está vacío. Le falta Jesús. El Maestro que la había comprendido y curado. El Profeta al que había seguido fielmente hasta el final. ¿A quién seguirá ahora? Así se lamenta ante los discípulos: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».

Estas palabras de María podrían expresar la experiencia que viven hoy no pocos cristianos: ¿Qué hemos hecho de Jesús resucitado? ¿Quién se lo ha llevado? ¿Dónde lo hemos puesto? El Señor en quien creemos, ¿es un Cristo lleno de vida o un Cristo cuyo recuerdo se va apagando poco a poco en los corazones?

Es un error que busquemos «pruebas» para creer con más firmeza. No basta acudir al magisterio de la Iglesia. Es inútil indagar en las exposiciones de los teólogos. Para encontrarnos con el Resucitado, hemos de hacer ante todo un recorrido interior. Si no lo encontramos dentro de nosotros, no lo encontraremos en ninguna parte.

Juan describe, un poco más tarde, a María corriendo de una parte a otra para buscar alguna información. Pero cuando ve a Jesús, cegada por el dolor y las lágrimas, no logra reconocerlo. Piensa que es el encargado del huerto. Jesús solo le hace una pregunta: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿a quién buscas?».

Tal vez hemos de preguntarnos también nosotros algo semejante. ¿Por qué nuestra fe es a veces tan triste? ¿Cuál es la causa última de esa falta de alegría entre nosotros? ¿Qué buscamos los cristianos de hoy? ¿Qué añoramos? ¿Andamos buscando a un Jesús al que necesitamos sentir lleno de vida en nuestras comunidades?

Según el relato, Jesús está hablando con María, pero ella no sabe que es Jesús. Es entonces cuando Jesús la llama por su nombre, con la misma ternura que ponía en su voz cuando caminaban por Galilea: «¡María!». Ella se vuelve rápida: «Rabbuní, Maestro».

María se encuentra con el Resucitado cuando se siente llamada personalmente por él. Es así. Jesús se nos revela lleno de vida, cuando nos sentimos llamados por nuestro propio nombre y escuchamos la invitación que nos hace a cada uno. Es entonces cuando nuestra fe crece.

No reavivaremos nuestra fe en Cristo resucitado alimentándolo solo desde fuera. No nos encontraremos con él, si no buscamos el contacto interior con su persona. Es el amor a Jesús conocido por los evangelios y buscado personalmente en el fondo de nuestro corazón, el que mejor puede conducirnos al encuentro con el Resucitado.

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TRES PROTAGONISTAS INESPERADOS
José Luis Sicre

Una elección extraña

Las dos frases más repetidas por la iglesia en este domingo son: “Cristo ha resucitado” y “Dios ha resucitado a Jesús”. Resumen las afirmaciones más frecuentes del Nuevo Testamento sobre este tema.

Sin embargo, como evangelio para este domingo se ha elegido uno que no tiene como protagonistas ni a Dios Padre, ni a Cristo, ni confiesa su resurrección. Los tres protagonistas que menciona son puramente humanos: María Magdalena, Simón Pedro y el discípulo amado. Ni siquiera hay un ángel. El relato del evangelio de Juan se centra en las reacciones de estos personajes, muy distintas.

María reacciona de forma precipitada: le basta ver que han quitado la losa del sepulcro para concluir que alguien se ha llevado el cadáver; la resurrección ni siquiera se le pasa por la cabeza.

Simón Pedro actúa como un inspector de policía diligente: corre al sepulcro y no se limita, como María, a ver la losa corrida; entra, advierte que las vendas están en el suelo y que el sudario, en cambio, está enrollado en sitio aparte. Algo muy extraño. Pero no saca ninguna conclusión.

El discípulo amado también corre, más incluso que Simón Pedro, pero luego lo espera pacientemente. Y ve lo mismo que Pedro, pero concluye que Jesús ha resucitado.

El evangelio de san Juan, que tanto nos hace sufrir a lo largo del año con sus enrevesados discursos, ofrece hoy un mensaje espléndido: ante la resurrección de Jesús podemos pensar que es un fraude (María), no saber qué pensar (Pedro) o dar el salto misterioso de la fe (discípulo amado).

¿Por qué espera el discípulo amado a Pedro?

Es frecuente interpretar este hecho de la siguiente manera. El discípulo amado (sea Juan o quien fuere) fundó una comunidad cristiana bastante peculiar, que corría el peligro de considerarse superior a las demás iglesias y terminar separada de ellas. De hecho, el cuarto evangelio deja clara la enorme intuición religiosa del fundador, superior a la de Pedro: le basta ver para creer, igual que más adelante, cuando Jesús se aparezca en el lago de Galilea, inmediatamente sabe que “es el Señor”. Sin embargo, su intuición especial no lo sitúa por encima de Pedro, al que espera a la entrada de la tumba en señal de respeto. La comunidad del discípulo amado, imitando a su fundador, debe sentirse unida a la iglesia total, de la que Pedro es responsable.

Las otras dos lecturas: beneficios y compromisos.

A diferencia del evangelio, las otras dos lecturas de este domingo (Hechos y Colosenses) afirman rotundamente la resurrección de Jesús. Aunque son muy distintas, hay algo que las une:

a) las dos mencionan los beneficios de la resurrección de Jesús para nosotros: el perdón de los pecados (Hechos) y la gloria futura (Colosenses);

b) las dos afirman que la resurrección de Jesús implica un compromiso para los cristianos: predicar y dar testimonio, como los Apóstoles (Hechos), y aspirar a los bienes de arriba, donde está Cristo, no a los de la tierra (Colosenses).

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Viernes Santo. La Pasión del Señor

Estaba también con ellos Judas, el traidor
Raniero Cantalamessa

Dentro de la historia divino-humana de la pasión de Jesús hay muchas pequeñas historias de hombres y de mujeres que han entrado en el radio de su luz o de su sombra. La más trágica de ellas es la de Judas Iscariote. Es uno de los pocos hechos atestiguados, con igual relieve, por los cuatro evangelios y por el resto del Nuevo Testamento. La primitiva comunidad cristiana reflexionó mucho sobre el asunto y nosotros haríamos mal a no hacer lo mismo. Tiene mucho que decirnos.

Judas fue elegido desde la primera hora para ser uno de los doce. Al insertar su nombre en la lista de los apóstoles, el ‘evangelista Lucas escribe: «Judas Iscariote que se convirtió (egeneto) en el traidor» (Lc 6, 16). Por lo tanto, Judas no había nacido traidor y no lo era en el momento de ser elegido por Jesús; ¡llegó a serlo! Estamos ante uno de los dramas más sonbríos de la libertad humana.

¿Por qué llegó a serlo? En años no lejanos, cuando estaba de moda la tesis del Jesús «revolucionario», se trató de dar a su gesto motivaciones ideales. Alguien vio en su sobrenombre de «Iscariote» una deformación de «sicariote», es decir, perteneciente al grupo de los zelotas extremistas que actuaban como «sicarios» contra los romanos; otros pensaron que Judas estaba decepcionado por la manera en que Jesús llevaba adelante su idea de «reino de Dios» y que quería forzarle para que actuara también en el plano político contra los paganos. Es el Judas del célebre musical «Jesucristo Superstar» y de otros espectáculos y novelas recientes. Un Judas que se aproxima a otro célebre traidor del propio bienhechor: ¡Bruto que mató a Julio César para salvar la República!

Son todas construcciones que se deben respetar cuando revisten alguna dignidad literaria o artística, pero no tienen ningún fundamento histórico. Los evangelios —las únicas fuentes fiables que tenemos sobre el personaje— hablan de un motivo mucho más a ras de tierra: el dinero. A Judas se le confió la bolsa común del grupo; con ocasión de la unción de Betania había protestado contra el despilfarro del perfume preciosos derramado por María sobre los pies de Jesús, no porque le importaran de pobres —hace notar Juan—, sino porque “era un ladrón y, puesto que tenía la caja, cogía lo que echaban dentro» (Jn 12,6). Su propuesta a los jefes de los sacerdotes es explícita: «¿Cuanto estáis dispuestos a darme, si os lo entrego? Y ellos fijaron treinta siclos de plata» (Mt 26, 15).

Pero ¿por qué extrañarse de esta explicación y encontrarla demasiado banal? ¿Acaso no ha sido casi siempre así en la historia y no es todavía hoy así? Mammona, el dinero, no es uno de tantos ídolos; es el ídolo por antonomasia; literalmente, «el ídolo de metal fundido» (cf. Éx 34,17). Y se entiende el porqué. ¿Quién es, objetivamente, si no subjetivamente (es decir en los hechos, no en las intenciones), el verdadero enemigo, el competidor de Dios, en este mundo? ¿Satanás? Pero ningún hombre decide servir, sin motivo, a Satanás. Quién lo hace, lo hace porque cree obtener de él algún poder o algún beneficio temporal. Jesús nos dice claramente quién es, en los hechos, el otro amo, al anti-Dios: «Nadie puede servir a dos amos: no podéis servir a Dios y a Mammona» (Mt 6,24). El dinero es el «Dios visible»[1], a diferencia del Dios verdadero que es invisible.

Mammona es el anti-dios porque crea un universo espiritual alternativo, cambia el objeto a las virtudes teologales. Fe, esperanza y caridad ya no se ponen en Dios, sino en el dinero. Se opera una siniestra inversión de todos los valores. «Todo es posible para el que cree», dice la Escritura (Mc 9,23); pero el mundo dice: «Todo es posible para quien tiene dinero». Y, en un cierto nivel, todos los hechos parecen darle la razón.

«El apego al dinero —dice la Escritura— es la raíz de todos los males» (1 Tm 6,10). Detrás de cada mal de nuestra sociedad está el dinero o, al menos, está también el dinero. Es el Moloch de bíblica memoria, al que se le inmolaban jóvenes y niñas (cf. Jer 32,35), o el dios Azteca, al que había que ofrecer diariamente un cierto número de corazones humanos. ¿Qué hay detrás del comercio de la droga que destruye tantas vidas humanas, detrás del fenómeno de la mafia y de la camorra, la corrupción política, la fabricación y el comercio de armas, e incluso —cosa que resulta horrible decir— a la venta de órganos humanos extirpados a niños? Y la crisis financiera que el mundo ha atravesado y este país aún está atravesando, ¿no es debida en buena parte a la «detestable codicia de dinero», la auri sagrada fames[2]por parte de algunos pocos? Judas empezó sustrayendo algún dinero de la caja común. ¿No dice esto nada a algunos administradores del dinero público?

Pero, sin pensar en estos modos criminales de acumular dinero, ¿no es ya escandaloso que algunos perciban sueldos y pensiones cien veces superiores a los de quienes trabajan en sus dependencias y que levanten la voz en cuanto se apunta la posibilidad de tener que renunciar a algo, de cara a una mayor justicia social?

En los años 70 y 80, para explicar, en Italia, los repentinos cambios políticos, los juegos ocultos de poder, el terrorismo y los misterios de todo tipo que afligían a la convivencia civil, se fue afirmando la idea, casi mítica, la existencia de un «gran Anciano»: un personaje espabiladísmo y poderoso, que por detrás de los bastidores habría movido fila los hilos de todo, para fines que sólo él conocía. Este «gran Anciano» existe realmente, no es un mito; ¡se llama Dinero!

Como todos los ídolos, el dinero es «falso y mentiroso»: promete la seguridad y, sin embargo, la quita; promete libertad y, en cambio, la destruye. San Francisco de Asís describe, con una severidad inusual en él, el final de una persona que vivió sólo para aumentar su «capital». Se aproxima la muerte; se hace venir al sacerdote. Éste pide al moribundo: «¿Quieres el perdón de todos tus pecados?» , y él responde que sí. Y el sacerdote: «Estás dispuesto a satisfacer los errores cometidos, devolviendo las cosas que has estafado a otros?» Y él: «No puedo». «¿Por qué no puedes?» «Porque ya he dejado todo en manos de mis parientes y amigos». Y así él muere impenitente y apenas muerto los parientes y amigos dicen entre sí: «¡Maldita alma la suya! Podía ganar más y dejárnoslo, y no lo ha hecho!”[3]

Cuántas veces, en estos tiempos, hemos tenido que repensar ese grito dirigido por Jesús al rico de la parábola que había almacenado bienes sin fin y se sentía al seguro para el resto de la vida: «Insensato, esta misma noche se te pedirá el alma; y lo que has preparado, ¿de quién será?» (Lc 12,20)! Hombres colocados en puestos de responsabilidad que ya no sabían en qué banco o paraíso fiscal almacenar los ingresos de su corrupción se encontraron en el banquillo de los imputados, o en la celda de una prisión, precisamente cuando estaban para decirse a sí mismos: «Ahora gózate, alma mía». ¿Para quién lo han hecho? ¿Valía la pena? ¿Han hecho realmente el bien de los hijos y la familia, o del partido, si es eso lo que buscaban? ¿O más bien se han arruinado a sí mismos y alos demás?

La traición de Judas continua en la historia y el traicionado es siempre él, Jesús. Judas vendió al jefe, sus imitadores venden su cuerpo, porque los pobres son miembros de Cristo, lo sepan o no. «Todo lo que hagáis con uno solo de estos mis hermanos más pequeños, me lo habéis hecho a mí» (Mt 25,40). Pero la traición de Judas no continúa sólo en los casos clamorosos que he mencionado. Pensarlo sería cómodo para nosotros, pero no es así. Ha permanecido famosa la homilía que tuvo en un Jueves Santo don Primo Mazzolari sobre «Nuestro hermano Judas». “Dejad —decía a los pocos feligreses que tenía delante—, que yo piense por un momento al Judas que tengo dentro de mí, al Judas que quizás también vosotros tenéis dentro».

Se puede traicionar a Jesús también por otros géneros de recompensa que no sean los treinta denarios de plata. Traiciona a Cristo quien traiciona a su esposa o a su marido. Traiciona a Jesús el ministro de Dios infiel a su estado, o quien, en lugar de apacentar el rebaño que se la confiado se apacienta a sí mismo. Traiciona a Jesús todo el que traiciona su conciencia. Puedo traicionarlo yo también, en este momento —y la cosa me hace temblar— si mientras predico sobre Judas me preocupo de la aprobación del auditorio más que de participar en la inmensa pena del Salvador. Judas tenía un atenunante que yo no tengo. Él no sabía quién era Jesús, lo consideraba sólo «un hombre justo»; no sabía que era el hijo de Dios, como lo sabemos nosotros.

Como cada año, en la inminencia de la Pascua, he querido escuchar de nuevo la «Pasión según san Mateo», de Bach. Hay un detalle que cada vez me hace estremecerme. En el anuncio de la traición de Judas, allí todos los apóstoles preguntan a Jesús: «¿Acaso soy yo, Señor?» «Herr, bin ich’s?» Sin embargo, antes de escuchar la respuesta de Cristo, anulando toda distancia entre acontecimiento y su conmemoración, el compositor inserta una coral que comienza así: «¡Soy yo, soy yo el traidor! ¡Yo debo hacer penitencia!», «Ich bin’s, ich sollte büßen». Como todas las corales de esa ópera, expresa los sentimientos del pueblo que escucha; es una invitación para que también nosotros hagamos nuestra confesión del pecado.

El Evangelio describe el fin horrible de Judas: «Judas, que lo había traicionado, viendo que Jesús había sido condenado, se arrepintió, y devolvió los treinta siclos de plata a los jefes de los sacerdotes y a los ancianos, diciendo: He pecado, entregándoos sangre inocente. Pero ellos dijeron: ¿Qué nos importa? Ocúpate tú. Y él, arrojados los siclos en el templo, se alejó y fue a ahocarse» (Mt 27, 3-5). Pero no demos un juicio apresurado. Jesús nunca abandonó a Judas y nadie sabe dónde cayó en el momento en que se lanzó desde el árbol con la soga al cuello: si en las manos de Satanás o en las de Dios. ¿Quién puede decir lo que pasó en su alma en esos últimos instantes? «Amigo», fue la última palabra que le dirigió Jesús y él no podía haberla olvidado, como no podía haber olvidado su mirada.

Es cierto que, hablando de sus discípulos, al Padre Jesús había dicho de Judas: «Ninguno de ellos se ha perdido, excepto el hijo de la perdición» (Jn 17,12), pero aquí, como en tantos otros casos, él habla en la perspectiva del tiempo no de la eternidad; la envergadura del hecho basta por sí sola, sin pensar en un fracaso eterno, para explicar la otra tremenda palabra dicha de Judas: «Mejor hubiera sido para ese hombre no haber nacido» (Mc 14,21). El destino eterno de la criatura es un secreto inviolable de Dios. La Iglesia nos asegura que un hombre o una mujer proclamados santos están en la bienaventuranza eterna; pero de nadie sabe ella misma que esté en el infierno.

Dante Alighieri, que, en la Divina Comedia, sitúa a Judas en lo profundo del infierno, narra la conversión en el último instante de Manfredi, hijo de Federico II y rey de Sicilia, al que todos en su tiempo consideraban condenado porque murió excomulgado Herido de muerte en batalla, él confía al poeta que, en el último instante de vida, se rindió llorando a quien «perdona de buen grado» y desde el Purgatorio envía a la tierra este mensaje que vale también para nosotros:

Abominables mis pecados fueron mas tan gran brazo tiene la bondad infinita, que acoge a quien la implora [4].

He aquí a lo que debe empujarnos la historia de nuestro hermano Judas: a rendirnos a aquel que perdona gustosamente, a arrojarnos también nosotros en los brazos abiertos del crucificado. Lo más grande en el asunto de Judas no es su traición, sino la respuesta que Jesús da. Él sabía bien lo que estaba madurando en el corazón de su discípulo; pero no lo expone, quiere darle la posibilidad hasta el final de dar marcha atrás, casi lo protege. Sabe a lo que ha venido, pero no rechaza, en el huerto de los olivos, su beso helado e incluso lo llama amigo (Mt 26,50). Igual que buscó el rostro de Pedro tras la negación para darle su perdón, ¡quién sabe como habrá buscado también el de Judas en algún momento de su vía crucis! Cuando en la cruz reza: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34), no excluye ciertamente de ellos a Judas.

¿Qué haremos, pues, nosotros? ¿A quién seguiremos, a Judas o a Pedro? Pedro tuvo remordimiento de lo que había hecho, pero también Judas tuvo remordimiento, hasta el punto que gritó: «¡He traicionado sangre inocente!» y restituyó los treinta denarios. ¿Dónde está, entonces, la diferencia? En una sola cosa: Pedro tuvo confianza en la misericordia de Cristo, ¡Judas no! El mayor pecado de Judas no fue haber traicionado a Jesús, sino haber dudado de su misericordia.

Si lo hemos imitado, quien más quien menos, en la traición, no lo imitemos en esta falta de confianza suya en el perdón. Existe un sacramento en el que es posible hacer una experiencia segura de la misericordia de Cristo: el sacramento de la reconciliación. ¡Qué bello es este sacramento! Es dulce experimentar a Jesús como maestro, como Señor, pero aún más dulce experimentarlo como Redentor: como aquel que te saca fuera del abismo, como a Pedro del mar, que te toca, como hizo con el leproso, y te dice: «¡Lo quiero, queda curado!» (Mt 8,3).

La confesión nos permite experimentar sobre nosotros lo que la Iglesia canta la noche de Pascua en el Exultet: «Oh, feliz culpa, que mereció tal Redentor!» Jesús sabe hacer, de todas las culpas humanas, una vez que nos hemos arrepentidos, «felices culpas», culpas que ya no se recuerdan si no por haber sido ocasión de experiencia de misericordia y de ternura divinas!

Tengo un deseo que hacerme y haceros a todos, Venerables Padres, hermanos y hermanas: que la mañana de Pascua podamos levantarnos y oír resonar en nuestro corazón las palabras de un gran converso de nuestro tiempo:

«Dios mío, he resucitado y estoy aún contigo!
Dormía y estaba tumbado como un muerto en la noche.
Dijiste: «¡Hágase la luz! ¡Y yo me desperté como se lanza un grito! […]
Padre mío que me has generado antes de la aurora, estoy en tu presencia.
Mi corazón está libre y la boca pelada, cuerpo y espíritu estoy en ayunas.
Estoy absuelto de todos los pecados, que confesé uno a uno.
El anillo nupcial está en mi dedo y mi rostro está limpio.
Soy como un ser inocente en la gracia que me has concedido»[5].

Este puede hacer de nosotros la Pascua de Cristo.

  • [1] W. Shakespeare, Timón de Atenas, acto IV, escena 3.
  • [2] Virgilio, Eneida, 3,56-57
  • [3] Cf. S. Francisco, Lettera a tutti i fedeli 12 (Fonti Francescane, 205).
  • [4] Purgatorio, III, 118-123 (Traducción de Luis Martínez de Merlo).
  • [5] P. Claudel, Prière pour le Dimanche matin, en Œuvres poétiques (Gallimard, París 1967) 377.

HEMOS CONTEMPLADO UN AMOR MÁS FUERTE QUE LA MUERTE
Fernando Armellini

El dramático suplicio de la cruz ha inducido frecuentemente a los predicadores del pasado a insistir de un modo excesivo sobre los aspectos cruentos de la Pasión de Jesús. De este tipo de predicación se han derivado imágenes, representaciones populares y algunas devociones en las que se resaltaba la violencia de los golpes de la flagelación, las caídas bajo el peso de la cruz, el sadismo de los soldados.

Este tipo de acercamiento a los textos evangélicos no ha hecho un buen servicio a la comprensión real de los acontecimientos de la Pascua; al contrario, ha contribuido a ofuscar su significado.

Los evangelios se mueven en una perspectiva diferente. Son muy sobrios al referir los horrendos tormentos infligidos a Jesús. Su objetivo no es impresionar o conmover a sus lectores, sino hacer comprender la inmensidad del amor de Dios que se ha revelado en Cristo.

No se detienen en los sufrimientos porque la Pasión que cuentan no es la del sufrimiento sino la del amor.

Quieren mostrarnos que:

“El amor es fuerte como la muerte, la pasión más poderosa que el abismo; sus dardos son dardos de fuego, llamaradas divinas. Las aguas torrenciales no podrán apagar el amor ni extinguirlo los ríos. Si alguien quiere comprar el amor con todas las riquezas de su casa, sería sumamente despreciable” (Cant 8,6-7).

Juan es el más sobrio de los evangelistas al narrar los aspectos cruentos de la Pasión. Omite los detalles humillantes, como los golpes en la cabeza y los escupitajos, y solo alude someramente a la flagelación y a las bofetadas. Su relato, que la liturgia de hoy nos invita a meditar, no narra el camino de Jesús hacía la muerte sino hacia la gloria.

Cristo en la cruz nos hace comprender hasta dónde puede llegar el pecado: nos conduce hasta el punto de hacer irreconocible a una persona. Pero al mismo tiempo Juan nos hace contemplar la respuesta de Dios al pecado: el don de su Espíritu y la resurrección del Santo, del Justo.

Evangelio: Pasión de nuestro Señor Jesucristo según San Juan 18,1–19,42

Los cuatro evangelistas dedican dos capítulos al relato de la Pasión y Muerte de Jesús. Hacen referencia a los mismos dramáticos acontecimientos; substancialmente concuerdan entre sí, aunque la visión de los hechos de cada uno de ellos no sea idéntica y tampoco se puedan reunir en un único relato coherente desde el punto de vista histórico.

La diversidad se debe a la sensibilidad particular de cada evangelista, que hace que algunos episodios sean narrados por uno y omitidos por otros y viceversa. Algunos detalles que, por ejemplo, no aparecen en los sinópticos, son recogidos por Juan.

El objetivo de los evangelistas no era dejarnos una crónica de los hechos, fiel hasta en sus más mínimos detalles, sino alimentar la fe de los creyentes e iluminar sus mentes acerca de los acontecimientos acaecidos durante la Pascua.

La muerte absurda de Jesús había sorprendido enormemente a los discípulos, que no estaban preparados para tal desenlace de la vida del Maestro. Era, pues, normal que se enfrentaran a ciertos interrogantes con los que también nos enfrentamos los hombres y mujeres de hoy, tales como: ¿Esprudente confiar en un derrotado, traicionado y renegado por sus mismos amigos? ¿Tiene sentido tomar como modelo a un hombre considerado blasfemo por las legítimas autoridades religiosas, y condenado al suplicio como un malhechor por el procurador romano? Aun admitiendo que fuera un justo perseguido, surge otra pregunta: ¿Por qué Dios no ha intervenido para defenderlo?

Con su relato de la Pasión, Juan, más que darnos información sobre cómo se desarrollaron los hechos, quiere ayudarnos a comprender el significado de los mismos.

Antes de entrar en detalle sobre el mensaje que el evangelista intenta comunicarnos, es conveniente hacer una pequeña introducción indicando las razones por las que Jesús ha sido condenado a muerte.

A quienes tengan una imagen superficial de su persona, su muerte les parecerá totalmente absurda. ¿Cómo se puede matar a una persona que sana a los enfermos, acaricia y abraza a los niños, ama a los pobres y se hace siervo de todos?

¿Se debe atribuir su muerte a una misteriosa decisión del Padre quien, para perdonar el pecado del hombre, ha creído necesario hacer correr la sangre de un justo? Tal explicación no puede ser ni siquiera tomada en cuenta.

¿Por qué Jesús ha sido crucificado? ¿En qué sentido ha dado la vida por nosotros? ¿De qué esclavitud nos ha liberado, entregándose en manos de los hombres?

La razón de la hostilidad que se desencadena contra él nos la indica claramente Juan desde la primera página de su evangelio: “La luz brilló en las tinieblas y las tinieblas no la comprendieron”(Jn 1,4-5); él era “la luz verdadera que ilumina a todo hombre” (Jn 1,9) pero “los hombresprefirieron las tinieblas a la luz porque sus acciones eran malas” (Jn 3,19).

Algunos rayos de esta luz resplandeciendo en la noche del mundo fueron particularmente intensos y provocadores. Iluminaron los corazones de la gente sencilla colmándolos de alegría y esperanza, pero molestaron a aquellos que preferían actuar en las tinieblas. Cuatro de estos rayos se hicieron particularmente insoportables a los detentores del poder político y religioso de su tiempo.

EL PRIMER RAYO DE LUZ ES PROYECTADO POR JESÚS SOBRE EL ROSTRO DE DIOS

Los líderes espirituales de Israel, olvidándose de las dulces imágenes de Dios Esposo y Padreanunciadas por los profetas, habían conducido al pueblo a creer en un Dios legislador y juez riguroso, pronto a desencadenar represalias y venganzas contra los transgresores de sus mandatos.

Por el contrario, el Dios anunciado por Jesús es Padre y es bueno; no puede ser otra cosa que bueno. Debemos dirigirnos a él con la sencillez y confianza de un niño porque es un Dios que mira con la misma ternura a quien lo escucha y a quien lo rechaza (cf. Mt 5,45); da de comer a los pájaros del cielo y viste a los lirios del campo (cf. Mt 6,25-31); tiene contados los cabellos de nuestra cabeza y conoce nuestras necesidades antes de que comencemos a contárselas (cf. Mt 6, 8ss). De él, nadie, ni siquiera el peor de los pecadores, tiene que tener miedo. “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a sus Hijo único, para que quien crea en él no muera sino tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo sino para que el mundo se salve por medio de él” (Jn 3,16-17).

Nada más subversivo que esta imagen de Dios para la mentalidad de los escribas y fariseos que se habían fabricado un dios a su imagen y semejanza, un dios que no quería saber nada de publicanos y pecadores. Para estos líderes espirituales, Jesús es un loco, un herético (cf. Jn 8,48) y un blasfemo que debe ser lapidado (cf. Jn 8,52; 10,31-39) y quitado de en medio lo más pronto posible, porque constituye un peligro para la fe heredada de los padres, y descarrila al pueblo simple.

EL SEGUNDO RAYO DE LUZ NUEVA ES PROYECTADO SOBRE LA FALSA RELIGIÓN

Existe una práctica religiosa que es expresión de fe auténtica y que comunica serenidad y paz;pero existe también una religiosidad que se reduce a un cúmulo de prácticas exteriores, inventadas por los hombres para alimentar, quizás inconscientemente, la ilusión de una relación auténtica con el Señor. Esta religiosidad cansa, oprime y se convierte en un yugo pesado e insoportable (cf. Mt 11,28-30). Se trata de la religiosidad que reduce la relación con Dios a la observancia escrupulosa de ritos y que termina siempre por hacer del culto un formalismo hipócrita.

Jesús no corrige esta religiosidad ni se limita a denunciar los abusos, sino que la rechaza,proponiendo, a su vez, la adhesión del corazón a Dios. En más de una ocasión ha citado la denuncia de Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí; el culto que me dan es inútil, ya que la doctrina que enseñan son preceptos humanos” (Mc 7,7). Jesús respeta el sábado, pero afirma que el hombre es superior al sábado.

El punto culminante del rechazo por parte de Jesús de esa religiosidad hipócrita es la expulsión de los vendedores del templo. Juan coloca el episodio al comienzo de su evangelio (cf. Jn 2,13-22), porque sintetiza el rechazo del Maestro a las prácticas rituales que no son expresión de una vida de amor. El único culto agradable a Dios es el que se hace “en espíritu y en verdad”.

También este “segundo rayo de luz” ha molestado profundamente a aquellos que preferían la oscuridad a la luz. Del desprecio a Jesús, han pasado a la hostilidad para terminar decidiendo su muerte por interferir en el desarrollo ordenado de sus prácticas religiosas: “Es mejor que muera uno solo por el pueblo…”, ha exclamado Caifás, el sumo sacerdote que presidía las solemnes liturgias del templo (cf. Jn 11,50).

UN TERCER RAYO HA SIDO PROYECTADO SOBRE EL HOMBRE

¿Cuál es el modelo de hombre en nuestra sociedad, el ideal de persona realizada? En tiempos de Jesús los hombres de éxito eran los miembros del Sanedrín, los sacerdotes del templo, los rabinos que gustaban “pasear con largas túnicas, que los saludasen por la calle y tener los primeros puestos en la sinagoga y los primeros asientos en los banquetes” (Mc 12,38-39). Dignos de honor eran Filipo y Antipas, los dos hijos de Herodes el grande, que vivían en espléndidos palacios y eran continuamente homenajeados por sus súbditos.

Para Jesús, aspirar a este éxito y obtenerlo no era un triunfo sino un fracaso: “¿Cómo pueden creer, si viven pendientes del honor que se dan unos a otros?” (Jn 5,44). También Jesús esperaba ser “glorificado” y así lo pide: “Padre, dame gloria junto a ti, la gloria que tenía junto a ti antes de que hubiera mundo” (Jn 17,5). Pero el día glorioso que él esperaba no era aquel en que, montado sobre un asno, recibió el aplauso de un grupo de gente con ocasión de su ingreso en la ciudad santa, sino el día del Calvario. Allí, levantado en la cruz, Jesús finalmente logra mostrar hasta dónde llega el inmenso amor del Padre por el hombre.

“Si el grano de trigo caído en tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que se aferra a la vida la pierde, el que desprecia la vida en este mundo, la conserva para una vida eterna” (Jn 12,24-25).

Es la inversión de todos los valores de este mundo. Para Jesús, el modelo de hombre no es el que triunfa sino el que pierde; no quien domina sino el que sirve; no quien piensa en su propio interéssino el que se sacrifica por los otros.

También este rayo de luz era inaceptable para aquellos a quienes se refirió Jesús en una ocasión,con un toque de ironía: “aman la gloria de los hombres más que la gloria de Dios” (Jn 12,43).

EL CUARTO RAYO DE LUZ HA SIDO PROYECTADO SOBRE LA SOCIEDAD

Vivimos en una sociedad competitiva. Desde pequeños nos van martilleando el cerebro con la idea de que, si no luchamos por sobresalir, corremos el riesgo de ser un don nadie. Eminente (eminencia) es aquel está por encima de los otros, que atrae la atención.

¿Qué rayo proyecta Jesús sobre una sociedad basada en estos valores y principios? Un día, Jesús se sienta, toma un niño, lo coloca en medio y abrazándolo, dice a los Doce: “Quien reciba a uno de estos niños en mi nombre, a mí me recibe. Quien me recibe a mí, no es a mí a quien recibe sino al que me envió” (Mc 9,36-37). En tiempos de Jesús, los niños eran el símbolo de quien nada cuenta en la vida; de quien no tiene valor; de quien depende completamente de los otros; de quien nada produce;de quien solo consume y necesita todo.

En el mundo nuevo, estas personas pasan de la periferia al centro. Para ellas, es el puesto de honor. La comunidad de Jesús “abraza” a los pobres y a los “niños” que tienen necesidad de ayuda para todo, que frecuentemente son considerados como una carga para la vida ordenada de los adultos. Los “abraza” no en el sentido de aceptar pasivamente sus caprichos, favoreciendo su indolencia, sino porque quiere ayudarlos a crecer, a que se conviertan en adultos responsables, autosuficientes, capaces de proyectar y construir la propia vida.

Si la muerte de Jesús ha sido provocada por la luz liberadora que Él ha proyectado en el mundo, entonces, nos preguntamos ¿podría haber sido evitada esta muerte?

Ciertamente que sí. Si se hubiera alejado de Jerusalén como ya lo hiciera en otras ocasiones (cf. Jn 11,54; 7,1; Mt 12,15-16), si hubiera regresado a Nazaret para trabajar como artesano carpintero, dejando que en el mundo todo siguiera como antes de su venida. Si hubiera obrado así, lo hubieran dejado tranquilo con toda seguridad.

Jesús no ha buscado la muerte en la cruz, pero para evitarla habría tenido que apagar la luz que había encendido y renegar de todas sus propuestas y promesas; habría tenido que adecuarse a la mentalidad del momento, resignarse al triunfo del mal, abandonar para siempre a la humanidad en manos del “príncipe de este mundo”.

Todo esto fue lo que le sugirió el maligno durante las tentaciones en el desierto. Si hubiera cedido, no solo no hubiera terminado en una cruz, sino que su vida hubiera sido todo un éxito, obteniendo los“reinos de este mundo” que Satanás le había prometido. Pero hubiera fracasado en su misión.

Todo lo dicho hasta ahora nos ayuda a comprender el mensaje teológico del relato evangélico que nos viene propuesto este Viernes Santo. Juan nos ofrece una figura de Jesús bastante diferente de la de los otros evangelios, sobre todo en los relatos de la Pasión.

La diferencia aparece desde la primera escena, la del arresto en el Getsemaní (cf. Jn 18,1-11). Los sinópticos presentan a Jesús postrado en tierra, invadido por el “miedo y la angustia”, “triste hasta la muerte”, necesitado del apoyo moral de sus discípulos a quienes suplica que no lo dejen solo, que velen y recen con él.

Juan no menciona ninguna de estas emociones humanas de Jesús. No habla de su agonía ni de su lucha interior ni de la oración dirigida al Padre para que lo libre del “cáliz”.

Al contrario, lo presenta resuelto, controlando la situación. No a merced de los acontecimientos sino como quien los domina de modo soberano. No son los soldados los que lo capturan; es él quien se entrega espontáneamente, repitiendo por dos veces: “Soy yo”. Ninguno le arrebata la vida; es él quien, serenamente, da un paso adelante y la entrega (cf. Jn 10,17-18).

Frente Jesús, los malvados que acostumbran a moverse y a actuar en la oscuridad de la noche, retroceden y caen a tierra (cf. Jn 19,16).

Hay que leer y entender la escena a la luz de las Escrituras. En la Biblia, la expresión “Yo soy”,introduce siempre una manifestación soberana de Dios, y, cuando el Señor se hace presente, las fuerzas del mal son obligadas a batirse en retirada; caen a tierra llenas de terror.

El pasaje es un midrash (una forma de literatura rabínica) con que el evangelista articula un precioso mensaje teológico. Invita a leer la captura de Jesús y los acontecimientos de su Pasión a la luz de los Salmos: “Mis enemigos retrocedieron, tropezaron y perecieron en tu presencia” (Sal 9,4). “Si me acosan los malvados para devorar mi carne, ellos, mis enemigos y adversarios, tropiezan y caen” (Sal 27,2).

Con esta referencia a las Escrituras, Juan quiere infundir ánimo y esperanza en aquellos que, envueltos en el dramático conflicto entre la luz del cielo y la noche del mundo, tienen miedo de ser arrollados por las fuerzas del mal.

Los invita a no perder el ánimo porque, aunque el reino de las tinieblas tiene la fuerza de las armas, éstas nada pueden contra la luz de Cristo. Aunque parezca que las fuerzas del maligno triunfan, en realidad están en desbandada. Sus guerreros “van a tientas, en densa oscuridad y los hace tambalear como borrachos” (Jb 12,25).

Los evangelios sinópticos refieren que, después de la captura, Jesús fue llevado a casa del sumo sacerdote Caifás. Allí, durante la noche, se reunieron los sacerdotes y escribas con la intención de preparar una acusación para presentarla al gobernador, Poncio Pilato.

Juan da una versión ligeramente diferente de los hechos. Dice que el interrogatorio nocturno tuvo lugar frente a Anás, suegro de Caifás (cf. Jn 18,12-24). ¿Por qué pone en primer plano a este hombre, ya viejo y aparentemente inocuo? Anás ha sido sumo sacerdote durante diez años –del 6 al 15 d.C.;pero, aun después de haber sido depuesto por el prefecto romano, continuó siendo una persona muy poderosa. Después de él, el ambicionado oficio de sumo sacerdote continuó en manos de la familia por otros cincuenta años: cuatro (quizás cinco) de sus hijos, un suegro y un sobrino lo sucedieron en el cargo.

Anás era el patriarca de la familia. Controlaba toda la actividad “religiosa” del templo, supervisaba y administraba las ofertas de los peregrinos, las ganancias de los cambistas de moneda, el comercio de los bueyes, corderos y palomas para los sacrificios y se embolsaba el dinero que circulaba bajo mano para la asignación de los puestos de venta y contratos.

La expulsión de los vendedores por Jesús, más que una provocación sacrílega, era un atentado contra los enormes intereses económicos de la familia de Anás. Este individuo no podía tolerar por más tiempo que el hijo de un carpintero galileo se atreviese a acusarlo de haber convertido el templo del Señor en “cueva de ladrones”.

Anás es la figura más siniestra de los evangelios. Ha sido él quien tejió toda la trama del proceso contra Jesús. Juan lo presenta como símbolo de las fuerzas del mal, como la personificación del que prefiere las tinieblas a la luz, de quien está decidido a perpetuar por todos los medios, sin descontar el crimen, el propio poder basado en intrigas, injusticias y mentiras.

Jesús lo confronta sin miedo. A su demanda de clarificación de sus posiciones doctrinales, Jesús rebate sin descomponerse: “¿Por qué me interrogas? Interroga a los que me han oído hablar, que ellos saben lo que les dije” (Jn 18,21). Anás es el tipo que recurre a la violencia sin ensuciarse las manos. Ha educado a sus siervos a intuir, aun sin su orden expresa, cuándo y cómo deben intervenir para abortar la menor señal de rebelión contra el amo.

Es uno de estos siervos quien da una bofetada a Jesús.

La reacción del Maestro es controlada, pero decidida: “Si he hablado mal, demuéstrame la maldad; pero si he hablado bien, ¿por qué me golpeas?” (Jn 18,23).

Como otros personajes del evangelio de Juan, también este siervo asume un valor simbólico. Representa a aquellos que, por ignorancia o ingenuidad –y la mayoría de las veces por interés– se alinean con el más fuerte.

Es fácil dejarse subyugar por quien logra sobresalir e imponerse a los demás, no importa cómo o por qué medios. El éxito y el poder fascinan y, muchas veces, entregamos fácilmente la propia libertad a los que poseen éxito y poder, estando dispuestos a todo con tal de obtener su aprobación y su gratitud.

Juan nos invita a reflexionar sobre la personalidad de este siervo porque, para complacer a los potentes de este mundo y convencidos de defender la religión, puede llegar a abofetear a Cristo y renegar de su palabra.

En el relato de la Pasión Juan dedica un gran espacio (el doble que Marcos) al proceso frente a Pilato (cf. Jn 18,28–9,16).

Leyendo el relato, sorprende la insistencia del evangelista en señalar los movimientos del procurador romano, su continuo entrar y salir del pretorio. Este ir y venir tenía una motivación religiosa. Los judíos no podían entrar en la casa de un pagano sin quedar contaminados. Juan, sin embargo, se sirve de este “va y viene” para componer una escenografía en la que introducir el tema de la realeza de Jesús.

Si subdividimos el texto a partir de los movimientos del gobernador, nos encontramos con siete escenas muy bien estructuradas (cf. Jn 18,29-32; 18,33-38a; 18,38b-40; 19,1-3; 19,4-7; 19,8-11;19,12-16). En ellas, además del protagonista, Jesús, se mueven varios personajes: Pilato, los judíos, los soldados, Barrabás, personajes reales pero que, en la intención del evangelista, son también símbolos de los diversos modos de posicionarse frente a la realeza de Cristo.

4Pilato representa la realeza de este mundo, opuesta a la de Jesús. Es la imagen de quien tiene como valor supremo la consecución, la obtención y la conservación del poder, no la justicia y la verdad. Es aquel que sostiene que todo debe ser sacrificado al poder, incluido al inocente que debe ser aniquilado si la razón de Estado lo exige.

4Los judíos son la imagen de los creyentes que tratan de alterar y domesticar la realeza de Cristo adaptándola a sus criterios mezquinos. Son personas dadas a las prácticas religiosas, pero incapaces de renunciar a la imagen que ellos mismos se han fabricado de Dios. Al pie de la cruz, se indignan a causa de la inscripción mandada poner por Pilato y que aludía a la realeza universal de Jesús. Se empecinan en continuar creyendo en un Dios que vence por la fuerza, no por el amor; no aceptan a un rey humillado y derrotado.

4Los soldados del pretorio son pobres hombres, más víctimas que culpables. Desarraigados de sus tierras, lejos de sus familias, a menudo humillados por sus superiores, han perdido todos los sentimientos humanos y se desahogan descargando su resentimiento sobre quien es más débil que ellos. Son la imagen de quien ha crecido creyendo solo en la fuerza, respetando únicamente a los vencedores y despreciando a los perdedores. Representan a aquellos que se alinean sin cuestionamientos al poder y están dispuestos a ejecutar cualquier acción por inicua que sea.

4Barrabás, que significaba “hijo de padre desconocido”, era el nombre que se daba a los hijosabandonados. Es un criminal, un verdadero hijo de aquel “padre”, el maligno, que ha sido homicida desde el inicio del mundo (Jn 8,44). Representa a todos los bandidos de la historia, a todos los que han usado la violencia y derramado sangre. La gente a lo largo de la historia los ha considerado muchas veces como héroes, prefiriéndolos a los débiles.

Después de haber observado a los personajes, consideremos las dos alusiones al tiempo que aparecen en el texto y que son muy significativas. La primera se encuentra en el exordio: Era hacia elamanecer (Jn 18,28). Ha despuntado un nuevo día. Ha terminado la noche aludida por el evangelista cuando Judas abandonó el Cenáculo: “Y enseguida, después de recibir el bocado, Judas salió. Era de noche” (Jn 13,30). En la oscuridad de esta noche se han movido varios personajes: Judas que,acompañado por un destacamento de soldados con linternas, antorchas y armas, se ha dirigido hacia el huerto de Getsemaní y allí ha entregado a Jesús; Malco, el siervo a quien Pedro ha cortado la oreja derecha; Anás y su suegro Caifás, marionetas en manos del “príncipe de las tinieblas” (cf. Jn 12,35-36) y, de nuevo, Pedro, que ha renegado del Maestro.

Finalmente, la oscuridad de aquella noche en la que el mal parece haber estado celebrando su triunfo se está disolviendo y la luz comienza a dominar la escena.

La segunda alusión a la hora –era mediodía– es mencionada en el momento culminante del proceso (cf. Jn 19,14). Justo cuando el sol brillaba en el mundo en todo su esplendor, es cuandoPilato proclama: “¡Ahí tienen a su Rey!”

Es así como Juan introduce el tema de la realeza de Jesús en torno a la cual giran todas las siete escenas.

Deber y función del rey, en el antiguo medio-Oriente, era hacer que su pueblo gozara de libertad y de paz. La experiencia monárquica de Israel, por otra parte, ha sido desastrosa. Durante cuatro siglos y medio consecutivos se han sentado sobre el trono de Jerusalén reyes ineptos y malvados.

Movido a compasión, el Señor había anunciado por boca de los profetas que un día vendría Él mismo a gobernar a su pueblo. ¿Cómo?

El modo en que Dios realiza sus promesas es siempre sorprendente; nunca corresponde a las expectativas humanas.

Juan ha aludido ya a la realeza de Jesús en la primera parte de su evangelio (cf. Jn 1,49; 6,15; 12,13.15); ahora, en los capítulos 18–19, menciona nada menos que 12 veces el término “rey”.

El momento culminante llega en dos escenas: en la escena central (cf. Jn 19,1-3) y en la última (cf. Jn 19,12-16). En la primera, asistimos a una parodia de la realeza de este mundo. Los soldados se divierten haciendo burla del rey Jesús.

Juan, tan sobrio en contar los detalles dolorosos, hace resaltar todos los elementos que caracterizan el acceso al trono de un emperador: la corona (de espinas), el manto de púrpura, las aclamaciones.

Jesús, que ha reaccionado a la bofetada del siervo de Anás, no se opone a esta parodia. La acepta porque destruye la imagen del mesías davídico –fuerte y victorioso– esperado por el pueblo. Ridiculiza todas las ambiciones, las manías de grandeza, el frenesí del poder, la aspiración a títulos honoríficos, las inclinaciones, la carrera hacia los primeros puestos.

He aquí, ahora, ante los ojos del mundo entero, al verdadero Rey, al hombre realizado de acuerdo con los criterios de Dios: aquel que entrega la propia vida por amor.

La escena final (Jn 19,12-16) es introducida con gran solemnidad. Pilato lleva afuera a Jesús, lo hace sentar sobre una tribuna elevada y proclama: “¡Ahí tienen a su Rey!” Ninguno entendió entonces el alcance de lo que estaba sucediendo. Y, sin embargo, con estas palabras, sin darse cuenta,el representante de los reinos de este mundo ha proclamado a Jesús como el nuevo Rey y le ha entregado las insignias del poder.

Para los oídos de los judíos presentes (…no olvidemos a quienes representaban) la proclamacióndel representante del emperador romano suena tan absurda que toman por una provocación lo que pretendía ser una burla. Un rey así no lo quieren; tira por tierra todas las expectativas; es un insulto al sentido común: “¡Fuera, fuera, crucifícalo!”, gritan.

Según los criterios humanos, Jesús es un fracasado. En el plan de Dios, por el contrario, su derrota disipa las tinieblas que han oscurecido el mundo y han permitido el perpetuarse de toda clase de injusticias y deshumanización.

Jesús está allí, en silencio; no dice una palabra porque ya lo ha explicado todo. Espera que cada uno se pronuncie, que haga su elección. Uno puede tomar partido por la realeza de este mundo o bien dedicar la propia vida a la construcción del reino según los criterios de Dios. De esta elección dependerá el éxito o el fracaso de la vida.

En Juan, la descripción del camino hacia el lugar de la ejecución es brevísima: “Jesús salió Él mismo cargando con la cruz hacia un lugar llamado La Calavera, en hebreo Gólgota” (Jn 19,17). Nada más. No están las mujeres que lloran por él, ni el cireneo que lo ayuda a llevar la cruz. Es élquien camina con decisión hacia la meta donde manifestará su “gloria”.

En el relato de la crucifixión (cf. Jn 19,18-37), sin embargo, Juan introduce algunas escenas y ciertos detalles ignorados por los otros evangelistas.

El primero se refiere a la inscripción puesta sobre la cruz. Servía para explicar a los que por allí pasaban el motivo de la condena.

Mientras que los sinópticos le dedican una simple alusión, Juan le da una gran importancia (Jn 19,19-22). Nos dice que ha sido compuesta y mandada colocar por Pilato y que estaba redactada en hebreo (la lengua sagrada de Israel), en latín (la lengua de los dominadores del mundo) y en griego (la lengua hablada en todo el imperio).

El representante del emperador Tiberio confirmaba de nuevo, de manera solemne y oficial, la realeza de Jesús y la nueva manera de ser rey. Todos los pueblos deberán saber que en el mundo ha sido introducida una nueva realeza.

Quienes representan a los judíos de ayer y de hoy (sin referencia exclusiva al pueblo de Israel) lo rechazan, pero este modo de reinar continuará siendo proclamado desde lo alto de la cruz hasta el final de los tiempos. Es una propuesta definitiva, irrevocable; no puede ser ya modificada.

Sin saberlo, Pilato ha sido un profeta.

Después de que el nuevo rey ha sido instalado sobre su sede de gloria, ¿qué sucede?

A diferencia de los otros evangelistas, Juan no menciona los insultos lanzados contra Jesús por los que pasaban delante de la cruz, especialmente por los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos. Existe una razón: este rey, escándalo para los judíos y locura para los paganos (cf. 1 Cor1,23) podrá ser escuchado o rechazado, pero ya nadie, hasta el fin de los tiempos, podrá ignorarlo o tomarlo a broma.

La división de los vestidos (Jn 19,23-24) es mencionada también por los sinópticos, pero solamente Juan precisa que fueron divididos en “cuatro partes”; solo nuestro evangelista habla del sorteo de la túnica tejida de una pieza y cita explícitamente el versículo del Salmo: “Se reparten mis vestidos, se sortean mi túnica” (Sal 22,19).

¿Por qué se da tanta importancia a un episodio aparentemente secundario?

Los antiguos atribuían un valor simbólico al vestido. Pensaban que las vestiduras se impregnaban del espíritu de aquel que las llevaban. El hábito indicaba a la persona misma, sus obras, el modo de dirigirse y relacionarse con los otros. Es por esto que, en el rito del bautismo, los neófitos se quitaban el vestido viejo y se revestían de uno nuevo.

Los vestidos de Jesús representan su persona, toda su vida entregada. El número cuatro indica los cuatro puntos cardinales, es decir, el mundo entero al que Jesús se ha dado.

Así se expresa claramente el mensaje teológico que Juan quiere transmitirnos: el sacrificio de Cristo tiene un valor universal y alcanza a todos los hombres.

A diferencia de los vestidos, la túnica permanece intacta.

Aunque anunciado a todos los pueblos y entregado a los hombres de todas las culturas, su Evangelio –que es Jesús mismo– permanecerá íntegro para siempre; nadie podrá añadir o quitar nada de él.

La tercera escena se desarrolla en el Calvario (Jn 19,25-27): la madre, al pie de la cruz, es confiada al “discípulo que Jesús amaba”.

Desde el punto de vista histórico, el episodio presenta serias dificultades.

Marcos refiere que algunas mujeres –cita los nombres– asistían desde lejos a la crucifixión, pero ni él ni ninguno de los otros sinópticos recuerdan que María y Juan estuvieran al pie de la cruz.

Además, parece que la ley romana prohibía a los familiares acercarse al lugar de la ejecución y es poco probable que María de Magdala y las otras mujeres hayan sido tan poco sensibles como para permitir a una madre asistir al horrendo suplicio del hijo.

Sorprenden también las palabras sosegadas con las que Jesús (que está muriendo entre atroces espasmos) se dirige a su madre y la manera de nombrarla. La llama “Mujer” como ha hecho en Caná(cf. Jn 2,4). Ningún hijo judío llamaría así a su madre. Todos estos datos nos orientan hacia una interpretación simbólica.

Juan, por tanto, no pretende referirnos el gesto premuroso de Jesús quien, preocupado por lasuerte de María, su madre, la habría confiado a su discípulo predilecto. Conociendo la estima que esta mujer gozaba en la comunidad de discípulos, era de esperar que tuviera todas las puertas abiertas.

Estamos frente a una página de teología basada un hecho real: la presencia, en los alrededores del Calvario, de algunas personas más cercanas a Jesús.

La madre es para Juan el símbolo del Israel fiel a su Dios. En la lengua hebrea, Israel es femenino. Por esto en la Biblia el pueblo elegido es imaginado como mujer, virgen, esposa y madre. Es de esta “mujer”, de esta madre-Israel, de la que ha nacido el pueblo nuevo de la era mesiánica.

Primero, Jesús exhorta a esta mujer-Israel a acoger como hijo, como heredero legítimo de las promesas mesiánicas, a todo discípulo que lo siga a Él, nuevo rey del mundo, hasta el Calvario, es decir, hasta entregar la vida.

Después, se dirige a la nueva comunidad –representada por el discípulo amado– y la invita a considerarse hija de la madre-Israel de la que ha nacido.

Si este “testamento” de Jesús moribundo hubiese sido escuchado y aceptado, ¡cuántas incomprensiones y crímenes se hubiesen evitado en la historia humana!

La muerte de Jesús llega –según nos refiere Juan– de un modo dulce y sereno (Jn 19,28-30). Ningún grito, ningún terremoto, ningún eclipse de sol. Desde lo alto de la cruz, es el rey entronizado el que controla soberanamente su destino.

Ha llevado a cumplimiento la misión que el Padre le había encomendado: el velo que impedía al hombre contemplar el rostro del Dios-amor ha caído para siempre.

Falta todavía una pieza para completar el mosaico. Para cumplir la Escritura, Jesús dice: “Tengo sed” (Jn 19,28).

Solo Juan refiere estas palabras que revisten gran importancia. El texto bíblico al que hacenreferencia no puede ser otro que el Salmo 42,3: “Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo”.

Así declaraba el salmista su ardiente anhelo de encontrar al Señor. Juan relee, en sentido simbólico, la sed real de un Jesús desangrado y ya casi moribundo.

Su sed es el deseo ardiente de derramar sobre la humanidad el “agua viva” de la que ha hablado a la Samaritana. También en aquella ocasión y solo en aquella ocasión –nótese bien– había sentido sed y pedido de beber, es decir: había pedido disponibilidad y acogida para recibir su don del agua viva.

Su deseo está a punto de realizarse. Después de haber recibido el vinagre, dice: “¡Todo se ha cumplido!” E, inclinando la cabeza, entrega el Espíritu (Jn 19,30). He aquí el agua que calma la sed de la humanidad, el agua que da origen a la verdadera vida, y que se derrama sobre todos aquellos que se acercan al Crucificado.

Después de la muerte de Jesús, todo ha concluido, el Espíritu ha sido entregado.

Se podría ya pasar al relato de la sepultura, pero Juan cree que es necesario ayudar a los discípulos a comprender el acontecimiento extraordinario que ha tenido lugar.

Y lo hace recordando un hecho sin importancia en sí mismo: un soldado ha clavado la lanza en el cuerpo exánime de Jesús (Jn 19,31-37).

La importancia que da el evangelista a este suceso, parecería excesiva. Por tres veces apela a la credibilidad de su testimonio: “El que lo vio lo atestigua y su testimonio es verdadero; él sabe que dice la verdad, para que también ustedes crean” (Jn 19,35).

Juan ha visto en este “abrir el costado de Cristo con una lanza”, un significado verdaderamente profundo.

Una primera clave de lectura nos viene ofrecida al inicio por la mención del tiempo en que ha sucedido: era el tiempo de la Parasceve: “era la víspera del sábado, el más solemne de todos”; la hora en que, en la explanada del templo, los sacerdotes estaban inmolando los corderos pascuales.

Se trata de una clara invitación a leer el acontecimiento a la luz de los relatos del Éxodo.

Es en el Calvario, quiere decirnos Juan, en el día de la “Parasceve”, cuando ha sido inmolado el verdadero Cordero Pascual. Donando la propia sangre, Jesús ha salvado a la entera humanidad del ángel exterminador, del espíritu del mal enraizado en el corazón de cada persona y que produce la muerte.

Para dar aún más relevancia a este mensaje, Juan recuerda otro detalle ignorado por los otros evangelistas: los soldados quiebran las piernas de los dos malhechores crucificados con Jesús para acelerar su muerte. Jesús, ya muerto, es respetado.

He aquí una nueva referencia al cordero pascual al cual, según las disposiciones del libro de Éxodo, no se le podía quebrar ningún hueso (cf. Éx 12,46).

Finalmente, el detalle más importante: uno de los soldados atravesó con la lanza el costado de Jesús e inmediatamente surgió de la herida sangre y algo semejante al agua.

El hecho fisiológico en sí tiene poca relevancia, pero para Juan está dotado de una importancia extraordinaria.

La sangre para un semita era símbolo de la vida: derramarla hasta la última gota, era señal de entregar la propia vida.

A través de la herida del costado de la que sale la última gota de sangre, es posible contemplar el corazón de Dios y descubrir su amor sin límites: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su hijo único para que, quien crea en él, no muera sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).

¿Qué beneficios obtiene el mundo de este amor inmenso?

“Si el grano caído en tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24), había dicho Jesús. El fruto es la efusión del Espíritu simbolizado en el agua que sale del costado de Cristo. El agua viva, prometida a la mujer de Samaria, brota del corazón de Dios.

Juan concluye de manera solemne la sublime página de teología que nos está trasmitiendo: “Mirarán al que ellos mismos traspasaron” (Jn 19,37).

Se trata de la cita bíblica que hace referencia a una misteriosa profecía pronunciada a finales del siglo IV a. C. y conservada en el libro de Zacarías (cf. Zac 12,10). Habla de un hombre justo e inocente que ha sido “traspasado”; inmediatamente después, el Señor ha despertado en el pueblo, responsable de aquel crimen, un vivo dolor, una sincera compunción. Todos se arrepintieron y miraron a aquel que habían traspasado; rompieron a llorar desconsoladamente, con un llanto semejante al de los padres que pierden al único hijo, semejante al luto por la muerte del primogénito (cf. Zac 12,10-11).

¿Quién es este hombre y por qué lo han matado? El profeta se refería ciertamente a un hecho dramático acaecido en su tiempo. No sabemos más. Lo que nos interesa, sin embargo, es que Juan ha reconocido en este misterioso personaje la imagen de Jesús.

Todos los hombres mirarán como a su Salvador a Cristo, ajusticiado y traspasado en la cruz. Y el Crucificado se convertirá en el punto de referencia de todos sus compromisos y orientará sus vidas.

El relato del traslado del cuerpo de Jesús al sepulcro (cf. Jn 19,38-42) corresponde básicamentea los sinópticos. No obstante, Juan recuerda preciosos detalles que no se encuentran en los otros evangelios.

Junto a José de Arimatea, el evangelista coloca a Nicodemo, “el que lo había visitado en una ocasión, de noche”. Nicodemo viene ahora con una mezcla de mirra y de áloe de alrededor de 40 kilos. Los dos toman el cuerpo de Jesús y lo envuelven en vendas con aceites aromáticos.

Son detalles sorprendentes. Ante todo, extraña la profusión de perfumes: se trata nada menos que de 32,7 litros de esencias preciosas, costosísimas. Una cantidad ciertamente excesiva: para ungir un cuerpo hubiese bastado una milésima parte.

Por otro lado, los aromas empleados no son los usados para embalsamar un cadáver sino los que se empleaban en la noche de bodas para perfumar los vestidos (cf. Sal 45,9) y la alcoba nupcial: “He perfumado la alcoba con mirra, áloe y canela” (Prov 7,17).

Juan no está narrando el entierro, la sepultura de un cadáver (nótese que no menciona a la piedra que solía cerrar el sepulcro) sino la preparación del tálamo (dormitorio nupcial) en el que está a punto se recostarse el Esposo.

La imagen más bella empleada por los profetas para explicar el amor de Dios por su pueblo era la imagen de la boda. El Señor, habían dicho, es el esposo fiel e Israel la esposa que, por desgracia, prefiere muchas veces el amor a los ídolos que el amor a su Dios. En los evangelios, el Esposo es Jesús. Él es el Hijo de Dios venido del cielo para encontrarse con la esposa que lo había abandonado. Desde el principio de su evangelio, Juan lo ha presentado como el Esposo (cf. Jn 3,29-30).

En la cruz, Jesús ha dado la prueba máxima de su amor, porque “ninguno tiene un amor más grande que este: dar la vida” (Jn 15,13), amor apasionado como aquel del que habla el Cantar de los Cantares: “El amor es fuerte como la muerte… Las aguas torrenciales no podrán apagar el amor ni extinguirlo los ríos” (Cant 8,7).

Ahora, el Esposo que tanto ha amado espera el abrazo de la esposa, la nueva comunidad, representada por los discípulos José de Arimatea y Nicodemo, que se encuentran a los pies de la cruz.

Esta comunidad realiza un gesto cargado de simbolismo: derrama sobre las vendas –vestido de bodas que envolverá el cuerpo del Esposo– todos los perfumes de que dispone, sin calcular el costo, como lo ha hecho María de Betania (cf. Jn 12,1-11). Con los ojos llenos de lágrimas, da muestras de haber finalmente comprendido cuánto ha sido amada.

La mención del huerto, finalmente, evoca la sepultura de los reyes de Judá (cf. 2 Re 21,18.26).

Durante el proceso, Jesús ha sido proclamado rey, ha sido coronado, revestido del manto de púrpura y entronizado en la cruz.

Y será enterrado (sepulto) no solo como Esposo sino también como Rey.

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Domingo de Ramos

Entramos en la Semana grande del amor hasta las últimas consecuencias (“Los amó hasta el extremo”, Jn 13,1). El comienzo de la Semana Santa está marcado este año por la narración de la pasión y muerte de Cristo, escrita por S. Lucas (Evangelio). Esa Pasión no es tan solo historia del pasado: los mismos acontecimientos se repiten hoy.
Bendito el que viene en el nombre de Dios
P. Enrique Sánchez G., mccj

Iniciamos la Semana Santa leyendo el evangelio de San Lucas 19, 28-40

“En aquel tiempo, Jesús, acompañado de sus discípulos, iba camino de Jerusalén, y al acercarse a Betfagé y a Betania, junto al monte llamado de los Olivos, envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: “Vayan al caserío que está en frente a ustedes. Al entrar, encontrarán atado un burrito que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganlo aquí. Si alguien les pregunta por qué lo desatan, díganle: “El Señor lo necesita”.
Fueron y encontraron todo como el Señor les había dicho. Mientras desataban el burro, los dueños les preguntaron: “¿Por qué lo desamarran?”. Ellos contestaron: “El Señor lo necesita”. Se llevaron, pues el burro, le echaron encima los mantos e hicieron que Jesús montara en él.
Conforme iba avanzando, la gente tapizaba el camino con sus mantos, y cuando ya estaba cerca la bajada del monte de los Olivos, la multitud de discípulos, entusiasmados, se pusieron a alabar a Dios a gritos por todos los prodigios que habían visto, diciendo: “¡Bendito el rey que viene en el nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!”.
Algunos fariseos que iban entre la gente le dijeron: “Maestro, reprende a tus discípulos”. Él les replicó: “Les aseguro que si ellos se callan, gritan las piedras”.

La Semana Santa se inicia con una multitud de personas que acompaña a Jesús en medio de fiesta y de alegría, reconociéndolo como el Mesías, el que viene en nombre de Dios. Se trata de un festejo que nos llevará a la alegría de Cristo resucitado, pero no sin antes pasar por el misterio de su pasión y de su muerte que nos invita a liberarnos de todo aquello que nos puede tener atados en experiencias de esclavitud y de pecado.

El evangelio nos dice que toda aquella gente había visto sus obras y prodigios y no quedaba duda de que realmente Dios se había compadecido de su pueblo. Dios había cumplido sus promesas.

Solamente, quienes deseaban permanecer en su ceguera y en lo oscuro de sus costumbres y de sus tradiciones, se negaban a reconocer a Jesús como el Salvador y serán ellos quienes maquinarán el mal para deshacerse de él.

Jesús entra a Jerusalén como triunfador, aclamado y venerado por la gente sencilla y humilde de su pueblo, por los pobres que se sienten contentos de haber puesto su confianza en él y que no los había defraudado.

Jesús entra como rey, pero desde el inicio deja en claro que su reinado no es de este mundo. No es el reinado del poder, de la fuerza, del dinero; no es el líder que llega para dominar y explotar.

Entra montado en un asno, en algo que representa la sencillez, la entrega y el servicio. El que quiera ser servido, que se haga servidor de los demás.

La entrada triunfante de Jesús a Jerusalén significa el inicio de los tiempos nuevos; es el momento en que ya nadie tendrá pretextos para no abrir su corazón a la llegada del Reino de Dios que Jesús inaugura con la entrega de su persona, con la entrega de toda su vida; como expresión del amor que Dios tiene por sus hijos.

Pero el triunfo verdadero no será contenido en aquellos gestos de alegría, de euforia, de entusiasmo de la multitud que ya nadie puede detener. No son los ramos y las flores, ni los tapetes y mantos que extienden a su paso, reconociéndole su dignidad, su divinidad, su sabiduría y su poder; nada de eso es lo que confirma el triunfo de Jesús.

La grandiosidad de Jesús aparecerá en todo su esplendor cuando subirá a la cruz, cuando pasará por la oscuridad de la tumba y de la muerte para surgir victorioso en su manifestación resplandeciente en domingo de resurrección.

Jesús entra en silencio, como recordando lo que, no hacía mucho, había hecho con sus discípulos, lavándoles los píes en un gesto de servicio y de entrega incondicional. Su reinado sólo lo entenderán quienes sean capaces de seguirlo, paso a paso, por las estrechas calles de Jerusalen para entregarlo para que fuera juzgado injustamente.

Esas calles que se irían haciendo, a cada metro recorrido, más angostas por el peso de la injusticia, del rechazo, del odio y de la violencia que fueron descargando sobre Jesús todos aquellos que vivían en la confusión, en la cerrazón de sus mentes y de sus corazones.

A medida que Jesús fue recorriendo las calles de Jerusalén, muy probablemente, fueron disminuyendo las flores y los cantos de alegría y el escenario se fue convirtiendo en algo doloroso y triste de contemplar.

Jesús, juzgado injustamente, azotado y coronado de espinas, despojado de sus vestidos, cargado de una cruz y condenado a morir como uno de los peores criminales.

La alegría y la fiesta de sus discípulos y de la multitud que lo había acompañado hasta las puertas de Jerusalén se iba convirtiendo en algo insoportable de contemplar. Y quienes perseveraban, siguiéndolo a distancia, iban cambiando los gritos de júbilo por un silencio contemplativo que les hacía sentir con el corazón lo que no podían expresar con palabras.

Quienes fueron capaces de acompañarlo hasta el final, se dieron cuenta de que aquel era el momento para comprender cada una de las palabras y de las acciones que Jesús había ido sembrando en sus corazones.

Ahí empezaron a entender que el Reino de Jesús tenía qué ver con entrega y donación de sí mismo. Que era un rey que se había ganado su autoridad y su poder amando sin límites, entregando su vida por los demás.

Su poder y su fuerza no estaban apoyados en armas y en ejércitos, no necesitaba de lujos y riquezas; su grandeza estaba en ser instrumento de vida, de paz y de fraternidad.

En su entrada triunfal a Jerusalén, Jesús, el Mesías, no abrió la boca, aceptó sin protestar todas las humillaciones que pudieron imaginar quienes lo condenaron. Se dejó llevar, como dice el profeta Isaías, como cordero al matadero.

En la cruz que pusieron sobre su espalda iba cargando toda la miseria y el pecado de una humanidad que ha sido rebelde, arrogante y pretensiosa. Una humanidad que ha querido manipular a Dios a su antojo y conveniencia y que ha puesto como ideales de felicidad lo efímero y pasajero.

Y la entrada triunfal, de pronto, se convirtió en camino empinado hacia el Calvario, el lugar de la muerte, aquella muerte que se convertiría más tarde en posibilidad de vida para todos los que pusieran su confianza en Jesús.

Y, así, el verdadero triunfo que se reconocerá en la dramática historia de la entrada de Jesús a Jerusalén será el triunfo sobre la muerte y sobre todo aquello que tenía al ser humano esclavizado y condenado en una vida sin amor.

La Jerusalén que abría sus puertas en aquel “domingo de ramos”, reconociendo a Jesús como el que venía en el nombre del Señor; ahora lo conduciría hasta la altura de la Cruz para que ahí se abrieran otras puertas, las puertas del cielo, que acogerían con gratitud las últimas palabras de Jesús: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.

Esta era la entrega total de aquel que se ganó el mundo, a toda la humanidad con la donación sin condiciones de su vida, como la expresión más pura del amor.

Él es Jesús a quien todos estamos invitados a reconocer como nuestro Señor, Salvador y Mesías.

Es el Rey que quiere entrar triunfante en la historia de cada uno de nosotros y que nos invita a seguirlo en estos días contemplando cada instante de su caminar hacia la pasión, la muerte y la resurrección.

Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 22, 14 – 23, 56. (Les invito a leer en sus Biblias o misales todo el relato de la Pasión)

“Cuánto he deseado celebrar esta Pascua con ustedes, antes de padecer, porque yo les aseguro que ya no volveré a celebrar, hasta que tenga cabal cumplimiento el Reino de Dios…

…Era casi medio día, cuando las tinieblas invadieron toda la región y se oscureció el sol hasta las tres de la tarde. El velo del templo se rasgó a la mitad. Jesús, clamando con voz potente dijo: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Y dicho esto, expiró”.

La Pasión de nuestro Señor Jesucristo comienza con el deseo de celebrar la Pascua, el paso de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz, de la cruz a la resurrección, de la esclavitud a la libertad que sólo él nos puede dar.

Al escuchar este relato, también nosotros, estamos invitados a hacer nuestro ese camino que llevó a Jesús de la entrada jubilosa a Jerusalén hasta el sepulcro vacío que encontrarán la mujeres al ir a buscarlo entre los muertos.

Ojalá dejemos entrar en nuestro corazón cada palabra de este relato y no tengamos miedo de convertirnos en testigos de lo que ahí va sucediendo.

Recordemos con sencillez que el drama que se nos narra no es novela para entretenernos, sino la historia de nuestra salvación.

Jesús que entrega su vida lo está haciendo por mí y por ti; porque tanto nos ha amado nuestro Padre Dios que nos ha entregado lo que más amaba.

Las burlas, la corona de espinas, los azotes y empujones, la cruz y la espada que atravesó su corazón, todo eso, Jesús lo ha soportado por mí y por ti, porque él vivió con el único de deseo de cumplir con la voluntad de su Padre. Y la voluntad de su Padre siempre ha sido que tengamos vida y la tengamos en abundancia.

Veamos también en las palabras de la Pasión la descripción de otra pasión que se vive a diario en la triste realidad de nuestros días.

La pasión de tantos hermanos nuestros que viven hoy la injusticia, el dolor de la violencia, la angustia de la desaparición de sus seres queridos, el miedo que se esconde en el temor de ser una víctima más que aumenta las estadísticas del horror cada día.

Démonos cuenta que a Cristo le están poniendo una corona en la cabeza de tantos hermanos nuestros a quienes se les niega el derecho a vivir dignamente. Es la corona de espinas que cala en la cabeza de tantos pobres que viven con la angustia de no saber qué será el mañana.

A Jesús, también hoy, lo están azotando en los cuerpos de tantos jóvenes que viven esclavos de sus adicciones, en los jóvenes que han perdido la ilusión de un futuro seguro y en paz, en los jóvenes a quienes les han robado la felicidad auténtica a cambio de ideologías en donde Dios está ausente y es sistemáticamente ignorado.

Hoy a Jesús se le sigue condenando a la muerte, sin darle la posibilidad de un juicio justo, en la persona de tantos hermanos nuestros que son víctimas de la corrupción, de los engaños, de los sobornos y de la impunidad, del aparente triunfo de quienes se han asociado para ser creadores del mal.

Jesús, en estos días que llamaremos santos, sigue cargando sobre sus hombros la pesada cruz de nuestra frialdad y de nuestro egoísmo, de nuestra indiferencia ante el sufrimiento de los demás.

Carga la cruz de la superficialidad de nuestras vidas que se pierden atrapadas en las trampas del consumismo, que se embriagan en placeres que esclavizan, que destruyen relaciones santas, apostándole a la infidelidad y a la traición.

Pero la buena noticia es que este relato de la Pasión del Señor no termina en la tragedia de la crucifixión y de la muerte.

Al final escucharemos el grito de triunfo que nos recuerda que la última palabra la tiene siempre Dios y que la muerte ha sido vencida con la entrega de la vida del Señor que sigue estando entre nosotros, sólo y únicamente por amor.

Jesús ha vencido a la muerte y ha resucitado para que vivamos en él y de él, para que nada ni nadie nos robe la esperanza, para que nadie nos engañe con promesas falsas, para que gocemos, en los pequeños detalles de cada día, la belleza de sabernos hijos de Dios, como diría san Pablo, en el Hijo que se ha entregado por nosotros.

Qué esta semana santa sea para cada uno de nosotros un tiempo que nos lleve al silencio, a la contemplación del misterio de nuestra redención y a la gratitud por tener a Jesús en nuestras vidas como hermano y Señor.


El asno, la cena y el servicio
Comentario a Lc 19, 28-44 y a Lc 22, 14-23,56b5
P. Antonio Villarino, mccj

La liturgia nos ofrece hoy dos lecturas del evangelio de Lucas: la primera, antes de la procesión de ramos, sobre la bien conocida historia de Jesús que entra en Jerusalén montado sobre un pollino (Lc 19, 28-44); la segunda, durante la Misa, es la lectura de la “Pasión” (las últimas horas de Jesús en Jerusalén), esta vez narrada por Lucas en los capítulos 22 y 23.

Con ello entramos en la Gran Semana del año cristiano, en la que celebramos, re-vivimos y actualizamos la extraordinaria experiencia de nuestro Maestro, Amigo, Hermano y Redentor Jesús, que, con gran lucidez y valentía, pero también con dolor y angustia, entra en Jerusalén, para ser testigo del amor del Padre con su propia vida.

Toda la semana debe ser un tiempo de especial intensidad, en el que dedicamos más tiempo que de ordinario a la lectura bíblica, la meditación, el silencio, la contemplación de esta gran experiencia de nuestro Señor Jesús, que se corresponde con nuestras propias experiencias de vida y muerte, de gracia y pecado, de angustia y de esperanza. Por mi parte, me detengo en dos puntos de reflexión:

El rey montado sobre un pollino.
Hace algunos años he podido visitar Jerusalén durante diez días. Y, entre otras cosas, pude caminar desde Betfagé hasta el Monte de los olivos, desde el cual se contemplan los restos del antiguo Templo y la ciudad santa en su conjunto. Es un tramo no muy largo, pero en pendiente, por lo que exige un cierto esfuerzo. Según el texto de Lucas, Jesús hizo este recorrido montado sobre un pollino y aclamado por la gente. 
Se trata de una escena que se presta a la representación popular y que todos conocemos bastante bien, aunque corremos el riesgo de no entender bien su significado. Para entenderlo bien, no encuentro mejor comentario que la cita del libro de Zacarías a la que con toda seguridad se refiere esta narración:
“Salta de alegría, Sion,
lanza gritos de júbilo, Jerusalén,
porque se acerca tu rey,
justo y victorioso,
humilde y montado en un asno,
en un joven borriquillo.
Destruirá los carros de guerra de Efraín
y los caballos de Jerusalén.
Quebrará el arco de guerra
y proclamará la paz a las naciones”.
(Zac 9, 9-10).
Sólo un comentario: ¡Cuánto necesitamos en este tiempo nuestro lleno de arrogancia, terrorismo y conflictos de todo tipo la presencia de este rey humilde y pacífico que no se impone por “la fuerza de los caballos” sino por la consistencia de su verdad liberadora y su amor sin condiciones!

La cena y el servicio
Lucas pone especial énfasis en la cena pascual, que es una cena de hermandad. Jesús, que comía con publicanos, pecadores, fariseos, come ahora con sus amigos y discípulos, fiel a la tradición e innovando un nuevo ritual que dura hasta hoy en forma de Misa. En torno a la Cena Jesús sella una nueva alianza con los más allegados, una alianza que nosotros renovamos cada vez que participamos conscientemente en la Eucaristía.
Seguir a Cristo hasta la cruz es disponerse a entregar la propia vida por amor.
Pero llama la atención que, inmediatamente después de la Cena, Lucas coloca el tema del servicio cristiano, como Juan coloca en el mismo contexto el lavatorio de pies. Me parece que el mensaje es claro: los discípulos de Jesús sellan entre sí y con Jesús un pacto de alianza cuyo sello es precisamente el servicio mutuo, no como los reyes de esta tierra. Eucaristía y servicio van juntos, son dos caras de la misma alianza.
Contemplar a Cristo en la cruz es identificarse con Él, es ponerse a caminar sobre las huellas de su entrega, confiando en que, aunque se rían de nosotros, el amor es más fuerte que la muerte.


Semana Santa:
con un “corazón grande como el mundo”

P. Romeo Ballan, mccj

Lucas 19,28-40; Isaías 50,4-7; Salmo 21; Filipenses 2,6-11; Lucas 22,14 – 23,56

Reflexiones
Entramos en la Semana grande del amor hasta las últimas consecuencias (“Los amó hasta el extremo”, Jn 13,1). El comienzo de la Semana Santa está marcado este año por la narración de la pasión y muerte de Cristo, escrita por S. Lucas (Evangelio). Esa Passio no es tan solo historia del pasado: los mismos acontecimientos se repiten hoy. Los personajes de entonces (Caifás, Herodes, Pilato, fariseos, sacerdotes, Pedro, Judas, Cirineo, piadosas mujeres, soldados, Centurión, José de Arimatea…) existen aún, son emblemáticos de lo que ocurre hoy con relación a Cristo y a los que sufren, con los que Él se identifica (cfr. Mt 25,35s). Cada uno de nosotros puede ser, hoy, en el bien o en el mal, uno u otro de esos personajes. Hoy somos nosotros los actores en la pasión que Jesús padece en los ancianos abandonados, los jóvenes sin trabajo, los migrantes bloqueados o rechazados, las mujeres abandonadas o víctimas de violencia… Hoy, cada uno puede encerrarse ante el dolor ajeno, o mejor abrirse como las piadosas mujeres que acompañan a Cristo en su dolor; o ser como el Cirineo, capaz de cargar con el peso de los demás; o como María, al pie de la cruz…

Tres testigos modernos del mundo misionero nos brindan una ayuda segura para la comprensión y la celebración del Misterio pascual propio de la Semana Santa. Su palabra nace de la experiencia personal de identificación con Cristo muerto y resucitado. Por tanto, sus testimonios tienen una resonancia universal: ayudan a vivir la Pascua según la amplitud y la profundidad propias del corazón de Cristo.

“Siempre los ojos fijos en Jesucristo”

S. Daniel Comboni (1831-1881), misionero apasionado por la salvación de África, en las Reglas de su Instituto (1871), recomendaba vivamente a los futuros misioneros que contemplaran con amor a Cristo crucificado, para formarse en el necesario “espíritu de sacrificio”: «El pensamiento perpetuamente dirigido al gran fin de su vocación apostólica debe engendrar en los alumnos del Instituto el espíritu de sacrificio. Fomentarán en sí esta disposición esencialísima teniendo siempre los ojos fijos en Jesucristo, amándolo tiernamente y procurando entender cada vez mejor qué significa un Dios muerto en la cruz por la salvación de las almas. Si con viva fe contemplan y gustan un misterio de tanto amor, serán felices de ofrecerse a perderlo todo y a morir por Él y con Él». (De los Escritos de San Daniel Comboni, n. 2720-2722).

“¡Tengo sed!”

La entrega total de la Santa Madre Teresa de Calcuta (1910-1997) a la causa misionera tuvo su origen en la contemplación de las palabras de Jesús en la cruz: ¡Tengo sed! La atención a los últimos en la escala social nacía en ella del deseo de apagar la sed de Cristo.

«”¡Tengo sed!” dijo Jesús cuando, en la cruz, se encontraba privado de todo consuelo. Renueven su celo para saciar esa sed en las dolorosas semblanzas de los más pobres entre los pobres: “Ustedes a mí me lo hicieron”. Jamás separen estas palabras de Jesús: “Tengo sed” y “Ustedes a mí me lo hicieron”». (De los escritos de Madre Teresa de Calcuta).

Celebrar la Pascua con un “corazón grande como el mundo”

Esta es la enseñanza de San Óscar Arnulfo Romero (1917-1980), mártir, arzobispo de San Salvador, asesinado mientras estaba celebrando la Eucaristía en la tarde del 24 de marzo de 1980.

«Celebra la Pascua con Cristo tan solo el que sabe amar, sabe perdonar, sabe aprovechar la fuerza más grande que Dios ha puesto en el corazón del hombre: el amor. La Iglesia siente que su corazón es como el de María, grande como el mundo, sin enemigos, sin resentimientos». (De las catequesis de San Óscar A. Romero en la Semana Santa de 1978).

Palabra del Papa

(*) “Jesús entra en Jerusalén. La liturgia nos ha invitado a hacernos partícipes y tomar parte de la alegría y fiesta del pueblo que es capaz de gritar y alabar a su Señor; alegría que se empaña y deja un sabor amargo y doloroso al terminar de escuchar el relato de la Pasión. Pareciera que en esta celebración se entrecruzan historias de alegría y sufrimiento, de errores y aciertos que forman parte de nuestro vivir cotidiano como discípulos, ya que logra desnudar los sentimientos contradictorios que también hoy, hombres y mujeres de este tiempo, solemos tener: capaces de amar mucho… y también de odiar  – y mucho – ; capaces de entregas valerosas y también de saber «lavarnos las manos» en el momento oportuno; capaces de fidelidades pero también de grandes abandonos y traiciones”.

Papa Francisco
Homilía en el domingo de Ramos, 25-3-2018


ANTE EL CRUCIFICADO
Lucas 22,14-23,56
José A. Pagola

Detenido por las fuerzas de seguridad del Templo, Jesús no tiene ya duda alguna; el Padre no ha escuchado sus deseos de seguir viviendo; sus discípulos huyen buscando su propia seguridad. Está solo. Sus proyectos se desvanecen. Le espera la ejecución.

El silencio de Jesús durante sus últimas horas es sobrecogedor. Sin embargo, los evangelistas han recogido algunas palabras suyas en la cruz. Son muy breves, pero a las primeras generaciones cristianas les ayudaban a recordar con amor y agradecimiento a Jesús crucificado.

Lucas ha recogido las que dice mientras está siendo crucificado. Entre estremecimientos y gritos de dolor, logra pronunciar unas palabras que descubren lo que hay en su corazón: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Así es Jesús. Ha pedido a los suyos «amar a sus enemigos» y «rogar por sus perseguidores». Ahora es él mismo quien muere perdonando. Convierte su crucifixión en perdón.

Esta petición al Padre por los que lo están crucificando lo hemos de escuchar como el gesto sublime que nos revela la misericordia y el perdón insondable de Dios. Esta es la gran herencia de Jesús a la Humanidad: No desconfiéis nunca de Dios. Su misericordia no tiene fin.

Marcos recoge un grito dramático del crucificado: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?». Estas palabras pronunciadas en medio de la soledad y el abandono más total son de una sinceridad abrumadora. Jesús siente que su Padre querido lo está abandonando. ¿Por qué? Jesús se queja de su silencio. ¿Dónde está? ¿Por qué se calla?

Este grito de Jesús, identificado con todas las víctimas de la historia, pidiendo a Dios alguna explicación a tanta injusticia, abandono y sufrimiento, queda en labios del crucificado reclamando una respuesta de Dios más allá de la muerte: Dios nuestro, ¿por qué nos abandonas? ¿No vas a responder nunca a los gritos y quejidos de los inocentes?

Lucas recoge una última palabra de Jesús. A pesar de su angustia mortal, Jesús mantiene hasta el final su confianza en el Padre. Sus palabras son ahora casi un susurro: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Nada ni nadie lo ha podido separar de él. El Padre ha estado animando con su Espíritu toda su vida. Terminada su misión, Jesús lo deja todo en sus manos. El Padre romperá su silencio y lo resucitará.

Esta semana santa, vamos a celebrar en nuestras comunidades cristianas la pasión y la muerte del Señor. También podremos meditar en silencio ante Jesús crucificado ahondando en las palabras que él mismo pronunció durante su agonía.
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Mirar el Crucifijo, la “catedra de Dios”
Papa Francisco

«¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Cf. Lc 19,38), gritaba festiva la muchedumbre de Jerusalén recibiendo a Jesús. Hemos hecho nuestro aquel entusiasmo, agitando las palmas y los ramos de olivo hemos expresado la alabanza y el gozo, el deseo de recibir a Jesús que viene a nosotros. Sí, del mismo modo que entró en Jerusalén, desea también entrar en nuestras ciudades y en nuestras vidas. Así como lo ha hecho en el Evangelio, cabalgando sobre un asno, viene a nosotros humildemente, pero viene «en el nombre del Señor»: con el poder de su amor divino perdona nuestros pecados y nos reconcilia con el Padre y con nosotros mismos. Jesús está contento de la manifestación popular de afecto de la gente, y cuando los fariseos le invitan a que haga callar a los niños y a los otros que lo aclaman, responde: «si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40). Nada pudo detener el entusiasmo por la entrada de Jesús; que nada nos impida encontrar en él la fuente de nuestra alegría, de la alegría auténtica, que permanece y da paz; porque sólo Jesús nos salva de los lazos del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza.

Sin embargo, la Liturgia de hoy nos enseña que el Señor no nos ha salvado con una entrada triunfal o mediante milagros poderosos. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, sintetiza con dos verbos el recorrido de la redención: «se despojó» y «se humilló» a sí mismo (Fil 2,7.8). Estos dos verbos nos dicen hasta qué extremo ha llegado el amor de Dios por nosotros. Jesús se despojó de sí mismo: renunció a la gloria de Hijo de Dios y se convirtió en Hijo del hombre, para ser en todo solidario con nosotros pecadores, él que no conoce el pecado. Pero no solamente esto: ha vivido entre nosotros en una «condición de esclavo» (v. 7): no de rey, ni de príncipe, sino de esclavo. Se humilló y el abismo de su humillación, que la Semana Santa nos muestra, parece no tener fondo.

El primer gesto de este amor «hasta el extremo» (Jn 13,1) es el lavatorio de los pies. «El Maestro y el Señor» (Jn 13,14) se abaja hasta los pies de los discípulos, como solamente hacían lo siervos. Nos ha enseñado con el ejemplo que nosotros tenemos necesidad de ser alcanzados por su amor, que se vuelca sobre nosotros; no podemos prescindir de este, no podemos amar sin dejarnos amar antes por él, sin experimentar su sorprendente ternura y sin aceptar que el amor verdadero consiste en el servicio concreto.

Pero esto es solamente el inicio. La humillación de Jesús llega al extremo en la Pasión: es vendido por treinta monedas y traicionado por un beso de un discípulo que él había elegido y llamado amigo. Casi todos los otros huyen y lo abandonan; Pedro lo niega tres veces en el patio del templo. Humillado en el espíritu con burlas, insultos y salivazos; sufre en el cuerpo violencias atroces, los golpes, los latigazos y la corona de espinas desfiguran su aspecto haciéndolo irreconocible. Sufre también la infamia y la condena inicua de las autoridades, religiosas y políticas: es hecho pecado y reconocido injusto. Pilato lo envía posteriormente a Herodes, y este lo devuelve al gobernador romano; mientras le es negada toda justicia, Jesús experimenta en su propia piel también la indiferencia, pues nadie quiere asumirse la responsabilidad de su destino. Pienso ahora en tanta gente, en tantos inmigrantes, en tantos prófugos, en tantos refugiados, en aquellos de los cuales muchos no quieren asumirse la responsabilidad de su destino. El gentío que apenas unos días antes lo aclamaba, transforma las alabanzas en un grito de acusación, prefiriendo incluso que en lugar de él sea liberado un homicida. Llega de este modo a la muerte en cruz, dolorosa e infamante, reservada a los traidores, a los esclavos y a los peores criminales. La soledad, la difamación y el dolor no son todavía el culmen de su anonadamiento.

Para ser en todo solidario con nosotros, experimenta también en la cruz el misterioso abandono del Padre. Sin embargo, en el abandono, ora y confía: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Suspendido en el patíbulo, además del escarnio, afronta la última tentación: la provocación a bajar de la cruz, a vencer el mal con la fuerza, y a mostrar el rostro de un Dios potente e invencible. Jesús en cambio, precisamente aquí, en el culmen del anonadamiento, revela el rostro auténtico de Dios, que es misericordia. Perdona a sus verdugos, abre las puertas del paraíso al ladrón arrepentido y toca el corazón del centurión. Si el misterio del mal es abismal, infinita es la realidad del Amor que lo ha atravesado, llegando hasta el sepulcro y los infiernos, asumiendo todo nuestro dolor para redimirlo, llevando luz donde hay tinieblas, vida donde hay muerte, amor donde hay odio.

Nos pude parecer muy lejano a nosotros el modo de actuar de Dios, que se ha humillado por nosotros, mientras a nosotros nos parece difícil incluso olvidarnos un poco de nosotros mismos. Él viene a salvarnos; y nosotros estamos llamados a elegir su camino: el camino del servicio, de la donación, del olvido de uno mismo. Podemos encaminarnos por este camino deteniéndonos durante estos días a mirar el Crucifijo, es la “catedra de Dios”. Os invito en esta semana a mirar a menudo esta “Catedra de Dios”, para aprender el amor humilde, que salva y da la vida, para renunciar al egoísmo, a la búsqueda del poder y de la fama. Con su humillación, Jesús nos invita a caminar por su camino. Volvamos a él la mirada, pidamos la gracia de entender al menos un poco de este misterio de su anonadamiento por nosotros; y así, en silencio, contemplemos el misterio de esta semana.