De la familia comboniana:
Para que el recuerdo de nuestros hermanos, antepasados, amigos y familiares difuntos nos haga más conscientes de lo atractivo de la comunión de los santos, como anticipo de la alegría que nos espera. Oremos.
Del Papa:
Oremos por el Papa, para que en el ejercicio de su misión siga acompañando en la fe a la grey que le ha sido encomendada, con la ayuda del Espíritu Santo. Oremos.
El P. Crisóforo Contreras Ramírez, originario de la diócesis de Celaya, celebró el pasado 9 de septiembre sus bodas de oro sacerdotales. Son 50 años al servicio de la misión en México y en Kenia, casi siempre en el delicado trabajo de formar jóvenes misioneros. En la actualidad se encuentra en la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción de Temixco, donde sigue ejerciendo su ministerio con alegría.
El P. Roberto Pérez Córdova, natural de Torreón, festejó sus bodas de plata sacerdotales el 15 de agosto. Ejerció su ministerio sacerdotal en Brasil y en México, donde se encuentra actualmente, en la comunidad de Cochoapa el Grande, entre los indígenas mixtecas.
El mismo día, Solemnidad de la Asunción de María, se cumplieron 25 años de la ordenación sacerdotal del P. José Alberto Pimentel, nacido en Guadalajara y con una gran experiencia misionera en el mundo árabe. También trabajó en Sudáfrica y en los Estados Unidos. Actualmente se encuentra en la comunidad de la colonia Moctezuma, desde donde coordina la página de Facebook de los combonianos de México: “Misión Digital Comboniana”.
El P. José Rodrigo Arizaga Catarino Nació en La Barca, Jalisco, y fue ordenado el mismo día que sus dos compañeros anteriores. Trabajó como misionero en Perú y en Centroamérica y actualmente está a la espera de ser destinado a una comunidad en México.
También el 15 de agosto celebró las bodas de plata sacerdotales el P. José Luis Rodríguez López, natural de Yurécuaro, en la diócesis de Zamora. El P. José Luis estudió la Teología en São Paulo, Brasil, donde se encuentra actualmente como formador de teólogos. Trabajó como misionero en Mozambique y en México. El pasado fin de semana pudo festejarlo en su pueblo natal acompañado de sus familiares y de un grupo de amigos brasileños que vinieron a México para la ocasión.
Que el Señor, por intercesión de San Daniel Comboni, les ayude a seguir fieles a la vocación misionera y sacerdotal.
El Papa Francisco expresa sus condolencias y consuelo a las víctimas del paso del huracán Otis por las costas de México, en un telegrama dirigido a monseñor Leopoldo González, arzobispo metropolitano de Acapulco. La misiva, afirma del cardenal Secretario de Estado, Pietro Parolin, expresa el profundo penar del Santo Padre al recibir la noticia del desastre natural que está afectando las costas del estado de Guerrero ocasionnado víctimas, heridos y numerosos daños materiales.
Su Santidad Francisco – se lee en el mensaje – “ofrece fervientes sufragios por el eterno descanso de los fallecidos, a la vez que pide al Señor conceda su consuelo a quienes sufren los devastadores efectos del huracán y ruega que incremente en la comunidad cristiana, sentimientos de ardiente caridad para colaborar en la reconstrucción de las zonas afectadas”.
El Papa también hace llegar su sentido pésame a los familiares de los difuntos, así como su paterna solicitud y cercanía espiritual a los heridos y damnificados “del querido pueblo de Acapulco, a los que imparte de corazón, la confortante bendición apostólica, como signo de fe y esperanza en Cristo resucitado”.
Gobierno declara Guerrero zona de desastre natural
Son seis los municipios declarados zonas de desastre natural que podrán recibir recursos extraordinarios para enfrentar los ingentes daños causados por las intensas lluvias desatadas por el paso del huracán Otis por las costas del estado de Guerrero, el pasado 25 de octubre, cuando en menos de 12 horas, pasó de tormenta tropical a huracán categoría cinco, la más alta de la escala Saffir Simpson. Luego de 24 horas sin comunicaciones y la caída de la red eléctrica, el Centro Nacional de Prevención de desastres, informó sobre el impacto de Otis, que hasta ahora ha dejado 27 personas muertas, cuatro desaparecidos, decenas de heridos y unas 200 mil personas afectadas.
Crédito: Vaticannews
Me gusta pensar la Iglesia como pueblo fiel de Dios, santo y pecador, pueblo convocado y llamado con la fuerza de las bienaventuranzas y de Mateo 25.
Jesús, para su Iglesia, no asumió ninguno de los esquemas políticos de su tiempo: ni fariseos, ni saduceos, ni esenios, ni zelotes. Ninguna “corporación cerrada”; simplemente retoma la tradición de Israel: “tú serás mi pueblo y yo seré tu Dios”.
Me gusta pensar la Iglesia como este pueblo sencillo y humilde que camina en la presencia del Señor (el pueblo fiel de Dios). Este es el sentido religioso de nuestro pueblo fiel. Y digo pueblo fiel para no caer en los tantos enfoques y esquemas ideológicos con que es “reducida” la realidad del pueblo de Dios. Sencillamente pueblo fiel, o también, “santo pueblo fiel de Dios” en camino, santo y pecador. Y la Iglesia es ésta.
Una de las características de este pueblo fiel es su infalibilidad; sí, es infalible in credendo. (In credendo falli nequit, dice LG 12) Infabilitas in credendo. Y lo explico así: “cuando quieras saber lo que cree la Santa Madre Iglesia, andá al Magisterio, porque él es encargado de enseñártelo, pero cuando quieras saber cómo cree la Iglesia, andá al pueblo fiel.
Me viene a la memoria una imagen: el pueblo fiel reunido a la entrada de la Catedral de Éfeso. Dice la historia (o la leyenda) que la gente estaba a ambos lados del camino hacia la Catedral mientras los Obispos en procesión hacían su entrada, y que a coro repetían: “Madre de Dios”, pidiendo a la Jerarquía que declarase dogma esa verdad que ya ellos poseían como pueblo de Dios. (Algunos dicen que tenían palos en las manos y se los mostraban a los Obispos). No sé si es historia o leyenda, pero la imagen es válida.
El pueblo fiel, el santo pueblo fiel de Dios, tiene alma, y porque podemos hablar del alma de un pueblo podemos hablar de una hermenéutica, de una manera de ver la realidad, de una conciencia. Nuestro pueblo fiel tiene conciencia de su dignidad, bautiza a sus hijos, entierra a sus muertos.
Los miembros de la Jerarquía venimos de ese pueblo y hemos recibido la fe de ese pueblo, generalmente de nuestras madres y abuelas, “tu madre y tu abuela” le dice Pablo a Timoteo, una fe transmitida en dialecto femenino, como la Madre de los Macabeos que les hablaba “en dialecto” a sus hijos. Y aquí me gusta subrayar que, en el santo pueblo fiel de Dios, la fe es transmitida en dialecto, y generalmente en dialecto femenino. Esto no sólo porque la Iglesia es Madre y son precisamente las mujeres quienes mejor la reflejan; (la Iglesia es mujer) sino porque son las mujeres quienes saben esperar, saben descubrir los recursos de la Iglesia, del pueblo fiel, se arriesgan más allá del límite, quizá con miedo, pero corajudas, y en el claroscuro de un día que comienza se acercan a un sepulcro con la intuición (todavía no esperanza) de que pueda haber algo de vida.
La mujer del santo pueblo fiel de Dios es reflejo de la Iglesia. La Iglesia es femenina, es esposa, es madre.
Cuando los ministros se exceden en su servicio y maltratan al pueblo de Dios, desfiguran el rostro de la Iglesia con actitudes machistas y dictatoriales (basta recordar la intervención de la Hna. Liliana Franco). Es doloroso encontrar en algunos despachos parroquiales la “lista de precios” de los servicios sacramentales al modo de supermercado. O la Iglesia es el pueblo fiel de Dios en camino, santo y pecador, o termina siendo una empresa de servicios variados. Y cuando los agentes de pastoral toman este segundo camino la Iglesia se convierte en el supermercado de la salvación y los sacerdotes meros empleados de una multinacional. Es la gran derrota a la que nos lleva el clericalismo. Y esto con mucha pena y escándalo (basta ir a sastrerías eclesiásticas en Roma para ver el escándalo de sacerdotes jóvenes probándose sotanas y sombreros o albas y roquetes con encajes).
El clericalismo es un látigo, es un azote, es una forma de mundanidad que ensucia y daña el rostro de la esposa del Señor; esclaviza al santo pueblo fiel de Dios.
Y el pueblo de Dios, el santo pueblo fiel de Dios, sigue adelante con paciencia y humildad soportando los desprecios, maltratos, marginaciones de parte del clericalismo institucionalizado. Y, ¡con cuánta naturalidad hablamos de los príncipes de la Iglesia, o de promociones episcopales como ascensos de carrera! Los horrores del mundo, la mundanidad que maltrata al santo pueblo fiel de Dios.
XVI ASAMBLEA GENERAL ORDINARIA DEL SINODO DE LOS OBISPOS
Queridas hermanas, queridos hermanos:
Cuando se acerca la conclusión de los trabajos de la primera sesión de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, queremos, con todos vosotros, dar gracias a Dios por la hermosa y rica experiencia que acabamos de vivir. Este tiempo bendecido lo hemos vivido en profunda comunión con todos vosotros. Hemos sido sostenidos por vuestras oraciones, llevando con nosotros vuestras expectativas, vuestras preguntas y también vuestros miedos.
Han pasado ya dos años desde que, a petición del Papa Francisco, se inició un largo proceso de escucha y discernimiento, abierto a todo el pueblo de Dios, sin excluir a nadie para “caminar juntos”, bajo la guía del Espíritu Santo, discípulos misioneros siguiendo a Jesucristo.
La sesión que nos ha reunido en Roma desde el 30 de septiembre constituye una etapa importante en este proceso. Por muchos motivos, ha sido una experiencia sin precedentes. Por primera vez, por invitación del Papa Francisco, hombres y mujeres han sido invitados, en virtud de su bautismo, a sentarse en la misma mesa para formar parte no solo de las discusiones, sino también de las votaciones de esta Asamblea del Sínodo de los Obispos. Juntos, en la complementariedad de nuestras vocaciones, de nuestros carismas y de nuestros ministerios, hemos escuchado intensamente la Palabra de Dios y la experiencia de los demás. Utilizando el método de la conversación en el Espíritu, hemos compartido con humildad las riquezas y las pobrezas de nuestras comunidades en todos los continentes, tratando de discernir lo que el Espíritu Santo quiere decir a la Iglesia hoy.
Así hemos experimentado también la importancia de favorecer intercambios recíprocos entre la tradición latina y las tradiciones del Oriente cristiano. La participación de delegados fraternos de otras Iglesias y Comunidades eclesiales ha enriquecido profundamente nuestros debates. Nuestra asamblea se ha llevado a cabo en el contexto de un mundo en crisis, cuyas heridas y escandalosas desigualdades han resonado dolorosamente en nuestros corazones y han dado a nuestros trabajos una gravedad peculiar, más aún cuando algunos de nosotros venimos de países en los que la guerra se intensifica.
Hemos rezado por las víctimas de la violencia homicida, sin olvidar a todos a los que la miseria y la corrupción les han arrojado a los peligrosos caminos de la emigración. Hemos garantizado nuestra solidaridad y nuestro compromiso al lado de las mujeres y de los hombres que en cualquier lugar del mundo actúan como artesanos de justicia y de paz.
Por invitación del Santo Padre, hemos dado un espacio importante al silencio, para favorecer entre nosotros la escucha respetuosa y el deseo de comunión en el Espíritu.
Durante la vigilia ecuménica de apertura, experimentamos cómo la sed de unidad crece en la contemplación silenciosa de Cristo crucificado. La cruz es, de hecho, la única cátedra de Aquel que, dando su vida por la salvación del mundo, encomendó sus discípulos al Padre, para que ‘todos sean uno’ (Jn 17,21). Firmemente unidos en la esperanza que nos da Su Resurrección, Le hemos encomendado nuestra Casa común, donde resuenan, cada vez con mayor urgencia, el clamor de la tierra y el clamor de los pobres: ‘¡Laudate Deum!’”, recordó el Papa Francisco precisamente al inicio de nuestros trabajos. Día tras día, hemos sentido el apremiante llamamiento a la conversión pastoral y misionera. Porque la vocación de la Iglesia es anunciar el Evangelio no concentrándose en sí misma, sino poniéndose al servicio del amor infinito con el que Dios ama el mundo (cf. Jn 3,16).
Ante la pregunta de qué esperan de la Iglesia con ocasión de este sínodo, algunas personas sin hogar que viven en los alrededores de la Plaza de San Pedro respondieron: “¡Amor!” Este amor debe seguir siendo siempre el corazón ardiente de la Iglesia, amor trinitario y eucarístico, como recordó el Papa, evocando el 15 de octubre, en la mitad del camino de nuestra asamblea, el mensaje de Santa Teresa del Niño Jesús. “Es la confianza” lo que nos da la audacia y la libertad interior que hemos experimentado, sin dudar en expresar nuestras convergencias y nuestras diferencias, nuestros deseos y nuestras preguntas, libre y humildemente.
¿Y ahora? Esperamos que los meses que nos separan de la segunda sesión, en octubre de 2024, permitan a cada uno participar concretamente en el dinamismo de la comunión misionera indicada en la palabra “sínodo”. No se trata de una ideología, sino de una experiencia arraigada en la Tradición Apostólica. Como nos recordó el Papa al inicio de este proceso: “Si no se cultiva una praxis eclesial que exprese la sinodalidad […] promoviendo la implicación real de todos y cada uno, la comunión y la misión corren el peligro de quedarse como términos un poco abstractos” (9 de octubre de 2021). Los desafíos son múltiples y las preguntas numerosas: la relación de síntesis de la primera sesión aclarará los puntos de acuerdo alcanzados, evidenciará las cuestiones abiertas e indicará cómo continuar el trabajo”.
Para progresar en su discernimiento, la Iglesia necesita absolutamente escuchar a todos, comenzando por los más pobres. Eso requiere, por su parte, un camino de conversión, que es también un camino de alabanza: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños” ( Lc 10,21). Se trata de escuchar a aquellos que no tienen derecho a la palabra en la sociedad o que se sienten excluidos, también de la Iglesia. Escuchar a las personas víctimas del racismo en todas sus formas, en particular en algunas regiones de los pueblos indígenas cuyas culturas han sido humilladas. Sobre todo, la Iglesia de nuestro tiempo tiene el deber de escuchar, con espíritu de conversión, a aquellos que han sido víctimas de abusos cometidos por miembros del cuerpo eclesial, y de comprometerse concretamente y estructuralmente para que eso no vuelva a suceder.
La Iglesia necesita también escuchar a los laicos, a las mujeres y a los hombres, todos llamados a la santidad en virtud de su vocación bautismal: el testimonio de los catequistas, que en muchas situaciones son los primeros en anunciar el Evangelio; la sencillez y la vivacidad de los niños, el entusiasmo de los jóvenes, sus preguntas y sus peticiones; los sueños de los ancianos, su sabiduría y su memoria. La Iglesia necesita escuchar a las familias, sus preocupaciones educativas, el testimonio cristiano que ofrecen en el mundo de hoy. Necesita acoger las voces de aquellos que desean ser involucrados en ministerios laicales o en organismos participativos de discernimiento y de decisión. La Iglesia necesita particularmente, para progresar en el discernimiento sinodal, recoger todavía más las palabras y la experiencia de los ministros ordenados: los sacerdotes, primeros colaboradores de los obispos, cuyo ministerio sacramental es indispensable en la vida de todo el cuerpo; los diáconos, que a través de su ministerio representan la preocupación de toda la Iglesia por el servicio a los más vulnerables. Debe también dejarse interpelar por la voz profética de la vida consagrada, centinela vigilante de las llamadas del Espíritu. Y debe también estar atenta a aquellos que no comparten su fe, pero que buscan la verdad, y en los que está presente y activo el Espíritu, Él que ofrece “a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual” (Gaudium et spes 22).
“El mundo en el que vivimos, y que estamos llamados a amar y servir también en sus contradicciones, exige de la Iglesia el fortalecimiento de las sinergias en todos los ámbitos de su misión. Precisamente el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio” (Papa Francisco, 17 de octubre de 2015). No debemos tener miedo de responder a esta llamada. La Virgen María, primera en el camino, nos acompaña en nuestro peregrinaje. En las alegrías y en los dolores Ella nos muestra a su Hijo y nos invita a la confianza. ¡Es Él, Jesús, nuestra única esperanza!
Ciudad del Vaticano, 25 de octubre de 2023