La Palabra en la periferia

La misionera comboniana Lilia Karina Navarrete Solís nació en San Pedro Tlaquepaque, Jalisco, tierra de alfareros. Cuando la hermana Lilia escucha la cita bíblica de Jeremías que habla del barro en manos del alfarero, recuerda su casa, la dedicación y el amor que emplean los alfareros para crear cada vasija. Del mismo modo que el barro en manos del alfarero, la hermana Lilia se ha dejado moldear y conducir por Dios durante toda su vida. Salió de México para trabajar en Brasil, Mozambique, Italia y España. Vive confiada a la acción del Señor que moldea su vida con manos amorosas. A continuación su testimonio misionero y vocacional.

Publicado en: Mundo Negro

Cuando era pequeña, mi madre y mi tía me llevaban con frecuencia a una capilla salesiana que estaba cerca de nuestra casa, y a una parroquia que estaba poco más lejana. Participaba en el coro, y en una ocasión vino una mujer para hablarnos de un país africano que en aquel momento estaba en guerra. Al escucharla yo pensaba: «A mí me gustaría ir a un lugar así, donde pueda dar sentido a mi vida y por el que valdría la pena dejarlo todo». Ese deseo de ir, estar y sanar las heridas de las personas que sufren se quedó en mi corazón. Al salir de la iglesia, aquella mujer me dio un folleto de las Misioneras Combonianas con una dirección detrás. Era muy pequeña y no tuve valor para preguntarle nada, pero me llevé aquel papel y lo conservé como un tesoro.

El tiempo pasó, comencé a estudiar Enfermería y a trabajar haciendo un poco de todo para colaborar con la economía familiar. Curiosamente, el trabajo me condujo hasta una parroquia donde una persona me entregó otro folleto de las Combonianas. No podía ser casualidad. Lo guardé y contacté con las misioneras. A partir de ese momento, comencé a participar una vez al mes en encuentros vocacionales y al finalizar mis estudios, pedí ingresar al Instituto. Mi madre no aceptaba mi opción de ser misionera, pero como la formación era en Guadalajara y no tenía que salir de Jalisco se conformó. Profundicé mi relación con Jesús y me identifiqué enseguida con los ideales de san Daniel Comboni.

Al terminar esta primera etapa me enviaron a Brasil para continuar mi formación. No era el África soñada, pero sí un primer paso para servir al Señor fuera de mi país. Al cabo de unos años regresé con mi familia y mis amigos para decir «sí» al Señor y consagrar mi vida para la misión. Mi alegría fue aún mayor cuando me destinaron a Mozambique. Y mientras mi corazón rebosaba de alegría, el de mi madre lo hacía de tristeza; a pesar de todo, ella me acompañó con el corazón roto, pero lleno de amor.

Un parto y una sorpresa

Pensaba que estaba preparada para la misión en Mozambique, pero me di cuenta de que la gente tenía que enseñarme a ser misionera. En Magunde, en la provincia de Sofala, tuve un encuentro que marcó mi vida. Una mujer había llegado a la maternidad donde yo prestaba mi servicio como enfermera y como no teníamos médicos la atendí en el parto. Mientras ella descansaba me incliné para examinar al bebé. Ella vio la cruz que llevaba en el pecho, la tomó y me preguntó: «¿Qué es eso?». No recuerdo mi respuesta, pero sí mi sorpresa al descubrir que no conocía a Jesucristo. Estuve junto a ella en el momento de dar a luz y sentí que estaba en el lugar indicado.

Durante la época de lluvias nuestra misión se llenaba de lodo y la circulación de vehículos se hacía casi imposible. A veces se agotaban los víveres y los medicamentos de nuestro centro de salud. En una de esas ocasiones en las que nos faltaba de todo y no teníamos espacio, llamó a nuestra puerta una señora muy enferma que había recorrido 40 kilómetros para llegar a nuestra casa. Recuerdo que cuando le explicamos que no podíamos atenderla porque estábamos sin comida ni medicamentos, me escuchó con mucha atención, y después de una pausa me dijo: «Mamá, vine aquí porque sé que me recibirían con las manos abiertas. Si no tienen nada para poder curarme, por lo menos déjenme morir en su compañía». Me quedé sin palabras. Comprendí que si la gente se acercaba a la misión no era por lo que hablábamos de Dios, sino por lo que éramos y hacíamos como mujeres consagradas al servicio de la gente.

En la comunidad de Jambe aprendí lo que significa adorar a Dios en espíritu y en verdad. Jambe está a tres kilómetros de nuestra misión y cuando podía, me gustaba participar en la celebración dominical de la Palabra. Sólo se podía llegar caminando, atravesando los campos y un pequeño río. Los cristianos se reunían a la sombra de un árbol donde habían colgado una cruz. Nunca había visto tanta sed de la Palabra de Dios. Lo que atraía a los cristianos era el encuentro con Dios, escuchar su Palabra y compartir la fe.

La misión del cuidado

Tuve que dejar Mozambique para continuar mi servicio como enfermera en Italia, acompañan-do a hermanas ancianas y enfer-mas. En la comunidad de Arco, provincia de Trento, también he vivido experiencias que han enriquecido mi vida misionera. Ahí encontré a hermanas que lo habían dejado todo para seguir el ideal misionero y dar su vida durante 50 o 60 años en muchos lugares del mundo. Cada una de ellas se había entregado hasta quedar sin fuerzas y sin salud. Cuando regresaban a Italia lo hacían con la tristeza de dejar la misión, pero con el corazón lleno de Dios, de nombres y de historias de las personas que habían llenado sus vidas.

En Italia, donde tuve que afrontar la pandemia, era la responsable de las enfermas en Arco, y aunque hicimos todo lo posible para evitar que el virus entrase en nuestra casa, se cobró la vida de algunas de nuestras hermanas que, a pesar de todo, hasta el último momento siguieron pensando y rezando por aquellos pueblos en los que vivieron y que no tenían los recursos ni las posibilidades de recibir los cuidados que ellas sí tenían.

Finalmente fui destinada a España para trabajar en la pastoral juvenil y en la animación misionera. Me agrada ver este destino como la continuación de la obra de Dios en mí. Lo que inicié como un simple deseo se ha vuelto una opción que da sentido a mi vida. El «sí» que pronuncié ante el Señor el día que me consagré como misionera comboniana ha valido la pena, porque he recibido más de lo que he podido dar.

A los jóvenes les puedo asegurar que aventurarse e iniciar el camino misionero vale la pena. No se necesitan certezas, ni grandes conocimientos, ni siquiera una fe infinita, pero sí el fuerte deseo de conocer a Dios, de estar con las personas y de compartir con ellas lo que somos. El secreto es dejarse moldear por la realidad, por las culturas y por los misterios de Dios que se esconden en la simplicidad de cada día. En verdad, ¡vale la pena arriesgarse!