Por: P. José Luis Mejía

Todos los bautizados formamos parte de la Iglesia. En su mensaje para la Jornada mundial de la oración por las vocaciones, el papa Francisco dice que la Iglesia existe para evangelizar, saliendo de sí misma y esparciendo la semilla del Evangelio en la historia. 

Es bonito ver a muchos jóvenes en diferentes parroquias y colegios católicos que conocen su papel en la Iglesia y están comprometidos en diferentes apostolados juveniles. El bautismo nos hace discípulos de nuestro Señor Jesucristo (Mt 28,19). El discípulo es un alumno que está aprendiendo. Como bautizados somos discípulos que entramos a la escuela de Jesús y así se da un proceso: primero hay un cariño hacia Él, conforme vamos aprendiendo, también lo vamos conociendo y lo vamos amando y nos hacemos sus amigos. Todo esto pasa porque Él nos elige y nos llama para seguirlo y para enviarnos. Al ser discípulos, también seremos misioneros que recibimos su Palabra y nos comprometemos a sembrarla por todo el mundo. 

Muchos jóvenes que sienten el llamado de Jesús, comienzan a buscar la misión a la cual Dios los convoca. Comienzan un proceso que los ayuda a descubrir su vocación específica en la misión de la Iglesia. Cuando el joven descubre que, al formar parte de la Iglesia, está llamado a participar en la misión de Cristo, no duda en darle una respuesta y entra al seminario (en el caso de los hombres) o a la casa de formación femenina (en las mujeres). 

Ya en su formación, los jóvenes van madurando su vocación, se dan cuenta de que cada uno de nosotros es una criatura querida y amada por Dios; van descubriendo su mirada, la cual, siempre nos alcanza, nos conmueve, nos libera y nos trasforma, haciéndonos personas nuevas. El papa Francisco en su mensaje nos dice: «Somos alcanzados por la mirada de Dios que nos llama. La vocación nos hace salir de nosotros mismos… Toda vocación en la Iglesia nos llama a mirar a los demás y al mundo con los ojos de Dios, para servir al bien y difundir el amor, con las obras y con las palabras». 

En estos meses muchos jóvenes tomarán una decisión. Quiero compartir con ustedes el testimonio de algunos de los que están en formación: 

Pablo Beraldi: Un gran saludo a los lectores. Actualmente estoy cursando mi primer año del postulantado comboniano. Me encuentro estudiando mi tercer cuatrimestre de Filosofía. Mi deseo por entrar al seminario se dio gracias a un encuentro personal con la religión católica, la cual conocí por medio de mi familia. De alguna forma, las acciones de Dios en mi vida comenzaron a manifestarse y me llevaron a buscar y discernir cuál era el lugar a dónde me guiaban. 

Después de convencerme de que la vida religiosa era ese llamado, conocí a Wédipo Silva, promotor vocacional de la Ciudad de México, con quien pude entablar una relación amigable y me propuso entrar al seminario. Dentro del sistema formativo me he desplegado en muchos sentidos antes desconocidos para mí, he aprendido algunas cosas de la vida comunitaria, el apostolado, la vida académica y el desarrollo de una espiritualidad con una dirección más formal. En el curso de estos meses he estado disfrutando al máximo estar aquí, explorando la vocación mientras me empapo de toda experiencia que se aproxima. 

Un consejo que puedo dar al joven que tiene la inquietud de entrar al seminario es que mantenga siempre su individualidad y autonomía, tenga un corazón abierto a la realidad de las experiencias que le tocará vivir, tome como ideal de vida a Jesucristo y mantenga viva su interioridad; que esté dispuesto a conocerse a profundidad, y por último, venir limpio de expectativas y exigencias, ya que el asombro es una cualidad que se puede mermar cuando uno exige que la realidad se adecue a sus deseos. 

Espero que mis breves palabras sean de aliento para aquellos que tienen la inquietud de cambiar su estilo de vida y explorar la vocación del misionero comboniano. 

César Daniel Pérez: Soy originario del municipio de El Porvenir, Chiapas. Vengo de una familia, en la cual soy el séptimo de once hijos. Es un honor para mí compartirles parte de mi llamado para que se motiven aquellos jóvenes valientes con inquietud vocacional. Gracias al llamado que recibí, las vocaciones en la familia comenzaron a f lorecer, ahora somos tres integrantes que seguimos a Jesús: dos hermanas y yo. 

Cuando tenía 12 años me tocó vivir el huracán «Stan», que azotó la sierra del estado de Chiapas en 2005; desde ese momento mi vida familiar se transformó (nos movimos a Socoltenango). Tuve que trabajar para que mis hermanos siguieran estudiando. A los 13 años sentí el amor y presencia de la Virgen María; a partir de ahí le encomendé mi vida. 

Emigré a los Estados Unidos, fue un viaje difícil. En el desierto caminamos tres días y tres noches sin agua ni comida, pedí ayuda a la Virgen María y logramos llegar. Trabajé 5 años en Los Ángeles, California, en el trascurso de esos años iba a visitar a la Virgen María en la iglesia de San Juan de La Cruz. Yo no había tenido un encuentro con Jesús Eucaristía; por tanto, iba con la devoción de estar con María, pero fue ella quien me fue dirigiendo hacia su Hijo y eso lo podía sentir cada vez más fuerte en mi corazón. Me hice feligrés y me encontré con Cristo. Un día fui a visitarlo y encontré a una religiosa que me dijo: «Acércate. Él quiere que seas su sacerdote», me puse a llorar porque no tenía estudios avanzados. Pero le dije a Dios: «Señor, te seguiré a donde quieras que vaya, pero ayúdame». Desde ese día comencé a buscar seminarios. Encontré a un sacerdote comboniano que me fue dirigiendo, me decía: «Te mandaré a una etapa con los Servidores de la Palabra, si te gusta te envío al seminario». Esa etapa fue hermosa. El padre Jesús Silva me visitaba en la casa de formación de los servidores. Ya casi para terminar los votos temporales, me preguntó: «¿Por qué te gustaría ser sacerdote?» Le contesté: «Para trabajar con la gente pobre, estar con ellos y llevarles la Palabra». Me pidió que escribiera una carta a los Misioneros Combonianos, que se dedican a evangelizar a los más pobres y abandonados. Terminé los votos temporales de ocho meses con los servidores, di gracias y regresé a México. 

Hice mi primer preseminario en Sahuayo, Michoacán, ahí tuve mi primer contacto con los combonianos. Al terminarlo, el promotor vocacional, el hermano Jorge Rodríguez, nos dio a todos los participantes una carta que contenía la respuesta de si éramos aceptados o no al seminario, pero nos dijo que la abriéramos hasta llegar a casa. Todo el camino de Michoacán a Chiapas sufrí por el resultado; llegué a casa, entré en mi cuarto y me arrodillé, abrí la carta y, con lágrimas en los ojos, leí que había sido aceptado. En ese momento mi corazón sintió mucha alegría y abracé a mis hermanos y hermanas de felicidad. 

Ya cumplí seis años de formación, mis sueños a futuro son: aprender inglés, estudiar en Kenia e ir de misión a Sudán del Sur, uno de los países más pobres del mundo. Invito a los jóvenes a buscar sin miedo el llamado de Cristo en su corazón; Él sabrá dirigirlos. Los invito a encontrar en la vida misionera una opción por los más abandonados del planeta. Les comparto una frase de nuestro fundador, san Daniel Comboni: «El día más feliz de mi vida, será aquel que pueda dar mi vida por ustedes». Les pido su oración por las vocaciones, en especial por la mía.