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La responsabilidad de formar hermanos misioneros

Por: Hno. Jean Marie Mwamba Kabaya
desde Nairobi (Kenia)

MND

El 18 de octubre de 2023 llegué a Nairobi para comenzar mi servicio como formador en el Centro Internacional de Hermanos, última etapa formativa para aquellos jóvenes misioneros combonianos que deciden consagrarse para la Misión como hermanos y no como sacerdotes. Conozco la capital keniana porque me formé en esta misma comunidad y, además, en 2015 obtuve aquí mi doctorado en Filosofía. Aunque no es la primera vez que la congregación me pide este servicio –ya he sido formador de postulantes en Togo y en mi país, la República Democrática del Congo–, antes de venir amplié mis estudios en este campo en la Universidad Pontificia Salesiana de Roma.

Para este curso, seremos 14 miembros en la comunidad, uno más que el año pasado. En 2024 estamos celebrando los 50 años de la llegada de los primeros misioneros combonianos a Kenia y, por primera vez, tendremos en nuestra comunidad un hermano misionero de este país, lo que consideramos una feliz coincidencia. Además de los siete hermanos misioneros y los dos formadores –el Hno. Christophe Yata, de Togo, y yo–, nuestra comunidad acoge a cinco escolásticos, jóvenes combonianos candidatos al sacerdocio que acaban de llegar a Kenia y están aprendiendo inglés. En total, en la comunidad están representadas ocho nacionalidades. 

Nuestra vida comunitaria está bastante bien estructurada. De lunes a viernes todos estudian. Mientras que los escolásticos avanzan con el idioma, los hermanos siguen sus clases en el Instituto de Ministerialidad Social de la Universidad Tangaza, situada a unos 30 minutos en coche de nuestra casa. Las tardes las dedicamos al trabajo manual, las catequesis y el estudio. No faltan los momentos para el deporte, los encuentros festivos o el ensayo de cantos, todo ello intercalado con los imprescindibles tiempos para la oración. Todos los días tenemos la eucaristía a las siete y media de la mañana, que celebra algún sacerdote de la casa provincial, situada junto a la nuestra.

Tenemos un gallinero, criamos conejos y cultivamos un pequeño huerto. Desde que llegué, nunca hemos comprado legumbres porque las producimos nosotros. Aunque la congregación aporta el 80 % de nuestro presupuesto, con estas actividades y mi pequeño salario de profesor intentamos cubrir el resto. Además de su valor económico, estas tareas ayudan a los hermanos a comprender el valor del trabajo y la necesidad de comprometerse en proyectos de autofinanciación para que luego, cuando sean enviados a la misión, hagan lo propio con la gente.

Los fines de semana están dedicados al apostolado. Nos dividimos en tres grupos. Unos van a la parroquia Nuestra Señora de Guadalupe, muy cerca de nuestra casa; otros a nuestra parroquia comboniana de Kariobangi; y los últimos a la barriada de Kibera, también próxima a la comunidad. En las dos primeras, los hermanos y los escolásticos acompañan a los grupos infantiles y juveniles, mientras que en Kibera colaboramos con una ONG que distribuye alimentos y otras ayudas de emergencia entre las familias más pobres. Yo suelo acompañar a los chicos a Kibera, donde tantas personas viven hacinadas en condiciones muy difíciles.

Entre mis responsabilidades como formador está la de preparar las catequesis, lo que me obliga a estar siempre en una actitud de búsqueda y de formación permanente. También hago el seguimiento formativo de los jóvenes y al menos una vez al mes me encuentro con cada uno de ellos. Me alegra que abran su corazón y me cuenten sus dificultades, algo que, a la vez, me interpela a ser coherente en mi vida misionera. Soy consciente de la confianza que la congregación ha puesto en mí, por lo que intento responder lo mejor que puedo, a pesar de mis límites personales. Trato de aplicar lo que me enseñó un profesor sobre este proceso: saber cuándo hay que estar próximo a los jóvenes y cuándo distanciarse y dejarlos caminar solos.

Mi mayor alegría como formador y educador es ver que las personas a las que has acompañado tienen éxito en la vida. Llevo muy poco tiempo en Nairobi, pero en mi país he vivido experiencias muy bonitas, como cuando antiguos postulantes que ahora son sacerdotes me impusieron las manos después de su primera misa en señal de bendición. Da mucha alegría ver cómo jóvenes que llegan a las casas de formación con dificultades con la lengua y muy poco conocimiento de lo que significa la vida consagrada y comunitaria, poco a poco van madurando humana y espiritualmente.

Por otro lado, mi mayor sufrimiento como formador es tener que decirle a un joven que regrese a casa. En la Universidad Pontificia Salesiana nos decían que debemos saber tomar decisiones, por duras que sean las circunstancias. Cuesta escribir un informe negativo de alguien, porque cada persona es un misterio y nunca estás seguro al cien por cien de tu parecer. Estoy contento, aunque también un poco preocupado por la disminución de vocaciones misioneras de hermanos en nuestro instituto. Rezo para que el Señor siga enviando vocaciones santas y capaces de hermanos para la Misión.

En la imagen superior, el Hno. Jean Marie, tercero por la izquierda, con un grupo de postulantes combonianos en su graduación en Kisangani (RDC). Fotografía: Hno. Jean Marie Mwamba Kabaya.

Un amor que nos impulsa a conocer y saber amar

Ilaria y Federica, LMC
Desde Carapira, Mozambique

Estamos aquí de nuevo para daros noticias y compartir, con vosotros, este último tiempo. Durante estos meses, desgraciadamente, nos resulta difícil responder a todos vuestros mensajes (que son muchos), debido a acontecimientos imprevistos, pero todo esto forma parte de estar en misión y vivirla plenamente, hasta el último momento de cada día.

La última vez, os contamos la pena de despedirnos del Padre Jaider, el padre comboniano, que partió urgentemente hacia su tierra natal, debido a repetidas enfermedades.

Pues bien, el mismo día, exactamente un mes después de su partida (de nuevo el 5, pero de julio), la comunidad de los Padres Combonianos fue golpeada de nuevo por una terrible noticia. Mientras esperábamos para acoger a un hermano comboniano de vuelta de sus vacaciones en su tierra natal, recibimos la noticia de su muerte durante la noche, el mismo día en que debía reunirse con nosotros.

A día de hoy, la comunidad comboniana sólo está formada por un padre y un estudiante de teología. Han sido meses difíciles, intensos, llenos de obstáculos, pero incluso en este tiempo, la infinita misericordia y bondad de Dios no ha cesado de obrar maravillas y de darnos la fuerza para afrontar este tiempo y seguir mirando hacia un horizonte cada vez más alto junto a estos hermanos y hermanas nuestros. De hecho, ha sido precisamente en este tiempo de fatiga, de fragilidad, cuando el Señor nos ha unido aún más como comunidad con los padres, como familia comboniana, y nunca hemos dejado de sentir que el Señor nos guiaba. Es precisamente en la fragilidad donde al Señor le gusta trabajar, si dejamos siempre todo en sus manos y nos confiamos a su Gracia.  Como dice una mujer sabia que camina con nosotros: «construye con los que quieren construir y avanza siempre con la alegría que viene del Señor»; son palabras verdaderas, porque cuanto más dejamos todo en manos del Señor, más construye Él.

En estos nuestros primeros seis meses en Mozambique, no han faltado las dificultades y los obstáculos, y en algunos casos no han sido fáciles de superar, sobre todo los surgidos de las personas más cercanas a nosotros, pero realmente sólo con la ayuda del Señor, con vuestra presencia, con vuestro haceros oír, y con la ayuda de la gente, hemos conseguido mantener siempre viva en nuestros corazones, la alegría, la paz y la esperanza, para seguir abrazando esta maravillosa tierra, rica en belleza pero al mismo tiempo con muchas contradicciones.

Cada día, la gente de Macua nos enseña y nos da la alegría de compartir nuestras vidas con ellos. Durante este tiempo, también hemos vivido momentos inesperados y enriquecedores, como la visita del consejo general de las hermanas combonianas y, a principios de agosto, también la de los padres del consejo general comboniano. Cuánta Gracia hemos recibido, inesperada y enriquecedora…

Dentro de nuestros corazones, se abren sueños más grandes con horizontes más amplios que parten de la escucha de la realidad en la que estamos insertos; todo esto sabemos con certeza que con nuestras solas fuerzas, no podremos lograrlo.

Durante este tiempo, hemos tratado de permanecer siempre un paso por detrás para observar y tratar de entender cuáles son las principales necesidades de esta tierra y hacerles realmente protagonistas de su historia y de su tierra. Esta es nuestra misión: crear relaciones verdaderas y auténticas, tender puentes, crear una red. 

Somos extraordinariamente felices a pesar de algunas dificultades y alguna malaria que nos azota (las dos estamos a 2), pero la alegría, la esperanza, la pasión y el amor que sentimos por esta tierra es un impulso que nos mueve cada día a seguir sembrando y construyendo. También os seguimos dando las gracias a todos y cada uno de vosotros, porque vuestra presencia, cercanía y ayuda son combustible para seguir ilusionándonos y creciendo, para poder construir un futuro mejor junto a estas personas, y para sentirnos todos peregrinos de la esperanza en un mundo mejor, donde todas las personas tengan derecho a vivir una vida digna.

Todos somos misión y nosotras, con todos vosotros, nos sentimos como en familia.

Un abrazo desde el fondo de nuestros corazones. Seguimos rezando por todos vosotros y vosotras también, seguid rezando por nosotras.

Con amor, profundo aprecio y gratitud.

Ila y Fede, LMC

Asesinado en Honduras Juan Antonio López, defensor del medio ambiente

El defensor del medio ambiente y miembro de la Red Eclesial Mesoamericana, Juan Antonio López, fue asesinado el pasado domingo 14 de septiembre al salir de misa. El hecho ha sido condenado por la Conferencia Episcopal de Honduras y el Consejo Episcopal Latinoamericano. (Foto: ADN-CELAM)

Juan Antonio López era concejal, líder de comunidades eclesiales de base, integrante de la Red Eclesial Mesoamericana y miembro del Consejo Apostólico Nacional de la Compañía de Jesús en Honduras. Su lucha por la defensa del medio ambiente y en contra de los proyectos mineros, así como su defensa de los recursos minerales de Honduras, del río Guapinol y del parque nacional Botaderos Carlos Escaleras Mejía, hicieron que su vida sufriera varias amenazas. El pasado domingo, al salir de la celebración eucarística, fue asesinado a tiros en su carro.

La Conferencia Episcopal de Honduras expresó a través de un comunicado que “como pastores de la Iglesia que peregrina en Honduras, repudiamos enérgicamente este vil asesinato y pedimos a las autoridades que no sólo se hable de justicia, sino que se trabaje diligente y sinceramente en el deber de garantizarla a todos los ciudadanos”.

Por su parte, el Consejo Episcopal Latinoamericano comunicó su repudio ante el suceso, el cual calificó como el “reflejo de una pequeña porción de la sociedad que es intolerante, injusta y que quiere imponer su voluntad por medio de la fuerza”. En este sentido, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos exigió una investigación pronta e imparcial que permitan sancionar a los responsables del asesinato.

Domingo XXIV ordinario. Año B

El tiempo del testimonio

24ª Domingo del Tiempo Ordinario (B)
Marcos 8,27-35: “Tú eres el Cristo”

El pasaje del evangelio de hoy nos presenta la llamada confesión de Pedro en Cesarea de Filipo, un episodio también relatado por San Mateo y San Lucas. El evangelio de San Marcos, escrito principalmente para los catecúmenos, tiene como tema central la identidad de Jesús. Una pregunta lo recorre de principio a fin: “¿Quién es este?” (Mc 4,41). El título que San Marcos dio a su evangelio era: “Comienzo del evangelio de Jesús, Cristo, Hijo de Dios” (1,1). Con el pasaje de hoy llegamos al centro del itinerario que nos propone su evangelio: “¡Tú eres el Cristo!”. La confesión de fe en la mesianidad de Jesús es el primer gran objetivo y marca el punto de cambio hacia una segunda etapa, la del reconocimiento de su filiación divina, que ocurrirá ante la cruz: “¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios!” (15,39).

¡Tú eres el Cristo!”. Mientras la multitud intuye que Jesús es un personaje especial, pero lo interpreta con categorías del pasado (Juan el Bautista, Elías o uno de los profetas), Pedro ve en Jesús al Mesías, aquel que Israel esperaba desde hace siglos, anunciado por los profetas. Una figura, por tanto, que viene “del futuro”, en cuanto promesa de Dios, y se proyecta hacia el porvenir como esperanza de Israel.

La palabra hebrea Mashiah o Mesías, traducida como “Cristo” en griego, significa “Ungido”. Los ungidos (con aceite perfumado) eran los reyes, los profetas y los sacerdotes en el momento de su elección. Con el tiempo, el Mesías, el Cristo, el Ungido por excelencia, se convirtió en el libertador escatológico esperado por el pueblo de Dios, considerado por algunos de estirpe sacerdotal, por otros de estirpe real.

Jesús era el Mesías, el Cristo. Él mismo lo reconoce durante el interrogatorio ante el sanedrín: “¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?” Jesús respondió: “¡Yo soy!” (Mc 14,60-61), provocando el escándalo del sumo sacerdote. Entonces, ¿por qué Jesús impuso silencio a los apóstoles, “ordenándoles severamente que no hablaran de él a nadie”? Porque ese título estaba cargado de expectativas terrenales y de ambigüedades. Israel esperaba un Mesías terrenal y glorioso, mientras que Jesús sería un Mesías derrotado y humillado. Solo después de su pasión y muerte, cuando quedó claro qué tipo de mesianismo era el suyo –el del “Siervo de Yahvé” de la primera lectura–, entonces el título de Cristo se convirtió en su segundo nombre. Lo encontramos más de 500 veces en el Nuevo Testamento, casi siempre como un nombre compuesto: Jesucristo, o Nuestro Señor Jesucristo.

Jesús “comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía sufrir mucho… y hacía este discurso abiertamente”. “Comenzó”: ¡se trata de un nuevo comienzo! Cada etapa alcanzada se convierte en un nuevo punto de partida, porque Dios siempre está más allá. La nueva etapa es la de la cruz, palabra que aparece aquí en San Marcos por primera vez. Y aquí Pedro, orgulloso de haber superado la etapa anterior, tropieza de inmediato, es más, se convierte él mismo en piedra de tropiezo (Mt 16,23).

A este nuevo comienzo corresponde una nueva vocación, dirigida tanto a los discípulos como a la multitud: “Convocando a la multitud junto con sus discípulos, les dijo: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. Esta nueva etapa no es para simples simpatizantes o aficionados. El camino se hace arduo. Se trata de llevar la cruz (cada día, dice Lucas), es decir, asumir la propia realidad, sin soñar con otra, y seguir a Jesús. La apuesta es grande: ganar o perder la propia vida, ¡la verdadera!

Puntos de reflexión

Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Esta pregunta interroga a los discípulos de Jesús de todos los tiempos y exige de nosotros una respuesta personal, consciente y existencial. Conocemos bien la opinión de la gente. Para muchos, Jesús de Nazaret es un personaje especial de la historia, un hombre de Dios, un soñador o un revolucionario. Sin embargo, para la mayoría, es una figura del pasado que ha cumplido su tiempo. “Pero para vosotros, ¿para ti quién soy yo?”. La conjunción adversativa “pero” que precede a la pregunta siempre nos opondrá a la opinión común. El discípulo de Jesús se separa de la multitud anónima para hacer una profesión de fe en Jesús de Nazaret como el Mesías, el Cristo, consagrado con la unción y enviado a traer la Liberación al mundo (Lucas 4,18-21).

Para el cristiano, Cristo es la clave de la historia y el sentido de la vida. “Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que ha de venir, el Todopoderoso”, “el Primero y el Último, y el Viviente”, “el Principio y el Fin” (Apocalipsis 1,8; 1,17-18; 21,6; 22,13). Sin su “Yo Soy”, yo no soy. Como oraba Hilario de Poitiers (+367): “Antes de conocerte, no existía, era infeliz, el sentido de la vida me era desconocido y en mi ignorancia mi ser profundo se me escapaba. Gracias a tu misericordia, he comenzado a existir”.

Confesar que Jesús es el Cristo implica estar dispuesto a sufrir su mismo destino. El nuestro será siempre más un tiempo de mártires, de testigos. No será un martirio glorioso y heroico, sino humilde y oculto. El cristiano es quien acoge y custodia “el testimonio de Jesús” (Apocalipsis 1,2.9; 12,17; 19,10; 20,4), el “Testigo fiel” (1,5; 3,14) para comunicarlo a la humanidad: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito” (Juan 3,16).

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


¿Quién dice la gente que soy yo?

Jesús se dirigió con sus discípulos a las aldeas de Cesarea de Filipo, por el camino les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Ellos le contestaron: “Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros que Elías; y otros que alguno de los profetas”. “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”, les preguntó Jesús. Pedro le respondió: “¡Tú eres el Mesías!”. Pero Jesús les ordenó que no dijeran nada a nadie acerca de él.

Jesús, entonces, comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía padecer mucho, que sería rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los maestros de la Ley, que lo matarían, pero que resucitaría a los tres días. Y con absoluta claridad les hablaba de estas cosas. Pedro llevó aparte a Jesús y comenzó a reprenderlo. Pero Jesús se volvió y, en presencia de sus discípulos, reprendió a Pedro diciéndole: “¡Ponte detrás de mí, Satanás, tú no piensas como Dios sino como los hombres!”.

Luego Jesús convocó a la gente y a sus discípulos y les dijo: “Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará”.

(Marcos, 8, 27-35)

¿Quién dice la gente que soy yo? Ciertamente no se trata de una pregunta que manifieste la preocupación de Jesús por el qué dirá la gente. No es cuestión de defender o de proteger una imagen o una opinión que puede situar a la persona en niveles de popularidad o de desconocimiento.

¿Qué dice la gente y qué dicen ustedes? Son preguntas que llevan a los discípulos a una profesión de fe, a un reconocimiento de Jesús como el Mesías. Tú eres nuestro Señor y nuestro Salvador, tú eres la presencia de Dios entre nosotros. Tú eres la persona en quien se cumplen todas las promesas de nuestro Dios.

Estamos en la mitad del evangelio de san Marcos y es el momento crucial. Se termina una experiencia que ha llevado a los discípulos a reconocer, a través de los signos y de los prodigios hechos, a Jesús como el Señor de sus vidas, el Mesías que estaban esperando.

Ha sido maravilloso ver cómo Jesús con su poder y su autoridad puede transformar la vida de todas las personas que se encuentran con él.

Han visto enfermos ser sanados, paralíticos que se ponían de pie, sordos que han empezado a oír, mudos a los que se les soltó la lengua, pobres que han disfrutado de las multiplicaciones de los panes y de los peces, muertos que han vuelto a la vida. Y, sobre todo, han visto a pecadores volver al camino de Dios y se han maravillado con la propuesta de una vida distinta en donde toda persona tiene un lugar y en donde se puede vivir en respeto y en fraternidad.

Pedro, tomando la palabra en nombre de los demás apóstoles, no podía decir otra cosa distinta a lo que cada uno de ellos tenía en la punta de la lengua. Tú eres el Mesías, el enviado de Dios que estábamos esperando.

La gente podía decir muchas cosas acerca de Jesús, cada uno según la experiencia que había hecho encontrándose con él, pero para los apóstoles era algo distinto, era el Señor que les había cambiado la vida y ahora les compartía la misión que había recibido para cumplir la voluntad de su padre. Esa misión que pasaría por el camino de la pasión, de la muerte y de la resurrección.

En contraste a todo lo maravilloso que habían visto durante los primeros años de la misión de Jesús, ahora él les empezaba a hablar de otra realidad que les resultaría difícil de entender y de aceptar. ¿Cómo era posible que el Señor, con tanto poder, hablara ahora de ser entregado, de tener que padecer y sufrir humillaciones y de morir en una cruz? Ese anuncio ya desentonaba con todo lo que cada uno se había ido imaginando que sería su futuro en el Reino iniciado por Jesús.

Los apóstoles y muchos otros discípulos se esperaban algo muy distinto. Basta recordar a los dos que bajaban de Jerusalén a Emaús, con el corazón desconsolado y sus ilusiones por los suelos. Nosotros creíamos que éste vendría a cambiarnos la vida.

Y Pedro, tratando de arreglar las cosas a su conveniencia, va a hacer la amarga experiencia de constatar que su manera de pensar no es la de Dios, que sus intereses no son los del Reino, que, a lo mejor, su estar con Jesús todavía no está fincado en auténticas motivaciones.

Todavía no había entendido que para llegar a la gloria del Señor le sería necesario poner sus píes sobre las huellas del Señor y hacer el duro camino de la pasión y de la muerte, de la entrega total de toda su vida.

Esta va a ser precisamente la segunda etapa del Evangelio. De aquí en adelante Pedro y los demás discípulos van a ser preparados para acompañar a Jesús en la experiencia que lo llevará hasta Jerusalén para ahí entregar su vida y cada uno de ellos tendrán que pasar por esa misma experiencia.

Y la conclusión de esta página del Evangelio aparece clara. Ahora que han entendido quién soy, podría decir Jesús, saben que para ser discípulos míos van a tener que renunciar a sus vidas, van a tener que aceptar una vida que no está hecha de comodidades y de confort, van a tener que cargar con la cruz del sufrimiento, de la incomprensión, del rechazo y del desprecio de los demás. Los que quieran salvar sus vidas las perderán, pero los que las pierdan por mí las salvarán.

Es muy probable que escuchando este evangelio también nosotros nos sintamos interpelados por Jesús y escuchamos en nuestro interior las mismas interrogantes. ¿Quién dice la gente de hoy que soy yo? Ciertamente que muchas personas ni siquiera se molestan en hacerse la pregunta. Para muchos de nuestros contemporáneos Jesús es un desconocido o alguien ante quien se asume una actitud de total indiferencia. No hace parte de nuestras prioridades o de nuestros intereses.

Para nosotros, cristianos, también no resulta dar una respuesta contundente, pues muchas veces nuestras actitudes demuestran que nos intereses están puestos en todo menos en la persona de Jesús.

Podemos muchas veces tener el nombre de Jesús en nuestros labios y no podemos negar que sabemos muchas cosas sobre él, pero a la hora de poner nuestra confianza en él no acabamos de dar el último paso. Como Pedro, quisiéramos que Jesús fuera menos exigente y que se adecuara más a nuestras necesidades.

Nos cuesta entender y aceptar esa lógica del Evangelio que va contra corriente de lo que nos propone a diario el mundo en el que estamos sumergidos. Nos resulta inaceptable el lenguaje que habla de sacrificio, de entrega, de resistencia en el sufrimiento y en dolor. No acabamos de comprender por qué es necesario entregar la vida para poder salvarla.

Y, tal vez, la razón es porque no acabamos de entender que el secreto de la vida es el amor y amar no es otra cosa que vivir dándose a los demás.

P. Enrique Sánchez G., mccj

Las guerras son una derrota

Por: + Felipe Cardenal Arizmendi Esquivel
Obispo Emérito de SCLC

Foto: ADN-CELAM

MIRAR

Las guerras actuales más conocidas mediáticamente son la de Rusia contra Ucrania y la de Israel contra el Grupo Palestino Hamás. Hay muchas otras guerras en diversas partes del mundo, que no son tan conocidas, pero que causan enormes sufrimientos, sobre todo en los civiles, en los niños y en tantas víctimas inocentes. Aunque se alegue que pelean por defender sus derechos violentados por la contraparte, siempre es una derrota de la fraternidad y del diálogo, una derrota de la paz y de la justicia. También hay guerras en las familias, en la política partidista y en otras instancias, a veces con armas muy destructoras de la convivencia pacífica.

El 1 de enero de 1994, en Chiapas, se levantaron en armas miles de indígenas para exigir un cambio en las políticas económicas y sociales del sistema imperante en el país. Los obispos de entonces en esa región, Samuel Ruiz, Felipe Aguirre y un servidor, al tercer día del levantamiento emitimos un comunicado en que denunciábamos las causas estructurales de la marginación indígena y pedíamos justicia hacia ellos, pero rechazábamos la vía armada como método de cambio. Mons. Samuel siempre luchó por los derechos indígenas, pero nunca estuvo de acuerdo en el uso de las armas, porque sabía que muchos indígenas serían masacrados por el ejército nacional. Afortunadamente, la sociedad civil del país se movilizó pidiendo justicia para los oprimidos, pero también el cese de la guerra. Esta duró sólo diez días, pero dejó una gran cantidad de heridos y muertos, así como divisiones internas en la sociedad chiapaneca, incluso entre los mismos indígenas.

La política seguida en el actual sexenio de gobierno, que está por concluir, fue abrazos y no balazos, para no seguir la llamada guerra contra el narcotráfico del gobierno anterior, con el argumento de evitar más derramamiento de sangre en el país. Sin embargo, esa estrategia ha dejado como consecuencia la libre actuación de grupos criminales dedicados no tanto al trasiego de drogas, sino a la extorsión. Ellos, con armamento pesado y sofisticado, han ganado en poder y dominan amplias regiones del país, incluido mi pueblito; secuestran, levantan y asesinan a quienes no se someten a sus arbitrariedades. Nos sentimos desprotegidos por el gobierno e indefensos para defender el trabajo honrado de tantas personas a quienes aquellos exigen grandes cantidades de dinero para dejarlos vivir y trabajar. No abogamos por guerras sangrientas, sino por una nueva inteligencia que desarme a esos tipos y evite tanta injusticia que sufren los pobres. Y que no se presuma en informes finales de que todo está bien y de que hemos progresado mucho. ¿Con qué ojos ven la realidad?

DISCERNIR

El Dicasterio para la Doctrina de la Fe, en su Declaración Dignitas infinita, considera las guerras como algo contrario a la dignidad humana:

“Otra tragedia que niega la dignidad humana es la que provoca la guerra, hoy como en todos los tiempos: guerras, atentados, persecuciones por motivos raciales o religiosos, y tantas afrentas contra la dignidad humana van multiplicándose dolorosamente en muchas regiones del mundo, hasta asumir las formas de la que podría llamar una ‘tercera guerra mundial en etapas’. Con su estela de destrucción y dolor, la guerra atenta contra la dignidad humana a corto y largo plazo: incluso reafirmando el derecho inalienable a la legítima defensa, así como la responsabilidad de proteger aquellos cuya existencia está amenazada, debemos admitir que la guerra siempre es una ‘derrota de la humanidad’. Ninguna guerra vale las lágrimas de una madre que ha visto a su hijo mutilado o muerto; ninguna guerra vale la pérdida de la vida, aunque sea de una sola persona humana, ser sagrado, creado a imagen y semejanza del Creador; ninguna guerra vale el envenenamiento de nuestra Casa Común; y ninguna guerra vale la desesperación de los que están obligados a dejar su patria y son privados, de un momento a otro, de su casa y de todos los vínculos familiares, de amistad, sociales y culturales que se han construido, a veces a través de generaciones. Todas las guerras, por el mero hecho de contradecir la dignidad humana, son conflictos que no resolverán los problemas, sino que los aumentarán. Esto es aún más grave en nuestra época, en la que se ha convertido en normal que, fuera del campo de batalla, mueran tantos civiles inocentes” (38).

“En consecuencia, aún hoy la Iglesia no puede dejar de hacer suyas las palabras de los Pontífices, repitiendo con san Pablo VI: «¡Nunca jamás guerra! ¡Nunca jamás guerra!», y pidiendo, junto a san Juan Pablo II, «a todos en nombre de Dios y en nombre del hombre: ¡no matéis! ¡No preparéis a los hombres destrucciones y exterminio! ¡Pensad en vuestros hermanos que sufren hambre y miseria! ¡Respetad la dignidad y la libertad de cada uno!». Precisamente en nuestro tiempo, éste es el grito de la Iglesia y de toda la humanidad. Por último, el Papa Francisco subraya que «no podemos pensar en la guerra como solución, debido a que los riesgos probablemente siempre serán superiores a la hipotética utilidad que se le atribuya. Ante esta realidad, hoy es muy difícil sostener los criterios racionales madurados en otros siglos para hablar de una posible ‘guerra justa’. ¡Nunca más la guerra!». Como la humanidad vuelve a caer a menudo en los mismos errores del pasado, para construir la paz es necesario salir de la lógica de la legitimidad de la guerra. La íntima relación que existe entre fe y dignidad humana hace contradictorio que se fundamente la guerra sobre convicciones religiosas: quien invoca el nombre de Dios para justificar el terrorismo, la violencia y la guerra, no sigue el camino de Dios: la guerra en nombre de la religión es una guerra contra la religión misma” (39).

ACTUAR

Oremos por la paz en el mundo y por el bienestar de nuestra patria: que ya no haya guerras en las familias, en las comunidades, en la política partidista, y que se conviertan los grupos criminales hacia el respeto a los derechos de los demás, para que gocemos de paz y tranquilidad. Empecemos por nuestra familia.

Domingo XXIII ordinario. Año B

Jesús sana nuestra comunicación

23ª Domingo del Tiempo Ordinario (B)
Marcos 7,31-37: “¡Hace oír a los sordos y hablar a los mudos!”
JESÚS SANA NUESTRA COMUNICACIÓN

El episodio de la curación del sordomudo narrado en el evangelio de hoy se encuentra solo en San Marcos. Está situado fuera de los límites de Palestina, en la Decápolis, en territorio pagano. La anotación geográfica es un poco extraña porque Jesús, para descender hacia el lago de Genesaret, primero se desplaza hacia el norte (de Tiro a Sidón, en el actual Líbano) y luego desciende por la vertiente oriental del Jordán, en territorio de la Decápolis (en la actual Jordania). Jesús es un “traspasador de fronteras” y a menudo no sigue el camino recto, porque quiere alcanzar a todos en nuestros caminos tortuosos y llevar el evangelio a los vastos territorios paganos de nuestra vida.

El texto dice que el sordomudo fue “llevado” a Jesús por otras personas que “le rogaron que le impusiera las manos”. Encontramos otros casos en los evangelios en los que la iniciativa para pedir la curación de alguien es tomada por otros. Esto ocurre especialmente cuando el enfermo está imposibilitado de acudir a Jesús (véase el paralítico de Cafarnaúm: Marcos 2,1-12; y el ciego de Betsaida: Marcos 8,22-26). Pero todos necesitamos ser “llevados” por los hermanos y la comunidad. Jesús entonces “lo toma aparte, lejos de la multitud”, no solo para evitar la publicidad, sino para favorecer un encuentro personal con este hombre.

La modalidad de curación es bastante inusual: Jesús “le puso los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua; luego, mirando al cielo, suspiró y le dijo: ‘Effatá’, es decir: ‘¡Ábrete!'”. Por lo general, basta un gesto o una palabra de Jesús para operar la curación. Aquí el evangelista quizá quiera subrayar nuestra resistencia, por un lado, y el involucramiento de Jesús en nuestra situación, por otro. Este relato nos recuerda la curación del ciego de Betsaida, en territorio de Galilea, que ocurrirá más tarde (Marcos 8,22-26). Paganos o creyentes, todos necesitamos ser sanados en nuestros sentidos espirituales para tener una relación nueva con Dios y con los hermanos. Así se cumple lo que Isaías había profetizado en la primera lectura: “Entonces se abrirán los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los sordos. Entonces el cojo saltará como un ciervo, gritará de alegría la lengua del mudo”.

Puntos de reflexión

1. Todo comienza con la escucha.

En la Sagrada Escritura, el sentido privilegiado en la relación con Dios es el oído. Encontramos 1.159 veces el verbo escuchar en el Primer Testamento, a menudo teniendo a Dios como sujeto (biblista F. Armellini). Por eso el primer mandamiento es Shemá Israel, Escucha Israel (Dt 6,4). Ser sordo era una patología grave, un castigo (véase Juan 9,2), porque imposibilitaba la escucha de la Torá. Por eso los profetas anunciaban para los tiempos mesiánicos: “Oirán en aquel día los sordos las palabras del libro” (Isaías 29,18). En realidad, el camino del creyente es una apertura progresiva y una sensibilidad hacia la escucha: “Cada mañana hace atento mi oído para que escuche como los discípulos. El Señor Dios me ha abierto el oído y yo no he opuesto resistencia” (Isaías 50,4-5).

Vivimos en una sociedad acústicamente contaminada, con el riesgo de una “otosclerosis”, el endurecimiento de nuestro oído, por habituación o por defensa. Esta “sordera física” puede repercutirse en la esfera espiritual. La voz de Dios se convierte en una entre tantas y, incluso, superada por otras voces amplificadas por los medios. El creyente tiene una extrema necesidad de ser continuamente sanado de la sordera del corazón.

2. De la escucha nace la palabra.

De la escucha nace la palabra verdadera, la comunicación auténtica. La sanación de la lengua es consecuente a la del oído: “Se le abrieron los oídos, se desató el nudo de su lengua y hablaba correctamente”.

En un mundo hiperconectado crece la Babel de la incomunicabilidad, que se manifiesta en el lenguaje falso y manipulador, en el acoso y la opresión. La palabra se banaliza, se mortifica y se vuelve insignificante, generando un bloqueo comunicativo, la soledad y el mutismo. Esta situación se refleja tanto en el ámbito familiar y en las relaciones interpersonales como en la sociedad y en la Iglesia.

Debería preocuparnos especialmente la afonía de la Iglesia y del cristiano. Un cristiano afónico difícilmente puede comunicar la buena nueva del evangelio. La afonía de la Iglesia corroe la dimensión profética de la fe, con el riesgo de hacerla cómplice de la injusticia que se propaga en el mundo.

¿Qué hacer para “hablar correctamente” como el hombre del evangelio? ¿Cómo recuperar la voz profética de “quien clama en el desierto”, para hacer resonar la Palabra en los numerosos desiertos del mundo de hoy?

Tal vez nos falte esa media hora de silencio de la que habla el Apocalipsis: “Cuando el Cordero abrió el séptimo sello, hubo silencio en el cielo como por media hora.” (8,1). Tal vez en la Iglesia estamos demasiado acostumbrados a subir a la cátedra y menos a callar y hacer silencio. Sin silencio: no hay discernimiento para captar la “gravedad” del momento que vivimos; no hay sensibilidad para abrirse al asombro de la intervención divina; no hay palabra iluminada para leer el presente. Como el profeta Elías, necesitamos frecuentar el Horeb de nuestra fe, la cruz de Cristo, para captar la nueva modalidad de la presencia de Dios en la “voz del silencio” (1 Reyes 19,12).

Tal vez nos falta la higiene matutina del alma. Todos los días lavamos cuidadosamente los oídos y la boca, pero a menudo descuidamos el lavado de los oídos y de la boca del corazón. Habría que recordar, cada mañana, el evento de nuestro bautismo y, sumergiendo en esas aguas nuestras manos, repetir interiormente, en oración, el Effatá bautismal: “¡El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, me conceda escuchar hoy su palabra y profesar mi fe, para alabanza y gloria de Dios Padre!”

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


¡Effatá! ¡Ábrete!

“Jesús dejó el territorio de Tiro, pasó por Sidón y se dirigió de nuevo al lago de Galilea atravesando la Decápolis. Le llevaron a un hombre sordo y tartamudo y le suplicaban que impusiera sobre él la mano. Jesús lo apartó de la multitud y, a solas con él, le metió los dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua. Luego, mirando al cielo, suspiró y dijo: “¡Effatá!”, que quiere decir: “¡Ábrete!”. Al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de su lengua y comenzó a hablar sin ninguna dificultad. Jesús les ordenó que no lo dijeran a nadie, pero cuanto más él insistía, más lo divulgaban ellos. Y llenos de asombre comentaban: “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos”. (Marcos 7, 31-37)

La historia del evangelio de hoy seguramente traía muchos recuerdos a quienes veían actuar a Jesús con tanto poder y autoridad. El profeta Isaías había anunciado que el Dios de Israel “despegaría los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos se abrirán. Entonces el lisiado saltará como un ciervo y la lengua del mudo cantará”. (Isaías 35, 4-6) Esos serían los signos que manifestarían la presencia de Dios en medio de su pueblo.

Jesús pasa incansablemente en medio de toda la gente de su pueblo y en todas partes va haciendo obras extraordinarias que manifiestan la llegada del Reino de Dios, la llegada de los tiempos nuevos en los cuales él aparece como el Mesías, el Salvador en quien se cumplen todas las promesas de los profetas.

El Señor acercándose a ese hombre sordo y tartamudo, lo invita a entrar en su corazón, lo lleva a parte y se ocupa de él. Como se ocupará siempre de todas las personas que tienen necesidad, de todos aquellos que no logran escuchar y entender su palabra.

Hay, en este pequeño texto, algunas palabras que son muy importantes para entender el mensaje que se nos quiere compartir. Oír, hablar, tocar, abrir, anunciar, reconocer.

El hombre que le llevan a Jesús está sordo, no oye y, por lo tanto, seguramente tampoco entiende en profundidad lo que le dicen. La sordera es algo que lo encierra en su mundo y lo aísla de los demás, negándole una posibilidad de vida plena. Se le niega hacer la experiencia de las relaciones necesarias para vivir como persona.

 No oye y eso crea en él una dependencia, una incapacidad que obliga a los demás a intervenir para poder ponerlo en contacto con Jesús. Este es un detalle importante que nos recuerda que siempre tendremos necesidad de mediaciones para acercarnos al Señor y que no vamos solos en el camino de la fe.

Era sordo y tartamudo y con ello aparece también su incapacidad de comunicarse tranquila y confiadamente. No puede compartir la riqueza que lleva dentro.

Tal vez no le faltaban las palabras, pero no lograba transmitir adecuadamente la riqueza de su vida. Todos llevamos dones magníficos en nosotros mismo cuyos destinatarios son los demás, pero muchas veces somos torpes en nuestra manera de compartirlos, tartamudeamos.

Pero aquel hombre tuvo la fortuna de que Jesús apareciera en su camino y se acercara para sacarlo de su sufrimiento. Jesús lo toca y su mano se convierte en instrumento que reintegra a la vida. Lo toca con su mano y con el gesto de la saliva le hace el don de su propia vida.

Y el milagro se lleva a cabo cuando, con autoridad Jesús le dice “ábrete”. Jesús lo libera de su incapacidad, lo sana abriéndolo a una experiencia nueva que le permite reconocerlo y aceptarlo en su vida como salvador. Empezó a hablar sin dificultad, volvió a ser la persona que tenía que ser siempre y se convierte en testigo del Señor.

En nuestras vidas se repite la misma historia y muchas veces nos damos cuenta de que no oímos lo que el Señor nos está diciendo. No entendemos por qué nos toca pasar por algunas experiencias que nos roban el aliento y la vida.

Estamos sordos a la voz del Señor que nos habla a través de su palabra, pero también a través de tantos acontecimientos sencillos que la vida va poniendo ante nosotros.

Atrapados en las preocupaciones de todos los días, no sabemos decir a los demás lo bello que Dios va haciendo en nosotros. Nuestras palabras parecen inadecuadas y nos cuesta compartir lo bueno que llevamos en nuestro interior. Dejamos que el silencio nos gane y nos aislamos de los demás, dejamos que el egoísmo nos gane y vivimos preocupados de nosotros mismos.

En lugar de cantar alegremente las maravillas del Señor, nos contentamos con tartamudear aquello que nos aflige y nos roba las ganas de vivir.

Pero el evangelio nos trae la buena noticia. Jesús está en camino hacia nosotros y no le importa dar una gran vuelta hasta encontrarnos. Como lo hizo yendo de Tiro hasta Galilea.

Jesús llega para poner su mano sobre nosotros, de manera que podamos sentir la bendición, el alivio y la curación que se nos otorga a través de él.

Aquí lo importante es estar dispuestos a dejarse tocar por él, dejar que su presencia cubra todo nuestro ser, que sus manos toquen nuestras sorderas y su saliva se convierta en medicina que nos sane de todas nuestras mediocridades.

¡Ábrete! Es invitación y orden. Abrirnos a su presencia y a su palabra es la oportunidad que se nos brinda a diario para salir de lo que nos tiene atrapados en vidas vividas a mitad.

Abrirse significa, creer, confiar, esperar. Es capacidad de apostarle a lo positivo, a lo que entusiasma y a lo que genera alegría en nuestra vida. Abrirse, quiere decir capacidad de reconocer la presencia bondadosa de Dios a cada instante y en cada situación que nos toca afrontar. Es poder decir: aquí está Dios y está haciendo lo mejor por mí.

¿Cuántas veces tendremos que oír con fuerza esa invitación de la parte del Señor? ¿A cuántas cosas tendremos que abrirnos para caer en la cuenta de que él nos lleva por caminos seguros y que podemos confiar en su palabra como garantía de felicidad?

Aquí está Jesús y todo lo está haciendo bien para que nada me falte y para que con sencillez pueda convertirme en testigo de su presencia en mí.

Aquí está Jesús y siento su mano que toca mi corazón y me convierte en testigo de su amor.

Aquí está Jesús hoy, en medio de nosotros, y reconociendo su presencia seguramente iremos como misioneros a llevarlo al corazón de tantas personas que lo necesitan, porque son los sordos y los tartamudos de nuestro tiempo.

Como aquella gente que encontró a Jesús, también nosotros estamos invitados a ir y compartir la experiencia que hemos hecho de él, pues reconocemos con asombro y gratitud todo lo que está haciendo en nosotros.

Que su mano toque nuestros oídos para entenderlo y nuestras bocas para anunciarlo.

P. Enrique Sánchez G. mccj


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