I Domingo de Adviento. Año A
“En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: Así como sucedió en tiempos de Noé, así también sucederá cuando venga el Hijo del hombre. Antes del diluvio, la gente comía, bebía y se casaba, hasta el día que Noé entró en el arca. Y cuando menos lo esperaban, sobrevino el diluvio y se llevó a todos. Lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre. Entonces, de dos hombres que estén en el campo, uno será llevado y el otro será dejado; de dos mujeres que estén juntas moliendo trigo, una será tomada y la otra dejada.
Velen, pues, y estén preparados, porque no saben qué día va a venir su Señor. Tengan por cierto que si un padre de familia supiera a qué hora va a venir el ladrón, estaría vigilando y no dejaría que se le metiera por un boquete en su casa. También ustedes estén preparados, porque a la hora que menos lo piensen, vendrá el Hijo del hombre”. (Mateo 24, 37-44)
Estén preparados
P. Enrique Sánchez, mccj
Con este domingo iniciamos el tiempo del Adviento, un tiempo de espera y de preparación a la venida del Señor entre nosotros.
Nos preparamos a celebrar el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios y queremos disponer nuestro corazón para acogerlo, para que se quede con nosotros el resto de nuestras vidas.
En este tiempo queremos crear las condiciones favorables para que Dios entre en nuestras vidas y deseamos reconocerlo contemplando el rostro de Jesús que se hace uno de nosotros compartiendo su divinidad con lo frágil de nuestra humanidad. Las lecturas de la Palabra de Dios nos invitan a ir al encuentro del Señor, vayamos a su encuentro, nos dice la primera lectura, para reconocerlo como arbitro de las naciones y juez de los pueblos.
Vayamos para descubrirlo como el Dios que viene para empezar tiempos nuevos en donde puedan existir la justicia y la paz, pues acabará con nuestras guerras.
Este es el momento, dice san Pablo a los romanos, es la hora para que despierten del sueño, porque la salvación está más cerca que cuando empezamos a creer.
Es un tiempo para que dejemos a un lado las obras de las tinieblas y nos dejemos invadir por la luz del Señor que viene.
Es tiempo en el que Dios quiere sacudirnos para que nos liberemos de todo aquello que nos tiene aturdidos y acomodados en estilos de vida que impiden abrirse a la novedad de Dios; es tiempo para dejar que Dios construya su morada en nosotros y nos contagie de su alegría y de su felicidad.
El adviento es tiempo de espera, pero también es tiempo que nos llama a la conversión, a un cambio profundo de vida que nos permita deshacernos de todo aquello que nos esclaviza o que nos paraliza en nuestro camino de fe.
Se trata de un tiempo que nos ofrece la posibilidad de reordenar nuestras vidas dejando a un lado, como dice san Pablo, todo lo deshonesto que se nos ha podido ir pegando en el camino con el pasar de los días.
Son apenas unas cuantas semanas en las que se nos invita a volver a lo bueno y a lo noble que hemos recibido del Señor y que debería caracterizar nuestras vidas.
Es volver a darle un orden a nuestra vida que permita resplandecer la luz del Señor que quiere habitar en nuestros corazones, preparándonos para poder reconocerlo en el niño frágil que nos aparecerá en el pesebre.
El evangelio de este domingo nos invita a estar vigilantes y preparados porque no sabemos el momento en que el Señor llegará y haciéndonos recordar lo que había sucedido en tiempos de Noé nos permite confrontar lo que también en nuestros tiempos nos toca vivir.
Como en tiempos de Noé, también hoy parece que resulta muy fácil vivir en lo superficial y en lo pasajero.
Muchos de nuestros intereses, si no estamos atentos, terminan por hacer que vivamos preocupados por lo material o vivimos en lo pasajero. Basta ver cómo en estos días nuestras ciudades y en especial los centros comerciales, se han llenado de luces y de adornos navideños, pero detrás de las luces y de los colores ha ido desapareciendo la imagen de Jesús.
La publicidad nos muestra comidas y botellas de bebidas, joyas, perfumes y vestidos elegantes para ser regalados, pero entre tantos arreglos y moños de colores no aparece quien debería estar en el centro por ser el festejado.
La invitación que nos hace el evangelio a velar y a estar vigilantes es algo que debería acompañar nuestro caminar en este adviento. No se trata de ponerse a la defensiva, sino de estar atentos para reconocer al Señor que viene a nosotros y nos sorprenderá de muchas maneras.
Hay que estar vigilantes porque a todas horas el Señor se hace presente y debemos estar listos para reconocerlo en lo sencillo de nuestra vida, en los pequeños acontecimientos que van haciendo la trama de nuestra vida, en las personas humildes y maravillosas que va poniendo en nuestro camino; pero también en los momentos de silencio y de recogimiento que podemos dedicar en estos días a la oración y a la contemplación del misterio de Dios que se hace uno de nosotros.
Hay mucho esperar en este tiempo y hay que ponernos en una situación que nos permita dejarnos sorprender por todo lo que Dios va preparando para nosotros, invitándonos a tomar el camino que conduce a Belén.
Tal vez nos podría ayudar a vivir más intensamente este tiempo de Adviento el preguntarnos ¿A quién espero en esta próxima Navidad? ¿Qué puedo hacer para crear un espacio en mi vida en donde el Señor pueda venir a poner su morada? ¿Cómo me inspiran María y José con su experiencia y ejemplo preparándose a recibir a Jesús en sus vidas?
Ojalá que no nos dejemos atrapar en la euforia navideña que ha transformado un momento tan especial y tan rico de motivos para acercarnos al Señor en un algo puramente comercial, superficial y pasajero.
Que el Señor nos conceda mantener muy vivo y despierto en nuestro corazón el deseo de encontrarnos con él en esta Navidad, para que contemplando el rostro del Niño Dios podamos entender el amor que Dios ha tenido por nosotros.
Que nuestro Adviento sea una espera intensa y bien recompensada con la bendición de acoger a Jesús en lo más profundo de nuestras vidas.
Signos de los tiempos
José Antonio Pagola
Estad en vela.
Los evangelios han recogido, de diversas formas, la llamada insistente de Jesús a vivir despiertos y vigilantes, muy atentos a los signos de los tiempos. Al principio, los primeros cristianos dieron mucha importancia a esta “vigilancia” para estar preparados ante la venida inminente del Señor. Más tarde, se tomó conciencia de que vivir con lucidez, atentos a los signos de cada época, es imprescindible para mantenernos fieles a Jesús a lo largo de la historia.
Así recoge el Vaticano II esta preocupación: “Es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de esta época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y futura…”.
Entre los signos de estos tiempos, el Concilio señala un hecho doloroso: “Crece de día en día el fenómeno de masas que, prácticamente, se desentienden de la religión”. ¿Cómo estamos leyendo este grave signo? ¿Somos conscientes de lo que está sucediendo? ¿Es suficiente atribuirlo al materialismo, la secularización o el rechazo social a Dios? ¿No hemos de escuchar en el interior de la Iglesia una llamada a la conversión?
La mayoría se ha ido marchando silenciosamente, sin sacar ruido alguno. Siempre han estado mudos en la Iglesia. Nadie les ha preguntado nada importante. Nunca han pensado que podían tener algo que decir. Ahora se marchan calladamente. ¿Qué hay en el fondo de su silencio? ¿Quién los escucha? ¿Se han sentido alguna vez acogidos, escuchados y acompañados en nuestras comunidades?
Muchos de los que se van eran cristianos sencillos, acostumbrados a cumplir por costumbre sus deberes religiosos. La religión que habían recibido se ha desmoronado. No han encontrado en ella la fuerza que necesitaban para enfrentarse a los nuevos tiempos. ¿Qué alimento han recibido de nosotros? ¿Dónde podrán ahora escuchar el Evangelio? ¿Dónde podrán encontrarse con Cristo?
Otros se van decepcionados. Cansados de escuchar palabras que no tocan su corazón ni responden a sus interrogantes. Apenados al descubrir el “escándalo permanente” de la Iglesia. Algunos siguen buscando a tientas. ¿Quién les hará creíble la Buena Noticia de Jesús?
El Papa viene insistiendo en que el mayor peligro para la Iglesia no viene de fuera, sino que está dentro de ella misma, en su pecado e infidelidad. Es el momento de reaccionar. La conversión de la Iglesia es posible, pero empieza por nuestra conversión, la de cada uno.
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Adviento
José Luis Sicre
Los textos bíblicos de los cuatro domingos de Adviento no constituyen propiamente una preparación a la Navidad, sino una introducción a todo el nuevo año litúrgico. Por eso abarcan etapas muy distintas: 1) lo que se esperó del Mesías antes de su venida; 2) su nacimiento; 3) su actividad pública, y las reacciones que suscitó; 4) su vuelta al final de los tiempos.
Estas cuatro etapas se mezclan cada domingo y resulta difícil relacionar las distintas lecturas. Si buscamos un elemento común sería el tema de la esperanza: ¿qué debemos esperar?, ¿cómo debemos esperar?
1. ¿Qué debemos esperar?
La utopía de la paz universal
La primera lectura (Isaías 2,1-5) responde a una de las experiencias más universales: la guerra. Israel debió enfrentarse desde su comienzo como estado a pueblos pequeños, a guerras civiles y a grandes imperios. Pero no sólo los israelitas era víctimas de estas guerras, sino todos los países del Cercano Oriente, igual que hoy día lo son tantos países del mundo.
Podríamos contemplar este hecho con escepticismo: el ser humano no tiene remedio. La ambición, el odio, la violencia, siempre terminan imponiéndose y creando interminables conflictos y guerras. Sin embargo, la lectura de Isaías propone una perspectiva muy distinta. Todos los pueblos, asirios, egipcios, babilonios, medos, persas, griegos, cansados de guerrear y de matarse, marchan hacia Jerusalén buscando en el Dios de Israel un juez justo que dirima sus conflictos e instaure la paz definitiva.
El texto de Isaías une, lógicamente, la desaparición de la guerra con la desaparición de las armas. En este contexto, hoy día es frecuente hablar de las armas atómicas, los submarinos nucleares, los drones de última generación. Quisiera recordar unos datos muy distintos, de armas mucho más sencillas.
Se estima que en el mundo existe un arsenal de 639.000.000 de armas de fuego, la mitad de las cuales en manos de civiles, el resto a disposición de los cuerpos policiales y de seguridad, lo que supone un arma por cada diez personas.
Desde que finalizó la Segunda Guerra Mundial (1945), unos 30 millones de personas han perecido en los diferentes conflictos armados que han sucedido en el planeta, 26 millones de ellas a consecuencia del impacto de armas ligeras. Estas armas, y no los grandes buques o los sofisticados aviones de combate, son las responsables materiales de cuatro de cada cinco víctimas, que en un 90% también han sido civiles (mujeres y niños en particular).
Esta primera lectura bíblica nos anima a esperar y procurar que un día se haga realidad lo anunciado por el profeta: De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra.
2. ¿Cómo debemos esperar?
Vigilancia ante la vuelta de Jesús (Mateo 24,37-44)
La liturgia da un tremendo salto y pasa de las esperanzas antiguas formuladas por Isaías a la segunda venida de Jesús, la definitiva. En el contexto del Adviento, esta lectura pretende centrar nuestra atención en algo muy distinto a lo habitual. Los días previos al 24 de diciembre solemos dedicarlos a pensar en la primera venida de Cristo, simbolizada en los belenes. El peligro es quedarnos en un recuerdo romántico. La iglesia quiere que miremos al futuro, incluso a un futuro muy lejano: el de la vuelta definitiva de Jesús, y la actitud de vigilancia que debemos mantener.
La actitud de vigilancia queda expuesta en dos comparaciones, una basada en el AT, y otra en la experiencia diaria.
La primera hace referencia a lo ocurrido en tiempos del diluvio. Antes de él, la gente llevaba una vida normal, despreocupada. La catástrofe le parecía inimaginable. Lo mismo ocurrirá cuando venga el Hijo del Hombre. Por tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor.
La segunda comparación está tomada de la vida diaria: la del dueño de una casa que desea defender su propiedad contra los ladrones. El mensaje es el mismo: estad en vela.
A propósito de estas comparaciones podemos indicar dos cosas:
1) Ambas insisten en que la venida del Hijo del Hombre será de improviso e imprevisible; no habrá ninguna de esas señales previas que tanto gustaban a la apocalíptica (oscurecimiento del sol y de la luna, terremotos, guerras, catástrofes naturales).
2) Las dos comparaciones exhortan a la vigilancia, a estar preparados, pero no dicen en qué consiste esa vigilancia y preparación; se limitan a crear un interés por el tema. Esta falta de concreción puede decepcionar un poco. Pero es lo mismo que cuando nos dicen al comienzo de un viaje en automóvil: «ten cuidado». Sería absurdo decirle al conductor: «Ten cuidado con los coches que vienen detrás», o «ten cuidado con los motoristas». El cristiano, igual que el conductor, debe tener cuidado con todo.
3. ¿Cómo debemos esperar?
Disfrazarnos de Jesús (Romanos 13,11-14)
Pablo parte de la experiencia típica de las primeras comunidades cristianas: la vuelta de Jesús es inminente, «nuestra salvación está más cerca», «el día se echa encima». El cristiano, como hijo de la luz, debe renunciar a comilonas, borracheras, lujuria, desenfreno, riñas y pendencias. Es el comportamiento moral a niveles muy distintos (comida, sexualidad, relaciones con otras personas) lo que debe caracterizar al cristiano y como se prepara a la venida definitiva de Jesús. Ese pequeño catálogo podría haberlo firmado cualquier filósofo estoico. Pero Pablo añade algo peculiar: «Vestíos del Señor Jesucristo». Esto no es estoico, es típicamente cristiano: Jesús como modelo a imitar, de forma que, cuando la gente nos vea, sea como si lo viese a él. Creo que Pablo no tendría inconveniente en que sus palabras se tradujesen: «Disfrazaos del Señor Jesucristo». Comportaos de tal forma que la gente os confunda con él. Buen programa para comenzar el Adviento.
Adviento: tiempo de espera de la humanidad y tiempo de misión
Romeo Ballan, mccj
Hoy damos inicio a un nuevo año litúrgico, con el compromiso misionero de anunciar “la Alegría del Evangelio”, como el Papa Francisco nos ha encomendado durante octubre misionero extraordinario, y nos enseña repetidas veces. El Papa nos estimula a salir al encuentro del Señor que viene también en la próxima Navidad, para ofrecer a todos la vida de Jesucristo. (*) En este año litúrgico (Año A) nos acompaña el Evangelio de Mateo, que podemos llamar también el Evangelio del Emmanuel; en efecto, “Dios con nosotros” es uno de los nombres de Jesús, y lo encontramos al comienzo y al final del texto de Mateo: ver Mt 1,18 y Mt 28,20.
Al comienzo del tiempo litúrgico del Adviento, vuelve con fuerza el imperativo de la vigilancia (Evangelio): “Velen, pues, porque no saben qué día vendrá su Señor. Entiéndanlo bien… Estén preparados” (v. 42-44). Los ejemplos que Jesús emplea – la experiencia de la gente en los días de Noé antes del diluvio (v. 37-39) y la llegada del ladrón a la hora que menos se piensa (v. 43) – no están ahí para infundir terror, sino para estimular a la vigilancia y animar la esperanza para el encuentro con el Salvador. La vigilancia no es algo especulativo, sino la capacidad espiritual de captar los signos de la salvación de Dios presentes en la historia humana. Velar es mantenerse firmes en la Palabra del Señor, sin titubeos y sin buscar falsos mensajes. La vigilancia es una manera de vivir y afrontar la realidad; es una actitud concreta de compromiso y esperanza.
Todos – creyentes y no – estamos inmersos en los mismos acontecimientos de la historia humana; sin embargo, la comprensión de ellos cambia radicalmente, según cómo se los mire. La fe, en efecto, es una clave de lectura de los acontecimientos, capaz de captar y de evidenciar un plan amoroso de salvación que otros, al no poseer este don, no captan y no se dan cuenta de nada (v. 39). Las actividades pueden ser las mismas, pero el creyente y el no creyente, el cristiano y el no cristiano, las viven de manera diferente, e incluso opuesta. Jesús lo explica hablando de la gente en los días de Noé antes del diluvio: comer, beber, casarse, trabajar en el campo o en casa… (v. 38-41) son realidades ordinarias de la vida cotidiana que se pueden vivir distraídamente o bien como momentos de salvación.
“La diferencia entre el creyente y el no creyente no radica tanto (o solo) en determinados comportamientos externos, sino en una actitud interior diferente. El no creyente vive como si Dios no existiera; como si Dios no tuviera que llegar nunca para él… El creyente, en cambio, vela, sabe que el Señor no tarda. No vive de una manera acomodaticia, sin importarle cómo. No se instala en una cotidianidad alienante. El creyente no rehúye el presente; es más, se compromete lo mismo que los demás; pero no queda preso de las cosas” (Horacio Petrosillo). San Pablo (II lectura) llama así las dos maneras opuestas de vivir: obras de las tinieblas o armas de la luz. El cristiano debe escoger, sin tardar, porque el tiempo es un don precioso para la salvación (v. 11). Sobre este famoso texto paulino fue madurando la conversión del joven Agustín. ¡Y descubrió la vida plena!
Ya desde el comienzo del Adviento, aparece el tema fuerte de la paz y el desarme (I lectura). El pequeño reino de Judá estaba amenazado e involucrado en una guerra arriesgada contra Asiria. El rey, atemorizado, busca alianzas militares estratégicas. Tan solo el profeta Isaías “ve más allá, ve lejos”, invita a la confianza en Dios, único árbitro de pueblos numerosos, y lanza un desconcertante oráculo de paz: nada menos que transformar las armas en instrumentos de producción y desarrollo: hacer arados de las espadas, sacar hoces de las lanzas (v. 4). ¡No más armas de muerte, no se adiestrarán más para la guerra! La utopía será una realidad, dice el profeta, el día en que todos “caminemos hacia la luz de Yahvé” (v. 5). Los cristianos tenemos aquí nuevas motivaciones para apostar siempre y definitivamente por la paz y el desarme.
La reducción-eliminación de las armas, antes que una decisión política, es un imperativo que nace de la fe en Cristo. En nombre de esta fe, es un deber protestar y denunciar a los gobiernos por los excesivos, criminales y absurdos gastos militares y por la fabricación y el comercio de nuevas armas de muerte. El Papa Francisco las ha condenado nuevamente el domingo pasado, 24 de noviembre, en un discurso en Nagasaki, durante su reciente viaje a Japón: “En el mundo de hoy, en el que millones de niños y familias viven en condiciones infrahumanas, el dinero que se gasta y las fortunas que se ganan en la fabricación, modernización, mantenimiento y venta de armas, cada vez más destructivas, son un atentado continuo que clama al cielo”.
Isaías es también el profeta de la universalidad de la salvación que Dios ofrece a todos los pueblos (v. 2-3). Nosotros los cristianos, que ya creemos en Cristo, sabemos quién es el Salvador que ha venido, que viene y que vendrá también en la próxima Navidad, a la cual nos estamos preparando; mientras que los no cristianos –que son todavía la mayor parte de la familia humana (dos terceras partes)– esperan, o no han acogido aún, el anuncio de Cristo Salvador. Por eso, el Adviento, que nos recuerda el largo tiempo de espera de la humanidad, es un tiempo litúrgico propicio para redescubrir “la Alegría del Evangelio” y para despertar en nosotros los cristianos la conciencia de la responsabilidad misionera, con la oración, el testimonio y el anuncio.
Un Juicio Que Salva
Fernando Armellini
Introducción
¡Teme el juicio final de Dios!
Esta es la amenaza que aun usan algunos predicadores para persuadir—cada vez en forma menos eficaz—a alejarse del mal.
La imagen de un Dios juez está presente en el Evangelio, especialmente en el de Mateo donde aparece casi en cada página. ¿Qué sentido tiene?
La rendición de cuentas al final de los tiempos está demasiado lejano y es muy débil para ejercer un impacto sobre las decisiones que se toman en el tiempo presente, sobre todo esa sentencia inapelable, de tipo forense, pronunciada por Dios al final de la vida no servirá a ninguno: en ese momento será imposible recuperar el tiempo perdido o usado mal.
A nosotros nos interesa el otro Juicio de Dios: aquel que Él pronuncia en nuestro tiempo presente.
Delante de las decisiones que todos nosotros estamos llamados a realizar, escuchamos muchos “juicios”: el de los amigos, el de la publicidad, el de la moda, de la vanidad, de los celos, del orgullo, de la moral de nuestros días… y hay también—aunque débil, silenciado, cubierto por otras “sentencias”—el juicio de Dios, el único que nos indica el camino de la vida, es el único que al final se descubrirá válido.
Vigilar quiere decir saber discernir, estar en grado de acoger el juicio que puntualmente llegará si bien en modos y en los momentos más inesperados. * Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“Haz que yo siga, oh Señor, tus juicios”.
Primera Lectura: Isaías 2,1-5
2,1: Visión de Isaías, hijo de Amós, acerca de Judá y de Jerusalén: 2,2: Al final de los tiempos estará firme el monte de la casa del Señor, sobresaliendo entre los montes, encumbrado sobre las montañas. Hacia él confluirán las naciones, 2,3: caminarán pueblos numerosos. Dirán: Vengan, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob: él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas, porque de Sión saldrá la ley; de Jerusalén, la Palabra del Señor. 2,4: Será el árbitro entre las naciones, el juez de pueblos numerosos. De las espadas forjarán arados; de las lanzas, hoces. No alzará la espada pueblo contra pueblo, ya no se adiestrarán para la guerra. 2,5: Casa de Jacob, ven, caminemos a la luz del Señor. – Palabra de Dios
Los israelitas al menos una vez al año tenían que visitar el tempo de Jerusalén para participar en las fiestas, ofrecer sacrificios y cumplir con las promesas.
Isaías—el profeta nacido y crecido en un ambiente aristocrático y culto de la capital—ha visto cada día grupos de peregrinos subir al monte del Señor “entre gritos de júbilo de una multitud en fiesta” (Sal 42,5). Un espectáculo emocionante que ha suscitado en su ánimo sensible los sueños, la espera y las esperanzas que nos ha entregado en el magnífico poema que hoy nos propone la Primera Lectura.
Los tiempos son difíciles, la situación es dramática para el pequeño Reino de Judá ya atacado por una coalición de pueblos que quieren involucrarlo en una guerra temeraria contra Siria. El ejército enemigo se acerca y “el corazón del Rey Acaz y el de su pueblo comienzan a agitarse, como se agitan las ramas del bosque con el viento” (Is 7,2).
Todos están aterrados, solo Isaías mantiene la calma e invita a confiar en Dios: Jerusalén no será conquistada—asegura—y luego como en un rapto de éctasis y con la mirada fija hacia el futuro lejano, pronuncia su oráculo.
Ahí esta—dice—veo el monte de la casa del Señor, sobresaliendo como el punto más alto de la tierra; veo una multitud inmensa de peregrinos de cada pueblo, raza, lengua y nación (v. 2) que se dirigen hacia el Santuario. No van a ofrecer sacrificios, holocaustos o incienso, sino van a escuchar la Palabra del Señor, quieren instruirse en sus caminos (v. 3).
El fruto del acercamiento al monte de la casa del Señor es la paz, descrita con imágenes sugestivas (v. 4).
Los instrumentos de muerte—las espadas y las lanzas—se transforman en instrumentos de producción, en arados y hoces para la cosecha.
Los pueblos destruyen las armas y ponen fin a las guerras. Es el auspicio del desarme universal, es el reino de la justicia, de las bendiciones de Dios.
Mensajes similares—al menos en apariencia—han sido ya pronunciados. Son innumerables las inscripciones encontradas sobre las lapidas y textos literarios que celebran las gestas gloriosas de los faraones y de los soberanos del antiguo Medio Oriente: todos anuncian la paz.
La subida al trono de un nuevo rey era proclamada siempre como el inicio de una edad de oro. Un canto sobre Ramsés IV, en un lenguaje casi mesiánico, proclama: “aquellos que tenían hambre fueron saciados y están contentos, los desnudos son vestidos de lino fino y aquellos que eran prisioneros fueron liberados, aquellos que peleaban en este país se han pacificado”.
Sin embargo, precisamente en el día en que se autoproclamaba pacificador del mundo, el faraón en una ceremonia ritual lanzaba una flecha hacia cada punto cardinal: gesto con el cual quería atemorizar a cualquiera que tuviese en mente atacar a su país. Prometía la paz, pero continuaba a considerarla posible solo con la amenaza del uso de la fuerza, con la ostentación del poder de las armas.
Isaías anuncia una paz diferente que no se basa en astucias, sobre cálculos humanos, sino en la adhesión de todos los pueblos—convocados en la “ciudad de la paz”—por la Palabra del Señor.
Esta palabra cambia el corazón; los que la reciben cesan de construir las torres de Babel y renuncian para siempre a la agresividad y al uso de las armas.
Los cristianos han visto realizarse esta profecía cuando en Jesús, ha aparecido en el mundo “la Palabra” de paz. Porque Cristo “es nuestra paz, el vino y anunció la paz a ustedes, los que estaban lejos y la paz a aquellos que estaban cerca” (Ef 2,14.17).
Desde los primeros siglos, los judíos han desmentido esta interpretación. Decían: Jesús de Nazaret no puede ser el mesías, el pacificador anunciado por el profeta, porque el mundo nuevo aun no ha llegado.
¿No continúan acaso los odios, las violencias, las guerras, las desgracias, los lutos y los llantos?
La objeción es seria, pero nace de un malentendido. El reino de Dios, la paz universal no se instauran milagrosamente, sin la colaboración por parte del hombre y se desarrolla lentamente, como la pequeña semilla que requiere años para convertirse en un árbol grande.
El “final de los tiempos” de los que habla el profeta (v. 2) se han ya iniciado, las promesas han comenzado ya a cumplirse en la Navidad. Los Padres de la Iglesia de los primeros siglos estaban muy conscientes de esto.
“Los otros hombres—declaraba Orígenes—continúan empuñando la espada y luchan, pero nosotros los cristianos somos un pueblo que rechaza aprender el arte de la guerra; por medio de Jesús, hemos sido hechos hijos de paz mediante nuestro Maestro Jesús” (Orígenes, Contra Celsum, V, 33).
Justino respondiendo al rabino Trifón: “Si bien éramos muy expertos en el arte de la guerra, de asesinatos y de cada tipo de maldad, hemos transformado sobre toda la tierra nuestros instrumentos de guerra: las espadas en arados, las lanzas en hoces; y ahora construimos el temor a Dios, la justicia, la humanidad, la fe y la esperanza, aquella esperanza que nos viene del Padre” (Justino, Diálogo con Trifón, 110,2-3).
San Ireneo era aun mas explicito: “Ahora ya no queremos combatir mas, pero si alguien nos ataca, pongamos la otra mejilla. Si todo esto sucede, entonces los profetas no han hablado de otro sino de Aquel que ha realizado todas estas cosas: Jesús de Nazaret, nuestro Señor” (Ireneo, Adv Haer., IV 34,4).
Ciertamente el mundo de paz será instaurado, pero su construcción será más rápida cuanto más decidida sea la elección de la humanidad de volver a Cristo, y dejarse instruir por su Palabra.
Segunda Lectura: Romanos 13,11-14
13,11: Reconozcan el momento en que viven, que ya es hora de despertar del sueño: ahora la salvación está más cerca que cuando abrazamos la fe. 13,12: La noche está avanzada, el día se acerca: abandonemos las acciones tenebrosas y vistámonos con la armadura de la luz. 13,13: Actuemos con decencia, como de día: basta de banquetes y borracheras, basta de lujuria y libertinaje, no más envidias y peleas. 13,14: Revístanse del Señor Jesucristo y no se dejen conducir por los deseos del instinto. – Palabra de Dios
Para describir la vida de los cristianos, Pablo recurre a las imágenes bíblicas de la luz y las tinieblas. Antes del bautismo—dice—ustedes caminaban en las tinieblas de la noche y llevaban a cabo aquellas obras que da vergüenza hacerlas a la luz del sol: basta de banquetes y borracheras, basta de lujurias y libertinaje, no más envidias y peleas. Son estas las acciones que ofuscan la mente, esclerotizan el corazón e impiden acoger los juicios de Dios sobre las realidades de este mundo.
Después del bautismo los creyentes han abandonado estas obras y han entrado en el reino de la luz; se han despojado del viejo vestido y han endosado un vestido nuevo: Cristo. En ellos, hoy es posible contemplar las obras, la mirada, las palabras, la sonrisa del Maestro porque Jesús les envuelve como un manto.
Pablo, sin embargo, constata que hay tinieblas aun entre nosotros, que no han desaparecido todavía; es consciente que una noche obscura pesa todavía sobre el mundo: las guerras continúan, las venganzas, las envidias…, pero no se deja llevar por el desaliento como a menudo nos sucede a nosotros.
Sus palabras son una invitación a la esperanza: ‘la noche esta ya avanzada, es más, está a punto de terminar,’ un nuevo día está surgiendo, una humanidad nueva está surgiendo.
¡Qué confianza la de Pablo después de tan solo 30 años de cristianismo!
Hoy los problemas existen y son dramáticos, el mundo está caminando hacia el desastre ecológico y demográfico—anuncian muchos—y se asiste por doquier a una pérdida de valores…. Sin embargo, no es posible después de 2000 años de cristianismo ver solo las tinieblas y contemplar en modo tan pesimista el futuro.
Ya el Qohelet amonestaba: “No es sabio quien afirma que los tiempos antiguos eran mejores que los presentes” (Qo 7,10).
Si tuviéramos la mirada del Apóstol, si creyéramos como él, en la presencia del Espíritu, descubriríamos aun en los momentos más obscuros los signos luminosos del mundo nuevo que ha comenzado.
Evangelio: Mateo 24,37-44
El lenguaje empleado en este pasaje evangélico puede dar lugar a interpretaciones extravagantes (o inclusive especulaciones) sobre el fin del mundo y los castigos de Dios; se puede también reducir a una invitación a estar siempre alertas porque la muerte puede venir de repente y encontrarnos desprevenidos.
Estas interpretaciones tienen su origen en la incomprensión del género literario “apocalíptico” que era muy usado en tiempos de Jesús y que resulta bastante ajeno a nuestra mentalidad y cultura.
Tenemos que tener siempre presente que: el Evangelio es por su naturaleza, buena noticia, anuncio de gozo y esperanza.
Quien se sirve del Evangelio para sembrar miedo y crear angustias—con toda seguridad—lo está usando de un modo incorrecto y se aleja del autentico significado del texto.
En el pasaje de hoy—es cierto—el tono es amenazador: cataclismos, destrucciones, peligros de muerte. El lenguaje es a propósito duro e incisivo, las imágenes son típicas del juicio punitivo porque Jesús quiere mantenernos en guardia frente al grave peligro de perder la oportunidad de salvación que el Señor ofrece. La negligencia, la ignorancia, la falta de atención a los signos de los tiempos, la insensibilidad espiritual conducen a la catástrofe. Quien pierde la cabeza por las realidades de este mundo y se deja absorber por las preocupaciones mundanas, quien vive adormecido y aturdido, a la búsqueda de placeres, se encamina a un despertar dramático.
¿Pero qué significan estas imágenes? Recordemos el contexto del cual procede este pasaje bíblico.
Un día los discípulos invitaron al Maestro a admirar la magnífica construcción del Templo. Envés de compartir su orgullo justificado, Jesús, les sorprende con una profecía: “¿Ven todo esto?” “Les aseguro que se derrumbará sin que quede piedra sobre piedra” (Mt 24,2). Jerusalén rechazando la conversión esta decretando la propia ruina.
Estupefactos, los discípulos le dirigen entonces dos preguntas: ¿cuándo sucederá esto y cuáles serán los signos premonitorios? (Mt 24,3).
Envés de satisfacer la curiosidad de los discípulos, Jesús responde introduciendo una enseñanza que es de apremiante actualidad para las personas de todos los tiempos: es necesario mantenerse vigilantes. Para mayor claridad, cita tres ejemplos:
El primero está tomado de un relato bíblico (Gen 6,9). En tiempos de Noé vivían dos categorías de personas: algunos pensaban únicamente a comer, beber y divertirse; no estaban preparados y perecieron. Otros estaban vigilantes, atentos a lo que pudiera suceder, se dieron cuenta de que el Diluvio se estaba acercando, se salvaron y dieron inicio a una nueva humanidad (vv. 37-39).
Como el Diluvio llego de repente, así—declara Jesús—llegará de repente la ruina de Jerusalén.
Como en tiempos de Noé muchos perecieron, así muchos judíos que no quisieron reconocer en Él al enviado de Dios y no escucharon su Palabra, perecerán en la catástrofe de la ciudad. Aquellos sin embargo que tengan los ojos y el corazón abierto para reconocer y acoger su mensaje se salvarán y darán comienzo a un nuevo pueblo.
El segundo ejemplo surge de las actividades que los hombres y las mujeres del pueblo desarrollaban diariamente: el trabajo de los campos y la preparación de la harina para hacer el pan (vv. 40-41). Justo mientras se viven las situaciones más normales y aparentemente más banales, algunos se mantienen atentos, se comportan como personas inteligentes y perciben al Señor que viene. Otros sin embargo están distraídos, despreocupados, negligentes y sientan así las bases de la propia destrucción. Las acciones que desarrollan parecen idénticas: se empeñan en el trabajo, se ganan la vida, comen, beben, se casan; es la manera de actuar la que es radicalmente diferente.
Algunos están atentos, se dejan guiar por la luz de Dios y “serán llevados”, es decir salvados; otros viven abrumados por las preocupaciones de este mundo, no tienen presente los “juicios” de Dios y “serán dejados”, es decir no serán participes de la nueva realidad del Reino de Dios.
La decisión a tomar es urgente y dramática: se trata de escoger entre la vida y la muerte; por esto Jesús insiste: “vigilen porque no saben el día en que el Señor vendrá” (v. 42). Vale la pena repetirlo: Jesús no vendrá al final de nuestras vidas para pedirnos cuentas: viene hoy, con su juicio salvador.
El tercer ejemplo es todavía más claro: el ladrón no avisa antes de llegar; es por esto que el dueño no puede dormirse ni siquiera un instante, debe mantenerse despierto, de lo contrario corre el riesgo de ver desaparecer todas sus pertenencias (v. 43).
¡Qué sorprendente es este Dios! Se comporta como un ladrón y parece querer aprovecharse del momento en que el hombre no está preparado para ir a visitarlo.
La imagen ciertamente es inquietante porque sugiere más la idea de la amenaza que de la salvación, pero es eficaz; es un timbre de alarma: llama la atención sobre el peligro inminente que corremos al no darnos cuenta del momento favorable, del día en que el Señor viene a implicarnos en su paz. También los habitantes de Jerusalén—quería decir Jesús—habrían podido vigilar para no ser sorprendidos por la tragedia que se les venía encima. En otra ocasión Jesús ha expresado así la urgencia de su llamada: “Jerusalén, Jerusalén que matas a los profetas y apedreas a los enviados! ¡Cuántas veces intenté reunir a tus hijos como la gallina reúne a los pollitos bajo sus alas y tú te negaste!” (Mt 23,37).
La conclusión final retoma el tema conductor del pasaje bíblico y lo aplica a los discípulos de todos los tiempos: “por tanto estén preparados porque el Hijo del hombre llegará cuando menos lo esperen” (v.44).
Sabemos muy bien qué es lo que significa perder ocasiones únicas en la vida. Tantas veces lo hemos experimentado. Cuanto más sorprendentes e inesperadas son esas ocasiones, cuanto más diferentes y alejadas de los criterios comunes de juicio tanto más fácil dejarlas escapar.
Las visitas de Dios en nuestra vida son siempre difíciles de acoger porque no se adecuan a la “sabiduría humana”, son incompatibles. Contrastan siempre con la mentalidad común y corriente.
Solamente aquellos que están vigilantes las reconocen y “son salvados”, aquí y ahora.
