Pentecostés
Ven Espíritu Santo
Por: P. Enrique Sánchez G., mccj
Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles,
Y enciende en ellos el fuego de tu amor.
Envía Señor tu Espíritu Santo, y todo será creado, renovarás la faz de la tierra.
Oh Dios, que iluminas los corazones de tus fieles con la luz del Espíritu Santo,
concédenos gustar de todo lo recto, según el mismo Espíritu, y gozar siempre de sus consuelos.
Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén
Durante estos últimos días, al momento de iniciar el tiempo que trato de consagrar cada día al encuentro con el Señor, me ha venido espontáneo iniciar esos instantes invocando al Espíritu con aquellas palabras tan conocidas que dicen:
“Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tu tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. Envía Señor tu Espíritu y todo será creado y se renovará la faz de la tierra”.
Y he querido dejar que ese Espíritu me acompañe para escribir estas líneas a la vigilia de la grande fiesta de Pentecostés.
Durante cincuenta días nos hemos venido preparando a esta gran celebración viviendo con alegría el misterio de la presencia de nuestro Padre Dios en Jesús resucitado y ahora vivo también entre nosotros a través del Espíritu Santo.
Se trata de un Misterio imposible de decir con nuestras pobres palabras, pero presencia vital que nos permite ir avanzando en los caminos tan complicados de nuestra historia humana.
1.- Invocamos la luz del Espíritu para acercarnos a la realidad de nuestro mundo.
¿En dónde estamos en el momento en que nos preparamos a vivir una vez más la fiesta de Pentecostés? ¿Cuál es el panorama que contemplan nuestros ojos y cuáles horizontes se dibujan ante nosotros?
No hace falta que repita lo que con tanta fuerza e insistencia hemos escuchado en todas partes del mundo, sobre todo a través de los medios de comunicación. Vivimos tiempos difíciles y desafiantes en los que nadie puede sentirse ajeno o indiferente a lo que pasa en nuestra sociedad y en nuestra Iglesia.
Si hasta hace poco a los cristianos nos parecía que el mundo -pensándolo como esa realidad que vive ignorando a Dios o desconociendo el Evangelio- estaba cada vez más enredado en una confusión, en una arrogancia y un egoísmo que no pueden llevar más que al sufrimiento; ahora con mucha humildad nos toca reconocer que no estamos exentos del mal que amenaza siempre al ser humano.
Los últimos tiempos han sido de mucho sufrimiento para la Iglesia y para quienes tratamos de seguir al Señor como discípulos suyos. Nos han lastimado los escándalos y las miserias que descubrimos en nuestra Iglesia, porque de algún modo también nosotros, quien más quien menos, en algún momento no hemos sido los cristianos que deberíamos ser. Y esto duele en lo profundo de nuestro ser.
Seguramente muchos cristianos nos hemos identificado con las palabras del Santo Padre en las muchas ocasiones en que ha pedido perdón y ha reconocido el pecado que como Iglesia no podemos ignorar. El pecado no sólo está fuera de nosotros, está también dentro de nuestra casa, como la cizaña y el trigo en el mismo campo.
El drama de la guerra sigue siendo un látigo que lastima y destruye, que crea dolor y sufrimiento a tantos hermanos nuestros. La violencia y el miedo se han apoderado de nuestros pueblos sencillos y hasta hace poco, tranquilos y hospitalarios. El egoísmo y la indiferencia han contaminado algunos sectores de nuestra sociedad y nos duele en el alma ver a tantas personas tratadas y consideradas como desechos humanos.
Muchas veces me he preguntado ¿qué es lo que sigue después de reconocer nuestra fragilidad y pecado y luego de pedir honestamente perdón?
2.- La posibilidad de comenzar de nuevo.
Siento que del dolor y de la impotencia para hacer desaparecer el mal nace el reto que nos desafía a comenzar de nuevo.
No basta con darse golpes de pecho diciendo: qué mal nos hemos comportado; hace falta volver a lo más profundo de nosotros mismos para recordarnos cuál es nuestra verdad y a qué hemos sido llamados.
Siempre he creído que la experiencia de nuestra pequeñez nos abre caminos nuevos de crecimiento auténtico, pero solos no podemos ir a ninguna parte. Aquí resuenan fuerte las palabras de Jesús que agradece a su Padre el haber revelado los misterios del Reino a los pequeños y a los sencillos. Sólo un corazón humilde puede abrirse al amor de Dios que transforma todo y hace posible que la vida auténtica siga su rumbo y se abra camino en medio de cualquier adversidad.
“Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has revelado todo esto a los pequeños y lo has ocultado a los sabios y a los astutos”. (Mt 11, 25)
Justamente por esto siento que la oración al Espíritu Santo que me ha acompañado en estos días es un don muy especial. Es una gracia que me permite reconocer que el camino de la vida, de nuestras vidas, se hace posible sólo si nos dejamos conducir, llevar de la mano por el Señor.
Pedir al Espíritu Santo que venga y que llene nuestros corazones de su presencia no es otra cosa sino dejar escapar, de lo más profundo de nuestro ser, el deseo de Dios que llevamos inscrito como sello que da garantía y autenticidad a nuestra existencia.
“Si el Señor no construye la casa en vano trabajan los albañiles” (Salmo 127), dice la escritura.
Si no es Dios quien va trabajando nuestro barro como buen alfarero, si no es Él quien nos lleva en sus manos, seguramente diremos como Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Sólo tú tiene palabras de vida eterna.
3.- Suplicar y anhelar la presencia del Espíritu.
Pedir que venga el Espíritu a nosotros es una súplica necesaria e indispensable, pues sólo viviremos si la vida de Dios corre por nuestras venas.
Sólo si el amor de Dios late en nuestros corazones, seremos capaces de desenmascarar nuestros egoísmos y podremos tratar con madurez nuestras naturales flaquezas, sin dejarnos manipulara y llevar a donde no nos conviene.
Sólo si el Espíritu de Dios está en nosotros e invade toda nuestra existencia, entonces podremos superar la amarga constatación que ya san Pablo expresó con tanta claridad:
“Porque yo sé que, por mi condición humana, no habita en mí nada bueno, porque está a mi alcance querer el bien, pero no el realizarlo, ya que no hago el bien que quiero y, en cambio, practico el mal que no quiero. Pero si hago lo que no quiero, ¡no soy yo el que obra así, sino el pecado que me habita! ( Romanos 7, 18-20).
En medio de las borrascas que nos toca afrontar en este tiempo nos tiene que consolar la certeza de que el Espíritu de Dios está siempre a la obra y es un Espíritu que sana, fortifica, consuela, da fuerza y sabiduría, aumenta la esperanza y abre caminos para que nos convirtamos en verdaderos hombres y mujeres de fe.
En esto días deberíamos decir miles de veces, ven Espíritu de Dios, llena nuestras vidas, nuestras familias, nuestras comunidades, nuestra Iglesia, nuestro mundo de tu amor.
Ven y sácanos de nuestras tibiezas, de nuestra incapacidad a vivir nuestro compromiso cristiano sin diluirlo.
Ven y haznos capaces de pagar de persona nuestra convicción de que sólo en ti se encuentra la vida y la felicidad.
Ven para que no vayamos detrás de los ídolos de nuestro tiempo y de todos los tiempos. Ven Espíritu para que tu presencia en nosotros nos permita ser creíbles, auténticos, testigos fieles de tu presencia en este mundo.
Ven Espíritu de Dios y enciendo nuestros corazones con el fuego de tu amor, del amor verdadero que significa renuncia a uno mismo. Amor que se construye en la entrega generosa y cotidiana. Amor que nos hace sensibles y solidarios con los más pobres, los abandonados y miserables de nuestro tiempo.
Ven Espíritu del amor verdadero que no tolera nuestras farsas, nuestras mentiras, nuestras superficialidades. Espíritu de amor que es capaz de calentar lo que nuestros intereses mezquinos han enfriado, lo que nuestras indolencias han congelado.
Ven Espíritu de fuego que consume, destruye y purifica nuestras miserias, las mentiras detrás de las cuales tratamos a diario de hacer creer que puede existir un mundo sin ti. Ven y funde, como el hierro en el horno de la fundición, lo torcido de nuestras mentes, la prepotencia y la arrogancia de nuestros corazones petrificados, disecados e incapaces de latir al ritmo del corazón de nuestro Padre.
Ven, enciende en nuestros corazones el fuego de tu amor. El fuego de la misericordia, del perdón, de la tolerancia, del respeto al que es más débil.
Ven para que aprendamos lo que significa la compasión, el sacrificio, el olvido de sí en bien de los demás.
Ven para que podamos desprendernos de nuestras inseguridades, de nuestros complejos de inferioridad, de las heridas y rencores añejos que se han incrustado en las paredes de nuestro corazón.
4.- El Espíritu todo lo recrea.
Envía Señor tu Espíritu y todas las cosas serán creadas. Envíalo para que podamos seguir maravillándonos cada mañana al despertarnos y contemplar el don de la vida que nos rodea, la creación que pones a nuestra disposición para que disfrutemos de ella. No para que la contaminemos y la destruyamos como salvajes que no saben de respeto, de cuidado y de ternura.
Ven Espíritu y haz que las cosas ocupen el lugar que les corresponde en nuestras vidas. Crea todo nuevamente, pero crea en nosotros también una conciencia nueva que nos permita vivir libres de las cosas, que no seamos avaros, ni tacaños.
Que no nos convirtamos en víctimas de la ambición y que no caigamos en la tentación de vivir acaparando y atesorando las cosas que jamás nos servirán.
Ven y se creará una humanidad nueva en donde será realidad la fraternidad no como algo caído del cielo, sino construido a base de esfuerzos de solidaridad, de reconocimiento de la riqueza que existe en los demás, de rechazo de la violencia y de la muerte que llena de sangre tantos lugares de nuestra casa tierra.
Esa tierra en donde has pensado que todos pueden tener un espacio para vivir sin ser llamados ilegales, refugiados, migrantes, sino hermanos, hijos de un Padre que no sabe de razas, de colores, de creencias y que nos quiere a todos en su hogar.
Ven Espíritu de Dios y estamos seguros que se renovará la faz de la tierra. Ven y cambiará el rostro de quienes hemos puesto nuestra confianza en ti. Ven y esta faz desfigurada, distorsionada por las incoherencias de quienes nos decimos cristianos volverá a ser una faz resplandeciente y auténtica, reflejo del rostro de Cristo que habita en nosotros.
Ven Espíritu Santo y cambiará no sólo el rostro de la Iglesia, que asistida con tu misericordia volverá a ser signo de tu presencia en la humanidad, sino toda la creación en la que cada persona será capaz de vivir sin ser una amenaza para quienes le están cerca.
Ven y la faz de la tierra cambiará porque aparecerán en todo su esplendor las experiencias magníficas de quienes también hoy siguen siendo testigos anónimos y escondidos de tu amor en tantas partes del mundo.
Ven y resplandecerá el rostro de tantas comunidades cristianas jóvenes que en las misiones están creciendo como árboles robustos prometedores de buenos frutos.
Ven Espíritu Santo porque te necesitamos para seguir caminando por los caminos de este mundo en donde nuestro maestro y Señor nos ha dejado recordándonos que estamos aquí, pero que no podemos olvidar que no somos de este mundo.
Ven para que podamos seguir caminando sin olvidar que el Padre nos lleva de la mano.
Textos para nuestra reflexión:
Juan 20, 19-23
1Co 12
Gálatas 5, 16-26