Fecha de nacimiento: 07/03/1923
Lugar de nacimiento: Fai della Paganella/I
Votos temporales: 07/10/1942
Votos perpetuos: 07/10/1947
Fecha de ordenación: 06/06/1948
Llegada a México: 1959
Fecha de fallecimiento: 07/10/2018
Lugar de fallecimiento: Castel d‘Azzano/I
Hasta el 7 de octubre (de 2018), el P. Efrem Agostini era uno de los cuarenta y cinco combonianos de más de 90 años. Tras varios días de lenta y serena agonía, falleció en Castel d’Azzano (Verona), en la noche del sábado al domingo (6 y 7 de octubre), bajo la mirada de su hermano el P. Germano Agostini, también comboniano. Sus funerales se celebraron en la mañana del día 9. La providencia de Dios quiso que el P. José Manuel García, comboniano mexicano que había vivido con el P. Efrem en La Paz (Baja California), se encontrara en la comunidad en el momento de su muerte y pudiera presidir el rito fúnebre.
Al comienzo de la misa, el P. Renzo Piazza recordó los últimos momentos del P. Efrem: “El sábado por la noche (6 de octubre), antes de acostarme, fui a visitar al P. Efrem para rezar una última oración. Por su respiración, me di cuenta de que su encuentro con la Hermana Muerte era inminente. Pedí al Señor: ‘Que aguante hasta mañana, domingo del Rosario: podrá celebrar el 76 aniversario de su consagración religiosa…’. Poco después falleció: eran las doce y cuarto de la noche… Pudo así celebrar el aniversario en compañía del Señor”.
En 2018 el P. Efrem había celebrado 70 años de ordenación sacerdotal, pasó parte de su tiempo en Italia, en animación misionera (16 años), y 43 en México, donde fue destinado en julio de 1973. Ha pasado los últimos diez años en las residencias de ancianos de Arco, Verona Casa Madre y Castel d’Azzano, sereno, sonriente, amante del canto y de la compañía de los hermanos.
Notas biográficas
P. Efrem nació en Fai della Paganella el 7 de marzo de 1923 en el seno de una familia especial, con seis hijos, tres de los cuales eran sacerdotes, uno diocesano, Iginio, y dos, Efrem y Germano, combonianos.
Entró muy joven en la escuela apostólica de los combonianos en Trento, donde hizo sus tres primeros cursos de gramática; los siguientes los cursó en Brescia. Hizo el noviciado en Venegono, donde profesó el 7 de octubre de 1942. Como escolástico fue a Rebbio y luego a Verona, donde emitió los votos perpetuos el 7 de octubre de 1947; fue ordenado sacerdote el 6 de junio de 1948.
Dando un paso atrás, leamos lo que el propio P. Efrem escribió en 2013, recordando los inicios de su vocación y sus primeros años como misionero: “Ya de pequeño alimentaba el deseo de pertenecer totalmente a Dios y le pedía que realizara este deseo: ser totalmente suyo. Así fue como poco después llegaron los combonianos a mi pueblo, Fai della Paganella. Los conocí y pensé: ¡Señor, me gustaría ser como ellos, amar como ellos! Me hice sacerdote comboniano y mi deseo de irme a África crecía cada vez más. Pero Dios tenía otros planes. De hecho, me enviaron a Padua para ser ecónomo durante unos meses… ¡pero me quedé allí 12 años! Al final, el P. Todesco me dijo: “Bueno, Agostini, ahora vete a África, ¡te lo mereces! Todo estaba listo, pasaporte y visado para Uganda, pero justo cuando estaba a punto de partir, el Padre General me llamó: ‘Querido P. Efrem, nos han pedido urgentemente cinco misioneros para México… Te pido este esfuerzo’.
Qué rabia al principio… pero hágase la voluntad de Dios. Yo no sabía nada de español, y mis maestros eran los niños: aprendí el idioma estando con ellos. No sabía por dónde empezar en la misión, pero tenía esta certeza: para hacer algo tenía que amar a esta gente, porque lo dejé todo por amar. Empecé por los que sufrían, visitando a los enfermos y a sus familias, a los pobres. Poco a poco la gente entró en mi corazón. Y México, Baja California, se convirtió en mi África. La tierra que amé. Y con su gente crecí y aprendí a amar, como lo anhelaba de niño’.
Los años en México
En México, el P. Efrem vivió prácticamente toda su experiencia misionera. Llegó a la provincia, destinado, el 7 de julio de 1959, al trabajo misionero en la parroquia de San Antonio en la Baja California Sur. Desde esa fecha hasta el 30 de junio de 2008, ejerció toda su actividad misionera en la Baja California, a excepción de dos breves periodos pasados, uno en San Francisco del Rincón, como animador misionero y ecónomo de la comunidad, y otro, en Italia, por motivos de salud y convalecencia.
Tras sus primeros años en San Antonio, se dedicó al apostolado en las parroquias de La Paz, donde fue vicepárroco y párroco en las comunidades de San Juan Bautista, Corazón de María y Sagrado Corazón de Jesús, donde pasó sus últimos años de servicio misionero.
Muchos recuerdan al P. Efrem sobre todo por su capacidad de cercanía a la gente. Era un hombre sencillo y un sacerdote dedicado a su ministerio con un cuidado especial por los ancianos y los enfermos que vivía su misión con espíritu alegre y entusiasta; sabía contagiar a la gente su optimismo y su vida sencilla.
Como todos los misioneros de su generación en la Baja California, se entregó por completo a la tarea encomendada. Vivía sobriamente, con un espíritu de pobreza por el que su única preocupación eran los más pobres de la parroquia. En las calles de La Paz, muchos le reconocían cuando pasaba en su viejo Ford 64, del que le costó mucho desprenderse cuando, en los años 90, sus feligreses le regalaron un coche nuevo.
Una de las cosas que más le importaba era la formación de los encargados de trabajar con él en las actividades parroquiales: sabía rodearse de colaboradores a los que mostraba su confianza.
También tenía muy presente la catequesis: en los años en que tuve la oportunidad de conocerle en el Sagrado Corazón de Jesús, la parroquia, los fines de semana, se llenaba de niños para la catequesis y las celebraciones. Los grupos de madres catequistas y los coordinadores de los grupos de acólitos estaban siempre trabajando.
El recuerdo que nos dejó el padre Efrem no es ciertamente el de un misionero con grandes iniciativas o grandes proyectos. Allí donde iba, se contentaba con ser una persona discreta pero activa, que servía a la gente sin hacer ruido. Disfrutaba de la misión estando en medio de la gente y viviendo con ella la alegría de ser comunidad, de sentirse familia y, sobre todo en sus últimos años, muchos le consideraban como un padre o un abuelo cuya sabiduría sabía iluminar y potenciar para que la gente pudiera seguir su camino.
Cuando se dio cuenta de que las fuerzas empezaban a fallarle, pidió volver a Italia, donde vivió sus últimos años con serenidad; primero en la comunidad de Arco, donde se sentía cerca de su familia y de sus hermanos que vivían en Trento. Después a Castel d’Azzano, donde la enfermedad y los años se hicieron más pesados, aunque el P. Efrem supo conservar la serenidad y la alegría hasta el último momento de su vida.
Muchos lo recordarán por su buen humor y su alegría; algunos contarán sus muchas aventuras misioneras, como el día en que el obispo visitó la parroquia durante la catequesis de los niños y, para hacerles comprender quién era el obispo y lo importante que era para la diócesis, explicó a los niños que el obispo era el jefe de toda la diócesis, la persona responsable de todos los cristianos, que tenía autoridad sobre todas las parroquias, en resumen, que era la persona más importante de la diócesis. Tras esta explicación, se dirigió a los niños y les preguntó: ¿podéis decirme ahora quién es el obispo de esta diócesis? Y los niños contestaron a coro: ¡Padre Efrem! (Enrique Sánchez G.)
P. Efrem cuenta su historia
He aquí algunos fragmentos recogidos en “Raccontiamoci”, escritos entre 2012 y 2014, en los que el P. Efrem recuerda sus años en México: desde la noticia de su destino hasta algunas experiencias de misión.
¡Padrecitos de paisano! 5 de diciembre de 1959. Salida para la misión. Salimos en barco desde Venecia, rumbo a Estados Unidos. Éramos seis hermanos, el viaje no fue tan agradable…. durante la travesía un fuerte huracán amenazó con hundir el barco, pero gracias a Dios tres semanas después llegamos a Nueva York. Ahí esperamos varias semanas antes de conseguir la visa para entrar a México como profesores de la misión cultural. Sí… ¡parecíamos profesores! Nadie tenía por qué saber que éramos sacerdotes, porque en aquella época México no permitía la entrada de religiosos. Íbamos de paisano y durante el viaje en barco nos habían aconsejado no hablar nunca de religión para no llamar la atención. En la frontera con México, mientras esperábamos la firma del responsable para entrar, un policía nos escrutó atentamente, sospechando que nuestra identidad no era la de profesores… así que fue a llamar a la mujer del responsable de la oficina. Empezamos a sudar frío. Llegó una señora que nos saludó alegremente y miró nuestros documentos: Ah, así que ustedes serían los profesores de la “misión cultural”…. La mujer sonrió pícaramente, firmó nuestros pases y dijo: ¡Adiós queridos padres, les deseamos lo mejor en nuestro México!
A mi llegada a Baja California, después de visitar las diferentes parroquias con Monseñor Giordani, llegué a la zona de Los Planes: una llanura inmensa, alejada de todo, a varios kilómetros del Pacífico. No había nada, sólo algunos pequeños ranchos (grupos de casas) aquí y allá.
Quería conocer a todos los habitantes, sobre todo a los hombres. Hablé con ellos durante mucho tiempo, intentando entrar en su mundo. Y pensé… ¡juntos construiremos el Reino de Dios!
Había un gran problema: la falta de agua. Sólo tenían un pozo, alrededor del cual habían surgido unas cuantas casas de ladrillo y paja. El primer paso fue construir dos grandes pozos, separados por 20 km. A medida que llegaba el agua, surgían pequeñas aldeas. Les dije a los hombres: ayúdenme, los ayudaré en todo. Con dinero de benefactores de Italia, conseguí llevar agua a todas las familias y así se formó el rancho Los Planes, que también dio nombre a la misión.
De cien personas, pasó a mil en pocos años. Como seguía celebrando misa al aire libre, pensé que necesitábamos una pequeña iglesia. Propuse a los hombres que construyéramos juntos una capilla, y se entusiasmaron. Tardamos cuatro años, pero con la ayuda de todos hicimos realidad nuestro sueño, ¡y también el campanario! Mons. Giordani nos regaló las campanas, que todavía suenan. Es el lugar que siempre llevo en el corazón…
En la misión de San Antonio, Los Planes. El territorio en el que estuve era muy extenso, compuesto por varios ranchos (pueblos) y rico en agua dulce en profundidad. Un recurso, éste, que atraía negocios y nuevos habitantes. Entre ellos había un rico ingeniero, apodado el Goyo por la gente. Este hombre se declaraba ateo, creía sólo en el poder del hombre y por eso era mal visto por los aldeanos. Sucedió que el Goyo cayó enfermo de cáncer. Estaba enfadado con el mundo y se puso en contra de Dios. La gente consideraba su enfermedad un castigo divino y le evitaban. Decidí juntarme con él. Empecé a ir a su casa, a estar cerca de él; al principio se mostraba desconfiado, se sentía excluido por todos y no entendía por qué yo estaba allí. Al cabo de un tiempo empezó a abrirse a mí y a apreciarme, quizá porque no se sentía juzgado. Hablamos de todo, de nuestras experiencias, del sentido de la vida… También le hablé de Dios. Le interesaba comprender qué me impulsaba a ser sacerdote, misionero. Un día me preguntó: “Padre, ¿cuál es el objetivo de su trabajo? Y yo le respondí: “Ayudar a la gente a descubrir la fe en Dios, a tener paz y vida eterna”. La gente del pueblo me criticaba por ser “un hombre sin Dios”; pensaban que me movía por intereses económicos. Pero seguí estando cerca de él. Hablábamos mucho y yo rezaba por él, para que abriera su corazón al Señor. Mientras tanto, su salud se deterioraba y un día empezó a rezar conmigo.
Estuvimos juntos unos meses, y pudo hacer las paces con Dios y con la gente, empezando por su mujer, a la que siempre había traicionado. Se preparaba para la muerte con una nueva serenidad, viviendo auténticamente, y me alegro de haberle acompañado hasta el final. En el funeral, la iglesia estaba abarrotada de gente asombrada por su conversión.
Este acontecimiento me fortaleció. Vi que mi fe en Cristo había obrado este milagro, y recordé las palabras de mi madre: “Lo que haces no es tuyo, sino el resultado de tu fe”.
Del Boletín Mccj nº 278 Suppl. In Memoriam, enero 2019, pp 112-117.