Morir para vivir
Morir para vivir. Reflexión para la Semana Santa
El misterio de la muerte y resurrección de Jesús no ha acabado todavía. La pasión de Cristo se sigue renovando cada día en la vida de las mujeres y hombres que sufren: los enfermos solitarios, los niños abandonados, los ancianos incomprendidos, los trabajadores desempleados, las mujeres explotadas, los jóvenes desorientados, las familias destrozadas, las personas sin ilusiones, los que se suicidan, los aplastados por la injusticia y los vicios y la violencia y la corrupción, las víctimas de la guerra, nuestra tierra envenenada, todo a causa de la indiferencia y del egoísmo. Cada día hay gente subiendo a millones de calvarios.
A nivel personal también llevamos los signos pascuales: en nuestros dolores sufre Cristo. Nuestra existencia de muchas formas está herida y los límites de nuestra humanidad nos regalan cotidianamente su dosis de sufrimiento. Ninguna de las angustias de nuestros semejantes nos es extraña. Por eso, optar por Cristo es comprometerse a luchar por amor para la transformación del mundo conforme al Plan de Dios. No al estilo de los fariseos, los estoicos o los masoquistas; sino en unión con Jesús, llenos de esperanzas, para vencer al pecado y la muerte. Se trata de abrazar una cruz florecida, de un sufrir que fructifica en liberación de las esclavitudes. Se trata de ser una buena noticia de resurrección.
Si la cruz de Cristo es la rebeldía mayor contra la injusticia y el dolor absurdos, su resurrección es la reconstrucción del amor y la vuelta a la fraternidad original. Nos unimos al Crucificado para vencer finalmente todo lo que produce muertes. Morimos en la cruz para suprimir la cruz. La resurrección celebra el triunfo de la vida en contra de todas las fuerzas que se oponen a ella. El hombre y mujer de fe no muere; nace dos veces. El gozo de la resurrección sirve precisamente para derribar las rocas que taponean nuestras tumbas. Es la efusión del Espíritu Santo que nos ha dejado Jesucristo para transformar la realidad.
A las mujeres les encarga: “Vayan y díganles a mis hermanos…”. A los apóstoles: “Yo les envío…”. Y a todos sus seguidores: “Vayan a todos los pueblos y háganles discípulos míos”. Hemos recibido las primicias del Reino de Dios, el shalom (paz) de su misericordia, ahora debemos contagiar al mundo entero de amor, justicia, solidaridad, verdad, libertad y alegría. No vamos solos/as, llevamos al Espíritu Santo para guiarnos y hacernos capaces de entregarnos al servicio desinteresado de nuestros hermanos/as. Con la Pascua inicia una nueva creación. Ya no hay escusas… Y no hay quejas que valgan…
P. Rafael González Ponce MCCJ