Las vendedoras de pescado
Por: P. Fernando Cortés Barbosa, Misionero Comboniano
Son siempre mujeres que, bandeja a la cabeza, transportan pescado para su venta, que es obtenido por los pescadores, preferentemente por la noche, de las aguas del río Ubangui, que pasa a un costado de nuestra misión de Mongoumba. Al comienzo de la jornada ellas van por el pescado que consiguen a un determinado precio para después salir a revenderlo.
En horas de la mañana las vendedoras hacen su aparición por la casa. El pescado tempranero es mejor, está más fresco, incluso algunos especímenes llegan aún removiéndose dentro de la bandeja; en cambio, el que llega por la tarde ya ha perdido su frescura, se ve opaco y con los ojos hundidos. A veces viene en estado de descomposición porque seguramente fue atrapado el día anterior, aunque algunas mujeres, muy vivas, lo quieren hacer pasar como fresco todavía.
Yo siempre realizaba la compra de pescado sin hacer uso de la balanza. Me dejaba guiar por las opiniones de los trabajadores de la misión, que siempre favorecían a las vendedoras, pues no pocas veces resultaban ser de la misma familia o cercanos conocidos. Así las cosas, terminaba pagando de más por el pescado. Pero una de las laicas misioneras me advirtió que, haciendo uso de la balanza, por cada kilo de pescado pagara tan solo mil 500 francos, casi tres euros, (un euro son 655 fcfa o francos), porque así evitaría que las vendedoras se aprovecharan de mí.
Cabe comentar que así como el pescado es vendido solamente por mujeres, la carne de cabrito es ofrecido únicamente por hombres. Las mujeres, por sus muchas actividades, cuentan solo con la mañana para ofrecer el pescado en estado fresco; en cambio, los hombres tienen la mayor parte del día para ofrecer la carne de cabrito que tiene más aguante a la descomposición.
Una mañana vino una vendedora a ofrecerme un pescado de apariencia impresionante. Lo cargué en mi mano y calculé su peso en unos diez kilos. Era enorme, bello, de un color negro brillante, y a contra luz adquiría un tono violeta. Hicimos trato directo, sin uso de balanza, contraviniendo la advertencia de la laica. Por él llegué a pagar 35 mil francos, igual a 53 euros. Una vez que el pescado fue limpiado y cortado en trozos se obtuvieron tan solo siete kilos de carne. Es decir que por cada kilo pagué 5 mil francos, o sea, poco más de 7 euros. Y de mil 500 a 5 mil francos hay una diferencia de 3 mil 500, poco más de 5 euros. De haber pagado el pescado a mil 500 francos el kilo, como me indicó la laica, el costo total hubiera sido tan solo de 10 mil 500 francos. Entonces, la vendedora se llevó de más ¡24 mil 500 francos! (37 euros).
Cuando le conté a la laica el abuso del que fui objeto no lo podía creer, y no dudó en reprenderme. Sin duda me lo merecía. Me volvió a insistir que tomara la balanza y pagara por cada kilo el precio fijado. Pues aún así, si bien es cierto que ya no pago tanto, las vendedoras se las arreglan para sacarme un poco más de dinero. Me dicen con voz plañidera que les dé mil o dos mil francos más, que para comprar sus medicinas o porque tienen que pagar la escuela de sus hijos. No falta quien diga que se ha quedado sola y con dos niños que mantener. Otra me dice que tiene que llevar al hospital a su bebé enfermo que carga por la espalda. Miro al bebé, y su carita triste y suplicante me confirma lo que dice su mamá.
Una mañana me hice el fuerte. No cedí ante los lloriqueos de una vendedora. Le dije en tono imperativo que le iba a pagar el pescado kilo por kilo y que si no estaba de acuerdo ya podía irse a buscar otro cliente. En silencio tomó en su mano el dinero que le ofrecí y se lo guardó en su bolso. Luego se inclinó al suelo para llevarse a su cabeza la bandeja vacía. Se incorporó lentamente, despacio dio la media vuelta y dando pasos lentos se marchó. Yo seguía cada uno de sus movimientos, y cuando desapareció de mi vista al salir de la casa, un sentimiento de culpa se apoderó de mí.
Qué cosa tan diferente es cuando los hombres vienen a ofrecerme la carne de cabrito. El animal lo presentan en cinco partes que son las cuatro extremidades más el tronco. Cada pieza oscila alrededor de 4 mil francos, poco más de 6 euros. Entonces, tras breve regateo, se fija el precio sin más ceremonia ni balanza de por medio. En cierta ocasión, habiendo ya obtenido un precio que me parecía bueno sin haber hecho uso de la balanza, quise utilizarla por pura curiosidad, para seguir el consejo de la laica de pagar el kilo de cabrito a 3 mil 500 francos. Se pesó la carne y la balanza terminó por favorecer al vendedor. Tenía que darle 2 mil francos más, igual a 3 euros. Me resultaba mejor haber pagado por pieza que por kilo. No obstante, el vendedor, muy amable, no me exigió nada, me dijo que así estaba bien. Yo le estreché la mano en señal de gratitud, y le dije que la próxima vez le compraría con mucho gusto.
En adelante cuando las mujeres vienen a la casa a ofrecerme pescado, saco la balanza nomás para verificar que no me quiten tanto, porque con sus mil excusas algo de más siempre me han de quitar. Y cuando vienen los hombres a ofrecerme cabrito hago trato directo con ellos, fijando el precio por pieza, que a veces termina por favorecer al vendedor y otras veces al comprador, como un código no escrito que llega a establecerse entre cliente y proveedor.
Misión de Mongoumba, Centroáfrica
16 de noviembre de 2023