Vivir y habitar en la comunión de los Santos
Reflexión sobre la Solemnidad de Todos los Santos y la Conmemoración de todos los Fieles Difuntos
1. A comienzos de noviembre, cuando terminan las cosechas en el hemisferio norte y la naturaleza comienza su descanso, los árboles se tiñen de tonos otoñales y las puestas de sol, serenas y algo melancólicas, invitan a mirar a lo lejos… la tradición cristiana dedica un momento especial de comunión con quienes nos precedieron en el peregrinaje de la vida. Este período comienza el primero de noviembre con la celebración de la solemnidad de Todos los Santos, conocida también como Día de Todos los Santos. Esta festividad fue instituida por el Papa Gregorio IV en el año 835, pero sus raíces se remontan al siglo IV, con la conmemoración colectiva de los mártires cristianos. En esta fiesta, que une la tierra y el cielo, nos alegramos con esa “inmensa multitud, que nadie podía contar, de toda nación, tribu, pueblo y lengua” contemplada por Juan en el Apocalipsis (7,9).
2. Al día siguiente de Todos los Santos, el 2 de noviembre, celebramos la Conmemoración de todos los Fieles Difuntos, una tradición surgida en el ámbito monástico en el siglo X. Fue el abad benedictino San Odilón de Cluny quien la introdujo en el año 998, asociándola a Todos los Santos. Esta celebración se difundió gradualmente hasta extenderse a toda la Iglesia católica en el siglo XIII. La memoria de los fieles difuntos es, aún hoy, una de las conmemoraciones más sentidas, caracterizada por la oración – en particular la celebración eucarística –, la visita al cementerio, la decoración de las tumbas con flores y el encendido de velas. La atención hacia familiares y amigos difuntos continúa a lo largo de todo el mes de noviembre.
3. En este contexto, parece oportuno hacer mención de la festividad de Halloween, celebrada el 31 de octubre y vinculada a Todos los Santos y a la memoria de los Fieles Difuntos, creando así una especie de “triduo”. Halloween es la contracción del inglés “All Hallows’ Eve”, es decir, “víspera de Todos los Santos”. Esta conmemoración, nacida en el contexto cristiano occidental, se ha transformado a lo largo de los siglos en una celebración laica, a menudo influida por costumbres paganas y con rasgos macabros, a veces inquietantes, asociados al esoterismo y al satanismo. Propagada en América por colonos irlandeses y escoceses, se ha difundido a muchas otras culturas entre finales del siglo XX y principios del XXI, convirtiéndose en una festividad de carácter carnavalesco. Presentada a menudo como una inocente fiesta infantil, en realidad constituye una forma de neocolonialismo cultural con fines comerciales, que corre el riesgo de vaciar de sentido las festividades cristianas y de banalizar la realidad de la muerte, que se ha convertido en un tabú en nuestra sociedad.
4. La comunión de los Santos es una de las realidades más bellas de nuestra fe. Todos los Santos nos abre las puertas del Paraíso para contemplar la alegría y felicidad de todos nuestros hermanos y hermanas – de todo tiempo y lugar, religión y creencia, lengua, raza, pueblo y nación – que gozan de la gloria celestial. No se trata solo de los “santos de al lado” o de los cristianos que han llegado a la patria celestial, sino de todos los miembros del Reino de Dios, santificados por la sangre del Cordero (Ap 7,14).
5. La “comunión de los santos” no es un vínculo ideal o abstracto, sino una realidad muy concreta. Los santos, habitantes del Paraíso, no viven “en descanso eterno” ignorando nuestros sufrimientos y luchas cotidianas contra el mal. En el Cielo no hay ociosidad, sino actividad. Si el Padre “siempre está actuando” (Jn 5,17), ¿cómo podrían sus hijos permanecer inactivos, indiferentes a nuestra lucha? Vivir y habitar en la comunión de los santos significa tomar conciencia de esta maravillosa solidaridad, abrirnos y participar en la acción del Cielo sobre la tierra.
6. La comunión no estaría completa sin pensar en nuestros hermanos y hermanas difuntos que aún no han alcanzado la visión beatífica, meta y supremo anhelo del corazón humano. Este es el significado de la Conmemoración de todos los Fieles Difuntos, que sigue a Todos los Santos. La Iglesia peregrina en la tierra los recuerda con cariño, ora por ellos con confianza y participa en su purificación mediante su intercesión. Cada vez que celebramos la Eucaristía los recordamos en la oración eucarística: “Acuérdate también de nuestros hermanos y hermanas que se durmieron en la esperanza de la resurrección y, en tu misericordia, de todos los difuntos: admítelos a la luz de tu rostro” (Plegaria Eucarística n. 2).
7. En esta ocasión, se nos anima a recordar con mayor frecuencia y solicitud fraterna a todos los fieles difuntos, especialmente a nuestros familiares y amigos con quienes compartimos una relación de afecto y gratitud. Es una oportunidad para fortalecer nuestro vínculo de comunión con ellos, ya que la muerte no rompe los lazos de amor, sino que los purifica y fortalece. Aunque el recuerdo de algunas personas pueda ser doloroso debido a los sufrimientos e injusticias padecidos, este período puede representar un tiempo de gracia para reconciliarnos con ellas, sanar nuestras heridas y apaciguar nuestros recuerdos. A la luz del Amor, ellos mismos ahora son bien conscientes del mal cometido y, arrepentidos, imploran nuestro perdón y rezan por nosotros.
8. Las celebraciones del 1 y 2 de noviembre, prolongadas durante todo el mes con la memoria de nuestros queridos difuntos, son una proclamación de nuestra fe pascual. La gracia de estas celebraciones nos permite profesar con mayor consciencia: “Creo en la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna”. Además, la inmersión en la Vida de Cristo Resucitado, primicia de los vivos, exorciza nuestro miedo a la muerte. La esperanza cristiana nos conduce en un proceso de transfiguración de la muerte hasta que, como San Francisco, podamos considerarla “hermana muerte”.
9. La contemplación de los santos y la experiencia de comunión con los difuntos nos lleva a confrontar nuestra vida con la futura y definitiva. La belleza de la comunión de los santos, si se vive realmente, nos impulsa a cambiar nuestros parámetros de vida: el cristiano que mira al Cielo no permite que los criterios mundanos guíen su existencia. Si nuestra mirada está iluminada por la Luz, nos comprometemos a colaborar para la realización del Reino de Dios en la tierra, promoviendo la paz, la justicia y la fraternidad universal.
10. En cuanto al Purgatorio, es necesario purificar esta doctrina de las visiones acumuladas en el imaginario cristiano a lo largo de los siglos. Después de la muerte, nos encontramos fuera del tiempo y del espacio, y no es posible “imaginar” el Purgatorio, sino sólo concebirlo. El Catecismo de la Iglesia Católica trata este tema de forma sobria, pero esencial (nn. 1030-1032), hablando de “purificación final o purgatorio”. San Pablo, en 1 Corintios 3,10-17, dice que “el fuego probará la calidad de la obra de cada uno” y que algunos se salvarán “como pasando a través del fuego”. Sin embargo, todo en Dios es gracia. ¡Incluso el Purgatorio! Es el suplemento de misericordia para hacernos “amor puro”. Podemos pensar que el “fuego purificador” es el fuego del Espíritu, que continúa en nosotros su obra de santificación y, al mismo tiempo, el fuego de la pasión de nuestra alma, que anhela la visión beatífica y sufre al sentirse aún “lejos”. Porque “fuerte como la muerte es el amor, tenaz como el reino de los muertos es la pasión: ¡sus llamas son llamas de fuego, una llama divina!” (Cantar de los Cantares 8,6).
P. Manuel João Pereira Correia, mccj