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Jesús sigue sufriendo

+ Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo Emérito de SCLC

HECHOS

La pasión de Cristo no es algo meramente del pasado; es una realidad actual, porque El nos dijo que sigue vivo en todos los que sufren, y que cuanto hagamos por ayudarles a llevar su cruz, El lo considera hecho a sí mismo.

Jesús sigue sufriendo en tantas madres buscadoras de sus hijos desaparecidos, de los cuales no hay rastro; quizá fueron asesinados y enterrados quién sabe dónde, o desintegrados en ácidos por manos criminales.

Jesús sigue sufriendo en tantos migrantes a quienes se les cierran las puertas de la esperanza, expuestos a ser extorsionados por coyotes sin conciencia y por cárteles que los explotan de mil maneras, o los desaparecen si no pagan las cantidades que esos desalmados les exigen.

Jesús sigue sufriendo en tantos detenidos en las cárceles, muchos de ellos inocentes, viviendo por años en la incertidumbre jurídica, abandonados incluso por sus familias, explotados y maltratados por sus mismos compañeros internos.

Jesús sigue sufriendo en tantos enfermos y ancianos, muchos de ellos sin recursos para medicinas o para una operación, incomprendidos y quizá abandonados por los suyos, tratados como desechos y estorbos de la sociedad.

Jesús sigue sufriendo en esposas maltratadas, infravaloradas, abandonadas, solas, traicionadas, humilladas, quizá abusadas sexualmente incluso dentro de su matrimonio, luchando por sacar adelante a sus hijos, ante el abandono y la irresponsabilidad del padre. Y Jesús sigue sufriendo también en esposos incomprendidos, sin cariño ni respeto, sino sólo exigidos a traer el pan de cada día, sin ningún detalle de gratitud.

Jesús sigue sufriendo en tantos niños no sólo en pobreza extrema, sino también en hogares desintegrados o violentos, cuyos padres no dimensionan el dolor que provoca en sus hijos una separación conyugal. Aunque pasen el gasto y den dinero para la manutención y la educación, no dan cariño, seguridad, fortaleza y esperanza. Unos padres egoístas, que no toman en cuenta el dolor de sus hijos sin la figura paterna o materna. Aunque hay casos en que la separación es la mejor forma de evitar mayores sufrimientos.

En fin, Jesús sigue sufriendo en tantas personas que se sienten solas, sin cariño, sin respeto, sin un futuro atractivo, sin seguridad, sin aceptación, quizá con recuerdos muy dolorosos desde su infancia. Algunos, por ello, se refugian en el alcohol, en las drogas, e incluso en la delincuencia. Aunque tengan suficientes recursos económicos, ¡cuánto sufren, y cuánto sigue Jesús sufriendo en ellos!

ILUMINACION

El Papa Francisco, en su homilía del pasado Domingo de Ramos, nos dijo: “Jesús sale al encuentro de todos, en cualquier situación… La pasión de Jesús se vuelve compasión cuando tendemos la mano al que ya no puede más, cuando levantamos al que está caído, cuando abrazamos al que está desconsolado. Para experimentar este gran milagro de la misericordia, decidamos durante la Semana Santa cómo llevar la cruz; no al cuello, sino en el corazón. No sólo la nuestra, sino también la de aquellos que sufren a nuestro alrededor; quizá la de aquella persona desconocida que una casualidad —pero, ¿es una casualidad?— hizo que encontráramos. Preparémonos a la Pascua del Señor convirtiéndonos en cireneos los unos para los otros” (13-IV-2025).

Y en el Angelus de ese mismo domingo, expresó: “Hoy, Domingo de Ramos, en el Evangelio hemos escuchado el relato de la Pasión del Señor según san Lucas. Hemos escuchado a Jesús dirigirse varias veces al Padre: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya»; «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»; «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Indefenso y humillado, lo hemos visto caminar hacia la cruz con los sentimientos y el corazón de un niño agarrado al cuello de su padre, frágil en la carne, pero fuerte en el abandono confiado, hasta dormirse, en la muerte, entre sus brazos.

Son sentimientos que la liturgia nos llama a contemplar y a hacer nuestros. Todos tenemos dolores, físicos o morales, y la fe nos ayuda a no ceder a la desesperación, a no cerrarnos en la amargura, sino a afrontarlos sintiéndonos arropados, como Jesús, por el abrazo providencial y misericordioso del Padre.

Hermanas y hermanos, os agradezco mucho por vuestras oraciones. En este momento de debilidad física me ayudan a sentir aún más la cercanía, la compasión y la ternura de Dios. Yo también rezo por vosotros y os pido que encomendéis conmigo al Señor a todos los que sufren, especialmente a los afectados por la guerra, por la pobreza o por los desastres naturales” (13-IV-2025).

ACCIONES

Si quieres que estos días sean santos, no hagas sufrir a otras personas, quizá en tu misma familia. Al contrario, sé como un Cirineo, que les ayuda a llevar su cruz, con cariño, cercanía, comprensión, respeto, perdón, tolerancia, en una palabra, amor. Así, estás ayudando a Jesús a llevar su cruz y habrá esperanza de resurrección.

Domingo de Ramos en la Amazonía: La canoa que sirvió de burro

Cuidar de nuestra casa común, nuestro planeta, es una necesidad cada vez más urgente. De ahí la importancia de que la Iglesia brasileña haya reflexionado en la Campaña de Fraternidad 2025, cuyo lema es “Fraternidad y Ecología Integral”, durante esta cuaresma. Las consecuencias de la falta de cuidado son cada vez más evidentes. Ejemplo de ello es lo ocurrido en la aldea de Tamaniquá, en el municipio de Juruá, prelatura de Tefé, en la Amazonía brasileña.

Por: Luis Miguel Modino (OCSHA), en RELIGIÓN DIGITAL

Consecuencias del cambio climático

En un fenómeno que hasta ahora no era común, según los habitantes, dos veces el río ha crecido y se ha vaciado muy rápidamente, por lo que están perdiendo la yuca que sembraron. Es una situación que, de diversos modos, se repite en diferentes partes de la Amazonia.

Fue en esta comunidad donde el obispo de la prelatura de Tefé, Mons. José Altevir da Silva, celebró el Domingo de Ramos. Según relató: “Dejé la procesión del Domingo de Ramos en la catedral para participar con los ribereños afectados por la inesperada crecida”. Al llegar allí, el obispo vio la situación de los residentes, que “están intentando salvar lo que el agua no se llevó, con agua hasta el pecho”, según contaron los residentes al obispo.

Tefé procesión de Ramos

Ante esta situación, el obispo dijo que “como no teníamos tierra firme para realizar la procesión, sugerí que la hiciéramos en canoa, remando”, algo que calificó de significativo. La procesión tuvo lugar en una situación similar a la descrita en los Evangelios. La coordinadora de la comunidad de Nuestra Señora Aparecida, doña Rita, una mujer analfabeta de casi 70 años que lleva más de 30 al frente de la comunidad, dijo que tenía pocas canoas porque los hombres las habían llevado para salvar lo que había sobrado de lo plantado.

La comunidad las iba a necesitar

Cuando otra mujer, doña Ana, fue a pedir unas canoas a sus vecinos, desató las canoas y les dijo palabras parecidas a las que dijeron los discípulos cuando desataron el jumento para llevar a Jesús: la comunidad las iba a necesitar, pero pronto las devolverían. Mons. José Altevir da Silva, en su homilía, reflexionó sobre ello, recordando las palabras de Jesús a sus discípulos si alguien les preguntaba por qué desataban el pollino: “el Señor lo necesita”.

El obispo cuenta que, en el momento de la procesión con los ramos, “los monaguillos, siguiendo el rito, cogieron una palangana de plástico con agua para bendecir los ramos. Tenían razón, así aprendieron. Pero en el momento de la bendición, pedí que hiciéramos la oración sobre el río y desde el río bendijéramos los ramos”, destacando una vez más este momento como algo “muy rico en significado”.

Comunidades acompañadas por mujeres

En la mayoría de las comunidades ribereñas de la Amazonia, las mujeres se ocupan de la vida de fe de estas personas. En su sencillez, se convierten en verdaderas testigos de la presencia de Dios entre la gente. Es en estos lugares donde la gente sufre más las consecuencias del cambio climático. En estas situaciones, la gente encuentra en Dios y en la comunidad la fuerza para seguir luchando por la vida en plenitud para todos.

Es aquí donde la reflexión sobre la conversión ecológica tiene sentido. De la superación del pecado ecológico depende de que estas personas puedan seguir viviendo en esos lugares. El cambio climático tiene consecuencias concretas en la vida de las personas, especialmente de las más vulnerables. Cuando no reconocemos esto, nos distanciamos de Dios y de nuestros hermanos y hermanas, de quienes hoy siguen siendo crucificados de diversas maneras.

Domingo de Ramos

Entramos en la Semana grande del amor hasta las últimas consecuencias (“Los amó hasta el extremo”, Jn 13,1). El comienzo de la Semana Santa está marcado este año por la narración de la pasión y muerte de Cristo, escrita por S. Lucas (Evangelio). Esa Pasión no es tan solo historia del pasado: los mismos acontecimientos se repiten hoy.
Bendito el que viene en el nombre de Dios
P. Enrique Sánchez G., mccj

Iniciamos la Semana Santa leyendo el evangelio de San Lucas 19, 28-40

“En aquel tiempo, Jesús, acompañado de sus discípulos, iba camino de Jerusalén, y al acercarse a Betfagé y a Betania, junto al monte llamado de los Olivos, envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: “Vayan al caserío que está en frente a ustedes. Al entrar, encontrarán atado un burrito que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganlo aquí. Si alguien les pregunta por qué lo desatan, díganle: “El Señor lo necesita”.
Fueron y encontraron todo como el Señor les había dicho. Mientras desataban el burro, los dueños les preguntaron: “¿Por qué lo desamarran?”. Ellos contestaron: “El Señor lo necesita”. Se llevaron, pues el burro, le echaron encima los mantos e hicieron que Jesús montara en él.
Conforme iba avanzando, la gente tapizaba el camino con sus mantos, y cuando ya estaba cerca la bajada del monte de los Olivos, la multitud de discípulos, entusiasmados, se pusieron a alabar a Dios a gritos por todos los prodigios que habían visto, diciendo: “¡Bendito el rey que viene en el nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!”.
Algunos fariseos que iban entre la gente le dijeron: “Maestro, reprende a tus discípulos”. Él les replicó: “Les aseguro que si ellos se callan, gritan las piedras”.

La Semana Santa se inicia con una multitud de personas que acompaña a Jesús en medio de fiesta y de alegría, reconociéndolo como el Mesías, el que viene en nombre de Dios. Se trata de un festejo que nos llevará a la alegría de Cristo resucitado, pero no sin antes pasar por el misterio de su pasión y de su muerte que nos invita a liberarnos de todo aquello que nos puede tener atados en experiencias de esclavitud y de pecado.

El evangelio nos dice que toda aquella gente había visto sus obras y prodigios y no quedaba duda de que realmente Dios se había compadecido de su pueblo. Dios había cumplido sus promesas.

Solamente, quienes deseaban permanecer en su ceguera y en lo oscuro de sus costumbres y de sus tradiciones, se negaban a reconocer a Jesús como el Salvador y serán ellos quienes maquinarán el mal para deshacerse de él.

Jesús entra a Jerusalén como triunfador, aclamado y venerado por la gente sencilla y humilde de su pueblo, por los pobres que se sienten contentos de haber puesto su confianza en él y que no los había defraudado.

Jesús entra como rey, pero desde el inicio deja en claro que su reinado no es de este mundo. No es el reinado del poder, de la fuerza, del dinero; no es el líder que llega para dominar y explotar.

Entra montado en un asno, en algo que representa la sencillez, la entrega y el servicio. El que quiera ser servido, que se haga servidor de los demás.

La entrada triunfante de Jesús a Jerusalén significa el inicio de los tiempos nuevos; es el momento en que ya nadie tendrá pretextos para no abrir su corazón a la llegada del Reino de Dios que Jesús inaugura con la entrega de su persona, con la entrega de toda su vida; como expresión del amor que Dios tiene por sus hijos.

Pero el triunfo verdadero no será contenido en aquellos gestos de alegría, de euforia, de entusiasmo de la multitud que ya nadie puede detener. No son los ramos y las flores, ni los tapetes y mantos que extienden a su paso, reconociéndole su dignidad, su divinidad, su sabiduría y su poder; nada de eso es lo que confirma el triunfo de Jesús.

La grandiosidad de Jesús aparecerá en todo su esplendor cuando subirá a la cruz, cuando pasará por la oscuridad de la tumba y de la muerte para surgir victorioso en su manifestación resplandeciente en domingo de resurrección.

Jesús entra en silencio, como recordando lo que, no hacía mucho, había hecho con sus discípulos, lavándoles los píes en un gesto de servicio y de entrega incondicional. Su reinado sólo lo entenderán quienes sean capaces de seguirlo, paso a paso, por las estrechas calles de Jerusalen para entregarlo para que fuera juzgado injustamente.

Esas calles que se irían haciendo, a cada metro recorrido, más angostas por el peso de la injusticia, del rechazo, del odio y de la violencia que fueron descargando sobre Jesús todos aquellos que vivían en la confusión, en la cerrazón de sus mentes y de sus corazones.

A medida que Jesús fue recorriendo las calles de Jerusalén, muy probablemente, fueron disminuyendo las flores y los cantos de alegría y el escenario se fue convirtiendo en algo doloroso y triste de contemplar.

Jesús, juzgado injustamente, azotado y coronado de espinas, despojado de sus vestidos, cargado de una cruz y condenado a morir como uno de los peores criminales.

La alegría y la fiesta de sus discípulos y de la multitud que lo había acompañado hasta las puertas de Jerusalén se iba convirtiendo en algo insoportable de contemplar. Y quienes perseveraban, siguiéndolo a distancia, iban cambiando los gritos de júbilo por un silencio contemplativo que les hacía sentir con el corazón lo que no podían expresar con palabras.

Quienes fueron capaces de acompañarlo hasta el final, se dieron cuenta de que aquel era el momento para comprender cada una de las palabras y de las acciones que Jesús había ido sembrando en sus corazones.

Ahí empezaron a entender que el Reino de Jesús tenía qué ver con entrega y donación de sí mismo. Que era un rey que se había ganado su autoridad y su poder amando sin límites, entregando su vida por los demás.

Su poder y su fuerza no estaban apoyados en armas y en ejércitos, no necesitaba de lujos y riquezas; su grandeza estaba en ser instrumento de vida, de paz y de fraternidad.

En su entrada triunfal a Jerusalén, Jesús, el Mesías, no abrió la boca, aceptó sin protestar todas las humillaciones que pudieron imaginar quienes lo condenaron. Se dejó llevar, como dice el profeta Isaías, como cordero al matadero.

En la cruz que pusieron sobre su espalda iba cargando toda la miseria y el pecado de una humanidad que ha sido rebelde, arrogante y pretensiosa. Una humanidad que ha querido manipular a Dios a su antojo y conveniencia y que ha puesto como ideales de felicidad lo efímero y pasajero.

Y la entrada triunfal, de pronto, se convirtió en camino empinado hacia el Calvario, el lugar de la muerte, aquella muerte que se convertiría más tarde en posibilidad de vida para todos los que pusieran su confianza en Jesús.

Y, así, el verdadero triunfo que se reconocerá en la dramática historia de la entrada de Jesús a Jerusalén será el triunfo sobre la muerte y sobre todo aquello que tenía al ser humano esclavizado y condenado en una vida sin amor.

La Jerusalén que abría sus puertas en aquel “domingo de ramos”, reconociendo a Jesús como el que venía en el nombre del Señor; ahora lo conduciría hasta la altura de la Cruz para que ahí se abrieran otras puertas, las puertas del cielo, que acogerían con gratitud las últimas palabras de Jesús: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.

Esta era la entrega total de aquel que se ganó el mundo, a toda la humanidad con la donación sin condiciones de su vida, como la expresión más pura del amor.

Él es Jesús a quien todos estamos invitados a reconocer como nuestro Señor, Salvador y Mesías.

Es el Rey que quiere entrar triunfante en la historia de cada uno de nosotros y que nos invita a seguirlo en estos días contemplando cada instante de su caminar hacia la pasión, la muerte y la resurrección.

Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 22, 14 – 23, 56. (Les invito a leer en sus Biblias o misales todo el relato de la Pasión)

“Cuánto he deseado celebrar esta Pascua con ustedes, antes de padecer, porque yo les aseguro que ya no volveré a celebrar, hasta que tenga cabal cumplimiento el Reino de Dios…

…Era casi medio día, cuando las tinieblas invadieron toda la región y se oscureció el sol hasta las tres de la tarde. El velo del templo se rasgó a la mitad. Jesús, clamando con voz potente dijo: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Y dicho esto, expiró”.

La Pasión de nuestro Señor Jesucristo comienza con el deseo de celebrar la Pascua, el paso de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz, de la cruz a la resurrección, de la esclavitud a la libertad que sólo él nos puede dar.

Al escuchar este relato, también nosotros, estamos invitados a hacer nuestro ese camino que llevó a Jesús de la entrada jubilosa a Jerusalén hasta el sepulcro vacío que encontrarán la mujeres al ir a buscarlo entre los muertos.

Ojalá dejemos entrar en nuestro corazón cada palabra de este relato y no tengamos miedo de convertirnos en testigos de lo que ahí va sucediendo.

Recordemos con sencillez que el drama que se nos narra no es novela para entretenernos, sino la historia de nuestra salvación.

Jesús que entrega su vida lo está haciendo por mí y por ti; porque tanto nos ha amado nuestro Padre Dios que nos ha entregado lo que más amaba.

Las burlas, la corona de espinas, los azotes y empujones, la cruz y la espada que atravesó su corazón, todo eso, Jesús lo ha soportado por mí y por ti, porque él vivió con el único de deseo de cumplir con la voluntad de su Padre. Y la voluntad de su Padre siempre ha sido que tengamos vida y la tengamos en abundancia.

Veamos también en las palabras de la Pasión la descripción de otra pasión que se vive a diario en la triste realidad de nuestros días.

La pasión de tantos hermanos nuestros que viven hoy la injusticia, el dolor de la violencia, la angustia de la desaparición de sus seres queridos, el miedo que se esconde en el temor de ser una víctima más que aumenta las estadísticas del horror cada día.

Démonos cuenta que a Cristo le están poniendo una corona en la cabeza de tantos hermanos nuestros a quienes se les niega el derecho a vivir dignamente. Es la corona de espinas que cala en la cabeza de tantos pobres que viven con la angustia de no saber qué será el mañana.

A Jesús, también hoy, lo están azotando en los cuerpos de tantos jóvenes que viven esclavos de sus adicciones, en los jóvenes que han perdido la ilusión de un futuro seguro y en paz, en los jóvenes a quienes les han robado la felicidad auténtica a cambio de ideologías en donde Dios está ausente y es sistemáticamente ignorado.

Hoy a Jesús se le sigue condenando a la muerte, sin darle la posibilidad de un juicio justo, en la persona de tantos hermanos nuestros que son víctimas de la corrupción, de los engaños, de los sobornos y de la impunidad, del aparente triunfo de quienes se han asociado para ser creadores del mal.

Jesús, en estos días que llamaremos santos, sigue cargando sobre sus hombros la pesada cruz de nuestra frialdad y de nuestro egoísmo, de nuestra indiferencia ante el sufrimiento de los demás.

Carga la cruz de la superficialidad de nuestras vidas que se pierden atrapadas en las trampas del consumismo, que se embriagan en placeres que esclavizan, que destruyen relaciones santas, apostándole a la infidelidad y a la traición.

Pero la buena noticia es que este relato de la Pasión del Señor no termina en la tragedia de la crucifixión y de la muerte.

Al final escucharemos el grito de triunfo que nos recuerda que la última palabra la tiene siempre Dios y que la muerte ha sido vencida con la entrega de la vida del Señor que sigue estando entre nosotros, sólo y únicamente por amor.

Jesús ha vencido a la muerte y ha resucitado para que vivamos en él y de él, para que nada ni nadie nos robe la esperanza, para que nadie nos engañe con promesas falsas, para que gocemos, en los pequeños detalles de cada día, la belleza de sabernos hijos de Dios, como diría san Pablo, en el Hijo que se ha entregado por nosotros.

Qué esta semana santa sea para cada uno de nosotros un tiempo que nos lleve al silencio, a la contemplación del misterio de nuestra redención y a la gratitud por tener a Jesús en nuestras vidas como hermano y Señor.


El asno, la cena y el servicio
Comentario a Lc 19, 28-44 y a Lc 22, 14-23,56b5
P. Antonio Villarino, mccj

La liturgia nos ofrece hoy dos lecturas del evangelio de Lucas: la primera, antes de la procesión de ramos, sobre la bien conocida historia de Jesús que entra en Jerusalén montado sobre un pollino (Lc 19, 28-44); la segunda, durante la Misa, es la lectura de la “Pasión” (las últimas horas de Jesús en Jerusalén), esta vez narrada por Lucas en los capítulos 22 y 23.

Con ello entramos en la Gran Semana del año cristiano, en la que celebramos, re-vivimos y actualizamos la extraordinaria experiencia de nuestro Maestro, Amigo, Hermano y Redentor Jesús, que, con gran lucidez y valentía, pero también con dolor y angustia, entra en Jerusalén, para ser testigo del amor del Padre con su propia vida.

Toda la semana debe ser un tiempo de especial intensidad, en el que dedicamos más tiempo que de ordinario a la lectura bíblica, la meditación, el silencio, la contemplación de esta gran experiencia de nuestro Señor Jesús, que se corresponde con nuestras propias experiencias de vida y muerte, de gracia y pecado, de angustia y de esperanza. Por mi parte, me detengo en dos puntos de reflexión:

El rey montado sobre un pollino.
Hace algunos años he podido visitar Jerusalén durante diez días. Y, entre otras cosas, pude caminar desde Betfagé hasta el Monte de los olivos, desde el cual se contemplan los restos del antiguo Templo y la ciudad santa en su conjunto. Es un tramo no muy largo, pero en pendiente, por lo que exige un cierto esfuerzo. Según el texto de Lucas, Jesús hizo este recorrido montado sobre un pollino y aclamado por la gente. 
Se trata de una escena que se presta a la representación popular y que todos conocemos bastante bien, aunque corremos el riesgo de no entender bien su significado. Para entenderlo bien, no encuentro mejor comentario que la cita del libro de Zacarías a la que con toda seguridad se refiere esta narración:
“Salta de alegría, Sion,
lanza gritos de júbilo, Jerusalén,
porque se acerca tu rey,
justo y victorioso,
humilde y montado en un asno,
en un joven borriquillo.
Destruirá los carros de guerra de Efraín
y los caballos de Jerusalén.
Quebrará el arco de guerra
y proclamará la paz a las naciones”.
(Zac 9, 9-10).
Sólo un comentario: ¡Cuánto necesitamos en este tiempo nuestro lleno de arrogancia, terrorismo y conflictos de todo tipo la presencia de este rey humilde y pacífico que no se impone por “la fuerza de los caballos” sino por la consistencia de su verdad liberadora y su amor sin condiciones!

La cena y el servicio
Lucas pone especial énfasis en la cena pascual, que es una cena de hermandad. Jesús, que comía con publicanos, pecadores, fariseos, come ahora con sus amigos y discípulos, fiel a la tradición e innovando un nuevo ritual que dura hasta hoy en forma de Misa. En torno a la Cena Jesús sella una nueva alianza con los más allegados, una alianza que nosotros renovamos cada vez que participamos conscientemente en la Eucaristía.
Seguir a Cristo hasta la cruz es disponerse a entregar la propia vida por amor.
Pero llama la atención que, inmediatamente después de la Cena, Lucas coloca el tema del servicio cristiano, como Juan coloca en el mismo contexto el lavatorio de pies. Me parece que el mensaje es claro: los discípulos de Jesús sellan entre sí y con Jesús un pacto de alianza cuyo sello es precisamente el servicio mutuo, no como los reyes de esta tierra. Eucaristía y servicio van juntos, son dos caras de la misma alianza.
Contemplar a Cristo en la cruz es identificarse con Él, es ponerse a caminar sobre las huellas de su entrega, confiando en que, aunque se rían de nosotros, el amor es más fuerte que la muerte.


Semana Santa:
con un “corazón grande como el mundo”

P. Romeo Ballan, mccj

Lucas 19,28-40; Isaías 50,4-7; Salmo 21; Filipenses 2,6-11; Lucas 22,14 – 23,56

Reflexiones
Entramos en la Semana grande del amor hasta las últimas consecuencias (“Los amó hasta el extremo”, Jn 13,1). El comienzo de la Semana Santa está marcado este año por la narración de la pasión y muerte de Cristo, escrita por S. Lucas (Evangelio). Esa Passio no es tan solo historia del pasado: los mismos acontecimientos se repiten hoy. Los personajes de entonces (Caifás, Herodes, Pilato, fariseos, sacerdotes, Pedro, Judas, Cirineo, piadosas mujeres, soldados, Centurión, José de Arimatea…) existen aún, son emblemáticos de lo que ocurre hoy con relación a Cristo y a los que sufren, con los que Él se identifica (cfr. Mt 25,35s). Cada uno de nosotros puede ser, hoy, en el bien o en el mal, uno u otro de esos personajes. Hoy somos nosotros los actores en la pasión que Jesús padece en los ancianos abandonados, los jóvenes sin trabajo, los migrantes bloqueados o rechazados, las mujeres abandonadas o víctimas de violencia… Hoy, cada uno puede encerrarse ante el dolor ajeno, o mejor abrirse como las piadosas mujeres que acompañan a Cristo en su dolor; o ser como el Cirineo, capaz de cargar con el peso de los demás; o como María, al pie de la cruz…

Tres testigos modernos del mundo misionero nos brindan una ayuda segura para la comprensión y la celebración del Misterio pascual propio de la Semana Santa. Su palabra nace de la experiencia personal de identificación con Cristo muerto y resucitado. Por tanto, sus testimonios tienen una resonancia universal: ayudan a vivir la Pascua según la amplitud y la profundidad propias del corazón de Cristo.

“Siempre los ojos fijos en Jesucristo”

S. Daniel Comboni (1831-1881), misionero apasionado por la salvación de África, en las Reglas de su Instituto (1871), recomendaba vivamente a los futuros misioneros que contemplaran con amor a Cristo crucificado, para formarse en el necesario “espíritu de sacrificio”: «El pensamiento perpetuamente dirigido al gran fin de su vocación apostólica debe engendrar en los alumnos del Instituto el espíritu de sacrificio. Fomentarán en sí esta disposición esencialísima teniendo siempre los ojos fijos en Jesucristo, amándolo tiernamente y procurando entender cada vez mejor qué significa un Dios muerto en la cruz por la salvación de las almas. Si con viva fe contemplan y gustan un misterio de tanto amor, serán felices de ofrecerse a perderlo todo y a morir por Él y con Él». (De los Escritos de San Daniel Comboni, n. 2720-2722).

“¡Tengo sed!”

La entrega total de la Santa Madre Teresa de Calcuta (1910-1997) a la causa misionera tuvo su origen en la contemplación de las palabras de Jesús en la cruz: ¡Tengo sed! La atención a los últimos en la escala social nacía en ella del deseo de apagar la sed de Cristo.

«”¡Tengo sed!” dijo Jesús cuando, en la cruz, se encontraba privado de todo consuelo. Renueven su celo para saciar esa sed en las dolorosas semblanzas de los más pobres entre los pobres: “Ustedes a mí me lo hicieron”. Jamás separen estas palabras de Jesús: “Tengo sed” y “Ustedes a mí me lo hicieron”». (De los escritos de Madre Teresa de Calcuta).

Celebrar la Pascua con un “corazón grande como el mundo”

Esta es la enseñanza de San Óscar Arnulfo Romero (1917-1980), mártir, arzobispo de San Salvador, asesinado mientras estaba celebrando la Eucaristía en la tarde del 24 de marzo de 1980.

«Celebra la Pascua con Cristo tan solo el que sabe amar, sabe perdonar, sabe aprovechar la fuerza más grande que Dios ha puesto en el corazón del hombre: el amor. La Iglesia siente que su corazón es como el de María, grande como el mundo, sin enemigos, sin resentimientos». (De las catequesis de San Óscar A. Romero en la Semana Santa de 1978).

Palabra del Papa

(*) “Jesús entra en Jerusalén. La liturgia nos ha invitado a hacernos partícipes y tomar parte de la alegría y fiesta del pueblo que es capaz de gritar y alabar a su Señor; alegría que se empaña y deja un sabor amargo y doloroso al terminar de escuchar el relato de la Pasión. Pareciera que en esta celebración se entrecruzan historias de alegría y sufrimiento, de errores y aciertos que forman parte de nuestro vivir cotidiano como discípulos, ya que logra desnudar los sentimientos contradictorios que también hoy, hombres y mujeres de este tiempo, solemos tener: capaces de amar mucho… y también de odiar  – y mucho – ; capaces de entregas valerosas y también de saber «lavarnos las manos» en el momento oportuno; capaces de fidelidades pero también de grandes abandonos y traiciones”.

Papa Francisco
Homilía en el domingo de Ramos, 25-3-2018


ANTE EL CRUCIFICADO
Lucas 22,14-23,56
José A. Pagola

Detenido por las fuerzas de seguridad del Templo, Jesús no tiene ya duda alguna; el Padre no ha escuchado sus deseos de seguir viviendo; sus discípulos huyen buscando su propia seguridad. Está solo. Sus proyectos se desvanecen. Le espera la ejecución.

El silencio de Jesús durante sus últimas horas es sobrecogedor. Sin embargo, los evangelistas han recogido algunas palabras suyas en la cruz. Son muy breves, pero a las primeras generaciones cristianas les ayudaban a recordar con amor y agradecimiento a Jesús crucificado.

Lucas ha recogido las que dice mientras está siendo crucificado. Entre estremecimientos y gritos de dolor, logra pronunciar unas palabras que descubren lo que hay en su corazón: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Así es Jesús. Ha pedido a los suyos «amar a sus enemigos» y «rogar por sus perseguidores». Ahora es él mismo quien muere perdonando. Convierte su crucifixión en perdón.

Esta petición al Padre por los que lo están crucificando lo hemos de escuchar como el gesto sublime que nos revela la misericordia y el perdón insondable de Dios. Esta es la gran herencia de Jesús a la Humanidad: No desconfiéis nunca de Dios. Su misericordia no tiene fin.

Marcos recoge un grito dramático del crucificado: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?». Estas palabras pronunciadas en medio de la soledad y el abandono más total son de una sinceridad abrumadora. Jesús siente que su Padre querido lo está abandonando. ¿Por qué? Jesús se queja de su silencio. ¿Dónde está? ¿Por qué se calla?

Este grito de Jesús, identificado con todas las víctimas de la historia, pidiendo a Dios alguna explicación a tanta injusticia, abandono y sufrimiento, queda en labios del crucificado reclamando una respuesta de Dios más allá de la muerte: Dios nuestro, ¿por qué nos abandonas? ¿No vas a responder nunca a los gritos y quejidos de los inocentes?

Lucas recoge una última palabra de Jesús. A pesar de su angustia mortal, Jesús mantiene hasta el final su confianza en el Padre. Sus palabras son ahora casi un susurro: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Nada ni nadie lo ha podido separar de él. El Padre ha estado animando con su Espíritu toda su vida. Terminada su misión, Jesús lo deja todo en sus manos. El Padre romperá su silencio y lo resucitará.

Esta semana santa, vamos a celebrar en nuestras comunidades cristianas la pasión y la muerte del Señor. También podremos meditar en silencio ante Jesús crucificado ahondando en las palabras que él mismo pronunció durante su agonía.
http://www.musicaliturgica.com


Mirar el Crucifijo, la “catedra de Dios”
Papa Francisco

«¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Cf. Lc 19,38), gritaba festiva la muchedumbre de Jerusalén recibiendo a Jesús. Hemos hecho nuestro aquel entusiasmo, agitando las palmas y los ramos de olivo hemos expresado la alabanza y el gozo, el deseo de recibir a Jesús que viene a nosotros. Sí, del mismo modo que entró en Jerusalén, desea también entrar en nuestras ciudades y en nuestras vidas. Así como lo ha hecho en el Evangelio, cabalgando sobre un asno, viene a nosotros humildemente, pero viene «en el nombre del Señor»: con el poder de su amor divino perdona nuestros pecados y nos reconcilia con el Padre y con nosotros mismos. Jesús está contento de la manifestación popular de afecto de la gente, y cuando los fariseos le invitan a que haga callar a los niños y a los otros que lo aclaman, responde: «si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40). Nada pudo detener el entusiasmo por la entrada de Jesús; que nada nos impida encontrar en él la fuente de nuestra alegría, de la alegría auténtica, que permanece y da paz; porque sólo Jesús nos salva de los lazos del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza.

Sin embargo, la Liturgia de hoy nos enseña que el Señor no nos ha salvado con una entrada triunfal o mediante milagros poderosos. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, sintetiza con dos verbos el recorrido de la redención: «se despojó» y «se humilló» a sí mismo (Fil 2,7.8). Estos dos verbos nos dicen hasta qué extremo ha llegado el amor de Dios por nosotros. Jesús se despojó de sí mismo: renunció a la gloria de Hijo de Dios y se convirtió en Hijo del hombre, para ser en todo solidario con nosotros pecadores, él que no conoce el pecado. Pero no solamente esto: ha vivido entre nosotros en una «condición de esclavo» (v. 7): no de rey, ni de príncipe, sino de esclavo. Se humilló y el abismo de su humillación, que la Semana Santa nos muestra, parece no tener fondo.

El primer gesto de este amor «hasta el extremo» (Jn 13,1) es el lavatorio de los pies. «El Maestro y el Señor» (Jn 13,14) se abaja hasta los pies de los discípulos, como solamente hacían lo siervos. Nos ha enseñado con el ejemplo que nosotros tenemos necesidad de ser alcanzados por su amor, que se vuelca sobre nosotros; no podemos prescindir de este, no podemos amar sin dejarnos amar antes por él, sin experimentar su sorprendente ternura y sin aceptar que el amor verdadero consiste en el servicio concreto.

Pero esto es solamente el inicio. La humillación de Jesús llega al extremo en la Pasión: es vendido por treinta monedas y traicionado por un beso de un discípulo que él había elegido y llamado amigo. Casi todos los otros huyen y lo abandonan; Pedro lo niega tres veces en el patio del templo. Humillado en el espíritu con burlas, insultos y salivazos; sufre en el cuerpo violencias atroces, los golpes, los latigazos y la corona de espinas desfiguran su aspecto haciéndolo irreconocible. Sufre también la infamia y la condena inicua de las autoridades, religiosas y políticas: es hecho pecado y reconocido injusto. Pilato lo envía posteriormente a Herodes, y este lo devuelve al gobernador romano; mientras le es negada toda justicia, Jesús experimenta en su propia piel también la indiferencia, pues nadie quiere asumirse la responsabilidad de su destino. Pienso ahora en tanta gente, en tantos inmigrantes, en tantos prófugos, en tantos refugiados, en aquellos de los cuales muchos no quieren asumirse la responsabilidad de su destino. El gentío que apenas unos días antes lo aclamaba, transforma las alabanzas en un grito de acusación, prefiriendo incluso que en lugar de él sea liberado un homicida. Llega de este modo a la muerte en cruz, dolorosa e infamante, reservada a los traidores, a los esclavos y a los peores criminales. La soledad, la difamación y el dolor no son todavía el culmen de su anonadamiento.

Para ser en todo solidario con nosotros, experimenta también en la cruz el misterioso abandono del Padre. Sin embargo, en el abandono, ora y confía: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Suspendido en el patíbulo, además del escarnio, afronta la última tentación: la provocación a bajar de la cruz, a vencer el mal con la fuerza, y a mostrar el rostro de un Dios potente e invencible. Jesús en cambio, precisamente aquí, en el culmen del anonadamiento, revela el rostro auténtico de Dios, que es misericordia. Perdona a sus verdugos, abre las puertas del paraíso al ladrón arrepentido y toca el corazón del centurión. Si el misterio del mal es abismal, infinita es la realidad del Amor que lo ha atravesado, llegando hasta el sepulcro y los infiernos, asumiendo todo nuestro dolor para redimirlo, llevando luz donde hay tinieblas, vida donde hay muerte, amor donde hay odio.

Nos pude parecer muy lejano a nosotros el modo de actuar de Dios, que se ha humillado por nosotros, mientras a nosotros nos parece difícil incluso olvidarnos un poco de nosotros mismos. Él viene a salvarnos; y nosotros estamos llamados a elegir su camino: el camino del servicio, de la donación, del olvido de uno mismo. Podemos encaminarnos por este camino deteniéndonos durante estos días a mirar el Crucifijo, es la “catedra de Dios”. Os invito en esta semana a mirar a menudo esta “Catedra de Dios”, para aprender el amor humilde, que salva y da la vida, para renunciar al egoísmo, a la búsqueda del poder y de la fama. Con su humillación, Jesús nos invita a caminar por su camino. Volvamos a él la mirada, pidamos la gracia de entender al menos un poco de este misterio de su anonadamiento por nosotros; y así, en silencio, contemplemos el misterio de esta semana.

Peregrinos de esperanza desde dondequiera que estemos.

Mons. Christian Carlassare, obispo comboniano de Bentiu, en Sudán del Sur, nos comparte cuatro maneras de participar en el Jubileo desde donde quiera que estemos.

Por: Mons. Christian Carlassare, mccj

 La peregrinación es un viaje

La primera palabra clave del Año Jubilar es peregrinación. La peregrinación es un viaje. No solo un viaje físico, sino sobre todo un viaje espiritual para encontrar al Señor. Mucha gente viaja, pero eso no significa que esté en peregrinación. La primera forma de ser peregrino, por lo tanto, es la oración, y especialmente la contemplación. Esto significa poder ver a Dios, que está en todas partes, y escuchar su mensaje en los acontecimientos de la vida que experimentamos. Podemos estar en casa y, sin embargo, emprender un viaje porque caminamos con el Señor, con los signos de los tiempos y la llamada que Él tiene para cada uno de nosotros.

Proteger la dignidad de la vida en todas sus etapas

La segunda palabra clave específica del Año Jubilar 2025 de la Iglesia Católica es la esperanza. La esperanza es una virtud teologal. Es un don de Dios. Pero también es una actitud que debemos aprender a practicar fortaleciendo nuestra fe y amor, porque la esperanza tiene sus raíces en la fe y se nutre del amor. Pertenecemos a Dios y somos parte de un plan mayor de salvación. ¿Cómo miramos el mundo? A veces podemos vivir sin rumbo, sin esperanza. También podemos tener miedo y estar confundidos, pero la esperanza nos dice que no debemos tener miedo de vivir nuestras vocaciones dondequiera que estemos.

La segunda manera de ser un peregrino de esperanza es ofrecer nuestra contribución única al mundo. Podemos hacerlo cuando respondemos al llamado de Dios. Cuando somos profundamente la persona que hemos sido creados para ser, con nuestros dones específicos, con nuestros valores, con nuestros sueños y deseos, y cuando no tenemos miedo de expresarnos. También, cuando vamos a contracorriente de una sociedad que deshumaniza a las personas; de una sociedad que no reconoce la dignidad y los dones de la persona misma. La segunda manera de participar en esta peregrinación, por lo tanto, es viviendo nuestra vocación y protegiendo la dignidad de la vida en todas sus etapas. Cada vida es única, y nadie puede reemplazar a otro en algo que no le ha sido concebido.

Este Jubileo es un tiempo de renovación para cada persona, un tiempo de conversión personal para cada persona, un tiempo de “sí” personal al Señor y a las situaciones que vivimos.

Reparando las relaciones rotas

La tercera palabra clave que debemos explicar es la Puerta Santa. Sabemos que el Santo Padre abrió la Puerta Santa en la Catedral de San Pedro y posteriormente en las demás Basílicas. La Puerta Santa representa un pasaje que nos permite entrar en la Iglesia desde los pueblos y aldeas donde vivimos. Esto representa un paso a una nueva vida, un paso a la vida de fe, a la vida de la comunidad cristiana.
La tercera forma de ser peregrinos de esperanza, por lo tanto, es la conversión que se experimenta en el Sacramento de la Reconciliación. Durante este año, podemos acercarnos a este Sacramento y vivirlo profundamente como un tiempo de conversión personal. Cuando experimentamos el amor misericordioso de Dios, nuestras vidas cambian. Nos reconciliamos con Dios, nos reconciliamos también con nosotros mismos, con quienes somos, con nuestros errores del pasado, y miramos al futuro con nueva esperanza. Pero también nos reconciliamos con nuestros hermanos y hermanas, especialmente con aquellos con quienes hemos roto relaciones o que aún necesitan sanar.

Actividades comunitarias… Hacer el entorno más habitable

La cuarta palabra clave es comunidad. Toda peregrinación es comunitaria. Nunca he oído hablar de peregrinaciones donde solo una persona la haya hecho. Suele ser un movimiento de un grupo de personas unidas por la fe. Una peregrinación comunitaria nos impulsa a redescubrir la comunidad y la belleza de caminar juntos; la comunidad donde vivimos. Por lo tanto, la cuarta forma de ser un peregrino de esperanza es comprometernos con nuestras comunidades locales para no caminar solos. Debemos avanzar juntos con el compromiso comunitario. Esto es importante en nuestras parroquias, capillas, pequeñas comunidades cristianas y barrios.
También podemos considerar nuestro compromiso con la integridad de la creación. En una sociedad que experimenta la degradación ambiental, debemos mejorar nuestro entorno y hacerlo más habitable. 

Via Crucis 2025: Peregrinos de esperanza en un mundo herido

Introducción

El Via Crucis, o las Estaciones de la Cruz, es un profundo viaje que reflexiona sobre la Pasión de Cristo. Al reunirnos para recorrer el Via Crucis durante este Año Jubilar 2025, viajamos como peregrinos de la esperanza en un mundo que anhela sanación y renovación. El Papa Francisco nos recuerda en Laudato Si’ que «la esperanza quiere que reconozcamos que siempre hay una salida, que siempre podemos reorientar nuestros pasos, que siempre podemos hacer algo para resolver nuestros problemas». 

En consonancia con el tema del Jubileo «Peregrinos de la esperanza», contemplamos cada estación a través de nuestros actuales desafíos medioambientales y sociopolíticos, guiados por las intuiciones de la encíclica Laudato Si’ y la exhortación apostólica Laudate Deum del Papa Francisco. Hoy, seguimos el camino de Cristo hacia el Calvario con el corazón abierto, reconociendo en su sufrimiento el dolor de nuestra casa común y de todos los que la habitan. Cada estación nos invita a contemplar tanto la pasión de Cristo como la pasión de nuestro mundo, desafiándonos a convertirnos en agentes de esperanza y transformación.

Al embarcarnos en esta peregrinación espiritual, reconocemos que «somos una sola familia humana» (Laudato Si’, 52). Nuestro viaje refleja las luchas de muchos que se enfrentan a la degradación medioambiental y a las injusticias sociales. A través de estas estaciones, abramos nuestros corazones a los gritos de la tierra y de los pobres, buscando la transformación y la esperanza.

Recemos: Dios amoroso, al iniciar este viaje con tu Hijo, abre nuestros ojos para que veamos las conexiones entre el clamor de la tierra y el clamor de los pobres. Transforma nuestros corazones para que seamos peregrinos de esperanza en un mundo marcado por la indiferencia y la destrucción. Une nuestro sufrimiento al amor redentor de Cristo. Te lo pedimos por Cristo nuestro Señor. Amén.

Oración final

Dios amoroso, al completar este Vía Crucis, reconocemos que nuestro viaje como peregrinos de la esperanza continúa. La pasión de Cristo y la pasión de nuestra tierra están entrelazadas, llamándonos a la compasión, a la conversión y a la acción. En palabras del Papa Francisco, «no todo está perdido. Los seres humanos, aunque son capaces de lo peor, también son capaces de elevarse por encima de sí mismos, elegir de nuevo lo que es bueno y empezar de nuevo».
Concédenos la sabiduría para ver las conexiones entre todas las formas de sufrimiento en nuestro mundo, el valor para hacer los cambios necesarios para la curación, y la perseverancia para seguir trabajando por la justicia, incluso cuando el progreso parece lento. Que la esperanza de la resurrección nos sostenga mientras trabajamos para restaurar nuestra casa común y construir una civilización de amor.
Te lo pedimos por Cristo, nuestro Señor crucificado y resucitado, que vive y reina contigo y el Espíritu Santo, un solo Dios por los siglos de los siglos. Amén.

Bendición
Que Dios todopoderoso les bendiga, el Padre que creó este hermoso mundo, el Hijo que lo redimió con su sufrimiento y el Espíritu Santo que lo renueva día a día.
* Amén
Vayan como peregrinos de esperanza, para amar y servir al Señor en toda la creación.
* Demos gracias a Dios.

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V Domingo de Cuaresma. Año C

“En aquel tiempo, Jesús se retiro al monte de los Olivos y al amanecer se presentó de nuevo en el templo, donde la multitud se acercaba; y él, sentado entre ellos, les enseñaba. Entonces los escribas y fariseos le llevaron a una mujer sorprendida en adulterio, y poniéndola fue a él, le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos manda en la ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?”
Le preguntaban esto para ponerle una trampa y poder acusarlo. Pero Jesús se agachó y se puso a escribir en el suelo con el dedo. Pero como insistían en su pregunta, se incorporo y les dijo: “Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra”. Se volvió a agachar y siguió escribiendo en el suelo.
Al oír aquellas palabras, los acusadores comenzaron a escabullirse uno tras otro, empezando por los más viejos, hasta que dejaron solos a Jesús y a la mujer, que estaba de pie, junto a él. Entonces Jesús se enderezó y le pregunto: “Mujer, ¿en dónde están los que te acusaban? ¿Nadie te ha condenado? Ella le contestó: “Nadie, Señor”. Y Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Vete y ya no vuelvas a pecar”.
(Juan 8, 1-11)


Empezar de uno mismo: “Tampoco yo te condeno”
P. Enrique Sánchez González, mccj

Nos podemos imaginar el escenario en el cual se llevó a cabo el encuentro de Jesús con esos escribas y fariseos, y con la mujer que le presentan a Jesús.

Seguramente iban exaltados y con ánimos de acabar con aquella gran pecadora. Y de paso querían darle una lección a Jesús para que se olvidara de todo lo que andaba haciendo.

El pecado que habían descubierto en ella era algo intolerable e inaceptable en un ambiente cargado de un puritanismo y de un legalismo en donde los pecados de los demás eran escándalo mayúsculo y motivo de muerte; pero los propios pecados fácilmente podían ser justificados, tolerados o simplemente ignorados. Los escribas y fariseos eran muy hábiles para interpretar las leyes y los mandamientos a su conveniencia.

Además, aquella situación se prestaba de maravilla para poner a prueba a Jesús y para ver qué tanto era o no un buen observante de la ley o si se trataba de un charlatán más de los que no faltaban en el pueblo.

Los escribas y fariseos lo llaman Maestro y ven en él la autoridad que se ha ganado y es reconocida por  la gente que admira la coherencia que existe en su persona. Jesús vive lo que predica y realiza en los detalles de su vida lo que anuncia con sus palabras. Esto era algo que tenía fascinada a mucha gente que lo seguía y estaba al pendiente de sus enseñanzas.

Los escribas y fariseos lo reconocen y saben que no pueden negar lo que a sus ojos es evidente, pero, a diferencia de mucha gente sencilla, ellos no dan el paso de confiar en él y no lo aceptan como Mesías.

Reconocer a Jesús como hijo de Dios era demasiado para ellos que veían en Él solamente al hijo de carpintero y que se escandalizaban cuando lo escuchaban decir que él era el Mesías, el Hijo de Dios o, más todavía, cuando lo veían realizar las obras de Dios.

En la historia de esta página del Evangelio, el fondo, el problema  que se suscita entre los escribas y fariseos y Jesús no era haber encontrado a aquella mujer en flagrante adulterio, sino querer atrapar a Jesús en una incoherencia para poder condenarlo y deshacerse de una vez por todas de él.

Contrariamente a lo que nos pudiésemos imaginar, Jesús no entra en la polémica y no se deja atrapar en la trampa que le han tendido. Jesús no juzga, no condena, no se ensaña en contra de la mujer, aunque hubiese pecado, como acusaban los escribas y fariseos.

En lugar de entrar en conflicto, Jesús aprovecha la ocasión para ayudar a los acusadores a hacer un camino de conversión, de reconocimiento de la propia fragilidad y del propio pecado. El que no tenga pecado que tire la primera piedra. Nosotros mismos también somos invitados a hacer nuestro propio examen de conciencia y no podemos dejar de preguntarnos: ¿Quiénes somos para condenar a los demás? ¿Por qué nos sentimos con derecho a  poner en evidencia la miseria de nuestros prójimos? ¿Quién o qué nos da el derecho a pensar que somos mejores que los demás? ¿Por qué nos consideramos justos e irreprochables cuando descubrimos las debilidades o las limitaciones de los demás?

Jesús no juzga ni reprocha la arrogancia que encuentra en la actitud de los escribas y fariseos; lo que hace es ayudarles a entrar en sí mismos para descubrir que el pecado nos hace iguales a todos los humanos y que nadie puede presumir de ser mejor que los demás.

Aquí, los acusadores y la acusada son llevados por Jesús a reconocer la propia miseria y lo inaceptable de sus pecados y antes de levantar la mano para señalar el pecado de los demás, hay que tener el valor de entrar en sí mismos para tomar conciencia de que somos los primeros necesitados en ser contemplados con misericordia y con perdón.

El reconocimiento de la propia miseria conduce a la experiencia de la humildad que nos lleva a aceptar en silencio la necesidad que tenemos de volver sobre nuestros caminos en una actitud de conversión.

No sabemos si los escribas y fariseos se sintieron movidos a ese cambio interior, pero no les quedó más remedio que retirarse en silencio, comiéndose por dentro todas sus ganas de condenar.

Y, la lección que nos dejan es que, en el camino de conversión hay que tener la valentía de entrar en nosotros mismos y, sin miedos, empezar a preguntarnos ¿cuáles son los cambios que tenemos que poner en acto? ¿Cuáles son los pecados y los estilos de vida que urgen ser afrontados para vivir en armonía con los valores del Evangelio?

Seguramente nos daremos cuenta de que los cambios más urgentes son los que tienen que iniciarse en nosotros mismos y no seremos capaces de transformar el mundo en que nos encontramos si no empezamos por nosotros mismos.

Volviendo a Jesús que observa en silencio, nos damos cuenta que establece un diálogo con la mujer que espera, de alguna manera su sentencia. Jesús, con sus palabras de comprensión, le devuelve la posibilidad de ponerse en píe y de continuar su camino. El no la condena, pero no la justifica en su pecado.

Ni Jesús ni los escribas y fariseos acaban condenando a la mujer, pero Jesús le pide que no vuelva a su camino anterior, que no se quede en su condición de pecadora. Vete y no vuelvas a pecar. Con estas palabras Jesús le recuerda a la mujer que no está hecha para vivir en el sufrimiento del pecado.

No la condena, pero tampoco le aplaude dejando las cosas como están. No, al contrario, la invita a iniciar una vida nueva en donde pueda hacer la experiencia de la reconciliación y del perdón.

Ahí nos encontramos, también nosotros hoy, invitados a reconocer nuestras caídas y todo aquello que nos ha llevado a vivir lejos del Señor, desobedeciendo sus mandatos.

Nos podemos encontrar tirados por tierra, humillados por nuestras caídas y debilidades, señalados, a lo mejor no tanto por los demás sino por nosotros mismos sin poder escapar y sin poder negar la necesidad que tenemos de ser salvados.

Sin duda resonarán fuerte en nuestro interior las palabras del Señor que nos dice que a él no le interesa el pecado, sino que el pecador se convierta y viva.

Ojalá todos nos demos la oportunidad de arriesgarnos y tengamos la valentía de dar el paso a una vida nueva, una vida en la que nos sintámosle llevados por la mano del Señor.


Dios salva amando ¡No a pedradas!
P. Romeo Ballan, mccj

Isaías 43,16-21; Salmo 125; Filipenses 3,8-14; Juan 8,1-11

Reflexiones
La “nueva vida” es el tema de las tres lecturas de este domingo. Jesús en el Evangelio devuelve la vida a la mujer adúltera: “Anda, y en adelante no peques más” (v. 11). Ya el profeta Isaías (I lectura) hablaba de vida a los exiliados en Babilonia prediciendo el retorno a la patria: “Miren que realizo algo nuevo, ya está brotando”. Dos signos elocuentes acompañan la promesa: un camino en el desierto y ríos en la estepa (v. 19). Para san Pablo (II lecturala vida nueva es una persona, Jesucristo, el único tesoro, ante el cual todo lo demás es pérdida y basura (v. 8). Él es la única meta hacia la cual hay que correr con tesón. Pablo no siente este compromiso como un peso, sino como una respuesta de amor hacia Cristo que por él se ha entregado (v. 12.14). De esta experiencia nace el impulso misionero de Pablo.

“Al amanecer” (Evangelio), sobre la explanada del templo de Jerusalén, comenzó la vida nueva también para una mujer “sorprendida en flagrante adulterio” (v. 2.4). Una mujer que, según la ley, debía ser lapidada, es arrojada como un guiñapo delante de Jesús, la única acusada de una culpa que, por definición, supone la existencia de un cómplice, el cual, sin embargo, se ha volatilizado hábilmente… Jesús la salva de las pedradas con gestos sorprendentes, que provocan un cambio total de la situación. Ante todo, el silencio desarmante de Jesús, luego esos signos escritos con el dedo en el suelo, que la historia nunca logrará descifrar (v. 6.8), y por fin el desafío a lanzar la primera piedra (v. 7). Son gestos que desenmascaran la hipocresía de esos acusadores legalistas con corazón de piedra. Su trampa para poder acusar a Jesús era (casi) perfecta: si él salva a la mujer, va en contra de la Ley; si la condena a ser matada, va en contra del Imperio romano, que se había reservado el derecho de una ejecución mortal. Jesús sortea todas las trampas y va al meollo del problema y de la solución: apela a la conciencia de los acusadores.  

Al final, quedan solos la mujer y Jesús: “la mísera y la misericordia”, comenta san Agustín. Jesús habla a la mujer: nadie le había hablado, la habían llevado a empujones y con acusaciones. Jesús le habla no con el lenguaje de la calle, sino con respeto, reconociendo su dignidad; la llama ‘mujer’, como Él solía llamar a su madre (Jn 2,4; 19,26). Jesús distingue entre ella – mujer frágil, ciertamente – y su error, que Él no aprueba: el adulterio es y sigue siendo un pecado (Mt 5,32), incluso en el caso de un deseo deshonesto (Mt 5,28; y el IX mandamiento). Él condena el pecado, pero no a la pecadora; no se detiene a analizar el pasado; relanza la vida, la abre nuevamente al futuro. El meollo de la narración no es el pecado, sino el corazón de Dios que ama y quiere que nosotros vivamos. Esta es la imagen de Dios-amor que Jesús quiere transmitir: que la mujer experimente que Dios la ama como ella es. De este modo, sintiéndose respetada, amada, protegida, la mujer está en condiciones de acoger la invitación de Jesús a no pecar más (v. 11). Dios salva amando, no a golpes de ley o a pedradas. ¡Solo el amor convierte y salva! Esa mujer encuentra a Jesús que le cambia la vida, vive así su Pascua: ¡ha resucitado!

Este incómodo pasaje evangélico ha tenido una historia atormentada: varios códices antiguos lo omiten, otros lo desplazan de lugar. Algunos piensan que el autor no es Juan sino Lucas, debido al estilo y al mensaje muy similares a la parábola del padre misericordioso (ver Lucas 15, en el Evangelio del domingo pasado), con los diferentes personajes: la mujer en el papel del hijo menor; los escribas y los fariseos alineados con el hijo mayor; y Jesús en el perfecto rol del Padre. Lo subraya también un conocido autor moderno: «Un texto insoportable, que falta en varios manuscritos. La conciencia moral y la conciencia religiosa de los hombres no pueden admitir que Cristo se niegue a condenar a la mujer… Ella ha sido sorprendida en flagrante delito; ha cometido uno de los pecados más graves que la Ley conozca… Cristo confunde a los acusadores recordándoles la universalidad del mal: ellos también, espiritualmente, son unos adúlteros; ellos también, de una u otra manera, han traicionado el amor. “El que esté sin pecado…” Nadie está sin pecado, y Él concluye diciendo: “Anda y en adelante no peques más”. Una frase que abre un nuevo porvenir» (Olivier Clément).

Este pasaje evangélico constituye una intensa página de metodología misionera para el anuncio, la conversión, la educación a la fe y a los valores de la vida. El amor genera y regenera a la persona, la hace libre; Jesús educa al amor vivido en libertad y con gratuidad. Tan solo con estas condiciones se entiende por qué debemos dejar caer de nuestras manos las piedras que quisiéramos arrojar a otros. El hecho de que los más viejos se vayan escabullendo (v. 9), ¿revela en ellos un sentido de culpa, de vergüenza, o de haber aprendido la lección? Finalmente, queda claro que todo el que trabaja o lucha honestamente por la igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres, en los diferentes ámbitos, tiene en Jesús a un precursor ideal, a un pionero y a un aliado.

Palabra del Papa

«Así encuadra san Agustín el final del Evangelio de hoy: “Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia” (In Io. Ev. tract. 33,5). Se fueron los que habían venido para arrojar piedras contra la mujer o para acusar a Jesús siguiendo la Ley… En cambio, Jesús se queda. Se queda, porque se ha quedado lo que es precioso a sus ojos: esa mujer, esa persona. Para Él, antes que el pecado está el pecador. Yo, tú, cada uno de nosotros estamos antes en el corazón de Dios: antes que los errores, que las reglas, que los juicios y que nuestras caídas. Pidamos la gracia de una mirada semejante a la de Jesús, pidamos tener el enfoque cristiano de la vida, donde antes que el pecado veamos con amor al pecador, antes que los errores a quien se equivoca, antes que la historia a la persona».

Papa Francisco
Homilía en la liturgia penitencial, 29-3-2019


Jesús y la pecadora
P. Antonio Villarino, mccj

Comentario a Jn 8, 1-11

Este texto emblemático que leemos hoy tiene muchas dimensiones. Me detengo en la actitud de Jesús hacia aquella mujer pecadora. Es interesante que Jesús no hace grandes discursos. Sus palabras son muy escuetas. Podemos detectar tres niveles:

-Un gesto que reconoce el pecado como una experiencia universal.
A veces cuando pecamos, tenemos un sentido exagerado de la enormidad de lo que hemos hecho. Nos abruma el orgullo herido de que precisamente nosotros hayamos hecho eso. ¿Cómo es posible que hayamos caído tan bajo? ¡Qué vergüenza tener que confesarlo! 
Es curioso que esta experiencia es la misma que nos transmite la parábola del Hijo pródigo: El muchacho pecador se avergüenza de lo que ha hecho, sólo cuando se ve reducido a una piltrafa humana reconoce su fallo, cuando no tiene más remedio. Entonces, deseoso de vivir a pesar de todo, está dispuesto a humillarse, reconocer su pecado ante el Padre.
Éste, como ha hecho Jesús en este episodio, no dice nada: Simplemente le echa los brazos al cuello.
Más que el pecado mismo nos duele el hecho de que se sepa, de que nuestra imagen sufra a los ojos de los otros. Nos pasa a casi todos. Lo que nos duele en la experiencia del pecado es el sentirnos particularmente malos, el perder la propia estima y la de los demás. Jesús, con su simple gesto, dice: Ella no es tan diferente de nosotros. Por eso invita a no juzgar y a no abrumarse. Simple realismo: ni soy inocente, ni me he convertido en la personificación del mal.
-Una palabra liberadora: Yo tampoco te condeno. 
Es difícil decir una frase más corta y más liberadora, una palabra que acompaña al gesto para reafirmar su valor liberador. ¿No les pasa a ustedes que uno va a confesarse, siempre un poco avergonzado, y no tiene ninguna gana de que el cura le eche un sermón? Si uno ya sabe todo eso que le dicen…. Uno sólo espera que le digan: Tus pecados son perdonados. Y a otra cosa.
-Una palabra de futuro.
Puedes irte y no vuelvas a pecar. Hay que situarse en la experiencia de la pecadora. Su pecado llevaba acarreada la muerte física. No tenía ningún futuro. Jesús le dice: La vida no ha terminado, se puede empezar de nuevo. En ella se cumple la promesa bíblica: Haré surgir ríos en el desierto y labraré surcos en el mar. El perdón se convierte en alegría y compromiso, tal como lo expresa una vez más el bello salmo 50:
“Hazme sentir el gozo y la alegría,
y exultarán los huesos quebrantados…
Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio,
Renueva dentro de mí un espíritu firme…
Devuélveme el gozo de tu salvación,
Afirma en mí un espíritu magnánimo;
Enseñaré a los malvados tus caminos,
Los pecadores volverán a ti….
Mi lengua proclamará tu fidelidad”.


Juan 8,1-11
Todos necesitamos perdón
José Antonio Pagola

Según su costumbre, Jesús ha pasado la noche a solas con su Padre querido en el Monte de los Olivos. Comienza el nuevo día, lleno del Espíritu de Dios que lo envía a “proclamar la liberación de los cautivos […] y dar libertad a los oprimidos”. Pronto se verá rodeado por un gentío que acude a la explanada del templo para escucharlo.

De pronto, un grupo de escribas y fariseos irrumpe trayendo a “una mujer sorprendida en adulterio”. No les preocupa el destino terrible de la mujer. Nadie le interroga de nada. Está ya condenada. Los acusadores lo dejan muy claro: “En la Ley de Moisés se manda apedrear a las adúlteras. Tú, ¿qué dices?”

La situación es dramática: los fariseos están tensos, la mujer, angustiada; la gente, expectante. Jesús guarda un silencio sorprendente. Tiene ante sí a aquella mujer humillada, condenada por todos. Pronto será ejecutada. ¿Es esta la última palabra de Dios sobre esta hija suya?

Jesús, que está sentado, se inclina hacia el suelo y comienza a escribir algunos trazos en tierra. Seguramente busca luz. Los acusadores le piden una respuesta en nombre de la Ley. Él les responderá desde su experiencia de la misericordia de Dios: aquella mujer y sus acusadores, todos ellos, están necesitados del perdón de Dios.

Los acusadores sólo están pensando en el pecado de la mujer y en la condena de la Ley. Jesús cambiará la perspectiva. Pondrá a los acusadores ante su propio pecado. Ante Dios, todos han de reconocerse pecadores. Todos necesitamos su perdón.

Como le siguen insistiendo cada vez más, Jesús se incorpora y les dice: “Aquel de vosotros que no tenga pecado puede tirarle la primera piedra”. ¿Quiénes sois vosotros para condenar a muerte a esa mujer, olvidando vuestros propios pecados y vuestra necesidad del perdón y de la misericordia de Dios?

Los acusadores se van retirando uno tras otro. Jesús apunta hacia una convivencia donde la pena de muerte no puede ser la última palabra sobre un ser humano. Más adelante, Jesús dirá solemnemente: “Yo no he venido para juzgar al mundo, sino para salvarlo”.

El diálogo de Jesús con la mujer arroja nueva luz sobre su actuación. Los acusadores se han retirado, pero la mujer no se ha movido. Parece que necesita escuchar una última palabra de Jesús. No se siente todavía liberada. Jesús le dice “Tampoco yo te condeno. Vete y, en adelante no peques más”.

Le ofrece su perdón, y, al mismo tiempo, le invita a no pecar más. El perdón de Dios no anula la responsabilidad, sino que exige conversión. Jesús sabe que “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva”
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La miseria y la misericordia, una frente a la otra
Papa Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma (cf. Jn 8, 1-11), es tan bonito, a mí me gusta mucho leerlo y releerlo. Nos presenta el episodio de la mujer adúltera, poniendo de relieve el tema de la misericordia de Dios, que nunca quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. La escena ocurre en la explanada del Templo. Imagináosla allí, en el atrio [de la basílica de San Pedro]. Jesús está enseñando a la gente, y llegan algunos escribas y fariseos que conducen delante de Él a una mujer sorprendida en adulterio. Esa mujer se encuentra así en el medio entre Jesús y la multitud (cf. v. 3), entre la misericordia del Hijo de Dios y la violencia, la rabia de sus acusadores. En realidad ellos no fueron al Maestro para pedirle su opinión —era gente mala—, sino para tenderle una trampa. De hecho, si Jesús siguiera la severidad de la ley, aprobando la lapidación de la mujer, perdería su fama de mansedumbre y bondad que tanto fascina al pueblo; si en cambio quisiera ser misericordioso, debería ir contra la ley, que Él mismo dijo que no quería abolir sino dar cumplimiento (cf. Mt 5, 17). Y Jesús está en medio de esta situación.

Esta mala intención se esconde bajo la pregunta que le plantean a Jesús: «¿Tú que dices?» (v. 5). Jesús no responde, se calla y realiza un gesto misterioso: «inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra» (v. 7). Quizás hacía dibujos, algunos dicen que escribía los pecados de los fariseos… de cualquier manera, escribía, estaba en otro lado. De este modo invita a todos a la calma, a no actuar inducidos por la impulsividad, y a buscar la justicia de Dios. Pero aquellos malvados insisten y esperan de él una respuesta. Parecía que tenían sed de sangre. Entonces Jesús levanta la mirada y les dice: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra» (v. 7). Esta respuesta desubica los acusadores, los desarma a todos en el sentido estricto de la palabra: todos depusieron las «armas», o sea las piedras listas para ser arrojadas, tanto las visibles contra la mujer, como las escondidas contra Jesús. Y mientras el Señor sigue escribiendo en la tierra, haciendo dibujos, no sé…, los acusadores se van uno tras otro, con la cabeza baja, comenzando por los más ancianos que eran más conscientes de no estar sin pecado. ¡Qué bien nos hace ser conscientes de que también nosotros somos pecadores! Cuando hablamos mal de los otros —todas estas cosas que nosotros conocemos bien—, ¡qué bien nos hará tener el coraje de hacer caer en el suelo las piedras que tenemos para arrojárselas a los demás y pensar un poco en nuestros pecados!

Se quedaron allí solos la mujer y Jesús: la miseria y la misericordia, una frente a la otra. Y esto cuántas veces nos sucede a nosotros cuando nos detenemos ante el confesionario, con vergüenza, para hacer ver nuestra miseria y pedir el perdón. «Mujer, ¿dónde están?» (v. 10), le dice Jesús. Y basta esta constatación, y su mirada llena de misericordia y llena de amor, para hacer sentir a esa persona —quizás por primera vez— que tiene una dignidad, que ella no es su pecado, que ella tiene una dignidad de persona, que puede cambiar de vida, puede salir de sus esclavitudes y caminar por una senda nueva.

Queridos hermanos y hermanas, esa mujer nos representa a todos nosotros, que somos pecadores, es decir adúlteros ante Dios, traidores a su fidelidad. Y su experiencia representa la voluntad de Dios para cada uno de nosotros: no nuestra condena, sino nuestra salvación a través de Jesús. Él es la gracia que salva del pecado y de la muerte. Él ha escrito en la tierra, en el polvo del que está hecho cada ser humano (cf. Gén 2, 7), la sentencia de Dios: «No quiero que tu mueras, sino que tú vivas». Dios no nos clava a nuestro pecado, no nos identifica con el mal que hemos cometido. Tenemos un nombre y Dios no identifica este nombre con el pecado que hemos cometido. Nos quiere liberar y quiere que también nosotros lo queramos con Él. Quiere que nuestra libertad se convierta del mal al bien, y esto es posible —¡es posible!— con su gracia.

Que la Virgen María nos ayude a confiarnos completamente a la misericordia de Dios, para convertirnos en criaturas nuevas.

Angelus, 13.03.2016