Cuerpo y Sangre de Cristo
- Génesis 14,18-20
- Salmo 109
- 1Corintios 11,23-26
- Lucas 9,11-17
“En aquel tiempo, Jesús habló del Reino de Dios a la multitud y curó a los enfermos. Cuando caía la tarde, los doce apóstoles se acercaron a decirle: “Despide a la gente para que vayan a los pueblos y caseríos a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en un lugar solitario”. Él les contestó: “Denles ustedes de comer”. Pero ellos le replicaron: “No tenemos más que cinco panes y dos pescados; a no ser que vayamos nosotros mismos a comprar víveres para toda esta gente”. Eran como cinco mil varones. Entonces Jesús dijo a sus discípulos: “Hagan que se sienten en grupos como de cincuenta”. Así lo hicieron, y todos se sentaron. Después Jesús tomó en sus manos los cinco panes y los dos pescados, y levantando su mirada al cielo, pronunció sobre ellos una oración de acción de gracias, los partió y los fue dando a los discípulos, para que ellos los distribuyeran entre la gente. Comieron todos y se saciaron, y de lo que sobró se llenaron doce canastos.” (Lucas 9, 11b-17)
Corpus Christi
P. Enrique Sánchez, mccj
Las lecturas de este domingo nos invitan a centrar nuestra atención en el don de la Eucaristía, en la cual tenemos la dicha de recibir al Señor y reconocerlo presente en el pan y en el vino que se convierten en su cuerpo y en su sangre.
El pan y el vino desde el antiguo testamento son considerados una bendición y algo que nos recuerda que para vivir necesitamos nutrirnos. Pero, al mismo tiempo se nos ayuda a entender que para vivir no es suficiente llenar el vientre; también es necesario descubrir que lo que realmente nos brinda la vida es lo que recibimos de la mano de Dios, como don y bendición suya. Melquisedec, el sacerdote que va al encuentro de Abrán, ofrece pan y vino como sı́mbolos de la vida que pasa a través de él y une a esos dones la bendición de Dios quien es el poseedor de la vida.
En la segunda lectura San Pablo en su primera carta a los Corintios nos deja el testimonio más antiguo de lo que fue la institución de la Eucaristía, recordando el día en que Jesús, antes de iniciar el camino de su pasión, había reunido a los apóstoles en el cenáculo para entregarles el pan y el vino que se convertirían, a partir de aquel día, en su cuerpo y en su sangre.
Y así ha sido, cada vez que nos reunimos como comunidad para celebrar el memorial de la muerte y del la resurrección del Señor un pequeño trozo de pan y un poco de vino se convierten para nosotros en su cuerpo y en su sangre. En ese pan y en ese vino reconocemos la presencia actual del Señor que sigue estando entre nosotros y que nos recuerda que sólo en él tendremos vida.
Cristo sabia bien que sus discípulos necesitarían ser sostenidos y mantenidos en su fe y esa necesidad sólo podía ser garantizada por su presencia en medio de ellos. La promesa del Señor fue siempre que él estaría con ellos hasta el final del mundo. Pero Jesús sabia también que necesitarían nutrir y sostener la pequeña experiencia de fe que iba naciendo en sus corazones y para eso, al parecer, las palabras no eran suficientes. Para hacerles entender sus promesas Jesús sabia que no eran suficientes las promesas, hacia falta también algo que pudieran ver y tocar.
El pan y el vino fueron esos signos que no era necesario explicar para que todas las personas pudiesen comprender. Así como el pan y el vino satisfacen la necesidades más fundaméntales de sus vidas, ası́ será mi cuerpo y mi sangre para que sientan en ustedes la presencia de la vida de Dios que los hará vivir verdaderamente.
La celebración de la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo es la fiesta de la Eucaristía, de la acción de gracias por ese sacramento que nos permite tener siempre al Señor con nosotros y que nos ayuda a entrar en una manera nueva de concebir nuestra existencia. En la Eucaristı́a Cristo se ofrece, se entrega, se dona él mismo.
Ya no ofrece victimas y sacrificios, como hacían los sacerdotes de su tiempo; es él mismo quien se presenta a su Padre como la victima que se entrega para que aquellos que le fueron dados, a los que el Padre lo envió, pudieran tener vida. Entregando su cuerpo y su sangre sobre el altar del sacrificio, Jesús nos enseña que lo importante está en el don, en la entrega. Ahí nos enseña que la verdadera vida se alcanza cuando, como él, seremos capaces de entregarnos a los demás como dones, como bendiciones para los hermanos que Dios va poniendo en nuestro camino.
Esto que nos puede parecer un poquito difícil de entender se hace muy claro cuando escuchamos el evangelio de este domingo que nos cuenta la multiplicación de los panes y de los peces con los que Jesús dio de comer a una multitud.
Con ese milagro Jesús ayuda a sus discípulos a cambiar de mentalidad y a abrirse a la novedad de Dios que nos sorprende a diario con tantas bendiciones. Ante el mandato de Jesús de dar de comer a la multitud, ellos pretendían resolver una necesidad con sus criterios calculadores; pero Jesús invitándoles a dar ellos mismos de comer hace que entiendan que con la bendición de Dios ellos pueden ser el don de vida para los demás. La novedad está en que no se trata de dar algo que puede satisfacer temporalmente una necesidad, sino de darse ellos mismos como depositarios de una vida que es bendición de Dios.
Esto nos ayuda también a nosotros a entender que participando nosotros en la Eucaristía vivimos ese mismo misterio. Muchas veces vamos con la idea de recibir algo de Dios que nos dé respuestas a nuestras necesidades de vida, de paz, de reconciliación, de seguridad y cuántas más. En realidad lo que recibimos es el don de Dios que nos transforma en bendición para los demás porque celebrando la Eucaristía es el cuerpo y la sangre del Señor que hace de nosotros personas nuevas que se convierten en don para los demás.
En las palabras de Jesús a sus discípulos diciéndoles : “denles ustedes de comer,” el Señor nos recuerda el compromiso que asumimos cuando nos nutrimos de su cuerpo y de su sangre. Porque no es posible que celebremos la Eucaristía e ignoremos la realidad de tantos hermanos que sufren a nuestro alrededor. No podemos recibir el cuerpo y la sangre del Señor y pasar indiferentes ante el dolor del cuerpo de Cristo que padece en tantos hermanos que viven en el margen de nuestra sociedad.
No podemos beber la sangre del Señor cuando vemos que esa misma sangre está siendo derramada en tantas victimas inocentes que son sacrificadas por la violencia y lo absurdo de tantas guerras o la intolerancia de quienes tienen el poder en sus manos.
Con la multiplicación de los panes en el Evangelio Jesús nos invita a entrar en su lógica que mueve a la comunión, a crear solidaridad que se traduzca en fraternidad. Nos invita a romper con un modo de pensar en donde cada uno tiene que aprender a arreglárselas para su propio bien y sus propios intereses.
Celebrando la Eucaristía nos hacemos conscientes de que todos estamos llamados a ser una solo cuerpo, en el cuerpo de Cristo, y que ese cuerpo que se parte para ser compartido, nos obliga a vivir entregándonos a los demás para poder ser uno en Cristo.
Participar a la fracción del cuerpo y de la sangre del Señor, y este fue su último mandamiento, seguramente nos llena de alegría, pero al mismo tiempo se convierte en compromiso que nos lleva a vivir pendientes de las necesidades de los demás.
De esta manera la Eucaristía no será una simple devoción con la que cumplimos semanalmente, sino una experiencia de vida que nos permitirá sentir en nosotros el cuerpo y la sangre del Señor como la bendición más grande que nos permite avanzar en nuestra experiencia de fe y en la alegría de poder ser presencia de Dios en la vida de los demás.
Qué la comunión al cuerpo y a la sangre de Cristo nos guarden para la vida eterna.
Eucaristía, escuela de bendición y de compartir
Papa Francisco
La Palabra de Dios nos ayuda hoy a redescubrir dos verbos sencillos, dos verbos esenciales para la vida de cada día: decir y dar.
Decir. En la primera lectura, Melquisedec dice: «Bendito sea Abrán por el Dios altísimo […]; bendito sea el Dios altísimo» (Gn 14,19-20). El decir de Melquisedec es bendecir. Él bendice a Abraham, en quien todas las familias de la tierra serán bendecidas (cf. Gn 12,3; Ga 3,8). Todo comienza desde la bendición: las palabras de bien engendran una historia de bien. Lo mismo sucede en el Evangelio: antes de multiplicar los panes, Jesús los bendice: «tomando él los cinco panes y los dos peces y alzando la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los iba dando a los discípulos» (Lc 9,16). La bendición hace que cinco panes sean alimento para una multitud: hace brotar una cascada de bien.
¿Por qué bendecir hace bien? Porque es la transformación de la palabra en don. Cuando se bendice, no se hace algo para sí mismo, sino para los demás. Bendecir no es decir palabras bonitas, no es usar palabras de circunstancia: no; es decir bien, decir con amor. Así lo hizo Melquisedec, diciendo espontáneamente bien de Abraham, sin que él hubiera dicho ni hecho nada por él. Esto es lo que hizo Jesús, mostrando el significado de la bendición con la distribución gratuita de los panes. Cuántas veces también nosotros hemos sido bendecidos, en la iglesia o en nuestras casas, cuántas veces hemos escuchado palabras que nos han hecho bien, o una señal de la cruz en la frente… Nos hemos convertido en bendecidos el día del Bautismo, y al final de cada misa somos bendecidos. La Eucaristía es una escuela de bendición. Dios dice bien de nosotros, sus hijos amados, y así nos anima a seguir adelante. Y nosotros bendecimos a Dios en nuestras asambleas (cf. Sal 68,27), recuperando el sabor de la alabanza, que libera y sana el corazón. Vamos a Misa con la certeza de ser bendecidos por el Señor, y salimos para bendecir nosotros a su vez, para ser canales de bien en el mundo.
También para nosotros: es importante que los pastores nos acordemos de bendecir al pueblo de Dios. Queridos sacerdotes, no tengáis miedo de bendecir, bendecir al pueblo de Dios. Queridos sacerdotes: Id adelante con la bendición: el Señor desea decir bien de su pueblo, está feliz de que sintamos su afecto por nosotros. Y solo en cuanto bendecidos podremos bendecir a los demás con la misma unción de amor. Es triste ver con qué facilidad hoy se hace lo contrario: se maldice, se desprecia, se insulta. Presos de un excesivo arrebato, no se consigue aguantar y se descarga la ira con cualquiera y por cualquier cosa. A menudo, por desgracia, el que grita más y con más fuerza, el que está más enfadado, parece que tiene razón y recibe la aprobación de los demás. Nosotros, que comemos el Pan que contiene en sí todo deleite, no nos dejemos contagiar por la arrogancia, no dejemos que la amargura nos llene. El pueblo de Dios ama la alabanza, no vive de quejas; está hecho para las bendiciones, no para las lamentaciones. Ante la Eucaristía, ante Jesús convertido en Pan, ante este Pan humilde que contiene todo el bien de la Iglesia, aprendamos a bendecir lo que tenemos, a alabar a Dios, a bendecir y no a maldecir nuestro pasado, a regalar palabras buenas a los demás.
El segundo verbo es dar. El “decir” va seguido del “dar”, como Abraham que, bendecido por Melquisedec, «le dio el diezmo de todo» (Gn 14,20). Como Jesús que, después de recitar la bendición, dio el pan para ser distribuido, revelando así el significado más hermoso: el pan no es solo un producto de consumo, sino también un modo de compartir. En efecto, sorprende que en la narración de la multiplicación de los panes nunca se habla de multiplicar. Por el contrario, los verbos utilizados son “partir, dar, distribuir” (cf. Lc 9,16). En resumen, no se destaca la multiplicación, sino el compartir. Es importante: Jesús no hace magia, no transforma los cinco panes en cinco mil y luego dice: “Ahora, distribuidlos”. No. Jesús reza, bendice esos cinco panes y comienza a partirlos, confiando en el Padre. Y esos cinco panes no se acaban. Esto no es magia, es confianza en Dios y en su providencia.
En el mundo siempre se busca aumentar las ganancias, incrementar la facturación… Sí, pero, ¿cuál es el propósito? ¿Es dar o tener? ¿Compartir o acumular? La “economía” del Evangelio multiplica compartiendo, nutre distribuyendo, no satisface la voracidad de unos pocos, sino que da vida al mundo (cf. Jn 6,33). El verbo de Jesús no es tener, sino dar.
La petición que él hace a los discípulos es perentoria: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9,13). Tratemos de imaginar el razonamiento que habrán hecho los discípulos: “¿No tenemos pan para nosotros y debemos pensar en los demás? ¿Por qué deberíamos darles nosotros de comer, si a lo que han venido es a escuchar a nuestro Maestro? Si no han traído comida, que vuelvan a casa, es su problema, o que nos den dinero y lo compraremos”. No son razonamientos equivocados, pero no son los de Jesús, que no escucha otras razones: Dadles vosotros de comer. Lo que tenemos da fruto si lo damos —esto es lo que Jesús quiere decirnos—; y no importa si es poco o mucho. El Señor hace cosas grandes con nuestra pequeñez, como hizo con los cinco panes. No realiza milagros con acciones espectaculares, no tiene la varita mágica, sino que actúa con gestos humildes. La omnipotencia de Dios es humilde, hecha sólo de amor. Y el amor hace obras grandes con lo pequeño. La Eucaristía nos los enseña: allí está Dios encerrado en un pedacito de pan. Sencillo y esencial, Pan partido y compartido, la Eucaristía que recibimos nos transmite la mentalidad de Dios. Y nos lleva a entregarnos a los demás. Es antídoto contra el “lo siento, pero no me concierne”, contra el “no tengo tiempo, no puedo, no es asunto mío”; contra el mirar desde la otra orilla.
En nuestra ciudad, hambrienta de amor y atención, que sufre la degradación y el abandono, frente a tantas personas ancianas y solas, familias en dificultad, jóvenes que luchan con dificultad para ganarse el pan y alimentar sus sueños, el Señor te dice: “Tú mismo, dales de comer”. Y tú puedes responder: “Tengo poco, no soy capaz para estas cosas”. No es verdad, lo poco que tienes es mucho a los ojos de Jesús si no lo guardas para ti mismo, si lo arriesgas. También tú, arriesga. Y no estás solo: tienes la Eucaristía, el Pan del camino, el Pan de Jesús. También esta tarde nos nutriremos de su Cuerpo entregado. Si lo recibimos con el corazón, este Pan desatará en nosotros la fuerza del amor: nos sentiremos bendecidos y amados, y querremos bendecir y amar, comenzando desde aquí, desde nuestra ciudad, desde las calles que recorreremos esta tarde. El Señor viene a nuestras calles para decir-bien, decir bien de nosotros y para darnos ánimo, darnos ánimo a nosotros. También nos pide que seamos don y bendición.
Domingo, 23 de junio de 2019
HACER MEMORIA DE JESÚS
José A. Pagola
Comieron todos.
Al narrar la última Cena de Jesús con sus discípulos, las primeras generaciones cristianas recordaban el deseo expresado de manera solemne por su Maestro: «Haced esto en memoria mía». Así lo recogen el evangelista Lucas y Pablo, el evangelizador de los gentiles.
Desde su origen, la Cena del Señor ha sido celebrada por los cristianos para hacer memoria de Jesús, actualizar su presencia viva en medio de nosotros y alimentar nuestra fe en él, en su mensaje y en su vida entregada por nosotros hasta la muerte. Recordemos cuatro momentos significativos en la estructura actual de la misa. Los hemos de vivir desde dentro y en comunidad.
La escucha del Evangelio.
Hacemos memoria de Jesús cuando escuchamos en los evangelios el relato de su vida y su mensaje. Los evangelios han sido escritos, precisamente, para guardar el recuerdo de Jesús alimentando así la fe y el seguimiento de sus discípulos.
Del relato evangélico no aprendemos doctrina sino, sobre todo, la manera de ser y de actuar de Jesús, que ha de inspirar y modelar nuestra vida. Por eso, lo hemos de escuchar en actitud de discípulos que quieren aprender a pensar, sentir, amar y vivir como él.
La memoria de la Cena.
Hacemos memoria de la acción salvadora de Jesús escuchando con fe sus palabras: «Esto es mi cuerpo. Vedme en estos trozos de pan entregándome por vosotros hasta la muerte… Este es el cáliz de mi sangre. La he derramado para el perdón de vuestros pecados. Así me recordaréis siempre. Os he amado hasta el extremo».
En este momento confesamos nuestra fe en Jesucristo haciendo una síntesis del misterio de nuestra salvación: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven, Señor Jesús». Nos sentimos salvados por Cristo, nuestro Señor.
La oración de Jesús.
Antes de comulgar, pronunciamos la oración que nos enseñó Jesús. Primero, nos identificamos con los tres grandes deseos que llevaba en su corazón: el respeto absoluto a Dios, la venida de su reino de justicia y el cumplimiento de su voluntad de Padre. Luego, con sus cuatro peticiones al Padre: pan para todos, perdón y misericordia, superación de la tentación y liberación de todo mal.
La comunión con Jesús.
Nos acercamos como pobres, con la mano tendida; tomamos el Pan de la vida; comulgamos haciendo un acto de fe; acogemos en silencio a Jesús en nuestro corazón y en nuestra vida: «Señor, quiero comulgar contigo, seguir tus pasos, vivir animado con tu espíritu y colaborar en tu proyecto de hacer un mundo más humano».
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INVITADOS AL BANQUETE DE LA PALABRA Y EL PAN
Fernando Armellini
Introducción
Jesús no nos ha dejado una estatua suya, una fotografía, una reliquia. Ha querido seguir estando presente entre sus discípulos como alimento. El alimento no se coloca en la mesa para ser contemplado sino consumido. Los cristianos que van a misa, pero no se acercan a la Comunión deben tomar conciencia para participar plenamente en la celebración eucarística.
El alimento se convierte en parte de nosotros mismos. Comiendo el Cuerpo y bebiendo la Sangre de Cristo aceptamos su invitación a identificarnos con Él. Decimos a Dios y a la comunidad que intentamos formar con Cristo un solo Cuerpo, que deseamos asimilar su gesto de Amor y que queremos entregar nuestra vida a los hermanos, como Él ha hecho. Esta elección comprometida no la hacemos solos sino junto con toda la comunidad. La Eucaristía no es un alimento para consumirlo en soledad: es Pan partido y compartido entre hermanos. No es concebible que, por una parte, se realice en medio de la comunidad el gesto que indica unidad, compartir, igualdad, don mutuo y, por otra, se perpetúen los malentendidos, los odios, los celos, la acumulación de bienes, la opresión al interior de esa misma comunidad.
Una comunidad que celebra el rito de “partir el Pan” en estas condiciones indignas come y bebe, como dice Pablo, su propia condenación (1 Cor 11,28-29). Es una comunidad que hace del sacramento una mentira. Es como una joven que, sonriendo, acepta del novio el anillo, símbolo de la unión de un amor indisoluble y, al mismo tiempo, lo traiciona con otros amantes.
Evangelio
Hay muchos modos de explicar qué es la Eucaristía. Pablo selecciona uno: narra, como hemos visto, su institución durante la Última Cena. Lucas elige otro: toma un episodio de la vida de Jesús, el de la multiplicación de los panes, y lo relee desde una óptica eucarística. Es decir, lo utiliza para hacer comprender a los cristianos de sus comunidades qué significado tiene el gesto de partir el pan que ellos repiten regularmente, todas las semanas, en el día del Señor.
Si el pasaje del evangelio de hoy se lee como crónica detallada de un hecho, nos encontraremos con una serie de dificultades: no se comprende, en primer lugar, qué hacen cinco mil hombres en un lugar desierto (v. 12), ni sabemos de dónde pudo venir tanta gente (v. 14). Es asimismo extraño que también los peces sean despedazados (v. 16) o de dónde salieron las doce cestas para las sobras… ¿Las trajo vacías la gente? La comida, por otra parte, ha tenido lugar al caer de la tarde (v. 12) y uno se pregunta cómo se las arreglarían los Doce, en la oscuridad, para poner orden entre tanta gente y repartirles después los panes y los peces.
Evidentemente no estamos ante un reportaje y carece, por tanto, de sentido preguntarse cómo sucedieron exactamente los hechos porque es difícil establecerlo. El evangelista ha desarrollado una reflexión teológica tendiendo como trasfondo un acontecimiento de la vida de Jesús. A nosotros, más que saber lo que pasó, nos interesa captar el mensaje que quiere transmitirnos.
La primera clave de lectura que proponemos es el Antiguo Testamento. Los cristianos de las comunidades de Lucas estaban habituados al lenguaje bíblico y captaban inmediatamente las alusiones, que se nos escapan a nosotros, a hechos, textos, expresiones, personajes del Antiguo Testamento. El relato de la distribución de los panes evocaba en ellos:
El relato del maná, el alimento dado milagrosamente por Dios a su pueblo en el desierto (cf. Éx 16; Núm 11). También el Pan dado por Jesús viene del cielo.
La profecía hecha a Moisés: “El Señor tu Dios te suscitará un profeta como yo, lo hará surgir entre ustedes, de entre sus hermanos; y es a Él a quien escucharán (Deut 18,15). Jesús, que repite uno de los signos realizados por Moisés, es ese profeta esperado.
Las palabras de Isaías: “¿Por qué gastan el dinero en lo que no alimenta y el salario en lo que no deja satisfecho? Escúchenme atentos y comerán bien, se deleitarán con platos substanciosos. Busquen al Señor mientras se deje encontrar; llámenlo mientras está cerca” (Is 55,1-2.6).
La multiplicación de los panes realizada por Eliseo (cf. 2 Re 4,42-44). El milagro realizado por Jesús parece ser una fotocopia a gran escala del milagro de Eliseo.
Estas alusiones al Antiguo Testamento las subraya Lucas por su referencia a la celebración de la Eucaristía tal como se realizaba en sus comunidades. Comencemos por el primer versículo (v. 11) que, desafortunadamente, no viene completo en nuestro Leccionario. Retomemos la parte que falta: “Jesús los recibió (a la multitud) y les hablaba…”. Solo Lucas dice que, cuando la multitud llegó a Betsaida, “Jesús los recibió y les hablaba del reino de Dios”. Se ha retirado aparte con sus discípulos, buscando quizás un momento de quietud; pero la gente, necesitada de su palabra y de su ayuda, lo sigue hasta donde estaba y Él los recibe, les anuncia la Buena Noticia del reino de Dios y cura a los enfermos. Recibir significa prestar atención, dejarse envolver por las carencias de los demás, mostrar interés por sus necesidades materiales y espirituales.
En este primer versículo, la referencia a la celebración eucarística es evidente: la liturgia del día del Señor comienza siempre con el gesto del celebrante que recibe a la comunidad, le da la bienvenida, le desea paz y le anuncia el reino de Dios. Como Jesús, también el celebrante recibe a todos. Bienvenidos son los buenos y bienvenidos son los pecadores, los enfermos, los débiles, los excluidos, quienes buscan una palabra de esperanza y de perdón; a nadie se le cierra la puerta.
También Pablo, al concluir el capítulo sobre la Eucaristía del que se ha sacado el pasaje de la segunda lectura de hoy, recomienda esta bienvenida a los cristianos de Corinto: “Así, hermanos míos, cuando se reúnan para la cena, espérense unos a otros” (1 Cor 11,33). En el v.12 se indica la hora en la que Jesús distribuye su pan: caía la tarde.
‘Caía la tarde’ es una indicación preciosa y conmovedora al mismo tiempo. La encontramos también en el relato de los discípulos de Emaús: “Quédate con nosotros, dicen los discípulos al compañero de viaje, que se hace tarde y el día se acaba” (cf. Lc 24,29). Este detalle nos informa sobre la hora en que, el sábado por la tarde, se celebraba la Santa Cena en las comunidades de Lucas.
El lugar desierto (v. 12) tiene también un significado teológico: recuerda el camino del pueblo de Israel que, habiendo dejado la tierra de la esclavitud, se ha puesto en marcha hacia la tierra prometida siendo alimentado con el maná durante su travesía del desierto. La comunidad que celebra la Eucaristía está compuesta de caminantes que están realizando un éxodo. Han tenido el coraje de abandonar casas, ciudades, amigos, el estilo de vida que llevaban antes y están de camino para escuchar al Maestro y ser sanados por Él. Como Israel, se han adentrado en el desierto rumbo a la libertad. Otros, que también oyeron la voz del Señor, prefirieron quedarse donde estaban, no quisieron correr riesgos. Se privaron, desafortunadamente, del alimento que Jesús da a quien lo sigue.
Jesús ordena a los Doce dar de comer a la muchedumbre (vv. 12-14). La primera reacción de los Doce es de estupor, sorpresa, sensación de haber sido llamados para una tarea inmensa, absurda, imposible. Sugieren una propuesta que contradice el gesto de bienvenida con que Jesús ha recibido a la muchedumbre; los discípulos, en cambio, quieren deshacerse de la gente, enviarla a casa, alejarla, dispersarla…y que cada uno se las arregle como pueda.
No se dan cuenta del don que Jesús va a poner en sus manos: el Pan de la Palabra y el Pan de la Eucaristía. No comprenden que su bendición multiplicará al infinito este alimento que sacia todo hambre: el hambre de felicidad, de amor, de justicia, de paz, de descubrir el sentido de la vida, el ansia de un mundo nuevo. Se trata de carencias tan vitales e irrefrenables que, a veces, empujan a llenarse del alimento que no sacia, que incluso puede acentuar el hambre o provocar náusea. Por eso el Maestro insiste: el mundo está esperando alimento de ustedes: denles ustedes de comer.
Su Palabra es un pan que se multiplica milagrosamente: quien recibe el Evangelio alimentando con él la propia vida, quien asimila la Persona de Cristo comiendo Pan eucarístico, siente a su vez la necesidad de hacer participar a los demás del propio descubrimiento y de la propia alegría y de comenzar a distribuir, también ellos, el pan que ha saciado su hambre. Se inicia así un proceso imparable de compartir… y las doce cestas estarán siempre llenas y preparadas para recomenzar la distribución. Mientras más aumenten aquellos que se alimentan del Pan de la Palabra de Dios y de la Eucaristía, más se multiplica el pan distribuido a los hambrientos.
El v. 14 indica un detalle curioso: Jesús no quiere que su alimento sea consumido en solitario, cada uno por cuenta propia, como se hace en un auto-servicio. Tampoco hay que favorecer los grupos demasiado grandes porque las personas no se conocen entre sí, no pueden establecer relaciones de amistad, de ayuda mutua, de hermandad.
En tiempos de Lucas el número ideal de miembros de una comunidad era probablemente alrededor de cincuenta. Recordemos que, en los primeros siglos, la Eucaristía no se celebraba en iglesias (no se podían construir iglesias porque el cristianismo no estaba aún reconocido por el Imperio romano) sino en alguna sala grande (cf. Hech 2,46) de casas particulares, por lo que el número de participantes era necesariamente limitado. Podría ser que una de las razones de la pereza, frialdad, falta de iniciativa de algunas de nuestras comunidades cristianas de hoy sea precisamente el número elevado de participantes.
En el Nuevo Testamento solo Lucas usa, hasta cinco veces, el verbo griego kataklinein, “reclinarse a la mesa’” (v. 15). Señalaba la posición de los hombres libres cuando participaban de un banquete solemne. Los israelitas se reclinaban así alrededor de los alimentos de la cena pascual. Resulta impropio emplear este verbo en una situación como la descrita en el evangelio de hoy, es decir, referido a gente que se encuentra en el desierto, al aire libre y que habitualmente se sienta con las piernas cruzadas. Si Lucas emplea esta expresión, lo hace por un motivo teológico: para aludir a otra comida, a la de la comunidad cristiana sentada alrededor de la mesa eucarística conformada por personas libres.
La fórmula con que se describe la multiplicación de los panes nos es conocida: “Tomó los panes (y los pescados) alzó la vista al cielo, los bendijo, los partió y se los fue dando… (v. 16). Son estos también los gestos realizados por el sacerdote en la celebración de la Eucaristía (cf. Lc 22,19). Parece como si Lucas estuviera profanando un poco las palabras del acto sacramental, confundiendo las cosas de la tierra con las del cielo, las necesidades materiales con las del espíritu. ¿No es peligrosa para la fe esta ‘mezcolanza’ de materia y espíritu? Peligroso es justamente lo contrario: desligar la Eucaristía de la vida de los hombres, elevarla a las nubes. Son una mentira las Eucaristías que no celebran también el empeño concreto de toda una comunidad para que se multiplique el pan material, de modo que todos puedan comer y que aun sobre. La comunión de bienes está representada en la Eucaristía por el Ofertorio. Es éste el momento en que cada miembro de la comunidad presenta su oferta generosa para que sea distribuida entre los necesitados.
Nos preguntamos frecuentemente: ¿Qué ocurrió con los peces? Pues toda la atención parece concentrada en los panes. De hecho, también los peces son, extrañamente, ‘troceados’ y distribuidos juntamente con el pan (v. 16). En las comunidades del tiempo de Lucas el pez se había convertido en símbolo de Cristo. Las letras que componen la palabra griega ichthys (pez) se habían convertido en el acróstico «Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador». El pez es Jesús mismo convertido en alimento en la Eucaristía.
“Hambre de Dios: ¡Sí! – Hambre de pan: ¡No!”
Romeo Ballan, mccj
El misterio de Dios, en sus diferentes manifestaciones (Trinidad, Encarnación, Pascua, Eucaristía…), se nos da como don para contemplarlo, amarlo, vivirlo, anunciarlo. La Iglesia acoge tales dones, como lo subraya muy bien San Pablo con respecto a la Eucaristía (II lectura): él transmite a la comunidad de Corinto la “tradición que procede del Señor” sobre el sacramento del pan y del vino, instituido por el Señor Jesús “en la noche en que iban a entregarlo” (v. 23). La Eucaristía es oblación total de Cristo por la vida del mundo; es mensaje para proclamarlo a todos “hasta que Él vuelva” (v. 26); es presencia real de Cristo bajo el signo del pan y del vino, prefigurado en la ofrenda de Melquisedec (I lectura).
“La Iglesia vive de la Eucaristía”. La Eucaristía hace la Iglesia y la Iglesia celebra la Eucaristía. Ya desde el día de Pentecostés, el Sacramento eucarístico marca los días de la Iglesia, “llenándolos de confiada esperanza”, afirma Juan Pablo II en la encíclica Ecclesia de Eucharistia (n. 1). La muchedumbre seguía a Jesús en el desierto (Evangelio); así hoy la gente tiene una necesidad insoslayable de satisfacer el hambre de pan que alimenta el cuerpo, e igualmente el hambre de la Palabra de Dios y del Pan eucarístico. En el proyecto de Dios no cabe separar un hambre de la otra: cada persona tiene necesidad y derecho a satisfacer ambas. De esta doble necesidad nace el imperativo de la misión global, entendida como servicio al hombre y como anuncio del Evangelio.
La Eucaristía es el don divino para que toda la familia humana tenga vida en abundancia; es el don nuevo y definitivo que Cristo confía a la Iglesia peregrina y misionera en el desierto del mundo. La Eucaristía estimula a vivir la comunión fraterna, el encuentro ecuménico, la actividad misionera con ardor generoso y creativo “para que una sola fe ilumine y una sola caridad reúna a la humanidad difusa en toda la tierra” (Prefacio). La persona y la comunidad que hacen la experiencia de Cristo en la Eucaristía se sienten motivadas a compartir con otros el don recibido: la misión nace de la Eucaristía y reconduce a ella. (A este respecto cabe recordar la ponencia del entonces arzobispo de Manila, el Card. Jaime L. Sin, en el Congreso Eucarístico Internacional de Sevilla -junio de 1993- sobre el tema: “La Eucaristía: convocatoria y estímulo, llamada y desafío a la evangelización. La Eucaristía como evento misionero”).
Recuerdo con emoción el encuentro de Juan Pablo II con un millón de pobres en Villa El Salvador, en la periferia de Lima (Perú) en la mañana del 5 de febrero de 1985. Durante su homilía sobre el Evangelio de la multiplicación de los panes, el Papa subrayócon fuerza las palabras de Jesús: “Denles ustedes de comer” (v. 13). Jesús no resuelve Él solo este milagro; lo abre a la corresponsabilidad de los discípulos. Al final del encuentro, el Papa ofreció, improvisando, una síntesis del mensaje cristiano y de la misión de la Iglesia: “Hambre de Dios: ¡Sí! – Hambre de pan: ¡No!” El deseo, el hambre y la sed de Dios han de ocupar siempre el primer lugar y es preciso cultivarlos. Pero en el nombre de este mismo Dios, se debe desterrar el hambre que mata a las personas. Lo mismo vale para cualquier otra hambre: de instrucción, salud, familia, trabajo, perdón, reconciliación, amor, incluido el amor conyugal. Este es el proyecto cristiano para la transformación del mundo. ¡Un verdadero proyecto ‘revolucionario!’ Este programa adquiere nuevo vigor si lo contemplamos delante del Corazón de Cristo, cuya fiesta celebraremos el próximo viernes.
“Los 12 canastos que sobraron no dicen solo que todosse han saciado. Decir ‘12’ significa decir todos los pueblos. Significa pensaren un mundo donde a nadiele falta pan o dignidad. Pero los 12 canastossobradosindican también una mirada al futuro. Hablan del sentido de un proyecto sobre el mundo. No un mundo amerced de las emergencias, sino un mundo que prepara el futuro, prevé y crea las condiciones para que no haya disparidad, desigualdades, injusticias programadas” (R. Vinco).
Nuestra aldea global debe tenerun banquete global, en el que todos los pueblos tienen igual derecho a participar; una mesa de la cual nadie debe estar excluido o discriminado. Desde siempre, este es el proyecto del Padre común de toda la familia humana (cfr. Is 25,6-9). Es este el sueño que Él confía a la comunidad de los creyentes, los cuales tienen el ‘deber-derecho’ a celebrar la Eucaristía, haciendo memoria de la muerte y resurrección de Cristo. Este es el banquete al que están invitados todos los pueblos, animados por el único Espíritu.
Todos los miembros de la familia humana tienen derecho a comer hasta la saciedad, con dignidad, en fraternidad. Emblemáticamente, Jesús mandó que la gente “se sentarapor grupos” (v. 14-15). Porque solo los esclavos están condenados a comer de pie y de prisa. Hacer que se sienten, en cambio, significa tratar a todos como personas; como hijos en la casa, con la dignidad de gente libre. El acto de comer adquiere así su pleno valor como acto humano y humanizante, porque sentarse y comer en grupo es signo de comunión.