XXVI Domingo ordinario. Año C
“En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos: “Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y de telas finas y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo, llamado Lázaro, yacía a la entrada de su casa, cubierto de llagas y ansiando llenarse con las sobras que caían de la mesa del rico. Y hasta los perros se acercaban a lamerle las llagas.
Sucedió, pues, que murió el mendigo y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán. Murió también el rico y lo enterraron. Estaba éste en el lugar de castigo, en medio de tormentos cuando levantó los ojos y vio a lo lejos a Abrahán y a Lázaro junto a él.
Entonces gritó: Padre Abrahán, ten piedad de mí. Manda a Lázaro que moje en agua la punta de su dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas. Pero Abrahán le contestó: Hijo, recuerda que en tu vida recibiste bienes y Lázaro, en cambio, males. Por eso él goza ahora de consuelo, mientras que tú sufres tormentos. Además, entre ustedes y nosotros se abre un abismo inmenso, que nadie puede cruzar, ni hacia allá ni hacia acá.
El rico insistió: Te ruego, entonces, padre Abrahán, que mandes a Lázaro a mi casa, pues me quedan allá cinco hermanos, para que les advierta y no acaben también ellos en este lugar de tormentos. Abrahán le dijo: tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen. Pero el rico replicó: No, padre Abrahán. Si un muerto va a decírselo, entonces sí se arrepentirán. Abrahán repuso: Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso, ni aunque resucite un muerto”.
(Lucas 16, 19-31)
El pobre Lázaro
P. Enrique Sánchez, mccj
También hoy, la primera lectura nos introduce al texto del evangelio que vamos a reflexionar poniendo ante nuestros ojos una imagen que fácilmente nos ayuda a entrar en lo que Lucas quiere sembrar en nuestros corazones a través de la parábola del hombre rico y el pobre Lázaro.
Dice el profeta Amos: “¡Ay de ustedes, los que se sienten seguros…! Se atiborran de vino, se ponen los perfumes más costosos, pero no se preocupan por las desgracias de sus hermanos. Por eso irán al destierro a la cabeza de los cautivos y se acabará la orgía de los disolutos” (Amos 6, 1a. 4-7)
Y el evangelista nos muestra el contraste entre el hombre rico que banquetea y el pobre Lázaro que se conformaría con las migajas que caían de la mesa, pero que ni siquiera eso le era consentido.
La reflexión de este pasaje del evangelio nos obliga a hacer memoria de lo que leíamos unos versículos antes en este mismo capítulo, en donde se nos contaba la
historia del mal administrador que astutamente supo servirse del dinero, aunque mal habido, para protegerse en el futuro.
El tema sigue siendo el de la relación que estamos llamados a crear con el dinero y con la riqueza que podemos acumular, para no dejarnos engañar por promesas que terminan por desaparecer y defraudar.
En la parábola de hoy no se habla de riqueza mal obtenida, pero muy finamente se nos hace entender cómo esa riqueza puede convertirse en un obstáculo para crear auténticas relaciones con quienes tenemos a nuestro lado.
El problema no es ser rico o tener muchos bienes, sino la actitud que se puede tener, haciendo que se vayan creando abismos entre quienes se sienten seguros y satisfechos con sus bienes y los pobres que son puestos en el margen y lejos de los intereses personales.
El administrador astuto, de la parábola precedente, había sabido hacerse amigos con la riqueza que administraba y ese acercarse a quienes estaban necesitados y que no podían pagar sus deudas, al final fueron quienes le salvaron de terminar mal.
La riqueza que administraba le ayudó a darse cuenta de que valían más las personas que el dinero, que de un momento al otro podía desaparecer.
En el caso de Lázaro sucede un poco lo contrario, había sido ignorado y despreciado, acabó hundido en su miseria sin que el rico que estaba más allá́ de la puerta se diera cuenta. Tal vez porque vivía distraído y encandilado por su riqueza.
Entre los dos se había creado un abismo que nadie estaba en condiciones de atravesar, porque se trataba del abismo de la indiferencia y, tal vez, del desprecio generado por la convicción de que el rico y el pobre no podrían sentarse en la misma mesa.
Pero para Dios las cosas funcionan de otra manera y muchas veces hemos escuchado en el evangelio que Dios tiene una predilección por los pobres, por los marginados, por los que no cuentan a los ojos de quienes piensan que lo tienen todo.
Como botón de muestra podemos citar las palabras de María que dice en su cántico:
“Mi alma engrandece al Señor, y mmi espíritu se alegra en Dios, mi salvador, porque se
fijó en la humildad de su servidora. Desde ahora, todas las generaciones me llamarán dichosa, porque obras grandes hizo en mí el Poderoso. Su nombre es santo, y su misericordia llega de generación en generación a sus fieles. Desplegó la fuerza de su brazo y deshizo los planes de los orgullosos, derribó a los poderosos de sus tronos y elevó a los humildes, a los hambrientos los llenó de bienes y a los ticos los despidió con las manos vacías”. (Lc 1, 47-53)
San Lucas parece poner en contraste dos maneras de usar la riqueza y las consecuencias que pueden resultar para quien busca alcanzar una vida plena. Mientras que para el mal administrador la historia termina relativamente bien, pues se reveló inteligente a la hora de usar de la riqueza que estaba a su disposición haciendo un bien, aunque podría ser criticado; para el rico, que sólo fue capaz de pensar y de disfrutar su riqueza ignorando las necesidades de los demás, el final fue la tristeza de la muerte y la incapacidad de hacer marcha atrás.
No es difícil descubrir la actualidad del mensaje de esta parábola cuando nos detenemos a contemplar un poco la realidad en que nos toca vivir hoy.
Hay personas que, a medida que han ido incrementando sus riquezas, se han ido alejando de la realidad. Viven convencidas de que en el mundo todo funciona bien y sin dificultad. Se crean burbujas geográficas y mentales que justifican un comportamiento que genera indiferencia, cuando no, un rechazo y desprecio por las necesidades de los demás.
La distancia entre ricos y pobres, desde hace muchos años, se dice que se ha convertido en una realidad escandalosa y las estadísticas hablan de un grupo cada día más pequeño de personas que acumulan inmensas fortunas, mientras que el número de pobres aumenta sin que nadie lo pueda detener. Es otra manera muy sencilla de entender el abismo que existía entre el hombre rico y Lázaro.
La dificultad de un encuentro entre ricos y pobres se acrecienta cuando no es sólo la riqueza la que marca la distancia, sino cuando interviene una mentalidad que justifica actitudes y comportamientos que facilitan la indiferencia, la indolencia y la falta de solidaridad.
El abismo que separaba al rico de Lázaro cuando se encontraron después de su paso por este mundo era la mejor imagen para representar lo que nos puede pasar, también a nosotros, cuando nos dejamos encandilar por el brillo de las riquezas. Uno fue acogido en el seno de Abrahán y el rico acabo enterrado en el lugar de la soledad y del sufrimiento.
Pero sería injusto cargarle las tintas a la figura del rico que, en su momento no supo acercarse a Lázaro en su necesidad, pues no todos los ricos viven en esa actitud.
Todos hemos conocido ricos, aunque sean pocos, que ha vivido muy libres frente a las riquezas y que se han convertido en personas que recordamos por su generosidad y su capacidad de compadecerse de las necesidades de los demás; ricos que no se han dejado engañar por la tentación del derroche y del despilfarro, ricos que han vivido como pobres agradecidos.
Pero también hemos conocido pobres carentes de muchas cosas, pero con el corazón cargado de resentimientos, de rencores; pobres, si hablamos de riquezas, pero cerrados en su miseria.
Nuestra parábola se concluye presentando el drama que vive el rico al darse cuenta de que sus riquezas no le sirvieron para salvarse y sintiendo la desesperación al ver a los de su casa ir por el mismo camino.
Ante las súplicas que dirige a Abrahán la respuesta que recibe es que ahora ya es muy tarde y que los suyos tienen a su alcance la posibilidad de tomar el camino justo. Todo depende de su capacidad de abrir el corazón y sus oídos a la palabra de Dios y al grito de los pobres, a través de los cuales siempre les hablará.
La conclusión parece enseñarnos que, en las cosas de Dios, las historias se voltean y quienes en esta vida se han dado a la riqueza, acaban por perderse para la vida eterna.
Al contrario, a quienes les ha tocado vivir en la limitación y en la pobreza han creado las condiciones en su corazón para estar abiertos a la bondad y a la providencia de Dios que pone siempre nuestros pasos sobre el camino de la felicidad eterna.
Que el Señor nos ayude a poner el corazón en las riquezas que realmente valen la pena.
No ignorar al que sufre
José Antonio Pagola
Estaba echado en su portal.
El contraste entre los dos protagonistas de la parábola es trágico. El rico se viste de púrpura y de lino. Toda su vida es lujo y ostentación. Sólo piensa en «banquetear espléndidamente cada día». Este rico no tiene nombre pues no tiene identidad. No es nadie. Su vida vacía de compasión es un fracaso. No se puede vivir sólo para banquetear.
Echado en el portal de su mansión yace un mendigo hambriento, cubierto de llagas. Nadie le ayuda. Sólo unos perros se le acercan a lamer sus heridas. No posee nada, pero tiene un nombre portador de esperanza. Se llama «Lázaro» o «Eliezer», que significa «Mi Dios es ayuda».
Su suerte cambia radicalmente en el momento de la muerte. El rico es enterrado, seguramente con toda solemnidad, pero es llevado al «Hades» o «reino de los muertos». También muere Lázaro. Nada se dice de rito funerario alguno, pero «los ángeles lo llevan al seno de Abrahán». Con imágenes populares de su tiempo, Jesús recuerda que Dios tiene la última palabra sobre ricos y pobres.
El rico no se le juzga por explotador. No se dice que es un impío alejado de la Alianza. Simplemente, ha disfrutado de su riqueza ignorando al pobre. Lo tenía allí mismo, pero no lo ha visto. Estaba en el portal de su mansión, pero no se ha acercado a él. Lo ha excluido de su vida. Su pecado es la indiferencia.
Según los observadores, está creciendo en nuestra sociedad la apatía o falta de sensibilidad ante el sufrimiento ajeno. Evitamos de mil formas el contacto directo con las personas que sufren. Poco a poco, nos vamos haciendo cada vez más incapaces para percibir su aflicción.
La presencia de un niño mendigo en nuestro camino nos molesta. El encuentro con un amigo, enfermo terminal, nos turba. No sabemos qué hacer ni qué decir. Es mejor tomar distancia. Volver cuanto antes a nuestras ocupaciones. No dejarnos afectar.
Si el sufrimiento se produce lejos es más fácil. Hemos aprendido a reducir el hambre, la miseria o la enfermedad a datos, números y estadísticas que nos informan de la realidad sin apenas tocar nuestro corazón. También sabemos contemplar sufrimientos horribles en el televisor, pero, a través de la pantalla, el sufrimiento siempre es más irreal y menos terrible. Cuando el sufrimiento afecta a alguien más próximo a nosotros, no esforzamos de mil maneras por anestesiar nuestro corazón.
Quien sigue a Jesús se va haciendo más sensible al sufrimiento de quienes encuentra en su camino. Se acerca al necesitado y, si está en sus manos, trata de aliviar su situación.
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Siempre habrá un Lázaro a mi puerta
Fray Marcos
Por última vez, después de una insistencia machacona, nos habla Lucas de la riqueza. Yo también tengo claro que en materia de riqueza no haremos caso ni aunque resucite un muerto. La parábola va dirigida a los fariseos. Acaba de decir el evangelista: “Oyeron esto (no podéis servir a dos amos) los fariseos, que son amigos del dinero, y se burlaban de él”. Jesús apoyándose en las creencias que ellos aceptaban, quiere hacerles ver que, si de verdad creyeran lo que predican, no estarían tan pegados a las riquezas.
Esta parábola es clave para entender algo de lo que nos dice el evangelio sobre las riquezas. No se puede hablar de ellas en abstracto y la parábola nos obliga a pisar tierra. El rico no tiene en cuenta al pobre y sin esa toma de conciencia nada tiene sentido. Lo único negativo de la parábola es que, mal interpretada, nos ha permitido utilizarla como opio. Aguanta un poco, hombre, que aunque te parezca que el rico disfruta, espera al más allá y le verás freírse en el infierno, mientras tú encontrarás la dicha más completa.
Esta parábola nos dice lo mismo que (Mt 25,34-46) “Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber.” Las dos hay que entenderlas dentro de una visión mitológica del más allá: premio y el castigo como solución de las injusticias del más acá. Utilizar estos textos para seguir hablando de un premio para los pobres y un castigo para los ricos en el más allá no tiene sentido alguno; a no ser que se busque la resignación de los pobres para que los ricos puedan seguir disfrutando de sus privilegios.
Para comprender por qué el rico, que comía y vestía de lo suyo, es lanzado al “hades”, debemos explicar el concepto de rico y pobre en la Biblia. Para nosotros “rico” y “pobre” son conceptos que hacen referencia a una situación social. Rico es el que tiene más de lo necesario para vivir y puede acumular bienes. Pobre es el que no tiene lo necesario para vivir y pasa necesidades vitales. En el AT la perspectiva es siempre religiosa. Fueron los profetas, empezando por Amós, los que levantaron la liebre y denunciaron la maldad de la riqueza. Su razonamiento es simple: la riqueza se amasa siempre a costa del pobre.
Pobres en el AT, sobre todo a partir del destierro, eran aquellos que no tenían otro valedor que Dios. Se trataba de los desheredados de este mundo que no tenía nada en qué apoyar su existencia; no tenían a nadie en quien confiar, pero seguían confiando en Dios. Esta confianza era lo que les hacía agradables a Dios, que no les podía fallar (Lázaro, Eleazar -´El ´azar en hebreo- significa Dios ayuda). No existe en el AT concepto puramente sociológico de rico y pobre, nada se podía desligar del aspecto religioso.
Ahora comprenderéis por qué el evangelio da por supuesto que las riquezas son malas sin más matizaciones. No se dice que fueran adquiridas injustamente ni que el rico hiciera mal uso de ellas, simplemente las utilizaba a su antojo. Si Lázaro no hubiera estado a la puerta, no habría nada que objetar. Pero es precisamente el pobre el que, con su sola presencia, llena de maldad el lujo y los banquetes del rico. Tampoco Lázaro se propone como ejemplo moral de pobre, sino como contrapunto a la opulencia del rico.
No es fácil comprender el mensaje del evangelio, basta ver el comportamiento de Jesús. Jesús manifiesta una predilección por todos los que necesitaban liberación, entre ellos los pobres; pero también admitió la visita de Nicodemo, era amigo de Lázaro, aceptó la invitación de Mateo, acogió con simpatía a Zaqueo, fue a comer a casa de un fariseo rico, etc. No es fácil descubrir las motivaciones profundas de la manera de actuar de Jesús. Jesús descubrió que la riqueza acumulada, y no compartida, impide entrar en el Reino. Pero su actitud no fue excluyente, sino abierta y de acogida para los ricos.
El mensaje del evangelio no pretende solucionar un problema social sino denunciar una falsa actitud religiosa. El evangelio está a años luz del capitalismo, pero también del comunismo. Jesús predica el “Reino de Dios”, que consiste en hacer a todos los hombres hermanos. La diferencia es sutil, pero sustancial. El comunismo reparte los bienes, pero mantiene al pobre en su pobreza para seguir justificándose. Jesús propone compartir como fruto del amor. La consecuencia sería la misma, que los ricos dejarían de acaparar y los pobres dejarían de serlo, pero la actitud humanizaría tanto al rico como al pobre.
Seguramente que el rico de hoy hacía favores e invitaría a comer a sus hermanos y a los amigos ricos como él. Esa actitud no garantiza humanidad alguna. El amor cristiano solo está garantizado cuando hago algo por aquel que no va a poder pagármelo. El amor que pide Jesús nunca se puede desligar de la compasión. Amor sin compasión es interés. Un niño no tiene compasión por su madre, por eso lo que siente por ella no es “amor” sino interés. La mayoría de las relaciones que calificamos de amor, no son más que egoísmo.
Ahora podemos entender por qué la incapacidad de cada uno para solucionar el hambre del mundo no es excusa para no hacer nada. Nuestra pasividad demuestra que la religión no es más que una tapadera que intenta sumar seguridad espiritual a las seguridades materiales. Jesús no está pidiendo que soluciones el hambre del mundo, sino que salgas de tu error al confiar en la riqueza. No se te pide que salves el mundo, sino que te salves tú. Si los ricos dejásemos de acaparar bienes, inmediatamente llegarían a los pobres.
Me daría por satisfecho si todos nosotros saliéramos de aquí convencidos de que la pobreza no es un problema que alguien tiene que solucionar, sino un escándalo en el que todos participamos y del que tenemos la obligación de salir. No es suficiente que aceptemos teóricamente el planteamiento y nos dediquemos a superar las injusticias que se están cometiendo hoy en el mundo. Debemos descubrir que aunque yo esté dentro de la legalidad cuando acumulo bienes materiales, eso no garantiza que sea lo correcto.
No basta despojar a los ricos de su riqueza, porque los ahora pobres ocuparían su lugar. Eso ha pasado en todas las revoluciones sociales. La única solución pasa por superar todo egoísmo para hacer un mundo de hermanos. Es verdad que los ricos no se consideran hermanos de los pobres, pero tampoco los pobres se consideran hermanos de los ricos. El evangelio va mucho más allá de la solución de unas desigualdades sociales, pero también esas injusticias quedarían superadas con un verdadero amor-compasión.
No podemos desarrollar una auténtica religiosidad sin tener en cuenta al pobre. Nuestra religión, olvidando el evangelio, ha desarrollado un individualismo absoluto. Lo que cada uno debe procurar es una relación intachable con Dios. La moral católica está encaminada a perfeccionar esta relación con Él. Pecado es ofender a Dios y punto. El evangelio nos dice que el único pecado que existe es olvidarse del que me necesita. Mi grado de acercamiento a Dios es el grado de acercamiento al otro. Lo demás es idolatría.
La indiferencia como defensa
Enrique Martínez Lozano
“Ojos que no ven, corazón que no siente”, afirma con perspicacia el refrán popular. La indiferencia consiste justamente en eso: en no querer ver, como una forma de blindarse frente a aquello que podría amenazar nuestra zona de confort, los intereses y expectativas de nuestro ego.
La indiferencia, por tanto, es lo opuesto a la compasión, en cuanto capacidad de sentir y vibrar con el otro, particularmente en su dimensión de necesidad y vulnerabilidad. La compasión –en el sentido etimológico del término griego que aparece en el texto evangélico: “splagchnizomai”– nos remueve en las entrañas, nos ablanda y nos mueve a actuar en beneficio de la persona; la indiferencia nos ciega y endurece, nos paraliza y nos encierra.
Si tenemos en cuenta que la compasión constituye uno –si no el primero– de los ejes centrales del evangelio de Jesús, no es extraño que la indiferencia –junto con la hipocresía
(mentira) de quienes se consideraban superiores a los demás o utilizaban la religión en beneficio propio (el fariseo, como arquetipo)– sea la actitud denunciada con más dureza.
En esa denuncia se inscribe precisamente la parábola que estamos comentando, junto con otras dos bien conocidas: la que denuncia la indiferencia del sacerdote y del levita que no auxiliaron al hombre malherido (Lc 10, 25-37) y la del “juicio universal” que deja al descubierto a quienes no supieron ver al Señor en quien tenía hambre, estaba desnudo, enfermo o preso (Mt 25, 31-46).
La parábola rezuma sabiduría por los cuatro costados, mostrando con precisión lo que es la indiferencia. En ningún momento se dice que el “hombre rico” –innominado, es decir, es alguien que “no existe”– agrediera o cometiera algún acto positivo contra Lázaro –el pobre existe, tiene un nombre que significa: “Dios ayuda”–; simplemente no lo vio.
La indiferencia produce un “abismo inmenso”. En lugar de ver al otro como no-separado de mí –“carne de mi carne”, como dice el mito de la creación (Gen 2,23); “no te cierres a tu propia carne”, clamaba el profeta Isaías (58,7)–, la indiferencia lo ignora por completo, creando una separación tan abismal como errónea.
¿Qué signos de indiferencia percibo en mí?
Gozar de la vida es renunciar a lo supeerfluo
Fernando Armellini
Introducción
Hubo un tiempo en que Dios aparecía aliado con los ricos: el bienestar, la suerte, la abundancia de bienes eran considerados signos de su bendición.
La primera vez que la palabra hebrea kesef (que significa “plata” o más comúnmente, “dinero”) aparece en la Biblia, se refiere a Abrahán: “Abrán poseía muchos rebaños y plata y oro” (Gén 13,2). “Isaac sembró en aquella tierra y ese año cosecharon un ciento por ciento”(Gén 26,12). Jacob tuvo innumerables propiedades: “bueyes, asnos, rebaños, hombres-siervos y siervas” (Gén 32,6). El salmista promete al justo: “En tu casa habrá riquezas y abundancia”(Sal 112,3).
La pobreza era una desgracia. Se creía que era resultado de la pereza, la ociosidad y el libertinaje: “Un rato duermes, un rato descansas, un rato cruzas los brazos para dormitar mejor, y te llega la pobreza del vagabundo, la penuria del mendigo” (Prov 24,33-34).
Un cambio de perspectiva llega con los profetas: se comienza a entender que las riquezas acumuladas por los ricos no son siempre el resultado de su trabajo honesto y de la bendición de Dios sino que a menudo son el resultado de hacer trampas o avasallar los derechos de las personas más vulnerables. Incluso los sabios de Israel denuncian los riesgos: “Dulce es el sueño del trabajador; coma mucho o coma poco, al rico sus riquezas no lo dejan dormir” (Ecl 5,11). “El oro ha arruinado a muchos” (Eclo 8,2).
Jesús considera tanto la codicia de los bienes de este mundo y la riqueza honesta como obstáculos casi insuperables para la entrada en el reino de los cielos. El engaño de la riqueza ahoga la semilla de la Palabra (Mt 13,22); gradualmente tiende a conquistar el corazón humano y no deja espacio ni para Dios ni para el otro.
Bendito es el que se hace pobre, que ya no está ansioso por lo que come o bebe, que no se preocupa por la ropa y no se inquieta por el mañana (Mt 6,25-34). Bienaventurado el que comparte todo lo que tiene con los demás.
Primera Lectura: Amós 6,1a.4-7
1¡Ay de los que se sienten seguros en Sión y confían en el monte de Samaría! 4Se acuestan en camas de marfil, se apoltronan en sus sillones, comen carneros del rebaño y terneras del establo; 5canturrean al son del arpa, inventan, como David, instrumentos musicales; 6beben vino en copas, se ungen con perfumes exquisitos y no se apenan por la ruina de José. 7Por eso irán al destierro, a la cabeza de los deportados y se acabará la orgía de los libertinos.
Vimos el domingo pasado cuál era la situación económica y social en Israel en la época de Amós. Hubo bienestar, paz, prosperidad, pero también muchas injusticias. El profeta levantó su voz contra los comerciantes que extorsionaron y engañaron a los pobres. La lectura de hoy propone otro pasaje del mismo profeta. Esta vez atacando a los dirigentes políticos y los aristócratas que viven en lujosas casas de piedras talladas (Am 5,11) en la ciudad de Samaria.
El pastor Amós no soporta la vista de estos vagos que banquetean, organizan fiestas y la pasan bien mientras los obreros explotados trabajan en sus campos desde el amanecer hasta la noche por poca paga. Amós, el pastor resistente, acostumbrado a dormir afuera, siente repugnancia por estas juergas. La sátira sobre los juerguistas de Samaria sigue viva y está detallada: “Se acuestan en camas de marfil, se apoltronan en sus sillones, comen carneros del rebaño y terneras del establo” (v. 4). “Canturrean al son del arpa, inventan, como David, instrumentos musicales” (v. 5). “Beben los mejores vinos y se ungen con perfumes exquisitos y no se apenan por la ruina de José” (v. 6).
La lectura termina con una terrible amenaza: en solo un par de años vendrán los enemigos asirios que quemarán los palacios y destruirán la ciudad. Los líderes indolentes han luchado desde sus sofás blandos y fueron arrastrados como esclavos a Nínive. Amós promete que la juerga desenfrenada deberá acabar: “Por eso irán al destierro, y se acabará la orgía de los libertinos” (v. 7). ¡Terribles palabras contra los ricos y poderosos! Palabras nunca antes oídas en Israel.
Segunda Lectura: 1 Timoteo 6,11-16
11Tú, hombre de Dios, huye de todo eso; busca la justicia, la devoción a Dios, la fe, el amor, la paciencia, la bondad. 12Pelea el noble combate de la fe. Aférrate a la vida eterna, a la cual te llamaron cuando hiciste tu noble confesión ante muchos testigos. 13En presencia de Dios, que da vida a todo, y de Cristo Jesús, que dio testimonio ante Poncio Pilato con su noble confesión, 14te encargo que conserves el mandato sin mancha ni tacha, hasta que aparezca nuestro Señor Jesucristo, 15quien será mostrado a su tiempo por el bienaventurado y único Soberano, el Rey de reyes y Señor de señores, 16el único que posee la inmortalidad, el que habita en la luz inaccesible, que ningún hombre ha visto ni puede ver. A él el honor y el poder por siempre. Amén.
El autor escribe a Timoteo, obispo de Éfeso. Está preocupado porque en la comunidad cristiana hay falsos maestros que difunden doctrinas extrañas que causan daño a los cristianos. En la última parte de la Carta se describen los vicios de estas personas: están cegados por el orgullo; no entienden nada; lo peor es que consideran la religión como una fuente de lucro. La Carta dice: “El amor al dinero es la raíz de todo mal” (1 Tim 6,10).
El pasaje que leemos hoy comienza luego de esta observación. El apóstol recomienda a Timoteo permanecer lejos de estos males y cultivar la justicia, la devoción a Dios, la fe, el amor, la paciencia, la bondad (v. 11).
Esta lista de virtudes se propone a cada cristiano para que pueda reflexionar sobre su situación espiritual. Sobre todo quien conduce la comunidad debe meditar sobre estas virtudes. Los fieles deben mirar al líder de la comunidad como un modelo a imitar.
En la última parte de la lectura (vv. 12-16) el autor vuelve otra vez sobre el problema que le preocupa mucho: las doctrinas falsas que pueden infiltrarse en la comunidad cristiana. Por este motivo llama a Timoteo a conservar irreprochable y sin mancha el Evangelio que le fue anunciado.
Evangelio: Lucas 16,19-31
“Queridos pobres, en este mundo nuestra vida es dura y, a veces, parece realmente un infierno: Ustedes viven en chabolas, sufren hambre, se cubren con trapos y están llenos de heridas. Los ricos en cambio viven en espléndidos palacios derrochando dinero en fiestas, casas de lujo y ropa de marca. No los culpo a ustedes. En el otro mundo se invertirán las condiciones: podrán disfrutar mientras ellos sufrirán. Es cuestión de tener un poco de paciencia y Dios cambiará los placeres de los ricos en atroces tormentos.”
Entendida así, la parábola del rico y del pobre Lázaro se convierte en “el opio del pueblo”: sirve para aplacar a los pobres, alimentando el sueño de un futuro mejor para ellos. También es bueno para los ricos que, sin mucha angustia por el infierno de la vida, empiezan a disfrutar de su paraíso aquí y ahora.
Las grandes desigualdades sociales eran prácticamente inconcebibles en el antiguo Israel, donde no era posible enriquecerse uno a expensas de los demás. De hecho, al llegar el año del Jubileo, todo debe volver a sus legítimos propietarios (Lev 25). Pero siempre pueden eludirse las leyes y los que no tienen miedo del castigo de Dios ya aparecen en la época de los profetas: “¡Ay de los que añaden casas a casas y juntan campos con campos, hasta no dejar sitio, y vivir ellos solos en medio del país!” (Is 5,8). Las pequeñas propiedades familiares son gradualmente absorbidas por grandes terratenientes y las tierras terminan en manos de un grupo muy restringido.
En la época de Jesús se esperaba que esta situación cambiara. Los pobres solían decir: “Un día los poderosos serán entregados en manos de los justos; les cortarán el cuello y los mataránsin piedad. Los que no cuentan para nada dominarán a los poderosos y los pobres reinarán sobre los ricos.”
La parábola que leemos en el evangelio de hoy nace en este contexto. Para entenderla debemos comenzar por identificar a los personajes.
Uno a quien no se nombra es Dios que, en el otro mundo, pondrá en orden lo que no fue bueno en este mundo. Sus pensamientos y sus decisiones se colocan en la boca de Abrahán que toma, por tanto, el papel de protagonista. Luego viene el rico, que tiene también una parte importante: el diálogo con Abrahán ocupa dos terceras partes de la historia (vv. 24-31). Finalmente tenemos a Lázaro, que permanece siempre en la sombra. No dice ni una palabra; no dice absolutamente nada; no mueve un dedo ni se mueve. Está siempre sentado: en la tierra a la puerta de los ricos, y en el cielo en el seno de Abrahán. Y, durante el viaje, es llevado por los ángeles.
Si quisiéramos dar un título a la parábola, sería incorrecto llamarla La Parábola del pobre Lázaro (ya que no es el protagonista). Tampoco La Parábola del rico malvado. El mensaje principal de la historia es el juicio de Dios sobre la distribución de la riqueza en el mundo.
En ninguna otra parábola Jesús asigna nombres a los personajes. Solo en esta se dice que el pobre se llamaba Lázaro. ¿Quién es el que tiene nombre en este mundo? ¿A quiénes están dedicadas las primeras páginas del periódico? A los ricos, a los que tienen éxito. Para Jesús, lo cierto es lo contrario. Para Él, el rico es un cualquiera mientras que el pobre tiene un nombre muy expresivo; su nombre es Lázaro, que significa “ayuda del Señor”.
Después de describir a los personajes, centrémonos en cada uno, comenzando por el rico que es condenado, aunque, a decir verdad, no sabe por qué. No ha hecho nada malo: no se dice que haya robado, que no haya pagado los impuestos, que haya tratado mal a sus siervos, blasfemado;que fuera un disoluto o que no practicara su fe.
Tal vez fuera insensible a las necesidades de los demás, no ayudara a los pobres y así cometiera un grave pecado de omisión. Pero esto no parece cierto: Lázaro estaba en su puerta y no en otro lugar. Significa que estaba recibiendo unas migajas.
Pero la condición en la que estaba Lázaro era inhumana. Tenía que conformarse con las migas con las que los comensales se limpiaban los dedos (en aquellos tiempos no se usaban utensilios) y los detalles sobre los perros le confieren un incomparable realismo a la escena.
¿Y el hombre rico? Vivió su vida deleitándose, vistiendo a la última moda, pero siempre gastando de los suyo. Por lo tanto –según la manera de pensar y juzgar de aquel tiempo– gozaba de un comportamiento moral impecable. Por otra parte, cuando Abrahán le niega la gota de agua, no lo acusa de ninguna falta. Simplemente le recuerda que él era rico y disfrutaba en este mundo mientras que Lázaro sufría. Luego en el cielo las cosas se invierten. Pero no se explica por qué. Así que es mejor no mencionarlo como “el rico malo”.
Hay una tendencia a demonizar a los ricos, considerarlos siempre llenos de iniquidad y exaltar a los pobres, poniéndolos como modelos de todas las virtudes. Lázaro sería el arquetipo, el ideal. ¿Pero estamos tan seguros de que Lázaro era un hombre bueno? ¿Qué hizo para merecer el cielo? No hizo nada. Lo constatamos: A lo largo de su vida no levantó un dedo. No se dice que fuera humilde y educado, que haya ido a orar a la sinagoga, que haya sido un hombre de familia ejemplar y laborioso y que se hubiera convertido en pobre porque fue golpeado por la desgracia. ¿Quién nos asegura que él no haya sido un vago que desperdició todas sus posesiones? Y sus heridas, ¿no pueden ser el resultado de enfermedades contagiadas por una vida disoluta? De él solo conocemos que en este mundo fue pobre y que su situación cambió. Pero no se explica por qué.
¿Qué decir también de la actitud de Abrahán? No cae simpático. Israel creía que Abrahán era el padre del pueblo y el amigo de Dios (Dn 3:35) y por tanto podría incluso, por su intercesión, hasta sacar a sus hijos del infierno. Pero aquí niega una gota de agua a un pobre hombre. ¿No se le puede achacar, acaso, ser cruel en este episodio? El rico manifiesta mejoressentimientos: aunque en tormentos, se preocupa por sus hermanos.
Juntando todos estos elementos podemos ya sacar una conclusión inicial: la parábola no está dando una opinión sobre el comportamiento moral de los ricos y los pobres. Esto no significa que quien se comporta bien va al cielo y el que hace el mal va al infierno, porque –es evidente– el rico no cometió pecados y Lázaro no hizo buenas obras.
¿Entonces, qué? Simplemente significa que la parábola tiene otro mensaje. Profundicemos. En la antigüedad, circulaban historias similares a esta en las que los ricos siempre terminaban mal. Se contaba una historia sobre un hombre rico que había explotado a los pobres, y después de su muerte, fue desterrado a un lugar de castigo. Lo ataron junto a una puerta donde había un clavo, de tal manera que cuando la puerta giraba y alguien entraba o salía, el clavo se le clavabaen el ojo, y este fue su tormento en el infierno. Los predicadores de la época de Jesús a menudo utilizaban estas imágenes coloridas. Hablaban a propósito de crueles castigos porque estaban convencidos de que estas amenazas eran necesarias para hacer que la gente entrase en cabales.
Jesús también usó estas imágenes incluyendo algunas terribles: habló de banquetes, de comida abundante, pero también de llamas que torturan, del rechinar de dientes y de un abismo infranqueable que separa a los justos de los malvados. Estas son las clásicas imágenes creadas por la fértil imaginación de los orientales para representar la vida eterna. Sería ingenuo sacar de todo esto conclusiones teológicas sobre el infierno, el castigo y el fuego eterno. Sería totalmente engañoso atribuir a Dios un comportamiento severo, de crueldad, casi tan cruel como el de Abrahán contra un pecador arrepentido.
El gran abismo es solo un recordatorio para el discípulo sobre la verdad fundamental: el destino del hombre se juega en esta vida que es única, irrepetible.
Llegamos al mensaje de la parábola.
Una distinción que a muchos les parece lógica y natural es que existen ricos buenos y ricos malvados: de esta manera se mantiene la convicción de que las desigualdades pueden seguir existiendo en este mundo y de que los súper-ricos pueden vivir junto a los miserables, siempre y cuando no roben y den limosna. Jesús considera que esta forma de pensamiento es peligrosa. Y esta es la convicción que Él quiere demoler.
La parábola habla de un hombre rico que fue condenado no porque era malo sino simplemente porque era rico, es decir, se encerró en su mundo y no aceptó la lógica de la justa distribución de los bienes.
Jesús quiere que sus discípulos entiendan que la existencia en este mundo de dos tipos de personas –los ricos y los pobres– está contra el plan de Dios. El bien es para todos y el que tiene más debe compartir con aquellos que tienen menos o no tienen nada, para que exista igualdad (cf. 2 Cor 8,13). Así que, antes de que uno pueda disfrutar de lo superfluo, es necesario que todos puedan haber satisfecho las necesidades más básicas.
Comentando sobre esta parábola, San Ambrosio dijo: “Cuando das algo a los pobres, no le ofreces lo que es tuyo, le devuelves lo que es de ellos, porque la tierra y los bienes de este mundo son para todas las personas, no de los ricos”.
La última parte de la parábola (vv. 27-31) cambia de foco y habla de los cinco hermanos del rico que siguen viviendo en este mundo. Corren el riesgo de arruinarse a sí mismos por el mal uso de sus riquezas. Representan a los discípulos de las comunidades cristianas (el número cinco indica a todo el pueblo de Israel) que se ven tentados a poner su corazón en la riqueza.
¿Cómo hacer para no caer en la seducción que la riqueza ejerce irresistiblemente? El hombre rico de la parábola da su propia propuesta. Lo repite con insistencia dos veces, porque él cree que es la única manera de alcanzar la meta y lograr la conversión de sus cinco hermanos. Le pide al padre Abrahán que transmita milagrosamente –a través de una visión o un sueño– un mensaje de más allá de la tumba.
La respuesta de Abrahán a esta confianza en la capacidad persuasiva de los milagros es firme y clara: la única fuerza capaz de separar el corazón de los ricos de sus bienes es la Palabra de Dios. “Moisés y los profetas” es la fórmula con la cual, en tiempos de Jesús, se abarcaba toda la Sagrada Escritura. Solo esta Palabra puede hacer el milagro de dejar entrar al hombre rico en el reino de los cielos. Difícil porque se trata realmente de un milagro, un milagro tan difícil como dejar que un camello pase por el ojo de una aguja (Lc 18,25). Quien no se deja interpelar por la Palabra de Dios es ciertamente insensible y refractario a cualquier otro argumento.