XXIV Domingo ordinario. Año C

“En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo; por lo cual los fariseos y los escribas murmuraban entre sí: Este recibe a los pecadores y come con ellos.

Jesús les dijo entonces esta parábola: ¿Quién de ustedes, si tiene cien ovejas y se le pierde una, no deja las noventa y nueve en el campo y va en busca de la que se perdió hasta encontrarla? Y una vez que la encuentra, la carga sobre los hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa, reúne a los amigos y vecinos y les dice: Alégrense conmigo porque ya encontré la oveja que se me había perdido. Yo les aseguro que también en el cielo habrá más alegría por un pecador que se arrepienten que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse.

¿Y qué mujer hay, que, si tiene diez monedas de plata y pierde una no enciende luego una lámpara y barre la casa y la busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas y les dice: Alégrense conmigo, porque ya encontré la moneda que se me había perdido. Yo les aseguro que así también se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se arrepiente.

También les dijo esta parábola: Un hombre tenía dos hijos y el menor de ellos le dijo a su padre: Padre, dame la parte que me toca de la herencia. Y él les repartió los bienes.

No muchos días después, el hijo menos, juntando todo lo suyo, se fue a un país lejano y allá derrochó su fortuna viviendo de una manera disoluta. Después de malgastarlo todo, sobrevino en aquella región una gran hambre y él empezó a pasar necesidad. Entonces fue a pedirle trabajo a un habitante de aquel país, el cual lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Tenía ganas de hartarse con las bellotas que comían los cerdos, pero no lo dejaban que se las comiera.

Se puso entonces a reflexionar y se dijo: ¡Cuántos trabajadores en las de mi padre tienen pan de sobra, y yo, aquí, me estoy muriendo de hambre! Me levantaré, volveré a mi padre y le diré: padre, he pecado contra el cielo y contar ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Recíbeme como uno de tus trabajadores.

Enseguida se puso en camino hacia la casa de su padre. Estaba todavía lejos, cuando su padre lo vio y se enterneció profundamente. Corrió hacía él, y echándole los brazos al cuello, lo cubrió de besos. El muchacho le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo.

Pero el padre les dijo a sus criados: ¡Pronto!, traigan la túnica más rica y vístansela; pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; traigan el becerro gordo y mátenlo. Comamos y hagamos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado. Y empezó el banquete.

El hijo mayor estaba en el campo, y al volver, cuando se acercó a la casa, oro la música y los cantos, Entonces llamó a uno de los criados y le preguntó qué pasaba. Este le contestó: Tu hermano ha regresado, y tu padre mandó matar el becerro gordo, por haberlo recobrado sano y salvo. El hermano mayor se enojó y no quería entrar.

Salió entonces el padre y le rogó que entrara; pero él replicó: ¡Hace tanto tiempo que te sirvo, sin desobedecer jamás una orden tuya, y tú no me has dado nunca ni un cabrito para comérmelo con mis amigos! Pero eso sí, viene ese hijo tuyo, que despilfarró tus bienes con malas mujeres, y tú mandas matar el becerro gordo.

El padre repuso: Hijo, tú siempre estas conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado.”

(Lucas 15, 1-32)


Era necesario hacer fiesta
P. Enrique Sánchez, mccj

El texto del evangelio de este domingo corresponde a todo el capítulo 15 del evangelio de san Lucas y contiene tres parábolas con las cuales Jesús da una respuesta a los escribas y fariseos que se escandalizan por verlo sentado a la mesa con publicanos y pecadores.

Al parecer, en tiempos de Jesús, los banquetes eran ocasiones para establecer o estrechar relaciones entre las personas; para consolidar lazos familiares de amistad y de fraternidad. Pero en nuestro texto aparecen los escribas y fariseos escandalizados porque Jesús, sentándose a la mesa con las personas consideradas pecadoras, se convierte en motivo de rechazo por acercarse a personas consideradas impuras.

Las tres parábolas nos hablan de pérdidas y de encuentros que terminan llenando el corazón de alegría, de gratitud y de nuevas relaciones que acaban por imponerse como cumplimiento de promesas de nueva vida.

El tema que se esconde detrás de esas parábolas y que emerge con claridad como propuesta de Jesús es el del perdón, como exigencia para alcanzar relaciones auténticas en nuestro caminar con las personas que vamos encontrando día a día. El perdón es la experiencia de dar y recibir algo que nos devuelve la vida; es un don que permite devolver la vida a quien, de alguna manera la ha perdido.

En una reflexión sobre este tema el padre Gaetano Piccolo, SJ, decía que “el perdón es respiro que permite vivir y toda relación (humana) muere cuando no hay perdón”. En las tres parábolas aparece claro que hay una pérdida que produce tristeza y preocupación, pero al mismo tiempo surge una búsqueda y una espera que al final es recompensada con la alegría y la necesidad de compartir la propia felicidad con los demás, porque se ha encontrado lo tiene una gran importancia en la vida.

Pensando a nuestras experiencias personales, seguramente nos damos cuenta de que hay muchas maneras de perderse en el camino, pero afortunadamente siempre hay alguien que nos busca y nos espera. Y, quienes ponemos nuestra confianza en el Señor, nos atrevemos a decir que es Dios quien nos busca incansablemente.

Fijando nuestra atención un poco más en la tercera parábola vemos a un hijo que se pierde rompiendo los lazos familiares que lo mantenían en una relación con su padre y su hermano. Él quiere irse por su cuenta, piensa sólo en sus intereses, no le importan los demás y se va hasta tocar fondo, hasta cuando se da cuenta de que no puede vivir rompiendo con el amor de su padre, que es el único que lo puede hacer feliz.

Mientras se aleja y se pierde en su soledad, se da cuenta que sus felicidades pasajeras y momentáneas no son suficientes para responder a los anhelos de su corazón. Se descubre hecho para vivir en comunión, en una relación en la que no puede ignorar a los demás. Y el lugar a donde se ha dejado llevar por sus caprichos, ciertamente no es el mejor para iniciar una nueva vida.

Siendo testigos de tantas historias que se viven hoy en nuestra sociedad, nos damos cuenta de que existen muchas personas que se dejan encandilar por promesas de felicidad que promueven la exaltación del individualismo, del pensar sólo en nosotros mismos, de vivir para sí mismo, como si fuésemos el centro del universo.

No es difícil darnos cuenta que vivimos en un mundo enfermo, en muchas partes, de indiferencia, de indolencia y de falta de interés por los demás. Hemos ido despilfarrando valores y virtudes que caracterizaban a nuestra sociedad, como la confianza, la hospitalidad, la ayuda mutua, sencillamente, la fraternidad.

Vivimos en realidades marcadas por la desconfianza, por la discriminación, por la pretensión de ser más que los demás y nos creamos mundos cerrados en donde se levantan muros, se crean rejas y nos condenamos a vivir en nuestras propias prisiones, añorando el hogar que nos reclama el corazón. Y, cómo se ilumina nuestro rostro cuando encontramos personas que viven de otra manera, que le apuestan a lo sencillo, al compartir, al ser solidarios, a las relaciones afincadas sobre la confianza y la cordialidad.

Es lo que aquel hijo menor intuyó, cuando recordando lo que pasaba en la casa de su padre se dio cuenta de que el mundo en el que se había sumergido no tenía futuro y que no había alternativa más que armarse de valor para volver, con humildad, al lugar en donde podía respirar los verdaderos aires de felicidad. Ahí nació su camino de conversión y desde ahí empezó a entender en donde está lo grande y lo bello de su dignidad. No era entre cerdos con quienes podría establecer una auténtica relación de amor o de amistad. Desde ahí decide volver a su padre que está listo para acogerlo y permitirle entrar en un camino de reconciliación, de reencuentro consigo mismo y de perdón.

El padre siempre lo esperó y salió a su encuentro, sin reclamar nada y sin pedir cuentas de lo que había hecho de sus bienes. Lo revistió de un traje nuevo, devolviéndole la dignidad que le correspondía como hijo suyo. Le puso el anillo para manifestarle su confianza. Pide que lo calcen para recordarle que estando con él siempre será un hombre libre. Mata el becerro para hacer fiesta, porque no se puede hacer de otra manera cuando se celebra la vida de quien tenemos cerca.

Igualmente, el padre se preocupa por abrir un camino de reconciliación con su hijo mayor. No era necesario darle un cabrito para mostrarle que ya le había entregado su corazón. El había estado siempre ahí, con la posibilidad de disponer de todo lo que era de su padre; pero no se había dado cuenta de lo extraordinario de ese don.

El padre por su parte no justifica al menor, pero tampoco le reclama, ni le reprocha nada al mayor; simplemente le muestra que su corazón está abierto para volver a tejer la relaciones que pudieron haberse dañado, cuando cada uno quiso irse por un camino que los llevó a perderse en donde no podría encontrarse el amor.

Esa es también nuestra historia personal y cada uno de nosotros, a lo mejor, no tenemos que buscar mucho para darnos cuenta que no faltan las decisiones equivocadas que nos llevan a romper con aquellas relaciones que nos pueden hacer felices.

También por nosotros, nuestro Padre sale cada día a buscarnos por los caminos en donde andamos medios perdidos. También a nosotros nos espera con los brazos abiertos para acogernos como hijos suyos. A diario nos ofrece la posibilidad de revestirnos y de apropiarnos de una dignidad que nos permita caminar seguros y contentos en medio de un mundo que busca siempre hacernos caer y alejarnos del único Dios que nos puede hacer felices.

El Señor también a nosotros nos perdona todos nuestros extravíos y no se pone ante nosotros con un bastón para corregirnos o reprocharnos nuestros descalabros y los errores que pudimos haber cometido.
Dios siempre está ahí, más cerca de lo que imaginamos, ofreciéndonos un perdón que hace que nos encontremos con lo que realmente vale la pena en nuestras vidas. Dios es el pastor que hace fiesta cuando nos encuentra allá en donde andábamos perdidos, es la mujer que invita a sus amigas a celebrar con ella porque ha encontrado algo que vale mucho para ella, es el padre que manda preparar un banquete y hace fiesta, porque estábamos muertos o perdidos y hemos vuelto a la vida.

Jesús, como nos lo dice el evangelio de Lucas, no podía sentarse en otro lugar que no fuera el de los pecadores porque justamente él había venido para enseñarnos que en el corazón de Dios son ellos los que están llamados a ocupar los primeros lugares. Para él no hay impuros o pecadores, existen sólo hijos por los cuales está dispuesto a sacrificar lo que más ha amado, a su hijo Jesús, en quien nos ha amado.

Para nuestra reflexión personal.

  • ¿Nos damos cuenta en dónde nos hemos perdido o en dónde nos hemos quedado atorados en la búsqueda de la felicidad?
  • ¿Qué estoy haciendo para dejarme encontrar por el Señor?
    Todos nos hemos perdido alguna vez, ese no es el problema. ¿Me doy cuenta o siento que el Señor me esta buscando, que está viniendo a mí encuentro?

Una parábola para nuestros días: Volveré a mi padre.
José A. Pagola

En ninguna otra parábola ha querido Jesús hacernos penetrar tan profundamente en el misterio de Dios y en el misterio de la condición humana. Ninguna otra es tan actual para nosotros como ésta del “Padre bueno”.

El hijo menor dice a su padre: «dame la parte que me toca de la herencia». Al reclamarla, está pidiendo de alguna manera la muerte de su padre. Quiere ser libre, romper ataduras. No será feliz hasta que su padre desaparezca. El padre accede a su deseo sin decir palabra: el hijo ha de elegir libremente su camino.

¿No es ésta la situación actual? Muchos quieren hoy verse libres de Dios, ser felices sin la presencia de un Padre eterno en su horizonte. Dios ha de desaparecer de la sociedad y de las conciencias. Y, lo mismo que en la parábola, el Padre guarda silencio. Dios no coacciona a nadie.

El hijo se marcha a «un país lejano». Necesita vivir en otro país, lejos de su padre y de su familia. El padre lo ve partir, pero no lo abandona; su corazón de padre lo acompaña; cada mañana lo estará esperando. La sociedad moderna se aleja más y más de Dios, de su autoridad, de su recuerdo… ¿No está Dios acompañándonos mientras lo vamos perdiendo de vista?

Pronto se instala el hijo en una «vida desordenada». El término original no sugiere sólo un desorden moral sino una existencia insana, desquiciada, caótica. Al poco tiempo, su aventura empieza a convertirse en drama. Sobreviene un «hambre terrible» y sólo sobrevive cuidando cerdos como esclavo de un extraño. Sus palabras revelan su tragedia: «Yo aquí me muero de hambre».

El vacío interior y el hambre de amor pueden ser los primeros signos de nuestra lejanía de Dios. No es fácil el camino de la libertad. ¿Qué nos falta? ¿Qué podría llenar nuestro corazón? Lo tenemos casi todo, ¿por qué sentimos tanta hambre?

El joven «entró dentro de sí mismo» y, ahondando en su propio vacío, recordó el rostro de su padre asociado a la abundancia de pan: en casa de mi padre «tienen pan» y aquí «yo me muero de hambre». En su interior se despierta el deseo de una libertad nueva junto a su padre. Reconoce su error y toma una decisión: «Me pondré en camino y volveré a mi padre».

¿Nos pondremos en camino hacia Dios nuestro Padre? Muchos lo harían si conocieran a ese Dios que, según la parábola de Jesús, «sale corriendo al encuentro de su hijo, se le echa al cuello y se pone a besarlo efusivamente». Esos abrazos y besos hablan de su amor mejor que todos los libros de teología. Junto a él podríamos encontrar una libertad más digna y dichosa.

http://www.musicaliturgica.com


Las tres parábolas de la misericordia

Entramos en este domingo en el gran capítulo 15 del evangelio de Lucas -núcleo de la Buena Nueva de Jesús y de la revelación de los sorprendentes sentimientos de Dios – en el cual escuchamos al maestro pronunciar las tres parábolas de la misericordia:

la oveja perdida (15,4-7),
la moneda perdida (15,8-10) y
el Padre misericordioso (15,11-32), en la cual asistimos a la historia del hijo perdido y encontrado.
Los primeros tres versículos del capítulo nos presentan el contexto como necesaria clave de lectura que lleva a Jesús a pronunciar estas bellas lecciones sobre la misericordia de Dios (15,1-3).
La finalidad del pasaje de hoy es profundizar en el tema del amor de Dios demostrado en el ministerio salvífico de Jesús con los excluidos y los pobres de la sociedad, particularmente con un grupo de excluidos que está en todos los estratos sociales: los “pecadores”. El capítulo anterior de Lucas (ver 14,15-24) ya nos había ambientado el tema en la parábola en la cual Jesús invitaba a los excluidos a la mesa del Reino.

Las tres parábolas de la misericordia se exponen ante la actitud cerrada y soberbia de los que rechazan al pecador. Dios siempre acoge. En las tres se destaca la alegría de Dios por volver a encontrar, por la reconciliación de los alejados; en contraste con el descontento de los fariseos. ¿Se consideraban “merecedores” exclusivos del amor de Dios? En la tercera parábola, el protagonista es el padre, no los hijos, pues el pródigo no es modelo ni de arrepentimiento (se arrepiente por pura hambre, no por amor al padre); y el hermano mayor no sirve al padre con corazón de hijo, sino de esclavo. Los dos se han “perdido” para el padre, que tiene que “salir” al encuentro de uno y otro. La preocupación primordial del Padre es conseguir el retorno del descarriado, y su alegría al recobrarlo es tanto mayor cuanto mayor fue su disgusto al perderlo.

La conducta de Jesús es desconcertante. Para la lógica de los fariseos –y quizás también para la nuestra–, los pecadores han de ser señalados con el dedo, han de ser puestos aparte y despreciados. Sin embargo, Él «acoge a los pecadores y come con ellos». Jesús introduce en el mundo otra lógica. Jesús hace lo que hace el Padre, que actúa así con los pecadores arrepentidos: no aprueba el envilecimiento en que cae el pecador, pero sigue teniendo para ellos brazos abiertos, lo acepta y lo comprende más que el pecador a sí mismo. Él nunca considera bueno al pecador. Él no dice que la oveja descarriada no esté descarriada. Lo que hace es, en lugar de rechazarla, ir a buscarla, y cuando la encuentra se llena de alegría, la carga sobre sus hombros, le venda las heridas, la cuida, la alimenta…. Así es el corazón de Cristo. Su amor vence el mal con el bien. Para llegar hasta rehacer por completo al pecador, hasta sacarle de su fango y devolverle la dignidad de hijo de Dios.

Lo que ocurre es que en la categoría de pecadores estamos todos. Frente al orgullo altanero y despreciativo de los fariseos, san Pablo afirmaba categóricamente: «Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, y yo soy el primero» (2ª lectura). Todos necesitamos ser salvados. Y si no hemos caído más bajo ha sido por pura gracia. Esto no puede ser motivo para el orgullo y el desprecio de los demás, sino para la humildad y el agradecimiento.

En la oración del Señor hay una petición sorprendente, que es el mejor comentario a estas Parábolas: pedimos el perdón de Dios, “como nosotros perdonamos”. Esto nos lleva a tres actitudes fundamentales: audacia en la petición; confianza en la misericordia divina; empeño muy serio de ser como el Padre misericordioso y no como los fariseos.

Y entonces surge el interrogante ¿Qué es el pecado? No se puede comprender lo que es el pecado sin reconocer en primer lugar que existe un vínculo profundo del hombre con Dios. El pecado «es rechazo y oposición a Dios» (Catecismo de la Iglesia Católica, 386), «es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente» (Catecismo de la Iglesia Católica, 387). Es un querer ser dios pero sin Dios, es querer vivir de espaldas a Él, desvinculado de los preceptos y caminos que en su amor Él señala al ser humano para su propia realización. El pecado es un acto de rebeldía, un “no” dado a Dios y al amor que Él le manifiesta. Todo esto queda retratado en la actitud del hijo que reclama su herencia: quiere liberarse del padre, salir de su casa para marcharse lejos y poder gozar de su herencia sin límites ni restricciones.

El pecado, que es ruptura con Dios, tiene graves repercusiones. Quien peca, aunque crea que está recorriendo un camino que lo conduce a su propia plenitud y felicidad, entra por una senda de autodestrucción: «el que peca, a sí mismo se hace daño» (Eclo 19, 4). Al romper con Dios, fuente de su vida y amor, todo ser humano sufre inmediatamente una profunda ruptura consigo mismo, con los demás seres humanos y con la creación toda.

¿Qué hace Dios ante el rechazo de su criatura humana? Dios, por su inmenso amor y misericordia, no abandona al ser humano, no quiere que se pierda, que se hunda en la miseria y en la muerte, sino que Él mismo sale en su busca: «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). «Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores» (1 Tim 1, 15). Dios en su inmenso amor ofrece a su criatura humana el don de la Reconciliación por medio de su Hijo. Es el Señor Jesús quien en la Cruz nos reconcilia con el Padre (ver 2 Cor 5, 19), es Él quien desde la Cruz ofrece el abrazo reconciliador del Padre misericordioso a todo “hijo pródigo” que arrepentido anhela volver a la casa paterna.

https://www.figliedellachiesa.org