XXVII Domingo ordinario. Año C
“En aquel tiempo, los apóstoles dijeron al Señor: “Auméntanos la fe”. El Señor les contestó: Si tuvieran fe, aunque fuera tan pequeña como una semilla de mostaza, podrían decir a ese árbol frondoso: Arráncate de raíz y plántate en el mar, y los obedecería.
¿Quién de ustedes, si tiene un siervo que labra la tierra o pastorea los rebaños, le dice cuando éste regresa del campo: Entra enseguida y ponte a comer? ¿No le dirá más bien: Prepárame de comer y disponte a servirme, para que yo coma y beba; después comerás y beberás tú?
¿Tendrá acaso que mostrarse agradecido el siervo, porque éste cumplió con su obligación?
Así también ustedes, cuando hayan cumplido todo lo que se les mandó, digan: sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer”. (Lucas 17, 5-10)
Auméntanos la fe
P. Enrique Sánchez, mccj
Los versículos que preceden al texto del evangelio de este domingo hablan, en primer lugar, de lo inevitable que resulta no pecar y de la necesidad, como cristianos, de saber que estamos llamados a perdonar siempre.
Este mandato seguramente no resultaba algo evidente a los oídos de los discípulos de Jesús, pues perdonar no era y nunca ha sido algo fácil de poner en práctica.
Para perdonar, los discípulos entendieron que se necesitaba de algo más que la buena voluntad; era necesario tener fe.
Era necesario ponerse a otro nivel para ver las cosas desde la perspectiva de Dios. De ahí la suplica de los discípulos a Jesús: ¡Auméntanos la fe!
Tal vez nos aparecerá claro que Jesús aprovecha de esa súplica para hacer entender a los discípulos que en cuestiones de fe no se trata de aumentar o de disminuir, que no es el caso cuantificar para cualificar la calidad de la fe.
Y la pregunta que puede surgir también en nosotros escuchando estas palabras es:
¿De qué se trata? ¿Qué significa tener fe? ¿Cómo podemos pasar de las ideas a la práctica de la fe?
Esas son preguntas que nos hacemos también nosotros y que nos acompaña a lo largo de toda nuestra vida, obligándonos a dar respuestas siempre nuevas y jamás definitivas, pues la fe es algo que se vive a diario y que nos acompaña de distintas maneras en el proceso de crecimiento de nuestra vida humana y espiritual. No faltan las ocasiones en que nos aventuramos a tratar de darnos definiciones de la fe y muchas veces nos hacemos la idea de que tener fe significa aventarse a un abismo con los ojos cerrados y sin saber qué es lo que nos espera al Final de la caída. Nos imaginamos que tener fe es abandonarse totalmente a lo desconocido, al límite, confiados en que el Señor se encargará de que nada terrible nos suceda o que algo bello aparecerá, proporcionalmente a la medida de nuestra confianza.
Si no estamos atentos podemos confundir la experiencia de fe con un juego de apuesta en donde más arriesgo y más crece la posibilidad de ganar o viceversa, menos fe tengo y menor es la posibilidad de que alcance lo que ando buscando.
En el Evangelio Jesús nos enseña que en realidad cuando se trata de fe no es cuestión de cantidades o de intensidades, pues si así fuera el caso, se cumpliría el ejemplo que da, diciendo que, si tuviéramos fe como un grano de mostaza, seríamos capaces de decirle a un árbol que se arrancara y se lanzara al mar y obedecería.
En la vida de todos los días, en realidad no se trata de tener mucha o poca fe, sino de tenerla.
Se trata de vivir creyendo y eso implica confianza y capacidad de reconocer la acción de Dios que interviene constantemente en nuestras vidas. La fe es lo que nos abre los ojos para que descubramos todo lo bello que Dios va haciendo en nuestra vida.
Si habláramos de cantidades, para quien tiene mucha o poca fe, los resultados al final son los mismos. Dios se manifiesta y nos sorprende siempre con algo inesperado y que representa un bien, una bendición que no esperábamos.
El problema se presenta para quien no cree, pues se niega la posibilidad de entrar en el mundo de Dios y no puede percibir su presencia en los pequeños o en los grandes detalles de la vida en donde él se manifiesta.
Tener fe, a Fin de cuentas, no es otra cosa que ser capaces de descubrir y de sentir presente a Dios en nuestras vidas, como alguien que va un paso adelante para asegurarnos un buen camino.
Basta un poquito de fe para que podamos descubrir cómo Dios va actuando en nuestras vidas y un poquito de confianza, puesta sinceramente en el Señor, es suficiente para que se nos abran los ojos y podamos descubrir cómo Dios no se cansa de hacer maravillas para nosotros.
Por otra parte, se podría decir que la fe es la experiencia que permite ver con el corazón lo que los ojos no son capaces de contemplar. Es pasar de lo inmediato de cada día a lo infinito y eterno que experimentamos al descubrirnos en Dios.
Tener fe sería vivir la gracia de sentir cómo Dios va conduciendo nuestras vidas por caminos que no se empantanan, impidiendo que nos quedemos atascados en lo inmediato de nuestra realidad tan frágil y fugaz.
La fe es lo que nos abre los horizontes y nos permite contemplar el futuro con optimismo y con confianza, porque descubrimos que hay Alguien que nos precede preocupado por nuestro bienestar.
Ante la exigencia de perdonar, que Jesús pide a sus discípulos, la experiencia de la fe se hace necesaria, pues es la garantía para poder considerar las cosas, las experiencias y las situaciones que va presentando la vida desde otra perspectiva, con la sensibilidad de Dios.
Sólo desde la fe se puede entender al hermano que se ha equivocado y se le puede perdonar y aceptar los errores, porque tomamos conciencia de la manera como Dios lo ve y lo abraza con su paciencia y su misericordia.
Sólo desde la fe se puede comprender que en aquellas situaciones que nos parecen inaceptables puede existir una oportunidad para crecer o para ser mejores, porque Dios siempre está a la obra.
Sólo desde la fe podemos lanzarnos al futuro y esperar que las cosas sucedan, porque sabemos que hemos puesto la confianza en Alguien que no defrauda y que no nos abandona jamás.
Por la fe, lo que parece imposible se hace posible y no se trata de aumentar o de disminuir, porque la fe no tiene qué ver con pesos y medidas.
Basta con custodiar ese don en nuestros corazones para que su acción sea efectiva en nuestras vidas y lo que muchas veces nos puede parecer imposible se haga posible. Porque para Dios no hay imposibles.
La segunda parte de nuestro texto del Evangelio de este domingo nos ayuda a entender que el don de la fe, como el don de la vida, son un regalo que Dios nos hace gratuitamente.
La vida eterna, a la que todos estamos invitados y a la cual se nos ha dado el privilegio de recibirla, no es algo a lo que tengamos derecho, como si se tratara de un salario que conviene al trabajador que ha desempeñado bien su tarea.
La relación que estamos llamados a establecer entre Dios y nosotros no puede ser como la que existe entre el patrón y el siervo.
Dios siempre nos da, por encima de lo que nosotros podríamos exigir o pretender. Dios da desde su gratuita y extraordinaria bondad y no en proporción a lo que nosotros le pudiésemos ofrecer.
Dios nos da, sin merecer, como decían nuestras abuelas cuando bendecían los alimentos antes de sentarnos a la mesa.
En este sentido, podemos entender que se les diga a los discípulos que están llamados a reconocer que en su relación con Dios sólo han hecho lo que les correspondía hacer. “Somos servidores a los que no hay nada qué agradecer, pues no hicimos mas que cumplir con nuestra obligación”.
El valor que ponen en evidencia estas cuantas palabras del Evangelio no es otro sino el de la gratuidad que caracteriza la relación con Dios. Él no gratifica nuestros méritos, aunque los reconozca, y no exige nada extraordinario para manifestar en nosotros su bondad.
En nuestra relación con él nos corresponde únicamente cumplir con nuestro deber de ser agradecidos y aplicarnos, como siervos suyos, en la observancia de sus propuestas de vida.
Lo único que nos toca, como buena obligación, no es más que alabar, bendecir y reconocer la bondad del Señor y tratar de vivir dando gracias por todo aquello que no se cansa de sembrar en lo ordinario de nuestras vidas.
Vivir de esa manera seguramente se transforma en una experiencia de fe que no necesita de explicaciones ni de definiciones; sino que se convierte en experiencia de vida que mueve a ir cada día reconociendo las bondades del Señor, sin hacer mucha poesía.
Que el Señor nos conceda ser personas de fe profunda y sencilla, para que podamos reconocer la bondad de Dios en nuestras vidas y que nos conceda convirtamos en cristianos agradecidos por haber sido llamados a compartir la misión de Jesús en este mundo y en este tiempo en que necesitamos sentir la bondad de Dios que nos acompaña en nuestro caminar.
Para continuar con nuestra reflexión.
¿Me considero una persona de fe?
¿Reconozco las maravillas que Dios está haciendo en mi vida?
¿Mi experiencia de fe me mueve a ser agradecido con Dios y a crear relaciones nuevas con mis hermanos?
¿Pretendemos que Dios nos recompense por lo que hacemos o vivimos agradecidos por lo que recibimos sin merecer?
¿Qué hacemos para cumplir con lo que podemos considerar nuestra obligación en la relación con Dios?
Elogio de la fe pequeña y del servicio humilde
P. Manuel João Pereira Correia, mccj
La fe y el servicio son los temas de la Palabra de Dios de este domingo. Podemos detenernos más en el primero o en el segundo aspecto, pero al final nos damos cuenta de que ambas virtudes van unidas. El servicio es la medida de la fe.
El poder de la fe
Los apóstoles dijeron al Señor: «¡Auméntanos la fe!». El Señor respondió: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a esta morera: “Arráncate y plántate en el mar”, y os obedecería».
La fe está en el corazón de la Palabra de este domingo. La encontramos en las tres lecturas. En la primera lectura (Habacuc 1,2-3;2,2-4), a la oración del profeta Habacuc, que pregunta: «¿Hasta cuándo, Señor, clamaré pidiendo ayuda y no escuchas?», Dios responde: «El justo vivirá por su fe». El Evangelio subraya una fe humilde, que siempre se reconoce pequeña e insuficiente, sin la ilusión de poseer la fe de los “grandes creyentes”.
Fe (pístis) y creer (pisteúō) aparecen muchísimas veces en el Nuevo Testamento, más de 240 veces cada uno. En el Antiguo Testamento, creer se expresa con un verbo que tiene la misma raíz que la palabra AMÉN, que significa: «apoyarse en Dios», como en una roca firme y sólida.
Hoy los apóstoles hacen una oración bellísima: «¡Auméntanos la fe!». Parecida a la del padre que pide a Jesús que cure a su hijo: «Creo; ¡ayuda a mi incredulidad!» (Mc 9,24). Una oración que todos compartimos, porque es esencial para ser discípulos de Jesús. Surge espontáneamente de los labios de los Doce como reacción a su impotencia ante la exigencia de Jesús de perdonar al hermano incluso siete veces al día.
La respuesta de Jesús puede parecer desconcertante y desalentadora, casi un reproche a la poca fe de los pobres apóstoles. No tendrían ni siquiera una fe tan grande como el minúsculo grano de mostaza, considerado el más pequeño de todas las semillas. Sin embargo, yo diría que las palabras de Jesús son más bien un elogio inesperado de la fuerza de la fe. De hecho, es capaz de arrancar un árbol centenario, como la morera o (quizás) el sicómoro, ambos con raíces profundísimas y difíciles de arrancar. Son símbolo de lo que es estable e inamovible — justamente para poner de relieve el poder extraordinario de la fe. «Todo es posible para el que cree» (Mc 9,23).
Sin la fe no podemos vivir, como cristianos y como personas. La fe no es solo confianza en Dios, sino también confianza en la belleza de la vida, en la bondad de las personas, en el futuro de la historia. Es confiar en el otro, fundamento de toda relación y convivencia humana.
La fe es don. Un don natural que se manifiesta en la confianza espontánea que tenemos en la vida. Don sobrenatural que nace de la escucha de la Palabra de Dios. Sin embargo, la gracia de la fe no debe darse por supuesta. Jesús llegó a exclamar algo muy desconcertante y perturbador: «Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lc 18,8).
Este don puede debilitarse, hacerse pequeño hasta desaparecer. Esperemos que esto no ocurra de manera irreparable, para siempre. San Pablo dice a su discípulo amado Timoteo (segunda lectura): «Te recuerdo que reavives el don de Dios que está en ti». Para decir «reavivar» usa un verbo griego (anazōpurein) que aparece solo dos veces en la Biblia y significa reavivar el fuego bajo las cenizas. Sin una atención constante, las cenizas de la incredulidad pueden sofocar la llama de la fe.
Entonces una oración brota espontáneamente de nuestro corazón: Ven, Espíritu Santo, Soplo de vida, ven y sopla sobre las cenizas que cubren nuestra fe.
¿Somos siervos inútiles?
La segunda realidad que emerge de la Palabra es el servicio. Un servicio humilde, de siervos, como dice Jesús en la segunda parte del Evangelio:
Cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: «Somos siervos inútiles. Hemos hecho lo que teníamos que hacer».
La expresión «siervos inútiles» puede parecer irrespetuosa respecto a nuestro servicio. Nadie se considera un «siervo inútil». En realidad, la traducción no parece del todo exacta. Sería mejor traducir «siervos no necesarios» o «simples siervos». Todos podemos ser útiles, pero nadie es indispensable. Excepto el Siervo por excelencia, Jesús, que se presentó entre nosotros como el que sirve (Mc 10,45). Nadie puede enorgullecerse del servicio que presta. Al final, todo es don de Dios. «¿Qué tienes que no hayas recibido?», nos pregunta Pablo (1 Cor 4,7).
En realidad, es un honor para nosotros ser siervos del Señor. En la Escritura, «siervo» es un título honorífico cuando se relaciona con una gran figura. ¡Cuánto más ser siervos de Dios! Figuras como Moisés, David, los profetas, los apóstoles son llamados «siervos del Señor». Al ser siervos no perdemos nuestra dignidad, sino que la recuperamos. Jesús lo expresa bien en otro pasaje: «Dichosos aquellos siervos a quienes el Señor, al llegar, encuentre en vela; en verdad os digo que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y, pasando, les servirá» (Lc 12,37).
Para la reflexión y la oración personal
Ven, Espíritu de Dios, sopla sobre las cenizas que cubren mi fe:
– las cenizas de una fe moralista y rutinaria,
– las cenizas de una fe oportunista en un «Dios-tapagujeros»,
– las cenizas de una fe caprichosa, infantil,
– una fe que hace exigencias, del «todo enseguida»,
– las cenizas de una fe derrotista, resignada, triste, desilusionada,
– una fe apagada, vivida sin pasión, que ya no espera nada.
Ven, Espíritu de Fuego, reaviva mi fe y hazla:
– una fe humilde, vivida en el servicio, como Jesús mi Señor,
– una fe en camino, que acepta límites y debilidades,
– una fe que no se escandaliza de los pecados ajenos,
– una fe que no se rinde, apasionada y contagiosa,
– una fe para tiempos de crisis, no apoyada en sostenes externos,
– una fe que se abandona al Misterio, sin pedir tantos porqués.
Espíritu, Don inefable del Padre, dame el don de la fe:
– la fe del centurión, a quien le basta una sola Palabra,
– la fe de la cananea, que no se cansa de llamar al corazón de Cristo,
– la fe de la pecadora que llora sus pecados a los pies del Maestro,
– la fe de la mujer a quien le basta tocar el borde del manto de Jesús,
– la fe de José, que obedece a Dios en silencio,
– la fe de María, que se proclama la sierva del Señor.
Auméntanos la fe
José Antonio Pagola
De manera abrupta, los discípulos le hacen a Jesús una petición vital: «Auméntanos la fe». En otra ocasión le habían pedido: «Enséñanos a orar». A medida que Jesús les descubre el proyecto de Dios y la tarea que les quiere encomendar, los discípulos sienten que no les basta la fe que viven desde niños para responder a su llamada. Necesitan una fe más robusta y vigorosa.
Han pasado más de veinte siglos. A lo largo de la historia, los seguidores de Jesús han vivido años de fidelidad al Evangelio y horas oscuras de deslealtad. Tiempos de fe recia y también de crisis e incertidumbre. ¿No necesitamos pedir de nuevo al Señor que aumente nuestra fe?
Señor, auméntanos la fe
Enséñanos que la fe no consiste en creer algo sino en creer en ti, Hijo encarnado de Dios, para abrirnos a tu Espíritu, dejarnos alcanzar por tu Palabra, aprender a vivir con tu estilo de vida y seguir de cerca tus pasos. Solo tú eres quien «inicia y consuma nuestra fe».
Auméntanos la fe
Danos una fe centrada en lo esencial, purificada de adherencias y añadidos postizos, que nos alejan del núcleo de tu Evangelio. Enséñanos a vivir en estos tiempos una fe, no fundada en apoyos externos, sino en tu presencia viva en nuestros corazones y en nuestras comunidades creyentes.
Auméntanos la fe
Haznos vivir una relación más vital contigo, sabiendo que tú, nuestro Maestro y Señor, eres lo primero, lo mejor, lo más valioso y atractivo que tenemos en la Iglesia. Danos una fe contagiosa que nos oriente hacia una fase nueva de cristianismo, más fiel a tu Espíritu y tu trayectoria.
Auméntanos la fe
Haznos vivir identificados con tu proyecto del reino de Dios, colaborando con realismo y convicción en hacer la vida más humana, como quiere el Padre. Ayúdanos a vivir humildemente nuestra fe con pasión por Dios y compasión por el ser humano.
Auméntanos la fe
Enséñanos a vivir convirtiéndonos a una vida más evangélica, sin resignarnos a un cristianismo rebajado donde la sal se va volviendo sosa y donde la Iglesia va perdiendo extrañamente su cualidad de fermento. Despierta entre nosotros la fe de los testigos y los profetas.
Auméntanos la fe
No nos dejes caer en un cristianismo sin cruz. Enséñanos a descubrir que la fe no consiste en creer en el Dios que nos conviene sino en aquel que fortalece nuestra responsabilidad y desarrolla nuestra capacidad de amar. Enséñanos a seguirte tomando nuestra cruz cada día.
Auméntanos la fe
Que te experimentemos resucitado en medio de nosotros renovando nuestras vidas y alentando nuestras comunidades.
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¿Somos creyentes?
José Antonio Pagola
Jesús les había repetido en diversas ocasiones: «¡Qué pequeña es vuestra fe!». Los discípulos no protestan. Saben que tienen razón. Llevan bastante tiempo junto a él. Lo ven entregado totalmente al Proyecto de Dios: solo piensa en hacer el bien; solo vive para hacer la vida de todos más digna y más humana. ¿Lo podrán seguir hasta el final?
Según Lucas, en un momento determinado, los discípulos le dicen a Jesús: «Auméntanos la fe». Sienten que su fe es pequeña y débil. Necesitan confiar más en Dios y creer más en Jesús. No le entienden muy bien, pero no le discuten. Hacen justamente lo más importante: pedirle ayuda para que haga crecer su fe.
Nosotros hablamos de creyentes y no creyentes, como si fueran dos grupos bien definidos: unos tienen fe, otros no. En realidad, no es así. Casi siempre, en el corazón humano hay, a la vez, un creyente y un no creyente. Por eso, también los que nos llamamos «cristianos» nos hemos de preguntar: ¿Somos realmente creyentes? ¿Quién es Dios para nosotros? ¿Lo amamos? ¿Es él quien dirige nuestra vida?
La fe puede debilitarse en nosotros sin que nunca nos haya asaltado una duda. Si no la cuidamos, puede irse diluyendo poco a poco en nuestro interior para quedar reducida sencillamente a una costumbre que no nos atrevemos a abandonar por si acaso. Distraídos por mil cosas, ya no acertamos a comunicarnos con Dios. Vivimos prácticamente sin él.
¿Qué podemos hacer? En realidad, no se necesitan grandes cosas. Es inútil que nos hagamos propósitos extraordinarios pues seguramente no los vamos a cumplir. Lo primero es rezar como aquel desconocido que un día se acercó a Jesús y le dijo: «Creo, Señor, pero ven en ayuda de mi incredulidad». Es bueno repetirlas con corazón sencillo. Dios nos entiende. Él despertará nuestra fe.
No hemos de hablar con Dios como si estuviera fuera de nosotros. Está dentro. Lo mejor es cerrar los ojos y quedarnos en silencio para sentir y acoger su Presencia. Tampoco nos hemos de entretener en pensar en él, como si estuviera solo en nuestra cabeza. Está en lo íntimo de nuestro ser. Lo hemos de buscar en nuestro corazón.
Lo importante es insistir hasta tener una primera experiencia, aunque sea pobre, aunque solo dure unos instantes. Si un día percibimos que no estamos solos en la vida, si captamos que somos amados por Dios sin merecerlo, todo cambiará. No importa que hayamos vivido olvidados de él. Creer en Dios es, antes que nada, confiar en el amor que nos tiene.
Falta de fe y sobra de presunción
José Luis Sicre
Después de la parábola del rico y Lázaro, Lucas empalma cuatro enseñanzas de Jesús a los apóstoles a propósito del escándalo, el perdón, la fe y la humildad. Son frases muy breves, sin aparente relación entre ellas, pronunciadas por Jesús en distintos momentos. De esas cuatro enseñanzas, el evangelio de este domingo ha seleccionado solo las dos últimas, sobre la fe y la humildad (Lucas 17,5-10).
Menos fe que un ateo
Cuenta Lucas que un día los apóstoles le pidieron a Jesús: «Auméntanos la fe». Ya que no eran grandes teólogos, ni habían estudiado nuestro catecismo, su preocupación no se centra en el Credo ni en un conjunto de verdades. Si leemos el evangelio de Lucas desde el comienzo hasta el momento en el que los apóstoles formulan su petición, encontramos cuatro episodios en los que se habla de la fe:
- Jesús, viendo la fe de cuatro personas que le llevan a un paralítico, lo perdona y lo cura (5,20).
- Cuando un centurión le pide a Jesús que cure a su criado, diciendo que le basta pronunciar una palabra para que quede sano, Jesús se admira y dice que nunca ha visto una fe tan grande, ni siquiera en Israel (7,9).
- A la prostituta que llora a sus pies, le dice: “Tu fe te ha salvado” (7,50).
- A la mujer con flujo de sangre: “Hija, tu fe te ha salvado” (8,48).
En todos estos casos, la fe se relaciona con el poder milagroso de Jesús. La persona que tiene fe es la que cree que Jesús puede curarla o curar a otro.
Pero la actitud de los apóstoles no es la de estas personas. En el capítulo 8, cuando una tempestad amenaza con hundir la barca en el lago, no confían en el poder de Jesús y piensan que morirán ahogados. Y Jesús les reprocha: “¿Dónde está vuestra fe? (8,25). La petición del evangelio de hoy, “auméntanos la fe”, empalmaría muy bien con ese episodio de la tempestad calmada: “tenemos poca fe, haz que creamos más en ti”. Pero Jesús, como en otras ocasiones, responde de forma irónica y desconcertante: “Vuestra fe no llega ni al tamaño de un grano de mostaza”.
¿Qué puede motivar una respuesta tan dura a una petición tan buena? El texto no lo dice. Pero podemos aventurar una idea: lo que pretende Lucas es dar un severo toque de atención a los responsables de las comunidades cristianas. La historia demuestra que muchas veces los papas, obispos, sacerdotes y religiosos/as nos consideramos por encima del resto del pueblo de Dios, como las verdaderas personas de fe y los modelos a imitar. No sería raro que esto mismo ocurriese en la iglesia antigua, y Lucas nos recuerda las palabras de Jesús: “No presumáis de fe, no tenéis ni un gramo de ella”.
Ni las gracias ni propina
En línea parecida iría la enseñanza sobre la humildad. El apóstol, el misionero, los responsables de las comunidades, pueden sufrir la tentación de pensar que hacen algo grande, excepcional. Jesús vuelve a echarles un jarro de agua fría contando una parábola con trampa. Al principio, el lector u oyente se siente un gran propietario, que dispone de criados a los que puede dar órdenes. Al final, le dicen que el propietario es Dios, y él es un pobre siervo, que se limita a hacer lo que le mandan. El mensaje quizá se capte mejor traduciendo la parábola a una situación actual.
Suponed que entráis en un bar. ¿Quién de vosotros le dice al camarero: «¿Qué quiere usted tomar?». ¿No le decís: «Una cerveza», o «un café»? ¿Tenéis que darle las gracias al
camarero porque lo traiga? ¿Tenéis que dejarle una propina? Pues vosotros sois como el camarero. Cuando hayáis hecho lo que Dios os encargue, no penséis que habéis hecho algo extraordinario. No merecéis las gracias ni propina.
Un lenguaje duro, hiriente, muy típico del que usa Jesús con sus discípulos.
El profeta Habacuc y la fe (Hab 1,2-3; 2, 2-4)
La primera lectura, tomada de la profecía de Habacuc habla también de la fe, aunque el punto de vista es muy distinto. El mensaje de este profeta es de los más breves y de los más desconocidos. Una lástima, porque el tema que trata es de perenne actualidad: la injusticia del imperialismo. En su época, el recuerdo reciente de la opresión asiria se une a la experiencia del dominio egipcio y babilónico. Tres imperios distintos, una misma opresión. El profeta comienza quejándose a Dios. No comprende que Dios contemple impasible las desgracias de su tiempo, la opresión del faraón y de su marioneta, el rey Joaquín. Y el Señor le responde que piensa castigar a los opresores egipcios mediante otro imperio, el babilónico (1,5-8). Pero esta respuesta de Dios es insatisfactoria: al cabo de poco tiempo, los babilonios resultan tan déspotas y crueles como los asirios y los egipcios. Y el profeta se queja de nuevo a Dios: le duele la alegría con la que el nuevo imperio se apodera de las naciones y mata pueblos sin compasión. No comprende que Dios «contemple en silencio a los traidores, al culpable que devora al inocente». Y así, en actitud vigilante, espera una nueva respuesta de Dios.
La visión que llegará sin retrasarse es la de la destrucción de Babilonia. El injusto es el imperio babilónico, que será castigado por Dios. El justo es el pueblo judío y todos los que confíen en la acción salvadora del Señor.
El tema tratado por Habacuc no tiene relación con la petición de los discípulos. Pero las palabras finales, “el justo vivirá por su fe”, tuvieron mucha importancia para san Pablo, que las relacionó con la fe en Jesús. Este puede ser el punto de contacto con el evangelio. Porque, aunque nuestra fe no llegue al grano de mostaza ni esperemos cambiar montañas de sitio, esa pizca de fe en Jesús nos da la vida, y es bueno seguir pidiendo: “auméntanos la fe”.
Desafíos misioneros de la fe
Romeo Ballan, mccj
Puntualmente, al entrar en el mes misionero de octubre, la Palabra de Dios ofrece un mensaje fuerte sobre la fe del creyente, en especial del cristiano y de toda persona que vive e irradia con coherencia su adhesión al Padre de la Vida. Es preciso recordar enseguida que la fe cristiana no se limita al conocimiento y a la aceptación intelectual de las verdades escritas en la Biblia o en el catecismo; la fe no es una cuestión de ritos, ceremonias y otras obras… La fe es, ante todo, la adhesión plena a una Persona, confianza total en su Palabra, entrega de la propia vida en las manos de un Padre amoroso. Nuestra fe no consiste en saber más, sino en vivir, saborear, gustar, fiarse, entregarse. La fe toca de cerca todo ser y todo el ser: espíritu, alma, cuerpo, personas, cosmos, acontecimientos y vicisitudes de la vida ordinaria… Estas realidades se iluminan de una luz nueva según su verdadero valor delante de Dios. La fe es esa “luz gentil”, de la que se había enamorado el Beato John Henry Newman en su camino de conversión, hasta la verdad plena.
¡La fe es vida, salvación! El profeta Habacuc (I lectura), contemporáneo de Jeremías (VII-VI s. a. C.), lo gritaba a la gente, que en una época de represión, maldades, rapiñas, violencias, contiendas, litigios… (v. 3), se preguntaba: ¿quién se salvará? La respuesta del profeta es clara: “el justo vivirá por su fe” (v. 4). El mensaje es nítido; queda la tarea de llevarlo a la práctica en medio del cansancio y los desafíos del camino. Porque para Dios nada es imposible (Lc 1,37). El que se deja guiar y sostener por Él tiene la fuerza para superar los pasos inciertos y cansados; por eso debemos orar como los Apóstoles (Evangelio): “Señor, ¡auméntanos la fe!” (v. 6).
Después de las propuestas exigentes de Jesús en el Evangelio de los domingos anteriores (renuncia a los bienes, puerta estrecha, honestidad a toda prueba, perdón sin condiciones…), los discípulos son conscientes de su fragilidad y tienen miedo. Por tanto, dirigen al Maestro una oración intensa, que cada uno de nosotros, dentro de su itinerario espiritual, siente como auténtica y sincera desde lo profundo del corazón: “Auméntanos la fe”. (v. 6). Los desafíos que Jesús lanza a nuestra fe débil son paradójicos y proverbiales: hasta arrancar de raíz la morera y plantarla en el mar (v. 6), o trasladar montañas (Mc 11,23). Porque todo es posible para el que cree (Mc 9,23).
Sin necesidad de esos signos extraordinarios, la vida del creyente se desarrolla en las situaciones concretas de cada día, con las dificultades diarias (v. 7) en el cumplimiento fiel y gratuito de las tareas de cada uno. Sin pretensiones, ni reivindicaciones o gratificaciones. Con la conciencia de que somos simplemente siervos, gente común, ordinaria, fiel en las cosas de cada día. Justamente, “pobres siervos” (v. 10), felices en poder servir, con una fidelidad capaz de llegar hasta el martirio. Dios mismo será feliz en hacerse el servidor de esos siervos, los hará sentar a la mesa y los servirá (Lc 12,37).
La fe es un don precioso de Dios que debemos reavivar, guardar e irradiar en el mundo, como recomienda S. Pablo a Timoteo (II lectura). Un don que hemos recibido gratuitamente del Padre de la Vida: lo podremos robustecer tan solo si lo compartimos. Porque “¡la fe se fortalece dándola!” (Juan Pablo II, Redemptoris Missio 2). El precioso don de la fe, que enriquece al creyente con abundantes bendiciones, exige claramente el homenaje de nuestra gratitud hacia Dios (cf. Sal 116,12). El compromiso misionero es la primera respuesta de nuestro agradecimiento, compartiendo nuestra fe, sosteniendo y promoviendo el trabajo misionero de la Iglesia para llevar por doquier la luz de la fe; empezando por nuestra familia con la educación de los niños en la fe y en la vida cristiana, e irradiando la fe también en las relaciones sociales entre amigos y colegas.
En el mes misionero de octubre, oremos a la Virgen María, especialmente con el rezo del Santo Rosario, oración popular que ayuda a revivir los misterios de la vida de Cristo y de María, en sintonía con los gozos, esperanzas y problemas misioneros en el mundo, y rogando al Señor que suscite buenas y numerosas vocaciones para su mies en el mundo entero.
Reconocer a Dios en nuestra historia
Fernando Armellini
Introducción
La Biblia no dice que Abrahán haya entrado en un santuario para rezar, pero aun así es considerado no sólo como el padre de los creyentes, sino también el modelo del hombre que ora. Es necesario creer para orar, para creer uno necesita rezar. Toda su vida está marcada por la oración; comenzó a seguir a Dios sólo después de que oyó la palabra del Señor; dio pasos luego de recibir de su Dios una indicación sobre el camino.
Su historia está marcada por un constante diálogo con el señor: “El Señor dijo a Abrán: Vete… Entonces Abrán partió” (Gén 12,1.4). “Abrán recibió en una visión la Palabra del Señor… Abrán contestó: Señor, ¿de qué me sirven tus dotes si soy estéril?” (Gen 15,1.2) “El Señor se apareció a Abrahán junto al encinar de Mambré” (Gen 18,1-3). “Dios puso a prueba a Abrahán… y Abrahán respondió: Aquí me tienes” (Gén 22,1). Este diálogo ha alimentado la fe de Abrahán; le preparó para aceptar la voluntad de Dios. Le hizo creer en su amor a pesar de las apariencias en lo contrario.
Muchos acontecimientos de nuestra vida son enigmáticos, incomprensibles, ilógicos y parecen dar la razón a quien duda si Dios está presente en nuestra vida y nos acompaña en nuestra historia. Es en estos momentos que nuestra fe se pone dura prueba y naturalmente clamamos y rogamos al Señor: “Escucha nuestra voz, atiende nuestro lamento”. Dios siempre escucha nuestra voz aunque es difícil para nosotros percibir su voz. ¡Haz que escuchemos tu voz, Señor! es la invocación que debemos dirigirle. Abre nuestros corazones, ayúdanos a renunciar a nuestros deseos, valores, planes y haz que aceptemos los tuyos. Esta es la fe que salva.
Primera Lectura: Habacuc 1,2-3; 2,2-4
¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me escuches? ¿Hasta cuándo gritaré ¡Violencia!, sin que me salves? 1,3: ¿Por qué me haces ver crímenes, me enseñas injusticias, me pones delante violencias y destrucción y surgen discordias y se alzan contiendas? 2,2: El Señor me respondió: –Escribe la visión, grábala en tablillas, de modo que se lea de corrido: 2,3: la visión tiene un plazo fijado, camina hacia la meta, no fallará; aunque tarde, espérala, que llegará sin retraso. 2,4: El ánimo soberbio fracasará; pero el justo, por su fidelidad, vivirá. – Palabra de Dios
Habacuc es un contemporáneo de Jeremías. Vivían en la misma situación social, política y religiosa. La iniquidad imperaba en el país. “Tensan las lenguas como arcos, dominan el país con la mentira y no con la verdad…. El hermano pone zancadillas… se estafan unos a otros y no dicen la verdad… fraude sobre fraude, engaño sobre engaño” (Jer 9,2-5). “Del primero al último sólo buscan enriquecerse, profetas y sacerdotes se dedican al fraude” (Jer 8,10).
El rey es tonto, incapaz, ama el lujo, explota a los trabajadores para construir su palacio, no protege la causa de los pobres y los miserables (Jer 22,13-17). Las injusticias, los abusos y las desviaciones son vistas por todos—¡esto es escandaloso! Dios no responde. Parece estar desinteresado por lo que sucede en la tierra. ¿Por qué no interviene? ¿Por qué no rescata a los oprimidos?
Atento, sensible, espiritualmente maduro, Jeremías y Habacuc tratan de entender lo que está pasando y no tienen miedos de abrir una disputa con Dios. Le preguntan por la razón por su silencio y de permanecer pasivo: “Aunque tú, Señor, tienes siempre la razón cuando discuto contigo, quiero proponerte un caso: ¿Por qué prosperan los malvados y viven en paz los traidores?” (Jer 12,1).
La gente quiere también una explicación y acuden a Habacuc para que consulte al Señor. Perturbado y confundido, esa misma noche el profeta permanece en oración y dirige a Dios las preguntas que figuran en la primera parte de la lectura de hoy: “¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me escuches? ¿Hasta cuándo te gritaré: ¡Violencia!, sin que me salves? ¿Por qué me haces ver crímenes, me enseñas injusticias, me pones delante violencias y destrucción y surgen discordias y se alzan contiendas?” (Hab 1,2-3).
¡La oración de Habacuc es magnífica! Tiene el valor de decirle al Señor que no concuerda con él, que Dios no entiende su tolerancia hacia los malvados; le recuerda sobre su actitud pasiva y su silencio; se atreve a pedir cuentas de la manera con que gobierna el mundo y los acontecimientos de la historia.
Después de haber expuesto sus quejas y las de la gente, el profeta se queda en silencio. Es el turno de Dios para responder. Es el Señor quien está llamado a justificar su trabajo. Habacuc espera como los centinelas que escrutan el horizonte lejano para capturar hasta el más mínimo movimiento. Espera una señal de que preludie un cambio (Hab 2,1).
La respuesta del Señor es inmediata y es la segunda parte de la lectura (Hab 2,2-4). Dios ordena a Habacuc: “Escribe la visión, grábala en tablillas, de modo que se lea de corrido” (v. 2). Esta es la promesa: en poco tiempo no pasará nada; no habrá ningún cambio inmediato. Un tiempo pasará antes de que llegue la liberación. “¡Ay del que acumula lo que no le pertenece… y amontona objetos empeñados… Ay del que mete en casa ganancias injustas” (vv. 6.9).
Es una respuesta sorprendente: Dios no da ninguna explicación; sólo pide confianza incondicional. Entiende las quejas del profeta y del pueblo; sabe que no entienden las razones de su tolerancia. Sin embargo, asegura que lo que hoy sucede aparecerá un día claramente para todos. Los inicuos—que al parecer prosperan—en realidad están sentando las bases de su ruina. Delante del justo, delante de uno que confía en el señor, se abrirán amplios horizontes de vida.
Segunda Lectura: 2 Timoteo 1,6-8.13-14
Querido hermano: Te recuerdo que avives el don de Dios que recibiste por la imposición de mis manos. 1,7: Porque el Espíritu que Dios nos ha dado no es un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, amor y templanza. 1,8: No te avergüences de dar testimonio de Dios, ni de mí, su prisionero; al contrario con la fuerza que Dios te da comparte conmigo los sufrimientos que es necesario padecer por la Buena Noticia. 1,13: Consérvate fiel a las enseñanzas que me escuchaste, con la fe y el amor de Cristo Jesús. 1,14: Y guarda el precioso depósito con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros. – Palabra de Dios
La segunda carta a Timoteo se dirige sobre todo a aquellos que, en la comunidad cristiana, tienen el ministerio de liderazgo. El pasaje comienza con una invitación a Timoteo: “Te recuerdo que avives el don de Dios que recibiste por la imposición de mis manos” (v. 6).
El ministerio al cual fue llamado: dar testimonio de la verdad—requiere fuerza y coraje. Timoteo, lamentablemente, es tímido y reservado, tanto así que Pablo recomendó un día a los Corintios que le hagan sentir a gusto (1 Cor 16,10); por esta razón le recuerda que el Espíritu es la fuente de fortaleza, amor y templanza, no de timidez (v. 7-8).
En la segunda parte de la lectura (vv. 13-14) el apóstol recomienda dos veces a Timoteo—e indirectamente a todos los ministros de la comunidad—a preservar íntegramente el depósito de la fe.
Al final del siglo primero existían falsos maestros que difundían doctrinas erróneas, extrañas y fantásticas, y comienzan a infiltrarse en las comunidades cristianas. La adhesión a dicha interpretación errónea del Evangelio trae a graves desviaciones teológicas y morales. Los líderes de la comunidad tienen que estar alertas para proteger a los fieles particularmente expuestos y tentados a adherirse a esta herejía que se avecina.
La recomendación de permanecer fiel a los principios de la fe no debe confundirse con inmovilidad espiritual. No es una invitación a cambiar la vida de la comunidad. La nueva interpretación y el estudio profundizado de la Biblia, las explicaciones que hacen más comprensible el evangelio a la gente de hoy no son desviaciones de la fe. Las nuevas formas litúrgicas, los nuevos textos del catecismo, no son la infidelidad a la tradición. El niño tiene que desarrollarse, crecer y convertirse en adulto. Sería un acto de violencia obligarle a permanecer siempre como niño. Así también debe crecer la palabra de Dios (Hech 12,24) y la fe debe madurar. La fidelidad al evangelio requiere una continua metamorfosis de la mente y el corazón.
Este cambio deseado, si es bajo la guía del Espíritu es una expresión y signo de vida.
Evangelio: Lucas 17,5-10
El pasaje del evangelio que nos propone este domingo es difícil. La primera parte donde habla de la fe (vv. 5-6) y la segunda, que habla de una desconcertante parábola (vv. 7-9) son bastante enigmáticas y plantean muchas preguntas. Lo mismo se puede decir del último versículo (v. 10) en el que incluso los más fieles discípulos son llamados “siervos inútiles”.
Empezamos con los prodigios que la fe, incluso tan pequeña como un grano de mostaza, es capaz de producir. Este dicho de Jesús es introducido por una petición de los discípulos: “Auméntanos nuestra fe”.
¿Es posible que la fe crezca? Algunos dicen: o crees o no crees. Una cosa o la otra. En este caso no se trata de más o menos. Esto sería cierto si la fe se redujese a la aprobación dada a un grupo de verdades.
En realidad, el creer no concierne sólo a la mente: implica una elección concreta, implica una confianza completa e incondicional en Cristo y adhesión convencida a su plan de vida. Por eso es fácil darse cuenta de que la fe puede crecer o disminuir. El camino del seguimiento del Maestro es a veces más rápido, otras menos, a veces uno se cansa, frena y se detiene.
La experiencia de una fe incierta y vacilante sucede todos los días: creemos en Jesús, pero no confiamos en él totalmente; no tenemos el coraje para llevar a cabo ciertos cosas, abandonar ciertos hábitos, hacer ciertas renuncias. En este caso tenemos una fe que debe fortalecerse.
La solicitud de los apóstoles revela la convicción que tienen; se han dado cuenta que la madurez espiritual no es un fruto de su esfuerzo y de su compromiso, sino que es un regalo de Dios. Por eso le pidieron a Jesús que los haga más convencidos y generosos en la elección de seguirlo.
Desde el contexto se intuye también la razón por la que se dirigen a Jesús con esta petición. Jesús les ha propuesto el difícil camino que les espera: tienen que entrar por la puerta estrecha (Lc 13,24), dispuestos a “odiar” padre y madre (Lc 14,26), renunciar a todos sus bienes (Lc 14:33) y— como está escrito en los versículos inmediatamente anteriores a nuestro texto—deben ser capaces de perdonar sin límites y sin condiciones (Lc 17,5-6). Ante tal panorama es comprensible que sientan la falta de fuerzas.
La tentación de cuestionar decisiones hechas y dar un paso atrás es grande. Probablemente pueden decir lo que muchos ya habían dicho y hecho: “Este discurso es bien duro ¿quién podrá escucharlo?” (Jn 6,60). Tienen miedo de no lograrlo y por tanto, les nace espontáneamente dentro la petición de ayuda: Auméntanos la fe.
En lugar de escucharlos, Jesús comienza a describir las maravillas que produce fe. Emplea una imagen muy extraña y paradójica para nuestra cultura: habla de un árbol—no se sabe bien si es una mora o un sicómoro—que podría ser milagrosamente desarraigado de la tierra. Jesús dice que la fe es capaz de realizar también lo imposible: desarraigar a un sicómoro o dejar crecer una mora en el mar.
Mateo y Marcos no hablan de un árbol sino de una montaña que puede ser movida con fe (Mt 17,29; Mc 11,23). Debió ser una imagen muy familiar y proverbial utilizada por Pablo (1 Cor 13,2). Sin embargo, el mensaje es el mismo y se puede resumir con las palabras pronunciadas por Jesús en otro contexto: “Todo es posible para quien cree” (Mc 9,23).
Surge espontáneamente una pregunta: ¿por qué nadie ha hecho tales milagros? Jesús no los hizo, tampoco María, ni Abrahán o los grandes santos. No lo han hecho—y no es difícil de entenderlo—porque Jesús estaba hablando de una manera hiperbólica.
Los milagros de los cuales habló Jesús son los cambios esperados en los creen. Son las transformaciones inexplicables, absolutamente imprevisibles que se verifican en la sociedad y en el mundo cuando realmente confiamos en la palabra del Evangelio y la ponemos en práctica.
Algunos ejemplos pueden darnos luz: ante el odio, rencores y prejuicios que caracterizan las relaciones entre los pueblos, ¿quién no ha pensado que es algo inevitable? ¿Quién no ha pensado que determinados conflictos familiares son irreconciliables? ¿Quién no ha estado convencido, al menos una vez, que las raíces de la enemistad son tan profundas que no cabría solución posible?
Para quien cree—dice Jesús—no existen situaciones irremediables. Los que confían en su palabra presenciarán milagros extraordinarios e inesperados; verán cumplido los cambios prodigiosos anunciados por los profetas: el desierto florecerá (Is 32,15) y convertirá su desierto en un edén (Is 51,3).
Esta afirmación es seguida por una parábola (vv. 7-9) que nos deja un poco amargados y desilusionados. No es fácil entender por qué Jesús habló de esta manera.
Cuenta de un esclavo que, después del duro trabajo del día, regresa a casa muy cansado y con la cara quemada por el sol. El maestro, en lugar de felicitarlo por el servicio hecho invitándolo a sentarse y comer un pedazo de pan, le habla con dureza: “Prepárame de comer, ponte el delantal y sírveme mientras como y bebo, después comerás y beberás tú”.
Puesto que el maestro representa a Dios y nosotros somos los sirvientes, tenemos algo de qué preocuparnos: ¿al final de nuestra vida seremos realmente recibidos de esta manera?
La parábola también sorprende porque algunos domingos atrás, oímos que Jesús habló de una manera muy diferente: “Bienaventurados aquellos siervos a los cuales el maestro a su regreso los encontrará despierto; les aseguro que él mismo recogerá su túnica, los hará sentarse a la mesa y les irá sirviendo” (Lc 12,37). ¡Algo estupendo!
La comparación utilizada en el pasaje de hoy no corresponde a nuestra sensibilidad actual; nos irrita. Tenemos que ponerla en el contexto cultural de la época, cuando el esclavo era considerado propiedad del dueño y no podía reclamar nada. Jesús no discute esta situación, la toma como un hecho. Un día Jesús establecerá los principios innovadores en los que se basará la nueva sociedad propuesta por él.
Tenemos que recordar lo que se les pidió a los discípulos durante la última cena: “Los reyes de las naciones paganas gobiernan sobre ellos como señores, y se hacen llamar benefactores. Ustedes no sean así, al contrario, el más importante entre ustedes compórtese como si fuera el último y el que manda como el que sirve. ¿Quién es mayor? ¿El que está a la mesa o el que sirve? ¿No lo es, acaso, el que está a la mesa? Pero yo estoy en medio de ustedes como el que sirve” (Lc 22,25-27).
Jesús no tiene intención de enfrentar el problema de la esclavitud. Hace uso de un ejemplo para transmitir su mensaje teológico. Quiere corregir la manera engañosa cómo los fariseos (de aquella época y hoy) entienden la relación con Dios.
Los guías espirituales de aquel momento predicaban la religión de méritos. Decían: al final de la vida, Dios premiará basado en el rendimiento de cada uno. Por eso es importante lograr el máximo número posible de buenas obras: oración, ayuno, limosna, sacrificios, prácticas religiosas y escrupulosa observancia de los mandamientos y preceptos. Para tener derecho a una recompensa mayor.
Esta manera de entender la relación con el Señor corresponde perfectamente a nuestra lógica. Creemos que es correcto pensar en un Dios así, pero no somos conscientes de que estamos razonando exactamente como los fariseos. El hombre—que es polvo y ceniza—no podrá reclamar ningún derecho ante Dios, de quien recibe todo gratuitamente.
Esta religión de méritos es perjudicial para quien la practica; establece falsos datos, marcados por un egoísmo sutil entre las personas y deforman la relación con Dios. No se aprecia realmente a la persona que hace el bien con un objetivo—no tan oculto—de acumuladas méritos ante Dios. Esa persona se pone en el centro de sus propios intereses, ayuda a las hermanos solo para mejorar su propia vida espiritual.
Jesús quiere que el discípulo deje de lado cualquier tipo de egoísmo, también el egoísmo espiritual. Quien ama de manera incondicional y gratuita como el Padre que está en el cielo entra en el Reino de Dios.
Los principales problemas provocados por la religión del mérito es reducir a Dios para que sea como un contador encargado de mantener los libros de cuentas en orden y firmar con precisión los débitos y los créditos de cada uno. La parábola quiere destruir esta imagen de Dios.
No nos gusta; incluso nos irrita porque también está arraigada la idea que al hacer el bien adquirimos méritos ante Dios. Es demasiado profundo como la raíz del sicómoro.
El versículo que concluye la lectura—ya muy difícil—se hace aún más difícil por algunas traducciones inexactas que hablan de “siervos inútiles”. Es mejor traducirlo: “Somos simples sirvientes, solamente hemos cumplido nuestro deber” (v. 10).
Jesús no pretende subestimar las buenas obras; no desprecia el trabajo de una persona ni asume una actitud de arrogancia hacia quien se compromete para hacer lo que es bueno. Más bien intenta liberar a los discípulos de una forma de egoísmo peligroso para ellos mismos y para los demás: la autorrealización por sí misma, demasiada preocupación por la salud, la exposición de una conducta impecable. Jesús quiere purificar los corazones de impulsos de imitación y de rivalidad espiritual.
No hay que competir para conseguir el favor y el amor de Dios: hay una abundancia de este amor para todos.
Jesús quiere que entiendan que el comportamiento del fariseo que muestra sus propios méritos es una tontería porque el bien no es el resultado de una persona, sino que es siempre y completamente un regalo gratuito de Dios. “¿Qué tienes que no hayas recibido?—dice Pablo —y si lo haz recibido, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido? Si lo has recibido, ¿por qué estás orgulloso de ello como si no lo has recibido?” (1 Cor 4,7).