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Meditaciones para el Jueves Santo

JUEVES SANTO – EN LA CENA DEL SEÑOR
Despedida inolvidable – José Antonio Pagola

También Jesús sabe que sus horas están contadas. Sin embargo no piensa en ocultarse o huir. Lo que hace es organizar una cena especial de despedida con sus amigos y amigas más cercanos. Es un momento grave y delicado para él y para sus discípulos: lo quiere vivir en toda su hondura. Es una decisión pensada.

Consciente de la inminencia de su muerte, necesita compartir con los suyos su confianza total en el Padre incluso en esta hora. Los quiere preparar para un golpe tan duro; su ejecución no les tiene que hundir en la tristeza o la desesperación. Tienen que compartir juntos los interrogantes que se despiertan en todos ellos: ¿qué va a ser del reino de Dios sin Jesús? ¿Qué deben hacer sus seguidores? ¿Dónde van a alimentar en adelante su esperanza en la venida del reino de Dios?

Al parecer, no se trata de una cena pascual. Es cierto que algunas fuentes indican que Jesús quiso celebrar con sus discípulos la cena de Pascua o séder, en la que los judíos conmemoran la liberación de la esclavitud egipcia. Sin embargo, al describir el banquete, no se hace una sola alusión a la liturgia de la Pascua, nada se dice del cordero pascual ni de las hierbas amargas que se comen esa noche, no se recuerda ritualmente la salida de Egipto, tal como estaba prescrito.

Por otra parte es impensable que esa misma noche en la que todas las familias estaban celebrando la cena más importante del calendario judío, los sumos sacerdotes y sus ayudantes lo dejaran todo para ocuparse de la detención de Jesús y organizar una reunión nocturna con el fin de ir concretando las acusaciones más graves contra él. Parece más verosímil la información de otra fuente que sitúa la cena de Jesús antes de la fiesta de Pascua, pues nos dice que Jesús es ejecutado el 14 de nisán, la víspera de Pascua. Así pues, no parece posible establecer con seguridad el carácter pascual de la última cena. Probablemente, Jesús peregrinó hasta Jerusalén para celebrar la Pascua con sus discípulos, pero no pudo llevar a cabo su deseo, pues fue detenido y ajusticiado antes de que llegara esa noche. Sin embargo sí le dio tiempo para celebrar una cena de despedida.

En cualquier caso, no es una comida ordinaria, sino una cena solemne, la última de tantas otras que habían celebrado por las aldeas de Galilea. Bebieron vino, como se hacía en las grandes ocasiones; cenaron recostados para tener una sobremesa tranquila, no sentados, como lo hacían cada día.

Probablemente no es una cena de Pascua, pero en el ambiente se respira ya la excitación de las fiestas pascuales. Los peregrinos hacen sus últimos preparativos: adquieren pan ázimo y compran su cordero pascual. Todos buscan un lugar en los albergues o en los patios y terrazas de las casas. También el grupo de Jesús busca un lugar tranquilo. Esa noche Jesús no se retira a Betania como los días anteriores. Se queda en Jerusalén. Su despedida ha de celebrarse en la ciudad santa. Los relatos dicen que celebró la cena con los Doce, pero no hemos de excluir la presencia de otros discípulos y discípulas que han venido con él en peregrinación. Sería muy extraño que, en contra de su costumbre de compartir su mesa con toda clase de gentes, incluso pecadores, Jesús adoptara de pronto una actitud tan selectiva y restringida.

¿Podemos saber qué se vivió realmente en esa cena?

Jesús vivía las comidas y cenas que hacía en Galilea como símbolo y anticipación del banquete final en el reino de Dios. Todos conocen esas comidas animadas por la fe de Jesús en el reino definitivo del Padre.

Es uno de sus rasgos característicos mientras recorre las aldeas. También esta noche, aquella cena le hace pensar en el banquete final del reino. Dos sentimientos embargan a Jesús. Primero, la certeza de su muerte inminente; no lo puede evitar: aquella es la última copa que va a compartir con los suyos; todos lo saben: no hay que hacerse ilusiones. Al mismo tiempo, su confianza inquebrantable en el reino de Dios, al que ha dedicado su vida entera. Habla con claridad: «Os aseguro: ya no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que lo beba, nuevo, en el reino de Dios». La muerte está próxima. Jerusalén no quiere

responder a su llamada. Su actividad como profeta y portador del reino de Dios va a ser violentamente truncada, pero su ejecución no va a impedir la llegada del reino de Dios que ha estado anunciando a todos. Jesús mantiene inalterable su fe en esa intervención salvadora de Dios. Está seguro de la validez de su mensaje. Su muerte no ha de destruir la esperanza de nadie. Dios no se echará atrás. Un día Jesús se sentará a la mesa para celebrar, con una copa en sus manos, el banquete eterno de Dios con sus hijos e hijas. Beberán un vino «nuevo» y compartirán juntos la fiesta final del Padre. La cena de esta noche es un símbolo.

Movido por esta convicción, Jesús se dispone a animar la cena contagiando a sus discípulos su esperanza.

Comienza la comida siguiendo la costumbre judía: se pone en pie, toma en sus manos pan y pronuncia, en nombre de todos, una bendición a Dios, a la que todos responden diciendo «amén». Luego rompe el pan y va distribuyendo un trozo a cada uno. Todos conocen aquel gesto. Probablemente se lo han visto hacer a Jesús en más de una ocasión. Saben lo que significa aquel rito del que preside la mesa: al obsequiarles con este trozo de pan, Jesús les hace llegar la bendición de Dios. ¡Cómo les impresionaba cuando se lo daba a los pecadores, recaudadores y prostitutas! Al recibir aquel pan, todos se sentían unidos entre sí y

con Dios. Pero aquella noche, Jesús añade unas palabras que le dan un contenido nuevo e insólito a su gesto. Mientras les distribuye el pan les va diciendo estas palabras: «Esto es mi cuerpo. Yo soy este pan. Vedme en estos trozos entregándome hasta el final, para haceros llegar la bendición del reino de Dios».

¿Qué sintieron aquellos hombres y mujeres cuando escucharon por vez primera estas palabras de Jesús?

Les sorprende mucho más lo que hace al acabar la cena. Todos conocen el rito que se acostumbra. Hacia el final de la comida, el que presidía la mesa, permaneciendo sentado, cogía en su mano derecha una copa de vino, la mantenía a un palmo de altura sobre la mesa y pronunciaba sobre ella una oración de acción de gracias por la comida, a la que todos respondían «amén». A continuación bebía de su copa, lo cual servía de señal a los demás para que cada uno bebiera de la suya. Sin embargo, aquella noche Jesús cambia el rito e invita a sus discípulos y discípulas a que todos beban de una única copa: ¡la suya! Todos comparten esa «copa de salvación» bendecida por Jesús. En esa copa que se va pasando y ofreciendo a todos, Jesús ve algo «nuevo» y peculiar que quiere explicar: «Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre. Mi muerte abrirá un futuro nuevo para vosotros y para todos». Jesús no piensa solo en sus discípulos más cercanos.

En este momento decisivo y crucial, el horizonte de su mirada se hace universal: la nueva Alianza, el reino definitivo de Dios será para muchos, «para todos» .

Con estos gestos proféticos de la entrega del pan y del vino, compartidos por todos, Jesús convierte aquella cena de despedida en una gran acción sacramental, la más importante de su vida, la que mejor resume su servicio al reino de Dios, la que quiere dejar grabada para siempre en sus seguidores. Quiere que sigan vinculados a él y que alimenten en él su esperanza. Que lo recuerden siempre entregado a su servicio. Seguirá siendo «el que sirve», el que ha ofrecido su vida y su muerte por ellos, el servidor de todos. Así está ahora en medio de ellos en aquella cena y así quiere que lo recuerden siempre. El pan y la copa de vino les evocará antes que nada la fiesta final del reino de Dios; la entrega de ese pan a cada uno y la participación en la misma copa les traerá a la memoria la entrega total de Jesús. «Por vosotros»: estas palabras resumen bien lo que ha sido su vida al servicio de los pobres, los enfermos, los pecadores, los despreciados, las oprimidas, todos los necesitados… Estas palabras expresan lo que va a ser ahora su muerte: se ha «desvivido» por ofrecer a todos, en nombre de Dios, acogida, curación, esperanza y perdón.

Ahora entrega su vida hasta la muerte ofreciendo a todos la salvación del Padre.

Así fue la despedida de Jesús, que quedó grabada para siempre en las comunidades cristianas. Sus seguidores no quedarán huérfanos; la comunión con él no quedará rota por su muerte; se mantendrá hasta que un día beban todos juntos la copa de «vino nuevo» en el reino de Dios. No sentirán el vacío de su ausencia: repitiendo aquella cena podrán alimentarse de su recuerdo y su presencia. Él estará con los suyos sosteniendo su esperanza; ellos prolongarán y reproducirán su servicio al reino de Dios hasta el reencuentro final. De manera germinal, Jesús está diseñando en su despedida las líneas maestras de su movimiento de seguidores: una comunidad alimentada por él mismo y dedicada totalmente a abrir caminos al reino de Dios, en una actitud de servicio humilde y fraterno, con la esperanza puesta en el reencuentro de la fiesta final.

¿Hace además Jesús un nuevo signo invitando a sus discípulos al servicio fraterno? El evangelio de Juan dice que, en un momento determinado de la cena, se levantó de la mesa y «se puso a lavar los pies de los discípulos». Según el relato, lo hizo para dar ejemplo a todos y hacerles saber que sus seguidores deberían vivir en actitud de servicio mutuo: «Lavándoos los pies unos a otros». La escena es probablemente una creación del evangelista, pero recoge de manera admirable el pensamiento de Jesús. El gesto es insólito.

En una sociedad donde está tan perfectamente determinado el rol de las personas y los grupos, es impensable que el comensal de una comida festiva, y menos aún el que preside la mesa, se ponga a realizar esta tarea humilde reservada a siervos y esclavos. Según el relato, Jesús deja su puesto y, como un esclavo, comienza a lavar los pies a los discípulos. Difícilmente se puede trazar una imagen más expresiva de lo que ha sido su vida, y de lo que quiere dejar grabado para siempre en sus seguidores. Lo ha repetido muchas veces: «El que quiera ser grande entre vosotros, será vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos». Jesús lo expresa ahora plásticamente en esta escena: limpiando los pies a sus discípulos está actuando como siervo y esclavo de todos; dentro de unas horas morirá crucificado, un castigo reservado sobre todo a esclavos.


Meditación para el Jueves Santo
Joseph Ratzinger

La Pascua judía era y sigue siendo una fiesta familiar. No se celebraba en el templo, sino  en la casa. Ya en el Éxodo, en el relato de la noche oscura en que tiene lugar el paso del  ángel del Señor, aparece la casa como lugar de salvación, como refugio. Por otra parte, la  noche de Egipto es imagen de las fuerzas de la muerte, de la destrucción y del caos, que  surgen siempre de las profundidades del mundo y del hombre y amenazan con destruir la  creación «buena» y con transformar el mundo en desierto, en lugar inhabitable. En esta  situación, la casa y la familia ofrecen protección y abrigo; en otras palabras: el mundo ha de  ser continuamente defendido contra el caos; la creación ha de ser siempre amparada y  reconstruida.

En el calendario de los nómadas, de los cuales heredó Israel la fiesta pascual, la Pascua  era el primer día del año, el día en que Israel había de ser nuevamente defendido contra la  amenaza de la nada. La casa y la familia son como el valle en que la vida se halla protegida,  el lugar de la seguridad y de la paz; la paz del habitar juntos, que permite vivir y guarda la  creación. También en tiempos de Jesús se celebraba la Pascua en las casas, en las familias,  luego de la inmolación de los corderos en el templo. Estaba prohibido abandonar la ciudad  de Jerusalén en la noche de Pascua. Toda la ciudad se consideraba lugar de salvación  contra la noche del caos, y sus muros eran como diques que defendieran la creación.

Todos los años, por Pascua, Israel debía acudir en peregrinación a la ciudad santa, para  volver a sus orígenes, para ser creado de nuevo, para recibir otra vez su salvación, su  liberación y fundamento. Hay aquí una profunda sabiduría. A lo largo de un año, un pueblo  se halla siempre en peligro de disgregarse, no sólo exteriormente, sino también desde  dentro, y de perder así las bases interiores que lo sustentan y rigen. Tiene necesidad de  volver a sus antiguos fundamentos. La Pascua representaba este retorno anual de Israel,  desde los peligros de aquel caos que amenaza a todo pueblo a aquello que antaño lo había  fundado y que continuaba edificándolo en todo momento, a su ininterrumpida defensa y a la  nueva creación de sus orígenes. Y puesto que Israel sabía que sobre él brillaba la estrella  de la elección, era también consciente de que su buena o malaventura traería  consecuencias para el mundo entero, que en su existencia o en su fracaso se jugaba el  destino de la tierra y de la creación.

También Jesús celebró la Pascua conformándose al espíritu de esta prescripción: en  casa, con su familia, con los apóstoles, que se habían convertido en su nueva familia.  Obrando de este modo, obedecía también a un precepto entonces vigente, según el cual los  judíos que acudían a Jerusalén podían establecer asociaciones de peregrinos, llamadas  chaburot, que por aquella noche constituían la casa y la familia de la Pascua. Y es así  como la Pascua ha venido a ser también una fiesta de los cristianos. Nosotros somos la  chaburah de Jesús, su familia, la que el fundó con sus compañeros de peregrinación, con  los amigos que con él recorren el camino del Evangelio a través de la tierra y de la historia. 

Como compañeros suyos de peregrinación, nosotros somos su casa, y de esta suerte la  Iglesia es la nueva familia y la nueva ciudad que es para nosotros lo que fue Jerusalén, casa  viviente que aleja las fuerzas del mal y lugar de paz que protege a la creación y a nosotros  mismos. La Iglesia es la nueva ciudad en cuanto familia de Jesús; es la Jerusalén viviente,  cuya fe es barrera y muralla contra las fuerzas amenazantes del caos, que se confabulan  para destruir el mundo. Sus murallas se hacen fuertes en virtud del signo de la sangre de  Cristo, es decir, en virtud del amor que llega hasta el fin y que no conoce límites. Este amor  es la potencia que lucha contra el caos; es la fuerza creadora que funda continuamente al  mundo, los pueblos y las familias, y de este modo nos ofrece el shalom, el lugar de la paz,  en el que podemos vivir el uno con el otro, el uno para el otro, el uno proyectado hacia el  otro.

Pienso que, sobre todo en  nuestro tiempo, existen sobradas razones para reflexionar de nuevo sobre tales analogías y  referencias, y para dejar que ellas nos hablen. Porque no podemos menos de ver la fuerza  del caos; no podemos menos de ver cómo surgen, precisamente en el seno de una  sociedad desarrollada que parece saberlo y poderlo todo, las fuerzas primordiales del caos  que se oponen a lo que esa sociedad define como progreso. Vemos cómo un pueblo que ha  llegado a la cúspide del bienestar, de la capacidad técnica y del dominio científico del  mundo, puede ser destruido desde dentro, y cómo la creación es amenazada por las  oscuras potencias que anidan en el corazón del hombre y cuya sombra se cierne sobre el  mundo.

Sabemos por experiencia que la técnica y el dinero no pueden por sí solos alejar la  capacidad destructiva del caos. Únicamente pueden hacerlo las murallas auténticas que el  Señor nos ha construido y la nueva familia que nos ha dado. Y yo pienso que, por este  motivo, la fiesta pascual, que nosotros hemos recibido de los nómadas a través de Israel y  de Cristo, tiene también una importancia política eminente en el más profundo de los  sentidos. Nuestros pueblos de Europa tienen necesidad de volver a sus fundamentos  espirituales si no quieren perecer, víctimas de la autodestrucción.

Esta fiesta debería volver a ser hoy una fiesta de la familia, que es el auténtico  dique puesto para defensa de la nación y de la humanidad. Quiera Dios que alcancemos a  comprender de nuevo esta admonición, de suerte que renovemos la celebración de la  familia como casa viviente, donde la humanidad crece y se vence al caos y la nada. Pero  debemos añadir que la familia, este lugar de la humanidad, este abrigo de la criatura,  únicamente puede subsistir cuando ella misma se halla puesta bajo el signo del Cordero,  cuando es protegida por la fuerza de la fe y congregada por el amor de Jesucristo. La familia  aislada no puede sobrevivir; se disuelve sin remedio si no se inserta en la gran familia, que  le da estabilidad y firmeza. Por esta razón, ésta ha de ser la noche en la que rehacemos el  camino que conduce a la nueva ciudad, a la nueva familia, a la Iglesia; la noche en que de  nuevo nos adherimos a ella con el más firme de los vínculos, como a la patria del corazón.  En esta noche deberíamos aprender de esta familia de Jesucristo a conocer mejor a la  familia humana y a la humanidad que ha de guiarnos y protegernos.

Se nos ofrece otra reflexión. Israel heredó esta fiesta del culto y de la cultura de los  nómadas. Celebraban éstos la fiesta de la primavera el día en que iniciaban una nueva  migración con sus rebaños. Lo primero que se hacía era trazar con sangre de cordero un  círculo en torno a las tiendas. Con este gesto trataban de defenderse seguramente contra  las fuerzas de la muerte, a las que deberían enfrentarse en no pocas ocasiones en el  mundo desconocido del desierto. La ceremonia se llevaba a cabo con las vestimentas del peregrino en el momento de la partida, con la comida de los nómadas, el cordero, las  hierbas amargas, que sustituían a la sal, y con el pan sin levadura. Israel ha heredado de sus tiempos de nomadismo estos elementos fundamentales en la celebración tradicional de la fiesta, y la Pascua le ha recordado siempre el tiempo en que era un pueblo sin hogar, un pueblo en camino y sin patria. Esta fiesta le ha traído siempre a la memoria que, aun cuando  tenemos casa, seguimos siendo nómadas; como hombres que somos, nunca nos hallamos  definitivamente en casa, estamos siempre con el pie en el estribo. Y pues vamos de camino  y nada nos pertenece, todo cuanto poseemos es de todos y nosotros mismos somos el uno  para el otro. La Iglesia primitiva tradujo la palabra Pascha como «paso», y expresó de este  modo el camino de Jesucristo a través de la muerte hasta la nueva vida de la Resurrección. 

CR/PEREGRINO: Por este motivo, la Pascua ha sido siempre, y sigue siendo hoy para  nosotros, fiesta de la peregrinación; también a nosotros nos dice: somos únicamente  huéspedes en la tierra; todos somos huéspedes de Dios. Por eso nos exhorta a sentirnos  hermanos de aquellos que son huéspedes, pues nosotros mismos no somos otra cosa que  huéspedes. Somos tan sólo huéspedes en la tierra; el Señor, que se hizo él mismo huésped  y nómada, nos pide que nos abramos a todos aquellos que en este mundo han perdido la  patria; espera de nosotros que nos pongamos a disposición de los que sufren, de los  olvidados, de los encarcelados, de los perseguidos. El está presente en todos ellos. En la  ley de Israel, cuando se dan normas para el tiempo en que el pueblo se establezca  definitivamente en la tierra prometida, se insiste en prescribir que los peregrinos sean  tratados igual que todos; y al hacerlo, se acude siempre a las palabras: «¡Recuerda que tú  mismo fuiste nómada y peregrino!» Somos nómadas y peregrinos. Este es el punto de vista  desde el que debemos entender la tierra, nuestra vida misma, el ser el uno para el otro. 

Estamos tan sólo de paso en la tierra, y esto nos hace recordar nuestra más secreta y  profunda condición de peregrinos; nos hace recordar que la tierra no es nuestra meta  definitiva, que estamos en camino hacia el mundo nuevo, y que las cosas de la tierra no  constituyen la realidad última y definitiva. Apenas nos atrevemos a decirlo, porque se nos  echa en cara que los cristianos no se han preocupado nunca de las cosas terrenas, que no  se han entregado en serio a edificar la ciudad nueva de este mundo, siempre con el pretexto  de que tenían en el otro su morada. Nada de esto es verdad. Quien se zambulle en el  mundo, aquel que ve en la tierra el único cielo, hace de la tierra un infierno, porque la fuerza  a ser lo que no puede ser, porque quiere poseer en ella la realidad definitiva, y de esta  suerte exige algo que le enfrenta consigo mismo, con la verdad y con los demás. 

No; nos hacemos libres, libres de la codicia de poseer, justamente cuando  tomamos conciencia de nuestro ser nómadas; es entonces cuando nos hacemos libres los  unos para los otros, y es entonces también cuando se nos confía la responsabilidad de  transformar la tierra, hasta que podamos un día depositarla en las manos de Dios. Por esta  razón, esta noche del tránsito, que nos recuerda el último y definitivo trayecto del Señor, ha  de ser para nosotros exhortación constante a recordar nuestro último viaje y a no echar en  olvido que un día debemos abandonar todo cuanto poseemos, y que, al final de la vida, lo  que de veras cuenta no es lo que tenemos, sino únicamente lo que somos; que, a lo último,  deberemos responder sobre cómo -fundados en la fe- hemos sido personas en este mundo,  personas que se han dado recíprocamente la paz, la patria, la familia y la nueva ciudad. 

La Pascua se celebraba en casa. Así lo hizo también Jesús. Pero después de la comida, él  se levantó y salió fuera, rebasó los límites establecidos por la ley, porque pasó al otro lado  del torrente Cedrón, que señalaba los confines de Jerusalén. No tuvo miedo del caos, no  quiso esquivarlo, se adentró en él hasta lo más profundo, hasta las fauces mismas de la  muerte. Jesús salió, y esto significa que, pues las murallas de la Iglesia son la fe y el amor  de Jesucristo, la Iglesia no es plaza fortificada, sino ciudad abierta; y, en consecuencia,  creer significa salir también con Jesucristo, no temer el caos, porque Jesús es el más fuerte,  porque él penetró en ese caos, y nosotros, al afrontarlo, le seguimos a «él». Creer significa  salir fuera de los muros y, en medio de este mundo caótico crear espacios de fe y de amor,  fundados en la fuerza de Jesucristo. El Señor salió fuera: éste es el signo de su fuerza. Bajó  a la noche de Getsemaní, a la noche de la cruz, a la noche del sepulcro. Y pudo bajar  porque, frente al poder de la muerte, él es el más fuerte; porque su amor lleva en sí el amor  de Dios, que es más poderoso que las fuerzas de la destrucción. Su victoria, por tanto, se  hace real justamente en este salir, en el camino de la Pasión, de suerte que, en el misterio  de Getsemaní, se halla ya presente el misterio del gozo pascual. El es el  más fuerte; no hay potencia que pueda resistírsele ni lugar que él no llene con su presencia.  Nos invita a todos a emprender el camino con él, pues donde hay fe y amor, allí está él, allí  la fuerza de la paz, que vence la nada y la muerte.

Al finalizar la liturgia del Jueves Santo, la Iglesia imita el camino de Jesús trasladando al  Santísimo desde el tabernáculo a una capilla lateral, que representa la soledad de  Getsemaní, la soledad de la mortal angustia de Jesús. En esta capilla rezan los fieles;  quieren acompañar a Jesús en la hora de su soledad. Este camino del Jueves Santo no ha  de quedar en mero gesto y signo litúrgico. Ha de comprometernos a vivir desde dentro su  soledad, a buscarle siempre, a él, que es el olvidado, el escarnecido, y a permanecer a su  lado allí donde los hombres se niegan a reconocerle. Este camino litúrgico nos exhorta a  buscar la soledad de la oración. Y nos invita también a buscarle entre aquellos que están  solos, de los cuales nadie se preocupa, y renovar con él, en medio de las tinieblas, la luz de  la vida, que «él» mismo es. Porque es su camino el que ha hecho posible que en este  mundo se levante el nuevo día, la vida de la Resurrección, que ya no conoce la noche. En la  fe cristiana alcanzamos esta promesa.

Pidamos a Jesús en esta Cuaresma que haga resplandecer su luz por encima de todas las  oscuridades de este mundo; que nos haga entender, también a nosotros, que él permanece  siempre a nuestro lado en la hora de la soledad y el vacío, en la noche de este mundo, y  que así edifica, por nuestro medio, la nueva ciudad de este mundo, el lugar de su paz, de la  nueva creación.

El lavatorio de los pies 

En esta meditación quisiera interpretar un aspecto de la visión del misterio pascual que  hallamos en el Evangelio de Juan. Muchos exegetas actuales se hallan de acuerdo en que el Evangelio de Juan se divide en  dos partes:
a) un libro de los signos: c.2-12; 
b) un libro de la gloria: c.13-21.

En esta distribución, sin duda, se acentúa con fuerza el misterio de los tres días, el  misterio pascual. Los signos anuncian e interpretan anticipadamente la realidad de estos  días, cuyo contenido principal se indica con la palabra «gloria».

1. En esta estructura, el capítulo 13 tiene una importancia particular. La primera parte del  mismo expone, a través del gesto simbólico del lavatorio de los pies, el significado de la vida  y de la muerte de Jesús. En esta visión desaparece la frontera entre la vida y la muerte del  Señor, las cuales se presentan como un acto único, en el que Jesús, el Hijo, lava los pies  sucios del hombre. El Señor acepta y realiza el servicio del esclavo, lleva a cabo el trabajo  más humilde, el más bajo quehacer del mundo, a fin de hacernos dignos de sentarnos a la  mesa, de abrirnos a la comunicación entre nosotros y con Dios, para habituarnos al culto, a  la familiaridad con Dios.

El lavatorio de los pies representa para Juan aquello que constituye el sentido de la vida  entera de Jesús: el levantarse de la mesa, el despojarse de las vestiduras de gloria, el  inclinarse hacia nosotros en el misterio del perdón, el servicio de la vida y de la muerte  humanas. La vida y la muerte de Jesús no están la una al lado de la otra; únicamente en la  muerte de Jesús se manifiesta la sustancia y el verdadero contenido de su vida. Vida y  muerte se hacen transparentes y revelan el acto de amor que llega hasta el extremo, un  amor infinito, que es el único lavatorio verdadero del hombre, el único lavatorio capaz de  prepararle para la comunión con Dios, es decir, capaz de hacerle libre. El contenido del  relato del lavatorio de los pies puede, por tanto, resumirse del modo siguiente:  compenetrarse, incluso por el camino del sufrimiento, con el acto divino-humano del amor,  que por su misma esencia es purificación, es decir, liberación del hombre. Esta visión que nos ofrece San Juan contiene, además, algunos aspectos  complementarios:

a) Si las cosas son así, la única condición de la salvación es el «sí» al amor de Dios, que  se hace posible en Jesús. Esta afirmación no expresa en modo alguno una idea de  apokatástasis general, que caería en el error de hacer de Dios una especie de mago y  que destruiría la responsabilidad y la dignidad del hombre. El hombre es capaz de rechazar  el amor liberador; el Evangelio nos muestra dos tipos de un rechazo semejante. El primero  es el de Judas. Judas representa al hombre que no quiere ser amado, al hombre que  piensa sólo en poseer, que vive únicamente para las cosas materiales. Por esta razón, San  Pablo dice que la avaricia es idolatría (Col 3,5), y Jesús nos enseña que no es posible  servir a dos señores. El servicio de Dios y el de las riquezas se excluyen entre sí; el camello  no pasa por el hondón de la aguja (Mc 10,25).

b) Pero hay otro tipo de rechazo de Dios; además del rechazo del materialista, se da  también el del hombre religioso, representado aquí por Pedro. Existe el peligro que San  Pablo llamó «judaísmo» y que es duramente criticado en las cartas paulinas; consiste este  peligro en que el «devoto» no quiera aceptar la realidad, es decir, no quiera aceptar que  también él tiene necesidad del perdón, que también sus pies están sucios. El peligro que  corre el devoto consiste en pensar que no tiene necesidad alguna de la bondad de Dios, en  no aceptar la gracia; es el riesgo a que se halla expuesto el hijo mayor en la parábola del  hijo pródigo, el riesgo de los obreros de la primera hora (Mt 20,1-16), el peligro de aquellos  que murmuran y sienten envidia porque Dios es bueno. Desde esta perspectiva, ser cristiano significa dejarse lavar los pies o, en otras palabras,  creer.

2. Vemos así que, a través de la escena del lavatorio de los pies, el evangelista interpreta  no sólo la cristología y la soteriología, sino también la antropología cristiana. Para ilustrar esta afirmación quisiera esbozar ahora tres puntos:

a) Además de la vida y de la muerte de Jesús, esta visión comprende también los  sacramentos del bautismo y de la penitencia, que nos sumergen en las aguas del amor de  Jesús: la vida y la muerte de Jesús, el bautismo y la penitencia, constituyen juntamente el  lavatorio divino, que nos abre el camino de la libertad y nos permite acceder a la mesa de la  vida.

b) En esta escena se interpreta también el contenido espiritual del bautismo: el «sí»  constante al amor, la fe como acto central de la vida del espíritu. c) De estos dos puntos se desprende una eclesiología y una ética cristianas. Aceptar el  lavatorio de los pies significa tomar parte en la acción del Señor, compartirla nosotros  mismos, dejarnos identificar con este acto. Aceptar esta tarea quiere decir: continuar el  lavatorio, lavar con Cristo los pies sucios del mundo. Jesús dice: «Si yo, pues, os he lavado  los pies, siendo vuestro Señor y Maestro, también habéis de lavaros vosotros los pies unos  a otros» (13,14). Estas palabras no son una simple aplicación moral del hecho dogmático,  sino que pertenecen al centro cristológico mismo. El amor se recibe únicamente amando. 

Según el Evangelio de Juan, el amor fraterno se halla entrañado en el amor trinitario. Este  es el «mandato nuevo, no en el sentido de un mandamiento exterior, sino como estructura  íntima de la esencia cristiana. En este contexto, no carece de interés poner de relieve que  San Juan no habla nunca de un amor universal entre todos los hombres, sino únicamente  del amor que ha de vivirse en el interior de la comunidad de los hermanos, es decir, de los  bautizados. Jn/A-H: No faltan teólogos modernos que critican esta posición de San Juan y  hablan de una limitación inaceptable del cristianismo, de una pérdida de universalidad. Es  cierto que existe aquí un peligro y que se hace necesario acudir a textos complementarios,  como la parábola del samaritano y la del juicio final. A-H/C:Pero, entendido en el  contexto de todo el Nuevo Testamento, en su indivisible unidad, Juan expresa una verdad  muy importante: el amor en abstracto nunca tendrá fuerza en el mundo si no hunde sus  raíces en comunidades concretas, construidas sobre el amor fraterno. La civilización del  amor sólo se construye partiendo de pequeñas comunidades fraternas. Hay que empezar  por lo concreto y singular para llegar a lo universal. La construcción de espacios de  fraternidad no es hoy menos importante que en tiempos de San Juan o de San Benito. Con  la fundación de la fraternidad de los monjes, San Benito se nos revela como el verdadero  arquitecto de la Europa cristiana; él fue quien construyó los modelos de la nueva ciudad,  inspirados en la fraternidad de la fe.

Volviendo al Evangelio, podemos afirmar que el relato del lavatorio de los pies tiene un  contenido muy concreto: la estructura sacramental implica la estructura eclesial, la  estructura de la fraternidad. Esta estructura significa que los cristianos han de estar siempre  dispuestos a hacerse esclavos los unos de los otros, y que únicamente de este modo  podrán realizar la revolución cristiana y construir la nueva ciudad.

3. Quisiera añadir a esta meditación dos exégesis de San Agustín a propósito del lavatorio  de los pies; con estas interpretaciones, el Obispo de Hipona explica la tensión de su vida  entre contemplación y servicio cotidiano.

a) En una primera consideración, san Agustín reflexiona sobre estas palabras del  Señor: “Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está  limpio» (/Jn/13/10). El Santo se pregunta qué quiere decir: si uno se ha bañado, es decir,  bautizado, todo él está limpio; ¿por qué y en qué sentido tiene necesidad de lavarse los  pies? ¿Qué puede significar este lavatorio de los pies, siempre necesario después de  haberse bañado, después del bautismo? Así responde el Santo Doctor: sin duda, el  bautismo nos ha limpiado enteramente, incluso los pies. Estamos «limpios»; pero, mientras  vivimos aquí abajo, nuestros pies pisan la tierra de este mundo. «Pues los mismos afectos  humanos, sin los cuales no hay vida en esta nuestra condición mortal, son como los pies,  con los cuales entramos en contacto con las realidades humanas; y estas realidades nos  alcanzan de tal manera, que si dijéramos que estamos libres de pecado nos engañaríamos a  nosotros mismos» (AUGUSTINUS, Tract. in Johan, LVI 4; C. Chr. XXXVI 468). Pero el Señor  está en presencia de Dios y, en virtud de su intercesión, nos lava los pies día tras día en el  momento en que nuestros labios pronuncian la oración: perdona nuestras deudas. Todos  los días, cuando rezamos el Padrenuestro, el Señor se inclina hacia nosotros, toma una  toalla y nos lava los pies.

b) San Agustín reflexiona inmediatamente después sobre otro texto de la Escritura,  tomado del Cantar de los Cantares, en el que encuentra unos versículos -a primera vista  enigmáticos, según él- sobre el tema del lavatorio de los pies. En el capítulo 5 del Cantar  hallamos la siguiente escena: la esposa se encuentra en el lecho y duerme, pero su corazón  vela. De pronto, un rumor la despierta; el amado llama: «¡Abreme, hermana mía!» La  esposa se resiste: «Ya me he quitado la túnica. ¿Cómo volver a vestirme? Ya me he lavado  los pies. ¿Cómo volver a ensuciarlos?» 

Aquí comienza la reflexión del Santo Doctor. El amado que llama a la puerta de la esposa  es Cristo, el Señor. La esposa es la Iglesia, son las almas que aman al Señor. Pero -dice  San Agustín- ¿cómo pueden ensuciarse los pies si salen al encuentro del Señor, si van a  abrirle la puerta? ¿Cómo podría ensuciarnos los pies el camino que conduce a Cristo, el  camino que lava nuestros pies? Ante semejante paradoja, San Agustín descubre algo  decisivo para su vida de pastor, para resolver el dilema entre su deseo de oración, de  silencio, de intimidad con Dios y las exigencias del trabajo administrativo, de las reuniones,  de la vida pastoral. El obispo dice: la esposa que se resiste a abrir son los contemplativos  que buscan el retiro perfecto, se apartan por completo del mundo y quieren vivir  exclusivamente para la belleza de la verdad y de la fe, dejando que el mundo siga su  camino. Pero llega Cristo, resuenan sus pasos, despierta al alma, llama a la puerta y dice:  «Tu vives entregada a la contemplación, pero me cierras la puerta. Tú buscas la felicidad  para unos pocos, mientras fuera crece la iniquidad y el amor de la multitud se enfría…»  Llama, pues, el Señor para sacar de su reposo a los santos ociosos y grita: «Aperi mihi,  aperi mihi et praedica me!» A decir verdad, cuando abrimos las puertas, cuando acudimos al  trabajo apostólico, nos ensuciamos inevitablemente los pies. Pero los ensuciamos por la  causa de Cristo, porque aguarda fuera la multitud y no hay otro modo de llegar a ella que  metiéndonos en la inmundicia del mundo, en medio de la cual se encuentra (Ibid.. LVII. 2-6 p.  470ss)

Así interpreta San Agustín su propia situación. Después de la conversión quiso fundar un  monasterio, abandonar definitivamente el mundo y vivir con sus amigos dedicado por entero  a la verdad, a la contemplación. Pero en el 391, cuando fue ordenado sacerdote en contra  de sus deseos el Señor vino a desbaratar este reposo, llamó a su puerta y desde entonces  no había día que no llamara; no le dejaba en paz: «¡Abreme y predica mi Nombre». Agustín  llegaría a comprender que esta llamada que escuchaba a diario era realmente la voz de  Jesús, que Jesús le impulsaba a ponerse en contacto con las miserias de la gente (por aquel  tiempo, el Santo Obispo hacía también las funciones de Khadi, de juez civil) y que, por  paradójico que esto pudiera resultar, era precisamente así como caminaba hacia Jesús,  como se acercaba al Señor. «¡Abreme y predica mi Nombre!» Ante la generosa respuesta  de San Agustín sobra todo comentario: «Y he aquí que me levanto y abro. ¡Oh Cristo, lava  nuestros pies: perdona nuestras deudas, porque nuestro amor no se ha extinguido, porque  también nosotros perdonamos a nuestros deudores! Cuando te escuchamos, exultan  contigo en el cielo los huesos humillados. Pero cuando te predicamos, pisamos la tierra para  abrirte paso; y, por ello, nos conturbamos si somos reprendidos, y si alabados, nos  hinchamos de orgullo. Lava nuestros pies, que ya han sido purificados, pero que se han  ensuciado al pisar los caminos de la tierra para abrirte la puerta (Ibid.. LVII, 6, p.472). 

JOSEPH RATZINGER
EL CAMINO PASCUAL 
BAC POPULAR MADRID-1990.Págs. 114-120

Jesús sigue sufriendo

+ Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo Emérito de SCLC

HECHOS

La pasión de Cristo no es algo meramente del pasado; es una realidad actual, porque El nos dijo que sigue vivo en todos los que sufren, y que cuanto hagamos por ayudarles a llevar su cruz, El lo considera hecho a sí mismo.

Jesús sigue sufriendo en tantas madres buscadoras de sus hijos desaparecidos, de los cuales no hay rastro; quizá fueron asesinados y enterrados quién sabe dónde, o desintegrados en ácidos por manos criminales.

Jesús sigue sufriendo en tantos migrantes a quienes se les cierran las puertas de la esperanza, expuestos a ser extorsionados por coyotes sin conciencia y por cárteles que los explotan de mil maneras, o los desaparecen si no pagan las cantidades que esos desalmados les exigen.

Jesús sigue sufriendo en tantos detenidos en las cárceles, muchos de ellos inocentes, viviendo por años en la incertidumbre jurídica, abandonados incluso por sus familias, explotados y maltratados por sus mismos compañeros internos.

Jesús sigue sufriendo en tantos enfermos y ancianos, muchos de ellos sin recursos para medicinas o para una operación, incomprendidos y quizá abandonados por los suyos, tratados como desechos y estorbos de la sociedad.

Jesús sigue sufriendo en esposas maltratadas, infravaloradas, abandonadas, solas, traicionadas, humilladas, quizá abusadas sexualmente incluso dentro de su matrimonio, luchando por sacar adelante a sus hijos, ante el abandono y la irresponsabilidad del padre. Y Jesús sigue sufriendo también en esposos incomprendidos, sin cariño ni respeto, sino sólo exigidos a traer el pan de cada día, sin ningún detalle de gratitud.

Jesús sigue sufriendo en tantos niños no sólo en pobreza extrema, sino también en hogares desintegrados o violentos, cuyos padres no dimensionan el dolor que provoca en sus hijos una separación conyugal. Aunque pasen el gasto y den dinero para la manutención y la educación, no dan cariño, seguridad, fortaleza y esperanza. Unos padres egoístas, que no toman en cuenta el dolor de sus hijos sin la figura paterna o materna. Aunque hay casos en que la separación es la mejor forma de evitar mayores sufrimientos.

En fin, Jesús sigue sufriendo en tantas personas que se sienten solas, sin cariño, sin respeto, sin un futuro atractivo, sin seguridad, sin aceptación, quizá con recuerdos muy dolorosos desde su infancia. Algunos, por ello, se refugian en el alcohol, en las drogas, e incluso en la delincuencia. Aunque tengan suficientes recursos económicos, ¡cuánto sufren, y cuánto sigue Jesús sufriendo en ellos!

ILUMINACION

El Papa Francisco, en su homilía del pasado Domingo de Ramos, nos dijo: “Jesús sale al encuentro de todos, en cualquier situación… La pasión de Jesús se vuelve compasión cuando tendemos la mano al que ya no puede más, cuando levantamos al que está caído, cuando abrazamos al que está desconsolado. Para experimentar este gran milagro de la misericordia, decidamos durante la Semana Santa cómo llevar la cruz; no al cuello, sino en el corazón. No sólo la nuestra, sino también la de aquellos que sufren a nuestro alrededor; quizá la de aquella persona desconocida que una casualidad —pero, ¿es una casualidad?— hizo que encontráramos. Preparémonos a la Pascua del Señor convirtiéndonos en cireneos los unos para los otros” (13-IV-2025).

Y en el Angelus de ese mismo domingo, expresó: “Hoy, Domingo de Ramos, en el Evangelio hemos escuchado el relato de la Pasión del Señor según san Lucas. Hemos escuchado a Jesús dirigirse varias veces al Padre: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya»; «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»; «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Indefenso y humillado, lo hemos visto caminar hacia la cruz con los sentimientos y el corazón de un niño agarrado al cuello de su padre, frágil en la carne, pero fuerte en el abandono confiado, hasta dormirse, en la muerte, entre sus brazos.

Son sentimientos que la liturgia nos llama a contemplar y a hacer nuestros. Todos tenemos dolores, físicos o morales, y la fe nos ayuda a no ceder a la desesperación, a no cerrarnos en la amargura, sino a afrontarlos sintiéndonos arropados, como Jesús, por el abrazo providencial y misericordioso del Padre.

Hermanas y hermanos, os agradezco mucho por vuestras oraciones. En este momento de debilidad física me ayudan a sentir aún más la cercanía, la compasión y la ternura de Dios. Yo también rezo por vosotros y os pido que encomendéis conmigo al Señor a todos los que sufren, especialmente a los afectados por la guerra, por la pobreza o por los desastres naturales” (13-IV-2025).

ACCIONES

Si quieres que estos días sean santos, no hagas sufrir a otras personas, quizá en tu misma familia. Al contrario, sé como un Cirineo, que les ayuda a llevar su cruz, con cariño, cercanía, comprensión, respeto, perdón, tolerancia, en una palabra, amor. Así, estás ayudando a Jesús a llevar su cruz y habrá esperanza de resurrección.

Domingo de Ramos en la Amazonía: La canoa que sirvió de burro

Cuidar de nuestra casa común, nuestro planeta, es una necesidad cada vez más urgente. De ahí la importancia de que la Iglesia brasileña haya reflexionado en la Campaña de Fraternidad 2025, cuyo lema es “Fraternidad y Ecología Integral”, durante esta cuaresma. Las consecuencias de la falta de cuidado son cada vez más evidentes. Ejemplo de ello es lo ocurrido en la aldea de Tamaniquá, en el municipio de Juruá, prelatura de Tefé, en la Amazonía brasileña.

Por: Luis Miguel Modino (OCSHA), en RELIGIÓN DIGITAL

Consecuencias del cambio climático

En un fenómeno que hasta ahora no era común, según los habitantes, dos veces el río ha crecido y se ha vaciado muy rápidamente, por lo que están perdiendo la yuca que sembraron. Es una situación que, de diversos modos, se repite en diferentes partes de la Amazonia.

Fue en esta comunidad donde el obispo de la prelatura de Tefé, Mons. José Altevir da Silva, celebró el Domingo de Ramos. Según relató: “Dejé la procesión del Domingo de Ramos en la catedral para participar con los ribereños afectados por la inesperada crecida”. Al llegar allí, el obispo vio la situación de los residentes, que “están intentando salvar lo que el agua no se llevó, con agua hasta el pecho”, según contaron los residentes al obispo.

Tefé procesión de Ramos

Ante esta situación, el obispo dijo que “como no teníamos tierra firme para realizar la procesión, sugerí que la hiciéramos en canoa, remando”, algo que calificó de significativo. La procesión tuvo lugar en una situación similar a la descrita en los Evangelios. La coordinadora de la comunidad de Nuestra Señora Aparecida, doña Rita, una mujer analfabeta de casi 70 años que lleva más de 30 al frente de la comunidad, dijo que tenía pocas canoas porque los hombres las habían llevado para salvar lo que había sobrado de lo plantado.

La comunidad las iba a necesitar

Cuando otra mujer, doña Ana, fue a pedir unas canoas a sus vecinos, desató las canoas y les dijo palabras parecidas a las que dijeron los discípulos cuando desataron el jumento para llevar a Jesús: la comunidad las iba a necesitar, pero pronto las devolverían. Mons. José Altevir da Silva, en su homilía, reflexionó sobre ello, recordando las palabras de Jesús a sus discípulos si alguien les preguntaba por qué desataban el pollino: “el Señor lo necesita”.

El obispo cuenta que, en el momento de la procesión con los ramos, “los monaguillos, siguiendo el rito, cogieron una palangana de plástico con agua para bendecir los ramos. Tenían razón, así aprendieron. Pero en el momento de la bendición, pedí que hiciéramos la oración sobre el río y desde el río bendijéramos los ramos”, destacando una vez más este momento como algo “muy rico en significado”.

Comunidades acompañadas por mujeres

En la mayoría de las comunidades ribereñas de la Amazonia, las mujeres se ocupan de la vida de fe de estas personas. En su sencillez, se convierten en verdaderas testigos de la presencia de Dios entre la gente. Es en estos lugares donde la gente sufre más las consecuencias del cambio climático. En estas situaciones, la gente encuentra en Dios y en la comunidad la fuerza para seguir luchando por la vida en plenitud para todos.

Es aquí donde la reflexión sobre la conversión ecológica tiene sentido. De la superación del pecado ecológico depende de que estas personas puedan seguir viviendo en esos lugares. El cambio climático tiene consecuencias concretas en la vida de las personas, especialmente de las más vulnerables. Cuando no reconocemos esto, nos distanciamos de Dios y de nuestros hermanos y hermanas, de quienes hoy siguen siendo crucificados de diversas maneras.

Domingo de Ramos

Entramos en la Semana grande del amor hasta las últimas consecuencias (“Los amó hasta el extremo”, Jn 13,1). El comienzo de la Semana Santa está marcado este año por la narración de la pasión y muerte de Cristo, escrita por S. Lucas (Evangelio). Esa Pasión no es tan solo historia del pasado: los mismos acontecimientos se repiten hoy.
Bendito el que viene en el nombre de Dios
P. Enrique Sánchez G., mccj

Iniciamos la Semana Santa leyendo el evangelio de San Lucas 19, 28-40

“En aquel tiempo, Jesús, acompañado de sus discípulos, iba camino de Jerusalén, y al acercarse a Betfagé y a Betania, junto al monte llamado de los Olivos, envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: “Vayan al caserío que está en frente a ustedes. Al entrar, encontrarán atado un burrito que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganlo aquí. Si alguien les pregunta por qué lo desatan, díganle: “El Señor lo necesita”.
Fueron y encontraron todo como el Señor les había dicho. Mientras desataban el burro, los dueños les preguntaron: “¿Por qué lo desamarran?”. Ellos contestaron: “El Señor lo necesita”. Se llevaron, pues el burro, le echaron encima los mantos e hicieron que Jesús montara en él.
Conforme iba avanzando, la gente tapizaba el camino con sus mantos, y cuando ya estaba cerca la bajada del monte de los Olivos, la multitud de discípulos, entusiasmados, se pusieron a alabar a Dios a gritos por todos los prodigios que habían visto, diciendo: “¡Bendito el rey que viene en el nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!”.
Algunos fariseos que iban entre la gente le dijeron: “Maestro, reprende a tus discípulos”. Él les replicó: “Les aseguro que si ellos se callan, gritan las piedras”.

La Semana Santa se inicia con una multitud de personas que acompaña a Jesús en medio de fiesta y de alegría, reconociéndolo como el Mesías, el que viene en nombre de Dios. Se trata de un festejo que nos llevará a la alegría de Cristo resucitado, pero no sin antes pasar por el misterio de su pasión y de su muerte que nos invita a liberarnos de todo aquello que nos puede tener atados en experiencias de esclavitud y de pecado.

El evangelio nos dice que toda aquella gente había visto sus obras y prodigios y no quedaba duda de que realmente Dios se había compadecido de su pueblo. Dios había cumplido sus promesas.

Solamente, quienes deseaban permanecer en su ceguera y en lo oscuro de sus costumbres y de sus tradiciones, se negaban a reconocer a Jesús como el Salvador y serán ellos quienes maquinarán el mal para deshacerse de él.

Jesús entra a Jerusalén como triunfador, aclamado y venerado por la gente sencilla y humilde de su pueblo, por los pobres que se sienten contentos de haber puesto su confianza en él y que no los había defraudado.

Jesús entra como rey, pero desde el inicio deja en claro que su reinado no es de este mundo. No es el reinado del poder, de la fuerza, del dinero; no es el líder que llega para dominar y explotar.

Entra montado en un asno, en algo que representa la sencillez, la entrega y el servicio. El que quiera ser servido, que se haga servidor de los demás.

La entrada triunfante de Jesús a Jerusalén significa el inicio de los tiempos nuevos; es el momento en que ya nadie tendrá pretextos para no abrir su corazón a la llegada del Reino de Dios que Jesús inaugura con la entrega de su persona, con la entrega de toda su vida; como expresión del amor que Dios tiene por sus hijos.

Pero el triunfo verdadero no será contenido en aquellos gestos de alegría, de euforia, de entusiasmo de la multitud que ya nadie puede detener. No son los ramos y las flores, ni los tapetes y mantos que extienden a su paso, reconociéndole su dignidad, su divinidad, su sabiduría y su poder; nada de eso es lo que confirma el triunfo de Jesús.

La grandiosidad de Jesús aparecerá en todo su esplendor cuando subirá a la cruz, cuando pasará por la oscuridad de la tumba y de la muerte para surgir victorioso en su manifestación resplandeciente en domingo de resurrección.

Jesús entra en silencio, como recordando lo que, no hacía mucho, había hecho con sus discípulos, lavándoles los píes en un gesto de servicio y de entrega incondicional. Su reinado sólo lo entenderán quienes sean capaces de seguirlo, paso a paso, por las estrechas calles de Jerusalen para entregarlo para que fuera juzgado injustamente.

Esas calles que se irían haciendo, a cada metro recorrido, más angostas por el peso de la injusticia, del rechazo, del odio y de la violencia que fueron descargando sobre Jesús todos aquellos que vivían en la confusión, en la cerrazón de sus mentes y de sus corazones.

A medida que Jesús fue recorriendo las calles de Jerusalén, muy probablemente, fueron disminuyendo las flores y los cantos de alegría y el escenario se fue convirtiendo en algo doloroso y triste de contemplar.

Jesús, juzgado injustamente, azotado y coronado de espinas, despojado de sus vestidos, cargado de una cruz y condenado a morir como uno de los peores criminales.

La alegría y la fiesta de sus discípulos y de la multitud que lo había acompañado hasta las puertas de Jerusalén se iba convirtiendo en algo insoportable de contemplar. Y quienes perseveraban, siguiéndolo a distancia, iban cambiando los gritos de júbilo por un silencio contemplativo que les hacía sentir con el corazón lo que no podían expresar con palabras.

Quienes fueron capaces de acompañarlo hasta el final, se dieron cuenta de que aquel era el momento para comprender cada una de las palabras y de las acciones que Jesús había ido sembrando en sus corazones.

Ahí empezaron a entender que el Reino de Jesús tenía qué ver con entrega y donación de sí mismo. Que era un rey que se había ganado su autoridad y su poder amando sin límites, entregando su vida por los demás.

Su poder y su fuerza no estaban apoyados en armas y en ejércitos, no necesitaba de lujos y riquezas; su grandeza estaba en ser instrumento de vida, de paz y de fraternidad.

En su entrada triunfal a Jerusalén, Jesús, el Mesías, no abrió la boca, aceptó sin protestar todas las humillaciones que pudieron imaginar quienes lo condenaron. Se dejó llevar, como dice el profeta Isaías, como cordero al matadero.

En la cruz que pusieron sobre su espalda iba cargando toda la miseria y el pecado de una humanidad que ha sido rebelde, arrogante y pretensiosa. Una humanidad que ha querido manipular a Dios a su antojo y conveniencia y que ha puesto como ideales de felicidad lo efímero y pasajero.

Y la entrada triunfal, de pronto, se convirtió en camino empinado hacia el Calvario, el lugar de la muerte, aquella muerte que se convertiría más tarde en posibilidad de vida para todos los que pusieran su confianza en Jesús.

Y, así, el verdadero triunfo que se reconocerá en la dramática historia de la entrada de Jesús a Jerusalén será el triunfo sobre la muerte y sobre todo aquello que tenía al ser humano esclavizado y condenado en una vida sin amor.

La Jerusalén que abría sus puertas en aquel “domingo de ramos”, reconociendo a Jesús como el que venía en el nombre del Señor; ahora lo conduciría hasta la altura de la Cruz para que ahí se abrieran otras puertas, las puertas del cielo, que acogerían con gratitud las últimas palabras de Jesús: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.

Esta era la entrega total de aquel que se ganó el mundo, a toda la humanidad con la donación sin condiciones de su vida, como la expresión más pura del amor.

Él es Jesús a quien todos estamos invitados a reconocer como nuestro Señor, Salvador y Mesías.

Es el Rey que quiere entrar triunfante en la historia de cada uno de nosotros y que nos invita a seguirlo en estos días contemplando cada instante de su caminar hacia la pasión, la muerte y la resurrección.

Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 22, 14 – 23, 56. (Les invito a leer en sus Biblias o misales todo el relato de la Pasión)

“Cuánto he deseado celebrar esta Pascua con ustedes, antes de padecer, porque yo les aseguro que ya no volveré a celebrar, hasta que tenga cabal cumplimiento el Reino de Dios…

…Era casi medio día, cuando las tinieblas invadieron toda la región y se oscureció el sol hasta las tres de la tarde. El velo del templo se rasgó a la mitad. Jesús, clamando con voz potente dijo: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Y dicho esto, expiró”.

La Pasión de nuestro Señor Jesucristo comienza con el deseo de celebrar la Pascua, el paso de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz, de la cruz a la resurrección, de la esclavitud a la libertad que sólo él nos puede dar.

Al escuchar este relato, también nosotros, estamos invitados a hacer nuestro ese camino que llevó a Jesús de la entrada jubilosa a Jerusalén hasta el sepulcro vacío que encontrarán la mujeres al ir a buscarlo entre los muertos.

Ojalá dejemos entrar en nuestro corazón cada palabra de este relato y no tengamos miedo de convertirnos en testigos de lo que ahí va sucediendo.

Recordemos con sencillez que el drama que se nos narra no es novela para entretenernos, sino la historia de nuestra salvación.

Jesús que entrega su vida lo está haciendo por mí y por ti; porque tanto nos ha amado nuestro Padre Dios que nos ha entregado lo que más amaba.

Las burlas, la corona de espinas, los azotes y empujones, la cruz y la espada que atravesó su corazón, todo eso, Jesús lo ha soportado por mí y por ti, porque él vivió con el único de deseo de cumplir con la voluntad de su Padre. Y la voluntad de su Padre siempre ha sido que tengamos vida y la tengamos en abundancia.

Veamos también en las palabras de la Pasión la descripción de otra pasión que se vive a diario en la triste realidad de nuestros días.

La pasión de tantos hermanos nuestros que viven hoy la injusticia, el dolor de la violencia, la angustia de la desaparición de sus seres queridos, el miedo que se esconde en el temor de ser una víctima más que aumenta las estadísticas del horror cada día.

Démonos cuenta que a Cristo le están poniendo una corona en la cabeza de tantos hermanos nuestros a quienes se les niega el derecho a vivir dignamente. Es la corona de espinas que cala en la cabeza de tantos pobres que viven con la angustia de no saber qué será el mañana.

A Jesús, también hoy, lo están azotando en los cuerpos de tantos jóvenes que viven esclavos de sus adicciones, en los jóvenes que han perdido la ilusión de un futuro seguro y en paz, en los jóvenes a quienes les han robado la felicidad auténtica a cambio de ideologías en donde Dios está ausente y es sistemáticamente ignorado.

Hoy a Jesús se le sigue condenando a la muerte, sin darle la posibilidad de un juicio justo, en la persona de tantos hermanos nuestros que son víctimas de la corrupción, de los engaños, de los sobornos y de la impunidad, del aparente triunfo de quienes se han asociado para ser creadores del mal.

Jesús, en estos días que llamaremos santos, sigue cargando sobre sus hombros la pesada cruz de nuestra frialdad y de nuestro egoísmo, de nuestra indiferencia ante el sufrimiento de los demás.

Carga la cruz de la superficialidad de nuestras vidas que se pierden atrapadas en las trampas del consumismo, que se embriagan en placeres que esclavizan, que destruyen relaciones santas, apostándole a la infidelidad y a la traición.

Pero la buena noticia es que este relato de la Pasión del Señor no termina en la tragedia de la crucifixión y de la muerte.

Al final escucharemos el grito de triunfo que nos recuerda que la última palabra la tiene siempre Dios y que la muerte ha sido vencida con la entrega de la vida del Señor que sigue estando entre nosotros, sólo y únicamente por amor.

Jesús ha vencido a la muerte y ha resucitado para que vivamos en él y de él, para que nada ni nadie nos robe la esperanza, para que nadie nos engañe con promesas falsas, para que gocemos, en los pequeños detalles de cada día, la belleza de sabernos hijos de Dios, como diría san Pablo, en el Hijo que se ha entregado por nosotros.

Qué esta semana santa sea para cada uno de nosotros un tiempo que nos lleve al silencio, a la contemplación del misterio de nuestra redención y a la gratitud por tener a Jesús en nuestras vidas como hermano y Señor.


El asno, la cena y el servicio
Comentario a Lc 19, 28-44 y a Lc 22, 14-23,56b5
P. Antonio Villarino, mccj

La liturgia nos ofrece hoy dos lecturas del evangelio de Lucas: la primera, antes de la procesión de ramos, sobre la bien conocida historia de Jesús que entra en Jerusalén montado sobre un pollino (Lc 19, 28-44); la segunda, durante la Misa, es la lectura de la “Pasión” (las últimas horas de Jesús en Jerusalén), esta vez narrada por Lucas en los capítulos 22 y 23.

Con ello entramos en la Gran Semana del año cristiano, en la que celebramos, re-vivimos y actualizamos la extraordinaria experiencia de nuestro Maestro, Amigo, Hermano y Redentor Jesús, que, con gran lucidez y valentía, pero también con dolor y angustia, entra en Jerusalén, para ser testigo del amor del Padre con su propia vida.

Toda la semana debe ser un tiempo de especial intensidad, en el que dedicamos más tiempo que de ordinario a la lectura bíblica, la meditación, el silencio, la contemplación de esta gran experiencia de nuestro Señor Jesús, que se corresponde con nuestras propias experiencias de vida y muerte, de gracia y pecado, de angustia y de esperanza. Por mi parte, me detengo en dos puntos de reflexión:

El rey montado sobre un pollino.
Hace algunos años he podido visitar Jerusalén durante diez días. Y, entre otras cosas, pude caminar desde Betfagé hasta el Monte de los olivos, desde el cual se contemplan los restos del antiguo Templo y la ciudad santa en su conjunto. Es un tramo no muy largo, pero en pendiente, por lo que exige un cierto esfuerzo. Según el texto de Lucas, Jesús hizo este recorrido montado sobre un pollino y aclamado por la gente. 
Se trata de una escena que se presta a la representación popular y que todos conocemos bastante bien, aunque corremos el riesgo de no entender bien su significado. Para entenderlo bien, no encuentro mejor comentario que la cita del libro de Zacarías a la que con toda seguridad se refiere esta narración:
“Salta de alegría, Sion,
lanza gritos de júbilo, Jerusalén,
porque se acerca tu rey,
justo y victorioso,
humilde y montado en un asno,
en un joven borriquillo.
Destruirá los carros de guerra de Efraín
y los caballos de Jerusalén.
Quebrará el arco de guerra
y proclamará la paz a las naciones”.
(Zac 9, 9-10).
Sólo un comentario: ¡Cuánto necesitamos en este tiempo nuestro lleno de arrogancia, terrorismo y conflictos de todo tipo la presencia de este rey humilde y pacífico que no se impone por “la fuerza de los caballos” sino por la consistencia de su verdad liberadora y su amor sin condiciones!

La cena y el servicio
Lucas pone especial énfasis en la cena pascual, que es una cena de hermandad. Jesús, que comía con publicanos, pecadores, fariseos, come ahora con sus amigos y discípulos, fiel a la tradición e innovando un nuevo ritual que dura hasta hoy en forma de Misa. En torno a la Cena Jesús sella una nueva alianza con los más allegados, una alianza que nosotros renovamos cada vez que participamos conscientemente en la Eucaristía.
Seguir a Cristo hasta la cruz es disponerse a entregar la propia vida por amor.
Pero llama la atención que, inmediatamente después de la Cena, Lucas coloca el tema del servicio cristiano, como Juan coloca en el mismo contexto el lavatorio de pies. Me parece que el mensaje es claro: los discípulos de Jesús sellan entre sí y con Jesús un pacto de alianza cuyo sello es precisamente el servicio mutuo, no como los reyes de esta tierra. Eucaristía y servicio van juntos, son dos caras de la misma alianza.
Contemplar a Cristo en la cruz es identificarse con Él, es ponerse a caminar sobre las huellas de su entrega, confiando en que, aunque se rían de nosotros, el amor es más fuerte que la muerte.


Semana Santa:
con un “corazón grande como el mundo”

P. Romeo Ballan, mccj

Lucas 19,28-40; Isaías 50,4-7; Salmo 21; Filipenses 2,6-11; Lucas 22,14 – 23,56

Reflexiones
Entramos en la Semana grande del amor hasta las últimas consecuencias (“Los amó hasta el extremo”, Jn 13,1). El comienzo de la Semana Santa está marcado este año por la narración de la pasión y muerte de Cristo, escrita por S. Lucas (Evangelio). Esa Passio no es tan solo historia del pasado: los mismos acontecimientos se repiten hoy. Los personajes de entonces (Caifás, Herodes, Pilato, fariseos, sacerdotes, Pedro, Judas, Cirineo, piadosas mujeres, soldados, Centurión, José de Arimatea…) existen aún, son emblemáticos de lo que ocurre hoy con relación a Cristo y a los que sufren, con los que Él se identifica (cfr. Mt 25,35s). Cada uno de nosotros puede ser, hoy, en el bien o en el mal, uno u otro de esos personajes. Hoy somos nosotros los actores en la pasión que Jesús padece en los ancianos abandonados, los jóvenes sin trabajo, los migrantes bloqueados o rechazados, las mujeres abandonadas o víctimas de violencia… Hoy, cada uno puede encerrarse ante el dolor ajeno, o mejor abrirse como las piadosas mujeres que acompañan a Cristo en su dolor; o ser como el Cirineo, capaz de cargar con el peso de los demás; o como María, al pie de la cruz…

Tres testigos modernos del mundo misionero nos brindan una ayuda segura para la comprensión y la celebración del Misterio pascual propio de la Semana Santa. Su palabra nace de la experiencia personal de identificación con Cristo muerto y resucitado. Por tanto, sus testimonios tienen una resonancia universal: ayudan a vivir la Pascua según la amplitud y la profundidad propias del corazón de Cristo.

“Siempre los ojos fijos en Jesucristo”

S. Daniel Comboni (1831-1881), misionero apasionado por la salvación de África, en las Reglas de su Instituto (1871), recomendaba vivamente a los futuros misioneros que contemplaran con amor a Cristo crucificado, para formarse en el necesario “espíritu de sacrificio”: «El pensamiento perpetuamente dirigido al gran fin de su vocación apostólica debe engendrar en los alumnos del Instituto el espíritu de sacrificio. Fomentarán en sí esta disposición esencialísima teniendo siempre los ojos fijos en Jesucristo, amándolo tiernamente y procurando entender cada vez mejor qué significa un Dios muerto en la cruz por la salvación de las almas. Si con viva fe contemplan y gustan un misterio de tanto amor, serán felices de ofrecerse a perderlo todo y a morir por Él y con Él». (De los Escritos de San Daniel Comboni, n. 2720-2722).

“¡Tengo sed!”

La entrega total de la Santa Madre Teresa de Calcuta (1910-1997) a la causa misionera tuvo su origen en la contemplación de las palabras de Jesús en la cruz: ¡Tengo sed! La atención a los últimos en la escala social nacía en ella del deseo de apagar la sed de Cristo.

«”¡Tengo sed!” dijo Jesús cuando, en la cruz, se encontraba privado de todo consuelo. Renueven su celo para saciar esa sed en las dolorosas semblanzas de los más pobres entre los pobres: “Ustedes a mí me lo hicieron”. Jamás separen estas palabras de Jesús: “Tengo sed” y “Ustedes a mí me lo hicieron”». (De los escritos de Madre Teresa de Calcuta).

Celebrar la Pascua con un “corazón grande como el mundo”

Esta es la enseñanza de San Óscar Arnulfo Romero (1917-1980), mártir, arzobispo de San Salvador, asesinado mientras estaba celebrando la Eucaristía en la tarde del 24 de marzo de 1980.

«Celebra la Pascua con Cristo tan solo el que sabe amar, sabe perdonar, sabe aprovechar la fuerza más grande que Dios ha puesto en el corazón del hombre: el amor. La Iglesia siente que su corazón es como el de María, grande como el mundo, sin enemigos, sin resentimientos». (De las catequesis de San Óscar A. Romero en la Semana Santa de 1978).

Palabra del Papa

(*) “Jesús entra en Jerusalén. La liturgia nos ha invitado a hacernos partícipes y tomar parte de la alegría y fiesta del pueblo que es capaz de gritar y alabar a su Señor; alegría que se empaña y deja un sabor amargo y doloroso al terminar de escuchar el relato de la Pasión. Pareciera que en esta celebración se entrecruzan historias de alegría y sufrimiento, de errores y aciertos que forman parte de nuestro vivir cotidiano como discípulos, ya que logra desnudar los sentimientos contradictorios que también hoy, hombres y mujeres de este tiempo, solemos tener: capaces de amar mucho… y también de odiar  – y mucho – ; capaces de entregas valerosas y también de saber «lavarnos las manos» en el momento oportuno; capaces de fidelidades pero también de grandes abandonos y traiciones”.

Papa Francisco
Homilía en el domingo de Ramos, 25-3-2018


ANTE EL CRUCIFICADO
Lucas 22,14-23,56
José A. Pagola

Detenido por las fuerzas de seguridad del Templo, Jesús no tiene ya duda alguna; el Padre no ha escuchado sus deseos de seguir viviendo; sus discípulos huyen buscando su propia seguridad. Está solo. Sus proyectos se desvanecen. Le espera la ejecución.

El silencio de Jesús durante sus últimas horas es sobrecogedor. Sin embargo, los evangelistas han recogido algunas palabras suyas en la cruz. Son muy breves, pero a las primeras generaciones cristianas les ayudaban a recordar con amor y agradecimiento a Jesús crucificado.

Lucas ha recogido las que dice mientras está siendo crucificado. Entre estremecimientos y gritos de dolor, logra pronunciar unas palabras que descubren lo que hay en su corazón: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Así es Jesús. Ha pedido a los suyos «amar a sus enemigos» y «rogar por sus perseguidores». Ahora es él mismo quien muere perdonando. Convierte su crucifixión en perdón.

Esta petición al Padre por los que lo están crucificando lo hemos de escuchar como el gesto sublime que nos revela la misericordia y el perdón insondable de Dios. Esta es la gran herencia de Jesús a la Humanidad: No desconfiéis nunca de Dios. Su misericordia no tiene fin.

Marcos recoge un grito dramático del crucificado: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?». Estas palabras pronunciadas en medio de la soledad y el abandono más total son de una sinceridad abrumadora. Jesús siente que su Padre querido lo está abandonando. ¿Por qué? Jesús se queja de su silencio. ¿Dónde está? ¿Por qué se calla?

Este grito de Jesús, identificado con todas las víctimas de la historia, pidiendo a Dios alguna explicación a tanta injusticia, abandono y sufrimiento, queda en labios del crucificado reclamando una respuesta de Dios más allá de la muerte: Dios nuestro, ¿por qué nos abandonas? ¿No vas a responder nunca a los gritos y quejidos de los inocentes?

Lucas recoge una última palabra de Jesús. A pesar de su angustia mortal, Jesús mantiene hasta el final su confianza en el Padre. Sus palabras son ahora casi un susurro: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Nada ni nadie lo ha podido separar de él. El Padre ha estado animando con su Espíritu toda su vida. Terminada su misión, Jesús lo deja todo en sus manos. El Padre romperá su silencio y lo resucitará.

Esta semana santa, vamos a celebrar en nuestras comunidades cristianas la pasión y la muerte del Señor. También podremos meditar en silencio ante Jesús crucificado ahondando en las palabras que él mismo pronunció durante su agonía.
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Mirar el Crucifijo, la “catedra de Dios”
Papa Francisco

«¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Cf. Lc 19,38), gritaba festiva la muchedumbre de Jerusalén recibiendo a Jesús. Hemos hecho nuestro aquel entusiasmo, agitando las palmas y los ramos de olivo hemos expresado la alabanza y el gozo, el deseo de recibir a Jesús que viene a nosotros. Sí, del mismo modo que entró en Jerusalén, desea también entrar en nuestras ciudades y en nuestras vidas. Así como lo ha hecho en el Evangelio, cabalgando sobre un asno, viene a nosotros humildemente, pero viene «en el nombre del Señor»: con el poder de su amor divino perdona nuestros pecados y nos reconcilia con el Padre y con nosotros mismos. Jesús está contento de la manifestación popular de afecto de la gente, y cuando los fariseos le invitan a que haga callar a los niños y a los otros que lo aclaman, responde: «si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40). Nada pudo detener el entusiasmo por la entrada de Jesús; que nada nos impida encontrar en él la fuente de nuestra alegría, de la alegría auténtica, que permanece y da paz; porque sólo Jesús nos salva de los lazos del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza.

Sin embargo, la Liturgia de hoy nos enseña que el Señor no nos ha salvado con una entrada triunfal o mediante milagros poderosos. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, sintetiza con dos verbos el recorrido de la redención: «se despojó» y «se humilló» a sí mismo (Fil 2,7.8). Estos dos verbos nos dicen hasta qué extremo ha llegado el amor de Dios por nosotros. Jesús se despojó de sí mismo: renunció a la gloria de Hijo de Dios y se convirtió en Hijo del hombre, para ser en todo solidario con nosotros pecadores, él que no conoce el pecado. Pero no solamente esto: ha vivido entre nosotros en una «condición de esclavo» (v. 7): no de rey, ni de príncipe, sino de esclavo. Se humilló y el abismo de su humillación, que la Semana Santa nos muestra, parece no tener fondo.

El primer gesto de este amor «hasta el extremo» (Jn 13,1) es el lavatorio de los pies. «El Maestro y el Señor» (Jn 13,14) se abaja hasta los pies de los discípulos, como solamente hacían lo siervos. Nos ha enseñado con el ejemplo que nosotros tenemos necesidad de ser alcanzados por su amor, que se vuelca sobre nosotros; no podemos prescindir de este, no podemos amar sin dejarnos amar antes por él, sin experimentar su sorprendente ternura y sin aceptar que el amor verdadero consiste en el servicio concreto.

Pero esto es solamente el inicio. La humillación de Jesús llega al extremo en la Pasión: es vendido por treinta monedas y traicionado por un beso de un discípulo que él había elegido y llamado amigo. Casi todos los otros huyen y lo abandonan; Pedro lo niega tres veces en el patio del templo. Humillado en el espíritu con burlas, insultos y salivazos; sufre en el cuerpo violencias atroces, los golpes, los latigazos y la corona de espinas desfiguran su aspecto haciéndolo irreconocible. Sufre también la infamia y la condena inicua de las autoridades, religiosas y políticas: es hecho pecado y reconocido injusto. Pilato lo envía posteriormente a Herodes, y este lo devuelve al gobernador romano; mientras le es negada toda justicia, Jesús experimenta en su propia piel también la indiferencia, pues nadie quiere asumirse la responsabilidad de su destino. Pienso ahora en tanta gente, en tantos inmigrantes, en tantos prófugos, en tantos refugiados, en aquellos de los cuales muchos no quieren asumirse la responsabilidad de su destino. El gentío que apenas unos días antes lo aclamaba, transforma las alabanzas en un grito de acusación, prefiriendo incluso que en lugar de él sea liberado un homicida. Llega de este modo a la muerte en cruz, dolorosa e infamante, reservada a los traidores, a los esclavos y a los peores criminales. La soledad, la difamación y el dolor no son todavía el culmen de su anonadamiento.

Para ser en todo solidario con nosotros, experimenta también en la cruz el misterioso abandono del Padre. Sin embargo, en el abandono, ora y confía: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Suspendido en el patíbulo, además del escarnio, afronta la última tentación: la provocación a bajar de la cruz, a vencer el mal con la fuerza, y a mostrar el rostro de un Dios potente e invencible. Jesús en cambio, precisamente aquí, en el culmen del anonadamiento, revela el rostro auténtico de Dios, que es misericordia. Perdona a sus verdugos, abre las puertas del paraíso al ladrón arrepentido y toca el corazón del centurión. Si el misterio del mal es abismal, infinita es la realidad del Amor que lo ha atravesado, llegando hasta el sepulcro y los infiernos, asumiendo todo nuestro dolor para redimirlo, llevando luz donde hay tinieblas, vida donde hay muerte, amor donde hay odio.

Nos pude parecer muy lejano a nosotros el modo de actuar de Dios, que se ha humillado por nosotros, mientras a nosotros nos parece difícil incluso olvidarnos un poco de nosotros mismos. Él viene a salvarnos; y nosotros estamos llamados a elegir su camino: el camino del servicio, de la donación, del olvido de uno mismo. Podemos encaminarnos por este camino deteniéndonos durante estos días a mirar el Crucifijo, es la “catedra de Dios”. Os invito en esta semana a mirar a menudo esta “Catedra de Dios”, para aprender el amor humilde, que salva y da la vida, para renunciar al egoísmo, a la búsqueda del poder y de la fama. Con su humillación, Jesús nos invita a caminar por su camino. Volvamos a él la mirada, pidamos la gracia de entender al menos un poco de este misterio de su anonadamiento por nosotros; y así, en silencio, contemplemos el misterio de esta semana.

Peregrinos de esperanza desde dondequiera que estemos.

Mons. Christian Carlassare, obispo comboniano de Bentiu, en Sudán del Sur, nos comparte cuatro maneras de participar en el Jubileo desde donde quiera que estemos.

Por: Mons. Christian Carlassare, mccj

 La peregrinación es un viaje

La primera palabra clave del Año Jubilar es peregrinación. La peregrinación es un viaje. No solo un viaje físico, sino sobre todo un viaje espiritual para encontrar al Señor. Mucha gente viaja, pero eso no significa que esté en peregrinación. La primera forma de ser peregrino, por lo tanto, es la oración, y especialmente la contemplación. Esto significa poder ver a Dios, que está en todas partes, y escuchar su mensaje en los acontecimientos de la vida que experimentamos. Podemos estar en casa y, sin embargo, emprender un viaje porque caminamos con el Señor, con los signos de los tiempos y la llamada que Él tiene para cada uno de nosotros.

Proteger la dignidad de la vida en todas sus etapas

La segunda palabra clave específica del Año Jubilar 2025 de la Iglesia Católica es la esperanza. La esperanza es una virtud teologal. Es un don de Dios. Pero también es una actitud que debemos aprender a practicar fortaleciendo nuestra fe y amor, porque la esperanza tiene sus raíces en la fe y se nutre del amor. Pertenecemos a Dios y somos parte de un plan mayor de salvación. ¿Cómo miramos el mundo? A veces podemos vivir sin rumbo, sin esperanza. También podemos tener miedo y estar confundidos, pero la esperanza nos dice que no debemos tener miedo de vivir nuestras vocaciones dondequiera que estemos.

La segunda manera de ser un peregrino de esperanza es ofrecer nuestra contribución única al mundo. Podemos hacerlo cuando respondemos al llamado de Dios. Cuando somos profundamente la persona que hemos sido creados para ser, con nuestros dones específicos, con nuestros valores, con nuestros sueños y deseos, y cuando no tenemos miedo de expresarnos. También, cuando vamos a contracorriente de una sociedad que deshumaniza a las personas; de una sociedad que no reconoce la dignidad y los dones de la persona misma. La segunda manera de participar en esta peregrinación, por lo tanto, es viviendo nuestra vocación y protegiendo la dignidad de la vida en todas sus etapas. Cada vida es única, y nadie puede reemplazar a otro en algo que no le ha sido concebido.

Este Jubileo es un tiempo de renovación para cada persona, un tiempo de conversión personal para cada persona, un tiempo de “sí” personal al Señor y a las situaciones que vivimos.

Reparando las relaciones rotas

La tercera palabra clave que debemos explicar es la Puerta Santa. Sabemos que el Santo Padre abrió la Puerta Santa en la Catedral de San Pedro y posteriormente en las demás Basílicas. La Puerta Santa representa un pasaje que nos permite entrar en la Iglesia desde los pueblos y aldeas donde vivimos. Esto representa un paso a una nueva vida, un paso a la vida de fe, a la vida de la comunidad cristiana.
La tercera forma de ser peregrinos de esperanza, por lo tanto, es la conversión que se experimenta en el Sacramento de la Reconciliación. Durante este año, podemos acercarnos a este Sacramento y vivirlo profundamente como un tiempo de conversión personal. Cuando experimentamos el amor misericordioso de Dios, nuestras vidas cambian. Nos reconciliamos con Dios, nos reconciliamos también con nosotros mismos, con quienes somos, con nuestros errores del pasado, y miramos al futuro con nueva esperanza. Pero también nos reconciliamos con nuestros hermanos y hermanas, especialmente con aquellos con quienes hemos roto relaciones o que aún necesitan sanar.

Actividades comunitarias… Hacer el entorno más habitable

La cuarta palabra clave es comunidad. Toda peregrinación es comunitaria. Nunca he oído hablar de peregrinaciones donde solo una persona la haya hecho. Suele ser un movimiento de un grupo de personas unidas por la fe. Una peregrinación comunitaria nos impulsa a redescubrir la comunidad y la belleza de caminar juntos; la comunidad donde vivimos. Por lo tanto, la cuarta forma de ser un peregrino de esperanza es comprometernos con nuestras comunidades locales para no caminar solos. Debemos avanzar juntos con el compromiso comunitario. Esto es importante en nuestras parroquias, capillas, pequeñas comunidades cristianas y barrios.
También podemos considerar nuestro compromiso con la integridad de la creación. En una sociedad que experimenta la degradación ambiental, debemos mejorar nuestro entorno y hacerlo más habitable. 

Via Crucis 2025: Peregrinos de esperanza en un mundo herido

Introducción

El Via Crucis, o las Estaciones de la Cruz, es un profundo viaje que reflexiona sobre la Pasión de Cristo. Al reunirnos para recorrer el Via Crucis durante este Año Jubilar 2025, viajamos como peregrinos de la esperanza en un mundo que anhela sanación y renovación. El Papa Francisco nos recuerda en Laudato Si’ que «la esperanza quiere que reconozcamos que siempre hay una salida, que siempre podemos reorientar nuestros pasos, que siempre podemos hacer algo para resolver nuestros problemas». 

En consonancia con el tema del Jubileo «Peregrinos de la esperanza», contemplamos cada estación a través de nuestros actuales desafíos medioambientales y sociopolíticos, guiados por las intuiciones de la encíclica Laudato Si’ y la exhortación apostólica Laudate Deum del Papa Francisco. Hoy, seguimos el camino de Cristo hacia el Calvario con el corazón abierto, reconociendo en su sufrimiento el dolor de nuestra casa común y de todos los que la habitan. Cada estación nos invita a contemplar tanto la pasión de Cristo como la pasión de nuestro mundo, desafiándonos a convertirnos en agentes de esperanza y transformación.

Al embarcarnos en esta peregrinación espiritual, reconocemos que «somos una sola familia humana» (Laudato Si’, 52). Nuestro viaje refleja las luchas de muchos que se enfrentan a la degradación medioambiental y a las injusticias sociales. A través de estas estaciones, abramos nuestros corazones a los gritos de la tierra y de los pobres, buscando la transformación y la esperanza.

Recemos: Dios amoroso, al iniciar este viaje con tu Hijo, abre nuestros ojos para que veamos las conexiones entre el clamor de la tierra y el clamor de los pobres. Transforma nuestros corazones para que seamos peregrinos de esperanza en un mundo marcado por la indiferencia y la destrucción. Une nuestro sufrimiento al amor redentor de Cristo. Te lo pedimos por Cristo nuestro Señor. Amén.

Oración final

Dios amoroso, al completar este Vía Crucis, reconocemos que nuestro viaje como peregrinos de la esperanza continúa. La pasión de Cristo y la pasión de nuestra tierra están entrelazadas, llamándonos a la compasión, a la conversión y a la acción. En palabras del Papa Francisco, «no todo está perdido. Los seres humanos, aunque son capaces de lo peor, también son capaces de elevarse por encima de sí mismos, elegir de nuevo lo que es bueno y empezar de nuevo».
Concédenos la sabiduría para ver las conexiones entre todas las formas de sufrimiento en nuestro mundo, el valor para hacer los cambios necesarios para la curación, y la perseverancia para seguir trabajando por la justicia, incluso cuando el progreso parece lento. Que la esperanza de la resurrección nos sostenga mientras trabajamos para restaurar nuestra casa común y construir una civilización de amor.
Te lo pedimos por Cristo, nuestro Señor crucificado y resucitado, que vive y reina contigo y el Espíritu Santo, un solo Dios por los siglos de los siglos. Amén.

Bendición
Que Dios todopoderoso les bendiga, el Padre que creó este hermoso mundo, el Hijo que lo redimió con su sufrimiento y el Espíritu Santo que lo renueva día a día.
* Amén
Vayan como peregrinos de esperanza, para amar y servir al Señor en toda la creación.
* Demos gracias a Dios.

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