Un autoestopista y un viejo misionero

Por: P. Fernando Cortés Barbosa, mccj

Soy el padre Fernando y voy por mis 15 años de vida sacerdotal. Tengo la grata experiencia de haber realizado diez de ellos de labor misionera en la República Centroafricana y ahora estoy de vuelta en mi país. Quiero compartir aquí mi vocación misionera, que no ha dejado de invitarme a estar donde se encuentra Jesús.

Con apenas 21 años, una tarde me puse a la orilla de la carretera a esperar el autobús que iba rumbo a mi pueblo. No había pasado ni media hora cuando vi venir un coche al que hice una señal para que me llevara a mi destino. El conductor seguramente dudó si recogerme o no porque, disminuyendo con parsimonia la velocidad, se detuvo a unos 100 metros delante de mí. Recogí del suelo mi mochila, me la eché al hombro y corrí hacia el coche. Fue una carrera que me condujo a la misión.

El conductor era un sacerdote. Lo reconocí al instante porque un domingo había presidido la misa en la iglesia de mi pueblo. Se me quedaron grabadas las palabras con las que se presentó: «Soy misionero comboniano». Aproveché para preguntarle qué era eso de los misioneros combonianos y durante todo el trayecto hasta llegar a mi pueblo, un viaje de casi dos horas, no hablamos de otra cosa que no fuera acerca de la vocación misionera.

De esa conversación me atrajo la idea de salir hacia otros lugares de la Tierra, conocer gente de otras culturas, formar parte de una fraternidad de personas de distintos países que anuncian el Evangelio entre aquellos pueblos que presentan mayor necesidad. Sentía que el mundo me abría sus puertas de par en par. Solo faltaba tomar una decisión.

Al día siguiente, mi compañero de viaje fue a la parroquia para hablar con mi párroco y nada más verle le trasladé la decisión que había tomado: «Quiero ser misionero comboniano». Él lo asumió de buen grado y comenzó a regalarme revistas y libros sobre las misiones y san Daniel Comboni, padre fundador de los Misioneros Combonianos, con quien comencé a identificarme muy pronto.

Las palabras que utilizaba Comboni para alentar a la gente hacia la Misión parecían dirigidas a mí. Yo, que era un joven deseoso de hacer opciones radicales y de darme por entero a la causa de un ideal, sentía que los textos de Comboni me venían como anillo al dedo. Como aquel que dice: «La vida de un hombre, que de manera absoluta y perentoria llega a romper toda relación con el mundo y con las cosas más queridas según la naturaleza, debe ser una vida de espíritu y de fe». Sus palabras no hacían otra cosa que reforzar mi decisión de abrazar la vocación misionera.

La formación

Me puse en contacto con los promotores vocacionales combonianos. Fui aceptado para iniciar mi formación en el propedéutico tras un curso de preseminario en el cual se nos pintaba a los aspirantes el panorama de la misión junto con momentos de espiritualidad a través de los escritos de Comboni. Corría el año 1998. Fui avanzando hacia las siguientes etapas formativas: postulantado, noviciado y la Teología en Lima (Perú). Cuando terminé me quedé dos años en el país antes de mis votos perpetuos y de la ordenación diaconal. Durante todo este período formativo, vivimos dentro de un continuo proceso de discernimiento que viví como una llamada de Dios a salir de mí mismo. Lo peor que puede pasarte es acomodarte, cerrarte a las novedades y a los desafíos que te va presentando la vida porque los percibas como una amenaza a tu bienestar. Dios siempre nos inquieta y cambia nuestro plan personal por otro mejor que nos saca de nuestra zona de confort. Esto nos sitúa ante la aventura de realizar su voluntad una vez que damos un sí lleno de confianza. Y solo será en la actitud de servicio donde se vea que buscamos pasar del vivir para uno mismo a vivir para los demás. Esta actitud requiere un «don de sí» que manifiesta alegría y supera la lógica del sacrificio. Pasar del sacrificio al «don de sí» se ha convertido para mí en un desafío constante que permanece hasta el día de hoy.

Busco integrar mi vocación misionera desde el «don de sí» que, como nos recordaba el papa Francisco, es la entrega cotidiana en el servicio y la renuncia a las alegrías huecas, pasajeras y carentes de gozo que nos ofrece el mundo del consumo que busca convertirnos en seres pasivos y manipulables. Quienes por egoísmo por temor se encierran en sí mismos desconocen que la auténtica alegría es consecuencia de vivir desde el «don de sí». Es cierto aquello que leemos en los Hechos de los Apóstoles de que «hay más alegría en dar que en recibir» y nadie que se entregue de buen corazón se verá triste frustrado, porque Dios ama a quien se da con alegría.

En el centro de África

Volví a México para mi ordenación sacerdotal, que tuvo lugar el 8 de enero de 2011. Cuatro años más tarde, tras concluir mis estudios en Ciencias de la Comunicación, fui enviado a la República Centroafricana. En 2017, la ONU señaló a este país como el más pobre del mundo debido, entre otros factores, a los efectos de un golpe de Estado que provocó episodios muy dolorosos entre la población.

El país, que ha cumplido 130 años de evangelización, aún está en camino de constituir una Iglesia madura de la cual todos se sientan parte, superando el apego de la feligresía a grupos o movimientos por los cuales sienten mayor afinidad que por la Iglesia en su totalidad.

Mi labor misionera la realicé en nuestra misión de Mongoumba, al suroeste del país, que tiene la peculiaridad de contar con asentamientos del pueblo pigmeo aka, a quienes la misión ofrece servicios de salud y educación. Las mujeres de la localidad son muy participativas, pero siguen siendo los hombres quienes lideran los grupos eclesiales. Para que nuestra Iglesia sea más dinámica e inclusiva contamos con grupos de base, distribuidos en cada sector de la población, para que todos puedan hacer una lectura de la realidad que viven a la luz de la Palabra de Dios y buscar soluciones juntos.

El choque es inevitable. Al principio no me resultó fácil entrar en la cultura centroafricana, pero un misionero con mucha experiencia me dijo unas sabias palabras que me ayudaron: «Tienes que sufrir al pueblo para llegar a amarlo, porque amándolo llegarás a decir: “Me quedo”». Una década de misión en la República Centroafricana no es nada comparado con otros misioneros que han estado 50 años dando su vida por la evangelización y en situaciones más difíciles que las que yo he vivido. No tengo derecho a quejarme, y si algún día me piden volver allí, aceptaré con gusto, pues estuve contento, aprendí mucho y la gente me recibió muy bien.

El sacerdocio

La Misión me ha enseñado a vivir mi sacerdocio no como un título del que presumir, sino como un don, con la alegría propia de quien fue buscado, llamado y enviado por el Señor Jesús para anunciar el Evangelio más allá de sus fronteras. Jesús se fijó en mí y me eligió, no por los méritos que yo tuviera, pues ninguno me alcanzaría, sino por pura gracia suya. En esto radica el don. Con la convicción de que es Dios quien hace fructificar nuestros proyectos y vocaciones, busco que mi don sacerdotal no termine estéril, a pesar de mis errores. Lo digo con toda convicción. Como humanos nos equivocamos, pero el Señor no falla a su promesa. Con una sonrisa en el rostro, el Señor siempre tiene la mano tendida para sanar y animar con su amor y misericordia a aquel que ha elegido.

La vivencia de mi vocación sacerdotal me ha hecho pasar de la rigidez de los inicios a una apertura sobre la comprensión de la naturaleza humana, pues también he sentido en carne propia las debilidades de nuestra condición humana. De este modo me he visto movido a poner en el centro de mi vida no mis propios intereses, sino a Jesús. También he aprendido a no considerarme superior a nadie en lo moral, intelectual o espiritual. Del mismo modo que yo he sido acogido, trato de ser un compañero de camino que acoge a otros con sus luces y sombras para avanzar juntos, apoyándonos mutuamente, pues no tengo duda de que los demás tienen mucho que aportarme.

Un modelo de vocación

Para concluir pienso en María, aquella valiente joven de Nazaret que es modelo de vocación. Desde el silencio y la sencillez fue sensible a las manifestaciones de Dios. Para concebir al Salvador le dijo al ángel Gabriel: «Soy la sierva del Señor, que se haga en mí según su palabra». Estas palabras se pueden resumir en un sí.

Que María, madre de Jesús, madre nuestra y primera discípula, sea nuestra guía para que, ante la llamada vocacional, no tengamos temor de responder con un sí generoso al Señor, el único por el cual se gana todo cuando uno también decide dejarlo todo.