San Pedro y San Pablo, apóstoles

“En aquel tiempo, le preguntó Jesús a Simón Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más
que estos?”. Él le contestó: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”, Jesús le dijo: “Apacienta
mis corderos”.
Por segunda vez le preguntó: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”. Él le respondió: “Sí,
Señor; tú sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Pastorea mis ovejas”.
Por tercera vez le preguntó: “Simon, hijo de Juan, ¿me quieres?”. Pedro se entristeció de
que Jesús le hubiera preguntado por tercera vez si lo quería, y le contestó: “Señor, tú lo
sabes todo; tú bien sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Apacienta mis ovejas”.
Yo te aseguro: Cuando eras joven, tú mismo te ceñías la ropa e ibas a donde querías;
pero cuando seas viejo, extenderás los brazos y otro te ceñirá y te llevará a donde no
quieras”. Esto se lo dijo para indicarle con qué género de muerte habría de glorificar a
Dios. Después le dijo: “Sígueme”.
(Juan 21, 15-19)

San Pedro y San Pablo
P. Enrique Sánchez, mccj.

Pedro y Pablo representan las dos columnas sobre las cuales se cimentó la Iglesia.
Se trata de dos apóstoles muy distintos entre sí, pero con una misma vocación y un
llamado particular a convertirse en los apóstoles del anuncio del Evangelio.
Las historias de cada uno de estos apóstoles son aparentemente muy lejanas una de
otra, sin embargo, el camino que los llevó al encuentro con el Señor hizo que
vivieran experiencias muy parecidas que se caracterizan por una misma pasión y
entrega.

Pedro acompañó al Señor desde los primeros momentos de su misión y se convirtió
en el discípulo de todas sus confianzas. Vivió cada momento del ministerio de Jesús
y fue testigo ocular de todos los signos y milagros que el Señor realizó a lo largo de
los tres años que dedicó a anunciar la llegada del Reino de Dios.

Si el Evangelio recuerda a san Juan como el discípulo amado, Pedro fue, sin lugar a
dudas, quien más cerca estuvo del corazón de Jesús por la amistad y el cariño que
marcaron sus vidas.

Pedro con su carácter fogoso y entusiasta fue quien desde el primer encuentro con el
Señor no dudó en seguirlo y se quedó con él para siempre. No importaron sus
momentos de debilidad, las pequeñas traiciones, como cuando negó conocer a Jesús
a la hora en que lo habían atrapado para condenarlo.

Pedro vivió sus miedos y sus fragilidades en el seguimiento de Jesús, pero jamás lo
abandonó . Siempre se mantuvo como el discípulo que se dejaba moldear por la
paciencia y la ternura de Jesús, quien veía detrás de los arranques primarios de
Pedro al hombre de gran corazón.

Pedro fue el que quedó en la memoria de muchas generaciones como el discípulo
que se asustó y negó por tres veces al Señor, antes de que cantara el gallo, como
Jesús le había dicho para ayudarlo a entender que en nuestra experiencia de Dios, no
somos nosotros quienes tomamos la iniciativa. No somos nosotros quienes vamos a
Él, sino Él quien pacientemente viene a nuestro encuentro.

Ese mismo Pedro es el que nos presenta el evangelio de san Juan que hemos leído
hace unos instantes. El Pedro que ante la pregunta de Jesús, ¿me amas?, responde en
un primer momento confiando en sus capacidades y en sus fuerzas, en sus certezas
y en seguridades muy humanas.

Pero será igualmente el Pedro humilde que se rinde ante la bondad del Señor y
termina reconociendo que su fe es frágil, pero su amor es grande. Señor, tú lo sabes
todo, tú sabes que te amo.

Y, así, Pedro ha quedado también en nuestros recuerdos como el apóstol que se
convirtió en escuela y en modelo para todos aquellos que se encuentran con Jesús y
sueñan en convertirse en discípulos suyos.

Pedro es quien nos enseña que para seguir a Jesús se necesita entusiasmo, valentía,
osadía, humildad; pero, por encima de todo, se requiere tener el corazón lleno de
amor por el Señor para hacer que se convierta en el todo de nuestras vidas.

La historia de Pablo es toda otra historia. Se nos presenta con imágenes muy
diferentes y en contraste con la experiencia de todos los otros discípulos. Apóstol,
también él y orgulloso de haber sido llamado por el Señor.

Aunque él mismo reconoce no haber hecho parte del grupo de los doce, reclama su
ser apóstol como una gracia que le fue dada por el Señor, cuando, tumbándolo del
caballo, lo llamó para que se dedicara a llevar el Evangelio a todos aquellos
hermanos que se encontraban fuera del pueblo judío.

Judío de profundas convicciones y de una sólida formación religiosa, Pablo apareció
en la escena del cristianismo como un terrible perseguidor de las primeras
comunidades cristianas, hasta que el Señor se le apareció en el camino de Damasco y
le confió la misión de ir por todo el mundo conocido de su tiempo a llevar la buena
noticia del Evangelio.

Conocido como el apóstol de los gentiles, Pablo fue el iniciador o fundador de
muchas comunidades cristianas, acompañado de todo un grupo de discípulos que,
como él, se habían encontrado con el Señor en sus vidas y se consagraron al anuncio
del Evangelio.

La experiencia que Pablo nos comparte habla de alguien que se encontró con el
Señor y se dejó transformar completamente por él. Su sueño y su lucha fue la de
llegar un día a vivir de tal manera que ya no fuera él quien viviera, sino Cristo quien
viviera en él.

Pablo nos enseña lo que significa haber entendido el don de Dios en la persona de
Jesús y la necesaria transformación que se debe dar cuando nos encontramos con él.
Se trata, como dice Pablo, de llegar a penetrarnos tan profundamente de la vida de
Cristo que nuestra propia vida emane el perfume de Cristo en lo que somos y en lo
que hacemos.

El ideal de Pablo será llegar al final de su vida siendo todo de Cristo y todo para él.
La vida será auténtica sólo cuando se viva en el Señor y la muerte, una ganancia
porque permitirá encontrarse por siempre con él.

Pablo fue un gran misionero que vivió la pasión de Cristo en una vida entregada
totalmente a la evangelización. En su caminar conoció todo tipo de sufrimientos,
persecuciones, maltratos, castigos, naufragios. Todo por ganar a Cristo a los
destinatarios de su misión.

Su ejemplo de vida y la radicalidad de su entrega son para nosotros un desafío que
nos debería de cuestionar en la manera en que vivimos nuestro seguimiento del
Señor y nuestro compromiso con el anuncio del Evangelio.

Pablo es quien nos recuerda con su testimonio cristiano que no existe nadie que
pueda ser excluido del Reino de Dios y que todos los hombres y mujeres de este
mundo está n llamados a encontrarse con el Señor, porque Cristo ha dado su vida por
todos y no por unos cuantos privilegiados.

Finalmente, Pablo nos enseña que la vida cristiana es plena sólo cuando se asume
con responsabilidad la tarea de evangelizar. En una de sus palabras decía con mucha
sencillez, pero al mismo tiempo con gran exigencia: “Ay de mí si no anuncio el
evangelio”.

Pedro y Pablo, como apóstoles de la Iglesia, los reconocemos hoy como pilares
fundamentales que nos recuerdan que la Iglesia se construye a partir de una
relación profunda con el Señor.

Una Iglesia que nace de una amistad entrañable con Jesús en la cual somos ayudados
a crecer cada día como personas muy humanas, pero al mismo tiempo con un
espíritu profundo que nos lleva a reconocer a Cristo como el Redentor que nos salva
y nos ama.

Y, al mismo tiempo, se nos recuerda que somos una Iglesia que, nacida de los
apóstoles, está llamada a ir por todo el mundo a llevar la Buena Nueva del Evangelio.
Aún aquí, en lo inmediato de nuestras vidas, el ejemplo de Pedro y Pablo nos
iluminan para que entendamos que no podemos quedarnos indiferentes y con los
brazos cruzados en un mundo que necesita de Dios.

No podemos quedarnos con el Señor que hemos encontrado en nuestras vidas,
cuando a nuestro alrededor vemos la urgencia de la presencia de Dios en tantas
situaciones de dolor y de sufrimiento, de frialdad y de falta del amor.

Qué san Pedro y san Pablo intercedan por nosotros para que seamos, también hoy,
los pilares, o los apóstoles de una Iglesia y de una humanidad en donde estén
presentes los valores que nos permiten reconocernos hermanos.


A la estela de Pedro y Pablo
P. Manuel João Pereira Correia, mccj

Año C – Solemnidad de los Santos Pedro y Pablo, Apóstoles
Mateo 16,13-19: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo”

Este año, la solemnidad de los Santos Pedro y Pablo, celebrada el 29 de junio, cae en domingo. Es una ocasión para hablar de estos dos grandes apóstoles, alabar al Señor por estas columnas de la Iglesia, pero sobre todo reflexionar sobre el testimonio que nos han dejado.

¡Pedro y Pablo: tan distintos, y sin embargo tan cercanos!

Simón, hijo de Juan, apodado Pedro (Kefás, “piedra”) por Jesús, era un pescador de Cafarnaúm, en la periférica Galilea: un hombre sencillo y rudo, terco y obstinado, entusiasta e impulsivo, generoso pero inconstante, hasta llegar a la cobardía de negar al Maestro. Elegido por Jesús como “cabeza” de la Iglesia (véase el Evangelio: Mt 16,13-19), Pedro se dedicará especialmente a los cristianos de origen judío.

Saulo de Tarso, conocido como Pablo (Paulus, en latín), ciudadano romano, fariseo, hijo de fariseos y fabricante de tiendas por oficio, era, en cambio, un intelectual refinado. Se formó en Jerusalén en la escuela del célebre rabino Gamaliel, y llegó a ser un fanático defensor de la Ley y un perseguidor fervoroso de los cristianos. Hacia el año 36, en el camino de Damasco, Jesús se le aparece: así ocurre la conversión más extraordinaria de la historia de la Iglesia.
Pablo se convierte en el “decimotercer apóstol”, heraldo del Evangelio entre los paganos, griegos y romanos, y el más grande misionero de todos los tiempos. Durante unos treinta años recorrió más de 20.000 km por tierra y mar, movido por su pasión por Cristo. Vacío del “vinagre” del fanatismo, su corazón se llenó de la “miel” del amor de Cristo, convirtiéndose en “instrumento elegido” del Señor (Hch 9,15).

La solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo une en una sola celebración a dos figuras muy distintas, que en vida se encontraron pocas veces, pero que también se enfrentaron por diferencias de opinión. Así nos enseña la Iglesia que la unidad no es uniformidad, sino sinfonía. La vida cristiana es plural y se alimenta de la diversidad.
Una tradición antigua sostiene que ambos fueron martirizados en Roma —Pedro crucificado, Pablo decapitado— el mismo día, durante la persecución de Nerón, entre los años 64 y 67 d.C. El martirio, supremo testimonio de fe y amor a Cristo, los unió.

La sombra misteriosa de Pedro

Cuando pienso en Pedro, me viene a la mente lo que cuentan los Hechos de los Apóstoles sobre su… ¡sombra! Los habitantes de Jerusalén sacaban a los enfermos a las calles, en camillas y lechos, para que, al pasar Pedro, al menos su sombra los cubriera (Hch 5,15).

¿Qué hay más discreto, impalpable y silencioso que una sombra? Y sin embargo, la de Pedro estaba viva y era eficaz. Una sombra misteriosa que dejaba tras de sí luz y vida. Recuerda a Jesús, que “pasó haciendo el bien y sanando a todos” (Hch 10,38). ¡Era sin duda la sombra de Jesús! No hay sombra sin luz: el sol de Cristo iluminaba a Pedro, envolvía su persona, guiaba cada uno de sus pasos. ¡Era Jesús quien se escondía en la sombra de su amigo predilecto!

¿Y nuestra sombra?

Al igual que Pedro, también nosotros estamos llamados a ser sombra de Jesús. Una sombra benéfica que ofrezca alivio y protección, “como la sombra de una gran roca en tierra árida” (Is 32,2).
Mucha gente vive bajo el sol abrasador del hambre, de la injusticia, de la angustia y de la soledad. No serán los grandes discursos ni los gestos espectaculares los que aporten consuelo, sino la sombra silenciosa y amiga de quien se pone al lado.

Vale la pena preguntarse: ¿cómo es nuestra sombra? ¿Qué dejamos tras de nosotros? De vez en cuando conviene echar una mirada furtiva para verla en acción. ¿Está sembrando el bien? ¿O destruye, en la sombra, lo que intentamos construir a la luz? ¿Es luminosa, como proyección del Cristo resucitado? ¿O está oscurecida por el egoísmo, la codicia, la sed de poder o la esclavitud del placer?

Mira la estela que traza tu sombra, y sabrás si el sol de Cristo ilumina de verdad tu vida, o si tu corazón se ha convertido en un agujero negro que devora todo rayo de luz.

¡Una sola persona puede hacer la diferencia!

Difícilmente alguien podrá igualar a Pablo en su pasión por Cristo. Él es, como dijo Benedicto XVI, “el primero después del Único”. Su figura y la Palabra inspirada de sus Cartas siguen siendo un faro para la Iglesia.
Es sorprendente constatar cómo una sola persona, por su fe, su pensamiento o su personalidad, puede cambiar el rumbo de la historia —para bien o para mal. Ejemplos, incluso recientes, no faltan.
En la historia de la salvación, cuando Dios quiere comenzar algo nuevo, elige a una persona, una “levadura” mediante la cual hacer crecer su gracia en la multitud. Es impresionante pensar que el “sí” de muchos pasa, misteriosamente, por el “sí” de uno solo.

Dios en busca de una persona: ¡yo!

Un solo individuo puede marcar la diferencia. Por eso Dios trata de tocar el corazón de alguien para salvar a todo su entorno. Pero a veces no lo encuentra: “Busqué entre ellos alguien que levantara un muro y se pusiera en la brecha frente a mí, en favor de la tierra, y no lo hallé” (Ez 22,30).

Hoy Dios se dirige a cada uno de nosotros, proponiéndonos una fecundidad de vida incalculable. Todo cristiano, sea cual sea su vocación, llega en algún momento a tener que tomar una decisión fundamental:
– Abrazar un estilo de vida cristiano auténtico, siguiendo las huellas de Pedro y Pablo, dejándose elevar por el Espíritu, inspirado por una doble pasión: por Cristo y por la humanidad;
– O bien elegir una vida mediocre, de bajo perfil, limitándose a navegar a vista y a recoger pequeñas satisfacciones cotidianas, volviéndose, con el tiempo, “insignificante”.

¡La apuesta es grande! Del modo en que respondamos puede depender el destino de muchas personas. ¿Encontrará Jesús en nosotros el valor y la generosidad para aceptar el desafío?

comboni2000.org


“Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”
Fr. César Valero Bajo O.P.
Convento del Rosario (Madrid)

Hemos escuchado en el evangelio de San Mateo­­. Descubrimos en Pedro y Pablo la misma y rotunda confesión de fe en el Señor Jesucristo. Sus vidas demuestran lo determinante y absoluto que el Señor fue para ellos. Vivieron por Él y para Él. Sin temor, sin nada ni nadie que pudiera arrebatarles esta plenitud existencial de Cristo Jesús en ellos. Ambos sabían bien de quién se habían fiado.

En verdad nuestra fe es confianza en el inabarcable Misterio de Dios. Ellos se fiaron de su Maestro. Pedro desde el privilegio de compartir vida e historia con Él. Pablo desde la experiencia impactante y radical de quien se le impuso en lo más íntimo de su ser como Señor, Vida y Salvación.

Esta confianza sin fisuras interroga, y reclama respuesta, sobre cómo es en cada uno de nosotros la confianza en el Señor, particularmente cuando la vida nos presenta su rostro más áspero y amargo.

“El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su Reino del cielo”

Le expresa San Pablo a Timoteo en su segunda carta. Qué hermosa e inquebrantable confianza la de Pablo. Fue tan misteriosamente intenso su encuentro con el Señor Resucitado, que todo su ser quedó concentrado en Él. No temió peligro alguno, ni ultrajes, ni inconvenientes por su causa. Su ímpetu evangelizador sigue despertando el asombro en cualquiera que se acerque a su biografía; al contenido de sus cartas; a la confesión de sus sentimientos más profundos, que le hicieron exclamar: “Para mi la vida es Cristo. Y una ganancia el morir. Y todo lo estimo material de desecho con tal de tener a Cristo”.

¿Es así de plena la presencia del Señor en nosotros, capacitándonos para relativizar cualquier otra realidad por atractiva que nos pueda resultar? ¿Es el don de su salvación el que ilumina la realidad de nuestro ser, de nuestro vivir y de nuestro obrar; también de nuestro morir y regreso al Amor que nos originó?

“Mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él”

Nos relata la primera lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles. Me ha parecido tan hermoso este apunte, que no puedo por menos de ofrecérselo para su consideración. Hace apenas unas semanas hemos estado tan pendientes de la despedida del Papa Francisco y de la elección del nuevo Pontífice, el Papa León XIV. El interés mostrado por los diversos medios de comunicación ha contribuido, no poco, a esta expectación a escala mundial. Hoy, que hemos vuelto a la normalidad en la vida de la Iglesia, este interés de los primeros cristianos por la situación de Pedro ha de mantenernos también a nosotros atentos en la comunión y en la intercesión por su actual sucesor al frente del Pueblo de Dios.

Quisiéramos vibrar siempre en oración por las necesidades y proyectos del sucesor de Pedro, para que sea siempre fiel a su servicio de guiar a la Iglesia por la Verdad y la Unidad, realidades tan queridas por el Señor Jesucristo.

Cabría preguntarnos si es así nuestro interés y súplicas por el sucesor de Pedro al frente de la Iglesia, como el que mostraron nuestros hermanos en la fe en el inicio del caminar de la comunidad creyente cristiana por la historia en un contexto de incomprensión y hostilidad que, de alguna manera, siguen también presentes en no pocos lugares en el momento presente.

El servicio de Pedro de fidelidad al Señor y de comunión con Él y entre cuantos creemos en su Nombre, y el ímpetu evangelizador de Pablo, infatigable hasta desgastarse por Cristo, sean para nosotros, y para nuestros días, dos grandes acicates en nuestro compromiso cristiano.

Que inspirados por Pedro y Pablo, roca y fuego de Cristo, nos conceda el Señor mantener de forma plena nuestra confianza en Él, y buscar caminos y actuaciones para darle a conocer en el mundo de hoy.

dominicos.org

Mons. Tesfaye Tadesse, nombrado miembro del Dicasterio para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica

El papa León XIV nombró esta mañana a Mons. Tesfaye Tadesse, misionero comboniano y obispo auxiliar de la archieparquía de Addis Abeba, Etiopía, miembro del Dicasterio para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica.

Mons. Tesfaye Tadesse fue superior General de los Misioneros Comboninanos de 2015 hasta 2024. Había sido elegido en el Capítulo de 2015 y reelegido para un nuevo mandato de seis años en el Capítulo de 2022, que se celebró con un año de retraso a causa de la pandemia del Covid-19. El 6 de noviembre de 2024 el papa Francisco lo nombró obispo auxiliar de la Archieparquía de Addis Abeba, Etiopía, asignándole la sede titular de Cleopátide. Había participado también en la Asamblea del Sínodo de los Obispos sobre la Sinodalidad. Este nombramiento hizo que los combonianos tuviesen que elegir un nuevo superior general.

El 24 de junio de 2025, el papa León XIV lo nombró miembro del dicasterio vaticano que se encarga de todo lo relacionado con los institutos religiosos y las sociedades de vida apostólica.

Visita a las misiones de Sudán después de la guerra

Del 12 al 17 de junio, el superior provincial, P. Diego Dalle Carbonare, y el ecónomo provincial, P. Lorenzo Baccin, fueron a Jartum para visitar las tres primeras misiones que la provincia tuvo que suspender a causa de la guerra: Khartoum Bahri, Comboni College y Masalma (Omdurman). Durante su visita, pudieron reencontrarse con el padre Yousif William, que permanece en los suburbios del suroeste de Omdurman (Jabarona) desde el comienzo del conflicto.

La visita puso de manifiesto que diferentes partes de la ciudad han sufrido daños de distinta consideración, primero por los combates y los disparos, y después también por los saqueos. Afortunadamente, como ocurre con gran parte del resto de los bienes de la Iglesia, la mayoría de los daños son parciales, por lo que cabe esperar reparaciones. Sin embargo, por otro lado, es evidente que, sobre todo en la zona central de Jartum, donde se encuentra el Comboni College, las infraestructuras básicas (electricidad y agua) han sufrido graves daños y su restauración llevará quizá años.

En resumen, mientras que en algunos distritos periféricos de Omdurman y otros al este y al sur de Jartum la vida parece continuar, el centro es una ciudad fantasma, dominada por un silencio sobrecogedor. Hay muchos cristianos en las zonas periféricas de Jartum que esperan el regreso de sacerdotes y agentes de pastoral, y esto también nos interpela para un regreso, que puede ser gradual, pero que sin duda nos interpela profundamente.

Otro escenario, sin embargo, está presente en El Obeid, donde en las últimas semanas algunos soldados han ocupado nuestra casa y se refugian allí, para evitar el bombardeo de los drones de las Fuerzas de Apoyo Rápido, que tienen como objetivo sus cuarteles. Peores noticias llegaron desde el oeste cuando el jueves 12 de junio, en Fasher (Darfur), el padre Luka Jumu, sacerdote diocesano de la diócesis de El Obeid, fue asesinado tras un nuevo bombardeo de la casa en la que se encontraba.

Ver más fotos en: comboni.org

Fallece el P. Elio Benedetti

el 21 de junio nos llegó la triste noticia del fallecimiento del comboniano P. Elio Benedetti. Fue uno de los formadores en el seminario de La Paz, una obra que fue la gran prioridad del p. Juan Giordani tras ser nombrado prefecto apostólico en 1952. El P. Elio siempre fue admirado y recordado por sus cualidades musicales y poéticas.

El P. Elio Benedetti nació en Segonzano (Trento, Italia) el 27 de noviembre de 1928. Realizó estudios regulares de Filosofía y Teología en varias casas combonianas de Italia. Hizo su primera profesión religiosas el 9 de septiembre de 1949 y fue ordenado sacerdote en Milán por el cardenal Giovanni Battista Montini el 26 de mayo de 1956. Obtuvo la licenciatura en Psicología Pedagógica Aplicada en la Universidad Católica de Milán. Según cuenta Carlo Castellini en el periódico “Ildialogo“, obtuvo el Diploma de Canto Gregoriano en la Escuela Superior de Música Sacra de Roma. Formó parte de la Comisión Preparatoria del Concilio Vaticano II, donde fue un firme defensor de la introducción de la lengua vernácula y la música moderna en la liturgia sagrada. Completó su formación musical estudiando composición con el maestro Picchi. En 1966 obtuvo la cátedra de Música en la Universidad de León, en México. En 1968 realizó un curso de Dirección de Orquesta con Berenstain. Compuso varias obras gramaticales, interpretadas principalmente en México y California. Destaca su producción de motetes y composiciones sacras, especialmente para jóvenes y niños. También fue intensa su actividad como concertista y director de orquesta.

En 1965 llegó a México, donde estuvo más de 10 años, trabajando entre otros ministerios, como formador del seminario de La Paz, durante el tiempo de la prefectura apostólica.

En 1976 debe abandonar México al ser amenazado por la masonería y ya no volverá. Tras pasar por varias comunidades en Italia, es destinado a la residencia de ancianos y enfermos de Castel d’Azzano, donde falleció el 21 de junio de 2025.

Proximamente publicaremos una semblanza más completa.

Cuerpo y Sangre de Cristo

  • Génesis 14,18-20
  • Salmo 109
  • 1Corintios 11,23-26
  • Lucas 9,11-17

“En aquel tiempo, Jesús habló del Reino de Dios a la multitud y curó a los enfermos. Cuando caía la tarde, los doce apóstoles se acercaron a decirle: “Despide a la gente para que vayan a los pueblos y caseríos a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en un lugar solitario”. Él les contestó: “Denles ustedes de comer”. Pero ellos le replicaron: “No tenemos más que cinco panes y dos pescados; a no ser que vayamos nosotros mismos a comprar víveres para toda esta gente”. Eran como cinco mil varones. Entonces Jesús dijo a sus discípulos: “Hagan que se sienten en grupos como de cincuenta”. Así lo hicieron, y todos se sentaron. Después Jesús tomó en sus manos los cinco panes y los dos pescados, y levantando su mirada al cielo, pronunció sobre ellos una oración de acción de gracias, los partió y los fue dando a los discípulos, para que ellos los distribuyeran entre la gente. Comieron todos y se saciaron, y de lo que sobró se llenaron doce canastos.” (Lucas 9, 11b-17)

Corpus Christi
P. Enrique Sánchez, mccj

Las lecturas de este domingo nos invitan a centrar nuestra atención en el don de la Eucaristía, en la cual tenemos la dicha de recibir al Señor y reconocerlo presente en el pan y en el vino que se convierten en su cuerpo y en su sangre.

El pan y el vino desde el antiguo testamento son considerados una bendición y algo que nos recuerda que para vivir necesitamos nutrirnos. Pero, al mismo tiempo se nos ayuda a entender que para vivir no es suficiente llenar el vientre; también es necesario descubrir que lo que realmente nos brinda la vida es lo que recibimos de la mano de Dios, como don y bendición suya. Melquisedec, el sacerdote que va al encuentro de Abrán, ofrece pan y vino como sı́mbolos de la vida que pasa a través de él y une a esos dones la bendición de Dios quien es el poseedor de la vida.

En la segunda lectura San Pablo en su primera carta a los Corintios nos deja el testimonio más antiguo de lo que fue la institución de la Eucaristía, recordando el día en que Jesús, antes de iniciar el camino de su pasión, había reunido a los apóstoles en el cenáculo para entregarles el pan y el vino que se convertirían, a partir de aquel día, en su cuerpo y en su sangre.

Y así ha sido, cada vez que nos reunimos como comunidad para celebrar el memorial de la muerte y del la resurrección del Señor un pequeño trozo de pan y un poco de vino se convierten para nosotros en su cuerpo y en su sangre. En ese pan y en ese vino reconocemos la presencia actual del Señor que sigue estando entre nosotros y que nos recuerda que sólo en él tendremos vida.

Cristo sabia bien que sus discípulos necesitarían ser sostenidos y mantenidos en su fe y esa necesidad sólo podía ser garantizada por su presencia en medio de ellos. La promesa del Señor fue siempre que él estaría con ellos hasta el final del mundo. Pero Jesús sabia también que necesitarían nutrir y sostener la pequeña experiencia de fe que iba naciendo en sus corazones y para eso, al parecer, las palabras no eran suficientes. Para hacerles entender sus promesas Jesús sabia que no eran suficientes las promesas, hacia falta también algo que pudieran ver y tocar.

El pan y el vino fueron esos signos que no era necesario explicar para que todas las personas pudiesen comprender. Así como el pan y el vino satisfacen la necesidades más fundaméntales de sus vidas, ası́ será mi cuerpo y mi sangre para que sientan en ustedes la presencia de la vida de Dios que los hará vivir verdaderamente.

La celebración de la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo es la fiesta de la Eucaristía, de la acción de gracias por ese sacramento que nos permite tener siempre al Señor con nosotros y que nos ayuda a entrar en una manera nueva de concebir nuestra existencia. En la Eucaristı́a Cristo se ofrece, se entrega, se dona él mismo.

Ya no ofrece victimas y sacrificios, como hacían los sacerdotes de su tiempo; es él mismo quien se presenta a su Padre como la victima que se entrega para que aquellos que le fueron dados, a los que el Padre lo envió, pudieran tener vida. Entregando su cuerpo y su sangre sobre el altar del sacrificio, Jesús nos enseña que lo importante está en el don, en la entrega. Ahí nos enseña que la verdadera vida se alcanza cuando, como él, seremos capaces de entregarnos a los demás como dones, como bendiciones para los hermanos que Dios va poniendo en nuestro camino.

Esto que nos puede parecer un poquito difícil de entender se hace muy claro cuando escuchamos el evangelio de este domingo que nos cuenta la multiplicación de los panes y de los peces con los que Jesús dio de comer a una multitud.

Con ese milagro Jesús ayuda a sus discípulos a cambiar de mentalidad y a abrirse a la novedad de Dios que nos sorprende a diario con tantas bendiciones. Ante el mandato de Jesús de dar de comer a la multitud, ellos pretendían resolver una necesidad con sus criterios calculadores; pero Jesús invitándoles a dar ellos mismos de comer hace que entiendan que con la bendición de Dios ellos pueden ser el don de vida para los demás. La novedad está en que no se trata de dar algo que puede satisfacer temporalmente una necesidad, sino de darse ellos mismos como depositarios de una vida que es bendición de Dios.

Esto nos ayuda también a nosotros a entender que participando nosotros en la Eucaristía vivimos ese mismo misterio. Muchas veces vamos con la idea de recibir algo de Dios que nos dé respuestas a nuestras necesidades de vida, de paz, de reconciliación, de seguridad y cuántas más. En realidad lo que recibimos es el don de Dios que nos transforma en bendición para los demás porque celebrando la Eucaristía es el cuerpo y la sangre del Señor que hace de nosotros personas nuevas que se convierten en don para los demás.

En las palabras de Jesús a sus discípulos diciéndoles : “denles ustedes de comer,” el Señor nos recuerda el compromiso que asumimos cuando nos nutrimos de su cuerpo y de su sangre. Porque no es posible que celebremos la Eucaristía e ignoremos la realidad de tantos hermanos que sufren a nuestro alrededor. No podemos recibir el cuerpo y la sangre del Señor y pasar indiferentes ante el dolor del cuerpo de Cristo que padece en tantos hermanos que viven en el margen de nuestra sociedad.

No podemos beber la sangre del Señor cuando vemos que esa misma sangre está siendo derramada en tantas victimas inocentes que son sacrificadas por la violencia y lo absurdo de tantas guerras o la intolerancia de quienes tienen el poder en sus manos.

Con la multiplicación de los panes en el Evangelio Jesús nos invita a entrar en su lógica que mueve a la comunión, a crear solidaridad que se traduzca en fraternidad. Nos invita a romper con un modo de pensar en donde cada uno tiene que aprender a arreglárselas para su propio bien y sus propios intereses.

Celebrando la Eucaristía nos hacemos conscientes de que todos estamos llamados a ser una solo cuerpo, en el cuerpo de Cristo, y que ese cuerpo que se parte para ser compartido, nos obliga a vivir entregándonos a los demás para poder ser uno en Cristo.

Participar a la fracción del cuerpo y de la sangre del Señor, y este fue su último mandamiento, seguramente nos llena de alegría, pero al mismo tiempo se convierte en compromiso que nos lleva a vivir pendientes de las necesidades de los demás.

De esta manera la Eucaristía no será una simple devoción con la que cumplimos semanalmente, sino una experiencia de vida que nos permitirá sentir en nosotros el cuerpo y la sangre del Señor como la bendición más grande que nos permite avanzar en nuestra experiencia de fe y en la alegría de poder ser presencia de Dios en la vida de los demás.

Qué la comunión al cuerpo y a la sangre de Cristo nos guarden para la vida eterna.


Eucaristía, escuela de bendición y de compartir
Papa Francisco

La Palabra de Dios nos ayuda hoy a redescubrir dos verbos sencillos, dos verbos esenciales para la vida de cada día: decir dar.

Decir. En la primera lectura, Melquisedec dice: «Bendito sea Abrán por el Dios altísimo […]; bendito sea el Dios altísimo» (Gn 14,19-20). El decir de Melquisedec es bendecir. Él bendice a Abraham, en quien todas las familias de la tierra serán bendecidas (cf. Gn 12,3; Ga 3,8). Todo comienza desde la bendición: las palabras de bien engendran una historia de bien. Lo mismo sucede en el Evangelio: antes de multiplicar los panes, Jesús los bendice: «tomando él los cinco panes y los dos peces y alzando la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los iba dando a los discípulos» (Lc 9,16). La bendición hace que cinco panes sean alimento para una multitud: hace brotar una cascada de bien.

¿Por qué bendecir hace bien? Porque es la transformación de la palabra en don. Cuando se bendice, no se hace algo para sí mismo, sino para los demás. Bendecir no es decir palabras bonitas, no es usar palabras de circunstancia: no; es decir bien, decir con amor. Así lo hizo Melquisedec, diciendo espontáneamente bien de Abraham, sin que él hubiera dicho ni hecho nada por él. Esto es lo que hizo Jesús, mostrando el significado de la bendición con la distribución gratuita de los panes. Cuántas veces también nosotros hemos sido bendecidos, en la iglesia o en nuestras casas, cuántas veces hemos escuchado palabras que nos han hecho bien, o una señal de la cruz en la frente… Nos hemos convertido en bendecidos el día del Bautismo, y al final de cada misa somos bendecidos. La Eucaristía es una escuela de bendición. Dios dice bien de nosotros, sus hijos amados, y así nos anima a seguir adelante. Y nosotros bendecimos a Dios en nuestras asambleas (cf. Sal 68,27), recuperando el sabor de la alabanza, que libera y sana el corazón. Vamos a Misa con la certeza de ser bendecidos por el Señor, y salimos para bendecir nosotros a su vez, para ser canales de bien en el mundo.

También para nosotros: es importante que los pastores nos acordemos de bendecir al pueblo de Dios. Queridos sacerdotes, no tengáis miedo de bendecir, bendecir al pueblo de Dios. Queridos sacerdotes: Id adelante con la bendición: el Señor desea decir bien de su pueblo, está feliz de que sintamos su afecto por nosotros. Y solo en cuanto bendecidos podremos bendecir a los demás con la misma unción de amor. Es triste ver con qué facilidad hoy se hace lo contrario: se maldice, se desprecia, se insulta. Presos de un excesivo arrebato, no se consigue aguantar y se descarga la ira con cualquiera y por cualquier cosa. A menudo, por desgracia, el que grita más y con más fuerza, el que está más enfadado, parece que tiene razón y recibe la aprobación de los demás. Nosotros, que comemos el Pan que contiene en sí todo deleite, no nos dejemos contagiar por la arrogancia, no dejemos que la amargura nos llene. El pueblo de Dios ama la alabanza, no vive de quejas; está hecho para las bendiciones, no para las lamentaciones. Ante la Eucaristía, ante Jesús convertido en Pan, ante este Pan humilde que contiene todo el bien de la Iglesia, aprendamos a bendecir lo que tenemos, a alabar a Dios, a bendecir y no a maldecir nuestro pasado, a regalar palabras buenas a los demás.

El segundo verbo es dar. El “decir” va seguido del “dar”, como Abraham que, bendecido por Melquisedec, «le dio el diezmo de todo» (Gn 14,20). Como Jesús que, después de recitar la bendición, dio el pan para ser distribuido, revelando así el significado más hermoso: el pan no es solo un producto de consumo, sino también un modo de compartir. En efecto, sorprende que en la narración de la multiplicación de los panes nunca se habla de multiplicar. Por el contrario, los verbos utilizados son “partir, dar, distribuir” (cf. Lc 9,16). En resumen, no se destaca la multiplicación, sino el compartir. Es importante: Jesús no hace magia, no transforma los cinco panes en cinco mil y luego dice: “Ahora, distribuidlos”. No. Jesús reza, bendice esos cinco panes y comienza a partirlos, confiando en el Padre. Y esos cinco panes no se acaban. Esto no es magia, es confianza en Dios y en su providencia.

En el mundo siempre se busca aumentar las ganancias, incrementar la facturación… Sí, pero, ¿cuál es el propósito? ¿Es dar o tener? ¿Compartir o acumular? La “economía” del Evangelio multiplica compartiendo, nutre distribuyendo, no satisface la voracidad de unos pocos, sino que da vida al mundo (cf. Jn 6,33). El verbo de Jesús no es tener, sino dar.

La petición que él hace a los discípulos es perentoria: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9,13). Tratemos de imaginar el razonamiento que habrán hecho los discípulos: “¿No tenemos pan para nosotros y debemos pensar en los demás? ¿Por qué deberíamos darles nosotros de comer, si a lo que han venido es a escuchar a nuestro Maestro? Si no han traído comida, que vuelvan a casa, es su problema, o que nos den dinero y lo compraremos”. No son razonamientos equivocados, pero no son los de Jesús, que no escucha otras razones: Dadles vosotros de comer. Lo que tenemos da fruto si lo damos —esto es lo que Jesús quiere decirnos—; y no importa si es poco o mucho. El Señor hace cosas grandes con nuestra pequeñez, como hizo con los cinco panes. No realiza milagros con acciones espectaculares, no tiene la varita mágica, sino que actúa con gestos humildes. La omnipotencia de Dios es humilde, hecha sólo de amor. Y el amor hace obras grandes con lo pequeño. La Eucaristía nos los enseña: allí está Dios encerrado en un pedacito de pan. Sencillo y esencial, Pan partido y compartido, la Eucaristía que recibimos nos transmite la mentalidad de Dios. Y nos lleva a entregarnos a los demás. Es antídoto contra el “lo siento, pero no me concierne”, contra el “no tengo tiempo, no puedo, no es asunto mío”; contra el mirar desde la otra orilla.

En nuestra ciudad, hambrienta de amor y atención, que sufre la degradación y el  abandono, frente a tantas personas ancianas y solas, familias en dificultad, jóvenes que luchan con dificultad para ganarse el pan y alimentar sus sueños, el Señor te dice: “Tú mismo, dales de comer”. Y tú puedes responder: “Tengo poco, no soy capaz para estas cosas”. No es verdad, lo poco que tienes es mucho a los ojos de Jesús si no lo guardas para ti mismo, si lo arriesgas. También tú, arriesga. Y no estás solo: tienes la Eucaristía, el Pan del camino, el Pan de Jesús. También esta tarde nos nutriremos de su Cuerpo entregado. Si lo recibimos con el corazón, este Pan desatará en nosotros la fuerza del amor: nos sentiremos bendecidos y amados, y querremos bendecir y amar, comenzando desde aquí, desde nuestra ciudad, desde las calles que recorreremos esta tarde. El Señor viene a nuestras calles para decir-bien, decir bien de nosotros y para darnos ánimo, darnos ánimo a nosotros. También nos pide que seamos don y bendición.

Domingo, 23 de junio de 2019


HACER MEMORIA DE JESÚS
José A. Pagola

Comieron todos.

Al narrar la última Cena de Jesús con sus discípulos, las primeras generaciones cristianas recordaban el deseo expresado de manera solemne por su Maestro: «Haced esto en memoria mía». Así lo recogen el evangelista Lucas y Pablo, el evangelizador de los gentiles.

Desde su origen, la Cena del Señor ha sido celebrada por los cristianos para hacer memoria de Jesús, actualizar su presencia viva en medio de nosotros y alimentar nuestra fe en él, en su mensaje y en su vida entregada por nosotros hasta la muerte. Recordemos cuatro momentos significativos en la estructura actual de la misa. Los hemos de vivir desde dentro y en comunidad.

La escucha del Evangelio.

Hacemos memoria de Jesús cuando escuchamos en los evangelios el relato de su vida y su mensaje. Los evangelios han sido escritos, precisamente, para guardar el recuerdo de Jesús alimentando así la fe y el seguimiento de sus discípulos.

Del relato evangélico no aprendemos doctrina sino, sobre todo, la manera de ser y de actuar de Jesús, que ha de inspirar y modelar nuestra vida. Por eso, lo hemos de escuchar en actitud de discípulos que quieren aprender a pensar, sentir, amar y vivir como él.

La memoria de la Cena.

Hacemos memoria de la acción salvadora de Jesús escuchando con fe sus palabras: «Esto es mi cuerpo. Vedme en estos trozos de pan entregándome por vosotros hasta la muerte… Este es el cáliz de mi sangre. La he derramado para el perdón de vuestros pecados. Así me recordaréis siempre. Os he amado hasta el extremo».

En este momento confesamos nuestra fe en Jesucristo haciendo una síntesis del misterio de nuestra salvación: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven, Señor Jesús». Nos sentimos salvados por Cristo, nuestro Señor.

La oración de Jesús.

Antes de comulgar, pronunciamos la oración que nos enseñó Jesús. Primero, nos identificamos con los tres grandes deseos que llevaba en su corazón: el respeto absoluto a Dios, la venida de su reino de justicia y el cumplimiento de su voluntad de Padre. Luego, con sus cuatro peticiones al Padre: pan para todos, perdón y misericordia, superación de la tentación y liberación de todo mal.

La comunión con Jesús.

Nos acercamos como pobres, con la mano tendida; tomamos el Pan de la vida; comulgamos haciendo un acto de fe; acogemos en silencio a Jesús en nuestro corazón y en nuestra vida: «Señor, quiero comulgar contigo, seguir tus pasos, vivir animado con tu espíritu y colaborar en tu proyecto de hacer un mundo más humano».

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INVITADOS AL BANQUETE DE LA PALABRA Y EL PAN
Fernando Armellini

Introducción

Jesús no nos ha dejado una estatua suya, una fotografía, una reliquia. Ha querido seguir estando presente entre sus discípulos como alimento. El alimento no se coloca en la mesa para ser contemplado sino consumido. Los cristianos que van a misa, pero no se acercan a la Comunión deben tomar conciencia para participar plenamente en la celebración eucarística.

El alimento se convierte en parte de nosotros mismos. Comiendo el Cuerpo y bebiendo la Sangre de Cristo aceptamos su invitación a identificarnos con Él. Decimos a Dios y a la comunidad que intentamos formar con Cristo un solo Cuerpo, que deseamos asimilar su gesto de Amor y que queremos entregar nuestra vida a los hermanos, como Él ha hecho. Esta elección comprometida no la hacemos solos sino junto con toda la comunidad. La Eucaristía no es un alimento para consumirlo en soledad: es Pan partido y compartido entre hermanos. No es concebible que, por una parte, se realice en medio de la comunidad el gesto que indica unidad, compartir, igualdad, don mutuo y, por otra, se perpetúen los malentendidos, los odios, los celos, la acumulación de bienes, la opresión al interior de esa misma comunidad.

Una comunidad que celebra el rito de “partir el Pan” en estas condiciones indignas come y bebe, como dice Pablo, su propia condenación (1 Cor 11,28-29). Es una comunidad que hace del sacramento una mentira. Es como una joven que, sonriendo, acepta del novio el anillo, símbolo de la unión de un amor indisoluble y, al mismo tiempo, lo traiciona con otros amantes.

Evangelio

Hay muchos modos de explicar qué es la Eucaristía. Pablo selecciona uno: narra, como hemos visto, su institución durante la Última Cena. Lucas elige otro: toma un episodio de la vida de Jesús, el de la multiplicación de los panes, y lo relee desde una óptica eucarística. Es decir, lo utiliza para hacer comprender a los cristianos de sus comunidades qué significado tiene el gesto de partir el pan que ellos repiten regularmente, todas las semanas, en el día del Señor.

Si el pasaje del evangelio de hoy se lee como crónica detallada de un hecho, nos encontraremos con una serie de dificultades: no se comprende, en primer lugar, qué hacen cinco mil hombres en un lugar desierto (v. 12), ni sabemos de dónde pudo venir tanta gente (v. 14). Es asimismo extraño que también los peces sean despedazados (v. 16) o de dónde salieron las doce cestas para las sobras… ¿Las trajo vacías la gente? La comida, por otra parte, ha tenido lugar al caer de la tarde (v. 12) y uno se pregunta cómo se las arreglarían los Doce, en la oscuridad, para poner orden entre tanta gente y repartirles después los panes y los peces.

Evidentemente no estamos ante un reportaje y carece, por tanto, de sentido preguntarse cómo sucedieron exactamente los hechos porque es difícil establecerlo. El evangelista ha desarrollado una reflexión teológica tendiendo como trasfondo un acontecimiento de la vida de Jesús. A nosotros, más que saber lo que pasó, nos interesa captar el mensaje que quiere transmitirnos.

La primera clave de lectura que proponemos es el Antiguo Testamento. Los cristianos de las comunidades de Lucas estaban habituados al lenguaje bíblico y captaban inmediatamente las alusiones, que se nos escapan a nosotros, a hechos, textos, expresiones, personajes del Antiguo Testamento. El relato de la distribución de los panes evocaba en ellos:

El relato del maná, el alimento dado milagrosamente por Dios a su pueblo en el desierto (cf. Éx 16; Núm 11). También el Pan dado por Jesús viene del cielo.

La profecía hecha a Moisés: “El Señor tu Dios te suscitará un profeta como yo, lo hará surgir entre ustedes, de entre sus hermanos; y es a Él a quien escucharán (Deut 18,15). Jesús, que repite uno de los signos realizados por Moisés, es ese profeta esperado.

Las palabras de Isaías: “¿Por qué gastan el dinero en lo que no alimenta y el salario en lo que no deja satisfecho? Escúchenme atentos y comerán bien, se deleitarán con platos substanciosos. Busquen al Señor mientras se deje encontrar; llámenlo mientras está cerca” (Is 55,1-2.6).

La multiplicación de los panes realizada por Eliseo (cf. 2 Re 4,42-44). El milagro realizado por Jesús parece ser una fotocopia a gran escala del milagro de Eliseo.

Estas alusiones al Antiguo Testamento las subraya Lucas por su referencia a la celebración de la Eucaristía tal como se realizaba en sus comunidades. Comencemos por el primer versículo (v. 11) que, desafortunadamente, no viene completo en nuestro Leccionario. Retomemos la parte que falta: “Jesús los recibió (a la multitud) y les hablaba…”. Solo Lucas dice que, cuando la multitud llegó a Betsaida, “Jesús los recibió y les hablaba del reino de Dios”. Se ha retirado aparte con sus discípulos, buscando quizás un momento de quietud; pero la gente, necesitada de su palabra y de su ayuda, lo sigue hasta donde estaba y Él los recibe, les anuncia la Buena Noticia del reino de Dios y cura a los enfermos. Recibir significa prestar atención, dejarse envolver por las carencias de los demás, mostrar interés por sus necesidades materiales y espirituales.

En este primer versículo, la referencia a la celebración eucarística es evidente: la liturgia del día del Señor comienza siempre con el gesto del celebrante que recibe a la comunidad, le da la bienvenida, le desea paz y le anuncia el reino de Dios. Como Jesús, también el celebrante recibe a todos. Bienvenidos son los buenos y bienvenidos son los pecadores, los enfermos, los débiles, los excluidos, quienes buscan una palabra de esperanza y de perdón; a nadie se le cierra la puerta.

También Pablo, al concluir el capítulo sobre la Eucaristía del que se ha sacado el pasaje de la segunda lectura de hoy, recomienda esta bienvenida a los cristianos de Corinto: “Así, hermanos míos, cuando se reúnan para la cena, espérense unos a otros” (1 Cor 11,33). En el v.12 se indica la hora en la que Jesús distribuye su pan: caía la tarde.

‘Caía la tarde’ es una indicación preciosa y conmovedora al mismo tiempo. La encontramos también en el relato de los discípulos de Emaús: “Quédate con nosotros, dicen los discípulos al compañero de viaje, que se hace tarde y el día se acaba” (cf. Lc 24,29). Este detalle nos informa sobre la hora en que, el sábado por la tarde, se celebraba la Santa Cena en las comunidades de Lucas.

El lugar desierto (v. 12) tiene también un significado teológico: recuerda el camino del pueblo de Israel que, habiendo dejado la tierra de la esclavitud, se ha puesto en marcha hacia la tierra prometida siendo alimentado con el maná durante su travesía del desierto. La comunidad que celebra la Eucaristía está compuesta de caminantes que están realizando un éxodo. Han tenido el coraje de abandonar casas, ciudades, amigos, el estilo de vida que llevaban antes y están de camino para escuchar al Maestro y ser sanados por Él. Como Israel, se han adentrado en el desierto rumbo a la libertad. Otros, que también oyeron la voz del Señor, prefirieron quedarse donde estaban, no quisieron correr riesgos. Se privaron, desafortunadamente, del alimento que Jesús da a quien lo sigue.

Jesús ordena a los Doce dar de comer a la muchedumbre (vv. 12-14). La primera reacción de los Doce es de estupor, sorpresa, sensación de haber sido llamados para una tarea inmensa, absurda, imposible. Sugieren una propuesta que contradice el gesto de bienvenida con que Jesús ha recibido a la muchedumbre; los discípulos, en cambio, quieren deshacerse de la gente, enviarla a casa, alejarla, dispersarla…y que cada uno se las arregle como pueda.

No se dan cuenta del don que Jesús va a poner en sus manos: el Pan de la Palabra y el Pan de la Eucaristía. No comprenden que su bendición multiplicará al infinito este alimento que sacia todo hambre: el hambre de felicidad, de amor, de justicia, de paz, de descubrir el sentido de la vida, el ansia de un mundo nuevo. Se trata de carencias tan vitales e irrefrenables que, a veces, empujan a llenarse del alimento que no sacia, que incluso puede acentuar el hambre o provocar náusea. Por eso el Maestro insiste: el mundo está esperando alimento de ustedes: denles ustedes de comer.

Su Palabra es un pan que se multiplica milagrosamente: quien recibe el Evangelio alimentando con él la propia vida, quien asimila la Persona de Cristo comiendo Pan eucarístico, siente a su vez la necesidad de hacer participar a los demás del propio descubrimiento y de la propia alegría y de comenzar a distribuir, también ellos, el pan que ha saciado su hambre. Se inicia así un proceso imparable de compartir… y las doce cestas estarán siempre llenas y preparadas para recomenzar la distribución. Mientras más aumenten aquellos que se alimentan del Pan de la Palabra de Dios y de la Eucaristía, más se multiplica el pan distribuido a los hambrientos.

El v. 14 indica un detalle curioso: Jesús no quiere que su alimento sea consumido en solitario, cada uno por cuenta propia, como se hace en un auto-servicio. Tampoco hay que favorecer los grupos demasiado grandes porque las personas no se conocen entre sí, no pueden establecer relaciones de amistad, de ayuda mutua, de hermandad.

En tiempos de Lucas el número ideal de miembros de una comunidad era probablemente alrededor de cincuenta. Recordemos que, en los primeros siglos, la Eucaristía no se celebraba en iglesias (no se podían construir iglesias porque el cristianismo no estaba aún reconocido por el Imperio romano) sino en alguna sala grande (cf. Hech 2,46) de casas particulares, por lo que el número de participantes era necesariamente limitado. Podría ser que una de las razones de la pereza, frialdad, falta de iniciativa de algunas de nuestras comunidades cristianas de hoy sea precisamente el número elevado de participantes.

En el Nuevo Testamento solo Lucas usa, hasta cinco veces, el verbo griego kataklinein, “reclinarse a la mesa’” (v. 15). Señalaba la posición de los hombres libres cuando participaban de un banquete solemne. Los israelitas se reclinaban así alrededor de los alimentos de la cena pascual. Resulta impropio emplear este verbo en una situación como la descrita en el evangelio de hoy, es decir, referido a gente que se encuentra en el desierto, al aire libre y que habitualmente se sienta con las piernas cruzadas. Si Lucas emplea esta expresión, lo hace por un motivo teológico: para aludir a otra comida, a la de la comunidad cristiana sentada alrededor de la mesa eucarística conformada por personas libres.

La fórmula con que se describe la multiplicación de los panes nos es conocida: “Tomó los panes (y los pescados) alzó la vista al cielo, los bendijo, los partió y se los fue dando… (v. 16). Son estos también los gestos realizados por el sacerdote en la celebración de la Eucaristía (cf. Lc 22,19). Parece como si Lucas estuviera profanando un poco las palabras del acto sacramental, confundiendo las cosas de la tierra con las del cielo, las necesidades materiales con las del espíritu. ¿No es peligrosa para la fe esta ‘mezcolanza’ de materia y espíritu? Peligroso es justamente lo contrario: desligar la Eucaristía de la vida de los hombres, elevarla a las nubes. Son una mentira las Eucaristías que no celebran también el empeño concreto de toda una comunidad para que se multiplique el pan material, de modo que todos puedan comer y que aun sobre. La comunión de bienes está representada en la Eucaristía por el Ofertorio. Es éste el momento en que cada miembro de la comunidad presenta su oferta generosa para que sea distribuida entre los necesitados.

Nos preguntamos frecuentemente: ¿Qué ocurrió con los peces? Pues toda la atención parece concentrada en los panes. De hecho, también los peces son, extrañamente, ‘troceados’ y distribuidos juntamente con el pan (v. 16). En las comunidades del tiempo de Lucas el pez se había convertido en símbolo de Cristo. Las letras que componen la palabra griega ichthys (pez) se habían convertido en el acróstico «Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador». El pez es Jesús mismo convertido en alimento en la Eucaristía.

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“Hambre de Dios: ¡Sí! – Hambre de pan: ¡No!”
Romeo Ballan, mccj

El misterio de Dios, en sus diferentes manifestaciones (Trinidad, Encarnación, Pascua, Eucaristía…), se nos da como don para contemplarlo, amarlo, vivirlo, anunciarlo. La Iglesia acoge tales dones, como lo subraya muy bien San Pablo con respecto a la Eucaristía (II lectura): él transmite a la comunidad de Corinto la “tradición que procede del Señor” sobre el sacramento del pan y del vino, instituido por el Señor Jesús “en la noche en que iban a entregarlo” (v. 23). La Eucaristía es oblación total de Cristo por la vida del mundo; es mensaje para proclamarlo a todos “hasta que Él vuelva” (v. 26); es presencia real de Cristo bajo el signo del pan y del vino, prefigurado en la ofrenda de Melquisedec (I lectura).

La Iglesia vive de la Eucaristía”. La Eucaristía hace la Iglesia y la Iglesia celebra la Eucaristía. Ya desde el día de Pentecostés, el Sacramento eucarístico marca los días de la Iglesia, “llenándolos de confiada esperanza”, afirma Juan Pablo II en la encíclica Ecclesia de Eucharistia (n. 1). La muchedumbre seguía a Jesús en el desierto (Evangelio); así hoy la gente tiene una necesidad insoslayable de satisfacer el hambre de pan que alimenta el cuerpo, e igualmente el hambre de la Palabra de Dios y del Pan eucarístico. En el proyecto de Dios no cabe separar un hambre de la otra: cada persona tiene necesidad y derecho a satisfacer ambas. De esta doble necesidad nace el imperativo de la misión global, entendida como servicio al hombre y como anuncio del Evangelio.

La Eucaristía es el don divino para que toda la familia humana tenga vida en abundancia; es el don nuevo y definitivo que Cristo confía a la Iglesia peregrina y misionera en el desierto del mundo. La Eucaristía estimula a vivir la comunión fraterna, el encuentro ecuménico, la actividad misionera con ardor generoso y creativo “para que una sola fe ilumine y una sola caridad reúna a la humanidad difusa en toda la tierra” (Prefacio). La persona y la comunidad que hacen la experiencia de Cristo en la Eucaristía se sienten motivadas a compartir con otros el don recibido: la misión nace de la Eucaristía y reconduce a ella. (A este respecto cabe recordar la ponencia del entonces arzobispo de Manila, el Card. Jaime L. Sin, en el Congreso Eucarístico Internacional de Sevilla -junio de 1993- sobre el tema: “La Eucaristía: convocatoria y estímulo, llamada y desafío a la evangelización. La Eucaristía como evento misionero”).

Recuerdo con emoción el encuentro de Juan Pablo II con un millón de pobres en Villa El Salvador, en la periferia de Lima (Perú) en la mañana del 5 de febrero de 1985. Durante su homilía sobre el Evangelio de la multiplicación de los panes, el Papa subrayócon fuerza las palabras de Jesús: “Denles ustedes de comer” (v. 13). Jesús no resuelve Él solo este milagro; lo abre a la corresponsabilidad de los discípulosAl final del encuentro, el Papa ofreció, improvisando, una síntesis del mensaje cristiano y de la misión de la Iglesia: “Hambre de Dios: ¡Sí! – Hambre de pan: ¡No! El deseo, el hambre y la sed de Dios han de ocupar siempre el primer lugar y es preciso cultivarlos. Pero en el nombre de este mismo Dios, se debe desterrar el hambre que mata a las personas. Lo mismo vale para cualquier otra hambre: de instrucción, salud, familia, trabajo, perdón, reconciliación, amor, incluido el amor conyugal. Este es el proyecto cristiano para la transformación del mundo. ¡Un verdadero proyecto ‘revolucionario!’ Este programa adquiere nuevo vigor si lo contemplamos delante del Corazón de Cristo, cuya fiesta celebraremos el próximo viernes.

Los 12 canastos que sobraron no dicen solo que todosse han saciado. Decir ‘12’ significa decir todos los pueblos. Significa pensaren un mundo donde a nadiele falta pan o dignidad. Pero los 12 canastossobradosindican también una mirada al futuro. Hablan del sentido de un proyecto sobre el mundo. No un mundo amerced de las emergencias, sino un mundo que prepara el futuro, prevé y crea las condiciones para que no haya disparidad, desigualdades, injusticias programadas” (R. Vinco).

Nuestra aldea global debe tenerun banquete global, en el que todos los pueblos tienen igual derecho a participar; una mesa de la cual nadie debe estar excluido o discriminado. Desde siempre, este es el proyecto del Padre común de toda la familia humana (cfr. Is 25,6-9). Es este el sueño que Él confía a la comunidad de los creyentes, los cuales tienen el ‘deber-derecho’ a celebrar la Eucaristía, haciendo memoria de la muerte y resurrección de Cristo. Este es el banquete al que están invitados todos los pueblos, animados por el único Espíritu.

Todos los miembros de la familia humana tienen derecho a comer hasta la saciedad, con dignidad, en fraternidad. Emblemáticamente, Jesús mandó que la gente “se sentarapor grupos” (v. 14-15). Porque solo los esclavos están condenados a comer de pie y de prisa. Hacer que se sienten, en cambio, significa tratar a todos como personas; como hijos en la casa, con la dignidad de gente libre. El acto de comer adquiere así su pleno valor como acto humano y humanizante, porque sentarse y comer en grupo es signo de comunión.

Domingo de la Santísima Trinidad


En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Aún tengo muchas cosas que decirles, pero todavía no las pueden comprender. Pero cuando venga el Espíritu de verdad, Él los irá guiando hasta la verdad plena, porque no hablará por su cuenta sino que dirá lo que haya oído y les anunciará las cosas que van a suceder. Él me glorificará, porque primero recibirá de mí lo que les vaya comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho que tomará de lo mío y se lo comunicará a ustedes”. (Juan 16, 12-15)

La Santísima Trinidad
P. Enrique Sánchez, mccj

Después de la celebración de la Pascua, con la Resurrección del Señor en el centro, de la fiesta de la Ascensión y de Pentecostés, con el reconocimiento del Espíritu Santo y su presencia a través de los dones con que ha enriquecido a la Iglesia; este domingo celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad.

Se trata de la celebración de lo más grande de nuestra fe cristiana, pues por el bautismo hemos sido iniciados al misterio de Dios que se manifiesta a través de tres personas distintas y que nosotros, por la fe, reconocemos como un solo Dios.

Hemos sido bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Esto es algo que por la fe aceptamos sin mucha dificultad, pues lo vivimos espontáneamente en nuestra experiencia de vida cristiana. Es vida y no tanto motivos de especulación o de búsquedas intelectuales.

En lo ordinario de nuestra vida sentimos y conocemos a Dios como Padre que vive siempre pendiente de nosotros. Reconocemos a Jesús como la presencia salvadora de Dios y por medio de él hemos sabido que Dios es amor, un amor tan grande que ha querido hacerse uno de nosotros. Y, desde lo profundo de nuestro ser, el Espíritu nos mueve a entrar en relación con Dios a través de impulsos y mociones que manifiestan el amor que nos habita.

Decimos que hoy no vamos solos por el camino de la vida, porque Dios, a través de Jesús, ha querido dejarnos su presencia y en la persona del Espíritu que nos acompaña día a día no deja de enriquecernos con sus dones.

Sabemos quién es la Santísima Trinidad, porque de muchas maneras vamos haciendo la experiencia de su presencia en nuestras vidas. Eso hace que podamos decir muchas cosas sobre Dios, que reconozcamos muchos de sus atributos, que nos acerquemos a su misterio, como recorriendo cortinas que nos permiten ir cada día más en profundidad.

La verdad de Dios, de lo que Él es, se nos manifiesta de muchas maneras; pero, más lo conocemos y más sentimos que nos falta mucho por conocer, pues a Dios jamás lo podremos atrapar en nuestras categorías y en nuestros criterios de conocimiento tan humanos.

San Agustín, hoy que está apareciendo como un referente para acercarnos Dios, afirma que cuando nos atrevemos a decir que algo es Dios, en ese momento lo que afirmamos es justamente lo que no es Dios. Porque Dios nunca se dejará atrapar en nuestros pequeños esquemas mentales. Pero se hace reconocible al corazón, porque a Dios se le conoce amándolo.

Sin querer hacer mucha filosofía, en realidad muchas veces nos damos cuenta de que lo que podemos reconocer con nuestras palabras e ideas, cuando hablamos de la Trinidad, es algo que nos acerca a lo maravilloso y extraordinario de Dios, pero nunca podremos decir ya lo tengo, ya entendí. Porque cuando entendemos algo del misterio de Dios es cuando nos damos cuenta que tenemos que dar un paso más lejos, tenemos que sumergirnos en lo infinito, en lo inalcanzable; pero al mismo tiempo tan sencillo y cercano que se deja tocar y se deja abrazar cuando nos acercamos a él movidos por la fe.

Creer en la Santísima Trinidad no se trata de querer hacer entrar a Dios en lo pequeño de nuestro entendimiento, sino vivir convencidos de que ese gran misterio se hace tan sencillo que lo podemos vivir a cada instante cuando nos detenemos a pensar lo que significa que tengamos a Dios por Padre.

Ahí se abre para nosotros todo un mundo en donde descubrimos a alguien que vive, usando nuestras pobres palabras, totalmente consagrado a nosotros. Alguien que no existe más que para brindarnos la oportunidad de ser dueños de nuestra historia, que se desvela y sueña para nosotros un mundo en donde podamos ser plenamente felices gratuitamente.

Pensar en la Trinidad es reconocer a Jesucristo como el don más grande que Dios nos ha hecho. El don de sí mismo. Cristo es el rostro, el corazón y la vida de Dios que se ha manifestado en la pobreza de nuestro ser humanos, para darnos la alegría de ser, también nosotros, hijos de su Padre.

Cristo es el amor del Padre que no ha conocido límites, que se entregó hasta derramar su sangre, para que en esa sangre pudiésemos ser salvados y llevados al lugar que nos ha ganado junto a su Padre.

Acercarnos a la Trinidad es descubrirnos invadidos por el Espíritu Santo que el Padre nos ha enviado y que Jesús nos ha dejado como abogado, mediador y compañero en nuestro peregrinar.

Con el Espíritu vivimos cobijados por sus dones y con ellos somos capaces de dar frutos que hacen que la vida sea el cumplimiento del sueño de Dios para toda la humanidad.

Finalmente, contemplar la Santísima Trinidad nos permite poner ante nosotros el modelo y el estilo de vida que se nos propone como garantía de felicidad.

En la Trinidad vemos una forma de amar que genera vida, que crea armonía y unidad, que mueve a la comunión, a la confianza y al abandono, que genera alegría.

¿Cómo tendría que inspirarnos la presencia de la Santísima Trinidad para ser también nosotros fermentos de unidad, de comunión en nuestras familias, en nuestros grupos de trabajo, en toda nuestra sociedad?

Habiendo sido introducidos por el bautismo en el misterio de la Trinidad, ¿De qué manera tendríamos que vivir para ser presencia de Dios entre nuestros hermanos? Pidamos para que la presencia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en nuestras vidas nos ayude a sentir cada día más intenso el deseo de vivir en Dios y para Dios.


ABRIRNOS AL MISTERIO DE DIOS
José A. Pagola

Todo lo que tiene el Padre es mío.

A lo largo de los siglos, los teólogos han realizado un gran esfuerzo por acercarse al misterio de Dios formulando con diferentes construcciones conceptuales las relaciones que vinculan y diferencian a las personas divinas en el seno de la Trinidad. Esfuerzo, sin duda, legítimo, nacido del amor y el deseo de Dios.

Jesús, sin embargo, no sigue ese camino. Desde su propia experiencia de Dios, invita a sus seguidores a relacionarse de manera confiada con Dios Padre, a seguir fielmente sus pasos de Hijo de Dios encarnado, y a dejarnos guiar y alentar por el Espíritu Santo. Nos enseña así a abrirnos al misterio santo de Dios.

Antes que nada, Jesús invita a sus seguidores a vivir como hijos e hijas de un Dios cercano, bueno y entrañable, al que todos podemos invocar como Padre querido. Lo que caracteriza a este Padre no es su poder y su fuerza, sino su bondad y su compasión infinita. Nadie está solo. Todos tenemos un Dios Padre que nos comprende, nos quiere y nos perdona como nadie.

Jesús nos descubre que este Padre tiene un proyecto nacido de su corazón: construir con todos sus hijos e hijas un mundo más humano y fraterno, más justo y solidario. Jesús lo llama “reino de Dios” e invita a todos a entrar en ese proyecto del Padre buscando una vida más justa y digna para todos empezando por sus hijos más pobres, indefensos y necesitados.

Al mismo tiempo, Jesús invita a sus seguidores a que confíen también en él: “No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios; creed también en mí”. Él es el Hijo de Dios, imagen viva de su Padre. Sus palabras y sus gestos nos descubren cómo nos quiere el Padre de todos. Por eso, invita a todos a seguirlo. El nos enseñará a vivir con confianza y docilidad al servicio del proyecto del Padre.

Con su grupo de seguidores, Jesús quiere formar una familia nueva donde todos busquen “cumplir la voluntad del Padre”. Ésta es la herencia que quiere dejar en la tierra: un movimiento de hermanos y hermanas al servicio de los más pequeños y desvalidos. Esa familia será símbolo y germen del nuevo mundo querido por el Padre.

Para esto necesitan acoger al Espíritu que alienta al Padre y a su Hijo Jesús: “Vosotros recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros y así seréis mis testigos”. Éste Espíritu es el amor de Dios, el aliento que comparten el Padre y su Hijo Jesús, la fuerza, el impulso y la energía vital que hará de los seguidores de Jesús sus testigos y colaboradores al servicio del gran proyecto de la Trinidad santa.

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PARA NOSOTROS TRINIDAD ES UNA UNIDAD
Fray Marcos

De Dios no sabemos ni podemos saber nada, ni falta que nos hace. Tampoco necesitamos saber lo que es la vida fisiológica, para poder tener una salud de hierro. La necesidad de explicar a Dios es fruto del yo individual que se fortalece cuando se contrapone a todo bicho viviente, incluido Dios. Cuando el primer cristianismo se encontró de bruces con la filosofía griega, aquellos pensadores hicieron un esfuerzo para “explicar” el evangelio desde su filosofía. Ellos se quedaron tan anchos, pero el evangelio quedó hecho polvo.

El lenguaje teológico de los primeros concilios, hoy, no lo entiende nadie. Los conceptos metafísicos de “sustancia”, “naturaleza” “persona” etc. no dicen absolutamente nada al hombre de hoy. Es inútil seguir empleándolos para explicar lo que es Dios o cómo debemos entender el mensaje de Jesús. Tenemos que volver a la simplicidad del lenguaje evangélico y a utilizar la parábola, la alegoría, la comparación, el ejemplo sencillo, como hacía Jesús. Todos esos apuntes tienen que ir encaminados a la vivencia no a la razón.

Pero además, lo que la teología nos ha dicho de Dios Trino, se ha dejado entender por la gente sencilla de manera descabellada. Incluso en la teología más tradicional y escolástica, la distinción de las tres “personas”, se refiere a su relación interna (ab intra). Quiere decir que hay distinción entre ellas, solo cuando se relacionan entre sí. Cuando la relación es con la creación (ad extra), no hay distinción ninguna; actúan siempre como UNO. A nosotros solo llega la Trinidad, no cada una de las “personas” por separado. No estamos hablando de tres en uno sino de una única realidad que es relación.

Cuando se habla de la importancia que tiene la Trinidad en la vida cristiana, se está dando una idea falsa de Dios. Lo único que nos proporciona la explicación trinitaria de Dios es una serie de imágenes útiles para nuestra imaginación, pero nunca debemos olvidar que son imágenes. Mi relación personal con Dios siempre será como UNO. Debemos superar la idea de que crea el Padre, salva el Hijo y santifica el Espíritu. Esta manera de hablar es metafórica. Todo en nosotros es obra del único Dios.

Lo que experimentaron los primeros cristianos es que Dios podía ser a la vez: Dios que es origen, principio, (Padre); Dios que se hace uno de nosotros (Hijo); Dios que se identifica con cada uno de nosotros (Espíritu). Nos están hablando de Dios que no está encerrado en sí mismo, sino que se relaciona dándose totalmente a todos y a la vez permaneciendo Él mismo. Un Dios que está por encima de lo uno y de lo múltiple. El pueblo judío no era un pueblo filósofo, sino vitalista. Jesús nos enseñó que, para experimentar a Dios, el hombre tiene que mirar dentro de sí mismo (Espíritu), mirar a los demás (Hijo) y mirar a lo trascendente (Padre).

Lo importante en esta fiesta sería purificar nuestra idea de Dios y ajustarla a la idea que de Él nos transmitió Jesús. Aquí sí que tenemos tarea por hacer. Como cartesianos, intentamos una y otra vez acercarnos a Dios por vía intelectual. Creer que podemos encerrar a Dios en conceptos, es ridículo. A Dios no podemos comprenderle, no porque sea complicado, sino porque es absolutamente simple y nuestra manera de conocer es analizando y dividiendo la realidad. Toda la teología que se elaboró para explicar a Dios es absurda, porque Dios ni se puede ex-plicar, ni com-plicar o im-plicar. Dios no tiene partes que podemos analizar.    

Entender a Dios como Padre Todopoderoso nos conduce al poder de la omnipotencia y la capacidad de hacer lo que se le antoje. Los “poderosos” han tenido mucho interés en desplegar esa idea de Dios. Según esa idea, lo mejor que puede hacer un ser humano es parecerse a Él, es decir, intentar ser más, ser grande, tener poder. Pero ¿de qué sirve ese Dios a la inmensa mayoría de los mortales que se sienten insignificantes? ¿Cómo podemos proponerles que su objetivo es identificarse con Dios? Por fortuna Jesús nos dice todo lo contrario, y el AT también, pues Dios, empieza por estar al lado, no del faraón, sino del pueblo esclavo.

Un Dios que premia y castiga, es verdaderamente útil para mantener a raya a todos los que no se quieren doblegar a las normas establecidas. Machacando a los que no se amoldan, estoy imitando a Dios que hace lo mismo. Cuando en nombre de Dios prometo el cielo (toda clase de bienes) estoy pensando en un dios que es amigo de los que le obedecen. Cuando amenazo con el infierno (toda clase de males) estoy pensando en un dios que, como haría cualquier mortal, se venga de los que no se someten. 

Pensar que Dios utiliza con el ser humano el palo o la zanahoria como hacemos nosotros con los animales que queremos domesticar, es hacer a Dios a nuestra imagen y semejanza y ponernos a nosotros mismos al nivel de los animales. Pero resulta que el evangelio dice todo lo contrario. Dios es amor incondicional y para todos. No nos ama porque somos buenos sino porque Él es bueno. No nos ama cuando hacemos lo que Él quiere, sino siempre. Tampoco nos rechaza por muy malos que lleguemos a ser.

Un dios en el cielo puede hacer por nosotros algo de vez en cuando, si se lo pedimos con insistencia. Pero el resto del tiempo nos deja abandonados a nuestra suerte. El Dios de Jesús está identificado con nosotros. Siendo ágape no puede admitir intermediarios. Esto no es útil para ningún poder o institución. Pero ese es el Dios de Jesús. Ese es el Dios que, siendo Espíritu, tiene como único objetivo llevarnos a la plenitud de la verdad. Y aquí “Verdad” no es conocimiento sino Vida. El Espíritu nos empuja a ser auténticos.

Un Dios condicionado a lo que hagamos o dejemos de hacer, no es el Dios de Jesús. Esta idea, radicalmente contraria al evangelio ha provocado más sufrimiento y miedo que todas las guerras juntas. Sigue siendo la causa de las mayores ansiedades que no dejan a las personas ser ellas mismas. Cada vez que predico que Dios es amor incondicional, viene alguien a recordarme: pero es también justicia. ¿Cómo puede querer Dios a ese desgraciado pecador igual que a mí, que cumplo todo lo que Él mandó?

Lo que acabamos de leer del evangelio de Jn, no hay que entenderlo como una profecía de Jesús antes de morir. Se trata de la experiencia de los cristianos que llevaban setenta años viviendo esa realidad del Espíritu dentro de cada uno de ellos. Ellos saben que gracias al Espíritu tienen la misma Vida de Jesús. Es el Espíritu el que haciéndoles vivir, les enseña lo que es la Vida. Esa Vida es la que desenmascara toda clase de muerte (injusticia, odio, opresión). La experiencia pascual consistió en llegar a la misma vivencia interna de Dios que tuvo Jesús. Jesús intentó hacer partícipes, a sus seguidores, de esa vivencia.

S. Juan de la Cruz

Entreme donde no supe, / y quedeme no sabiendo.
Yo no supe donde entraba, / pero cuando allí me vi, /sin saber donde me estaba, /
grandes cosas entendí; / no diré lo que sentí, / que me quedé no sabiendo.
Estaba tan embebido, /tan absorto y agenado, / que se quedó mi sentido /
de todo sentir privado, /y mi espíritu dotado / de un entender no entendiendo.
El que allí llega de vero / de sí mismo desfallece; / cuanto sabía primero /
Mucho bajo le parece, / y su sciencia tanto crece, / que se queda no sabiendo.
Este saber no sabiendo / es de tan alto poder, / que los sabios arguyendo /
jamás lo podrán vencer, / que no llega su saber / ano entender entendiendo.
Y si lo queréis oír, / consiste esta suma sciencia / en un subido sentir /
De la divinal esencia; / es obra de su clemencia / hacer quedar no entendiendo, /
Toda sciencia trascendiendo.

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¿UN DIOS SOLITARIO O UN DIOS-COMUNIÓN?
Fernando Armellini

Introducción

¿Cuál es el carnet de identidad de los cristianos? ¿Qué característica los distingue de los creyentes de otras religiones? No el amor al prójimo; otras religiones, lo sabemos, hacen el bien a los demás. No la oración; también los musulmanes oran. No la fe en Dios; incluso los paganos la tienen. No basta creer en Dios. Lo importante es saber en qué Dios se cree. ¿Es una ´entidad´ o es ‘alguien’? ¿Es un padre que quiere comunicar su vida o un potentado que busca nuevos súbditos?

Los musulmanes dicen: Dios es el Absoluto. Es el Creador que habita allá arriba, que gobierna desde lo alto, no desciende nunca; es juez que espera la hora de pedir cuentas. Los hebreos, por el contrario, afirman que Dios camina con su pueblo, se manifiesta dentro de la historia, busca la alianza con el hombre. Los cristianos celebran hoy la característica específica de su fe: creen en un Dios Trinidad. Creen que Dios es el Padre que ha creado el universo y lo dirige con sabiduría y amor; creen que no se ha quedado en el cielo, sino que su Hijo, imagen suya, ha venido a hacerse uno de nosotros; creen que lleva a cumplimiento su proyecto de Amor con su fuerza, con su Espíritu.

Toda idea o expresión de Dios tiene una consecuencia inmediata sobre la identidad del hombre. En el rostro de todo cristiano debe reflejarse el rostro de Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Imagen visible de la Trinidad debe ser la Iglesia, que todo lo recibe de Dios y todo lo da gratuitamente, que se proyecta toda, como Jesús, hacia los hermanos y hermanas en una actitud de incondicional disponibilidad. En ella la diversidad no es eliminada en nombre de la unidad sino considerada como riqueza.

Se debe descubrir la huella de la Trinidad en las familias convertidas en signo de un auténtico diálogo de amor, de mutuo entendimiento y disponibilidad a abrir el corazón a quien tiene necesidad de sentirse amado.

Evangelio

Es la quinta vez que, en el evangelio de Juan, Jesús promete enviar al Espíritu y afirma que será éste el que lleve a cumplimiento el proyecto del Padre. Sin su acción, los hombres no podrían recibir la Salvación. El pasaje comienza con las palabras de Jesús: “Muchas cosas me quedan por decirles, pero ahora no pueden comprenderlas” (v. 12). Estas palabras sugerirían la idea de que Jesús, habiendo vivido con sus discípulos pocos años, no ha tenido la posibilidad de trasmitirles todo su mensaje; y así, para no dejar incompleta su misión, interrumpida bruscamente por la muerte, habría enviado al Espíritu Santo a anunciar lo que aún faltaba.

No es este el significado. Jesús les ha dicho claramente que no tiene otras revelaciones que hacer: “A ustedes… les he dado a conocer todo lo que escuché de mi Padre” (Jn 15,15). Y en el evangelio de hoy dice que el Espíritu no añadirá nada a lo que Él les ha dicho: “No hablará por su cuenta, sino que dirá lo que ha oído…y se lo explicará a ustedes (vv. 13-14). No tendrá la tarea de completar o ampliar el mensaje sino la de iluminar a los discípulos para hacerles comprender de manera correcta lo que el Maestro ha enseñado. Jesús no explica todo no por falta de tiempo sino por la incapacidad de sus discípulos de “soportar el peso” de su mensaje. ¿De qué se trata? ¿Cuál es este peso insoportable?

El peso de la cruz. Los razonamientos y explicaciones humanas nunca podrán llegar a entender que el proyecto de Salvación de Dios pasa por el fracaso, la derrota, la muerte de su Hijo a manos de los impíos; es imposible entender que la vida solo se logra pasando a través de la muerte, del don gratuito de sí. Esta es la ‘verdad total’, muy pesada, imposible de soportar sin la ayuda del Espíritu.

En la primera lectura hemos considerado el proyecto del Padre en la Creación; en la segunda, se nos ha explicado que este proyecto es realizado por el Hijo, pero no sabíamos todavía que el camino que lleva a la Salvación nos resultaría no solo extraño sino incluso absurdo. Es ésta la razón por la que es necesaria la obra del Espíritu. Solo su impulso puede producir nuestra adhesión al proyecto del Padre y a la obra del Hijo.

Les anunciará el futuro (v. 13). No se trata, como afirman los testigos de Jehová, de previsiones sobre el fin del mundo, sino de las implicaciones concretas del mensaje de Jesús. No basta leer lo que está escrito en el Evangelio, es necesario aplicarlo a las situaciones concretas del mundo de hoy. Los discípulos de Cristo no se engañarán nunca en estas interpretaciones si siguen los impulsos del Espíritu, porque Él es el encargado de guiar hacia “la verdad plena” (v. 13).

¿A quién se revela el Espíritu? Todos los discípulos de Cristo son instruidos y guiados por el Espíritu: “Ustedes conserven la unción que recibieron de Jesucristo y no tendrán necesidad de que nadie les enseñe…Lo que les enseñé consérvenlo” (1 Jn 2,27).

En los Hechos de los Apóstoles, un episodio muestra el modo y el contexto privilegiado en que el Espíritu ama manifestarse. En Antioquía, mientras los discípulos están reunidos para el culto del Señor, el Espíritu ‘habla’, revela sus proyectos, su voluntad, sus decisiones (cf. Hch 13,1-2). Oración, reflexión, meditación de la Palabra, diálogo fraterno, crean las condiciones que permiten al Espíritu revelarse. Él no hace llover milagrosamente del cielo las soluciones, no reserva sus iluminaciones a algún miembro privilegiado de la comunidad, no substituye al esfuerzo humano sino que acompaña la búsqueda apasionada de la voluntad del Señor que los discípulos realizan juntos. Esta es la razón por la que, en la Iglesia primitiva, cada uno era invitado a compartir con los hermanos lo que durante el encuentro comunitario el Espíritu le sugería para la edificación de todos (cf. 1 Cor 14).

Él me dará gloria (v. 14). Glorificar no quiere decir aplaudir, exaltar, incensar, magnificar. Jesús no tiene necesidad de estos honores. Es ‘glorificado’ cuando realiza el proyecto de Salvación del Padre: cuando el malvado se convierte en justo, el necesitado recibe ayuda, el que sufre encuentra alivio, el desesperado descubre la esperanza, el tullido se alza, el leproso queda limpio. Jesús ha glorificado al Padre porque ha llevado a cabo la obra de Salvación que le había encomendado.

El Espíritu a su vez glorifica a Jesús porque abre las mentes y los corazones de los hombres a su Evangelio, les da fuerza para amar incluso a los enemigos, renueva las relaciones entre las personas y crea una sociedad fundada sobre la Ley del Amor. He aquí la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu: Un mundo en el que todos seamos sus hijos y vivamos felices.

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La misión nace de la Trinidad-Amor
Romeo Ballan, MCCJ

La fiesta de hoy es una provocación abierta sobre la realidad de Dios y nuestra percepción de Él. Hay una pregunta insistente en el corazón de los creyentes de todas las religiones: ¿Cómo es Dios por dentro? ¿Cómo vive, qué hace Dios? ¿Hasta qué punto tiene interés por el hombre? ¿Por qué los hombres se interesan por Dios?… Y así otras muchas preguntas. A menudo las respuestas son convergentes, otras veces son opuestas, dependiendo de las capacidades de la mente humana y de la experiencia de cada uno. El misterio de Dios es una realidad objetiva que habla por sí sola, y que el corazón humano no puede eludir, a pesar de algunas pretensiones del ateísmo. El misterio divino adquiere para nosotros una luz nueva y valores sorprendentes, desde que Jesús -Dios en carne humana- vino a revelarnos la identidad verdadera y total de nuestro Dios, que es comunión plena de Tres Personas.

Los manuales de catecismo sintetizan con facilidad el misterio divino diciendo que “hay un solo Dios en tres Personas”. Con esto ya se ha dicho todo, pero todo queda aún abierto para ser comprendido, acogido con amor y adorado en la contemplación. El tema tiene una importancia central para la actividad misionera. Con facilidad se afirma igualmente que todos los pueblos –incluidos los no cristianos- saben que Dios existe; por tanto, también los paganos creen en Dios. Esta verdad compartida –aun con diferencias y reservas- es la base que hace posible el diálogo entre las religiones, y en particular el diálogo entre cristianos y otros creyentes. Sobre la base de un Dios único común a todos, es posible tejer un entendimiento entre los pueblos para concertar acciones en favor de la paz, defensa de los derechos humanos, proyectos de desarrollo. Pero esta no es más que una parte de la tarea evangelizadora de la Iglesia, la cual ofrece al mundo un mensaje más novedoso y objetivos de mayor alcance.

Para un cristiano no es suficiente fundamentarse en el Dios único, y mucho menos lo es para un misionero, consciente de la extraordinaria revelación recibida por medio de Jesucristo, una revelación que abarca todo el misterio de Dios, en su unidad y trinidad. El Dios cristiano es uno, pero no solitario. El Evangelio que el misionero lleva al mundo, además de reforzar y perfeccionar la comprensión del monoteísmo, nos abre al inmenso, sorprendente misterio de Dios, que es comunión de Personas. La fiesta de la Trinidad es fiesta de la comunión: la comunión de Dios dentro de sí mismo, la comunión entre Dios y nosotros; la comunión que estamos llamados a vivir, anunciar, construir entre nosotros.

Trinidad no es un concepto que se explica, sino una experiencia que se vive. Tras haber escrito páginas hermosas sobre la Trinidad, San Agustín decía: “Si ves el amor, ves a la Trinidad”. Se puede experimentar sin poderlo explicar. Esto no significa renunciar a pensar. Todo lo contrario: significa pensar a partir de la vida. Como lo hace la Biblia, que nos brinda una clave para comprender la realidad divina, narrando hechos: no nos dice quién-cómo es Dios, pero nos narra lo que Él ha hecho por su pueblo. La liberación de Egipto (Éxodo) no es una idea abstracta, es un evento, una experiencia, el paso de la esclavitud a la libertad; del hecho se pasa a la comprensión de la realidad divina. Jesús nos habla del amor de Dios utilizando las imágenes familiares de padre, madre, hijos, amigos.

Las tres lecturas de esta fiesta nos hablan sucesivamente de las tres Personas de la Trinidad Santa. El Padre se presenta en el rol de creador del universo (I lectura): Dios no aparece solitario, sino compartiendo con Alguien más -una misteriosa Sabiduría- su proyecto de creación. Todo ha sido creado con amor; todo es hermoso, bueno; Dios se revela enamorado, celoso de su creación (v. 30-31). ¡Dichoso el que sabe reconocer la belleza de la obra de Dios! (salmo responsorial). Se encuentran aquí los fundamentos teológicos y antropológicos de la ecología y de la bioética. El Hijo (II lectura) ha venido a restablecer la paz con Dios (v. 1); y el Espíritu Santo derrama en nuestros corazones el amor de Dios (v. 5). El Dios cristiano es cercano a cada persona, habita en ella, actúa en su favor. Impulsa a la misión.

Para el cristiano la Trinidad es presencia amiga, compañía silenciosa pero reconfortante, como decía santa Teresa de Lisieux, misionera en su monasterio: “He encontrado mi cielo en la Santa Trinidad que mora en mi corazón”. El misterio de Dios es tan rico e inagotable que nos sobrepasa siempre. Los mismos apóstoles (Evangelio) eran incapaces de “cargar” con todo el misterio divino. Por eso, Jesús ha confiado al “Espíritu de la verdad” la tarea de guiarlos “hasta la verdad plena” y comunicarles “lo que está por venir” (v. 12-13). La ‘carga’ mayor del misterio de Dios es ciertamente la cruz: el dolor en el mundo, la muerte, el sufrimiento de los inocentes, la muerte misma del Hijo de Dios en la cruz… Sin embargo, gracias a la luz-amor-fuerza interior del Espíritu prometido por Jesús, este misterio adquiere sentido y valor. Hasta el punto que Pablo (II lectura) se gloriaba “en las tribulaciones” (v. 3); Francisco de Asís encontraba la “perfecta alegría” en las situaciones negativas y alababa a Dios por “la hermana muerte”; Daniel Comboni llegó a escribir al final de su vida: “Soy feliz en la cruz, que, llevada de buena gana por amor de Dios, genera el triunfo y la vida eterna”. ¡Tan solo Dios-Amor puede iluminar incluso la absurda locura de la cruz!

Dios-Amor sostiene a los mártires y a los misioneros del Evangelio. Porque la Iglesia misionera tiene su origen en el amor del Padre, fuente del amor, por medio del Hijo, con la fuerza del Espíritu, como afirma el Concilio Vaticano II (AG 2).De ahí el binomio inseparable de amor-misión.