“Navidad es Misión”

Mensaje del Consejo General de los Misioneros Combonianos

Queridos hermanos:

Cada vez que llega la Navidad y meditamos este acontecimiento de salvación, nos conmueve la humildad del Hijo de Dios en el pesebre: «Tanto amó Dios al mundo que (nos) entregó a su propio Hijo» (cf. Jn 1, 13-17). Y no lo da a luz en un palacio ni en un suntuoso palacio, ni siquiera en una sencilla morada; elige algo más humilde: un refugio donde, por la noche, se encierran los animales de la familia. Y así, la cuna del Hijo de Dios es un pesebre. Jesús nace pobre y entre los pobres.

Es importante que nosotros, misioneros combonianos, captemos el carácter misionero de la Navidad. El envío del Hijo es la primera gran misión. Este Niño Dios es el primer misionero del Padre. Tres son sus salidas: del Padre, privándose de la gloria divina; de sí mismo («se despoja de sí mismo», «se hace nada», «asume la condición de esclavo» –kénosis– Fil 2,7); y del mundo, para volver -resucitado y victorioso- al Padre, con la intención de llevarnos con Él: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas […] Voy a prepararos un lugar […] Y vendré otra vez y os llevaré conmigo, para que donde yo esté estéis también vosotros» (Jn 14,2-3).

Locura de amor

Este camino de salvación es locamente divino. Y hay que estar “loco” para tomarlo por verdadero. ¡Pero es verdad! Una vez que entras en esa lógica, te sientes proyectado al descubrimiento de la verdad. Inaugurando el Congreso Eclesial de Florencia en septiembre de 2015, el Papa Francisco dijo: ‘Nuestra fe es revolucionaria por un impulso que viene del Espíritu Santo. Debemos seguir este impulso para salir de nosotros mismos, para ser hombres según el Evangelio de Jesús. Toda vida se decide por la capacidad de darse. Es ahí donde se trasciende a sí misma y llega a ser fecunda».

La contemplación de este “niño salido del Padre” es necesaria para la misión.

«En la Palabra de Dios aparece constantemente este dinamismo de “salida” que Dios quiere provocar en los creyentes. Abrahán aceptó la llamada a partir hacia una nueva tierra (cf. Gn 12,1-3). Moisés escuchó la llamada de Dios: “Ve, yo te envío” (Ex 3,10) y condujo al pueblo a la tierra prometida (cf. Ex 3,17). A Jeremías le dijo: “Irás a todos aquellos a quienes yo te envíe” (Jr 1,7). Hoy, en el «id» que Jesús nos dice, están presentes los escenarios y desafíos siempre nuevos de la misión evangelizadora de la Iglesia, y todos estamos llamados a esta nueva “salida” misionera. Cada cristiano y cada comunidad discernirá qué camino le pide el Señor, pero todos estamos invitados a acoger esta llamada: a salir de nuestra propia zona de confort y tener el coraje de llegar a todas las periferias necesitadas de la luz del Evangelio» (Evangelii gaudium, 20).

¡En qué mundo llega!

Este año la Navidad se celebra en estado de guerra. El mundo vive una situación dramática: hay gente destruida, gente asesinada, gente que muere. La violencia se abate sobre hombres y mujeres sepultados bajo los escombros de sus casas, millones de personas desplazadas en sus propios países o refugiadas en las naciones vecinas, ancianos perdidos sin asistencia, niños abrumados en su inocente vida cotidiana.

Muchos de nuestros hermanos están llevando a cabo su misión en situaciones similares. Nuestros pensamientos y oraciones están con ellos.

Y, sin embargo, el Señor Jesús nace de nuevo para nosotros en un mundo tan pobre -por no decir desprovisto- de dignidad. ¿Por qué? Por el misterio del amor de un Dios que, por amor, se hizo niño. Un amor que estamos llamados a «encarnar» en las situaciones que nos toca vivir, testimoniándolo y concretándolo en el compartir, en la participación, en la comunión, en el don, en el servicio.

Sabemos –por experiencia directa– que a menudo es un amor “a alto precio”. Pero como seguidores de Comboni, un “loco” que hizo de la Cruz su «amiga», su «esposa indivisible, eterna y amada, y sapientísima maestra» (Escritos, 1710; 1733), no nos desanimamos, porque creemos que nuestra debilidad revela paradójicamente la omnipotencia de Dios: una omnipotencia que tiene poco poder, por supuesto, porque sólo se manifiesta en nuestra voluntad radical de hacer «causa común», y a cualquier «precio», con las personas entre las que vivimos.

Dejémonos transformar por la Navidad

Nuestro deseo de una Feliz Navidad este año se traduce en una invitación a nosotros mismos y a todos vosotros a dejarnos transformar por el misterio que celebra esta solemnidad.

¿Cómo será nuestra próxima Navidad? Es difícil saberlo. Ciertamente podemos desear que esté marcada por la paz, rica en alegría y presagio de serenidad. Pero también podría ser muy distinta y saber más a establo y pesebre que a cielo. Pero poco importa: lo importante es dejarse transformar por el misterio de la venida del Verbo en la carne (cf. Jn 1,14), pidiendo al Espíritu que nos ayude a «escuchar» esta Palabra, que siempre tendrá la forma del llanto de un recién nacido, y a acoger con fe al Salvador del mundo, que siempre tendrá la fragilidad y la debilidad de un niño.

Cerramos esta carta con un esclarecedor pasaje de Dietrich Bonhœffer, pastor luterano, mártir del nazismo:

«Dios no se avergüenza de la bajeza del hombre, entra en ella. […] Dios ama lo perdido, lo despreciado, lo insignificante, lo marginado, débil y afligido. Donde los hombres dicen «perdido», Él dice «salvado». […] Donde los hombres apartan indiferente o altaneramente la mirada, allí pone él su mirada llena de incomparable amor ardiente. Donde los hombres dicen «despreciable», allí Dios exclama «bendito». Allí donde en nuestra vida hemos llegado a una situación en la que sólo podemos avergonzarnos ante nosotros mismos y ante Dios, […] allí mismo Dios se hace cercano, como nunca antes: es allí donde Dios quiere irrumpir en nuestra vida, es allí donde muestra su cercanía, para que comprendamos el milagro de su amor, de su cercanía y de su gracia».

Pidamos a María que nos ayude a acoger a Jesús como lo acogió ella, y a su hijo pidamos la gracia de dejarnos transformar por su venida.

Para todos ustedes nuestros mejores deseos de una Feliz Navidad.

El Consejo General

Imagen: Navidad Mística, de Sandro Botticelli.
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¿De qué sirve decirse católico?

Por: + Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo Emérito de SCLC

MIRAR

Este 8 de diciembre, se cumplió un año de que los campesinos de Texcapilla, muy cerca de mi pueblo natal, se organizaron y mataron al grupo criminal de diez personas que llegó con armas de alto poder y que les exigía el cobro de piso por sus cultivos de habas, chícharos, avena, frijol y maíz. No pudieron soportar que les quisieran cobrar más y más. Mataron también a su líder, apodado El Payaso, con quien yo, circunstancialmente, había hablado meses antes. Cuando lo vi en mi pueblo, me identifiqué y pedir hablar con él. Estaba armado y rodeado de sus pistoleros. Su esposa, al escuchar que yo era obispo, me pidió que insistiera a su marido que ya bautizaran a dos de sus niños, una de nueve años y otro bebé. Muy católico, sí quería bautizarlos, pero en su pueblo de origen, más al sur del Estado de México. Intenté servirme de este su deseo para iniciar un proceso pastoral e insistirle que cambiara de vida. Ya no supe si los bautizaron, porque al poco tiempo lo mataron. ¿De qué le servía decirse católico y que sus hijos fueran bautizados? Ciertamente no era por una fe madura en Jesús, sino por simple tradición. No le importaba tanto Dios, pues su dios era el dinero que exprimía a los más pobres, a los más indefensos, como son la mayoría de nuestros campesinos.

El líder de otro grupo criminal, de la misma llamada Familia Michoacana, tiene a sus niñas en la catequesis parroquial, preparándose a la Primera Comunión. Los máximos líderes de otros grupos armados se consideran católicos. Algo semejante pasa con políticos, que oficialmente son católicos, pero su dios es el poder, el dinero, y no les importa ir a Misa los domingos, no leen la Biblia, oran sólo por sus intereses; pero eso sí, si una autoridad superior les pide estar en una reunión, organizar un mitin u otra actividad, se someten a esas disposiciones y no les importa su religión; saben que, si no acatan deseos u órdenes superiores, se exponen a perder su puesto y a no ascender más en el partido o en el gobierno. Su dios es el poder y el dinero. Lo mismo se podría decir en muchos otros casos. Festejan a la Virgen de Guadalupe, esperan las vacaciones y el aguinaldo de Navidad, pero seguir a Jesús no les interesa. Otros se declaran creyentes, pero no dejan el alcohol y las drogas, son infieles en su matrimonio, no pagan lo justo a sus trabajadores, viven en excesos de toda índole. Se dicen católicos, y hasta llevan una medalla o un Crucifijo al pecho; pero eso ¿de qué les sirve?

En sentido contrario, ¡son muchísimos más los que son de verdad católicos! No sólo van a Misa los domingos y hacen oración, sino que son justos y a nadie perjudican; comparten sus bienes; mantienen unida su familia y son fieles en su matrimonio; educan a sus hijos conforme a la fe; no se avergüenzan de sus creencias religiosas; sirven a la comunidad; son apóstoles entregados hasta el sacrificio. Pareciera que abunda más lo malo, pues los noticieros resaltan más las notas rojas; pero en la vida ordinaria son más numerosos los que son auténticamente católicos.

DISCERNIR

Los obispos latinoamericanos, en el Documento de Puebla, después de la primera visita del Papa San Juan Pablo II a nuestra patria, en enero de 1979, expresaron algo sobre la injusticia social en nuestro continente, pero que se aplica a nuestra realidad marcada por la violencia y por la fuerza de los grupos armados. Dijeron:Nos preocupan las angustias de todos los miembros del pueblo cualquiera sea su condición social: su soledad, sus problemas familiares, en no pocos, la carencia del sentido de la vida; especialmente queremos compartir hoy las que brotan de su pobreza. Vemos, a la luz de la fe, como un escándalo y una contradicción con el ser cristiano, la creciente brecha entre ricos y pobres. El lujo de unos pocos se convierte en insulto contra la miseria de las grandes masas. Esto es contrario al plan del Creador y al honor que se le debe. En esta angustia y dolor, la Iglesia discierne una situación de pecado social, de gravedad tanto mayor por darse en países que se llaman católicos” (DP 27-28).

Por nuestra parte, los obispos mexicanos, en el Proyecto Global de Pastoral 2031+2033, expresamos:En toda esta transformación de pensamiento y de vida, la religión ha sufrido también un fuerte impacto: transformación radical en la forma de asumir la fe de los creyentes, pérdida del fervor original, desprecio por las instituciones, ambiente relativista e individualista y un secularismo que ha reducido la fe al ámbito de lo privado y de lo íntimo. Dentro de este fenómeno religioso, la violencia ha alcanzado niveles preocupantes y dolorosos para el mundo entero” (PGP 36).

“El panorama social se ha ido ensombreciendo paulatinamente por el fortalecimiento alarmante del crimen organizado, corrompiendo la mente y el corazón de personas y autoridades.  La introducción de una narco-cultura en nuestra sociedad mexicana, de conseguir dinero rápido, fácil y de cualquier forma, ha venido a dañar profundamente la mente de muchas personas, a quienes no les importa matar, robar, extorsionar, secuestrar o hacer cualquier cosa con tal de conseguir sus objetivos. Esta sociedad que tendría que ofrecer a todos los ciudadanos las condiciones necesarias para vivir con dignidad, está dañada y es necesario que todos como miembros de ella tomemos conciencia de esta realidad y nos hagamos responsables, para que pueda cumplir como un espacio de vida digna para todos sus miembros” (PGP 57).

ACTUAR

Para que haya paz familiar y social, para que festejemos dignamente a la Virgen de Guadalupe, para que celebremos auténticamente la Navidad, esforcémonos por vivir con fidelidad nuestra fe católica; evitemos todo aquello que contradiga la Palabra de Dios; en resumen, respetémonos y amémonos como hermanas y hermanos.

XXXIV Domingo ordinario. Año B

34o Domingo del Tiempo Ordinario (B)
Jesucristo, Rey del Universo
Juan 18,33-37: “¡Yo soy rey!”
La Gran Burla de Dios

Hoy, último domingo del año litúrgico, celebramos la solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo. Esta festividad fue introducida por el Papa Pío XI en 1925, en un período histórico marcado por las dificultades y turbulencias del período de posguerra. El Papa Pío XI estaba convencido de que solo la proclamación de la realeza de Cristo sobre todos los pueblos y naciones podía garantizar la paz. Con la reforma litúrgica que siguió al Concilio Vaticano II, la festividad se colocó al final del año litúrgico, como su conclusión natural.

El texto del Evangelio está tomado del relato de San Juan sobre el interrogatorio de Jesús ante Pilato, el procurador romano. La narración gira en torno al tema de la realeza de Jesús. En el centro del relato encontramos la parodia de la coronación real de Cristo, con la corona de espinas y el manto púrpura, escenificada por los soldados. El término “rey/reino/realeza” (en griego basileús/basileía) aparece catorce veces en todo el relato, con una mención adicional referida a César. Esta realeza es reivindicada por Jesús, utilizada sarcásticamente por Pilato y los soldados romanos, y rechazada por los judíos.

Esta riqueza literaria joánica presenta el episodio como una verdadera “epifanía”, es decir, una revelación de la realeza de Cristo. Además, se destaca el sentido de libertad que Jesús transmite en todo el relato, en contraste con la incertidumbre y el miedo de Pilato. Al final, el juzgado se revela como el verdadero Juez (Jn 19,8-11).

De esta manera se cumple lo que afirman los Salmos: “Se burlan de mí todos los que me ven” (Sal 22,8); “Pero tú, Señor, te ríes de ellos, te burlas de todas las naciones” (Sal 59,9); “El que habita en el cielo se ríe, el Señor se burla de ellos […]: ‘Yo mismo he establecido a mi rey sobre Sión, mi monte santo’” (Sal 2,4-6). Nuestro deseo (no tan secreto) de “sentarnos en un trono” (sea cual sea) aparece, a los ojos de Dios, como una triste farsa. San Pablo, reflexionando sobre la acción de Dios en la vida de Jesús, concluye: “Lo que es necio para el mundo, Dios lo eligió para confundir a los sabios; lo que es débil para el mundo, Dios lo eligió para confundir a los fuertes” (1 Cor 1,27).

La resurrección del Rey Crucificado revela lo que estaba oculto a nuestros ojos: el Señor reina desde el trono de la cruz. “Por eso Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y bajo la tierra” (Filipenses 2,9-10). Desde el tercer día comenzó la “venganza” de todos los oprimidos y vencidos de la historia.

Puntos para la reflexión

Las lecturas propuestas por la liturgia nos ayudan a profundizar algunos aspectos de la realeza de Cristo proclamada en el Evangelio.

1. Primera lectura (Daniel 7,13-14): “Vi venir con las nubes del cielo a alguien como un hijo de hombre.” Realeza y HUMANIDAD.

A este Hijo del Hombre “se le dio poder, gloria y reino”. Su realeza es universal, estable y eterna. Esta figura misteriosa aparece después de que Daniel viera salir del mar cuatro grandes bestias, terribles y espantosas, símbolo de poderes hostiles a Dios. Las cuatro bestias mitológicas representan los cuatro imperios anteriores: opresivos, sanguinarios y arrogantes.

Esta “visión” del profeta ilumina el gesto de Pilato al presentar a Jesús a la multitud diciendo: “¡Aquí está el hombre!” (19,5). Solo un poder humilde, expresado en el servicio, nos hace verdaderamente humanos. Cualquier otro tipo de poder es… ¡bestial!

Todos tenemos algún poder sobre otros: por nuestro rol social, laboral, comunitario, eclesial… Pero, ¿cómo lo ejercemos? Todo poder puede ejercerse en nombre de Dios, si se vive al estilo de Jesús: “Yo estoy entre vosotros como el que sirve.” Esta es la realeza del cristiano, recibida en el bautismo: una realeza que libera y humaniza. De lo contrario, se convierte en un poder inspirado por la Bestia, que esclaviza.

2. Salmo responsorial (Salmo 92): “El Señor reina, se viste de majestad.” Realeza y HUMILDAD.

El salmista celebra la realeza de Dios. Dondequiera que Dios reina, su majestad resplandece, su fuerza se manifiesta y se establece un nuevo orden donde habita la justicia de manera permanente. Su realeza es humilde. Dios no necesita ostentar ni imponer su poder. Él es “El que Es.” Su realeza se revela precisamente en la humildad. Por eso el Magnificat de la Virgen María es el más bello himno de alabanza a la realeza de Dios.

3. Segunda lectura (Apocalipsis 1,5-8): “Jesucristo es el testigo fiel, el primogénito de los muertos y el soberano de los reyes de la tierra.” Realeza y VERDAD.

Jesús es el Testigo. El Evangelio lo deja claro: “Para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad.” Lamentablemente, la liturgia omitió la reacción de Pilato a esta afirmación de Jesús: “¿Qué es la verdad?” Esta pregunta, a menudo retórica y cargada de sarcasmo, se convierte en un atajo que también utilizamos para evitar enfrentarnos a una verdad incómoda. Preferimos relativizar todo para justificar una verdad conveniente.

¿Qué es la verdad? ¿Qué habría respondido Jesús a Pilato? “¡Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida!” (Juan 14,6). ¿Qué es la verdad? “¡La transparencia del amor!”, responde Maurice Zundel, teólogo y místico suizo (1897-1975).

¿Cómo podemos vivir y honrar la realeza de Cristo? Convirtiéndonos en transparencia del amor de Dios en el mundo que nos rodea.

P. Manuel João Pereira Correia, MCCJ


Profetas, sacerdotes y reyes

Solemnidad de Cristo Rey
Comentario a Jn 18, 33-37

Estamos al final del año litúrgico, que se concluye con esta Solemnidad de Cristo Rey, que hay que entender bien, si no queremos cometer una grave equivocación en la manera de comprender la figura de Jesús. Ciertamente, Jesús no era rey a la manera de los reyes o gobernadores del poder civil, como Pilatos, por ejemplo. Más bien Jesús se había presentado, en su subida a Jerusalén, como un Mesías humilde (montado sobre un pollino) y ahora, ante Pilatos, se presenta como un testigo (mártir) de la Verdad.

Efectivamente, en este domingo, la liturgia abandona la lectura de Marcos y nos presenta un breve pasaje de la narración que Juan hace de la Pasión del Maestro. En ese pasaje el evangelista pone frente a frente los dos personajes contrapuestos: Pilato (representante de un poder que se impone a sí mismo por la fuerza de las armas, aunque eso suponga asesinar a un inocente) y Jesús (testigo de la Verdad de Dios en libertad soberana, con serena humildad y total ausencia de temor o sometimiento de la conciencia).

Si estamos atentos a la lectura de Juan, podemos darnos cuenta que el evangelista nos presenta a Jesús como un hombre libre y, por tanto, soberano frente a un hombre poderoso pero carente de libertad propia; de hecho termina haciendo aquello a lo que otras personas le fuerzan en contra de su propio criterio. Pilato no es libre, Jesús sí. Porque, como diría en otra ocasión,  a él la vida nadie se la arrebata, sino que la entrega libremente (Jn 10,8). San Pablo explicaría más tarde, después de años de discipulado, que él “nos ha amado y se entregó a sí mismo por nosotros” (Ef 5, 2.25).

Esa profunda libertad interior que posee Jesús le hace protagonista de un Reino que no es de este mundo, es decir, del mundo de la arrogancia, la mentira, el abuso. Jesús pertenece al reino del Padre, hecho de verdad y justicia, de amor y perdón. Y por ese Reino Jesús está dispuesto a “entregar” su vida, porque ni siquiera el temor a perder su vida le ata como a la mayoría de nosotros. Él no es esclavo del temor a perder la vida, como nosotros. Él es libre y verdadero y por eso es soberano.

Celebrando esta fiesta, los discípulos de Jesús renovamos la dulce certeza de ser amados por el Enviado del Padre de una manera incondicional. Esa certeza de ser amados nos da una gran soberanía frente a tantos miedos interiores y presiones exteriores. El amor de Jesús, experimentado hoy por la presencia del Espíritu Santo en nosotros, nos libera del reino de este mundo (mentira, arrogancia, orgullo, búsqueda desordenada de riquezas o placeres) y nos introduce en el reino del Padre, es decir, nos hace libres y capaces para vivir en libertad y dignidad, en verdad y amor, como testigos de la Verdad del Padre para nosotros y para los demás. Por algo cuando nos bautizaron, nos llamaron “profetas, sacerdotes y reyes”.

El discípulo de Jesús, como su Maestro, se hace una persona libre y liberadora. Eso es lo que celebramos hoy.

P. Antonio Villarino, mccj


El Reino de un Dios crucificado, que no fracasa
Daniel 7,13-14; Salmo 92; Apocalipsis 1,5-8; Juan 18,33-37

Reflexiones
¡Qué extraña forma de proclamarse Rey! El Cristo de la Pasión, en diálogo con el procurador romano (Evangelio), posee las insignias de un rey: una corona sobre la cabeza, un bastón en la mano, una capa roja, las ‘reverencias’ de los soldados… ¡Son los signos de un rey derrotado! Los jefes religiosos, la gente en la plaza, los soldados romanos ya están convencidos: lo han destruido, pueden cantar victoria. Pilato sigue perplejo ante la serenidad de un hombre que, en esas condiciones, insiste en llamarse rey, aunque no de un reino de este mundo. Pilato no puede entender este lenguaje, y menos aún el tema de la verdad (v. 36-37). Sus preguntas inquisitivas tienen un sentido político: le basta haber averiguado que ese hombre, en tal estado, no constituye una amenaza para el imperio de Roma. Hoy también, el signo del hombre-Dios crucificado, pegado a la pared, está lejos de constituir una amenaza. Por el contrario, ¡es un signo benéfico! Lo entiende serenamente cualquier persona mínimamente informada, que tiene un corazón recto y libre de ideologías.

Será el mismo Pilato, representante del imperio más poderoso del mundo, quien reconocerá la realeza de Cristo, con aquella inscripción sobre la cruz: “Jesús Nazareno, el rey de los Judíos” (Jn 19,19). Jesús encarna el verdadero “hijo de hombre”, aquel misterioso personaje – preludio de un nuevo pueblo – anunciado por el profeta Daniel (I lectura), que recibe de Dios poder real sobre todos los pueblos, naciones y lenguas, un reino que “no tendrá fin” (v. 14). El pueblo de Daniel, en aquel momento, estaba experimentando la opresión, sin renunciar por eso a sueños grandiosos para el futuro. El pueblo del nuevo Reino tendrá como punto de convergencia a Cristo. Lo traspasaron, pero es “¡el Alfa y la Omega, el que es, el que era, el que viene, el Todopoderoso!” (II lectura).

Jesús no renuncia a su título de rey, pero lo libera de las cosas vanas de los reinos de este mundo y lo enriquece con contenidos nuevos, evangélicos: el que es el primero debe servir a los demás; no hace alianzas con los ricos y poderosos, pero escoge estar al lado de los últimos; no da órdenes, pero obedece; no mata a nadie, pero muere Él por todos; lo que importa no es ser servido, sino hacerse servidor; estar al lado de los marginados, hacerse cargo, ser hermano y guardián del prójimo.

Pilato muestra ante todos al hombre (“ecce homo” – vean aquí al hombre – Jn 19,5), al rey derrotado, coronado de espinas… Jesús ha proclamado varias veces su identidad, su Evangelio. El que quiso, lo entendió. Ahora Jesús está allí, ante todos, espera en silencio. Cada cual debe dar su respuesta personal, hacer su opción de vida: escoger el camino fácil del poder y de las riquezas, o triunfar haciéndose discípulos humildes y pobres de un rey derrotado, crucificado y resucitado. ¡Por amor! Seguir los pasos de un rey derrotado puede parecer un fracaso; sin embargo, ¡el Reino de Dios no fracasa! Baste recordar la parábola de los invitados al banquete (cfr. Lc 14,15-24). Al final, el rey logra llenar la casa. A pesar de los continuos rechazos por parte de la libertad humana, Dios no fracasa. Él busca siempre nuevos caminos para realizar su plan de salvación para toda la familia humana.

En esta obra de salvación Dios quiere involucrar a muchos amigos y comprometerlos para la misión en el mundo entero. Las modalidades y los tiempos son múltiples. Junto con las iniciativas que dan visibilidad a la obra evangelizadora (congresos, sínodos, documentos, publicaciones, grandes obras, edificios…), están el trabajo capilar y escondido de misioneros y misioneras, la presencia continua de sacerdotes y de laicos educadores y catequistas, los gestos generosos de chicos y jóvenes, el soporte de los enfermos que ofrecen oraciones y sufrimientos, el compromiso por la promoción de la justicia y de los derechos de las personas más humildes, y muchas otras iniciativas que, si bien son limitadas y ocultas, sirven para renovar y sostener el ardor misionero por el Reino de Dios.

P. Romeo Ballan, MCCJ


Lo decisivo

CRISTO REY
Juan 18, 33-37

El juicio contra Jesús tuvo lugar probablemente en el palacio en el que residía Pilato cuando acudía a Jerusalén. Allí se encuentran una mañana de abril del año 30 un reo indefenso llamado Jesús y el representante del poderoso sistema imperial de Roma.

El evangelio de Juan relata el dialogo entre ambos. En realidad, más que un interrogatorio, parece un discurso de Jesús para esclarecer algunos temas que interesan mucho al evangelista. En un determinado momento Jesús hace esta solemne proclamación: “Yo para esto nací y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que pertenece a la verdad, escucha mi voz”.

Esta afirmación recoge un rasgo básico que define la trayectoria profética de Jesús: su voluntad de vivir en la verdad de Dios. Jesús no solo dice la verdad, sino que busca la verdad y solo la verdad de un Dios que quiere un mundo más humano para todos sus hijos.

Por eso, Jesús habla con autoridad, pero sin falsos autoritarismos. Habla con sinceridad, pero sin dogmatismos. No habla como los fanáticos, que tratan de imponer su verdad. Tampoco como los funcionarios, que la defienden por obligación, aunque no crean en ella. No se siente nunca guardián de la verdad, sino testigo.

Jesús no convierte la verdad de Dios en propaganda. No la utiliza en provecho propio sino en defensa de los pobres. No tolera la mentira o el encubrimiento de las injusticias. No soporta las manipulaciones. Jesús se convierte así en “voz de los sin voz, y voz contra los que tienen demasiada voz” (Jon Sobrino).

Esta voz es más necesaria que nunca en esta sociedad atrapada en una grave crisis económica. La ocultación de la verdad es uno de los más firmes presupuestos de la actuación de los poderes financieros y de la gestación política sometida a sus exigencias. Se nos quiere hacer vivir la crisis en la mentira.

Se hace todo lo posible para ocultar la responsabilidad de los principales causantes de la crisis y se ignora de manera perversa el sufrimiento de las víctimas más débiles e indefensas. Es urgente humanizar la crisis poniendo en el centro de atención la verdad de los que sufren y la atención prioritaria a su situación cada vez más grave.

Es la primera verdad exigible a todos si no queremos ser inhumanos. El primer dato previo a todo. No podemos acostumbrarnos a la exclusión social y la desesperanza en que están cayendo los más débiles. Quienes seguimos a Jesús hemos de escuchar su voz y salir instintivamente en defensa de los últimos. Quien es de la verdad escucha su voz.

José Antonio Pagola

Obispos y realidad nacional

Por: + Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo Emérito de SCLC

Mirar

La semana pasada, los obispos del país estuvimos reunidos en asamblea ordinaria para evaluar lo que hemos hecho en los últimos tres años, elegir nuevos cargos y decidir el camino para el siguiente trienio. Aprobamos este objetivo general: Caminar como Iglesia profética y sinodal, siguiendo a Jesucristo e impulsados por el Espíritu Santo, bajo la mirada de Santa María de Guadalupe, para seguir evangelizando y construyendo una cultura de paz, mediante el diálogo fraterno, la justicia y la reconciliación, en esperanza hacia los jubileos 2031-2033.

Nos propusimos cuatro ejes transversales: 1. La sinodalidad al servicio de la evangelización, para enfatizar la escucha de Dios y de los hermanos, integrar la conversión personal, comunitaria y pastoral, y promover el discernimiento y la corresponsabilidad eclesial. 2. La vocación, formación y misión de todos los bautizados, que incluye a ministros ordenados, vida consagrada y laicos, enfatiza la cultura vocacional y la formación integral, y fortalece la identidad y misión de cada estado de vida. 3. Iluminar con el Evangelio el cambio de época, para iluminar las transformaciones culturales y sociales, atender las implicaciones antropológicas actuales e integrar el cuidado de la casa común y la ecología integral. 4. La construcción del Reino de Dios en la justicia y la paz, promoviendo el acompañamiento a los más pobres y vulnerables, atendiendo a las víctimas de la violencia y trabajando por la reconciliación y la paz desde la verdad.

Estuvieron con nosotros la Presidenta de la República, Dra. Claudia Sheinbaum, la Secretaria de Gobernación, Lic. Rosa Icela Rodríguez, y la Responsable de Asuntos Religiosos en esta misma Secretaría, Lic. Clara Luz Flores. Se les compartieron preocupaciones de nuestra realidad nacional, como inseguridad, violencia, pobreza, tala inmoderada de árboles, polarización social, migración, cuidado de la naturaleza y otros asuntos. Por su parte, manifestaron disponibilidad para seguir dialogando sobre ello y buscar caminos de solución.

Discernir

No falta quien diga que no debemos meternos en estos asuntos; pero el Papa Francisco, en fidelidad al Evangelio, escribió en su exhortación Gaudete et exultate sobre el llamado a la santidad en el mundo actual: “Ser santos no significa blanquear los ojos en un supuesto éxtasis. Decía san Juan Pablo II que «si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que él mismo ha querido identificarse». El texto de Mateo 25,35-36 «no es una simple invitación a la caridad: es una página de Cristología, que ilumina el misterio de Cristo». En este llamado a reconocerlo en los pobres y sufrientes se revela el mismo corazón de Cristo, sus sentimientos y opciones más profundas, con las cuales todo santo intenta configurarse” (95). “El Señor nos dejó bien claro que la santidad no puede entenderse ni vivirse al margen de estas exigencias suyas, porque la misericordia es el corazón palpitante del Evangelio” (96).

Nadie quita importancia a la oración, a la meditación con la Palabra de Dios, a las celebraciones litúrgicas, pero no podemos ser ministros de Cristo y de su Iglesia al estilo del sacerdote y levita del Antiguo Testamento, que se creían santos porque iban al templo de Jerusalén y rezaban con los salmos, pero nada hicieron por el pobre tirado al borde del camino (cf Lc 10,25-37). En fidelidad al Evangelio, el Papa, en su exhortación Evangelii Gaudium, nos dice: “Para ser evangelizadores de alma también hace falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo superior. La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo. Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado, reconocemos todo su amor que nos dignifica y nos sostiene, pero allí mismo, si no somos ciegos, empezamos a percibir que esa mirada de Jesús se amplía y se dirige llena de cariño y de ardor hacia todo su pueblo. Así redescubrimos que Él nos quiere tomar como instrumentos para llegar cada vez más cerca de su pueblo amado. Nos toma de en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de tal modo que nuestra identidad no se entiende sin esta pertenencia. Jesús mismo es el modelo de esta opción evangelizadora que nos introduce en el corazón del pueblo” (EG 268-269).  

Y el domingo pasado, en la Jornada Mundial de los Pobres, reiteró: “Vemos cómo a nuestro alrededor crece la injusticia que provoca el dolor de los pobres; sin embargo, nos dejamos llevar por la inercia de aquellos que, por comodidad o por pereza, piensan que ‘el mundo es así’ y ‘no hay nada que yo pueda hacer’. Así, incluso la fe cristiana se reduce a una devoción pasiva, que no incomoda a los poderes de este mundo y no produce ningún compromiso concreto en la caridad.

La esperanza cristiana que ha llegado a su plenitud en Jesús y se realiza en su Reino, necesita de nuestro compromiso, necesita de una fe que opere en la caridad, necesita de cristianos que no se hagan los desentendidos. Preguntémonos a nosotros mismos: ¿me hago el desentendido cuando veo la pobreza, la necesidad, el dolor de los demás? ¿Tengo yo la misma compasión del Señor hacia los pobres, hacia los que no tienen trabajo, no tienen qué comer, están marginados por la sociedad?” (17-XI-2024).

Actuar

Los obispos, si queremos ser fieles a Jesús, debemos hacer nuestro el dolor del pueblo, que se siente desorientado y desahuciado. Y lo mismo han de hacer todos los seguidores de Jesús: que nos duelan las angustias de nuestra gente y que hagamos lo que más podamos por revertir esta situación de violencia e inseguridad, buscando oportunidad de hablar con las autoridades y haciendo aunque sea algo pequeño para ayudar y proteger a quienes sufren.

Domingo XXXIII. Año B

Hemos llegado al penúltimo domingo del año litúrgico, que concluirá el próximo domingo con la fiesta de Cristo Rey del Universo. Cada año, en este penúltimo domingo, la Palabra de Dios nos invita a elevar la mirada hacia los horizontes de la historia, para renovar nuestra esperanza en el regreso del Señor. Al mismo tiempo, con la celebración de la Jornada Mundial de los Pobres en este mismo domingo, nos impulsa a reconocer la presencia de Cristo en los más pobres y necesitados. (…)
El horóscopo del cristiano

Aprended de la higuera.
Marcos 13,24-32

Hemos llegado al penúltimo domingo del año litúrgico, que concluirá el próximo domingo con la fiesta de Cristo Rey del Universo. Cada año, en este penúltimo domingo, la Palabra de Dios nos invita a elevar la mirada hacia los horizontes de la historia, para renovar nuestra esperanza en el regreso del Señor. Al mismo tiempo, con la celebración de la Jornada Mundial de los Pobres en este mismo domingo, nos impulsa a reconocer la presencia de Cristo en los más pobres y necesitados.

El pasaje evangélico de hoy es parte del capítulo 13 de San Marcos, dedicado por completo al llamado discurso sobre el fin del mundo. Al inicio del capítulo se describen las circunstancias de este discurso. Al salir del Templo, uno de los discípulos llamó la atención de Jesús sobre la grandeza de su construcción. El Templo, reconstruido por Herodes el Grande, era realmente magnífico, una de las maravillas de la época. Jesús respondió: “¿Ves estas grandes construcciones? No quedará piedra sobre piedra que no sea derribada”. Podemos imaginar el asombro y la perplejidad de todos. Esto se cumplirá con la destrucción de la ciudad en el año 70, a manos de los Romanos.

Mientras estaban en el Monte de los Olivos, sentados frente al Templo, Pedro, Santiago, Juan y Andrés, los primeros cuatro discípulos llamados por Jesús le interrogaron en privado sobre cuándo y cuál sería la señal de que esta profecía estaba a punto de cumplirse. Jesús pronunció entonces el llamado “discurso apocalíptico”, la enseñanza más extensa de Jesús en el Evangelio de Marcos. En relación con la destrucción del Templo y la ciudad santa, Jesús habla del fin del mundo y de su retorno en gloria. Esta asociación entre el fin de la nación judía y el regreso del Señor llevó a los primeros cristianos a pensar que el fin estaba cerca.

Para entender el mensaje del texto, hay que tener en cuenta dos cosas. Primero, el texto está escrito en el género apocalíptico, difícil de entender para nosotros debido a su lenguaje simbólico complejo, a menudo esotérico, y a los escenarios cósmicos. “Apocalipsis” significa “revelación”. Sin embargo, no se trata de una profecía sobre el futuro, como se suele creer, sino de la revelación del sentido de los eventos históricos. Además, este género literario, que floreció entre el siglo II a.C. y el siglo II d.C., no pretendía asustar, sino ofrecer consuelo y esperanza al pueblo de Dios en tiempos de tribulación y persecución, anunciando la intervención de Dios para liberar a su pueblo. Podríamos decir que la literatura apocalíptica no habla del “fin” del mundo, sino del “sentido” del mundo, es decir, hacia dónde se dirige la historia.

Puntos de reflexión

1. ¡El fin de este mundo ya ha comenzado! 

“En aquellos días, el sol se oscurecerá, la luna dejará de brillar, las estrellas caerán del cielo y los astros se conmoverán.” La alteración del sol, la luna y las estrellas parece aludir a la creación en Génesis 1, como si una de-creación estuviera a punto de suceder. Una referencia al escenario cósmico también aparece en el relato de la muerte de Jesús en los Evangelios sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas). De hecho, con la crucifixión del Hijo de Dios, caen el “firmamento” del cielo, es decir, las seguridades y referencias del hombre, y todas las imágenes que el hombre tenía de Dios. Con la resurrección de Cristo comienza el proceso de la nueva creación, de cielos nuevos y tierra nueva (2 Pedro 3,13).

2. El fin de este mundo es el objeto de nuestra esperanza 

“Y se verá al Hijo del hombre venir sobre las nubes, lleno de poder y de gloria.” Esperamos esta venida del Señor. Lo profesamos en el corazón de la Eucaristía: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!” Esto no significa desear el “fin del mundo” o una “catástrofe apocalíptica”, y mucho menos tratar de adivinar la hora de su llegada mediante los “signos” de guerras, terremotos, hambrunas, persecuciones, tribulaciones, abominaciones… Estas realidades siempre han existido. Nos basta saber que todo está en manos del Padre.

“Aprendan esta comparación, tomada de la higuera: cuando sus ramas se hacen flexibles y brotan las hojas, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano.” La higuera anuncia la llegada del verano, la estación de los frutos. Así es para el cristiano, que espera con alegría la maduración de los tiempos y el encuentro con Jesús. El libro del Apocalipsis concluye con esta respuesta del Señor a la oración de la Iglesia: “Sí, vengo pronto. Amén. Ven, Señor Jesús.”

3. Operadores del fin de este mundo 

“El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.” Reflexionando sobre este Evangelio, el cristiano crece en la conciencia de la transitoriedad de la vida y la historia. El “fin del mundo” es, en definitiva, una realidad cotidiana: cada día un mundo muere y otro nace. “Vamos de comienzo en comienzo, a través de nuevos comienzos”, dice San Gregorio de Nisa. Todo pasa. Solo dos cosas permanecen: la Palabra del Señor y el amor.

Sin embargo, nuestra espera no es pasiva, sino activa y laboriosa. Estamos involucrados en la preparación de la venida del Reino. ¿Cómo? Sacudiendo el “firmamento” de los astros que rigen el mundo actual. Sol, luna, estrellas, esos astros eran divinidades en el mundo pagano antiguo, que gobernaban la vida de los hombres. Basta pensar que cada día de la semana estaba dedicado a un astro. Los nombres de las estrellas y astros han cambiado, pero el firmamento de nuestro mundo sigue poblado de dioses que deciden la suerte de los hombres: negocios, bolsa de valores, poder, prestigio, belleza, placer… El “horóscopo” del cristiano tiene otro firmamento de astros: amor, fraternidad, solidaridad, servicio, justicia, compasión… Para sacudir los cimientos del “viejo mundo”, hay que sacudir el “firmamento” que lo gobierna. La tarea no es fácil. ¿Por dónde comenzar? Por nosotros mismos: “No os conforméis a este mundo, sino dejaos transformar, renovando vuestro modo de pensar.” (Romanos 12,2).

P. Manuel João Pereira Correia, mccj

Una nueva época misionera

Daniel  12,1-3; Salmo  15; Hebreos  10,11-14.18; Marcos  13,24-32

Reflexiones
El evangelista san Marcos utiliza un lenguaje que causa miedo, pero siempre con un mensaje de salvación y de esperanza. Se trata del lenguaje ‘apocalíptico’, rico en imágenes y palabras, que los evangelistas usan para expresar la destrucción de Jerusalén y, en perspectiva, los acontecimientos postreros de la historia humana. El contexto inmediato en el cual vivían las primeras comunidades cristianas estaba marcado por tensiones internas y por persecuciones externas, que provocaban miedo, desorientación y muchas preguntas: ¿Cuánto tiempo durará la prueba? ¿Cómo permanecer fieles? Al final, ¿quién se salvará?

Marcos y los otros evangelistas, siguiendo la predicación apostólica, quieren dar a las comunidades un mensaje de esperanza y de consuelo, centrado en la cercanía del Maestro (Evangelio): su ausencia es solamente momentánea, Él volverá, envía a sus ángeles protectores, después de una dispersión inicial habrá una gran convocación (v. 26-27). Lo había previsto también el profeta Daniel (I lectura): después de tiempos difíciles, el pueblo encontrará la salvación (v. 1).

La Palabra de Dios en este domingo presenta a varias personas que intervienen, en grados diferentes, en la obra de la salvación. Ante todo, Jesucristo, sumo sacerdote y santificador de la nueva Alianza (II lectura), el único Salvador de todos los pueblos. Vienen luego los que colaboran con el plan de Dios y acompañan a los elegidos y a los hermanos en la fe. Daniel (I lectura) hace un elogio especial de “los que enseñaron a muchos la justicia” (v. 3). Marcos (Evangelio) habla de los ángeles que reúnen a los elegidos “de los cuatro vientos” (v. 27). “Salvar a los hermanos de la pérdida de la fe y de la dispersión es algo que no ocurre por una intervención prodigiosa del Señor, sino por la acción de ángeles, los discípulos, quienes, en el momento de la prueba, han logrado mantenerse firmes en la fe. Ellos son los ángeles encargados de reconducir a los hermanos a la unidad de la Iglesia” (F. Armellini).

Este es el rol del misionero y de quienes acompañan a los demás en el camino al encuentro con Cristo. El camino de la misión entre los diferentes pueblos es arduo y exige tiempos largos. La mies es siempre abundante, pero faltan obreros (Mt 9,37). Sin embargo, el mismo Jesús nos invita a levantar la cabeza y contemplar con esperanza la mies: “Levanten la vista y vean cómo los campos están amarillentos para la siega” (Jn 4,35).

El Señor Jesús alienta la esperanza, asegura que “Él está cerca, a la puerta” (v. 29): a cada persona ofrece su salvación. Y convoca a sus amigos a convertirse en portadores de este anuncio. Juan Pablo II, en la encíclica Redemptoris Missio (1990), afirma que “la misión de Cristo Redentor, confiada a la Iglesia, está aún lejos de cumplirse… Esta misión se halla todavía en los comienzos y debemos comprometernos con todas nuestras energías en su servicio (n. 1). El Papa invita a la esperanza “en esta nueva primavera del cristianismo” (n. 2), mientras ve amanecer una nueva época misionera. Será una estación rica en frutos, si cada cristiano responde “con generosidad y santidad a las solicitaciones y desafíos de nuestro tiempo” (n. 92). Jesús nos invita a aprender del árbol de la higuera para leer los signos que orientan la vida (v. 28).

El profeta Daniel (I lectura), aun en medio de angustiosos escenarios (v. 1), abre horizontes de luz para los sabios y “los que enseñaron a muchos la justicia” (v. 3). Entre ellos están ciertamente los educadores: es decir, los que, de diferentes maneras, ayudan a otros a caminar por senderos de vida y esperanza. Sean ellos padres de familia, maestros, catequistas, escritores, promotores de desarrollo humano integral, defensores de los derechos humanos, agentes de comunicación social, promotores de justicia y paz, de diálogo entre las religiones y las culturas… La Iglesia, y en ella cada creyente en Cristo, está llamada a renovarse constantemente en la fe y en el amor a su Señor, para ser en el mundo faro de luz y de esperanza para cuantos tienen sed de vida, verdad y amor, y buscan salir de situaciones de angustia y muerte. Solo una Iglesia presente en el mundo caminando con la gente podrá responder a los desafíos del anuncio del Evangelio. Nos lo recordaba el Papa Benedicto XVI con estas palabras: “El cristianismo debe estar en el presente para poder dar forma al futuro.

P. Romeo Ballan, mccj

¿Todo acabará mal?

Comentario a Mc 13, 24-32

Estamos al final del Año Litúrgico (después de este domingo ya solo nos queda el último dedicado a Cristo Rey) y leemos parte del último capítulo de Marcos antes de la Pasión. En este capítulo Marcos añade al discurso de las Parábolas y a la narración de los hechos de Jesús el discurso apocalíptico, es decir, sus palabras sobre el final de la historia. Para ello parte de la experiencia histórica de los primeros discípulos de Jesús y de la esperanza que les ayudaba a vivir y dar sentido a sus vidas.

¿Final de la Historia?

Hace algunos años (décadas ya), cuando cayó el Muro de Berlín y colapsó todo el sistema marxista que había resistido por setenta años en la Unión Soviética y otros lugares del mundo, un famoso escritor estadounidense de origen japonés, Fukuyama, escribió un ensayo titulado “el fin de la historia”.  En realidad, el título era exagerado. La Historia no se acababa tan pronto. Pero el autor tenía razón en que una importante época de la Historia dejaba paso a una nueva.

Esta experiencia de cambio radical, similar al que  a veces parecemos experimentar en nuestro tiempo,  la ha hecho la humanidad en diversas transiciones históricas. Una de estas transiciones la vivieron las primeras comunidades cristianas, que experimentaron dos acontecimientos que para ellas fueron inmensas tragedias: la muerte de Jesús en la cruz y la destrucción de Jerusalén, ambas cosas impensables. No podían concebir que el Mesías fuera asesinado y que Jerusalén, la ciudad santa, fuera destruida. Y sin embargo ambas cosas sucedieron. ¿Significaba eso el fin de la historia? ¿Se acababa el mundo? ¿La maldad y la muerte saldrían triunfantes?

La respuesta que las comunidades cristianas tuvieron, recordando a Jesús, nos la transmite Marcos: Ciertamente parece que el sol se apaga, que la luna ya no alumbra, que la creación se desmorona, pero todavía no es el final. En todo caso, después de la “aflicción”, Jesús se hará presente como Juez y Señor de la Historia.

Nuestra historia hoy

Leyendo este texto apocalíptico de Marcos hoy, nosotros nos sentimos alentados a mantener la esperanza “contra toda esperanza”, sabiendo que los sufrimientos personales, las crisis económicas y afectivas, los desmoronamientos de algunas instituciones no son el final de las cosas. Son solo signos, como las yemas de la higuera en primavera, de una nueva vida, una nueva época en la historia, una nueva oportunidad para nuestra vida personal. De hecho, así fue: las comunidades cristianas dieron origen a una nueva manera de vivir en un mundo que por mucho tiempo les era hostil y por mucho tiempo caminaba en sentido opuesto.

Así, los discípulos de Jesús seguimos caminando hoy por la historia de edad en edad, de época en época, purificándonos constantemente, acogiendo las nuevas oportunidades, sabiendo que al final de nuestro camino personal –y de la historia del mundo- no nos espera la destrucción y la muerte, la maldad o la injusticia, sino el encuentro con Jesucristo que “reunirá a sus elegidos” en un mundo nuevo, donde reine para siempre la verdad y el amor.
Antonio Villarino, MCCJ

Nadie sabe el día

Marcos 13, 24-32

El mejor conocimiento del lenguaje apocalíptico, construido de imágenes y recursos simbólicos para hablar del fin del mundo, nos permite hoy escuchar el mensaje esperanzador de Jesús, sin caer en la tentación de sembrar angustia y terror en las conciencias.

Un día la historia apasionante del ser humano sobre la tierra llegará a su final. Esta es la convicción firme de Jesús. Esta es también la previsión de la ciencia actual. El mundo no es eterno. Esta vida terminará. ¿Qué va a ser de nuestras luchas y trabajos, de nuestros esfuerzos y aspiraciones?

Jesús habla con sobriedad. No quiere alimentar ninguna curiosidad morbosa. Corta de raíz cualquier intento de especular con cálculos, fechas o plazos. “Nadie sabe el día o la hora…, sólo el Padre”. Nada de psicosis ante el final. El mundo está en buenas manos. No caminamos hacia el caos. Podemos confiar en Dios, nuestro Creador y Padre.

Desde esta confianza total, Jesús expone su esperanza: la creación actual terminará, pero será para dejar paso a una nueva creación, que tendrá por centro a Cristo resucitado. ¿Es posible creer algo tan grandioso? ¿Podemos hablar así antes de que nada haya ocurrido?

Jesús recurre a imágenes que todos pueden entender. Un día el sol y la luna que hoy iluminan la tierra y hacen posible la vida, se apagarán. El mundo quedará a oscuras. ¿Se apagará también la historia de la Humanidad? ¿Terminarán así nuestras esperanzas?

Según la versión de Marcos, en medio de esa noche se podrá ver al “Hijo del Hombre”, es decir, a Cristo resucitado que vendrá “con gran poder y gloria”. Su luz salvadora lo iluminará todo. Él será el centro de un mundo nuevo, el principio de una humanidad renovada para siempre.

Jesús sabe que no es fácil creer en sus palabras. ¿Cómo puede probar que las cosas sucederán así? Con una sencillez sorprendente, invita a vivir esta vida como una primavera. Todos conocen la experiencia: la vida que parecía muerta durante el invierno comienza a despertar; en las ramas de la higuera brotan de nuevo pequeñas hojas. Todos saben que el verano está cerca.

Esta vida que ahora conocemos es como la primavera. Todavía no es posible cosechar. No podemos obtener logros definitivos. Pero hay pequeños signos de que la vida está en gestación. Nuestros esfuerzos por un mundo mejor no se perderán. Nadie sabe el día, pero Jesús vendrá. Con su venida se desvelará el misterio último de la realidad que los creyentes llamamos Dios. Nuestra historia apasionante llegará a su plenitud.
José Antonio Pagola
[musicaliturgica]

Domingo XXXII ordinario. Año B

Marcos 12,38-44

En aquel tiempo, enseñaba Jesús a la multitud y les decía: “Cuídense de los letrados. Les gusta pasear con largas túnicas, que los saluden por la calle; buscan los primeros asientos en las sinagogas y los mejores puestos en los banquetes. Con pretexto de largas oraciones, devoran los bienes de las viudas. Ellos recibirán una sentencia más severa”. Sentado frente a las alcancías del templo, observaba cómo la gente depositaba su limosna. Muchos ricos daban en abundancia. Llegó una viuda pobre y echó unas moneditas de muy poco valor. Jesús llamó a los discípulos y les dijo: “Les aseguro que esa pobre viuda ha dado más que todos los demás. Porque todos han dado de lo que les sobra pero ésta, en su indigencia, ha dado cuanto tenía para vivir”.


La viuda pobre dio todo lo que tenía
Una viuda en la cátedra

El Evangelio de este domingo se sitúa en el mismo contexto que el del domingo pasado. Estamos en Jerusalén, en el Templo, donde Jesús enseña a una “gran multitud que lo escuchaba con gusto” (Mc 12,37), suscitando la ira de las autoridades religiosas, que ya habían decidido matarlo. Todavía estamos en el tercer día de su llegada a Jerusalén, uno de los días más largos, intensos y decisivos de su ministerio, según el Evangelio de Marcos. Esta es la última vez que Jesús visita el Templo y se dirige a la multitud; tres días después, será crucificado.

El contexto de esta enseñanza es, por tanto, muy especial y otorga un peso excepcional a las palabras de Jesús. Lo que Él dice y hace en este momento tiene el sabor de un testamento espiritual.

El pasaje se divide en dos partes. En la primera, Jesús se dirige a la multitud advirtiéndola contra el comportamiento de los escribas (versículos 38-40). En la segunda, se dirige a sus discípulos para llamar su atención sobre una pobre viuda que da al tesoro del Templo todo lo que posee (versículos 41-44).

Cuidado con…”

“¡Cuidado con los escribas!” Los escribas eran los expertos en la Torá, los maestros de la Ley, los teólogos y juristas de la época. Pero ¿qué les reprocha Jesús? “Les gusta pasear con largas vestiduras, recibir saludos en las plazas, tener los primeros asientos en las sinagogas y los lugares de honor en los banquetes.” Es una crítica muy fuerte dirigida a una categoría de personas generalmente respetadas.

Jesús denuncia el tipo de personas que viven solo de apariencias: exteriormente parecen perfectas, pero interiormente son falsas. Si esta actitud es condenable en la sociedad, lo es aún más en la Iglesia. En lugar de servir a Dios, se sirven de Dios: “oran largamente para ser vistos”; y en lugar de servir al prójimo, lo explotan: “devoran las casas de las viudas”. Es exactamente lo opuesto a lo que Jesús nos enseñó el domingo pasado: amar a Dios y amar al prójimo.

Sin embargo, no pensemos en los escribas de antaño, sino en los de hoy. No miremos a los escribas externos, sino a los que están dentro de nosotros. Porque lo que los escribas amaban, nosotros también lo amamos: aparecer, dar una buena imagen de nosotros mismos, ocupar los primeros lugares, ser respetados y honrados, estar de alguna manera bajo los focos. De estos escribas, maestros o modelos, hay en abundancia, tanto en la sociedad, difundidos por los medios, como en la Iglesia. El camino de las apariencias es resbaladizo y puede fácilmente llevar de la ficción a la falsedad y de la falsedad a la corrupción. “Pecadores sí, corruptos nunca”, diría el Papa Francisco.

Miren a…”

En la segunda parte del texto, el escenario cambia. “Jesús, sentado frente al tesoro, observaba cómo la multitud echaba monedas. Muchos ricos echaban gran cantidad.” En el Templo había trece cajas destinadas a recoger las ofrendas, cada una con un propósito específico, excepto la última, la decimotercera. Frente a cada caja, un servidor controlaba y anunciaba en voz alta el importe donado. Con la cercanía de la Pascua, el número de peregrinos aumentaba, y un río de monedas de oro y plata, tintineando, fluía hacia las cajas del Templo, ¡el mayor banco de Oriente Medio!

“Pero, vino una viuda pobre y echó dos moneditas, que valen un centavo.” La viuda era una de las categorías de personas vulnerables a proteger, según las Sagradas Escrituras: el huérfano, la viuda y el extranjero. Esta mujer, viuda y pobre, echa en la decimotercera caja todo lo que posee: un centavo. Es casi nada, pero es todo para ella. Era poco, pero representaba todo lo que tenía para vivir.

“Entonces, llamando a sus discípulos, les dijo: ‘En verdad les digo: esta viuda, tan pobre, ha echado en el tesoro más que todos los demás.’” El Maestro “llama a sus discípulos” por última vez y coloca a esta viuda en la cátedra para su última enseñanza: – ¡Miren a ella! Esto es lo que quería decir cuando decía: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.”

Otra viuda, protagonista de la primera lectura, es la pobre viuda de Sarepta, una mujer pagana, que ofrece al extranjero, el profeta Elías, el último puñado de harina que guardaba para ella y su hijo antes de morir. Esto significa “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.”

Puntos de reflexión

– La viuda del Evangelio anticipa proféticamente lo que hará Jesús tres días después, entregando su vida al Padre por nosotros. Él, siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos (2 Corintios 8,9) y se despojó a sí mismo hasta morir como un esclavo en la cruz (Filipenses 2,7-8).

– La generosidad de esta viuda representa también la de la Virgen María que, al pie de la cruz, ofrecerá a su único hijo. Además, anuncia la condición presente de la Iglesia, a la que le ha sido quitado el Esposo (Marcos 2,18-19).

– La pobre viuda, finalmente, nos recuerda nuestra pobreza radical. Viudo/a etimológicamente significa estar privado, carente, desprovisto. En este sentido, todos vivimos en una condición de “viudez”. Más allá de la satisfacción de las necesidades diarias, experimentamos a menudo que nos falta algo esencial para realizar plenamente nuestra existencia. Es importante tomar conciencia de esta carencia profunda. San Agustín lo expresa con su famosa oración: “Nos hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en ti.” Paradójicamente, para llenar este vacío, Jesús y su Evangelio nos proponen ofrecer nuestra vida como don: “El que pierda su vida por causa de mí y del Evangelio, la salvará” (Marcos 8,35).

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


Lo mejor de la Iglesia
José Antonio Pagola

El contraste entre las dos escenas no puede ser más fuerte. En la primera, Jesús pone a la gente en guardia frente a los dirigentes religiosos: “¡Cuidado con los maestros de la Ley!”, su comportamiento puede hacer mucho daño. En la segunda, llama a sus discípulos para que tomen nota del gesto de una viuda pobre: la gente sencilla les podrá enseñar a vivir el Evangelio.

Es sorprendente el lenguaje duro y certero que emplea Jesús para desenmascarar la falsa religiosidad de los escribas. No puede soportar su vanidad y su afán de ostentación. Buscan vestir de modo especial y ser saludados con reverencia para sobresalir sobre los demás, imponerse y dominar.

La religión les sirve para alimentar fatuidad. Hacen “largos rezos” para impresionar. No crean comunidad, pues se colocan por encima de todos. En el fondo, solo piensan en sí mismos. Viven aprovechándose de las personas débiles a las que deberían servir. Marcos no recoge las palabras de Jesús para condenar a los escribas que había en el Templo de Jerusalén antes de su destrucción, sino para poner en guardia a las comunidades cristianas para las que escribe. Los dirigentes religiosos han de ser servidores de la comunidad. Nada más. Si lo olvidan, son un peligro para todos. Hay que reaccionar para que no hagan daño.

En la segunda escena, Jesús está sentado enfrente del arca de las ofrendas. Muchos ricos van echando cantidades importantes: son los que sostienen el Templo. De pronto se acerca una mujer. Jesús observa que echa dos moneditas de cobre. Es una viuda pobre, maltratada por la vida, sola y sin recursos. Probablemente vive mendigando junto al Templo.

Conmovido, Jesús llama rápidamente a sus discípulos. No han de olvidar el gesto de esta mujer, pues, aunque está pasando necesidad, “ha echado todo lo que necesitaba, todo lo que tenía para vivir”. Mientras los maestros viven aprovechándose de la religión, esta mujer se desprende de todo por los demás, confiando totalmente en Dios.

Su gesto nos descubre el corazón de la verdadera religión: confianza grande en Dios, gratuidad sorprendente, generosidad y amor solidario, sencillez y verdad. No conocemos el nombre de esta mujer ni su rostro. Solo sabemos que Jesús vio en ella un modelo para los futuros dirigentes de su Iglesia.

También hoy, tantas mujeres y hombres de fe sencilla y corazón generoso son lo mejor que tenemos en la Iglesia. No escriben libros ni pronuncian sermones, pero son los que mantienen vivo entre nosotros el Evangelio de Jesús. De ellos hemos de aprender los presbíteros y obispos.

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Tener cuidado con los hipócritas y mirar a la pobre viuda
Papa Francisco

La escena descrita por el Evangelio de la Liturgia de hoy tiene lugar dentro del Templo de Jerusalén. Jesús mira, mira lo que sucede en este lugar, el más sagrado de todos, y ve cómo a los escribas les gusta pasear para hacerse notar, ser saludados y reverenciados, y para tener lugares de honor. Y Jesús añade que «devoran la hacienda de las viudas so capa de largas oraciones» (Mc 12,40). Al mismo tiempo, sus ojos vislumbran otra escena: una pobre viuda, precisamente una de las explotadas por los poderosos, echa en el arca del Tesoro del Templo «todo cuanto poseía» (v.44). Así dice el Evangelio, echa en el tesoro todo lo que tenía para vivir. El Evangelio nos pone delante de este sorprendente contraste: los ricos, que dan lo superfluo para hacerse ver, y una pobre mujer que, sin aparentar, ofrece todo lo poco que tiene. Dos símbolos de actitudes humanas.

Jesús mira las dos escenas. Y es precisamente este verbo —“mirar”— que resume su enseñanza: a quien vive la fe con duplicidad, como esos escribas, “debemos mirar” para no ser como ellos; mientras que a la viuda debemos “mirarla” para tomarla como modelo. Detengámonos en esto: tener cuidado con los hipócritas y mirar a la pobre viuda.  

Ante todo, tener cuidado con los hipócritas, es decir estar atentos a no basar la vida en el culto de la apariencia, de la exterioridad, en el cuidado exagerado de la propia imagen. Y, sobre todo, estar atentos a no doblegar la fe a nuestros intereses. Esos escribas cubrían, con el nombre de Dios, su propia vanagloria y, aún peor, usaban la religión para atender sus negocios, abusando de su autoridad y explotando a los pobres. Aquí vemos esa actitud tan fea que también hoy vemos en muchos puestos, en muchos lugares, el clericalismo, ese estar por encima de los humildes, explotarlos, vapulearlos, sentirse perfectos. Este es el mal del clericalismo. Es una advertencia para toda época y para todos, Iglesia y sociedad: no aprovecharse nunca del propio rol para aplastar a los demás, ¡nunca ganar sobre la piel de los más débiles! Y estar alerta, para no caer en la vanidad, para no obsesionarnos con las apariencias, perdiendo la sustancia y viviendo en la superficialidad. Preguntémonos, nos ayudará: en lo que decimos y hacemos, ¿deseamos ser apreciados y gratificados o dar un servicio a Dios y al prójimo, especialmente a los más débiles? Estemos alerta ante las falsedades del corazón, ante la hipocresía, ¡que es una enfermedad peligrosa del alma! Es un doble pensar, un doble juzgar, como dice la propia palabra: “juzgar por debajo”, aparecer de una manera e “hipo”, por debajo, tener otro pensamiento. Dobles, gente con doble alma, doblez de alma.

Y para sanar de esta enfermedad, Jesús nos invita a mirar a la pobre viuda. El Señor denuncia la explotación hacia esta mujer que, para dar la ofrenda, debe volver a casa sin siquiera lo poco que tiene para vivir. ¡Qué importante es liberar lo sagrado de las ataduras del dinero! Ya lo había dicho Jesús, en otro lugar: no se puede servir a dos señores. O tú sirves a Dios —y nosotros pensamos que diga “o el diablo”, no— o Dios o el dinero. Es un señor, y Jesús dice que no debemos servirlo. Pero, al mismo tiempo, Jesús alaba el hecho de que esta viuda da al Tesoro todo lo que tiene. No le queda nada, pero encuentra en Dios su todo. No teme perder lo poco que tiene, porque confía en el tanto de Dios, y ese tanto de Dios multiplica la alegría de quien dona. Esto nos hace pensar también en esa otra viuda, la del profeta Elías, que iba a hacer pan con la última harina que tenía y el último aceite; Elías le dice: “Dame de comer” y ella le da; y la harina non disminuirá nunca, un milagro (cfr. 1 Re 17,9-16). El Señor siempre, ante la generosidad de la gente, va más allá, es más generoso. Pero es Él, no nuestra avaricia. De esta manera Jesús la propone como maestra de fe, esta señora: ella no frecuenta el Templo para tener la conciencia tranquila, no reza para hacerse ver, no hace alarde de su fe, sino que dona con el corazón, con generosidad y gratuidad. Sus monedas tienen un sonido más bonito que las grandes ofrendas de los ricos, porque expresan una vida dedicada a Dios con sinceridad, una fe que no vive de apariencias sino de confianza incondicional. Aprendamos de ella: una fe sin adornos externos, sino sincera interiormente; una fe hecha de humilde amor a Dios y a los hermanos.

Y ahora nos dirigimos a la Virgen María, que con corazón humilde y transparente ha hecho de toda su vida un don para Dios y para su pueblo.

Angelus, 7/11/2021


¿Cuánto vale el Reino de los Cielos?
Fernando Armellini

Los peligros más graves son los mejor escondidos y camuflados; nos sorprenden sin estar preparados. Si Jesús recomienda a sus discípulos, con insistencia, prestar atención yestar en guardia contra una cierta clase de personas, significa que las trampas que tienden son extremadamente serias. Después de una serie de disputas con los fariseos, saduceos y herodianos en el Templo de Jerusalén, Jesús lanza un ataque directo, valiente y preciso contra los escribas y, para hacerlo más incisivo, recurre a la sátira, a la ironía, a un lenguaje casi demasiado provocativo. Esto revela cuánto le preocupaba que un ciertocomportamiento nefasto pudiera infiltrarse también en la comunidad de sus discípulos.

Los escribas eran originalmente los responsables de procurar documentos de todo tipopero, después del exilio en Babilonia, se habían convertido en los intérpretes oficiales de la Ley (cf. Esd 7,11), en una autoridad en el campo de la legislación. Eran los jueces encargados de pronunciar las sentencias en los tribunales.

Su profesión era legítima. Sin embargo, Jesús tenía bastante que recriminar sobre su comportamiento. La primera recriminación era la vanidad, la ostentación (vv. 38-39). Eran gente que gustaban exhibir sus títulos y, para llamar la atención y no ser confundidos con el pueblo ignorante, no se vestían como los demás sino que iban de uniforme: “les gusta pasear con largas túnicas” (v. 38).

Era por respeto a su vestimenta que la gente los trataba con mil cuidados, les cedían el paso en las calles, les reservaban los primeros puestos en las plazas y en las sinagogas; en el mercado los servían mejor y antes que a otros. No podían ser saludados con un sencillo shalom; exigían reverencias, besamanos y un religioso silencio cada vez que abrían la boca, aunque solo fuera para respirar. Cuando no recibían estas atenciones de deferencia, se indignaban.

El Maestro sostenía que ésta era una comedia ridícula y no la soportaba; era alérgico a sus ropas talares o “divisas” porque, como lo indica la etimología, la palabra viene del verbo “dividir”. Y esto es lo que hacían: dividían, separaban, creaban una casta.

Más que pecado era una enfermedad, una patología que podría haber sido curada fácilmente. Lo que alimentaba la vanidad de los escribas era el servilismo ingenuo de las personas que, con sus honores y reverencias, estaban convencidos de dar gloria a Dios. Para hacerlos bajar del pedestal y dejar que experimentasen la alegría de sentirse hermanos, hubiera sido suficiente que todos se comportaran como Jesús, quien no les reservaba ninguna consideración; a su amistad prefería la de los pecadores, los marginados; no recurría a sus recomendaciones, no buscaba su apoyo.

Frente al comportamiento y las palabras tan claras del Maestro, uno se pregunta cómo puede ser que, en la Iglesia, a veces no nos demos cuenta de lo antievangélica que es la carrera por los primeros puestos, por los títulos honoríficos, y la búsqueda de aplausos y privilegios. Un mundo estructurado en jerarquía piramidal ha sido definitivamentecondenado por Cristo y querer restaurarlo no es un pecado venial sino un ataque frontal contra la lógica del Evangelio.

Pero hay un delito mayor que Jesús imputa a los rabinos: “Devoran los bienes de las viudas” (v. 40). Las viudas, los huérfanos y los extranjeros eran las personas que Dios había puesto bajo su protección (cf. Sal 146,9). ¡Ay de los que maltraten y cometan injusticias contra ellos! El Señor había establecido: “No opriman al extranjero. No aflijan a la viuda o al huérfano. Si los maltratan, y claman a mí, ciertamente oiré yo su clamor, porque soy misericordioso” (Éx 22,20-26).

Jesús acusa a los escribas de “devorar las casas de las viudas”. Probablemente se aprovechaban de la ingenuidad de estas mujeres simples e indefensas para sacarles donaciones o exigirles honorarios exorbitantes por presentar sus casos en los tribunales. La explotación de los más débiles es el principio sobre el que se apoya nuestro mundo competitivo y pendenciero, y es a partir de este principio que nace la sociedad de los listos, que es lo contrario del Evangelio. También los pobres, por su parte, cuando anhelan ocupar el lugar de sus opresores, no sueñan con un nuevo mundo sino que aspiran solo a perpetuar el viejo. No quieren poner fin a la mentalidad de los escribas, sino substituir a los escribas. Proponen apenas un simple cambio de actores cuando lo que Jesús quiere es que sea arrojada al basurero esta obra de teatro que, desde siempre, ha sido representada en el mundo.

La tercera acusación es aún más grave: “con pretexto de largas oraciones” (v. 40). No solo son los explotadores de los débiles sino que recitan una comedia: se exhiben en prácticas religiosas impecables dando pruebas de gran piedad de manera que quede claro a todos que el Señor está de parte de ellos. Juzgarlos, contradecirlos, no someterse a su voluntad, no rendirles los honores que pretenden, no hacer caso a lo que dicen significa estar en contra de Dios.

Las personas sencillas y sinceras no pueden soportar esta religión hipócrita y llegará el momento en que se cansen y puedan incluso abandonar la fe. ¿Quién tiene la culpa de estas deserciones?

En contraposición a los escribas, en la segunda parte de la lectura (vv. 41-44) se introduce un modelo de auténtica religiosidad: una viuda pobre. No es la primera vez que, en el evangelio de Marcos, aparecen mujeres a las que Jesús ha mirado con afecto y admiración. Ya había encontrado una que, sufriendo de hemorragias, se le había acercado para tocar el borde del manto y había reconocido su fe: “Hija, tu fe te ha salvado” (Mc 5,34). El Maestro se había quedado sorprendido de la fe de la mujer sirio-fenicia quien, para pedir la curación de su hija, se había declarado satisfecha con las migajas que caen de la mesa preparada para los hijos. Conmovido, Jesús había exclamado: “¡Oh mujer, grande es tu fe!” (Mt 15,28; Mc 7,24-30).

Estas dos primeras mujeres son modelos de fe: modelo de generosidad total es la viuda del evangelio de hoy y la que, unos días más tarde, ungiría los pies de Jesús “con ungüento de nardo auténtico, muy valioso” (Mc 14,3).

Son cuatro figuras ejemplares, escogidas por Marcos, para mostrar cómo las mujeres, consideradas las últimas por todos, eran en cambio las primeras (cf. Mc 10,31). Ilustran con su vida cómo debe ser el verdadero discípulo.

La primera característica es hoy puesta de relieve por el comportamiento de la viuda que, a diferencia de los rabinos que exhibían su piedad, hizo su gesto sin llamar la atención de nadie, sin ser notada.

Esta mujer no conocía a Jesús, no escuchó sus enseñanzas, no respondió a una llamada suya y no era su discípula. No lo sigue, como lo hicieron los Doce y muchas otras mujeres que lo acompañaron durante los tres años de vida pública (cf. Lc 8,1-3). Y, sin embargo, se comporta de modo evangélico, tal como Jesús había recomendado: “Cuando hagas limosna no hagas tocar la trompeta por delante, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles para que los alabe la gente. Cuando tú hagas limosna, no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; de este modo tu limosna quedará escondida” (Mt 6,2-4). Esta viuda es la imagen de aquellos que, también hoy, dóciles al impulso del Espíritu, viven de forma evangélica, aunque no hayan leído ni una página del Evangelio.

La segunda característica del verdadero Amor es que sea total. El amor a Dios debe involucrar a toda la persona –“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas” (Mc 12,30)–y debe darse sin reservas. Así también debe ser el amor al prójimo. La viuda es presentada como un modelo de este amor. A diferencia de los ricos, que ponían muchas monedas en el tesoro, ella no ha puesto mucho, ha puesto todo lo que tenía; es más –especifica el texto griego–, “de su pobreza echó todo cuanto tenía” (v. 44).

El discípulo no es el que se juega una parte de sí mismo o de lo que tiene, sino el que vende todo lo que tiene y lo da a los pobres y ofrece toda su vida, como lo ha hecho el Maestro. También los que son pobres, como la viuda del evangelio de hoy, están llamados a dar todo. No hay nadie tan pobre que no tenga algo que ofrecer y nadie tan rico que no necesite recibir nada de los demás. Dios ha llenado de regalos a sus hijos para que, siguiendo el ejemplo del Padre que está en los cielos, no los retengan para sí mismos sino que los pongan a disposición de los demás.

Por la totalidad de su amor, la viuda se convierte no solo en la imagen del verdadero discípulo sino también de Dios y de Jesucristo –como señala Pablo– que “siendo rico, se hizo pobre” para enriquecernos por su pobreza (2 Cor 8,9).

El lugar de la máxima revelación del rostro de Dios es el Calvario. Es allí donde Dios ha mostrado su identidad. No pretende, ofrece; se da sí mismo totalmente al hombre. No quiere que éstos se inclinen ante Él sino que se arrodillen ante los hermanos. No pide que le den vida a Él sino que, con Él, se pongan a disposición de los hermanos. La viuda es la imagen de Dios y de Cristo porque se ha despojado de todo lo que tenía y lo ha donado a los demás.

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“Dar desde nuestra pobreza”: criterio de misión
Romeo Ballan, mccj

En la selva de Brasil, un misionero preguntó un día a un indio de la etnia Yanomami: “¿Quién es bueno?” Y el indio contestó: “Bueno es el que comparte”. ¡Una respuesta en sintonía con el Evangelio de Jesús! Dan testimonio de ello las dos mujeres, ambas viudas y pobres, expertas en la lucha por sobrevivir, protagonistas del mensaje bíblico y misionero de este domingo.

En tierra de paganos, al norte de Palestina, la viuda de Sarepta (I lectura), no obstante la escasez de alimentos en tiempo de sequía, comparte el agua y el pan con el profeta Elías, que está huyendo de la persecución del rey Ajab y de la reina Jezabel. Aquella viuda, exhausta (v. 12), se fio de la palabra del hombre de Dios, y Dios le concedió lo necesario para vivir ella, su hijo y otros familiares (v. 15-16). En contraposición a la maldad de esa pareja real, la protección de Dios se manifestó en favor de su enviado (Elías) y de los pobres.

La escena se repite sobre la explanada del templo de Jerusalén, lugar oficial del culto, donde Marcos (Evangelio) presenta dos escenas contrastantes. Por un lado, los escribas: los supuestos sabios de la ley, inflados de vanidad hasta la ostentación (hacen alarde de amplio ropaje, buscan saludos y primeros puestos), pretenden manipular a Dios con “largos rezos”, y llegan hasta devorar los bienes de las viudas (v. 40). Deberían ser los guías del pueblo, pero con su manera de vivir presentan una falsa imagen del Dios de la Biblia. Por eso Jesús dice a la muchedumbre de guardarse de los escribas (v. 38). Por otro lado, Jesús mira con atención el gesto furtivo de una viuda pobre, la cual, con la mayor discreción, sin llamar la atención, echa en el tesoro del templo dos moneditas de poco valor, que eran “todo lo que tenía para vivir” (v. 44). ¡Son pocos céntimos, pero de un valor inmenso! Ella no echa gran cantidad, como los ricos, pero da mucho, todo; como dice el texto griego: “toda su vida”. Muchas personas con sentido común habrían sugerido a las dos viudas guardar para sí lo mínimo necesario para sobrevivir, pero ellas actúan contra toda lógica humana: no piden nada, dan lo que tienen. Se fían de Dios.

“El discípulo es el que da al Señor lo necesario y no lo superfluo. A Dios no le gusta vivir de migajas. Solo se puede aprender a darlo todo con el trato asiduo, perseverante y cotidiano con Aquel que se entregó totalmente por nosotros” (p. Fidèle Katsan, comboniano). El provecho y la gratuidad se contraponen. Los escribas ostentan una religiosidad para provecho personal: hasta haciendo obras buenas, buscan su interés, son víctimas de la cultura de la apariencia. Jesús, por el contrario, exalta en la viuda la gratuidad, la humildad, el desapego: ella se fía de Dios y a Él se abandona para su misma sobrevivencia. Al igual de Cristo que se ha sacrificado a sí mismo en rescate por todos (II lectura, v. 26). La balanza de Dios escruta el corazón, mide la calidad,no la cantidad. La santa madre Teresa de Calcuta nos enseña que “no importa cuánto se da, sino cuánto amor se pone en darlo”.

Para el Reino de Dios no importa dar mucho o poco; lo importante es darlo todo. Ya el Papa san Gregorio Magno (siglo VI) afirmaba: “El Reino de Dios no tiene precio; vale todo cuanto uno posee”. Bastan incluso dos moneditas, o “tan solo un vaso de agua fresca” (Mt 10,42). El don ofrecido desde la propia pobreza es expresión de fe, de amor y de misión. Así se han expresado los obispos de la Iglesia latinoamericana en la Conferencia de Puebla (México, 1979), hablando del compromiso con la misión universal: “Finalmente, ha llegado para América Latina la hora de proyectarse más allá de sus propias fronteras, ad gentes. Es verdad que nosotros mismos necesitamos misioneros; pero debemos dar desde nuestra pobreza” (Puebla n. 368). El compromiso por la misión, dentro y fuera del propio país, es concreto y exigente: se necesitan medios materiales y espirituales, pero sobre todo personas disponibles a salir y a ofrecer su vida por el Reino de Dios.

La pobre de Sarepta y la viuda del Evangelio vuelven a proponer hoy el desafío de una misión vivida con opciones de pobreza, en el uso de medios pobres, fundamentada sobre la fuerza de la Palabra, libre de los condicionamientos del poder, al lado de los últimos de la tierra, en situaciones de fragilidad, contando con la debilidad propia y de los colaboradores, en soledad, entre hostilidades… Pablo, Javier, Comboni, Teresa de Lisieux y muchos otros misioneros, han vivido su vocación bajo el signo de la Cruz, afrontando sufrimientos, obstáculos e incomprensiones, convencidos que “las obras de Dios deben nacer y crecer al pie del Calvario” (Daniel Comboni).

El misionero pone en el centro de su vida al Señor crucificado, resucitado y viviente, porque sabe que la fuerza de Cristo y del Evangelio se manifiesta en la debilidad del apóstol y en la fragilidad de los recursos humanos. San Pablo nos da un claro testimonio de ello en sus sufrimientos personales y apostólicos (cfr. 2Cor 12,7-10). En las situaciones de pobreza, aislamiento y muerte, el misionero descubre en Cristo crucificado la presencia eficaz del Dios de la Vida y una multitud de hermanos y hermanas que esperan amor y aprecio, llevándoles el Evangelio, que es mensaje de vida y esperanza.