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XXXIII Domingo ordinario. Año C

“En aquel tiempo, como algunos ponderaban la solidez de la construcción del templo y la belleza de las ofrendas votivas que lo adornaban, Jesús dijo: Días vendrán en que no quedará piedra sobre piedra de todo esto que están admirando; todo será destruido.
Entonces le preguntaron: Maestro, ¿cuándo va a ocurrir esto y cuál será la señal de que ya está a punto de suceder? Él les respondió: Cuídense de que nadie los engañe, porque muchos vendrán usurpando mi nombre y dirán: Yo soy el Mesías. El tiempo ha llegado. Pero no hagan caso.
Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones, que no los domine el pánico, porque eso tiene que acontecer, pero todavía no es el fin.
Luego les dijo: Se levantará una nación contra otra y un reino contra otro. En diferentes  lugares habrá grandes terremotos, epidemias y hambre, y aparecerán en el cielo señales prodigiosas y terribles.
Pero antes de todo esto los perseguirán a ustedes y los apresarán; los llevarán a los tribunales  y a la cárcel, y los harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Con esto darán testimonio de mí.
Grábense bien que no tienen que preparar de antemano su defensa porque yo les daré palabras sabias, a las que no podrá resistir ni contradecir ningún adversario de ustedes.
Los traicionarán hasta sus propios padres, hermanos, parientes y amigos. Matarán a algunos de ustedes y todos los odiarán por causa mía. Sin embargo, no caerá ningún cabello de la cabeza de ustedes. Si se mantienen firmes, conseguirán la vida”.

(Lucas 21, 5-19)


Jornada mundial de los pobres
Si se mantienen firmes, conseguirán la vida
P. Enrique Sánchez G. Mcc
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Poco a poco nos vamos acercando al final del año litúrgico y las lecturas de este domingo nos van preparando, en parte, y continúan con la reflexión que hemos venido haciendo del evangelio de san Lucas.

Por otra parte, invitándonos a estar listos y preparados para reconocer al Señor como el protagonista que va guiando nuestras vidas, nos dejan un mensaje de esperanza que nos acompaña para concluir este tiempo con el corazón en paz.

La lectura del evangelio sitúa, también hoy, en el Templo de Jerusalén, el lugar más importante en la vida religiosa de los contemporáneos de Jesús.

Se subraya en el texto lo bello y lo magnífico de la construcción del edificio, que se consideraba como el lugar por excelencia en donde se podía encontrar a Dios.

Y, seguramente, era un templo maravilloso y esplendoroso, construido durante cuarenta y seis años y poniendo en él lo mejor que se tenía.

Era una gran obra y orgullo del pueblo judío que se sentía privilegiado de tener a Dios casi al alcance de la mano; pero tanto esplendor, de alguna manera, encandilaba los ojos y no permitía contemplar a quien era el más importante y que habitaba más allá́ de sus muros, sus columnas y sus altares.

En el texto del domingo pasado, Jesús se había presentado como el verdadero templo, el Mesías, en quien se podía contemplar el rostro de Dios; pero, incluso quienes lo reconocían como Maestro, parecían aturdidos y no lograban reconocerlo plenamente como Dios mismo que habitaba entre ellos.

El esplendor del templo parecía tenerlos encandilados y estaban preocupados pidiendo señales y queriendo conocer los tiempos de la venida del Señor, cuando en realidad ya lo tenían ante sus ojos.

La descripción de los últimos tiempos, con todo lo catastrófico que pueda ser y como muchos de ellos se imaginaban que tenían que ser, para que Dios se manifestara como el que vendría a recomponer todo en su creación, es una realidad que no puede ser negada, pero que no podía ser interpretada todavía como el fin de este mundo.

Contrariamente a lo que se podría esperar escuchando el evangelio, la palabra de Jesús se presenta como un anuncio que abre a la esperanza, haciendo comprender que quien tiene la última palabra y quien decide sobre el final de todo es únicamente Dios. Y ese día no había llegado.

Tal vez a nosotros, escuchando lo que dice  Jesús  nos  puede  venir  espontáneo pensar, de igual manera, que no estamos muy lejos de esos tiempos lejanos, porque muchas de las situaciones descritas parecen ser fotografías muy fieles de lo que estamos viviendo en nuestros días.

Por todas partes se nos habla de guerras que no tienen fin, el espectáculo del sacrificio de tantas vidas inocentes parece haberse convertido en una serie de entretenimiento que se ve en la televisión o se descarga en la tableta.

Los terremotos y las calamidades naturales han dejado en los últimos meses escenarios de destrucción que nos parecen sacados de películas de ficción.

Las epidemias, nos ha tocado experimentarlas en nuestra propia carne y todavía está muy vivo en nuestra memoria lo que ha sido el Covid, el Sida, la gripa aviar y muchas otras más que han significado muerte y pérdida de tantos seres queridos.

Las persecuciones por motivos políticos o religiosos, por ideologías que tratan de imponerse como ley para toda la humanidad, han sido motivo para justificar la destrucción de nuestro planeta y el martirio de muchos inocentes.

Basta como ejemplo lo que está sucediendo en Nigeria con la persecución de los cristianos o la situación de muchas personas que están obligadas a vivir su fe en Jesús en la clandestinidad o en el anonimato.

Para muchos de nosotros, vivir en este mundo nos resulta difícil y extraño, porque se añoran valores y testimonios de vida que nos hacían soñar un futuro que sería simplemente feliz y hoy no faltan quienes se preguntan: ¿Qué mundo les heredaremos a quienes vienen detrás de nosotros? Todo podría parecer que nos estamos dirigiendo hacia un final desastroso y no faltan los falsos profetas que anuncian el fin del mundo como una terrible destrucción de lo que nos queda de mundo, de planeta o de humanidad.

Ante ese panorama, escuchar las palabras de Jesús que nos dice: no se preocupen, es seguramente una buena noticia que mueve nuestro interior a crecer en la  esperanza y la confianza. “Que no los domine el pánico”.

Jesús nos garantiza que existe Alguien que se está preocupando por nosotros, que va vigilando nuestros pasos y que nos va guiando por sus senderos. No se preocupen, porque quien tiene en sus manos todo lo que somos, todavía no ha dicho su última palabra.

Este anuncio que podríamos considerar como un buen estímulo y una invitación a no dejarnos atrapar en las trampas del pesimismo, no es otra cosa sino una sana provocación a reforzar nuestra experiencia de fe, a vivir responsablemente confiando en que nada nos puede apartar del amor de Dios.

Que el mundo puede estar pasando por un momento de gran confusión, no hay duda, pero que ahí también Dios va escribiendo su historia de salvación para cada uno de nosotros, esa es nuestra convicción de fe.

Pensar a los últimos tiempos, tal vez, nos puede ayudar a ubicarnos mejor en el tiempo presente. En este tiempo que nos toca vivir y en donde, como cristianos, estamos llamados a dar un testimonio de confianza y de esperanza, porque nos sentimos y nos reconocemos en las manos de Dios y ahí todos estamos seguros.

Pero al mismo tiempo, puede ser una buena ocasión para cuestionarnos y sacudirnos, para preguntarnos ¿qué podemos hacer o cómo podemos vivir para que nuestros hermanos, y nosotros mismos, podamos decir con seguridad y valentía que Jesús es el Mesías, nuestro Salvador y Señor?

Tenemos, también nosotros, un templo bello adornado con el testimonio de tantos que nos han precedido en la fe.

Tenemos catedrales maravillosas que han conservado como tesoro no sólo el arte de sus muros, sino la presencia de un Dios que no nos abandona y que camina a nuestro lado, esperando decir su última palabra, la palabra que nos enseñará que siempre nos ha amado.

Lo único que se nos pide es que nos mantengamos firmes, que perseveremos, que no nos dejemos paralizar por el miedo o la mediocridad. Que vivamos nuestra experiencia de fe con entusiasmo y gratitud, con un gran corazón y con la confianza de que el Padre que nos acompaña nunca nos abandonará.

Mantengámonos firmes y llenos de esperanza para que se nos conceda el don de la vida que no tendrá fin.


Para tiempos difíciles
José Antonio Pagola

Tendréis ocasión de dar testimonio

Los profundos cambios socioculturales que se están produciendo en nuestros días y la crisis religiosa que sacude las raíces del cristianismo en occidente, nos han de urgir más que nunca a buscar en Jesús la luz y la fuerza que necesitamos para leer y vivir estos tiempos de manera lúcida y responsable.

Llamada al realismo

En ningún momento augura Jesús a sus seguidores un camino fácil de éxito y gloria. Al contrario, les da a entender que su larga historia estará llena de dificultades y luchas. Es contrario al espíritu de Jesús cultivar el triunfalismo o alimentar la nostalgia de grandezas. Este camino que a nosotros nos parece extrañamente duro es el más acorde a una Iglesia fiel a su Señor.

No a la ingenuidad

En momentos de crisis, desconcierto y confusión no es extraño que se escuchen mensajes y revelaciones proponiendo caminos nuevos de salvación. Estas son las consignas de Jesús. En primer lugar, «que nadie os engañe»: no caer en la ingenuidad de dar crédito a mensajes ajenos al evangelio, ni fuera ni dentro de la Iglesia. Por tanto, «no vayáis tras ellos»: No seguir a quienes nos separan de Jesucristo, único fundamento y origen de nuestra fe.

Centrarnos en lo esencial

Cada generación cristiana tiene sus propios problemas, dificultades y búsquedas. No hemos de perder la calma, sino asumir nuestra propia responsabilidad. No se nos pide nada que esté por encima de nuestras fuerzas. Contamos con la ayuda del mismo Jesús: «Yo os daré palabras y sabiduría»… Incluso en un ambiente hostil de rechazo o desafecto, podemos practicar el evangelio y vivir con sensatez cristiana.

La hora del testimonio

Los tiempos difíciles no han de ser tiempos para los lamentos, la nostalgia o el desaliento. No es la hora de la resignación, la pasividad o la dimisión. La idea de Jesús es otra: en tiempos difíciles «tendréis ocasión de dar testimonio». Es ahora precisamente cuando hemos de reavivar entre nosotros la llamada a ser testigos humildes pero convincentes de Jesús, de su mensaje y de su proyecto.

Paciencia

Esta es la exhortación de Jesús para momentos duros: «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas». El término original puede ser traducido indistintamente como «paciencia» o «perseverancia». Entre los cristianos hablamos poco de la paciencia, pero la necesitamos más que nunca. Es el momento de cultivar un estilo de vida cristiana, paciente y tenaz, que nos ayude a responder a nuevas situaciones y retos sin perder la paz ni la lucidez.

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No tengáis pánico
Confiar en tiempos revueltos
Inma Eibe

“Esto que contempláis, llegará un día que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido”. “Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países epidemias y hambre. Habrá también espantos y grandes signos en el cielo…” Al leer estas palabras del evangelio de Lucas me vienen a la mente imágenes recientes de terremotos, guerras, inundaciones… Pienso en hermanas y hermanos nuestros perseguidos y en quienes están padeciendo las consecuencias de tantas catástrofes y me pregunto ¿cómo escucharan ellos estas palabras hoy?

En el año 2001 tuve la inmensa suerte de poder compartir un tiempo en El Salvador, después de los graves terremotos allí acontecidos. Recuerdo que, el viernes que tocaba el cántico de Habacuc en Laudes, las palabras “en el terremoto, acuérdate de tu misericordia”, sonaban a mis oídos de un modo completamente nuevo, llenas de intensidad, haciéndome experimentar con más fuerza la certeza del autor del cántico: “El Señor soberano es mi fuerza, él me da piernas de gacela y me hace caminar por las alturas”.

Seguramente nosotros ya no preguntaríamos a Jesús, como hicieron quienes le escuchaban: “Maestro, ¿cuándo va a ser esto?, porque sabemos que lo que describe el evangelio ya está sucediendo en alguna parte del mundo. Pero ¿qué es lo que Lucas nos está queriendo transmitir? ¿Por qué este texto?

Nos situamos en Jerusalén, en la última visita de Jesús antes de su pasión. Unos versículos antes, Lucas nos ha contado que, al acercarse a la ciudad, Jesús se echa a llorar. Su llanto, como sus palabras, es un llanto profético, un llanto que nace del amor y la compasión que siente hacia aquel lugar y sus gentes, hacia su pueblo. En aquella ciudad y en ese templo muchos creyentes habían depositado sus esperanzas, tanto que habían dejado de ponerlas en Dios mismo para aferrarse, idolátricamente, en espacios y piedras, en ideas o normas. Jesús, con sus palabras, desea despertar a quienes le escuchan para que se conviertan, para que se vuelvan por completo, para que vuelvan sus ojos y todo su ser de nuevo a Dios mismo.

No olvidemos también que el evangelio de Lucas fue escrito en una época cercana a un acontecimiento vivido en el año 70 d.C.: la destrucción del Templo de Jerusalén, algo que para los judíos de aquella época fue devastador pues este edificio había cobrado para ellos un sentido absolutamente referencial.

Lucas relativiza esa catástrofe incluyéndola dentro del devenir de la historia humana y lo hace con una mirada realista, pero creyente y confiada, segura de la presencia de Dios en todo.

Por ello, las palabras de Jesús invitan al consuelo y a la esperanza: “No tengáis pánico” “Yo os daré palabras y sabiduría” “Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá: con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. A su llamada de atención para que pongamos nuestros sentidos en lo Absoluto y no en lo relativo; para que no nos quedemos en lo superficial sino que vayamos a lo profundo, acompaña una promesa de consuelo, de compañía; una invitación a confiar, a mantenernos en la certeza de que Dios está con nosotros, a perseverar.

Seguro que no puede ser igual escuchar esto cuando estamos contemplando la belleza de las piedras o cuando lo que hay a nuestro alrededor son ruinas… Pero justo ahí, donde todo está destruido, donde la violencia arrasa y el sufrimiento crece, donde la vida está totalmente amenazada… justamente ahí Dios acampa, Dios sufre, Dios consuela y sostiene.

Jesús, por tanto, desea despertar nuestra adormilada conciencia para que no pongamos nuestra esperanza en aquello que es pasajero. Pero, al mismo tiempo, nos invita a situarnos con responsabilidad, lucidez y creatividad ante las dificultades de la vida y los conflictos fruto de la miseria humana. “Perseverad”, nos dice. Manteneos en la convicción de mi presencia en medio de vosotros. Confiad. Pero no perdáis el sentido.

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El fin del mundo
Frente a la curiosidad, testimonio
José Luis Sicre

El cálculo del momento final y las señales

Ya que la mentalidad apocalíptica considera inminente el fin del mundo, desea calcular el momento exacto en que tendrá lugar y las señales que lo anunciarán. Las dos preguntas que formulan los discípulos a Jesús en el evangelio de hoy recogen muy bien ambos aspectos: ¿Cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder? Los Testigos de Jehová, cuando afirmaban a mediados del siglo pasado que el fin del mundo sería en 1984 (70 años después de la gran conflagración, marcada por el comienzo de la Gran Guerra en 1914) son los mejores exponentes modernos de esta forma de pensar. Para la mentalidad apocalíptica, cualquier acontecimiento trágico, sobre todo si era de grandes proporciones, anunciaba el fin del mundo. Por eso, en el evangelio de este domingo, cuando los discípulos oyen anunciar la destrucción de Jerusalén, inmediatamente piensan en el fin del mundo.

El peligro de esta mentalidad es que resulta estéril. Todo se queda en cálculos y señales, sin comprometerse con los problemas del mundo que nos rodea. Y eso es lo que pretenden evitar los evangelios sinópticos cuando ponen en boca de Jesús un largo discurso apocalíptico, que la liturgia se encarga de mutilar abundantemente (en nuestro caso, los 29 versículos de Lucas 21,8-36 quedan reducidos a los doce primeros; menos de la mitad).

La respuesta de Jesús

Las palabras de Jesús recogen un buen catálogo de las señales habituales en la apocalíptica: 1) a nivel humano: guerras civiles, revoluciones y guerras internacionales; 2) a nivel terrestre: epidemias y hambre; 3) a nivel celeste: signos espantosos.

Pero nada de esto anuncia el fin del mundo. Antes, y aquí radica la novedad del discurso, ocurrirán señales a nivel personal y comunitario: persecución religiosa y política, cárcel, juicio ante tribunales civiles; incluso la traición de padres y hermanos, la muerte y el odio de todos por causa de Jesús. Esta parte abandona la enumeración de catástrofes apocalípticas para describir la dura realidad de las primeras comunidades cristianas. En todas ellas habría algunos juzgados y condenados injustamente, traicionados incluso por sus seres más queridos. Sólo dos frases alivian la tensión de este párrafo tan trágico.

La primera resulta casi irónica, pero no lo es: Así tendréis ocasión de dar testimonio. La persecución, la cárcel y los juicios injustos no se deben ver como algo puramente negativo. Ofrecen la posibilidad de dar testimonio de Jesús, y así lo interpretaron los numerosos mártires de los primeros siglos y los mártires de todos los tiempos.

La segunda alienta la confianza y la esperanza: ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas. Más bien habría que decir que perecerán todos los cabellos de vuestra cabeza, pero salvaréis vuestras almas, que es lo importante.

Si siguiésemos leyendo el discurso, todo culminaría en la aparición de Jesús, «el Hijo del Hombre que llega en una nube con gran poder y gloria». Es el sol del que hablaba Malaquías, que ilumina y salva a todos los que creen en él.

Frente a la curiosidad, testimonio

Las lecturas de este domingo corren el peligro de ser interpretadas en el Primer Mundo como mero recuerdo de lo que ocurrió entre los primeros cristianos. Muy distinta será la interpretación de bastantes iglesias africanas y asiáticas, que se verán muy bien reflejadas y consoladas por las palabras de Jesús. También nosotros debemos recordar que, sin persecuciones ni cárceles, nuestra misión es aprovechar todas las circunstancias de la vida para dar testimonio de Jesús.

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Un Padre amoroso que cuida hasta los cabellos de nuestra cabeza
Romeo Ballan, mccj

¿El final del mundo, o el fin (la finalidad, el sentido) del mundo? La palabra de Jesús (Evangelio) no es realmente tan anunciadora de catástrofes, como parece a primer avista, sino más bien reveladora del misterio amoroso de la vida y del cosmos. La conclusión cercana del año litúrgico y del año civil motiva la lectura de una serie de textos bíblicos complejos, en los cuales se sobreponen niveles diferentes: la destrucción de la hermosa ciudad de Jerusalén (v. 6), guerras entre pueblos, terremotos y otras calamidades, signos grandes en el cielo que llevan a pensar que todo se va a acabar pronto (v. 9-11). Lucas utiliza tonos encendidos, ardientes, como dice el profeta Malaquías (I lectura), el cual gritaba contra los soberbios y los injustos, destinados a quemar como paja (v. 19); mientras el Señor protegerá con rayos benéficos a los que honran su nombre (v. 20).

El género literario ‘apocalíptico’, propio de estas lecturas, antes que causar terror, es portador de una revelación, de un mensaje de salvación. ‘Apocalipsis’, en efecto, significa ‘revelación’, quitar el velo. De hecho, el último libro de la Biblia, con un lenguaje poético y misterioso, presenta el final del mundo no como una catástrofe sino como evento de esperanza y de vida: cielos nuevos y tierra nueva, como un banquete de bodas (Apoc 21,1-2). Siempre, la Palabra de Dios, aun cuando es apocalíptica, ilumina, juzga, salva, consuela…; se hace más cercana en las pruebas de la vida y de la fe. Con las palabras «no quedará piedra sobre piedra» (Lc 21,6) Jesús no quiere amedrentar, ni preanunciar el final del mundo. No debemos ocuparnos de ello, sino de vivir con responsabilidad nuestro tiempo: interesarnos del fin del mundo y del sentido de la historia, dar sentido a nuestra vida; cuidar nuestra casa común, crear una tierra de fraternidad entre todos los pueblos, un hogar de paz, de mutuo respeto, reconciliación y misericordia.

La comunidad del Evangelio de Lucas (alrededor de los años 70-80) estaba sufriendo persecuciones y muerte por parte de fuerzas externas (imperio, sinagoga, tribunales…, v. 12); pero sufría también por debilidades en su interior (abandonos, traiciones, odio…), siempre por el nombre de Jesús (v. 17). Para ellos Lucas escribe estas palabras de Jesús, el cual invita a sus seguidores a cuidarse de los anuncios engañosos (v. 8); a no dejarse atemorizar por guerras y revoluciones (v. 9). Las persecuciones serán para ellos un tiempo de gracia, un kairos, una oportunidad para dar testimonio del nombre de Jesús (v. 13), con la certeza de su asistencia especial: el Señor mismo pondrá en sus labios las palabras sabias para el momento oportuno (v. 15). Y para garantizarles eso, Jesús utiliza una imagen concreta, nada banal: hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados y son todos importantes (v. 18).

¡Tenemos un Dios que ‘pierde su tiempo’ en contar nuestros cabellos! Si Dios cuida hasta los fragmentos, si pone su omnipotencia al servicio de las cosas pequeñas, si es un Padre que alimenta las aves del cielo y viste los lirios del campo (cf. Mt 6,26s), cuánto más tendrá cuidado de sus hijos. De ahí la invitación a los cristianos a perseverar en la prueba, aun la más dura, con la certeza del éxito final (v. 19), gracias a la ayuda perenne y providente del Padre. La historia de los mártires de todos los tiempos (algunos los recordamos también en los próximos días: los mártires de Paraguay el 16, Cecilia el 22, Agustín Pro el 23, los mártires de Vietnam el 24) demuestra  la verdad y fidelidad de la palabra de Jesús. Él sostiene a los que dan testimonio de su nombre.El cristiano es una persona de esperanza: sigue sembrando con paciencia, siempre dispuesto a volver a empezar. Con perseverancia y confianza en Dios. La historia de la evangelización del mundo está marcada por la presencia amorosa del Señor hacia sus hijos.

Las pruebas pasan, la misión se extiende: los frutos permanecen y son signos de vida. En el campo del Señor hay lugar y trabajo para todos los que quieran. Pablo invita a los fieles de Tesalónica (II lectura) a usar sus buenas cualidades en beneficio de los demás, renunciando a una vida desordenada, sin hacer nada y solo ocupados en curiosearlo todo (v. 11). El apóstol no duda en proponerse a sí mismo como ejemplo, ya que ha trabajado con tesón y cansancio día y noche a fin de no ser un peso para nadie (v. 8–9). ¡Una llamada de atención, ciertamente, y un modelo para todo obrero del Evangelio!

Dedicación de la Basílica de Letrán

“Cuando se acercaba la Pascua de los judíos, Jesús llegó a Jerusalén y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas con sus mesas. Entonces hizo un látigo de cordeles y los echó del templo, con todo y sus ovejas y bueyes; a los cambistas les volcó las mesas y les tiró al suelo las monedas; a los que vendían palomas les dijo: Quiten todo de aquí y no conviertan en un mercado la casa de mi Padre.
En ese momento, sus discípulos se acordaron de lo que estaba escrito: El celo de tu casa me devora.
Después intervinieron los judíos para preguntarle: ¿Qué señal nos das de que tienes autoridad para actuar así? Jesús les respondió: Destruyan este templo y en tres días lo reconstruiré. Replicaron los judíos: Cuarenta y seis años se ha llevado la construcción del templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?
Pero Él hablaba del templo de su cuerpo. Por eso, cuando resucitó Jesús de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho aquello y creyeron en la Escritura y en las palabras que Jesús había dicho”.

(Juan 2, 13-22)


La Casa de mi Padre
P. Enrique Sánchez, mccj

Celebramos hoy la dedicación de la Basílica de san Juan de Letrán, la basílica más antigua construida a principios del siglo cuarto y consagrada en el año 324, prácticamente  al final de la persecución de los primeros cristianos. Es la catedral del obispo de Roma y por ello ha sido la sede de muchos papas.

En esta fiesta, las lecturas de la Palabra de Dios nos ayudan a hacer una reflexión sobre el templo como morada y casa de Dios, en el que se ha manifestado presente en el Antiguo Testamento y más todavía en Cristo, quien se revela ante nosotros como el nuevo templo.

El profeta Ezequiel nos habla de un templo del cual brotaba agua que a su paso sanaba y fecundaba todo, manifestándose como fuente de agua viva.

Era un templo en donde la presencia de Dios se manifiesta a través del agua que pasa por desiertos y los fecunda y llega hasta el mar salado para sanearlo.

Es un torrente que irradia vida a todo el que se acerca a él.

Es el templo en donde se puede encontrar a Dios que se manifiesta como fuente de vida y dador de vida a todo el que se encuentra con él.

San Pablo, en su primera carta a los corintios, nos dice que somos casa y templo de Dios en donde habita su Espíritu.

Estando a estas palabras, nos damos cuenta de que el Templo no se refiere sólo al edificio  material,  construido  con  piedras  y  cemento,  sino  que  se  trata  del  lugar sagrado en donde reside la presencia de Dios.

Pablo reconoce que el verdadero templo está cimentado en la persona de Cristo. A partir  de  él  es  desde  donde  se  levanta  el  verdadero  edificio, el  templo  en  donde podemos encontrarnos con el Dios vivo, que nos hace vivir.

Tener claro que el Templo es el lugar del encuentro con nuestro Dios nos ayudará a entender la escena que nos describe Juan en su evangelio.

El templo considerado como el lugar más sagrado, el lugar en donde Dios se manifiesta   en   su   esplendor   y   en   donde   se   le   puede   reconocer   presente   y interactuando, como diríamos hoy, con aquellos con quienes había querido compartir su condición humana.

Ese Dios que se había encarnado haciéndose uno de nosotros en Cristo quien quiso asumir lo humano para hacernos entrar en lo divino; ese Dios era el que se podía encontrar en su templo.

Pero ese templo que tenía que ser sagrado lo habían convertido en algo que se parecía más a un mercado.

Los lugares de sacrificios se habían convertido en algo inaceptable, los espacios para la oración eran ocupados por los cambistas, lo que tendría que ser un lugar de recogimiento y de reconocimiento de la presencia de Dios se habían convertido en algo que tenía de todo, menos de templo sagrado.

Seguramente el deseo de ser buenos observantes de la Ley había hecho que poco a poco el templo exterior se fuera degradando y el templo interior que representaba cada persona se fuera olvidando.

Ante ese espectáculo Jesús eleva su voz, como lo habían hecho seguramente muchos profetas antes que él, y denuncia lo inaceptable y lo confundido que estaban sus contemporáneos.

En un templo como el que tenía ante sus ojos era imposible que se pudiese reconocer la presencia de un Dios al cual no se le podía agradar con ofrendas y sacrificios  que  no  tocaban  los  corazones  y  dejaban  indiferentes  a  quienes  se contentaban con cumplir con observancias externas de la Ley.

En ese templo era difícil que Dios estuviera presente y era necesario destruirlo para edificar uno nuevo, uno que tuviera su esplendor ya no en las piedras, sino en la presencia de quien lo habitaba.

Aquí́ es en donde las palabras de Jesús encuentran un sentido e invitan a una conversión. “Destruyan ese templo y yo lo reconstruiré en tres días”. Esto sonaba imposible para quienes sabían que aquel templo había sido construido en cuarenta y seis años.

Pero Jesús, como dice el evangelio, hablaba del templo de su cuerpo, de ese cuerpo que Dios se había dado para estar entre nosotros, ese cuerpo que representaba el abajamiento y la humildad de Dios que había querido hacerse uno de nosotros hasta en lo pobre de nuestra realidad carnal.

El tiempo de las leyes y de todo lo que había sucedido en el Antiguo Testamento, había llegado a su fin; ahora Dios se manifestaba y estaba presente en la persona de su Hijo, en Jesús, quien destruyendo la muerte con su resurrección se presentaba como el templo nuevo en donde el único sacrificio importante era y será siempre la entrega de su propia persona para vencer a la muerte y permitirnos resucitar con él a la vida.

En  ese  nuevo  templo  ya  no  hace  falta  sacrificar  bueyes,  ovejas  o  palomas  para agradar a Dios. Es Cristo mismo quien se ofrece como la única víctima agradable al Padre. Es Él el Templo en donde todos estamos llamados a reconocer la presencia del Dios que nos amó y se entregó por nosotros.

Es en Cristo en quien podemos hacer la experiencia de encontrarnos con nuestro Padre, es Él el Templo en donde podemos rendir nuestro culto, que ya no consistirá en ofrecer animales, sino ofrecernos nosotros mismos en Cristo.

Es Cristo, el Mesías, el nuevo y el único Templo en donde Dios nos espera siempre para llenar nuestras vidas de su Vida, para sanar nuestras heridas con el ungüento de su presencia, para santificar nuestra vida con la santidad de su grandeza, de su misericordia y de su bondad.

Es muy probable que las palabras que hemos escuchado en las lecturas de este domingo nos lleven a preguntarnos ¿qué son hoy nuestros templos? ¿En qué los hemos convertido? ¿Con qué o con quién nos encontramos cuando entramos en esos espacios que deberíamos respetar como sagrados? ¿Seguimos deslumbrados por lo bello de nuestras construcciones, sin descubrir la belleza de quien habita esos espacios que son santos y sagrados?

Pero más todavía, ¿hemos tomado conciencia de que cada uno de nosotros somos esos templos maravillosos en donde está presente el Espíritu de Dios? ¿Hemos caído en la cuenta de que cada persona que tenemos a un lado es templo de Dios y que se merece todo nuestro respeto y cariño?

Ojalá que el recordar hoy la dedicación de la Basílica más antigua de nuestra historia no nos quedemos en la contemplación de lo espectacular de sus muros y lo maravilloso de su arquitectura, sino que sepamos reconocer a Jesús como el Templo siempre bello y actual en el que estamos llamados a encontrarnos con el Padre que tanto nos ha amado, al punto de querer hacerse una morada entre nosotros.

Que Dios nos conceda la gracia de derrumbar nuestros viejos templos para abrir nuestro corazón a Jesús, quien en tres días ha levantado para nosotros el Templo de la vida que nos llega a través de su Resurrección.


Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán

Dedicar o consagrar un lugar a Dios es un rito que forma parte de todas las religiones. Es “reservar” un lugar a Dios, reconociéndole gloria y honor. Cuando el emperador Constantino dio plena libertad a los cristianos -en el año 313-, éstos no escatimaron en la construcción de lugares para el Señor. El propio emperador donó al Papa Melquiades los terrenos para la edificación de una domus ecclesia cerca del monte Celio. La Basílica fue consagrada en el 324 ( o 318 ) por el Papa Silvestre I, que la dedicó al Santísimo Salvador. En el s. IX, el Papa Sergio III la dedicó también a San Juan Bautista; y en el s. XII, Lucio II añadió también a San Juan Evangelista. De ahí el nombre de Basílica Papal del Santísimo Salvador y de los Santos Juan Bautista y Evangelista en Letrán. Es considerada como la madre y la cabeza de todas las iglesias de Roma y del mundo: es la primera de las cuatro Basílicas papales mayores y la más antigua de occidente. En ella se encuentra la cátedra del Papa, pues es la sede del Obispo de Roma. A lo largo de los siglos, la basílica pasó a través de numerosas destrucciones, restauraciones y reformas. Benedicto XIII la volvió a consagrar en 1724; fue en esta ocasión cuando se estableció y extendió a toda la cristiandad la fiesta que hoy celebramos.

Lugar de encuentro

Las lecturas bíblicas elegidas para este día desarrollan el tema del “templo”. En el Antiguo Testamento (Primera Lectura, Ez 47), el profeta Ezequiel, desde su exilio en Babilonia (estamos en torno al 592 a.C.), trata de ayudar al pueblo a salir de su desánimo por no tener ya tierra ni lugar para orar. Surge así el mensaje -la Primera Lectura- en el que el profeta anuncia el día en que el pueblo adorará a su Dios en el nuevo templo. Un lugar donde el hombre eleva su oración a Dios y donde Dios se acerca al hombre escuchando su oración y socorriéndolo allí donde suplica: un lugar de encuentro. De este modo, el templo asume el papel de Casa de Dios y Casa del pueblo de Dios. Un lugar donde se practica la justicia, la única capaz de curar al pueblo. De este templo, el profeta ve brotar agua: “Y vi que salía agua por debajo del umbral de la Casa”. Un agua que es don y que traerá vida, bendición.

¡Fuera de aquí!

Todo judío varón estaba obligado a subir a Jerusalén para ofrecer el cordero de la Pascua; tres semanas antes comenzaba la venta de animales aptos para la ofrenda (las palomas eran el sacrificio de los pobres, Lv 5,7). Los cambistas tenían la tarea de cambiar las monedas romanas por monedas acuñadas en Tiro. No era esta una cuestión de ortodoxia religiosa, aunque se hiciera pasar por tal. Al fin y al cabo, también las monedas de Tiro tenían una imagen pagana, pero contenían más plata, por lo que valían más. Los sacerdotes del templo supervisaban este “comercio” y siempre obtenían un beneficio en el cambio.
Este es el entorno que Jesús encontró en el Templo, precisamente en el Hieron, es decir, en el patio exterior del Templo, el Patio de los Gentiles. El Templo propiamente dicho es el Naos, el santuario, que se mencionará en los v. 19-21. “Hizo un látigo de cuerdas… y los expulsó del Templo”: con el látigo Jesús azota este “comercio” presente en el Templo. Derriba los puestos de los vendedores y los expulsa a todos (cfr. Ex 32, el becerro de oro).
«Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre un mercado». Son palabras y acciones que remiten al profeta Zacarías, que anunció lo que sucederá cuando el Señor venga a la ciudad de Jerusalén: “Y aquel día, ya no habrá más traficantes en la Casa del Señor de los ejércitos” (Zc 14,21).
“«¿Qué signo nos das para obrar así?». Jesús les respondió: «Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar»”. Los sacerdotes del templo le preguntan a Jesús con qué autoridad actúa, y Él responde invitándoles a destruir el templo, porque Él lo hará resurgir. La respuesta de Jesús se refiere no a todo el edificio del templo, sino al “santuario” propiamente dicho, allí donde estaba la presencia de Dios: “Él hablaba del templo de su cuerpo”. Con la Pascua de Jesús -con su cuerpo destruido y resucitado- comienza el nuevo culto, el culto del amor, en el nuevo templo (naos) que es Él mismo. La resurrección será el acontecimiento clave que hará que los discípulos sean finalmente capaces de comprender; el Espíritu Santo (Jn 14:26) les hará recordar los acontecimientos y verlos de una manera nueva.

Jesús, el nuevo templo

La fiesta de la Dedicación de la Basílica de Letrán nos permite recordar el camino del pueblo y el cuidado constante y fiel de Dios. Al mismo tiempo, se nos recuerda que hoy cada uno de nosotros, en Jesús resucitado, es “templo de Dios”, porque el Espíritu mismo habita en cada uno de nosotros (1 Cor 3,16). Ser conscientes de ello nos lleva, por un lado, a alabar al Señor; pero, por otro lado, nos lleva a decir, a veces de forma desproporcionada: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa…” (Mt 8,8), olvidando que Él ya está en nosotros, y que nos acoge y nos ama no por cómo quisiéramos ser, sino por cómo somos, aquí, ahora. Son las cosas con las que nos distraemos en nuestro interior las que hacen borroso el Rostro del Señor. Cuando aprendamos a mantener nuestra mirada fija en Jesús, Autor y perfeccionador de nuestra fe, de nuestra amistad con Él (cfr. Hb 12,1-4), nuestro rostro brillará con la luz que brota de un corazón “unificado”. El equilibrio requerido no es el trabajo de un momento, sino el resultado de toda una vida, de un continuo reentrar en nosotros mismos dirigiéndonos directamente al “aposento del Rey” (cfr. Castillo interior, Santa Teresa de Ávila).

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La fiesta de hoy celebra un misterio siempre actual
Benedicto XVI

La liturgia nos invita a celebrar hoy la Dedicación de la basílica de San Juan de Letrán, llamada “madre y cabeza de todas las Iglesias de la urbe y del orbe”. En efecto, esta basílica fue la primera en ser construida después del edicto del emperador Constantino, el cual, en el año 313, concedió a los cristianos la libertad de practicar su religión. Ese mismo emperador donó al Papa Melquíades la antigua propiedad de la familia de los Laterani, y allí hizo construir la basílica, el baptisterio y patriarquio, es decir, la residencia del Obispo de Roma, donde habitaron los Papas hasta el período aviñonés. El Papa Silvestre celebró la dedicación de la basílica hacia el año 324, y el templo fue consagrado al Santísimo Salvador; sólo después del siglo VI se le añadieron los nombres de san Juan Bautista y san Juan Evangelista, de donde deriva su denominación más conocida. Esta fiesta al inicio sólo se celebraba en la ciudad de Roma; después, a partir de 1565, se extendió a todas las Iglesias de rito romano. De este modo, honrando el edificio sagrado, se quiere expresar amor y veneración a la Iglesia romana que, como afirma san Ignacio de Antioquía, “preside en la caridad” a toda la comunión católica (Carta a los Romanos, 1, 1).

En esta solemnidad, la Palabra de Dios recuerda una verdad esencial: el templo de ladrillos es símbolo de la Iglesia viva, la comunidad cristiana, que ya los apóstoles san Pedro y san Pablo, en sus cartas, consideraban como “edificio espiritual”, construido por Dios con las “piedras vivas” que son los cristianos, sobre el único fundamento que es Jesucristo, comparado a su vez con la “piedra angular” (cf. 1 Co 3, 9-11. 16-17; 1 P 2, 4-8; Ef 2, 20-22). “Hermanos: sois edificio de Dios”, escribe san Pablo, y añade: “El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros” (1Co 3, 9.17). La belleza y la armonía de las iglesias, destinadas a dar gloria a Dios, nos invitan también a nosotros, seres humanos limitados y pecadores, a convertirnos para formar un “cosmos”, una construcción bien ordenada, en estrecha comunión con Jesús, que es el verdadero Santo de los Santos.

Esto sucede de modo culminante en la liturgia eucarística, en la que la ecclesia, es decir, la comunidad de los bautizados se reúne para escuchar la Palabra de Dios y alimentarse del Cuerpo y la Sangre de Cristo. En torno a esta doble mesa la Iglesia de piedras vivas se edifica en la verdad y en la caridad, y es plasmada interiormente por el Espíritu Santo, transformándose en lo que recibe, conformándose cada vez más a su Señor Jesucristo. Ella misma, si vive en la unidad sincera y fraterna, se convierte así en sacrificio espiritual agradable a Dios.

Queridos amigos, la fiesta de hoy celebra un misterio siempre actual: Dios quiere edificarse en el mundo un templo espiritual, una comunidad que lo adore en espíritu y en verdad (cf. Jn 4, 23-24). Pero esta celebración también nos recuerda la importancia de los edificios materiales, en los que las comunidades se reúnen para alabar al Señor. Por tanto, toda comunidad tiene el deber de conservar con esmero sus edificios sagrados, que constituyen un valioso patrimonio religioso e histórico. Por eso, invoquemos la intercesión de María santísima, para que nos ayude a convertirnos, como ella, en “casa de Dios”, templo vivo de su amor.

Angelus 9/11/2008


Adulterar la Liturgia
José A. Pagola

Uno de los factores que llevó a Jesús a su ejecución fue sin duda su ataque frontal a la liturgia del templo judío. Criticar la estructura del templo era poner en cuestión uno de los pilares fundamentales de la sociedad judía.
Al subir a Jerusalén, Jesús encuentra el templo lleno de «vendedores y cambistas», hombres que no buscan a Dios, sino que se afanan egoístamente por sus propios intereses. Aquella liturgia no es un encuentro sincero con Dios, sino un culto hipócrita que encubre injusticias, opresiones, intereses y explotaciones mezquinas a los peregrinos.
La crítica profunda de Jesús va a desenmascarar aquel culto falso. El templo no cumple ya su misión de ser signo de la presencia salvadora de Dios en medio del pueblo. No es la casa de un Padre que pertenece a todos. No es el lugar donde todos se deben sentir acogidos y en donde todos pueden vivir la experiencia del amor y la fraternidad.
Uno se explica la reacción de malestar y las quejas que puede provocar en algunos creyentes el ver que algunas celebraciones litúrgicas no se ajustan en todos sus detalles a una determinada normativa ritual. Pero antes que nada, si no queremos adulterar de raíz la liturgia de nuestros templos, hemos de saber escuchar la crítica profunda de Jesús que no se detiene a analizar el ritual judío sino que condena un culto en donde el templo ya no es la casa del Padre.
Solamente recordaremos un hecho que desgraciadamente se repite constantemente entre nosotros. Vivimos en una sociedad en donde los hombres se matan unos a otros y donde todos traen sus muertos al templo cristiano para llorar su dolor y orar por ellos a Dios. Con frecuencia son celebraciones ejemplares en donde la fe, la esperanza cristiana y el perdón sincero prevalecen sobre los sentimientos de impotencia, rabia y venganza que tratan de apoderarse de los familiares y amigos de las víctimas.
Pero, ¿qué decir de otras celebraciones que deforman el significado profundo de la la liturgia cristiana? ¿Se puede orar a un mismo Padre, llorando la muerte de unos hermanos y pidiendo la destrucción de otros? ¿Se puede instrumentalizar la Eucaristía y servirse de lo que debería ser el signo más expresivo de la fraternidad, para acrecentar los sentimientos de odio y venganza frente al enemigo? ¿Se puede oír fielmente la palabra de Dios, escuchando de él solamente una condena para los otros? ¿Se puede intentar «monopolizar» a Dios, tratando de identificarlo con nuestra causa y nuestros intereses parciales y hasta partidistas?
La trágica situación que estamos viviendo, hace todavía más urgente la necesidad de encontrar al menos en el templo un ámbito en donde todos nos dejemos juzgar por el Único que lo hace justamente, un lugar en donde tratemos de encontrarnos como hermanos ante un mismo Padre, un espacio en donde busquemos en el Creador de la vida fuerza para liberarnos del odio y la venganza. No convirtamos la casa del Padre en un lugar de división, enfrentamientos y mutua destrucción.

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El desafío de presidir la caridad
Romeo Ballan, mccj

Hoy es la fiesta de la Iglesia que vive en el amor: la Iglesia que se alimenta y crece en la caridad, que difunde el amor en el mundo. La motivación histórica de la fiesta de hoy es la consagración de la Basílica de Letrán, en Roma, dedicada al Santísimo Salvador, bajo la doble protección de los santos Juan el Bautista y Juan el Evangelista. Esta es la iglesia catedral del Papa, en cuanto obispo de Roma, y, por tanto, es anillo de comunión con todas las Iglesias locales y sus pastores en el mundo entero. Lo recuerda también una lápida en la fachada de esta Basílica: “madre y cabeza de todas las iglesias de la ciudad (Roma) y del orbe”. La afirmación tiene un alto valor teológico para la Iglesia. Un valor, sin embargo, que se debe interpretar y vivir a la luz de lo que afirmaba, ya en los comienzos del 2° siglo, S. Ignacio de Antioquia, mientras estaba a punto de llegar a Roma para afrontar el martirio entre las fauces de las fieras (+107): la sede de Roma es la primera en cuanto “preside la caridad”.

Se nos invita hoy a descubrir y vivir la dimensión misionera de la comunión de toda la Iglesia en la caridad. Una comunión que tiene sus raíces en el Bautismo, que nos introduce en la comunidad viva de la Iglesia. Este sacramento está simbolizado en el agua abundante que brota del templo (I lectura), capaz de introducir gérmenes de vida en el Mar Muerto y de sanear el ambiente, sembrando en todas partes vida, árboles, hojas y frutos (v. 8-9.12). Para S. Pablo (II lectura) el único fundamento sobre el cual se construye el templo de Dios es Jesucristo (v. 11). Gracias a Él, el cristiano se convierte, por el Bautismo, en templo de Dios (v. 16-17). Y S. Pedro explica: acercándose a Cristo, “piedra viva… también ustedes, cual piedras vivas, entran en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, gratos a Dios, por mediación de Jesucristo” (1P 2,4-5). Son palabras que ilustran las relaciones con Cristo, la vida en la Iglesia y el dinamismo misionero.

El gesto audaz -impensable, si no lo dijeran los Evangelios- de Jesús con el látigo en la mano (Evangelio) para echar a los mercaderes del templo (v. 15-16), pone de manifiesto con cuánta fuerza Él introduce una manera nueva de dar culto a Dios, que ya no se sustenta en el intercambio de obras y favores, sino sobre la gratuidad del don del Padre, que hemos de acoger y adorar “en espíritu y en verdad” (Jn 4,23). El lugar nuevo de culto ya no es el edificio material hecho de piedras muertas, sino Aquel que es la “piedra viva”, es decir, el cuerpo crucificado-resucitado de Cristo (v. 19.21-22). Y los cristianos, unidos a Él, cual piedras vivas, dan a Dios su “culto espiritual”, según la exhortación de S. Pablo: ustedes ofrezcan “sus cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios” (Rm 12,1). El templo material, sea espléndido o pobre, no es sino un mero contenedor exterior. Los valores son otros y más altos.

Tenemos aquí otra prueba de la novedad del Evangelio, el cual ha de iluminar y, eventualmente, purificar las expresiones religiosas presentes en las culturas de los pueblos. “Por tanto, la actualización de esta fiesta es clara: nosotros, como miembros vivos de nuestra Iglesia local, somos corresponsables para que esta sea, a su vez, como la Iglesia-madre, generadora de otras Iglesias y comunidades, saliendo de su recinto y de sus confines geográficos para abrirse al mundo entero” (Enzo Lodi).

El dinamismo de crecimiento y el estilo de expansión misionera -a partir de cualquier centro, pequeño o grande- deben inspirarse en el Maestro que lava los pies a los discípulos (Jn 13,5), porque “no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida” (Mc 10,45). Es la expresión máxima de la caridad (Jn 15,12-13). Este es el proyecto primigenio de la Iglesia, tanto a nivel local como universal. A este ideal se refiere S. Ignacio de Antioquía, allí donde afirma que la sede de Roma es la primera en cuanto “preside la caridad”. Ignacio une genialmente dos valores inseparables: presidencia y caridad, autoridad y amor. El obispo de Roma preside la comunión de todas las Iglesias; preside la comunión de la caridad; preside en la caridad. La caridad es la ley suprema en la nueva familia de Dios, que es la Iglesia. La caridad es el “mandamiento nuevo” de Jesús; el amor mutuo es la señal de los discípulos (cf Jn 13,34-35). Por eso “el servicio de la caridad es una dimensión constitutiva dela misión de la Iglesia”. ¡Un imperativo exigente! Sin la caridad la Iglesia, tanto local como universal, sería: una catedral vacía de sentido; una estructura fría, apuntalada por códigos estériles y por jerarcas acartonados; una agencia de propuestas que no interesan a nadie… En cualquier latitud, el amor vivido y anunciado es el único mensaje misionero que calienta el corazón, da sentido a la vida, puede enriquecer las culturas de los pueblos.

Conmemoración de los Fieles Difuntos

Era casi el mediodía, cuando las tinieblas invadieron toda la región y se oscureció el sol hasta las tres de la tarde. El velo del templo se rasgó a la mitad. Jesús, clamando con voz potente, dijo: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Y dicho esto, expiró.
Un hombre llamado José, consejero del sanedrín, hombre bueno y justo se presentó ante Pilato para pedir el cuerpo de Jesús. Lo bajó de la Cruz, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro excavado en la roca, donde no habían puesto a nadie todavía.
El primer día después del sábado, muy de mañana, llegaron las mujeres al sepulcro, llevando los perfumes que habían preparado. Encontraron que la piedra ya había sido retirada del sepulcro y entraron, pero no hallaron el cuerpo de Jesús.
Estando ellas todas desconcertadas por esto, se les presentaron dos varones con vestidos resplandecientes. Como ellas se llenaron de miedo e inclinaron el rostro a tierra, los varones  les dijeron: ¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí; ha resucitado”

(Lucas 23, 44-46.50.52-52; 24, 1-6)


¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?
P. Enrique Sánchez G., mccj

Este domingo la Iglesia nos invita a celebrar la conmemoración de los fieles difuntos. Las lecturas que se nos proponen son varias y para nuestra reflexión  hemos  escogido estos versículos de los capítulos 23 y 24 del evangelio de san Lucas.

Es probable que en algunas parroquias las lecturas de este domingo sean diferentes, pero la invitación es la misma que nos permite traer a la memoria y a nuestra oración a los seres queridos que ya no están físicamente entre nosotros.

Las palabras del evangelio de hoy nos dibujan con mucha claridad el momento de la muerte del Señor.

Clavado sobre la cruz, Jesús entregó su espíritu al Padre que le había confiado la misión de venir entre nosotros a compartir nuestra condición humana.

Y recordando, desde el nacimiento hasta el momento en que su cuerpo fue depositado en el sepulcro, Jesús compartió en todo nuestra humanidad. Se hizo uno de nosotros, también pasando por la experiencia de la muerte.

Contemplando a Jesús, nos damos cuenta de que la muerte hace parte de nuestra experiencia de vida en este mundo y con seguridad y tranquilidad podemos decir que nadie podrá evitar ese momento en su existencia.

La muerte hace parte de nuestra vida y por más esfuerzos que hagamos y por más grandes que sean los avances en la medicina, al límite, podemos decir que hemos podido alargar de algunos años la vida; pero de la muerte nadie se escapa.

Para los no creyentes esto puede ser una verdad aceptada con frialdad, con resignación o, en algunos casos, con un aire de fatalismo, aceptando que no hay remedio y que al final no es de extrañarse que todo termine en polvo o en nada.

En algunos lugares no es raro encontrase hoy con ataúdes dejados solos en las salas frías de alguna agencia funeraria, pues a la muerte se le ha reducido a ese momento inevitable en donde todo parece haber acabado en algo sin sentido.

Pero la muerte, aunque tratemos de tratarla con indiferencia, no deja de ser algo que nos cuestiona y que viene a provocar interrogantes importantes para la vida.

¿Qué somos? ¿Hacia dónde vamos? ¿Qué sentido tiene todo el afán que ponemos en lo que vamos realizando a diario? ¿Qué nos espera al final de nuestros días? ¿Por qué tratamos de distraernos y nos sentimos empujados a decir que la muerte es lo último a lo que tendríamos que pensar?

Y, a lo mejor, caemos en la cuenta de que pensar un poco a la muerte puede hacer que lo que vamos viviendo a diario adquiera un valor mayor del que le estamos dando.

Resulta que también es verdad que mucho influye nuestro modo de gastar la vida en la manera de cómo afrontaremos la muerte.

Quien vive sereno y plenamente, agradeciendo cada instante de la vida, compartiendo lo bello de existir y de caminar con otros por los senderos de la vida; seguramente será alguien que llegará sereno al final de sus días, pues le quedará la satisfacción de haber vivido no para llegar a la muerte, sino para abrirse a una mejor vida.

Afortunadamente, para el cristiano y para quien conserva en su corazón una chispa de fe, la muerte no es conclusión o simple final; sino que se transforma en paso de vida que se prolonga y que va a hacia la plenitud, de lo que en este mundo sólo fue un adelanto y una promesa que se realiza, cuando podamos decir, también nosotros, “todo está cumplido”.

Morir para quien tiene fe es un volver al origen de donde se ha venido, es un momento que concluye una etapa que ha sido marcada por el peregrinar en este mundo, haciendo la experiencia de una vida que es bella e intensa; pero que, al final no es más que preparación para la Vida, escrita con mayúscula porque no tendrá fin. Nadie que viva con un mínimo de oportunidades en este mundo podrá negar que la vida es bella y cada instante se convierte en un motivo para ser felices.

Cada instante de nuestro vivir es un don de bondad que estamos llamados a disfrutar al máximo, pues de lo contrario no estaríamos más que anticipando el momento de la muerte, del cual ya no hay retorno.

La buena noticia que nos comparte san Lucas en su evangelio no nos esconde lo triste y lo frustrante que puede ser la muerte, sobre todo cuando vemos a quien ha sido fuente de vida a lo largo de su existencia acabar clavado en una cruz, casi como incapaz de desprenderse de la muerte.

El drama de la pasión de Jesús, su camino al calvario, lo cruel y aterrador de la manera como se le dio muerte, es un espectáculo que para nadie tiene nada de atrayente.

Es  la  afirmación  de  lo  que  la  razón  nos  dice  que  jamás  debería  suceder,  es  lo humanamente inaceptable, pero es lo que Dios ha escogido para mostrar en donde está su poder y en donde se pronuncia su última palabra.

La muerte no ha podido imponer su ley y nunca será la vencedora porque Dios la ha vencido en la entrega de su Hijo como garantía de vida para todos los que creamos en él.

Dios, en Jesús, no se ha quedado entre los muertos. Resucitando ha dicho para siempre que la vida tiene la última palabra y que nada, ni nadie, como dice san Pablo, podrá́ separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo.

Porque sabemos que Dios ha resucitado a Cristo haciéndolo abandonar el sepulcro, vivimos convencidos de que la muerte no se ha convertido en tragedia, sino que la reconocemos como oportunidad para nacer a una vida nueva, la vida de Jesús resucitado.

De esta expresión de nuestra fe nace la motivación de la celebración que nos lleva al agradecimiento por la vida de nuestros difuntos. De aquí nace la certeza de que no se han ido definitivamente de nuestras vidas y de aquí surge la convicción de que nos volveremos a encontrar un día en la eternidad con todos aquellos que han sido parte de nuestra vida.

Recordar a nuestros difuntos es una manera de afirmar nuestra convicción de que también un día, aunque tengamos que pasar por la experiencia de la muerte, nos encontraremos con todos nuestros seres queridos porque resucitaremos en Cristo para estar por siempre con ellos.

Por eso, no buscamos entre los muertos a los que se han ido de nuestro mundo. No nos complace festejar a cadáveres, no renunciamos al dolor que causa la pérdida de un ser querido; pero estamos muy conscientes de que no se trata de buscar entre los muertos a los que viven, porque han creído en quien se nos ha revelado diciéndonos que él es La Vida.

Por lo tanto, la conmemoración de los fieles difuntos no es festejo de muertos, sino motivo de gratitud por la vida que nos sigue acompañando y que sigue estando presente, de otra manera, de todas aquellas personas que han marcado nuestras vidas con sus valores, con sus ejemplos de vida, con la riqueza de sus personas, con la herencia de su fe y de su amor por los demás, por la entrega desinteresada en el servicio como expresión de amor profundo.

Celebramos a los difuntos reconociendo la vida que nos ha quedado de ellos y que no puede ser atrapada, contenida y olvidada en una tumba que nos recuerda simplemente que vamos de paso; pero que nuestra morada definitiva se encuentra entre los brazos de un Padre que nos ama y que nunca estará de acuerdo en ver tanta vida desperdiciada por nuestra incapacidad de custodiar la vida.

Finalmente, los fieles difuntos representan para nosotros la esperanza que brota de lo profundo de nuestro corazón, ayudándonos a vivir en este mundo con la confianza de que nos encontraremos, un día, todos juntos formando esa bella familia de los hijos de Dios que han nacido para tener una vida que no se limitará a unos cuantos años que se van acabando cada día.

Pidamos para que el recuerdo de nuestros difuntos se convierta en una acción de gracias por sus vidas y por la vida que han dejado en nosotros como fuente de nuestras alegrías.

Qué, por la misericordia de Dios, todos nuestros hermanos difuntos, descansen en paz. Así sea.


2 noviembre
Conmemoración de todos los fieles difuntos

La Conmemoración de los Difuntos es una solemnidad que tiene un valor profundamente humano y teológico, pues abarca todo el misterio de la existencia humana, desde sus orígenes hasta su fin sobre la tierra e incluso más allá de esta vida temporal. Nuestra fe en Cristo nos asegura que Dios es nuestro Padre bueno que nos ha creado, pero además también tenemos la esperanza de que un día nos llamará a su presencia para “examinarnos sobre el mandamiento de la caridad”. (Cf. CIC n. 1020-1022).

La muerte es sólo una puerta…

En el Nuevo Testamento, san Mateo nos habla del retorno de Cristo en su segunda venida al final de los tiempos (cf. Mt 25, 35-45); pero también en otros pasajes la Palabra de Dios nos asegura la existencia de un encuentro personal con Dios después de la muerte de cada uno, donde se nos preguntará si nuestras obras estuvieron motivadas por la fe, la esperanza y la caridad. La parábola del pobre Lázaro (cf. Lc 16, 22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (cf. Lc 23, 43), así como otros textos del Nuevo Testamento (cf. 2 Co 5,8; Flp 1, 23; Hb 9, 27; 12, 23) nos hablan de la posibilidad de entrar a gozar en el Reino de los cielos o de quedarnos fuera de la fiesta eterna (cf. Mt 25, 46-46).

La conmemoración de hoy nos recuerda esta futura realidad; por eso la Iglesia intercede por nuestras hermanas y hermanos difuntos, rezando por ellos, haciendo sufragios y limosnas, pero sobre todo ofreciendo el mismo sacrificio de Cristo en la Eucaristía, de modo que todos los que aún después de su muerte necesitasen ser purificados de las fragilidades humanas, puedan ser definitivamente admitidos a la visión de Dios.

Cristo venció a la muerte

La muerte física es un hecho natural ineludible. Nuestra propia experiencia directa nos muestra que el ciclo natural de la vida incluye necesariamente la muerte. En la concepción cristiana, este evento natural nos habla de otro tipo de vida sobrenatural donde no existe la muerte. La voluntad de Dios, del Señor de la vida, es que todos sus hijos e hijas participen en abundancia de su propia vida divina (cf. Jn 10,10); vida divina que el género humano perdió como consecuencia del pecado (cf. Rm 5,12). Pero Dios no quiere, de ningún modo, que permanezcamos en esa muerte espiritual ,y por eso Jesús, nuestro Salvador, tomando sobre sí mismo el pecado y la muerte, les ha hecho morir en su misterio pascual (cf. Rm 8,2).

Gracias pues al Amor del Padre y a esa victoria de Jesús (cf. Jn 3,16), la muerte física se ha convertido en un pasaje, en una puerta que nos conduce al encuentro con Dios (cf. Ef 2, 4-7). Nuestro propio temor a la muerte y el dolor que nos sacude cuando muere alguien cercano a nosotros podemos superarlos mediante la fe en la resurrección (1 Tes 4,13). Para nosotros los creyentes, nuestros muertos no están “definitivamente muertos”, sino “sólo difuntos”, es decir, “duermen el sueño de la paz” mientras esperan que sus cuerpos sean transformados por la resurrección (cf 1 Cor 15,14).

Historia y orígenes de la conmemoración

La pietas y el recuerdo de los difuntos se remonta a los albores de la historia de la humanidad. En la plenitud de los tiempos (cf. Ga 4, 4), con el evento de la Resurrección de Jesús (cf. Mt 28, 8-15), la memoria y la piedad hacia ellos se enriqueció radicalmente. Ya los primeros cristianos, como se puede ver fácilmente en las catacumbas, esculpían en las tumbas la figura de Lázaro resucitado, como signo de la esperanza de que su pariente amado también volvería a la vida gracias a Cristo (cf. Jn 11, 38-44).

Pero sólo en el siglo IX aparece la conmemoración litúrgica de los difuntos, herencia de la costumbre monástica ya en boga en el siglo VII de consagrar, dentro de los monasterios, un día entero a la oración por los difuntos. La piadosa práctica, sin embargo, ya estaba presente en el rito bizantino que celebraba a los difuntos el sábado anterior al inicio de la cuaresma o en un período entre finales de enero y el mes de febrero.

Más tarde, en el año 809, el obispo de Tréveris, Amalario Fortunato de Metz, colocaría la memoria litúrgica de los difuntos -que esperan contemplar el rostro del Padre- al día siguiente de la dedicada a los santos, que ya gozan de la vida divina. Finalmente, en el año 998, a disposición del Abad de Cluny, Odilón di Mercoeur, se fijó la solemnidad para el 2 de noviembre incluyendo un período de preparación de nueve días, conocido como la Novena de los Difuntos, que comienza el 24 de octubre.

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Conmemoración de los Fieles Difuntos
Felix Jiménez Tutor

Noviembre es el mes del Recuerdo. Los cristianos hacemos memoria de Jesucristo, muerto y resucitado, todos los días en la eucaristía.

La memoria completa el puzzle gigantesco del pasado de los hombres. Todas las piezas, ensambladas por la misericordia de Dios, forman el puzzle más glorioso y más pintoresco que conocemos con el título de la Comunión de los Santos.

Cristo murió una vez, nuestros muertos murieron una vez y nosotros los recordamos muchas veces. Por la fe los asociamos a la victoria de Cristo, victoria colectiva de la que participaremos todos. (…)

Hemos proclamado en la lectura del Libro de Job, libro del eterno por qué, una de las afirmaciones más poderosas de toda la Biblia Hebrea: “Yo sé que mi ‘go’el’, mi Redentor vive”.

El goel es el familiar que rescata la propiedad que su hermano ha perdido, que venga la sangre derramada, que redime de la esclavitud, que cumple con la ley del levirsato. El goel es el Redentor.

Job, sin hijos, sin familia no tiene un goel que pueda redimirlo y hasta su mujer le grita: “Maldice a Dios y muere”.

Sus amigos en lugar de ofrecerle consuelo y compasión le echan en cara su pecado. Job hundido y abandonado por todos proclama su fe: “Yo sé que mi go’el, mi Redentor vive”.

Sólo Dios es el gran Redentor, el que nos redime de nuestra esclavitud y de nuestro pecado, paga nuestras deudas y vence a nuestro peor enemigo, la muerte.

Al final de nuestra vida, la muerte en su oscura soledad, nos aterra. No seremos juzgados, seremos salvados, rescatados, por nuestro Redentor que vive por siempre.

“Tu hermano resucitará” dijo Jesús a Marta. Nuestros seres queridos resucitarán porque el que cree no está condenado a morir sino a vivir.

Hoy, hacemos memoria de Jesucristo y hacemos memoria de nuestros difuntos. Hacemos un acto de fe en la presencia de Cristo Resucitado en medio de nosotros.

Hacemos un acto de esperanza en que Cristo rasgará el velo del duelo y del dolor.

Hacemos un acto de amor, nosotros los peregrinos con los que ya han consumado su peregrinación y han llegado al destino final, los brazos de nuestro Redentor.

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Santos y difuntos: solidaridad e intercesión misionera
Romeo Ballan mccj

¡Fiesta de familia, fiesta de fraternidad solidaria! La fiesta de Todos los Santos y el recuerdo de los Fieles Difuntos nos ayudan a sentirnos miembros de una familia grande, alargada hasta los confines del mundo. Son dos días (1 y 2 de noviembre) que nos invitan a nuestra celebración familiarNuestra, porque los santos y los difuntos forman parte de la única familia de Dios y de los hombres, nuestra familia. Es la familia de todos los santos: no solamente de los pocos reconocidos oficialmente como tales por la Iglesia, sino de todas las personas de buena voluntad, de todos los que han buscado a Dios con corazón sincero y respetando al prójimo. Es la familia de todos los difuntos, no solamente de nuestros parientes y amigos. Con todos ellos compartimos vicisitudes comunes, hechas de gozos, esperanzas, dolor, fragilidad, fatigas… Hasta la inevitable calle estrecha de la muerte, en un camino por el cual pasamos todos por igual: santos y pecadores, ricos y pobres, creyentes y no… Somos parte de una familia innumerable de mujeres y de hombres de toda lengua, color, raza, religión, cultura, condición social…

Es la fiesta de la familia alargada, con dimensiones universales, sin límites, en la que nadie es desconocido o extranjero para Dios y para quienes viven en Él. En la que Dios conoce cada rostro y llama a cada uno por su nombre. Una familia en donde hay una fraternidad circular de relaciones en beneficio de todoslos santos del cielo interceden ante Dios en nuestro favor, mientras estamos peregrinando en la tierra; nosotros, los peregrinos, damos gracias y alabanzas a Dios por su misericordia y por las cosas bellas que Él realiza en los santos; nosotros y los santos ofrecemos súplicas por los difuntos que aún esperan el momento de contemplar plenamente el rostro de Dios; también los difuntos, de una manera que no conocemos, viven una especial comunión con Dios que redunda en beneficio nuestro… Es, por tanto, una intercesión circular: de Cristo y de los santos por nosotros; de nosotros en favor de los difuntos; y de los difuntos – que ya son salvos – en favor de los parientes y de toda la familia humana.

La circunstancia es propicia para reflexionar y vivir los valores de la familia, la fraternidad, la universalidad, en una especial comunión con los antepasados: tanto los antepasados en el clan y en la cultura popular, como los antepasados en la fe cristiana, que son los santos. Es decir, aquellos que han realizado al más alto nivel, e incluso con heroísmo, los ideales y valores del Evangelio y de las culturas de los pueblos. Son ellos los gigantes espirituales, los modelos logrados de la humanidad renovada en Cristo, que es para todos el Hombre nuevo, el modelo perfecto, el inspirador de toda forma de santidad. ¡Se trata de un tema de particular resonancia para todos los que anuncian el Evangelio, también entre los pueblos no cristianos! El Papa Francisco nos dice que la santidad es “el rostro más bello de la Iglesia”; nos habla de la “santidad en la vida cotidiana”, que muchas veces es “la santidad de la puerta de al lado”.

Este tipo de reflexiones no quita nada al rigor y amargura de la muerte, esa “dura calle”, de dantesca memoria, que da miedo, y, sin embargo, es el paso obligado hacia la Vida plena. Un paso que es preciso afrontar sin evasiones, con realismo humano y cristiano. Nos ha dado un ejemplo de ello, entre otros, el Card. Carlos Maria Martini, jesuita, maestro en la doctrina, arzobispo de Milán (+ 2012): enfermo de Parkinson, “en el contexto de una muerte inminente”, sintiéndose “ya en la última sala de espera, o la penúltima”, confesaba haberse “varias veces quejado con el Señor” por la necesidad de tener que morir. Martini no escondía su tormento interior hasta llegar a aceptar esa dura calle, oscura y dolorosa: “Me he apaciguado con el pensamiento de tener que morir cuando he comprendido que sin la muerte no llegaríamos nunca a hacer un acto de plena confianza en Dios. En efecto, en cada decisión importante nosotros tenemos siempre algunas salidas de seguridad. En cambio, la muerte nos obliga a fiarnos totalmente de Dios”. Ante el misterio de la muerte, que nos exige “un acto de confianza total”, Martini concluía: “Deseamos estar con Jesús y este deseo lo expresamos con los ojos cerrados, a ciegas, abandonándonos completamente en sus manos”.

Ante la muerte, aparece aún más precioso el don de la fe cristiana, la única que es capaz de arrojar una luz nueva y definitiva sobre el sentido de la vida, de Dios, del dolor, de la historia… Una luz que marca la diferencia. Una luz que otras religiones no logran dar. Una vez más, emerge la novedad del mensaje cristiano. Y, por tanto, la urgencia de la Misión.


Halloween y el cristianismo
Comprar, pensar y vivir de una manera en la que ni siquiera hemos reflexionado

Por: Ernesto María Caro, Sac
Fuente: http://www.evangelizacion.org.mx
https://es.catholic.net

Es impresionante el poder de la publicidad en nuestro medio que nos lleva a comprar, a pensar y a vivir de una manera en la que ni siquiera hemos reflexionado. Cuando nos damos cuenta estamos atrapados por el consumismo, el cual no respeta edad, nacionalidad o creencia religiosa. Se vale de cualquier elemento para atraer nuestra atención con el fin de vender. El problema es que muchas veces, los que salimos más perjudicados con esto somos los cristianos.

Entre los ejemplos que podríamos mencionar están la Navidad y la fiesta de Todos los Santos. En la primera nos damos cuenta, con bastante tristeza, que el día de Navidad, estamos llenos de regalos, sin un centavo en la bolsa y lo peor, es que nuestra actividad “compradora” ha dejado de lado la preparación espiritual para la fiesta del “nacimiento de Cristo”. Se ha cambiado su figura por un Santa Claus y la cena de Navidad consiste en el intercambio de regalos y una exquisita cena (si ésta es posible dado que ya se gastó uno todo el aguinaldo y las tarjetas de crédito están hasta el tope). De manera que nuestra fiesta cristiana, poco a poco se ha ido transformando en una fiesta comercial, en la que muchas veces el único ausente es precisamente el festejado: Cristo.

Caso semejante sucede con la celebración de “Todos los Santos” en donde vemos que al aproximarse el 31 de Octubre las tiendas se ven llenas de: mascaras, trajes de monstruos, atuendos de brujas, calabazas con expresiones terroríficas, etc., en fin, de artículos que poco tendrían que ver con nuestra fe y con la fiesta que se celebrará.

Dado que nos acercamos a esta fecha, quisiera compartir contigo algunos elementos de reflexión que nos lleven a valorar nuestra fe y a no dejarnos influenciar por el mercantilismo que puede incluso cambiar o destruir nuestra fe y nuestras costumbres.

Un poco de historia

Podemos considerar que celebración del Halloween tiene dos orígenes que en el transcurso de la historia se fueron mezclaron.

a. Origen Pagano

Por un lado encontramos que el origen pagano podríamos atribuirlo a la celebración Celta, llamada “Samhain” y que tenía como objetivo dar culto a los muertos. La invasión de los Romanos (46 A.C) a las Islas Británicas dio como resultado la mezcla de la cultura Celta, la cual con el tiempo terminó por desaparecer. Su religión llamada Druidismo, con la evangelización terminó por desaparecer en la mayoría de las comunidades Celtas a finales del siglo II.

Sobre la religión de los Druidas, no sabemos mucho pues no escribieron sobre ella, todo se pasaba de generación en generación. Sabemos, que las festividades del Samhain se celebraban muy posiblemente entre el 5 y el 7 de Noviembre (a la mitad del equinoccio de verano y el solsticio de invierno) con una serie de festividades que duraban una semana, finalizando con la fiesta de “los muertos” y con ello se iniciaba el año nuevo Celta. Esta fiesta de los muertos era una de sus festividades principales pues celebraban lo que para nosotros sería el “cielo y la tierra” (conceptos que llegaron sólo con el cristianismo). Para ellos el lugar de los muertos era un lugar de felicidad perfecta en la que no había hambre ni dolor. Los celtas celebraban esta fiesta con ritos en los que, los sacerdotes druidas, sirviendo como “médium”, se comunicaban con sus antepasados esperando ser guiados en esta vida hacia la inmortal. Se dice que los “espíritus” de los muertos venían en esa fecha a visitar sus antiguos hogares.

b. Origen Cristiano

Desde el siglo IV la Iglesia de Siria consagraba un día a festejar a “Todos los Mártires”. Tres siglos más tarde el Papa Bonifacio IV (+615) transformó un templo romano dedicado a todos los dioses (panteón) en un templo cristiano dedicándolo a “Todos los Santos”, a todos aquellos que nos habían precedido en la fe. La fiesta en honor de Todos los Santos, inicialmente se celebraba el 13 de Mayo, pero fue el Papa Gregorio III (+741) quien la cambió de fecha al 1º de Noviembre, que era el día de la “Dedicación” de la Capilla de Todos los Santos en la Basílica de San Pedro en Roma. Más tarde, en el año 840, el Papa Gregorio IV ordenó que la Fiesta de “Todos los Santos” se celebrara universalmente. Como fiesta mayor, ésta también tuvo su celebración vespertina en la “vigilia” para preparar la fiesta (31 de Octubre). Esta vigilia vespertina del día anterior a la fiesta de Todos los Santos, dentro de la cultura anglosajona se tradujo al inglés como: “All Hallow´s Even” (Vigilia de Todos los Santos). Con el paso del tiempo su pronunciación fue cambiando primero a “All Hallowed Eve”, posteriormente cambio a “All Hallow Een” para terminar en la palabra que hoy conocemos “Halloween”.

Por otro lado ya desde el año 998, San Odilo, abad del monasterio de Cluny, en el sur de Francia, había añadido la celebración del 2 de Noviembre, como una fiesta para orar por las almas de los fieles que habían fallecido, por lo que fue llamada fiesta de los “Fieles Difuntos” la cual se difundió en Francia y luego en toda Europa.

Halloween en nuestros días

Si analizamos la actual celebración del Halloween veremos que poco tiene que ver con sus orígenes. De ellos sólo ha quedado el hecho de la celebración de los muertos pero dándole un carácter TOTALMENTE distinto al que tuvo en sus orígenes y agregándole poco a poco una serie de elementos que han distorsionado totalmente la fiesta, sea “de los muertos (difuntos)” como de “todos los santos”.

Entre los elementos que se le han agregado, tenemos por ejemplo, la tradición de “disfrazarse”, misma que muy posiblemente nació en Francia entre los siglos XIV y XV para la celebración de la Fiesta de “Todos los Santos”. Durante esta época Europa fue flagelada por la plaga bubónica o “peste bubónica” (también conocida como “la muerte negra”) en la cual murió alrededor de la mitad de la población. Esto creó en los católicos un gran temor a la muerte y una gran preocupación por esta. Se multiplicaron las “misas” en la fiesta de los “Fieles Difuntos” (2 de Noviembre) y nacieron muchas representaciones artísticas que le recordaban a la gente su propia mortalidad.

Estas representaciones eran conocidas como la “Danza de la Muerte”. Dado el espíritu “burlesco” de los franceses, en la víspera de la fiesta de los “Fieles Difuntos”, se adornaban las paredes de los cementerios con imágenes en las cuales se veía al diablo guiando una cadena de gente: Papas, reyes, damas, caballeros, monjes, campesinos, leprosos, etc. (la muerte no respeta a nadie), y los conducía hacia la tumba. Estas representaciones eran hechas también basándose en cuadros plásticos, con gente disfrazada de personalidades famosas y en las distintas etapas de la vida, incluida la muerte a la que todos debían de llegar.

Al parecer la tradición “dulce o travesura” (Trick or Treat), tiene su origen en la persecución que hicieron los protestantes en Inglaterra (1500-1700) contra los católicos. En este período en Inglaterra los católicos no tenían derechos legales: no podían ejercer ningún puesto público y los perseguían con multas, impuestos elevados y hasta cárcel. El celebrar misa era una ofensa capital y cientos de sacerdotes fueron martirizados.

Un incidente, producto de esta persecución y de la defensa del catolicismo fue el intento de hacer volar al rey protestante Jaime I y su Parlamento con “pólvora de cañón”, marcando así el inicio de un levantamiento católico contra sus opresores. Sin embargo el “Plan pólvora de cañón” (“Gunpowder Plot”) fue descubierto en Noviembre 5, 1605, cuando el que cuidaba la pólvora, un convertido descuidado, llamado Guy Fawkes, fue capturado y ahorcado. Esto generó una fiesta que muy pronto se convirtió en una gran celebración en Inglaterra (incluso hasta nuestros días). Muchas bandas de protestantes, ocultos con máscaras, celebraban esta fecha visitando a los católicos de la localidad y exigiéndoles cerveza y pasteles para su celebración, diciéndoles: “Trick or Treat”. Más tarde el “Día de Guy Fawkes” llegó a las colonias con los primeros colonos que llegaron a América trasladándose al 31 de octubre para unirla con la fiesta del Halloween.

Podemos entonces darnos cuenta que la actual fiesta del “Halloween” es producto de la mezcla de muchas tradiciones que los inmigrantes trajeron a los Estados Unidos desde los inicios del 1800, tradiciones que ya han quedado olvidadas en Europa pues sólo tienen sentido en la integración que la cultura americana le ha dado en esta celebración.

Nuevos elementos de Halloween

Muy posiblemente, producto de su identificación con la fiesta de los Druidas, en la cual se “invocaba” a los muertos y los mismos sacerdotes servían de médium, esta celebración del 31 de Octubre, se ha ido identificando con diversos grupos “neo paganos” y peor aun, con celebraciones satánicas y ocultistas.

El festival a “Samhain” llamado hoy en día el “festival de la muerte” es reconocido por todos los satanistas, ocultistas y adoradores del diablo como víspera del año nuevo para la brujería. Anton LaVey, autor de la “La Biblia Satánica” y sumo sacerdote de la Iglesia de Satanás, dice que hay tres días importantes para los satanistas: (1) Su cumpleaños; (2) El 30 de Abril y (3) el más importante, Halloween. LaVey dice que es en esta noche que los poderes satánicos, ocultos y de brujería están en su nivel de potencia más alto. Y que cualquier brujo u oculista que ha tenido dificultad con un hechizo o maldición normalmente puede tener éxito el 31 de Octubre, porque Satanás y sus poderes están en su punto más fuerte esta noche.

Por otro lado el 31 de Octubre, de acuerdo a la enciclopedia “World Book”, Halloween es la víspera del año nuevo para la brujería y dice que es el principio de todo lo que es “frío, oscuro y muerto”.

Hollywood ha contribuido también a la distorsión de esta fiesta creando una serie de películas como “Halloween” en las cuales la violencia gráfica, los asesinatos, etc., crean en el espectador en estado de angustia y ansiedad. No podemos decir que estas películas son solo para adultos, pues es una realidad que dada nuestra cultura y el relajamiento en la censura pueden ser vistas, muchas de estas, incluso en la televisión comercial creando en los niños miedo y sobre todo una idea errónea de la realidad.

Esta fiesta se ha ligado de tal manera al ocultismo que es un hecho comprobado que la noche del 31 de Octubre en muchos países se realizan misas negras, cultos espiritistas, y otras reuniones relacionadas con el mal y el ocultismo.

Podemos darnos cuenta, entonces que queriendo o no, estos elementos se han mezclado también en la celebración actual del Halloween y como producto de su influencia, se han agregado a los disfraces, las tarjetas y todos los elementos comerciales: las brujas, los gatos negros, los vampiros, los fantasmas y toda clase de monstruos terroríficos, muchos de ellos con expresiones verdaderamente satánicas.

Para nuestra reflexión

Ante todos estos elementos que componen hoy la fiesta del “Halloween” nos preguntamos:

¿Es que, en aras de la diversión podemos aceptar que los niños al visitar las casas de los vecinos, les EXIJAN dulces a cambio de no hacerles un daño (rayar las paredes, romper huevos en las puertas, etc.)?

¿Qué experiencia (moral o religiosa) queda en el niño que para “divertirse” ha usado disfraces de diablos, brujas, muertos, monstruos, vampiros y demás personajes relacionados principalmente con el mal y el ocultismo, sobre todo cuando la televisión y el cine identifican estos disfraces con personajes contrarios a la sana moral y ni que decir de la fe y los valores del evangelio (paz , justicia, amor, lealtad, bondad, etc.)?

¿Cómo podríamos justificar como padres de una familia cristiana que nuestros hijos, en el día de Halloween, hagan daño a las propiedades ajenas? ¿No seríamos totalmente incongruentes con la educación que hemos venido proponiendo en la cual se debe respetar a los demás y que las travesuras o maldades no son buenas? ¿No sería esto aceptar que una vez al año se puede hacer lo prohibido?

Con los disfraces y la identificación que tienen estos con Hollywood, ¿no estamos promoviendo en la conciencia de los pequeños que el mal y el demonio son sólo fantasías, parte de un mundo irreal que nada tiene que ver con nuestras vidas y que por lo tanto no nos afectan?

¿Que experiencia religiosa o moral, queda después de la fiesta del Halloween? ¿No es esta otra forma de relativismo religioso con la cual vamos permitiendo que nuestra fe y nuestra vida cristiana se vean debilitadas?

Si aceptamos todas estas ideas, y las relativizamos, en “aras de la diversión de los niños”, ¿cómo podremos corregir y hacerle ver a nuestros hijos el mal que se esconde detrás del “juego” de la “Ouija” que pone en grave peligro su vida espiritual? ¿O que diremos al joven que durante toda su infancia “jugó” al Halloween, cuando este visita a los brujos, hechiceros, médiums, y los que leen las cartas, todos ellos contrarios a la fe y a la vida cristiana?

Es que nosotros como cristianos, mensajeros de la paz, del amor, de la justicia, portadores de la luz para el mundo, ¿podemos identificarnos con esta fiesta en donde todos sus elementos, hoy por hoy, hablan de temor, injusticia, miedo, y oscuridad?

Si somos sinceros con nosotros mismos y buscamos ser fieles a nuestra fe y a los valores del Evangelio, tendríamos que concluir que la ACTUAL fiesta del “Halloween” no sólo no tiene nada que ver con la celebración que le dio origen, sino que incluso es nociva y contraria a la fe y la vida cristiana.

Ante esta realidad que inunda nuestro medio y que es promovida sin medida por el consumismo en el que estamos envueltos nos preguntamos: ¿Qué podemos hacer? ¿Taparnos los ojos para no ver la realidad? ¿Buscar buenas excusas para justificar su presencia y no darle mayor importancia, que al cabo que es un juego mientras que ésta se sigue esparciendo por el mundo como un reguero de pólvora? ¿Prohibirles a nuestros hijos que no participen en ella mientras que muchos de sus vecinitos y amigos ese día estarán en la calle y ellos no? ¿Serían capaces los niños de entender todos los peligros que corren y el por qué de nuestra negativa a la vivencia de la fiesta?

Creo que la respuesta no es sencilla, sin embargo Jesús nos dijo: “Sean mansos como la paloma y astutos como la serpiente”. Por ello quisiera proponerte una experiencia que realizamos en mi parroquia y que nos dio muy buen resultado para devolverle el sentido original a la fiesta del “All Hallow´s eve”.

Lo primero que hicimos es organizar una catequesis con los niños en los días anteriores a la fiesta, haciéndoles ver la importancia de celebrar a nuestros santos, como vencedores de la fe, como verdaderos “héroes” del cristianismo. Cómo para ellos no fue fácil el ser buenos cristianos, pero que con la gracias de Dios es posible. Por ello nosotros los celebramos el día 1º de Noviembre.

Les hicimos ver lo negativo que hay en la fiesta del Halloween de la manera en que se festeja actualmente. Les dijimos que así no era al principio. Que muchos elementos contrarios a nuestra fe y a nuestros valores cristianos se habían mezclado en ella. Les hicimos ver que Dios quiere que seamos buenos y que no nos identifiquemos ni con las brujas ni con los monstruos, pues nosotros somos sus hijos. Les leímos a los niños algunos de los pasajes en los cuales Jesús expulsa a los demonios para hacerles ver que esto es malo y contrario a nuestra fe.

Para la fiesta del Halloween invitamos a que todos se disfrazaran de algún personaje bíblico o de alguna persona que ellos supieran que había sido buena y que por lo tanto seguramente estaría ya en el cielo (por supuesto que no faltaron trajes de Superman, Batman, etc.). Cada uno de los participantes debía dar una explicación de por que había venido vestido de esta manera.
A cada uno de los niños les dimos una bolsita de dulces los cuales deberían repartir en las casas que se iban a visitar. Les hicimos ver que Jesús nos enseñó a dar, pues el mismo se dio hasta la misma muerte, que nosotros y todos los santos, los hombres buenos tienen más alegría en dar que en recibir. Al llegar a la casa que se habría de visitar, se saludaba a la gente diciéndoles: “Dios te ama” y se les daba un caramelo.

Al final, hubo una gran fiesta con los papás, y con toda la gente que participó en el Halloween. Se dieron premios a los mejores disfraces y a las mejores explicaciones de “por qué” se habían disfrazado de esta manera. La fiesta fue un éxito y todos salimos con una experiencia muy positiva y sobre todo muy cristiana.

De esta manera, reintegramos el valor verdadero de la fiesta, celebrando la “Vigilia de Todos los Santos” o “Halloween”.

¿No podrías tú hacer los mismo y juntar a los vecinitos, primos y amiguitos de tus hijos y organizar un verdadero “Halloween” en tu barrio? Alguien tiene que empezar a cambiar nuestra cultura y reintegrarle el carácter cristiano que ha ido perdiendo. En estos tiempos de crisis, Jesús nos exige comprometernos con él y con su evangelio. Cada uno tiene que tomar su puesto en la reevangelización de nuestra cultura. No nos podemos quedar cruzados de brazos viendo cómo nuestra familia se hunde poco a poco y de manera casi imperceptible en el relativismo, en el materialismo y el paganismo práctico. No permitamos que la comercialización y las fuerzas contrarias a nuestra fe nos lleven a vivir cosas que, lejos de ayudarnos, ponen en riesgo nuestra felicidad y la de nuestra familia. Recobremos nuestros valores para ser cristianos auténticos, aunque para ello tengamos que ir en contra del mundo y sus ideas. Recordemos que el mismo Jesús oró a su Padre para que lo pudiéramos hacer:

“Padre, yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado; porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del Maligno. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en la verdad; tu palabra es verdad”. Jn 17,14-17.

Como María, todo por Jesús y para Jesús.
Ernesto María, Sac.

El P. Ernesto María Caro Osorio fue ordenado sacerdote en el Seminario de Monterrey el 15 de agosto 1991. Licenciado en Espiritualidad por la Universidad Gregoriana de Roma y Doctorado en Mariología por la Universidad Marianum de Roma, es director de la página Evangelización Activa, que busca llevar la palabra de Dios a todos los rincones del mundo mediante el uso de los medios electrónicos, especialmente el correo electrónico.


Las ocho puertas del Paraíso
P. Manuel João Pereira Correia, mccj

Año C – Solemnidad de Todos los Santos
Mateo 5,1-12: «Jesús subió al monte, se sentó, y se acercaron a él sus discípulos.»

El 1 de noviembre la Iglesia celebra la Solemnidad de Todos los Santos, una festividad de orígenes muy antiguos. Ya a finales del siglo II se constata una verdadera veneración a los santos. La solemnidad nació en Oriente en el siglo IV y se difundió progresivamente a otras regiones, aunque con fechas diferentes: en Roma se celebraba el 13 de mayo, mientras que en Inglaterra e Irlanda, a partir del siglo VIII, el 1 de noviembre. Esta última fecha se impondrá después también en Roma a partir del siglo IX.

¿Quiénes son los santos que celebramos hoy? No son (solo) los reconocidos oficialmente por la Iglesia, los que hacen milagros, sino la multitud que vio san Juan en el Apocalipsis: «una muchedumbre inmensa, que nadie podía contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua» (Ap 7). Muchos vivieron a nuestro lado y cuidaron de nosotros; otros los encontramos en el camino de la vida. Y tantos, incluso desconocidos, fueron como ángeles para nosotros.

Las Bienaventuranzas: ocho palabras, ocho caminos y ocho puertas

La liturgia nos propone el Evangelio de las Bienaventuranzas en la versión de Mateo (Mt 5,1-12). Constituyen el prólogo del primer discurso de Jesús en Mateo y el resumen de todo el Evangelio. Es un texto muy conocido, pero precisamente por eso corremos el riesgo de leerlo con prisa y pasar por alto su riqueza, profundidad y complejidad. Gandhi decía que eran «las palabras más sublimes del pensamiento humano», la quintaesencia del cristianismo.

Conviene recordar que el evangelista Mateo ama las montañas. En su Evangelio, la palabra “monte” aparece catorce veces. Siete montes, en particular, marcan la vida pública de Jesús, desde las tentaciones (cf. Mt 4,8) hasta el mandato apostólico en el monte de la Misión (cf. Mt 28,16). Estas montañas tienen un valor simbólico y teológico: el monte representa la cercanía a Dios. De hecho, Lucas sitúa este discurso de Jesús en una llanura. La vida cristiana se desarrolla en un doble movimiento: la subida al monte y la bajada a la llanura.

«Al ver a las multitudes, Jesús subió al monte; se sentó, y se le acercaron sus discípulos.» Esta “subida al monte” y el “sentarse” (gesto solemne, como el del maestro que enseña desde la cátedra) es una clara referencia a Moisés en el monte Sinaí. Este monte es, por tanto, el nuevo Sinaí, desde donde el nuevo Moisés promulga la nueva Ley. Si la Ley de Moisés, con sus prohibiciones, fijaba los límites para permanecer en la Alianza de Dios, la nueva “Ley” nos abre horizontes inéditos. Es un nuevo proyecto de vida.

El discurso de Jesús comienza con las ocho Bienaventuranzas (la novena, dirigida a los discípulos, es un desarrollo de la octava). A las diez “palabras” del Decálogo corresponden ahora las ocho “palabras” de las Bienaventuranzas. ¡Son los nuevos caminos del Reino y las ocho puertas del Paraíso!

Lo que las Bienaventuranzas NO SON

  1. Las Bienaventuranzas NO son un elogio de la pobreza, del sufrimiento, de la resignación o de la pasividad… Todo lo contrario: ¡son un discurso revolucionario! Por eso provocan la oposición violenta de quienes se sienten amenazados en su poder, riqueza o posición social.
  2. Las Bienaventuranzas NO son el opio de los pobres, los que sufren, los oprimidos o los débiles… para adormecer la conciencia de la injusticia de la que son víctimas, llevándolos a la resignación. Aunque en el pasado hayan sido interpretadas así. Al contrario, ¡son una adrenalina que impulsa al cristiano a comprometerse en la lucha por eliminar las causas y raíces de la injusticia!
  3. Las Bienaventuranzas NO son una postergación de la felicidad —que está en el corazón de toda persona— para la vida futura, en el más allá. Son fuente de felicidad ya en esta vida. De hecho, la primera y la octava, que enmarcan las otras seis, usan el verbo en presente: «porque de ellos es el Reino de los cielos». Las otras seis emplean el futuro, pero se trata de una promesa que hace la felicidad ya presente hoy, aunque esté en camino hacia su plenitud. Promesa que garantiza que el mal y la injusticia no tienen la última palabra. ¡El mundo no es ni será de los ricos y poderosos!
  4. Las Bienaventuranzas NO son (solo) personales. Es la comunidad cristiana, la Iglesia, la que debe ser pobre, misericordiosa, llorar con los que lloran, tener hambre y sed de justicia… para dar testimonio del Evangelio.

Lo que las Bienaventuranzas SON

  1. Las Bienaventuranzas SON un grito, una proclamación de felicidad, un Evangelio dirigido a todos. “Bienaventurado” (makários en griego) puede traducirse como: feliz, ¡felicitaciones!, ¡enhorabuena!, ¡dichoso tú!… Las Bienaventuranzas son válidas en todas las circunstancias y niveles. Pero debemos darnos cuenta de que este mensaje que profesamos y anunciamos está en total contradicción con la mentalidad dominante del mundo en que vivimos. Por eso, no debe sorprendernos si muchos se apartan de él.
  2. Las Bienaventuranzas SON… una sola. Las ocho son variaciones de una misma realidad, y cada una ilumina a las demás. Los comentaristas suelen considerar la primera como la fundamental: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos». Todas las demás son, en cierto modo, distintas formas de pobreza. Cada vez que en la Biblia se renueva la Alianza, se comienza restableciendo los derechos de los pobres y de los excluidos. ¡Sin eso, la Alianza no se renueva! Podríamos preguntarnos por qué no hay una Bienaventuranza sobre el amor. En realidad, ¡todas son expresiones concretas del amor!
  3. Las Bienaventuranzas SON el espejo, el autorretrato de Cristo. Para comprenderlas y captar sus matices, hay que mirar a Jesús y ver cómo cada una de ellas se realizó en su persona.
  4. Las Bienaventuranzas SON la llave de entrada al Reino de Dios, para todos: cristianos y no cristianos, creyentes y no creyentes. En este sentido, las Bienaventuranzas no son “cristianas” en sentido exclusivo. Definen quién puede realmente entrar en el Reino. ¡Todos están llamados a las Bienaventuranzas! Es también lo que nos dice Mateo 25 sobre el juicio final.

Conclusión

Las Bienaventuranzas no son la expresión de un sueño de un mundo idealizado, utópico e inalcanzable. Para el cristiano, son el criterio de vida: o las acogemos, o no entraremos en el Reino.
Las Bienaventuranzas corresponden a ocho categorías de personas y a otras tantas puertas de entrada al Reino. ¡No hay otras entradas! Para entrar en el Paraíso, hay que identificarse al menos con una de estas ocho actitudes y encarnar un aspecto de la vida de Cristo.
¿Cuál es mi Bienaventuranza, aquella hacia la que me siento particularmente atraído? ¿La que siento que es mi vocación, por naturaleza y por gracia?

XXX Domingo ordinario. Año C

“En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás:
“Dos hombres subieron al templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias.
El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho diciendo: Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador.
Pues bien, yo les aseguro que este bajó a su casa justificado y aquel no; porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”. (Lucas 18, 9-14)


El que se enaltece y el que se humilla.
P. Enrique Sánchez, mccj

La liturgia de la Palabra de este domingo nos da la oportunidad de seguir profundizando, como lo hacía Jesús con sus discípulos, sobre el tema de la oración y su importancia en nuestras vidas.

El evangelio de san Lucas nos presenta dos protagonistas, a través de los cuales nos ayudará a entender cómo debe ser la oración para que la podamos considerar autentica y benéfica en nuestras vidas.

San Lucas nos presenta a un fariseo y a un publicano que llegan al templo para orar. El fariseo, como todos los de su grupo, era conocido por su aplicación a todo lo que la ley exigía. Seguramente era alguien que conocía perfectamente cómo tenía que hacer para vivir una profunda relación con Dios y los detalles de cómo aplicar la ley no le eran desconocidos.

De hecho, entra al templo y se mantiene de pie y empieza a hablar con el Señor recordándole que él no era como los demás. Él cumplía con la ley, daba gracias, hacía ayunos, pagaba el diezmo. En una palabra, era alguien irreprochable y ejemplar.

Observando a este fariseo podríamos reconocer que se trata de alguien a quien no se le podía reprochar nada, estando a lo que la ley establecía, pero no deja de existir una pequeña fisura en su comportamiento y en sus actitudes que hacen ver que todo lo que contemplamos en ese personaje, simplemente no es suficiente.

Todo parecía perfecto, pero en realidad estaba en el camino equivocado de quien verdaderamente quiere hacer una buena experiencia de oración.

En lugar de hablar con el Señor y no dando espacio para escucharlo, que es lo fundamental de la oración, él no había hecho otra cosa que hablar de sí mismo.

Le había preocupado exaltar sus aparentes virtudes y cualidades, casi como diciendo que a él el Señor no tenía nada que enseñarle y mucho menos que reprocharle.

Él, a través de sus palabras, no hacia más que crear una situación en la que Dios ya nada tenía que hacer. Y con pocas palabras, podríamos decir que había caído en la trampa de la arrogancia que acababa por hacer estéril todo su intento de perfección.

En su intento de oración, el fariseo lo que había hecho era ponerse en el centro de la atención manifestando una grande arrogancia que lo hacía pensar que él no era como los demás.

Y eso, en lugar de acercarlo al Señor, lo alejaba y hacía que Dios no lo pudiese escuchar, pues como dice la escritura Dios desprecia al arrogante y aprecia al humilde.

El límite o el error de la pretendida oración del fariseo había acabado en una experiencia de orgullo que hacía que se sintiera incluso con el derecho de despreciar y de ridiculizar a los demás, por no ser como él.

En realidad, el fariseo vive practicando la ley, pero se olvida de poner en práctica el espíritu de la ley que es toda otra cosa. Vivir el espíritu de la ley es dejarse invadir por el amor de Dios.

Podríamos decir que la escena del evangelio de este domingo lo que quiere hacernos entender es que estamos llamados a la santidad y en la experiencia de los dos personajes se nos presentan dos caminos: uno, el del fariseo, que pretendiendo aplicar la ley pero sin convertirse a ella, lleva por un camino que no tiene salida, mientras que el publicano abandonándose a la bondad y al amor de Dios, desde una actitud humilde, es quien alcanza a la verdadera santidad.

Ya lo escuchábamos en la primera lectura del Sirácide cuando dice: “El Señor es un juez que no se deja impresionar por apariencias. No menosprecia a nadie por ser pobre y escucha las súplicas del oprimido. No desoye los gritos angustiosos del huérfano ni las quejas insistentes de la viuda”. (Eclesiástico 35, 15-17)

Acogiendo estas palabras del Evangelio seguramente muchos de nosotros nos damos cuenta que llevamos dentro un pequeño o un gran fariseo, sobre todo cuando sentimos que no somos como los demás, cuando consideramos que nosotros siempre estamos en lo correcto, cuando, con una voz muy sutil nos decimos dentro de nosotros: “yo no entiendo por qué los demás no son perfectos como yo”.

Muchas veces el fariseo que llevamos dentro hace que se nos suba la cresta de la arrogancia y vemos a los demás, como decimos popularmente, como Dios a los conejos, es decir, chiquitos y orejones.

Nos sale espontáneo decirnos a nosotros mismos, y a lo mejor decirlo a los demás: “yo no soy como esa gente que no entiende, que no se supera, que vive en la miseria, que no habla bonito como yo…

La arrogancia que está presente en el corazón humano, si no tomamos conciencia de ella, hace que construyamos abismos que nos impiden acercarnos a los demás, y se convierte en una distancia que nos impide llegar al corazón de Dios.

Dice el libro de los Proverbios: El Señor aborrece al arrogante y tarde o temprano le dará su merecido. (Proverbios 16,5)

Entendemos pues que la oración del fariseo en realidad no es oración, pues lo que hace es fijar su mirada en sí mismo, es la experiencia de un narcisista que sólo tiene ojos para sí mismo y es incapaz de entrar en una relación que lo lleve a abrir su corazón a Dios y a los demás.

Contrariamente, el publicano, que se reconoce como pecador, que sabe que no tiene nada para presumir ante el Señor, se pone en una actitud de mendicante de la misericordia de Dios. No se siente con derecho a exigir nada, pero sabe que todo le puede ser otorgado porque la misericordia de Dios es infinita.

El publicano se humilla y no se atreve a levantar la cabeza ante el Señor, porque sabe que su pobreza, su miseria y su pecado son grandes e innumerables, pero la compasión de Dios está por encima de toda su miseria.

De esa actitud es de donde nace la posibilidad de un diálogo auténtico, de una oración profunda porque se habla desde lo profundo y no de lo superficial de la vida.

Como lo recuerda muchas veces la escritura santa, Dios siempre estará atento al corazón humillado, al espíritu humilde, a quien se reconoce necesitado de Dios y que acaba por abandonarse en sus brazos.

La verdadera y auténtica oración será, por lo tanto, la suplica, la acción de gracias y el reconocimiento de la bondad de Dios que brota de un corazón que se reconoce sin méritos para recibir tan extraordinarias gracias.

Como el publicano, tal vez, también a nosotros nos conviene ponernos en una actitud de reconocimiento del bien que Dios ha hecho ya en nuestras vidas, y la súplica espontánea que podría brotar de nuestro corazón podría ser simplemente, ten compasión de nosotros.


Dos gemelos en el corazón
P. Manuel João Pereira Correia, mccj

Lucas 18,9-14: «Quien se ensalza será humillado, y quien se humilla será ensalzado.»

En este 30º domingo, Jesús continúa su enseñanza sobre la oración. El domingo pasado, con la parábola del juez injusto y la viuda pobre, nos habló de CUÁNDO orar: siempre, sin cansarse jamás. Hoy, en cambio, nos enseña CÓMO orar. Y lo hace con otra parábola muy conocida: la del fariseo y el publicano.
Curiosamente, la figura del juez vuelve a aparecer en el trasfondo de las lecturas de este domingo. ¿Será acaso porque aún no logramos desprendernos de nuestra imagen de un Dios Juez, que nos justifica cuando hacemos el bien o nos condena cuando hacemos el mal?

El fariseo y el publicano

El evangelista introduce el pasaje del Evangelio dejando clara la intención de Jesús: esta parábola era «para algunos que confiaban en sí mismos por creerse justos y despreciaban a los demás».

«Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano…»
Con esta introducción, Jesús ya ha delineado claramente a los dos personajes.

El fariseo pertenecía a un grupo religioso laico (activo del siglo II a.C. al siglo I d.C.). Etimológicamente, fariseo significa “separado”. En su afán de observar íntegramente la Ley de Moisés, los fariseos se separaban de los demás para no contaminarse. Eran los “puros”, muy respetados por su piedad y por su conocimiento de la Ley.

El publicano, en cambio, era un cobrador de impuestos (del latín publicanus, derivado de publicum, que significa “tesoro del Estado”). Los publicanos eran considerados pecadores e impuros. El pueblo los odiaba y despreciaba porque colaboraban con los invasores romanos y explotaban a los pobres.

Ambos “suben” al templo a orar y presentan ante Dios lo que realmente son, porque a Dios no se le puede mentir. El fariseo hace una oración de acción de gracias. Al mirarse en el espejo de la Ley, se ve justo, irreprochable, y se complace en sí mismo. No es como los demás. Mira a su alrededor y solo ve ladrones, injustos y adúlteros. Se infla de orgullo y hace ante Dios el balance de sus buenas obras, como si Dios fuera su contable. Se siente en paz con sus cuentas; es más, cree tener crédito acumulado para el cielo. Hoy diríamos que es el cristiano perfecto e intachable, con el paraíso asegurado.

El publicano, sin embargo, se queda atrás. No se atreve a acercarse al Santo. El peso de sus pecados le inclina la cabeza. Sabe que es un pecador empedernido. Solo logra decir: «Oh Dios, ten piedad de mí, que soy un pecador», golpeándose el pecho.

Jesús concluye la parábola afirmando con autoridad: «Os digo que éste [el publicano que imploró misericordia], y no aquél [el fariseo que se creía perfecto], volvió a su casa justificado, porque quien se ensalza será humillado y quien se humilla será ensalzado.»
¿Cuál de los dos me representa?

Lo confieso: me gustaría ser como el fariseo

Hoy todos miran al fariseo con desprecio y se golpean el pecho como el publicano. Me da pena el pobre fariseo. Lo confieso: ¡envidio a ese fariseo! Quisiera ser como él: un fiel observante de toda la Ley. ¡Perfecto, irreprochable! He pasado mi vida tratando de imitarlo, sin conseguirlo. En el fondo, también me gustaría alegrarme, como él, de mi propia vida.

Me parece que Jesús fue un poco severo con el fariseo, poniéndolo en mala luz. Y, después de todo, su oración empezó bien: con acción de gracias. Sí, luego se distrajo, miró hacia atrás (como nos pasa a todos, ¿no?), y al ver al publicano no pudo contener su desprecio por aquel colaboracionista, cayendo así en el juicio. ¡Qué lástima!

La tentación de imitar al publicano

Como no he logrado ser como el fariseo, no me queda más que golpearme el pecho y repetir la oración del publicano: «Oh Dios, ten piedad de mí, pecador.»
Pero me pregunto hasta qué punto he interiorizado la actitud del pecador convencido y arrepentido. En el fondo, él era un pecador público y sin salida. Yo, en cambio, soy sacerdote, y se supone que debería ser un ejemplo. No es tan sencillo rezar con la misma convicción que el publicano y confiar únicamente en la misericordia de Dios.
En el mismo momento en que me confieso pecador, noto mi tendencia a situarme un peldaño por encima de mis hermanos pecadores. Pecador, sí, pero… ¡sin exagerar!

Dos gemelos en el seno del corazón

Después de todo, me pregunto: ¿quién soy realmente? ¿El fariseo que quisiera ser o el publicano que no quisiera ser? ¡Ay de mí! Creo que llevo a ambos dentro de mi corazón, como dos gemelos. ¿Cómo pueden convivir? Al final, tendrán que aprender a hacerlo.

A mi fariseo le repito constantemente que no busque complacerse a sí mismo, sino complacer al Padre. A mi publicano no dejo de decirle que Dios lo ama tal como es. No necesita ganarse el amor del Padre: ¡es gratuito! Es más, mi pobreza y mi debilidad atraen la atención preferente de Jesús, que vino por los publicanos y los pecadores.

¿Conseguiré educar a ambos? No lo sé, pero lo intento. De algo sí estoy seguro: solo cuando los dos se hagan uno podré entrar en el Reino de los Cielos.

Para la reflexión personal

Medita algunos versículos de la primera y de la segunda lectura.

En la primera, el Sirácida (Eclesiástico 35,15-22) nos invita a orar como el pobre:
«La oración del pobre atraviesa las nubes, y no descansa hasta llegar; no se detiene hasta que el Altísimo interviene, haciendo justicia a los justos y restableciendo la equidad.»

En la segunda, Pablo —cansado, anciano y encarcelado— se despide con emoción de su joven discípulo Timoteo, confiándose a la justicia de Dios:
«Querido hijo, yo estoy a punto de ser derramado en libación, y se acerca el momento de mi partida. He combatido el buen combate, he terminado la carrera, he conservado la fe. Ahora me está reservada la corona de justicia que el Señor, el justo juez, me entregará en aquel día.» (2 Tim 4,6-8.16-18)
¡Que también nosotros podamos decir lo mismo al final de nuestra vida!

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Contra la ilusión de la inocencia
Yo no soy como los demás
José Antonio Pagola

La parábola de Jesús es conocida. Un fariseo y un recaudador de impuestos suben al templo a orar. Los dos comienzan su plegaria con la misma invocación: Oh Dios. Sin embargo, el contenido de su oración y, sobre todo, su manera de vivir ante ese Dios es muy diferente.
Desde el comienzo, Lucas nos ofrece su clave de lectura. Según él, Jesús pronunció esta parábola pensando en esas personas que, convencidas de ser justas, dan por descontado que su vida agrada a Dios y se pasan los días condenando a los demás.
El fariseo ora «erguido». Se siente seguro ante Dios. Cumple todo lo que pide la ley mosaica y más. Todo lo hace bien. Le habla a Dios de sus «ayunos» y del pago de los «diezmos», pero no le dice nada de sus obras de caridad y de su compasión hacia los últimos. Le basta su vida religiosa.
Este hombre vive envuelto en la «ilusión de inocencia total»: yo no soy como los demás. Desde su vida «santa» no puede evitar sentirse superior a quienes no pueden presentar- se ante Dios con los mismos méritos.
El publicano, por su parte, entra en el templo, pero se queda atrás. No merece estar en aquel lugar sagrado entre personas tan religiosas. No se atreve a levantar los ojos al cielo hacia ese Dios grande e insondable. Se golpea el pecho, pues siente de verdad su pecado y mediocridad.
Examina su vida y no encuentra nada grato que ofrecer a Dios. Tampoco se atreve a prometerle nada para el futuro. Sabe que su vida no cambiará mucho. A lo único que se puede agarrar es a la misericordia de Dios: Oh Dios, ten compasión de este pecador.
La conclusión de Jesús es revolucionaria. El publicano no ha podido presentar a Dios ningún mérito, pero ha hecho lo más importante: acogerse a su misericordia. Vuelve a casa trasformado, bendecido, «justificado» por Dios. El fariseo, por el contrario, ha decepcionado a Dios. Sale del templo como entró: sin conocer la mirada compasiva de Dios.
A veces, los cristianos pensamos que «no somos como los demás». La Iglesia es santa y el mundo vive en pecado. ¿Seguiremos alimentando nuestra ilusión de inocencia y la condena a los demás, olvidando la compasión de Dios hacia todos sus hijos e hijas?

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Los justificados y los que se justifican
María Dolores López Guzmán

Nadie quiere identificarse con el fariseo. Queda mal reconocer que uno ha pensado más de una vez que es mejor que los demás, que el orgullo le ha hecho esbozar una sonrisa de satisfacción al sentirse superior al resto, o aún peor, que ha dado gracias por ello en lo más recóndito de su corazón. “Yo habría discernido mejor la situación”, “no sé cómo han elegido a esta persona que lo hace tan mal”, “si me dejaran a mí ya verían cómo reorganizaba esto enseguida”, “porque no me han dado esa responsabilidad que si no…”, “fíjate ése qué mal camino lleva”… Innumerables razonamientos con los que excusamos nuestra envidia y falta de misericordia hacia otros con tal de salir reforzados nosotros. “Qué majo soy, qué solidario, qué buena gente”. Nos gusta salir ganando en las comparaciones y que la victoria se vea. Rebajar los dones de los demás, para dar más espacio a los nuestros.

Pensamos ingenuamente que la oración del publicano no es tan difícil. Que basta con sentarse en los bancos de atrás y mirar al suelo para desembarazarnos de ese “lado oscuro” de nuestra personalidad que nos hace caminar un palmo por encima del suelo. ¡Qué poco nos cuesta engañarnos!

Una de las prácticas más comunes y universales del ser humano es la justificación. Argumentar lo que sea con tal de no reconocer nuestra parte más miserable y nuestra enorme fragilidad. Discursos y más discursos para auto-convencernos y convencer de lo estupendos que somos. Tanto esfuerzo para nada. Imposible tapar la verdad tan sencilla como evidente de lo que uno es: un pobre pecador.

No. La oración del publicano no es nada fácil.

Con dos personajes –un fariseo y un publicano– y una elocuente imagen en la que se ve la actitud de cada uno en la oración, Jesús consigue ponernos ante el espejo de nuestra alma; y nos anima a meditar sobre la estupidez de la prepotencia y el buen juicio de la humildad:

– Que no se trata de negar los dones que tenemos, sino de reconocer que no son de nuestra propiedad. A ver, ¿qué te hace ser tan importante? ¿qué tienes que no hayas recibido? (1Co 4,7). El error del fariseo está en no reconocerse como tal; en presentarse ante Dios como dueño y señor de sus logros.

– Que la verdadera humildad nos anima a reconocer con sencillez, simplicidad y transparencia lo que somos. El acierto del publicano es reconocer que creía que merecía algo cuando en realidad no merece nada; presentarse ante Dios como un pecador que solo puede agradecer lo que otros le dan.

Cada uno de los personajes se retrata a sí mismo en su modo de orar. Porque ante Dios se ve con mayor claridad lo absurdo de creerse alguien, y la humanidad de la humildad.

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Subir y bajar
Papa Francisco

El Evangelio de la liturgia de hoy nos presenta una parábola que tiene dos protagonistas, un fariseo y un publicano (cf. Lc 18,9-14), es decir, un religioso y un pecador declarado. Ambos suben al templo a orar, pero sólo el publicano se eleva verdaderamente a Dios, porque desciende humildemente a la verdad de sí mismo y se presenta tal como es, sin máscaras, con su pobreza. Podríamos decir, entonces, que la parábola se encuentra entre dos movimientos, expresados por dos verbos: subir y bajar.

El primer movimiento es subir. De hecho, el texto comienza diciendo: «Dos hombres subieron al Templo a orar» (v. 10). Este aspecto recuerda muchos episodios de la Biblia, en los que para encontrar al Señor se sube a la montaña de su presencia: Abraham sube a la montaña para ofrecer el sacrificio; Moisés sube al Sinaí para recibir los mandamientos; Jesús sube a la montaña, donde se transfigura. Subir, por tanto, expresa la necesidad del corazón de desprenderse de una vida mediocre para encontrarse con el Señor; de elevarse de las llanuras de nuestro ego para ascender hacia Dios —deshacerse del propio yo—; de recoger lo que vivimos en el valle para llevarlo ante el Señor. Esto es “subir”, y cuando rezamos subimos.

Pero para experimentar el encuentro con Él y ser transformados por la oración, para elevarnos a Dios, necesitamos el segundo movimiento: bajar. ¿Por qué? ¿Qué significa esto? Para ascender hacia Él debemos descender dentro de nosotros mismos: cultivar la sinceridad y la humildad de corazón, que nos permiten mirar con honestidad nuestras fragilidades y nuestra pobreza interior. En efecto, en la humildad nos hacemos capaces de llevar a Dios, sin fingir, lo que realmente somos, las limitaciones y las heridas, los pecados y las miserias que pesan en nuestro corazón, y de invocar su misericordia para que nos cure y nos levante. Él será quien nos levante, no nosotros. Cuanto más descendemos en humildad, más nos eleva Dios.

De hecho, el publicano de la parábola se pone humildemente a distancia (cf. v. 13) —no se acerca, se avergüenza—, pide perdón y el Señor lo levanta. En cambio, el fariseo se exalta a sí mismo, seguro de sí mismo, convencido de su rectitud: de pie, se pone a hablar con el Señor sólo de sí mismo, alabándose, enumerando todas las buenas obras religiosas que hace, y desprecia a los demás:”No soy como ese de ahí…”. Porque esto es lo que hace la soberbia espiritual; pero Padre, ¿por qué nos habla de soberbia espiritual? Porque todos estamos en peligro de caer en esto. Te lleva a creerte bueno y a juzgar a los demás. Esto es la soberbia espiritual: “Yo estoy bien, soy mejor que los demás: este es tal y tal, aquel es tal y tal…”.  Y así, sin darte cuenta, adoras a tu propio yo y borras a tu Dios. Se trata de dar vueltas en torno a uno mismo. Esta es la oración sin humildad.

Hermanos, hermanas, el fariseo y el publicano nos conciernen de cerca. Pensando en ellos, mirémonos a nosotros mismos: veamos si en nosotros, como en el fariseo, existe “la presunción interior de ser justos” (v. 9) que nos lleva a despreciar a los demás. Ocurre, por ejemplo, cuando buscamos cumplidos y enumeramos siempre nuestros méritos y buenas obras, cuando nos preocupamos por aparentar en lugar de ser, cuando nos dejamos atrapar por el narcisismo y el exhibicionismo. Cuidémonos del narcisismo y del exhibicionismo, basados en la vanagloria, que también nos lleva a nosotros los cristianos, a nosotros los sacerdotes, a nosotros los obispos, a tener siempre la una palabra “yo” en los labios, ¿Qué palabra? “Yo”: “yo hice esto, yo escribí aquello, ya lo había dicho yo, yo lo entendí primero que ustedes”, etc. Donde hay demasiado yo, hay poco Dios. En mi tierra, esta gente se llama “yo mí, me, conmigo”. Y una vez se hablaba de un sacerdote que era así, centrado en sí mismo, y la gente solía bromear: “Ese, cuando inciensa, lo hace al revés, se inciensa a sí mismo”. Y así, también te hace caer en el ridículo.

Pidamos la intercesión de María Santísima, la humilde esclava del Señor, imagen viva de lo que el Señor ama realizar, derrocando a los poderosos de sus tronos y levantando a los humildes (cf. Lc 1,52).

Angelus, 23/10/2022

XXIX Domingo ordinario. Año C

Domingo Mundial de las Misiones

“En aquel tiempo, para enseñar a sus discípulos la necesidad de orar siempre y sin desfallecer, Jesús le propuso esta parábola:
“En cierta ciudad había un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres. Vivía en aquella misma ciudad una viuda que acudía a él con frecuencia para decirle: Hazme justicia contra mi adversario.
Por mucho tiempo, el juez no le hizo caso, pero después se dijo: Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, sin embargo, por la insistencia de esta viuda, voy a hacerle justicia para que no me siga molestando.
Dicho esto, Jesús comentó: Si así pensaba el juez injusto, ¿creen ustedes acaso que Dios no hará justicia a sus elegidos, que claman a Él día y noche, y que los hará esperar? Yo les digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿creen ustedes que encontrará fe sobre la tierra?

(Lucas 18, 1-8)


Pedir con insistencia
P. Enrique Sánchez, mccj

Nuestra reflexión en este domingo atraerá nuestra atención en dos direcciones. Por una parte, la invitación que nos hace el Evangelio de san Lucas para que profundicemos nuestra experiencia de oración y, por otra parte, quisiera que nos sintiéramos parte de la celebración de este día que nos invita a reflexionar, a apoyar y a orar por las misiones.

Este domingo celebramos la jornada mundial de las misiones y, en uno de sus últimos mensajes, el Papa Francisco nos invitaba a asumir nuestra responsabilidad misionera haciéndonos “Misioneros de esperanza entre los pueblos”.

En el Evangelio, san Lucas nos presenta a Jesús empeñado en enseñar a sus discípulos la importancia de orar y de hacerlo continuamente, sin desfallecer.

Con su misma experiencia, ejemplo y testimonio, Jesús había mostrado a sus discípulos que la propuesta de vida y el estilo de vida al que quería iniciarlos era algo que se sustentaba, se sostenía, sobre los cimientos de una experiencia profunda de oración.

Entendiendo como oración aquella intimidad que lograba establecer con su Padre alejándose muchas veces a lugares solitarios y por periodos prolongados para hablar con él en el silencio.

En muchas otras ocasiones, el Señor había enseñado también que la oración era algo que se hacía en medio de las situaciones más ordinarias de la vida; ahí en donde los dramas de la gente lo obligaban a intervenir implorando la ayuda y el poder de su Padre.

La oración no era una experiencia intimista o algo que lo alejara de la realidad, sino contrariamente, era la capacidad de sentir la presencia de Dios con él; era descubrir la cercanía de un Padre que estaba siempre disponible para intervenir en el momento necesario.

Y era, seguramente, la presencia que sorprendía manifestando su poder a través de muchos pequeños detalles de la vida en donde iba mostrando el cuidado constante que tiene por todos aquellos a los que ama profundamente.

Con la parábola que nos presenta san Lucas, aparecen algunos de esos aspectos importantes en la experiencia de orar.

En primer lugar, Jesús hace entender que la oración no es algo que se vive en un momento y luego se deja a un lado, hasta que se vuelva a ocupar. En la oración se necesita ser perseverante, constantes e insistentes. La oración tendría que ser algo que acompañe todo momento de la vida.

La imagen de la mujer que nos presenta el evangelio nos enseña que hay que saber tocar a la puerta del corazón de Dios con confianza y con la certeza de que dará una respuesta a todo lo que le presentemos.

Como la mujer de la parábola que no perdió el animo y volvió cuantas veces fueron necesarias a la puerta de quien sabía que podía dar una respuesta favorable a lo que urgía en su corazón, así tendríamos que presentarnos, una y mil veces ante el Señor, convencidos de que nos escucha y nos responde.

La insistencia y la perseverancia que aparecen en la actitud de la mujer del evangelio nos ayudan a entender que eso se alcanza cuando nuestra oración va acompañada de la confianza, de la humildad y de la esperanza.

Dios nunca nos abandonará con nuestra necesidad o con nuestra gratitud en el momento en que nos presentamos ante él.

El problema con que nos encontramos muchas veces en nuestro tiempo es la incapacidad de tolerar en la espera, nos cuesta perseverar e insistir.

Queremos que todo se nos resuelva inmediatamente, que se nos responda de acuerdo a nuestros tiempos, que no nos pidan muchas explicaciones y sobre todo que no se nos imponga alguna exigencia.

En la oración las cosas se dan de otra manera. Dios tiene sus tiempos y sigue criterios de conveniencia que no siempre son los nuestros. A veces actúa incluso antes de que nosotros lleguemos con nuestros ruegos y nuestras súplicas, pero no nos damos cuenta porque estamos aturdidos o encandilados con nuestras formas de ver y de pensar.

La parábola nos muestra también que Dios no actúa para quitarse de encima el enfado que podríamos ocasionarle con nuestros ruegos, nuestras súplicas o nuestros lamentos infinitos e insaciables. Él actúa por amor y nuestra insistencia no es algo que le moleste, sino que es algo que nos educa para que podamos llegar a poner en nuestro corazón la confianza suficiente que nos permita concluir nuestras oraciones diciendo: que se haga tu voluntad.

Pidamos al Señor que aumente nuestra fe para que podamos convertirnos en personas de oración profunda, constante y perseverante, de manera que no aprendamos a hacer oraciones, sino a convertirnos en personas de oración.

Personas capaces de vivir en una relación constante, profunda y sencilla con nuestro Padre, como Jesús nos enseñó.

Jornada misionera mundial 2025

Como misionero, no puedo dejar pasar este día sin compartir con ustedes, en primer lugar, mi gratitud por el don de la vocación misionera que ha marcado mi vida desde muy pequeño.

Inicié mi camino hacia las misiones a la edad de 13 años y durante 54 años ha sido la pasión que ha marcado mi vida, dándome la oportunidad de vivir sirviendo a la Iglesia en esa noble tarea de llevar el Evangelio por todo el mundo.

La misión, contrariamente a lo que se ha pensado durante mucho tiempo, no se trata simplemente de ir por el mundo ganando adeptos para nuestra Iglesia.

Poco a poco hemos ido entendiendo que el mandato de ir a anunciar el Evangelio ha sido la mejor herencia que Jesús nos ha dejado y no es otra cosa que continuar con la misión que él vino a cumplir como mandato de su Padre.

La misión es una, la de Jesús, y todos los bautizados hemos recibido el don de convertirnos en testigos y continuadores de la llegada del Reino de Dios entre nosotros, como lo ha vivido y nos lo ha enseñado Jesús.

Es el regalo más bello que Jesús nos ha dejado y es algo que llena nuestros corazones de alegría, cuando vemos a tantos hermanos que movidos por el Espíritu Santo se abren a la buena noticia del Evangelio.

En este domingo la Iglesia nos invita a consagrar esta jornada, de manera especial, en primer lugar, para que tomemos conciencia de nuestra responsabilidad misionera y para que aceptemos vivir esa dimensión de nuestro ser cristianos.

Todos hemos sido elegidos para ir y anunciar que Dios ha hecho de nosotros sus hijos y que estamos llamados a formar una familia en donde no hay diferencias de ningún tipo; en donde todos podamos vivir fraternalmente y en donde podamos gozar de la justicia y de la paz que sólo Dios nos puede dar.

Todos, si creemos verdaderamente en Jesús, no podemos quedarnos quietos y callados sin proclamar que se nos ha otorgado una vida nueva y que Cristo ha dado la suya para que podamos vivir en plena libertad.

En esta jornada se nos invita también a abrir nuestros corazones a tantas realidades en el mundo en donde el Evangelio no ha podido llegar.

Es una jornada que nos invita a la solidaridad y a la empatía con todos aquellos hermanos nuestros, los misioneros y las misioneras de nuestro tiempo, que han aceptado el riesgo de dejarlo todo para ponerse al servicio del Evangelio y se encuentran hoy presentes en todos los rincones del mundo como testigos de Jesús.

Es una jornada para apoyar con nuestros medios, con nuestra amistad, con nuestra oración y cariño a quienes, en nombre de la Iglesia se entregan, para que muchos hermanos puedan descubrirse hijos de Dios y llamados a iniciar su camino en la comunidad.

Como todos los años, el Santo Padre ha dirigido un mensaje para esta jornada.

Este año hemos recibido, casi como testamento, el último mensaje escrito por el Papa Francisco invitándonos a convertirnos en “Misioneros de esperanza entre los pueblos”

Es un mensaje que inicia recordándonos que, como comunidad de bautizados, tenemos como vocación fundamental ser mensajeros y constructores de la esperanza, siguiendo las huellas de Cristo. Nos toca, como dice el Papa Francisco, dejarnos guiar por el Espíritu de Dios para reavivar la esperanza en un mundo abrumado por densas sombras.

El mensaje del Santo Padre ha querido recordarnos, en primer lugar, que siguiendo las huellas de Cristo y poniéndolo en el centro de todos nuestros compromisos misioneros, tenemos que llegar a descubrirlo como el motivo y la fuente de nuestra esperanza.

El Señor Jesús, continúa su ministerio de esperanza para la humanidad por medio de sus discípulos, enviados a todos los pueblos acompañados místicamente por Él; también hoy sigue inclinándose ante cada persona pobre, afligida, desamparada y oprimida por el mal, para derramar sobre sus heridas el aceite del consuelo y el vino de la esperanza.1

Como misioneros de una Iglesia que tiene a Cristo como centro y referencia de todo su ser y de su quehacer estamos llamados a convertirnos en los discípulos que acogen, junto con el Señor, como bien dice el mensaje del Papa, el clamor de toda la humanidad y el gemido de toda criatura, en espera de la redención definitiva.

Somos una iglesia misionera que camina por las vías del mundo llevando la esperanza.

Como cristianos, es decir, siguiendo a Cristo el Señor, estamos llamados a transmitir la Buena Noticia compartiendo las condiciones de vida concretas de las personas que encontramos, siendo así portadores y constructores de esperanza.

El mensaje y la invitación del Santo Padre nos hace entender que no podemos ser sólo espectadores en el proyecto misionero de la Iglesia. Estamos llamados a ser protagonistas compartiendo y haciendo nuestras todas las realidades que viven nuestros hermanos, para convertirnos en signos de una esperanza que brota de la presencia del Señor entre nosotros a través del anuncio del Evangelio.

Hemos sido enviados para continuar con la misión: ser signo del Corazón de Cristo y del amor del Padre, abrazando el mundo entero.

Finalmente, somos invitados a renovar la misión de la esperanza.

Hoy, dice el Papa Francisco, ante la urgencia de la misión de la esperanza, los discípulos de Cristo están llamados en primer lugar a formarse, para ser artesanos de esperanza y restauradores de una humanidad con frecuencia distraída e infeliz.

Los misioneros de esperanza son hombres y mujeres de oración, porque “la persona   que espera es una persona que reza”. Rezar es la primera acción misionera y, al mismo tiempo, “la primera fuerza de la esperanza”.

Como el Papa León XIV lo ha hecho también en estos días, somos invitados a vivir esta jornada de manera especial, orando por todos los misioneros dispersos por el mundo, ayudando solidariamente con nuestros recursos materiales a todos los proyectos que la Iglesia lleva adelante a través de su labor misionera; pero, sobre

1 Todos los textos escritos en letra cursiva son frases tomadas del Mensaje del Papa Francisco para la XCIX Jornada Misionera mundial: “Misioneros de esperanza entre los pueblos”.

todo, asumiendo nuestro compromiso de bautizados empeñados en anunciar la buena nueva del Evangelio.

Estamos llamados a vivir este día pidiendo la gracia de convertirnos en auténticos misioneros llenos de esperanza, capaces de contagiar al mundo con la alegría que nace del Evangelio.

Qué el Señor nos conceda la gracia de abrir nuestros corazones para que podamos salir de nuestros lugares de confort y nos comprometamos decididamente en la construcción de una humanidad enriquecida por los valores del Evangelio, en donde la presencia de Jesús nos ayude a vivir nuestra vocación misionera.

Feliz día de las misiones.


Oración, fin del mundo e injusticia
 José Luis Sicre

Un enfoque distinto de la oración

Los cristianos para los que Lucas escribió su evangelio no estaban muy acostumbrados a rezar, quizá porque la mayoría de ellos eran paganos recién convertidos. Igual que muchos cristianos actuales, sólo se acordaban de santa Bárbara cuando truena. Lucas se esforzó por inculcarles la importancia de la oración: les presentó a Isabel, María, los ángeles, Zacarías, Simeón, pronunciando las más diversas formas de alabanza y acción de gracias; y, sobre todo, a Jesús retirándose a solas para rezar en todos los momentos importantes de su vida.

El comienzo del evangelio de este domingo (Lucas 18, 1-8) parece formar parte de la misma tendencia: “En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola”. Sin embargo, el final nos depara una gran sorpresa. El acento se desplaza al tema de la justicia, a una comunidad angustiada que pide a Dios que la salve. No se trata de pedir cualquier cosa, aunque sea buena, ni de alabar o agradecer. Es la oración que se realiza en medio de una crisis muy grave.

Los elegidos que gritan día y noche

Recordemos que Lucas escribe su evangelio entre los años 80-90 del siglo I. Algunas fechas ayudan a comprender mejor el texto.

Año 62: Asesinato de Santiago, hermano del Señor.

Año 64: Nerón incendia Roma. Culpa a los cristianos y más tarde tiene una persecución en la que mueren, entre otros muchos, según la tradición, Pedro y Pablo.

Año 66: los judíos se rebelan contra Roma. La comunidad cristiana de Jerusalén, en desacuerdo con la rebelión y la guerra, huye a Pella.

Año 70: los romanos conquistan Jerusalén y destruyen el templo.

Años 81: sube al trono Domiciano, que persigue cruelmente a los cristianos y promulga la siguiente ley: “Que ningún cristiano, una vez traído ante un tribunal, quede exento de castigo si no renuncia a su religión”.

En este contexto de angustia y persecución se explica muy bien que la comunidad grite a Dios día y noche, y que la parábola prometa que Dios le hará justicia frente a las injusticias de sus perseguidores.

Sin embargo, Lucas termina con una frase desconcertante: «Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?»

La venida del Hijo del Hombre

¿Por qué esta referencia al momento final de la historia, que parece fuera de sitio? Para comprenderla conviene leer el largo discurso de Jesús que sitúa Lucas inmediatamente antes de la parábola de la viuda y el juez (Lc 17,20-37). Algunos pasajes de ese discurso parecen escritos teniendo en cuenta lo ocurrido el año 79, cuando el Vesubio entró en erupción arrasando las ciudades de Pompeya y Herculano. Muchos cristianos pudieron ver este hecho como un signo precursor del fin del mundo y de la vuelta de Jesús. Ese mismo tema lo recoge Lucas al final de la parábola para relacionar la oración en medio de las persecuciones con la segunda venida de Jesús.

La fe de una oración perseverante

El tema de la vuelta del Señor es esencial para entender el evangelio de Lucas, aunque subraya que nadie sabe el día ni la hora, y que es absurdo perderse en cálculos inútiles. Lo importante es que el cristiano no pierda de vista el futuro, la meta final de la historia, que culminará con la vuelta de Jesús y el final de las persecuciones injustas.

Pero esa no era entonces la actitud habitual de los cristianos, ni tampoco ahora. Lo habitual es vivir el presente, sin pensar en el futuro, y mucho menos en el futuro definitivo, que nos resulta, hoy día, mucho más lejano que a los hombres del siglo I.

Eso es lo que quiere evitar el evangelio cuando termina desafiándonos: Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra? Que nuestra fe no se limite a cinco minutos o a un comentario, sino que nos impulse a clamar a Dios día y noche.

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¿Hasta cuándo va a durar esto?
José Antonio Pagola

Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos…?

La parábola es breve y se entiende bien. Ocupan la escena dos personajes que viven en la misma ciudad. Un juez al que le faltan dos actitudes consideradas básicas en Israel para ser humano. No teme a Dios y no le importan las personas. Es un hombre sordo a la voz de Dios e indiferente al sufrimiento de los oprimidos.
La viuda es una mujer sola, privada de un esposo que la proteja y sin apoyo social alguno. En la tradición bíblica estas viudas son, junto a los niños huérfanos y los extranjeros, el símbolo de las gentes más indefensas. Los más pobres de los pobres.
La mujer no puede hacer otra cosa sino presionar, moverse una y otra vez para reclamar sus derechos, sin resignarse a los abusos de su adversario. Toda su vida se convierte en un grito: Hazme justicia.
Durante un tiempo, el juez no reacciona. No se deja conmover; no quiere atender aquel grito incesante. Después, reflexiona y decide actuar. No por compasión ni por justicia. Sencillamente, para evitarse molestias y para que las cosas no vayan a peor.
Si un juez tan mezquino y egoísta termina haciendo justicia a esta viuda, Dios que es un Padre compasivo, atento a los más indefensos, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?
La parábola encierra antes que nada un mensaje de confianza. Los pobres no están abandonados a su suerte. Dios no es sordo a sus gritos. Está permitida la esperanza. Su intervención final es segura. Pero ¿no tarda demasiado?
De ahí la pregunta inquietante del evangelio. Hay que confiar; hay que invocar a Dios de manera incesante y sin desanimarse; hay que gritarle que haga justicia a los que nadie defiende. Pero, cuándo venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?
¿Es nuestra oración un grito a Dios pidiendo justicia para los pobres del mundo o la hemos sustituido por otra, llena de nuestro propio yo? ¿Resuena en nuestra liturgia el clamor de los que sufren o nuestro deseo de un bienestar siempre mejor y más seguro?

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Acosos, ruegos y persecuciones
Dolores Aleixandre

A cada parábola se puede entrar por diferentes puertas y, sea la que sea la que elijamos, a ratos tenemos que avanzar un poco a oscuras hasta dar con un punto de luz.

Si entramos por la puerta del juez, en seguida nos detenemos: ¿cómo vamos a comparar a Dios con alguien tan cruel y depravado? Pero si seguimos intentando comprender algo, llegamos a un lugar luminoso: a Dios también “le pasa” lo que a ese juez: “se derrite”, cede, consiente, cambia y se deja vencer por la insistencia de quien se acerca a él con una súplica desvalida y confiada. Nosotros somos entonces el personaje de la viuda, ella nos representa y nos comunica además una increíble noticia: somos poseedores de un misterioso poder sobre el corazón de Dios y es precisamente nuestro desvalimiento confiado lo que nos da capacidad para “derrotarle”.

Pero la parábola tiene también otra puerta de acceso y nos invita a adentrarnos sin miedo en la imagen de un Dios-viuda-insistente que llama constantemente y sin cansarse a la puerta de nuestro corazón esperando darnos alcance. En ese caso no nos resulta difícil reconocernos en el juez de corazón endurecido y esta perspectiva de ser buscados, deseados y perseguidos, nos deslumbra como una ráfaga de luz: estamos llamados a creer que el deseo de Dios precede siempre al nuestro, que le resulta un regalo nuestra presencia, que tiene planes e iniciativas y palabras que dirigirnos y que lo mejor que podemos hacer es rendirnos a su persecución.

Dios nos “acosa” para conseguir de nosotros “justicia”, una manera de relacionarnos con él en la que, de una vez por todas, nos decidamos a fiarnos perdidamente de su amor.

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Fuerza de la oración misionera para hacer frente a los nuevos desafíos
Romeo Ballan, mccj

En el corazón del octubre misionero, vuelve la cita anual de la Jornada Mundial de las Misiones, el próximo Domingo del DOMUND, como expresión de un compromiso que no se limita a un día ni a la simple recaudación de ayudas materiales. El DOMUND es más bien una oportunidad pastoral estupenda para sentirse Iglesia, comunidad viva de personas que han encontrado a Cristo y lo sienten como un don para compartirlo con otros, a través de gestos concretos: la oración, el sacrificio, actos de solidaridad y -¿por qué no?- también la entrega de la vida. El tema fuerte de la misión es la salvación de cada persona en Cristo. Vuelven, por consiguiente, los temas misioneros de siempre: urgencia del anuncio, escasez de obreros del Evangelio, necesidad de oración insistente, cooperación por parte de todos los creyentes… (*)

La misión, en cuanto anuncio del Evangelio, está pasando por épocas complejas pero prometedoras. Realidades nuevas están naciendo para la Iglesia misionera. La Palabra de Dios ofrece hoy mensajes de esperanza para los momentos trágicos de la existencia humana, tanto a nivel individual como social y político. Dios interviene y salva, aunque a veces parece tardar. Su salvación es gratuita, pero nunca nos exime de nuestra libre aportación. El pueblo de Israel (I lectura), en una de sus frecuentes luchas contra los enemigos de turno, alcanza una victoria contra las tropas de Amalec, gracias a la plegaria de un orante extraordinario, Moisés, el cual, con la ayuda de dos colaboradores, sostiene en alto los brazos mientras suplica a Dios (v. 11-12). La verdadera oración no es ‘fuga del mundo’, sino lugar de transformación de la vida y del mundo.

La experiencia orante de Moisés se prolonga en el salmo y se ve confirmada en el Evangelio de la viuda, la cual, con su insistente súplica “sin desanimarse” (v. 1), alcanza un resultado importante, ganando un pleito en situaciones adversas: una causa judicial, un juez que “ni temía a Dios ni le importaban los hombres” (v. 2.4)… El apóstol Pablo (II lectura), desde la cárcel exhorta vivamente al discípulo Timoteo a cumplir la misión de anunciar la Palabra, amonestar, exhortar, insistir en cada ocasión “a tiempo y a destiempo” (v. 4,2)… Son estos algunos de los verbos irrenunciables de la Misión. Los ejemplos bíblicos de Moisés y de la viuda subrayan la importancia de orar al Dueño de la mies, que dijo a sus discípulos: “La mies es mucha, pero los obreros son pocos. Rueguen, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9,37-38; Lc 10,2). La oración de intercesión es un instrumento irremplazable de misión. Lo expresaba bien el gran misionero San Daniel Comboni, que, entre grandes dificultades, escribía desde África: “La omnipotencia de la oración es nuestra fuerza”. La palabra de Jesús nos lo asegura: “Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a Él día y noche?… Les aseguro que en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia” (Lc 18,7-8).

El Papa Francisco no pierde ocasión para renovar a todas las Iglesias su llamado misionero, a las de antigua tradición y a las de reciente evangelización, y las invita a todas a relanzar la actividad misionera para hacer frente a los múltiples y graves desafíos de nuestro tiempo. En efecto, hay signos evidentes de un enfriamiento, e incluso de un invierno de la fe cristiana en los países occidentales, que amenazan también la vida cristiana en nuestros países. Conscientes de esta realidad, podemos entender la inquietante pregunta de Jesús al final del Evangelio de hoy: “Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?” (v. 8). Es esta probablemente la pregunta más provocadora para la vida de la familia humana y, por tanto, para la Iglesia y la misión. El riego es “el silencio del amor en la noche de la indiferencia” (G. Bernanos). ¿Palabras pesimistas o realistas? Tú ¿qué opinas?

Para el bautizado y para la comunidad cristiana, no es el momento de encerrarse en sí mismos, de estrechar los espacios de la esperanza, o de reducir el compromiso misionero. Por el contrario, es la oportunidad de abrirse con confianza a la Providencia de Dios, que nunca abandona a su pueblo. Es la ocasión para renovar el compromiso de anunciar el Evangelioorar más y abrir nuevos espacios a la actividad misionera.


Es difícil, a veces, no perder la fe
Fernando Armellini

Introducción

Un sabio del Antiguo Testamento resume así la esperanza acumulada durante la vida: “Fui joven, ya soy viejo: nunca he visto a un justo abandonado ni a su descendencia mendigando pan… Pues el Señor ama el derecho y no abandona a sus fieles, los protege siempre, pero la descendencia de los malvados, será exterminada” (Sal 37,25.28).

Bonitas palabras, pero ¿se pueden aceptar sin ninguna reserva? ¿Quién no conoce ejemplos que las contradicen? Hace un par de semanas escuchábamos a Habacuc lamentarse con Dios. En el país—decía—dominan los malvados y se cometen toda suerte de injusticias y tú, Señor, no intervienes.

Se encuentran en la Biblia muchas invocaciones a Dios para que intervenga cuando la vida sobre la tierra se vuelve intolerable. El salmista implora: “Tú lo has visto, Señor, no te calles. Dueño mío, no te quedes lejos. Despierta, levántate en mi juicio, en defensa de mi causa, Dios y Dueño mío” (Sal 35,22-23). En el Apocalipsis los mártires alzan su grito al Señor: “Señor santo y verdadero, ¿cuándo juzgarás a los habitantes de la tierra y vengarás nuestra sangre” (Ap 6,10).

¿Cómo es que Dios no responde siempre e inmediatamente a estas súplicas? Si, pudiendo, no pone fin a la injusticia ¿puede ser considerado inocente? ¿Cómo justifica Dios su silencio?

Primera Lectura: Éxodo 17,8-13a

En aquellos días, los amalecitas fueron y atacaron a los israelitas en Rafidín. Moisés dijo a Josué: –Escoge unos cuantos hombres, haz una salida y ataca a Amalec. Mañana yo estaré de pie en la cima del monte con el bastón prodigioso en la mano. Hizo Josué lo que le decía Moisés y atacó a los amalecitas; entretanto, Moisés, Aarón y Jur subían a la cima del monte. Mientras Moisés tenía en alto la mano vencía Israel, mientras la tenía bajada vencía Amalec. Y como le pesaban las manos, ellos tomaron una piedra y se la pusieron debajo para que se sentase; mientras, Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado. Así sostuvo los brazos hasta la puesta del sol. Josué derrotó a Amalec y a su tropa a filo de espada.

Los amalecitas eran una tribu nómade que vivían en las regiones desoladas del desierto de Sinaí. Pocos pueblos han sido odiados por los israelitas con éste.

Habían cometido un crimen imperdonable. Los Israelitas estaban de camino hacia la Tierra Prometida y debían atravesar su territorio. Cansados del viaje, les pedían un poco de agua pero los amalecitas, en vez de ayudarles, los asaltaron y mataron a los más débiles de la retaguardia de la caravana (Dt 25,17-19).

La lectura de hoy se refiere a uno de los primeros encuentros con esta tribu. Dice el texto que Moisés ordenó a Josué que los atacara, mientras que él, junto con Aarón y Jur, subirían al monte para invocar la ayuda de Dios (vv. 12-13). Sucede que, mientras Moisés mantenía las manos elevadas en oración, Josué vencía, pero cuando, debido al cansancio, Moisés dejaba caer los brazos, los amalecitas llevaban ventaja (v. 11).

¿Cómo hacer para que Moisés tenga siempre los brazos elevados en oración? Aarón y Jur encontraron una solución: sentaron a Moisés en una piedra y, uno a la derecha y el otro a la izquierda, le sostenían. Permanecieron así hasta caer de la tarde cuando Israel venció a los amalecitas.

¡El pasaje bíblico no quiere ser una invitación a pedir a Dios la fuerza para matar a los enemigos!

Los pueblos de la antigüedad sostenían que los dioses combatían al lado del pueblo que los adoraba. Nosotros hoy, instruidos por Jesús, sabemos que esta es una concepción arcaica y grosera de Dios. El episodio narrado en la lectura ha sido inserto en la Biblia porque tiene un mensaje teológico: enseña que si uno quiere obtener un resultado superior a las propias fuerzas, debe orar… sin cansarse.

Hay resultados que no pueden ser obtenidos a no ser con la oración. Nos encontramos con enemigos que nos impiden vivir, que nos quitan el aliento: la ambición, el odio, las pasiones incontroladas.

Si dejamos caer los brazos solo un momento, si interrumpimos la oración, inmediatamente estos enemigos toman la delantera y solo nos queda resignarnos a la dramática experiencia de la derrota.

Los brazos deben mantenerse siempre en alto… hasta el atardecer, hasta el término de la vida, sin cansarse.

Segunda Lectura: 2 Timoteo 3,14—4,2

Querido hermano: Tú permanece fiel a lo que aprendiste y aceptaste con fe: sabes de quién lo aprendiste. Recuerda que desde niño conoces la Sagrada Escritura, que puede darte sabiduría para salvarte por la fe en Cristo Jesús. Toda Escritura es inspirada y útil para enseñar, argumentar, encaminar e instruir en la justicia. Con lo cual el hombre de Dios estará formado y capacitado para toda clase de obras buenas. Delante de Dios y de Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, te ruego por su manifestación como rey: proclama la palabra, insiste a tiempo y destiempo, convence, reprende, exhorta con toda paciencia y pedagogía. – Palabra de Dios

¿Por qué valores vale la pena jugarse la vida? ¿Qué principios inculcar a los hijos? ¿Deberán ser educados para poder competir y triunfar en la vida o en ayudar a los más débiles? ¿Qué valor debe darse a la familia, a los hijos, a la salud, a la propia imagen social, al éxito? La respuesta a estos interrogantes son muchas y muy diversas. ¿Cuán es la respuesta justa?

La soluciones propuesta por los hombres son inciertas y cambiantes, condicionadas más por la moda que por motivaciones sólidas.

Pablo sugiere a Timoteo un punto de referencia seguro: la sagrada Escritura. Para convencerlo le recuerda el vínculo, incluso afectivo, que lo liga a la fe. Le recuerda que en esa fe fue educado desde la infancia, “fe sincera, la que tuvo primero tu vuela Loide, después tu madre Eunice” (2 Tim 1,5).

Continúa explicando el valor de la sagrada Escritura. Dice: “es inspirada y útil para enseñar, argumentar, encaminar e instruir en la justicia. Con lo cual el hombre de Dios estará formado y capacitado para toda clase de obras buenas” (vv. 14-16).

El que ha encontrado este tesoro, no puede esconderlo o considerarlo un bien solo para gozarlo en soledad, debe comunicar su descubrimiento a los hermanos y hermanas.

Pablo conjura a Timoteo—y a través de él a todos los animadores de la comunidad—a aprovechar toda ocasión para dar a conocer el Evangelio (2 Tim 4,1-2).

El apóstol se preocupa que la fe de los discípulos esté alimentada adecuadamente. No con doctrinas cambiantes, sino con el único alimento nutriente y sólido: la Palabra de Dios contenida en los textos sagrados. Por esos mismo años Pedro, dirigiéndose a los neófitos, utiliza otra imagen conmovedora: compara esta Palabra a la leche que la madre Iglesia ofrece a sus hijos e hijas. Dice: “Busquen como niños recién nacidos la leche espiritual, no adulterada, para crecer sanos” (1 Pe 2,2).

Es una invitación a toda la comunidad a no reducir la vida cristiana a devociones, a la repetición de ritos y ceremonias religiosas, sino a dar importancia al estudio y a la meditación de la sagrada Escritura.

Evangelio: Lucas 18,1-8

La oración no debe ser una manera de forzar a Dios para hacer nuestra voluntad. ¿Por qué se nos invita a dirigirnos a él con insistencia? ¿Qué sentido tiene la oración? Ante esta pregunta Jesús responde hoy con una parábola (vv. 1-5) y con una aplicación para la vida de la comunidad (vv. 6-8). La parábola comienza con la presentación de los personajes.

El primero es un juez cuyo deber es el proteger a los débiles y a los indefensos, pero en vez es un insensato, uno que no tiene sentimientos de piedad (v. 2). Él mismo, en su soliloquio, reconoce que la mala fama que se ha hecho está del todo justificada: “Aunque no temo a Dios, ni respeto a los hombres” (v. 40). La descripción que Jesús hace de este hombre es muy realista. Quizás se refiera a un caso de injusticia descarada de la cual ha oído hablar o ha sido testigo.

El segundo personaje es la viuda. En la literatura del antiguo Medio Oriente y en la Biblia es el símbolo de la persona indefensa, expuesta a abusos, víctima de supercherías, que no puede acudir a nadie sino solamente al Señor. El libro del Eclesiástico se conmueve frente a esta condición y amenaza al que abusa de ella: “Dios es justo y trata a todos por igual; no favorece a nadie contra el pobre, escucha las suplicas del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja; mientras recorre las lágrimas por las mejillas y el gemido se añade a las lágrimas, sus penas consiguen su favor y su grito alcanza las nubes” (Eclo 35,15-21).

La parábola pone en escena a una viuda que ha sufrido una injusticia. Quizás ha sido engañada en un asunto de herencia o fue víctima de una trampa, quizás alguien se ha aprovechado de su trabajo; lo cierto es que ha sufrido un agravio y reivindica sus derechos, pero nadie le hace caso. No tiene dinero para pagar a un abogado, no conoce a nadie que se pueda ocupar de su causa, ninguno que la pueda recomendar. Tiene en mano una sola carta y es la que juega: importuna al juez continuamente, con obstinación, a fuer de parecer indiscreta (v. 3).

Luego de haber presentado a los dos personajes, la parábola continúa con el soliloquio del magistrado el cual decide un día darle solución al caso. No porque se haya convertido de su comportamiento incorrecto, sino porque está exhausto y fastidiado por la insistencia de la mujer. Dice: este viuda es muy molesta, me inoportuna, se ha vuelto insoportable (vv. 4-5).

La parábola concluye aquí. Los siguientes versículos (vv. 6-8) contienen una actualización. Los comentaremos más adelante. Primero tratemos de encontrar el sentido del mensaje de la parábola.

¿A quién representa el juez malvado? La respuesta parece evidente, y aun un poco embarazosa: a Dios. Pero no es así. Este personaje es, en realidad, secundario, y es introducido solamente para crear la situación insostenible en la cual está envuelta la viuda. Es sobre esta situación que Jesús quiere llama la atención. Esta es la condición en que los discípulos se van a encontrar en este mundo, que ya está siendo dominado por el maligno y profundamente marcado por la muerte.

En el tiempo de Jesús la injusticia se concretizaba en los sistemas opresivos políticos, sociales y religiosos. Hoy está representado por el abuso, la estafa y daño a los más pobres y por aquellos acontecimientos inexplicables, absurdos que perturban y que son contrarios a nuestro anhelo de vida.

¿Qué hacer en estas circunstancias?

Este es el mensaje de la parábola: orar. Dice el evangelista que Jesús contó esta parábola para inculcar la convicción de que es necesario rezar siempre, sin cansarse (v. 1).

La oración es el gran medio para no perder la cabeza aun en los momentos más difíciles y dramáticos, cuando todo parece conjugarse contra nuestro y contra el reino de Dios.

¿Cómo se hace para rezar siempre? La oración no se identifica con la repetición monótona de fórmulas que enerva al que la recita, al que la escucha y—me imagino—también a Dios que ciertamente se aburre al escucharlas si no son expresión de un auténtico sentimiento del corazón (cf. Am 5,23). Jesús pidió a sus discípulos que no hagan como los paganos que piensan que por mucho hablar serán escuchados (Mt 6,7).

La verdadera oración, esa que no debe ser interrumpida, consiste en mantenerse en constante diálogo con el Señor. Un diálogo con él hace valorar la realidad, los acontecimientos, los hombres con su criterio de juicio. Valoramos con ellos nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, nuestras reacciones, y nuestros proyectos.

Orar siempre significa no tomar ninguna decisión sin haberlo antes consultado con él. Si rompemos, aunque sea por un instante, esta relación con Dios, si—para utilizar la imagen de la primera lectura—dejamos caer los brazos, inmediatamente los enemigos de la vida y de la libertad tomarán la delantera. Enemigos que se llaman pasión, impulsos incontrolados, reacciones instintivas. Se crean las premisas para decisiones absurdas.

La oración es la que permite, por ejemplo, controlar la impaciencia de querer instaurar el reino de Dios a toda costa y recurriendo a cualquier medio. Y es la plegaria la que nos impide forzar la conciencia y nos enseña a respetar la libertad de todas las personas.

La conclusión del fragmento (vv. 6-8) es un poco enigmática. La última frase: “Solo que, cuando llegue el Hijo del Hombre, ¿encontrará esa fe en la tierra?” parece insinuar una duda sobre el final de la obra de Cristo. Para comprenderla es necesario verificar quién está hablando y quienes son los destinatarios del mensaje; luego se debe también aportar una corrección a la traducción.

El que toma la palabra es el Señor que en el Evangelio de Lucas indica el Resucitado. Se refiere a los elegidos que son los cristianos perseguidos en la comunidad de Lucas. Se trata de dar una respuesta al interrogante angustiante de ellos.

Estamos en los años 80 y en Asia Menor ha comenzado una persecución solapada y más que violenta. Domiciano pretende que todos le adoren como a un Dios. La institución religiosa pagana, servil y aduladora, enseguida se adecuó a seguir las excentricidades y manías del soberano. Los cristianos no. No pueden—como dice el libro del Apocalipsis (Ap 13)—inclinarse delante de la “bestia” (el divo Domiciano) y por eso sufren acoso y discriminación.

Ahora resulta claro quién es la viuda de la parábola: es la iglesia de Lucas, la iglesia que está privada de su Esposo, es la comunidad que espera su venida, aunque no conoce el día ni la hora de su retorno y que todos los días, con insistencia, implora: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22,20).

A esta invocación el Señor da una respuesta consoladora, con una pregunta retórica (Y Dios ¿no hará justicia a sus elegidos si claman a él día y noche?), seguida de una afirmación perentoria (¡Les digo que inmediatamente les hará justicia! Aunque tengan que esperar mucho). Habrán notado que al final desaparece el interrogante. Esto modifica la traducción y hace más coherente el sentido del texto.

La tentación mayor de los cristianos es el descorazonamiento y la desconfianza frente a la larga espera del Esposo que tardará en manifestarse, que cambiará la injusticia.

La última frase: “Cuando llegue el Hijo del Hombre, ¿encontrará esa fe en la tierra?”, no se refiere al fin del mundo, sino a la venida salvadora de Cristo en este mundo.

De frente a la inexplicable tardanza del juez la viuda podría haberse resignado y haber perdido la esperanza de poder obtener justicia un día. El Señor quiere llamar la atención a la comunidad cristiana contra el peligro del descorazonamiento, de la resignación, de pensar que el Esposo no llegará ya más para “hacer justicia”. Él ciertamente vendrá, pero ¿estarán sus elegidos atentos para recibirlo? Para algunos esta tardanza podría haberles hecho perder la fe.

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XXVIII Domingo ordinario. Año C

“En aquel tiempo, cuando Jesús iba de camino a Jerusalén, pasó entre Samaria y Galilea. Estaba cerca de un pueblo, cuando le salieron al encuentro diez leprosos, los cuales se detuvieron a lo lejos y a gritos le decían: Jesús, maestro, ten compasión de nosotros.
Al verlos, Jesús les dijo: Vayan a presentarse a los sacerdotes. Mientras iban de camino, quedaron limpios de la lepra.
Uno de ellos, al ver que estaba curado, regresó, alabando a Dios en voz alta, se postró a los pies de Jesús y le dio las gracias. Ese era un samaritano. Entonces dijo Jesús: ¿No eran diez lo que quedaron limpios? ¿Dónde están los otros nueve? ¿No ha habido nadie fuera de este extranjero, que volviera para dar gloria a Dios? Después dijo al samaritano: Levántate y vete. Tu fe te ha salvado”. (Lucas 17, 11-19)


Uno volvió glorificando a Dios
P. Enrique Sánchez, mccj

La lepra, sobre todo en el Antiguo Testamento, era una enfermedad tremenda por sus consecuencias físicas y más todavía por la marginación que implicaba.

La persona que estaba enferma de lepra era obligada por la ley a vivir alejada de la comunidad y a las afueras del poblado. Tenía que ir gritando que estaba leprosa y era considerada como maldecida, pensando que habría hecho algo muy malo.

El miedo a contagiarse hacía que todo contacto con un leproso era evitado, pero, todavía más, el terror de contaminarse y de caer en una situación de impureza, hacía que la lepra fuera algo de lo que había que mantenerse lo más alejados posible.

En las lecturas de la Palabra de Dios este domingo se nos presentan a varios leprosos.

En la primera lectura se nos cuenta la historia de Naamán, un extranjero de Siria que tiene la fortuna de encontrarse con el profeta Eliseo, quien lo manda a bañarse siete veces en el río Jordán y es sanado. Dejando en claro que no es el profeta quien hace el milagro sino el Dios de Israel que actúa a través del profeta y que se convertirá en el Dios también del extranjero.

En la historia de Naamán se nos cuenta cómo este personaje se resiste al principio a obedecer a lo que se le pide. Se trata, de alguna manera, de un reto grande que lo obliga a salir de sí́ mismo y abrirse a la confianza en lo que se le está pidiendo. Su

obediencia y su confianza hacen que el milagro suceda y su piel vuelve a ser como la de un niño.

Ante el milagro este hombre vuelve sobre sus pasos y busca al profeta con el deseo de mostrarle su agradecimiento y su reconocimiento ofreciéndole regalos que el profeta no acepta, pues tiene que quedar claro que quien hace las obras maravillosas que cambian la vida de una persona es sólo Dios.

En nuestros días no es extraño encontrarnos con personas que son capaces de hacer grandes viajes para ir en busca de una solución a sus problemas. Hoy no es raro escuchar hablar de personas que tienen poderes mágicos o simplemente especiales que prometen la solución a todos los males.

Hay quienes hablan de lugares o de personas en donde son especialistas en “hacer trabajos” para lograr tener éxito en el amor, para ganarse fortunas, para librarse de males y de enfermedades.

Se busca a quien pueda hacer milagros, pero somos incapaces de ver la mano de Dios en nuestras vidas que va haciendo miles de milagros que no somos capaces de reconocer.

Nos esperamos cosas espectaculares, extraordinarias y fuera de lo común. Reaccionamos como Naamán, queriendo que suceda algo jamás visto en nuestras vidas para poder decir que ahí sí se manifestó Dios y cuesta dar el paso de la fe, que significa abandonarse a lo que Dios nos va diciendo a través de su palabra, de la enseñanza de la Iglesia, del testimonio de tantos hermanos que saben ver a Dios en todas las cosas.

En el Evangelio nos encontramos con 10 leprosos también en un lugar fuera y lejano de Jerusalén, mientras Jesús iba atravesando las regiones de Samaria y de Galilea.

Como todos los leprosos, también estos gritan a Jesús, pero no tanto para que se aleje de ellos porque son leprosos, sino al contrario para que les permita acercarse a él que, de alguna manera, han percibido que es la fuente de la vida, porque viene de Dios.

Ellos gritan a Jesús pidiéndole que tenga piedad de ellos, que los libere de aquella situación que los tiene marginado y en una situación de muerte, aunque estén vivos. Le piden que haga algo por ellos para que puedan ser reintegrados a su comunidad, al lugar en donde puedan restablecer sus relaciones con los demás, sintiéndose hijos y hermanos. Es un grito que busca comunión y fraternidad, que son sinónimos de la verdadera salud, tanto física, como espiritual y existencial.

Y Jesús acoge sus súplicas y los invita a cumplir con lo establecido por la Ley, según la cual toda persona purificada de lepra tenía que ir a presentarse a los sacerdotes para elevar una acción de gracias a Dios por la salud obtenida.

Y los leprosos obedecieron, fueron a dar gracias y a reconocer ante los sacerdotes que habían sido sanados y ahora estaban aliviados de mal que les afligía.

Los diez van al templo y ahora se convierten en asamblea que puede celebrar y bendecir a Dios, pues para que la asamblea pudiese ser constituida, era necesario que al menos diez personas estuvieran reunidas.

Pero el Evangelio conserva un detalle de esta historia que es importante. De los diez leprosos, sólo uno, que era extranjero, un samaritano, regresó para dar gracias por la salud que había recuperado. Como Naamán que también regresó en su camino para agradecer al profeta el bien que había recibido.

Con este pequeño detalle del Evangelio aparece claro que lo sucedido a los leprosos había sido más que un milagro que se manifestó́ en la recuperación de la salud. Habiendo obedecido a Jesús lo que había sucedido era mucho más que descubrirse sanados, ahora se les había dado la oportunidad de sentirse salvados.

Habían nacido a una vida nueva y por eso Jesús se esperaba que fueran agradecidos y que reconocieran que en su persona les había llegado la salvación tanto esperada. Con su pregunta Jesús no reprocha la distracción la falta de gratitud de quienes no regresaron, sino que pone en evidencia la fe del extranjero que supo reconocer lo grande de Dios en su vida y no podía ser más que agradecido.

Los otros nueve se habían quedado en el cumplimiento y en la observancia de lo que marcaba la Ley, pero no habían sido capaces de sorprenderse ante lo maravilloso y extraordinario que Dios había hecho en sus vidas. Eran buenos observantes y cumplidores de la Ley, pero estaban ciegos para ver a Dios actuando en donde todo parecía imposible.

A nosotros, que nos toca navegar e ir adelante en este mundo en donde muchas veces nos parece difícil descubrir y sentir la presencia de Dios, seguramente este pequeño texto del Evangelio nos puede ayudar de muchas maneras.

En primer lugar, nos puede ubicar para tomemos conciencia de las muchas lepras que llevamos encima y que nos impiden vivir en una relación sana con los demás. Estamos enfermos de nuestros prejuicios y a lo mejor de actitudes de soberbia que nos hacen creer que no somos como los demás, que estamos unas cuantas graditas por encima de nuestros hermanos.

Somos leprosos que nos aislamos de los demás porque nos da pena mostrar nuestros límites y nuestras pobrezas humanas o porque creamos círculos exclusivos en donde no cualquier persona puede tener cabida.

De repente pensamos que nuestras lepras nos las podemos curar nosotros mismos y nos cuesta hacer el camino de la fe que nos dice que deberíamos ser más obedientes, más humildes y sencillos para dejarnos guiar por donde el Señor nos quiere conducir.

Hoy nos podemos encontrar con personas que piensan que Dios no hace falta y que podemos llegar a donde queramos, simplemente apostándole a lo que nos da seguridad y a lo que podemos seguir controlando a nuestro antojo.

Hoy Jesús también nos envía a dar las gracias a Dios por tanto bien que nos hace a diario, pero es fácil quedarse en nuestros rezos, en nuestras devociones, en una religión que nos resulta cómoda y que no nos desafía en un compromiso más profundo de fe.

Nos contentamos con ser confortados o aliviados de pequeñas cosas que nos pueden dar fastidio y no nos damos cuenta que el Señor nos está invitando a una salvación que puede hacer de nuestra vida algo único y capaz de responder a nuestros anhelos de plenitud.

Qué bello sería escuchar las palabras de Jesús, quien al constatar lo pequeño o lo grande de nuestra fe, nos dijera: “Levántate y vete. Tu fe te ha salvado”.

Pidamos al Espíritu la valentía para transformarnos en hombres y mujeres de fe profunda y de un enorme corazón agradecido para reconocer todo el bien que se nos ha dado, sin haberlo merecido.


Invocar, caminar, agradecer.
Papa Francisco

«Tu fe te ha salvado» (Lc 17,19). Es el punto de llegada del evangelio de hoy, que nos muestra el camino de la fe. En este itinerario de fe vemos tres etapas, señaladas por los leprosos curados, que invocan, caminan y agradecen.

En primer lugar, invocar. Los leprosos se encontraban en una condición terrible, no sólo por sufrir la enfermedad que, incluso en la actualidad, se combate con mucho esfuerzo, sino por la exclusión social. En tiempos de Jesús eran considerados inmundos y en cuanto tales debían estar aislados, al margen (cf. Lv 13,46). De hecho, vemos que, cuando acuden a Jesús, “se detienen a lo lejos” (cf. Lc 17,12). Pero, aun cuando su situación los deja a un lado, dice el evangelio que invocan a Jesús «a gritos» (v. 13). No se dejan paralizar por las exclusiones de los hombres y gritan a Dios, que no excluye a nadie. Es así como se acortan las distancias, como se vence la soledad: no encerrándose en sí mismos y en las propias aflicciones, no pensando en los juicios de los otros, sino invocando al Señor, porque el Señor escucha el grito del que está solo.

Como esos leprosos, también nosotros necesitamos ser curados, todos. Necesitamos ser sanados de la falta de confianza en nosotros mismos, en la vida, en el futuro; de tantos miedos; de los vicios que nos esclavizan; de tantas cerrazones, dependencias y apegos: al juego, al dinero, a la televisión, al teléfono, al juicio de los demás. El Señor libera y cura el corazón, si lo invocamos, si le decimos: “Señor, yo creo que puedes sanarme; cúrame de mis cerrazones, libérame del mal y del miedo, Jesús”. Los leprosos son los primeros, en este evangelio, en invocar el nombre de Jesús. Después lo harán también un ciego y un malhechor en la cruz: gente necesitada invoca el nombre de Jesús, que significa Dios salva. Llaman a Dios por su nombre, de modo directo, espontáneo. Llamar por el nombre es signo de confianza, y al Señor le gusta. La fe crece así, con la invocación confiada, presentando a Jesús lo que somos, con el corazón abierto, sin esconder nuestras miserias. Invoquemos con confianza cada día el nombre de Jesús: Dios salva. Repitámoslo: es rezar, decir “Jesús” es rezar. La oración es la puerta de la fe, la oración es la medicina del corazón.

La segunda palabra es caminar. Es la segunda etapa.. En el breve evangelio de hoy aparece una decena de verbos de movimiento. Pero, sobre todo, impacta el hecho de que los leprosos no se curan cuando están delante de Jesús, sino después, al caminar: «Mientras iban de camino, quedaron limpios», dice el Evangelio (v. 14). Se curan al ir a Jerusalén, es decir, cuando afrontan un camino en subida. Somos purificados en el camino de la vida, un camino que a menudo es en subida, porque conduce hacia lo alto. La fe requiere un camino, una salida, hace milagros si salimos de nuestras certezas acomodadas, si dejamos nuestros puertos seguros, nuestros nidos confortables. La fe aumenta con el don y crece con el riesgo. La fe avanza cuando vamos equipados de la confianza en Dios. La fe se abre camino a través de pasos humildes y concretos, como humildes y concretos fueron el camino de los leprosos y el baño en el río Jordán de Naamán (cf. 2 Re 5,14-17). También es así para nosotros: avanzamos en la fe con el amor humilde y concreto, con la paciencia cotidiana, invocando a Jesús y siguiendo hacia adelante.

Hay otro aspecto interesante en el camino de los leprosos: avanzan juntos. «Iban» y «quedaron limpios», dice el evangelio (v. 14), siempre en plural: la fe es también caminar juntos, nunca solos. Pero, una vez curados, nueve se van y sólo uno vuelve a agradecer. Entonces Jesús expresa toda su amargura: «Los otros nueve, ¿dónde están?» (v. 17). Casi parece que pide cuenta de los otros nueve al único que regresó. Es verdad, es nuestra tarea —de nosotros que estamos aquí para “celebrar la Eucaristía”, es decir, para agradecer—, es nuestra tarea hacernos cargo del que ha dejado de caminar, de quien ha perdido el rumbo: todos nosotros somos protectores de nuestros hermanos alejados. Somos intercesores para ellos, somos responsables de ellos, estamos llamados a responder y preocuparnos por ellos. ¿Quieres crecer en la fe? Tú, que hoy estás aquí, ¿quieres crecer en la fe? Hazte cargo de un hermano alejado, de una hermana alejada.

Invocar, caminar y agradecer: es la última etapaSólo al que agradece Jesús le dice: «Tu fe te ha salvado» (v. 19). No sólo está sano, sino también salvado. Esto nos dice que la meta no es la salud, no es el estar bien, sino el encuentro con Jesús. La salvación no es beber un vaso de agua para estar en forma, es ir a la fuente, que es Jesús. Sólo Él libra del mal y sana el corazón, sólo el encuentro con Él salva, hace la vida plena y hermosa. Cuando encontramos a Jesús, el “gracias” nace espontáneo, porque se descubre lo más importante de la vida, que no es recibir una gracia o resolver un problema, sino abrazar al Señor de la vida. Y esto es lo más importante de la vida: abrazar al Señor de la vida.

Es hermoso ver que ese hombre sanado, que era un samaritano, expresa la alegría con todo su ser: alaba a Dios a grandes gritos, se postra, agradece (cf. vv. 15-16). El culmen del camino de fe es vivir dando gracias. Podemos preguntarnos: nosotros, que tenemos fe, ¿vivimos la jornada como un peso a soportar o como una alabanza para ofrecer? ¿Permanecemos centrados en nosotros mismos a la espera de pedir la próxima gracia o encontramos nuestra alegría en la acción de gracias? Cuando agradecemos, el Padre se conmueve y derrama sobre nosotros el Espíritu Santo. Agradecer no es cuestión de cortesía, de buenos modales, es cuestión de fe. Un corazón que agradece se mantiene joven. Decir: “Gracias, Señor” al despertarnos, durante el día, antes de irnos a descansar es el antídoto al envejecimiento del corazón, porque el corazón envejece y se malacostumbra. Así también en la familia, entre los esposos: acordarse de decir gracias. Gracias es la palabra más sencilla y beneficiosa.


Volver a Jesús dando gracias
José Antonio Pagola

Los otros nueve, ¿dónde están?

Diez leprosos vienen al encuentro de Jesús. La ley les prohíbe entrar en contacto con él. Por eso, se paran a lo lejos y desde allí le piden la compasión que no encuentran en aquella sociedad que los margina: Ten compasión de nosotros.

Al verlos allí, lejos, solos y marginados, pidiendo un gesto de compasión, Jesús no espera a nada. Dios los quiere ver conviviendo con todos: Id a presentaros a los sacerdotes. Que los representantes de Dios os den autorización para volver a vuestros hogares. Mientras iban de camino quedaron limpios.

El relato podía haber terminado aquí. Pero al evangelista le interesa destacar la reacción de uno de ellos. Este hombre ve que está curado: comprende que acaba de recibir algo muy grande; su vida ha cambiado. Entonces, en vez de presentarse a los sacerdotes, se vuelve hacia Jesús. Allí está su Salvador.

Ya no camina como un leproso, apartándose de la gente. Vuelve exultante. Según Lucas, hace dos cosas. En primer lugar, alaba a Dios a grandes gritos: Dios está en el origen de su salvación. Luego, se postra ante Jesús y le da gracias: éste es el Profeta bendito por el que le ha llegado la compasión de Dios.

Se explica la extrañeza de Jesús: Los otros nueve, ¿dónde están? ¿Siguen entretenidos con los sacerdotes cumpliendo los ritos prescritos?, ¿no han descubierto de dónde llega a su vida la salvación? Luego dice al samaritano: Tu fe te ha salvado.

Todos los leprosos han sido curados físicamente, pero sólo el que ha vuelto a Jesús dando gracias ha quedado «salvado» de raíz. Quien no es capaz de alabar y agradecer la vida, tiene todavía algo enfermo en su interior. ¿Qué es una religión vivida sin agradecimiento? ¿Qué es un cristianismo vivido desde una actitud crítica, pesimista, negativa, incapaz de experimentar y agradecer la luz, la fuerza, el perdón y la esperanza que recibimos de Jesús?

¿No hemos de reavivar en la Iglesia la acción de gracias y la alabanza a Dios? ¿No hemos de volver a Jesús para darle gracias? ¿No es esto lo que puede desencadenar en los creyentes una alegría hoy desconocida por muchos?

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Saber decir “gracias”
Inma Eibe

El relato de hoy, propio de Lucas, nos sitúa junto a Jesús en camino hacia Jerusalén. Lucas describe, a lo largo de su libro, el acontecimiento salvífico de Jesús como un “viaje”. No es indiferente, por tanto, la indicación del camino, como no lo son tampoco las referencias geográficas de Samaría y Galilea, aunque éstas son más simbólicas que exactas.

En ese camino van a salir al encuentro de Jesús (y por tanto de todos los que iban –o vamos- con Él) diez leprosos. Diez leprosos, que como dictaba su condición de enfermos contagiosos (inhabilitados para la convivencia social), se paran a lo lejos y se comunican con Jesús a gritos.

Jesús, antes de oírlos, los ve.

Todos hemos experimentado que poner en alguien nuestra mirada, cuando ésta va cargada de respeto y cariño, es uno de los medios que más rehabilita a la persona cuando está enferma. Aún más, si sufre exclusión y experimenta continuamente cómo la gente desvía ante ella la mirada. Mirar cara a cara a alguien, poner en alguien nuestros ojos y dejarnos mirar por él, nos compromete y nos impide pasar de largo.

Jesús ve a los leprosos y al mirarlos, los coloca como protagonistas, en el centro de atención de todos. Ellos le han gritado suplicándole compasión y eso es lo que han recibido ya de Él, una mirada com-padecida y atenta, que percibe las necesidades del otro, antes incluso de que las pronuncie. Jesús les indica que se presenten ante los sacerdotes. La curación de la lepra sólo podía llevarse a cabo a través de un “milagro”, una especial acción de los sacerdotes o de otros hombres de Dios. Lucas presenta, por tanto, este milagro de curación como fruto de la confianza y de la disponibilidad de unos hombres que se fían de Jesús y realizan lo que les ha dicho, poniéndose de nuevo en camino.

Realmente aquí podría haber acabado el relato. Si este continúa es porque lo más relevante va a ser descrito a continuación. De los diez, uno de ellos, viéndose curado, no llega a presentarse a los sacerdotes, sino que deshace el camino realizado para echarse por tierra a los pies de Jesús y darle las gracias, al tiempo que alaba a Dios. Con este gesto reconoce a Jesús no sólo como su “maestro”, tal y como lo había nombrado antes, sino como su sanador y Salvador.

El subrayado del agradecimiento de este samaritano se convierte para nosotros hoy en una invitación a ser agradecidos. Quien se siente agradecido hacia alguien, mantiene una relación cercana con esa persona, está atenta a ella, le escucha y desea mostrarle su gratitud. Vivir como creyentes agradecidos es reconocer que todo es don, que nada nos es debido, que todo parte de un Dios misericordioso que se abaja para hacerse uno de tantos (Flp 2, 6-7), pero cuya grandeza y bondad es insondable (Rom 11,33-36). Intuir esto es reconocer que sólo podemos vivir ante Él dándole gracias. Y ello genera un modo nuevo de situarnos no sólo ante Dios, sino también ante los demás y ante nosotros mismos.

El agradecimiento del samaritano denota con mayor claridad la desaparición de los otros nueve y hoy nos hace preguntarnos con quién o quiénes nos identificamos nosotros. El samaritano regresará a su casa con la certeza de que la sanación manifestada en su piel ha atravesado, en realidad, todo su ser. Las palabras de Jesús “levántate, anda, tu fe te ha salvado”, serán motor para emprender una vez más el camino, y el profundo agradecimiento experimentado le hará vivir de un modo nuevo.

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“Exclusión”: palabra prohibida por el Evangelio y por la Misión
Romeo Ballan, mccj

Con un milagro Jesús sana y purifica a diez leprosos, aunque ¡solamente uno -un samaritano, un extranjero!– regresa para alabar a Dios y agradecer a Jesús (v. 18). El primer mensaje evidente del Evangelio de hoy es sobre los buenos modales: aprendemos cómo decir “gracias” a una persona que nos hace un favor o un gesto amable. En varias ocasiones el Papa Francisco ha dado enseñanzas pastorales partiendo de tres palabras sencillas y comunes: Gracias – Disculpe – Por favor. Cada uno, en su experiencia diaria, sabe de la importancia de estas tres palabras en la vida de familia y en las relaciones sociales. La gratitud es lo contrario del intercambio comercial, porque hace entrar en una relación de amor. A menudo pensamos que todo se nos debe; incluso de parte de Dios. El domingo pasado hemos visto cómo el don precioso de la fe exige claramente el homenaje de nuestra gratitud hacia Dios, que se hace concreta con un compromiso misionero, compartiendo nuestra fe, sosteniendo el trabajo misionero de la Iglesia.

Pero la enseñanza del Evangelio de hoy va mucho más allá de una lección de buena educación para aprender a decir ‘gracias’. Jesús realiza el milagro en favor de las personas más excluidas de la sociedad civil y religiosa. La legislación de ese tiempo era muy rígida y detallada sobre los leprosos (Lev 13-14), a los que se les consideraba impuros, malditos, castigados por Dios con el peor azote. Se les obligaba a vivir apartados de la familia, lejos de los centros poblados, y a gritar a los que pasaban que se alejasen de ellos. Con su milagro, Jesús invierte esa mentalidad excluyente: en los tiempos nuevos la salvación de Dios es para todos, sin exclusión de nadie; los leprosos no son gente maldita. Es más, su sanación es signo de la presencia del Reino: el hecho de que “los leprosos quedan limpios” (Mt 11,5; Lc 7,22) es un signo claro de que el Mesías está presente y actúa, como lo indica Jesús a los enviados del amigo Juan el Bautista desde la cárcel. Desde el comienzo de su vida pública, Jesús se compadece, extiende la mano, toca a un leproso y lo cura (Mc 1,40-42). El proyecto de Dios no es nunca excluyente: es inclusión, comunión, agregación, compartir. Esta apertura se manifiesta también en la curación de un ilustre leproso extranjero, Naamán (I lectura), jefe del ejército de Aram (Siria).

Nueve de los diez leprosos eran judíos y uno era samaritano. Jesús cura de la misma manera a todos, pero no todos alcanzan la salvación plena. “Este hecho nos dice que no siempre la curación física es salvación completa y definitiva… Los nueve judíos siguen su camino hacia el templo para reincorporarse a la vida civil y religiosa de Israel… Muy diferente es la actitud del único samaritano del grupo. Él vuelve atrás, solo, para dar las gracias al Maestro, porque comprende que en Jesús puede encontrar algo nuevo y diferente a lo que le ofrece la vieja comunidad a la que pertenecía… Jesús le ofrece una salvación mayor que la simple salud física: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado» (v. 19)… El samaritano no se ha dirigido al templo (como los otros nueve), sino que ha vuelto donde Jesús, «a dar gloria a Dios» (v. 18), dando prueba, de esta manera, de comprender que el Dios que salva no se encuentra y ya no se le honra en el templo, sino uniéndose a Cristo” (Corrado Ginami). El escritor y poeta búlgaro Elías Canettidecía: “La cosa más dura para el que no cree en Dios, es no tener a nadie a quien poderle decir gracias”. Ese leproso que regresa donde Jesús nos enseña que a veces la verdadera fe nace de un gesto sencillo, de un ‘gracias’ murmurado tímidamente pero con amor.

Agarrarse a Cristo, seguir el camino nuevo que Él ha inaugurado, es la ferviente exhortación de S. Pablo a su discípulo Timoteo (II lectura): “Haz memoria de Jesucristo, resucitado de entre los muertos” (v. 8). Pablo le es fiel, aunque tenga que sufrir hasta llevar cadenas, y lo anuncia con ardor, con la certeza de que “la Palabra de Dios no está encadenada” (v. 9). Es bueno fiarse de Él hasta dar la vida, porque “Él permanece fiel” (v. 11-13). A ese mismo nivel de madurez espiritual llegó también San Daniel Comboni, cuya fiesta celebramos el 10 de octubre. A los futuros misioneros él señalaba con insistencia el ideal de Cristo crucificado-resucitado, exhortándolos a “tener siempre los ojos fijos en Jesucristo, amándolo tiernamente y procurando entender cada vez mejor qué significa un Dios muerto en la cruz por la salvación de las almas. Si con viva fe contemplan y gustan un misterio de tanto amor, serán felices de ofrecerse a perderlo todo y a morir por Él y con Él… ofreciéndose hasta el martirio” (Reglas de 1871).

Jesús ha ido en busca de los impuros, herejes, excluidos, marginados: ha venido para “reunir a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11,52). Siguiendo su ejemplo, los cristianos están llamados a ser personas de comunión con todos; ser hombres y mujeres que rechazan cualquier motivación y praxis excluyente; personas que escogen los caminos de la comunión, solidaridad, inclusión; personas que trabajan desde dentro de la comunidad para aliviar el sufrimiento de los que de hecho han sido alejados o excluidos en cualquier sector de la vida cristiana o civil por leyes y restricciones, vengan de donde vinieren. La misión tras las huellas de Jesús nos compromete a ¡trabajar por la más plena comunión de todos con todos!


De la sanación a la fe
Fernando Armellini

Introducción

Podemos correr el riesgo de reducir el mensaje del Evangelio de hoy a una lección de buenos modales, recordar de dar las gracias a quienes nos ayudan. El leproso Samaritano es presentado a veces como un modelo de gratitud y nada más. Interpretado de esta manera, la escena con la que concluye la historia—un grupo de personas inexplicablemente descorteses y un Jesús no muy contento—comunica más tristeza que alegría, mientras que cada página del Evangelio nos habla de alegría. El tema de este pasaje, por tanto, no es la gratitud.

Jesús se sorprende: un samaritano, un hereje, un no creyente, posee una visión teológica que los nueve judíos, hijos de su pueblo, educados en la fe y conocedores de las escrituras, no tuvieron. En el camino, los diez fueron conscientes de que Jesús era un sanador. Los guías espirituales de Israel estaban bien enterados. Dios había visitado a su pueblo y enviado a un profeta a la par de Eliseo. Hasta aquí, los diez leprosos estaban de acuerdo.

Pero una nueva luz iluminó únicamente la mente y el corazón del samaritano: comprendió que Jesús era más que un curandero. Al quedar limpio, el leproso capturó el mensaje de Dios. Él, el hereje que no creía en los profetas, sorprendentemente había intuido que Dios había enviado a quien los profetas anunciaron: es Jesús—“abre los ojos de los ciegos, los sordos oyen, los cojos andan, los muertos resucitan a la vida y los leprosos quedan limpios” (Lc 7:22).

Es el primero en comprender verdaderamente que Dios no está lejos de los leprosos; no los rechaza ni se escapa. Jesús venía a decir a quienes habían institucionalizado, en nombre de Dios, la marginación de los leprosos: ¡Acaben con la religión que excluye, juzga y condena las personas impuras! En Jesús, el Señor se apareció en medio de ellos; Jesús los toca y los sana.

El mensaje de alegría es el siguiente: los impuros, los herejes, los marginados no están alejados de Dios, sino que llegan a él y a Cristo en primer lugar y de una manera más auténtica que los demás.

Primera Lectura: 2 Reyes 5,14-17

En aquellos días, Naamán bajó al Jordán y se bañó siete veces, como había ordenado el profeta, y su carne quedó limpia, como la de un niño. 5,15: Volvió con su comitiva y se presentó al hombre de Dios, diciendo: –Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra más que el de Israel. Acepta un regalo de tu servidor. 5,16: Eliseo contestó: –¡Por la vida del Señor, a quien sirvo! No aceptaré nada. Y aunque le insistía, lo rehusó. 5,17: Naamán dijo: –Entonces que a tu servidor le dejen llevar tierra, la carga de un par de mulas; porque en adelante tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios de comunión a otros dioses fuera del Señor. – Palabra de Dios

Estamos en la segunda mitad del siglo IX A.C. Damasco ha extendido su dominio en las mayores partes de Siria y Palestina. El personaje más famoso y apreciado en el reino es Naamán, el comandante en jefe del ejército. Hubiera sido el hombre más feliz y afortunado sólo si no hubiera sido afectado por la lepra, la terrible enfermedad tenida como uno de los peores castigos de Dios. Un día una chica de Israel, capturada durante el ataque, le revela que en su tierra hay un profeta que hace curaciones extraordinarias. Es Eliseo, el discípulo de Elías.

Naamán va a verlo. Cuando está a punto de llegar a la casa del hombre de Dios, un siervo viene a su encuentro y le pide que se lave siete veces en el río Jordán. Naamán está indignado. Él está esperando que le salga al encuentro Eliseo y haga algún rito, una invocación a su Dios, una imposición de las manos. Nada de eso. Eliseo ni siquiera sale a saludarlo. Maldiciendo, está a punto de alejarse cuando sus siervos se acercan y le dan un consejo elemental: Si el profeta le hubiera pedido que hiciera algo difícil, seguramente lo habría hecho. ¿Por qué no sigue una simple orden?

Nuestra lectura se inserta en este momento de la historia. Naamán baja al río Jordán, se lava siete veces y su carne se convierte como la de un niño; queda completamente sano (v. 14). Regresa para agradecer a Eliseo con un regalo, pero Eliseo se niega a aceptarlo: no quiere que pueda surgir algún malentendido. La curación no debe ser atribuida a él, sino al Señor. Naamán entiende y exclama: “Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra ,más que el de Israel” (v. 15). Como Eliseo no aceptó ningún regalo, Naamán dijo: “Entonces, que a tu servidor le dejen llevar tierra…” (v. 17) para construir un altar a Yahvé.

Naamán se curó no sólo de la lepra corporal sino también del alma. Del paganismo pasa a la fe en el único Dios. Recibió dos curaciones gratuitamente: son un regalo de Dios.

La lectura termina aquí, pero la historia no termina y creo que vale la pena recordar cómo concluye el diálogo entre Eliseo y Naamán. Este hombre—como hemos visto—ha decidido adorar al Señor pero está solo al comienzo de su aventura en la fe. Inmediatamente se da cuenta que hay dificultades. Un problema moral lo perturba y no le deja la conciencia tranquila y quiere compartir su problema con Eliseo a quien ya considera su guía espiritual. Escuchemos su confesión conmovedora. En mi país—dice—tengo la tarea de acompañar al rey durante ceremonias paganas en el templo de Rimón. “Y que el Señor me perdone: si al entrar mi señor en el templo de Rimón para adorarlo se apoya en mi mano, y yo también me postro ante Rimón, que el Señor me perdone ese gesto” (v. 18). Entiende que tiene que hacer un gesto idólatra… pero ve esta situación como inevitable.

Naamán no reclama que Eliseo apruebe su acción sino sólo pide comprensión por su debilidad. Apreciamos la sinceridad con la que Naamán acepta su debilidad pero, ¿qué responderle? ¿Cómo poner de acuerdo la coherencia con los principios morales y la misericordia hacia el pecador?

La solución más fácil para Eliseo sería la de recordarle las disposiciones jurídicas, fríamente, y aplicar las normas y—si esto sucede—amenazar a quien lleva una vida incoherente. Pero Eliseo, que es un verdadero pastor de almas, no se comporta de esta manera. Conoce las normas, pero sabe cómo comportarse frente a una persona que está en una situación difícil y comprometida y que sería absurdo pretender en Naamán una perfección inmediata. Por eso le dice: “Vete en paz”. Podemos imaginar estas palabras, dichas con una sonrisa, esa sonrisa de quien entiende la angustia y el drama espiritual de esta persona.

Segunda Lectura: 2 Timoteo 2,8-13

Querido hermano: Acuérdate de Jesucristo, resucitado de la muerte, y descendiente de David. Ésta es la Buena Noticia que yo predico 2,9: por la que sufro y estoy encadenado como malhechor, pero la Palabra de Dios no está encadenada. 2,10: Yo todo lo sufro por los elegidos de Dios, para que, por medio de Cristo Jesús, también ellos alcancen la salvación y la gloria eterna. 2,11: Esta doctrina es digna de fe: Si morimos con él, viviremos con él; 2,12: si perseveramos, reinaremos con él; si renegamos de él, renegará de nosotros; 2,13: si le somos infieles, el se mantiene fiel, porque no puede negarse a sí mismo. – Palabra de Dios

Cuando Pablo escribe la segunda carta a Timoteo, está en prisión en Roma. Pablo ya experimentó un primer proceso durante el cual nadie tuvo el coraje de presentarse a declarar en su favor (2 Tim 4,16). Muchos amigos lo abandonaron o dieron testimonios contra él (2 Tim 4,9-15). Los paganos lo consideraban un malhechor y los judíos un traidor. ¡Esta es la suerte que le espera quien se dedica fielmente a la causa del Evangelio!

¿Qué le consuela al apóstol en esta difícil situación? La idea de que también Cristo pasó por los mismos sufrimientos y malos entendidos antes de entrar en la gloria del padre. Por esto dice a Timoteo y se dice a sí mismo: “Acuérdate de Cristo Jesús” (v. 8). Para llegar a la salvación es necesario caminar por el mismo camino. “Si hemos muerto con él, también viviremos con él. Si sufrimos con él, también reinaremos con él” (vv. 11-12).

Lo que le pasó a Pablo y a Jesús se repite en la vida de cada auténtico discípulo. Aquellos que se comprometen a favor de su propia comunidad deben aceptar también las críticas, los malentendidos y hasta las persecuciones y, pese a las dificultades, deben cultivar la serenidad y alegría, convencidos de que el mensaje de amor y de paz que anuncian traerá abundantes frutos. “La palabra de Dios no está encadenada” (v. 9).

Evangelio: Lucas 17,11-19

Había un dicho en tiempo de Jesús: “Cuatro categorías de personas son como los muertos: los pobres, el leproso, los ciegos y los que no tienen hijos”.

Los leprosos no podían aproximarse a las aldeas y lugares habitados porque eran considerados impuros, igual que los cementerios. Algunos rabinos decían que si se encontraban con un leproso le tirarían una piedra y le gritarían: “Vuelve a tu lugar y no contamines a otras personas”. Todas las enfermedades eran consideradas un castigo por los pecados pero la lepra era el símbolo del pecado mismo. Decían que Dios castigaba sobre todo a las personas envidiosas, arrogantes, a los ladrones, a los asesinos, a los que hacían falsas promesas y a los incestuosos. La curación de la lepra era considerada como un milagro comparable a la resurrección de un muerto. Sólo el Señor podía curarla. En primer lugar, el leproso debía expiar todos los pecados que había cometido. Por eso los leprosos se sentían rechazados por todos: por la gente y por Dios.

Dadas estas costumbres y esta mentalidad, uno entiende la razón por la que los diez leprosos se detuvieron a una distancia y gritaban desde lejos: “Jesús, maestro, ten piedad de nosotros” (v. 13).

Cabe destacar que los leprosos no le pedían a Jesús que los sanara, sino que solo tuviera compasión de ellos y quizás que les diera alguna limosna. Tan pronto como los ve Jesús les dice: “Vayan y preséntense a los sacerdotes” (v. 14). Los diez leprosos partieron y a lo largo del camino se encontraron sanos.

Hay algo especial en este milagro: la curación no ocurre inmediatamente. La lepra desaparece más tarde, cuando los leprosos van por el camino. Esto es similar al episodio de la historia en la primera lectura. Naamán se curó después de partir de Eliseo.

Viéndose curado, uno de los diez leprosos vuelve, encuentra al Maestro y cae de rodillas para darle las gracias. Es un samaritano. Jesús se maravillas que sólo un desconocido, sintió la necesidad de dar gloria a Dios. Lo levanta y le dice: “Levántate y vete; tu fe te ha salvado”.

Nos damos cuenta ante todo que la historia no habla de uno, sino diez leprosos. Lucas no subraya este particular como dato pasajero. El número diez en la Biblia tiene un valor simbólico: indica la totalidad (las manos tienen diez dedos). Los leprosos del Evangelio representan por lo tanto, a toda la gente, la humanidad entera lejos de Dios. Todos nosotros—nos viene a decir Lucas—somos leprosos y necesitamos encontrar a Jesús. Nadie es puro; todos llevamos en nuestra piel los signos de muerte que sólo la palabra de Cristo puede curar.

Quien no es consciente de su condición de ser un pecador termina considerándose a si mismo como justo y con la obligación de condenar a otros a la marginación. Dios no ha creado dos mundos: uno para los buenos y el otro para los malvados, sino un mundo único en el cual llama a todos sus hijos e hijas a vivir juntos, siendo todos pecadores salvados por su amor.

El mismo mensaje está contenido en una segunda paradoja: la lepra pone juntos judíos y samaritanos, une a las personas que, gozando de buena salud, se desprecian, odian y luchan entre sí. La conciencia de la común desgracia y sufrimiento hace amigos y hace entrar en solidaridad.

Y esto es exactamente lo que sucede en el campo espiritual: Si uno se considera justo y perfecto, inevitablemente pone barreras y vallas de protección delante de los “leprosos”. Quien se siente a sí mismo como leproso no se sentirá superior, no juzgará, no pondrá distancia, no mirará a otros despectivamente sino que estará en solidaridad con los buenos y con los malos.

Jesús no tiene miedo de ser considerado un pecador. No es un “fariseo” que se distancia de los impuros. Al final de la historia del leproso curado, el evangelista Marcos señala que, después de tocar y curar al leproso Jesús ya no podía entrar públicamente en la aldea sino que debió quedarse fuera en lugares apartados (Mc 1,45). Jesús sabía que al tocar al leproso quedaba impuro y por eso tuvo que distanciarse de la sociedad de los puros. Sabiendo esto lo tocó y decidió compartir la condición de los marginados y excluidos.

La tercera paradoja tiene que ver con la solidaridad entre las personas: los diez leprosos no tratan de acercarse a Jesús cada uno por su cuenta. Van juntos en busca de Jesús. Su oración común es: “Jesús, Maestro, tu que comprendes nuestra condición, ten piedad de nosotros”.

Esta oración es una condenación de la invocación seudo-espiritual, individualista, intimista predicada por los que buscan “la salvación de su alma”. La salvación puede llegar solamente junto con la de los hermanos. Los grandes personajes de la Biblia están siempre en solidaridad con su pueblo. Azarías, un joven de vida ejemplar, reza: “Porque hemos cometido toda clase de pecados, alejándonos de ti, rebelándonos contra ti, hemos cometido toda clase de pecados, hemos quebrantado los preceptos de la lay; no hemos puesto por obra lo que nos has mandado para nuestro bien” (Dan 3,29-30). Moisés se vuelve al señor diciendo: “Ahora, o perdonas su pecado o me borras de tu registro” (Ex 32,32). Pablo incluso pronuncia la frase paradójica: “Hasta desearía ser aborrecido de Dios y separado de Cristo si así pudiera favorecer a mis hermanos, los de mi linaje” (Rom 9,3).

En el paraíso no habrá nadie, ni siquiera Dios será feliz, hasta que el último ser humano se libere de la “lepra” que los separa de Dios y de los hermanos.

La cuarta paradoja de la narración es una invitación a reflexionar sobre la eficacia salvífica de la palabra pronunciada por Jesús. Los leprosos lo invocan desde la distancia (vv. 11-12). No pueden acercarse a él. ¿Será capaz Jesús de oír su grito desesperado? ¿Hará algo en su favor o la distancia lo bloqueará para intervenir? Estas son las dudas, los temores acosan no solo a los diez leprosos, sino también a la comunidad de los cristianos de Lucas. No pueden acercarse materialmente al Maestro; y también dudan lo cual es otro obstáculo. Sabemos que cuando Jesús estaba cerca, cuando estaba caminando por los caminos de Palestina, era posible acercarse a él, tocarlo, hablar con él. Prestó atención a todos, escuchando a cada solicitud de ayuda y con su palabra, curaba todas las enfermedades. ¿Pero ahora que ya no es visible en este mundo y está “muy lejos”: ¿se inclinará para escucharnos? ¿Está aun interesado en nuestra “lepra”? ¿Será capaz de sanar también “a distancia”?

La respuesta de Lucas a sus cristianos y también para nosotros es simple: no es la distancia la que puede impedir que nuestras oraciones lleguen a él. No existen circunstancias desesperadas en las que, con su palabra, aun pronunciadas “a distancia” no pueda resolver. La palabra que sana toda clase de “lepra” continúa siendo anunciada y su eficacia se mantiene intacta. Es suficiente confiar en él, como ese leproso samaritano a quien Jesús le dice: “Tu fe te ha salvado” (v. 19).

Los diez leprosos fueron curados en el camino. ¿Por qué Jesús no los curó inmediatamente—como siempre lo hace—y luego enviarlos a los sacerdotes para la verificación según prescribía la ley? ¿Quiere poner a prueba la gratitud de los leprosos? Un mensaje teológico está ciertamente ligado a este detalle del episodio. En el Nuevo Testamento, la vida cristiana se compara con un “Itinerario”, un viaje largo y tedioso. La curación de la “lepra” que hace que nos sintamos lejos de Dios, rechazados por las hermanos/as y despreciados por nuestra propia conciencia—según sabemos y lo verificamos cada día—no ocurre de repente; sucede progresivamente y requiere toda una vida. Jesús nos invita a caminar este camino con paciencia, serenidad, optimismo y guiado a cada paso por su palabra. En el camino, aquellos que tienen fe verificarán el prodigio. Poco a poco verán “su piel cada vez más como la de un niño” como sucedió a Naamán.

Llegamos al punto más difícil del relato: ¿Por qué sólo uno regresó para dar gracias? ¿Por qué Jesús se queja del comportamiento de los otros nueve cuando él les ordenó ir y mostrarse a los sacerdotes? ¿Quiénes desobedecieron? ¿No fue tal vez el samaritano?

Cabe suponer que los otros nueve regresaron también más tarde para dar las gracias. Primero fueron a los sacerdotes para las “formalidades” de verificación de su salud y para volver a ser admitidos a la vida comunitaria. Luego habrán regresado a sus familias y seguramente también regresaron a dar las gracias a Jesús. Esta es la única reconstrucción de los hechos. Pero ¿por qué se lamenta Jesús?

Aquí no se trata de acción de gracias; Jesús no está triste porque vio una la falta de gratitud. Dice Jesús que sólo el samaritano “dio gloria a Dios”, es decir, el único que comprendió inmediatamente que la salvación de Dios viene a nosotros por medio de Cristo. Es el único que reconoce no sólo el bien recibido, sino también al intermediario elegido por Dios para comunicar sus dones. El leproso samaritano curado deseaba proclamar ante todos su gratitud y su descubrimiento. Los otros no eran malos, sólo que no estaban inmediatamente conscientes de la novedad. Siguieron el camino tradicional: pensaban que uno llegaba a Dios a través de las prácticas religiosas antiguas, a través de los sacerdotes del templo.

Jesús se sigue sorprendiendo de que sus compatriotas judíos, aunque suelen leer las sagradas escrituras y están educados por los profetas, fueron precedidos por un samaritano en reconocer al Mesías de Dios.

El hecho de la curación de los diez leprosos es releído por Lucas como una parábola, como una imagen de lo que sucedió en su tiempo: los herejes, paganos, pecadores fueron los primeros en reconocer en Jesús el mediador de la salvación de Dios.

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