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XXVIII Domingo ordinario. Año C

“En aquel tiempo, cuando Jesús iba de camino a Jerusalén, pasó entre Samaria y Galilea. Estaba cerca de un pueblo, cuando le salieron al encuentro diez leprosos, los cuales se detuvieron a lo lejos y a gritos le decían: Jesús, maestro, ten compasión de nosotros.
Al verlos, Jesús les dijo: Vayan a presentarse a los sacerdotes. Mientras iban de camino, quedaron limpios de la lepra.
Uno de ellos, al ver que estaba curado, regresó, alabando a Dios en voz alta, se postró a los pies de Jesús y le dio las gracias. Ese era un samaritano. Entonces dijo Jesús: ¿No eran diez lo que quedaron limpios? ¿Dónde están los otros nueve? ¿No ha habido nadie fuera de este extranjero, que volviera para dar gloria a Dios? Después dijo al samaritano: Levántate y vete. Tu fe te ha salvado”. (Lucas 17, 11-19)


Uno volvió glorificando a Dios
P. Enrique Sánchez, mccj

La lepra, sobre todo en el Antiguo Testamento, era una enfermedad tremenda por sus consecuencias físicas y más todavía por la marginación que implicaba.

La persona que estaba enferma de lepra era obligada por la ley a vivir alejada de la comunidad y a las afueras del poblado. Tenía que ir gritando que estaba leprosa y era considerada como maldecida, pensando que habría hecho algo muy malo.

El miedo a contagiarse hacía que todo contacto con un leproso era evitado, pero, todavía más, el terror de contaminarse y de caer en una situación de impureza, hacía que la lepra fuera algo de lo que había que mantenerse lo más alejados posible.

En las lecturas de la Palabra de Dios este domingo se nos presentan a varios leprosos.

En la primera lectura se nos cuenta la historia de Naamán, un extranjero de Siria que tiene la fortuna de encontrarse con el profeta Eliseo, quien lo manda a bañarse siete veces en el río Jordán y es sanado. Dejando en claro que no es el profeta quien hace el milagro sino el Dios de Israel que actúa a través del profeta y que se convertirá en el Dios también del extranjero.

En la historia de Naamán se nos cuenta cómo este personaje se resiste al principio a obedecer a lo que se le pide. Se trata, de alguna manera, de un reto grande que lo obliga a salir de sí́ mismo y abrirse a la confianza en lo que se le está pidiendo. Su

obediencia y su confianza hacen que el milagro suceda y su piel vuelve a ser como la de un niño.

Ante el milagro este hombre vuelve sobre sus pasos y busca al profeta con el deseo de mostrarle su agradecimiento y su reconocimiento ofreciéndole regalos que el profeta no acepta, pues tiene que quedar claro que quien hace las obras maravillosas que cambian la vida de una persona es sólo Dios.

En nuestros días no es extraño encontrarnos con personas que son capaces de hacer grandes viajes para ir en busca de una solución a sus problemas. Hoy no es raro escuchar hablar de personas que tienen poderes mágicos o simplemente especiales que prometen la solución a todos los males.

Hay quienes hablan de lugares o de personas en donde son especialistas en “hacer trabajos” para lograr tener éxito en el amor, para ganarse fortunas, para librarse de males y de enfermedades.

Se busca a quien pueda hacer milagros, pero somos incapaces de ver la mano de Dios en nuestras vidas que va haciendo miles de milagros que no somos capaces de reconocer.

Nos esperamos cosas espectaculares, extraordinarias y fuera de lo común. Reaccionamos como Naamán, queriendo que suceda algo jamás visto en nuestras vidas para poder decir que ahí sí se manifestó Dios y cuesta dar el paso de la fe, que significa abandonarse a lo que Dios nos va diciendo a través de su palabra, de la enseñanza de la Iglesia, del testimonio de tantos hermanos que saben ver a Dios en todas las cosas.

En el Evangelio nos encontramos con 10 leprosos también en un lugar fuera y lejano de Jerusalén, mientras Jesús iba atravesando las regiones de Samaria y de Galilea.

Como todos los leprosos, también estos gritan a Jesús, pero no tanto para que se aleje de ellos porque son leprosos, sino al contrario para que les permita acercarse a él que, de alguna manera, han percibido que es la fuente de la vida, porque viene de Dios.

Ellos gritan a Jesús pidiéndole que tenga piedad de ellos, que los libere de aquella situación que los tiene marginado y en una situación de muerte, aunque estén vivos. Le piden que haga algo por ellos para que puedan ser reintegrados a su comunidad, al lugar en donde puedan restablecer sus relaciones con los demás, sintiéndose hijos y hermanos. Es un grito que busca comunión y fraternidad, que son sinónimos de la verdadera salud, tanto física, como espiritual y existencial.

Y Jesús acoge sus súplicas y los invita a cumplir con lo establecido por la Ley, según la cual toda persona purificada de lepra tenía que ir a presentarse a los sacerdotes para elevar una acción de gracias a Dios por la salud obtenida.

Y los leprosos obedecieron, fueron a dar gracias y a reconocer ante los sacerdotes que habían sido sanados y ahora estaban aliviados de mal que les afligía.

Los diez van al templo y ahora se convierten en asamblea que puede celebrar y bendecir a Dios, pues para que la asamblea pudiese ser constituida, era necesario que al menos diez personas estuvieran reunidas.

Pero el Evangelio conserva un detalle de esta historia que es importante. De los diez leprosos, sólo uno, que era extranjero, un samaritano, regresó para dar gracias por la salud que había recuperado. Como Naamán que también regresó en su camino para agradecer al profeta el bien que había recibido.

Con este pequeño detalle del Evangelio aparece claro que lo sucedido a los leprosos había sido más que un milagro que se manifestó́ en la recuperación de la salud. Habiendo obedecido a Jesús lo que había sucedido era mucho más que descubrirse sanados, ahora se les había dado la oportunidad de sentirse salvados.

Habían nacido a una vida nueva y por eso Jesús se esperaba que fueran agradecidos y que reconocieran que en su persona les había llegado la salvación tanto esperada. Con su pregunta Jesús no reprocha la distracción la falta de gratitud de quienes no regresaron, sino que pone en evidencia la fe del extranjero que supo reconocer lo grande de Dios en su vida y no podía ser más que agradecido.

Los otros nueve se habían quedado en el cumplimiento y en la observancia de lo que marcaba la Ley, pero no habían sido capaces de sorprenderse ante lo maravilloso y extraordinario que Dios había hecho en sus vidas. Eran buenos observantes y cumplidores de la Ley, pero estaban ciegos para ver a Dios actuando en donde todo parecía imposible.

A nosotros, que nos toca navegar e ir adelante en este mundo en donde muchas veces nos parece difícil descubrir y sentir la presencia de Dios, seguramente este pequeño texto del Evangelio nos puede ayudar de muchas maneras.

En primer lugar, nos puede ubicar para tomemos conciencia de las muchas lepras que llevamos encima y que nos impiden vivir en una relación sana con los demás. Estamos enfermos de nuestros prejuicios y a lo mejor de actitudes de soberbia que nos hacen creer que no somos como los demás, que estamos unas cuantas graditas por encima de nuestros hermanos.

Somos leprosos que nos aislamos de los demás porque nos da pena mostrar nuestros límites y nuestras pobrezas humanas o porque creamos círculos exclusivos en donde no cualquier persona puede tener cabida.

De repente pensamos que nuestras lepras nos las podemos curar nosotros mismos y nos cuesta hacer el camino de la fe que nos dice que deberíamos ser más obedientes, más humildes y sencillos para dejarnos guiar por donde el Señor nos quiere conducir.

Hoy nos podemos encontrar con personas que piensan que Dios no hace falta y que podemos llegar a donde queramos, simplemente apostándole a lo que nos da seguridad y a lo que podemos seguir controlando a nuestro antojo.

Hoy Jesús también nos envía a dar las gracias a Dios por tanto bien que nos hace a diario, pero es fácil quedarse en nuestros rezos, en nuestras devociones, en una religión que nos resulta cómoda y que no nos desafía en un compromiso más profundo de fe.

Nos contentamos con ser confortados o aliviados de pequeñas cosas que nos pueden dar fastidio y no nos damos cuenta que el Señor nos está invitando a una salvación que puede hacer de nuestra vida algo único y capaz de responder a nuestros anhelos de plenitud.

Qué bello sería escuchar las palabras de Jesús, quien al constatar lo pequeño o lo grande de nuestra fe, nos dijera: “Levántate y vete. Tu fe te ha salvado”.

Pidamos al Espíritu la valentía para transformarnos en hombres y mujeres de fe profunda y de un enorme corazón agradecido para reconocer todo el bien que se nos ha dado, sin haberlo merecido.


Invocar, caminar, agradecer.
Papa Francisco

«Tu fe te ha salvado» (Lc 17,19). Es el punto de llegada del evangelio de hoy, que nos muestra el camino de la fe. En este itinerario de fe vemos tres etapas, señaladas por los leprosos curados, que invocan, caminan y agradecen.

En primer lugar, invocar. Los leprosos se encontraban en una condición terrible, no sólo por sufrir la enfermedad que, incluso en la actualidad, se combate con mucho esfuerzo, sino por la exclusión social. En tiempos de Jesús eran considerados inmundos y en cuanto tales debían estar aislados, al margen (cf. Lv 13,46). De hecho, vemos que, cuando acuden a Jesús, “se detienen a lo lejos” (cf. Lc 17,12). Pero, aun cuando su situación los deja a un lado, dice el evangelio que invocan a Jesús «a gritos» (v. 13). No se dejan paralizar por las exclusiones de los hombres y gritan a Dios, que no excluye a nadie. Es así como se acortan las distancias, como se vence la soledad: no encerrándose en sí mismos y en las propias aflicciones, no pensando en los juicios de los otros, sino invocando al Señor, porque el Señor escucha el grito del que está solo.

Como esos leprosos, también nosotros necesitamos ser curados, todos. Necesitamos ser sanados de la falta de confianza en nosotros mismos, en la vida, en el futuro; de tantos miedos; de los vicios que nos esclavizan; de tantas cerrazones, dependencias y apegos: al juego, al dinero, a la televisión, al teléfono, al juicio de los demás. El Señor libera y cura el corazón, si lo invocamos, si le decimos: “Señor, yo creo que puedes sanarme; cúrame de mis cerrazones, libérame del mal y del miedo, Jesús”. Los leprosos son los primeros, en este evangelio, en invocar el nombre de Jesús. Después lo harán también un ciego y un malhechor en la cruz: gente necesitada invoca el nombre de Jesús, que significa Dios salva. Llaman a Dios por su nombre, de modo directo, espontáneo. Llamar por el nombre es signo de confianza, y al Señor le gusta. La fe crece así, con la invocación confiada, presentando a Jesús lo que somos, con el corazón abierto, sin esconder nuestras miserias. Invoquemos con confianza cada día el nombre de Jesús: Dios salva. Repitámoslo: es rezar, decir “Jesús” es rezar. La oración es la puerta de la fe, la oración es la medicina del corazón.

La segunda palabra es caminar. Es la segunda etapa.. En el breve evangelio de hoy aparece una decena de verbos de movimiento. Pero, sobre todo, impacta el hecho de que los leprosos no se curan cuando están delante de Jesús, sino después, al caminar: «Mientras iban de camino, quedaron limpios», dice el Evangelio (v. 14). Se curan al ir a Jerusalén, es decir, cuando afrontan un camino en subida. Somos purificados en el camino de la vida, un camino que a menudo es en subida, porque conduce hacia lo alto. La fe requiere un camino, una salida, hace milagros si salimos de nuestras certezas acomodadas, si dejamos nuestros puertos seguros, nuestros nidos confortables. La fe aumenta con el don y crece con el riesgo. La fe avanza cuando vamos equipados de la confianza en Dios. La fe se abre camino a través de pasos humildes y concretos, como humildes y concretos fueron el camino de los leprosos y el baño en el río Jordán de Naamán (cf. 2 Re 5,14-17). También es así para nosotros: avanzamos en la fe con el amor humilde y concreto, con la paciencia cotidiana, invocando a Jesús y siguiendo hacia adelante.

Hay otro aspecto interesante en el camino de los leprosos: avanzan juntos. «Iban» y «quedaron limpios», dice el evangelio (v. 14), siempre en plural: la fe es también caminar juntos, nunca solos. Pero, una vez curados, nueve se van y sólo uno vuelve a agradecer. Entonces Jesús expresa toda su amargura: «Los otros nueve, ¿dónde están?» (v. 17). Casi parece que pide cuenta de los otros nueve al único que regresó. Es verdad, es nuestra tarea —de nosotros que estamos aquí para “celebrar la Eucaristía”, es decir, para agradecer—, es nuestra tarea hacernos cargo del que ha dejado de caminar, de quien ha perdido el rumbo: todos nosotros somos protectores de nuestros hermanos alejados. Somos intercesores para ellos, somos responsables de ellos, estamos llamados a responder y preocuparnos por ellos. ¿Quieres crecer en la fe? Tú, que hoy estás aquí, ¿quieres crecer en la fe? Hazte cargo de un hermano alejado, de una hermana alejada.

Invocar, caminar y agradecer: es la última etapaSólo al que agradece Jesús le dice: «Tu fe te ha salvado» (v. 19). No sólo está sano, sino también salvado. Esto nos dice que la meta no es la salud, no es el estar bien, sino el encuentro con Jesús. La salvación no es beber un vaso de agua para estar en forma, es ir a la fuente, que es Jesús. Sólo Él libra del mal y sana el corazón, sólo el encuentro con Él salva, hace la vida plena y hermosa. Cuando encontramos a Jesús, el “gracias” nace espontáneo, porque se descubre lo más importante de la vida, que no es recibir una gracia o resolver un problema, sino abrazar al Señor de la vida. Y esto es lo más importante de la vida: abrazar al Señor de la vida.

Es hermoso ver que ese hombre sanado, que era un samaritano, expresa la alegría con todo su ser: alaba a Dios a grandes gritos, se postra, agradece (cf. vv. 15-16). El culmen del camino de fe es vivir dando gracias. Podemos preguntarnos: nosotros, que tenemos fe, ¿vivimos la jornada como un peso a soportar o como una alabanza para ofrecer? ¿Permanecemos centrados en nosotros mismos a la espera de pedir la próxima gracia o encontramos nuestra alegría en la acción de gracias? Cuando agradecemos, el Padre se conmueve y derrama sobre nosotros el Espíritu Santo. Agradecer no es cuestión de cortesía, de buenos modales, es cuestión de fe. Un corazón que agradece se mantiene joven. Decir: “Gracias, Señor” al despertarnos, durante el día, antes de irnos a descansar es el antídoto al envejecimiento del corazón, porque el corazón envejece y se malacostumbra. Así también en la familia, entre los esposos: acordarse de decir gracias. Gracias es la palabra más sencilla y beneficiosa.


Volver a Jesús dando gracias
José Antonio Pagola

Los otros nueve, ¿dónde están?

Diez leprosos vienen al encuentro de Jesús. La ley les prohíbe entrar en contacto con él. Por eso, se paran a lo lejos y desde allí le piden la compasión que no encuentran en aquella sociedad que los margina: Ten compasión de nosotros.

Al verlos allí, lejos, solos y marginados, pidiendo un gesto de compasión, Jesús no espera a nada. Dios los quiere ver conviviendo con todos: Id a presentaros a los sacerdotes. Que los representantes de Dios os den autorización para volver a vuestros hogares. Mientras iban de camino quedaron limpios.

El relato podía haber terminado aquí. Pero al evangelista le interesa destacar la reacción de uno de ellos. Este hombre ve que está curado: comprende que acaba de recibir algo muy grande; su vida ha cambiado. Entonces, en vez de presentarse a los sacerdotes, se vuelve hacia Jesús. Allí está su Salvador.

Ya no camina como un leproso, apartándose de la gente. Vuelve exultante. Según Lucas, hace dos cosas. En primer lugar, alaba a Dios a grandes gritos: Dios está en el origen de su salvación. Luego, se postra ante Jesús y le da gracias: éste es el Profeta bendito por el que le ha llegado la compasión de Dios.

Se explica la extrañeza de Jesús: Los otros nueve, ¿dónde están? ¿Siguen entretenidos con los sacerdotes cumpliendo los ritos prescritos?, ¿no han descubierto de dónde llega a su vida la salvación? Luego dice al samaritano: Tu fe te ha salvado.

Todos los leprosos han sido curados físicamente, pero sólo el que ha vuelto a Jesús dando gracias ha quedado «salvado» de raíz. Quien no es capaz de alabar y agradecer la vida, tiene todavía algo enfermo en su interior. ¿Qué es una religión vivida sin agradecimiento? ¿Qué es un cristianismo vivido desde una actitud crítica, pesimista, negativa, incapaz de experimentar y agradecer la luz, la fuerza, el perdón y la esperanza que recibimos de Jesús?

¿No hemos de reavivar en la Iglesia la acción de gracias y la alabanza a Dios? ¿No hemos de volver a Jesús para darle gracias? ¿No es esto lo que puede desencadenar en los creyentes una alegría hoy desconocida por muchos?

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Saber decir “gracias”
Inma Eibe

El relato de hoy, propio de Lucas, nos sitúa junto a Jesús en camino hacia Jerusalén. Lucas describe, a lo largo de su libro, el acontecimiento salvífico de Jesús como un “viaje”. No es indiferente, por tanto, la indicación del camino, como no lo son tampoco las referencias geográficas de Samaría y Galilea, aunque éstas son más simbólicas que exactas.

En ese camino van a salir al encuentro de Jesús (y por tanto de todos los que iban –o vamos- con Él) diez leprosos. Diez leprosos, que como dictaba su condición de enfermos contagiosos (inhabilitados para la convivencia social), se paran a lo lejos y se comunican con Jesús a gritos.

Jesús, antes de oírlos, los ve.

Todos hemos experimentado que poner en alguien nuestra mirada, cuando ésta va cargada de respeto y cariño, es uno de los medios que más rehabilita a la persona cuando está enferma. Aún más, si sufre exclusión y experimenta continuamente cómo la gente desvía ante ella la mirada. Mirar cara a cara a alguien, poner en alguien nuestros ojos y dejarnos mirar por él, nos compromete y nos impide pasar de largo.

Jesús ve a los leprosos y al mirarlos, los coloca como protagonistas, en el centro de atención de todos. Ellos le han gritado suplicándole compasión y eso es lo que han recibido ya de Él, una mirada com-padecida y atenta, que percibe las necesidades del otro, antes incluso de que las pronuncie. Jesús les indica que se presenten ante los sacerdotes. La curación de la lepra sólo podía llevarse a cabo a través de un “milagro”, una especial acción de los sacerdotes o de otros hombres de Dios. Lucas presenta, por tanto, este milagro de curación como fruto de la confianza y de la disponibilidad de unos hombres que se fían de Jesús y realizan lo que les ha dicho, poniéndose de nuevo en camino.

Realmente aquí podría haber acabado el relato. Si este continúa es porque lo más relevante va a ser descrito a continuación. De los diez, uno de ellos, viéndose curado, no llega a presentarse a los sacerdotes, sino que deshace el camino realizado para echarse por tierra a los pies de Jesús y darle las gracias, al tiempo que alaba a Dios. Con este gesto reconoce a Jesús no sólo como su “maestro”, tal y como lo había nombrado antes, sino como su sanador y Salvador.

El subrayado del agradecimiento de este samaritano se convierte para nosotros hoy en una invitación a ser agradecidos. Quien se siente agradecido hacia alguien, mantiene una relación cercana con esa persona, está atenta a ella, le escucha y desea mostrarle su gratitud. Vivir como creyentes agradecidos es reconocer que todo es don, que nada nos es debido, que todo parte de un Dios misericordioso que se abaja para hacerse uno de tantos (Flp 2, 6-7), pero cuya grandeza y bondad es insondable (Rom 11,33-36). Intuir esto es reconocer que sólo podemos vivir ante Él dándole gracias. Y ello genera un modo nuevo de situarnos no sólo ante Dios, sino también ante los demás y ante nosotros mismos.

El agradecimiento del samaritano denota con mayor claridad la desaparición de los otros nueve y hoy nos hace preguntarnos con quién o quiénes nos identificamos nosotros. El samaritano regresará a su casa con la certeza de que la sanación manifestada en su piel ha atravesado, en realidad, todo su ser. Las palabras de Jesús “levántate, anda, tu fe te ha salvado”, serán motor para emprender una vez más el camino, y el profundo agradecimiento experimentado le hará vivir de un modo nuevo.

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“Exclusión”: palabra prohibida por el Evangelio y por la Misión
Romeo Ballan, mccj

Con un milagro Jesús sana y purifica a diez leprosos, aunque ¡solamente uno -un samaritano, un extranjero!– regresa para alabar a Dios y agradecer a Jesús (v. 18). El primer mensaje evidente del Evangelio de hoy es sobre los buenos modales: aprendemos cómo decir “gracias” a una persona que nos hace un favor o un gesto amable. En varias ocasiones el Papa Francisco ha dado enseñanzas pastorales partiendo de tres palabras sencillas y comunes: Gracias – Disculpe – Por favor. Cada uno, en su experiencia diaria, sabe de la importancia de estas tres palabras en la vida de familia y en las relaciones sociales. La gratitud es lo contrario del intercambio comercial, porque hace entrar en una relación de amor. A menudo pensamos que todo se nos debe; incluso de parte de Dios. El domingo pasado hemos visto cómo el don precioso de la fe exige claramente el homenaje de nuestra gratitud hacia Dios, que se hace concreta con un compromiso misionero, compartiendo nuestra fe, sosteniendo el trabajo misionero de la Iglesia.

Pero la enseñanza del Evangelio de hoy va mucho más allá de una lección de buena educación para aprender a decir ‘gracias’. Jesús realiza el milagro en favor de las personas más excluidas de la sociedad civil y religiosa. La legislación de ese tiempo era muy rígida y detallada sobre los leprosos (Lev 13-14), a los que se les consideraba impuros, malditos, castigados por Dios con el peor azote. Se les obligaba a vivir apartados de la familia, lejos de los centros poblados, y a gritar a los que pasaban que se alejasen de ellos. Con su milagro, Jesús invierte esa mentalidad excluyente: en los tiempos nuevos la salvación de Dios es para todos, sin exclusión de nadie; los leprosos no son gente maldita. Es más, su sanación es signo de la presencia del Reino: el hecho de que “los leprosos quedan limpios” (Mt 11,5; Lc 7,22) es un signo claro de que el Mesías está presente y actúa, como lo indica Jesús a los enviados del amigo Juan el Bautista desde la cárcel. Desde el comienzo de su vida pública, Jesús se compadece, extiende la mano, toca a un leproso y lo cura (Mc 1,40-42). El proyecto de Dios no es nunca excluyente: es inclusión, comunión, agregación, compartir. Esta apertura se manifiesta también en la curación de un ilustre leproso extranjero, Naamán (I lectura), jefe del ejército de Aram (Siria).

Nueve de los diez leprosos eran judíos y uno era samaritano. Jesús cura de la misma manera a todos, pero no todos alcanzan la salvación plena. “Este hecho nos dice que no siempre la curación física es salvación completa y definitiva… Los nueve judíos siguen su camino hacia el templo para reincorporarse a la vida civil y religiosa de Israel… Muy diferente es la actitud del único samaritano del grupo. Él vuelve atrás, solo, para dar las gracias al Maestro, porque comprende que en Jesús puede encontrar algo nuevo y diferente a lo que le ofrece la vieja comunidad a la que pertenecía… Jesús le ofrece una salvación mayor que la simple salud física: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado» (v. 19)… El samaritano no se ha dirigido al templo (como los otros nueve), sino que ha vuelto donde Jesús, «a dar gloria a Dios» (v. 18), dando prueba, de esta manera, de comprender que el Dios que salva no se encuentra y ya no se le honra en el templo, sino uniéndose a Cristo” (Corrado Ginami). El escritor y poeta búlgaro Elías Canettidecía: “La cosa más dura para el que no cree en Dios, es no tener a nadie a quien poderle decir gracias”. Ese leproso que regresa donde Jesús nos enseña que a veces la verdadera fe nace de un gesto sencillo, de un ‘gracias’ murmurado tímidamente pero con amor.

Agarrarse a Cristo, seguir el camino nuevo que Él ha inaugurado, es la ferviente exhortación de S. Pablo a su discípulo Timoteo (II lectura): “Haz memoria de Jesucristo, resucitado de entre los muertos” (v. 8). Pablo le es fiel, aunque tenga que sufrir hasta llevar cadenas, y lo anuncia con ardor, con la certeza de que “la Palabra de Dios no está encadenada” (v. 9). Es bueno fiarse de Él hasta dar la vida, porque “Él permanece fiel” (v. 11-13). A ese mismo nivel de madurez espiritual llegó también San Daniel Comboni, cuya fiesta celebramos el 10 de octubre. A los futuros misioneros él señalaba con insistencia el ideal de Cristo crucificado-resucitado, exhortándolos a “tener siempre los ojos fijos en Jesucristo, amándolo tiernamente y procurando entender cada vez mejor qué significa un Dios muerto en la cruz por la salvación de las almas. Si con viva fe contemplan y gustan un misterio de tanto amor, serán felices de ofrecerse a perderlo todo y a morir por Él y con Él… ofreciéndose hasta el martirio” (Reglas de 1871).

Jesús ha ido en busca de los impuros, herejes, excluidos, marginados: ha venido para “reunir a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11,52). Siguiendo su ejemplo, los cristianos están llamados a ser personas de comunión con todos; ser hombres y mujeres que rechazan cualquier motivación y praxis excluyente; personas que escogen los caminos de la comunión, solidaridad, inclusión; personas que trabajan desde dentro de la comunidad para aliviar el sufrimiento de los que de hecho han sido alejados o excluidos en cualquier sector de la vida cristiana o civil por leyes y restricciones, vengan de donde vinieren. La misión tras las huellas de Jesús nos compromete a ¡trabajar por la más plena comunión de todos con todos!


De la sanación a la fe
Fernando Armellini

Introducción

Podemos correr el riesgo de reducir el mensaje del Evangelio de hoy a una lección de buenos modales, recordar de dar las gracias a quienes nos ayudan. El leproso Samaritano es presentado a veces como un modelo de gratitud y nada más. Interpretado de esta manera, la escena con la que concluye la historia—un grupo de personas inexplicablemente descorteses y un Jesús no muy contento—comunica más tristeza que alegría, mientras que cada página del Evangelio nos habla de alegría. El tema de este pasaje, por tanto, no es la gratitud.

Jesús se sorprende: un samaritano, un hereje, un no creyente, posee una visión teológica que los nueve judíos, hijos de su pueblo, educados en la fe y conocedores de las escrituras, no tuvieron. En el camino, los diez fueron conscientes de que Jesús era un sanador. Los guías espirituales de Israel estaban bien enterados. Dios había visitado a su pueblo y enviado a un profeta a la par de Eliseo. Hasta aquí, los diez leprosos estaban de acuerdo.

Pero una nueva luz iluminó únicamente la mente y el corazón del samaritano: comprendió que Jesús era más que un curandero. Al quedar limpio, el leproso capturó el mensaje de Dios. Él, el hereje que no creía en los profetas, sorprendentemente había intuido que Dios había enviado a quien los profetas anunciaron: es Jesús—“abre los ojos de los ciegos, los sordos oyen, los cojos andan, los muertos resucitan a la vida y los leprosos quedan limpios” (Lc 7:22).

Es el primero en comprender verdaderamente que Dios no está lejos de los leprosos; no los rechaza ni se escapa. Jesús venía a decir a quienes habían institucionalizado, en nombre de Dios, la marginación de los leprosos: ¡Acaben con la religión que excluye, juzga y condena las personas impuras! En Jesús, el Señor se apareció en medio de ellos; Jesús los toca y los sana.

El mensaje de alegría es el siguiente: los impuros, los herejes, los marginados no están alejados de Dios, sino que llegan a él y a Cristo en primer lugar y de una manera más auténtica que los demás.

Primera Lectura: 2 Reyes 5,14-17

En aquellos días, Naamán bajó al Jordán y se bañó siete veces, como había ordenado el profeta, y su carne quedó limpia, como la de un niño. 5,15: Volvió con su comitiva y se presentó al hombre de Dios, diciendo: –Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra más que el de Israel. Acepta un regalo de tu servidor. 5,16: Eliseo contestó: –¡Por la vida del Señor, a quien sirvo! No aceptaré nada. Y aunque le insistía, lo rehusó. 5,17: Naamán dijo: –Entonces que a tu servidor le dejen llevar tierra, la carga de un par de mulas; porque en adelante tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios de comunión a otros dioses fuera del Señor. – Palabra de Dios

Estamos en la segunda mitad del siglo IX A.C. Damasco ha extendido su dominio en las mayores partes de Siria y Palestina. El personaje más famoso y apreciado en el reino es Naamán, el comandante en jefe del ejército. Hubiera sido el hombre más feliz y afortunado sólo si no hubiera sido afectado por la lepra, la terrible enfermedad tenida como uno de los peores castigos de Dios. Un día una chica de Israel, capturada durante el ataque, le revela que en su tierra hay un profeta que hace curaciones extraordinarias. Es Eliseo, el discípulo de Elías.

Naamán va a verlo. Cuando está a punto de llegar a la casa del hombre de Dios, un siervo viene a su encuentro y le pide que se lave siete veces en el río Jordán. Naamán está indignado. Él está esperando que le salga al encuentro Eliseo y haga algún rito, una invocación a su Dios, una imposición de las manos. Nada de eso. Eliseo ni siquiera sale a saludarlo. Maldiciendo, está a punto de alejarse cuando sus siervos se acercan y le dan un consejo elemental: Si el profeta le hubiera pedido que hiciera algo difícil, seguramente lo habría hecho. ¿Por qué no sigue una simple orden?

Nuestra lectura se inserta en este momento de la historia. Naamán baja al río Jordán, se lava siete veces y su carne se convierte como la de un niño; queda completamente sano (v. 14). Regresa para agradecer a Eliseo con un regalo, pero Eliseo se niega a aceptarlo: no quiere que pueda surgir algún malentendido. La curación no debe ser atribuida a él, sino al Señor. Naamán entiende y exclama: “Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra ,más que el de Israel” (v. 15). Como Eliseo no aceptó ningún regalo, Naamán dijo: “Entonces, que a tu servidor le dejen llevar tierra…” (v. 17) para construir un altar a Yahvé.

Naamán se curó no sólo de la lepra corporal sino también del alma. Del paganismo pasa a la fe en el único Dios. Recibió dos curaciones gratuitamente: son un regalo de Dios.

La lectura termina aquí, pero la historia no termina y creo que vale la pena recordar cómo concluye el diálogo entre Eliseo y Naamán. Este hombre—como hemos visto—ha decidido adorar al Señor pero está solo al comienzo de su aventura en la fe. Inmediatamente se da cuenta que hay dificultades. Un problema moral lo perturba y no le deja la conciencia tranquila y quiere compartir su problema con Eliseo a quien ya considera su guía espiritual. Escuchemos su confesión conmovedora. En mi país—dice—tengo la tarea de acompañar al rey durante ceremonias paganas en el templo de Rimón. “Y que el Señor me perdone: si al entrar mi señor en el templo de Rimón para adorarlo se apoya en mi mano, y yo también me postro ante Rimón, que el Señor me perdone ese gesto” (v. 18). Entiende que tiene que hacer un gesto idólatra… pero ve esta situación como inevitable.

Naamán no reclama que Eliseo apruebe su acción sino sólo pide comprensión por su debilidad. Apreciamos la sinceridad con la que Naamán acepta su debilidad pero, ¿qué responderle? ¿Cómo poner de acuerdo la coherencia con los principios morales y la misericordia hacia el pecador?

La solución más fácil para Eliseo sería la de recordarle las disposiciones jurídicas, fríamente, y aplicar las normas y—si esto sucede—amenazar a quien lleva una vida incoherente. Pero Eliseo, que es un verdadero pastor de almas, no se comporta de esta manera. Conoce las normas, pero sabe cómo comportarse frente a una persona que está en una situación difícil y comprometida y que sería absurdo pretender en Naamán una perfección inmediata. Por eso le dice: “Vete en paz”. Podemos imaginar estas palabras, dichas con una sonrisa, esa sonrisa de quien entiende la angustia y el drama espiritual de esta persona.

Segunda Lectura: 2 Timoteo 2,8-13

Querido hermano: Acuérdate de Jesucristo, resucitado de la muerte, y descendiente de David. Ésta es la Buena Noticia que yo predico 2,9: por la que sufro y estoy encadenado como malhechor, pero la Palabra de Dios no está encadenada. 2,10: Yo todo lo sufro por los elegidos de Dios, para que, por medio de Cristo Jesús, también ellos alcancen la salvación y la gloria eterna. 2,11: Esta doctrina es digna de fe: Si morimos con él, viviremos con él; 2,12: si perseveramos, reinaremos con él; si renegamos de él, renegará de nosotros; 2,13: si le somos infieles, el se mantiene fiel, porque no puede negarse a sí mismo. – Palabra de Dios

Cuando Pablo escribe la segunda carta a Timoteo, está en prisión en Roma. Pablo ya experimentó un primer proceso durante el cual nadie tuvo el coraje de presentarse a declarar en su favor (2 Tim 4,16). Muchos amigos lo abandonaron o dieron testimonios contra él (2 Tim 4,9-15). Los paganos lo consideraban un malhechor y los judíos un traidor. ¡Esta es la suerte que le espera quien se dedica fielmente a la causa del Evangelio!

¿Qué le consuela al apóstol en esta difícil situación? La idea de que también Cristo pasó por los mismos sufrimientos y malos entendidos antes de entrar en la gloria del padre. Por esto dice a Timoteo y se dice a sí mismo: “Acuérdate de Cristo Jesús” (v. 8). Para llegar a la salvación es necesario caminar por el mismo camino. “Si hemos muerto con él, también viviremos con él. Si sufrimos con él, también reinaremos con él” (vv. 11-12).

Lo que le pasó a Pablo y a Jesús se repite en la vida de cada auténtico discípulo. Aquellos que se comprometen a favor de su propia comunidad deben aceptar también las críticas, los malentendidos y hasta las persecuciones y, pese a las dificultades, deben cultivar la serenidad y alegría, convencidos de que el mensaje de amor y de paz que anuncian traerá abundantes frutos. “La palabra de Dios no está encadenada” (v. 9).

Evangelio: Lucas 17,11-19

Había un dicho en tiempo de Jesús: “Cuatro categorías de personas son como los muertos: los pobres, el leproso, los ciegos y los que no tienen hijos”.

Los leprosos no podían aproximarse a las aldeas y lugares habitados porque eran considerados impuros, igual que los cementerios. Algunos rabinos decían que si se encontraban con un leproso le tirarían una piedra y le gritarían: “Vuelve a tu lugar y no contamines a otras personas”. Todas las enfermedades eran consideradas un castigo por los pecados pero la lepra era el símbolo del pecado mismo. Decían que Dios castigaba sobre todo a las personas envidiosas, arrogantes, a los ladrones, a los asesinos, a los que hacían falsas promesas y a los incestuosos. La curación de la lepra era considerada como un milagro comparable a la resurrección de un muerto. Sólo el Señor podía curarla. En primer lugar, el leproso debía expiar todos los pecados que había cometido. Por eso los leprosos se sentían rechazados por todos: por la gente y por Dios.

Dadas estas costumbres y esta mentalidad, uno entiende la razón por la que los diez leprosos se detuvieron a una distancia y gritaban desde lejos: “Jesús, maestro, ten piedad de nosotros” (v. 13).

Cabe destacar que los leprosos no le pedían a Jesús que los sanara, sino que solo tuviera compasión de ellos y quizás que les diera alguna limosna. Tan pronto como los ve Jesús les dice: “Vayan y preséntense a los sacerdotes” (v. 14). Los diez leprosos partieron y a lo largo del camino se encontraron sanos.

Hay algo especial en este milagro: la curación no ocurre inmediatamente. La lepra desaparece más tarde, cuando los leprosos van por el camino. Esto es similar al episodio de la historia en la primera lectura. Naamán se curó después de partir de Eliseo.

Viéndose curado, uno de los diez leprosos vuelve, encuentra al Maestro y cae de rodillas para darle las gracias. Es un samaritano. Jesús se maravillas que sólo un desconocido, sintió la necesidad de dar gloria a Dios. Lo levanta y le dice: “Levántate y vete; tu fe te ha salvado”.

Nos damos cuenta ante todo que la historia no habla de uno, sino diez leprosos. Lucas no subraya este particular como dato pasajero. El número diez en la Biblia tiene un valor simbólico: indica la totalidad (las manos tienen diez dedos). Los leprosos del Evangelio representan por lo tanto, a toda la gente, la humanidad entera lejos de Dios. Todos nosotros—nos viene a decir Lucas—somos leprosos y necesitamos encontrar a Jesús. Nadie es puro; todos llevamos en nuestra piel los signos de muerte que sólo la palabra de Cristo puede curar.

Quien no es consciente de su condición de ser un pecador termina considerándose a si mismo como justo y con la obligación de condenar a otros a la marginación. Dios no ha creado dos mundos: uno para los buenos y el otro para los malvados, sino un mundo único en el cual llama a todos sus hijos e hijas a vivir juntos, siendo todos pecadores salvados por su amor.

El mismo mensaje está contenido en una segunda paradoja: la lepra pone juntos judíos y samaritanos, une a las personas que, gozando de buena salud, se desprecian, odian y luchan entre sí. La conciencia de la común desgracia y sufrimiento hace amigos y hace entrar en solidaridad.

Y esto es exactamente lo que sucede en el campo espiritual: Si uno se considera justo y perfecto, inevitablemente pone barreras y vallas de protección delante de los “leprosos”. Quien se siente a sí mismo como leproso no se sentirá superior, no juzgará, no pondrá distancia, no mirará a otros despectivamente sino que estará en solidaridad con los buenos y con los malos.

Jesús no tiene miedo de ser considerado un pecador. No es un “fariseo” que se distancia de los impuros. Al final de la historia del leproso curado, el evangelista Marcos señala que, después de tocar y curar al leproso Jesús ya no podía entrar públicamente en la aldea sino que debió quedarse fuera en lugares apartados (Mc 1,45). Jesús sabía que al tocar al leproso quedaba impuro y por eso tuvo que distanciarse de la sociedad de los puros. Sabiendo esto lo tocó y decidió compartir la condición de los marginados y excluidos.

La tercera paradoja tiene que ver con la solidaridad entre las personas: los diez leprosos no tratan de acercarse a Jesús cada uno por su cuenta. Van juntos en busca de Jesús. Su oración común es: “Jesús, Maestro, tu que comprendes nuestra condición, ten piedad de nosotros”.

Esta oración es una condenación de la invocación seudo-espiritual, individualista, intimista predicada por los que buscan “la salvación de su alma”. La salvación puede llegar solamente junto con la de los hermanos. Los grandes personajes de la Biblia están siempre en solidaridad con su pueblo. Azarías, un joven de vida ejemplar, reza: “Porque hemos cometido toda clase de pecados, alejándonos de ti, rebelándonos contra ti, hemos cometido toda clase de pecados, hemos quebrantado los preceptos de la lay; no hemos puesto por obra lo que nos has mandado para nuestro bien” (Dan 3,29-30). Moisés se vuelve al señor diciendo: “Ahora, o perdonas su pecado o me borras de tu registro” (Ex 32,32). Pablo incluso pronuncia la frase paradójica: “Hasta desearía ser aborrecido de Dios y separado de Cristo si así pudiera favorecer a mis hermanos, los de mi linaje” (Rom 9,3).

En el paraíso no habrá nadie, ni siquiera Dios será feliz, hasta que el último ser humano se libere de la “lepra” que los separa de Dios y de los hermanos.

La cuarta paradoja de la narración es una invitación a reflexionar sobre la eficacia salvífica de la palabra pronunciada por Jesús. Los leprosos lo invocan desde la distancia (vv. 11-12). No pueden acercarse a él. ¿Será capaz Jesús de oír su grito desesperado? ¿Hará algo en su favor o la distancia lo bloqueará para intervenir? Estas son las dudas, los temores acosan no solo a los diez leprosos, sino también a la comunidad de los cristianos de Lucas. No pueden acercarse materialmente al Maestro; y también dudan lo cual es otro obstáculo. Sabemos que cuando Jesús estaba cerca, cuando estaba caminando por los caminos de Palestina, era posible acercarse a él, tocarlo, hablar con él. Prestó atención a todos, escuchando a cada solicitud de ayuda y con su palabra, curaba todas las enfermedades. ¿Pero ahora que ya no es visible en este mundo y está “muy lejos”: ¿se inclinará para escucharnos? ¿Está aun interesado en nuestra “lepra”? ¿Será capaz de sanar también “a distancia”?

La respuesta de Lucas a sus cristianos y también para nosotros es simple: no es la distancia la que puede impedir que nuestras oraciones lleguen a él. No existen circunstancias desesperadas en las que, con su palabra, aun pronunciadas “a distancia” no pueda resolver. La palabra que sana toda clase de “lepra” continúa siendo anunciada y su eficacia se mantiene intacta. Es suficiente confiar en él, como ese leproso samaritano a quien Jesús le dice: “Tu fe te ha salvado” (v. 19).

Los diez leprosos fueron curados en el camino. ¿Por qué Jesús no los curó inmediatamente—como siempre lo hace—y luego enviarlos a los sacerdotes para la verificación según prescribía la ley? ¿Quiere poner a prueba la gratitud de los leprosos? Un mensaje teológico está ciertamente ligado a este detalle del episodio. En el Nuevo Testamento, la vida cristiana se compara con un “Itinerario”, un viaje largo y tedioso. La curación de la “lepra” que hace que nos sintamos lejos de Dios, rechazados por las hermanos/as y despreciados por nuestra propia conciencia—según sabemos y lo verificamos cada día—no ocurre de repente; sucede progresivamente y requiere toda una vida. Jesús nos invita a caminar este camino con paciencia, serenidad, optimismo y guiado a cada paso por su palabra. En el camino, aquellos que tienen fe verificarán el prodigio. Poco a poco verán “su piel cada vez más como la de un niño” como sucedió a Naamán.

Llegamos al punto más difícil del relato: ¿Por qué sólo uno regresó para dar gracias? ¿Por qué Jesús se queja del comportamiento de los otros nueve cuando él les ordenó ir y mostrarse a los sacerdotes? ¿Quiénes desobedecieron? ¿No fue tal vez el samaritano?

Cabe suponer que los otros nueve regresaron también más tarde para dar las gracias. Primero fueron a los sacerdotes para las “formalidades” de verificación de su salud y para volver a ser admitidos a la vida comunitaria. Luego habrán regresado a sus familias y seguramente también regresaron a dar las gracias a Jesús. Esta es la única reconstrucción de los hechos. Pero ¿por qué se lamenta Jesús?

Aquí no se trata de acción de gracias; Jesús no está triste porque vio una la falta de gratitud. Dice Jesús que sólo el samaritano “dio gloria a Dios”, es decir, el único que comprendió inmediatamente que la salvación de Dios viene a nosotros por medio de Cristo. Es el único que reconoce no sólo el bien recibido, sino también al intermediario elegido por Dios para comunicar sus dones. El leproso samaritano curado deseaba proclamar ante todos su gratitud y su descubrimiento. Los otros no eran malos, sólo que no estaban inmediatamente conscientes de la novedad. Siguieron el camino tradicional: pensaban que uno llegaba a Dios a través de las prácticas religiosas antiguas, a través de los sacerdotes del templo.

Jesús se sigue sorprendiendo de que sus compatriotas judíos, aunque suelen leer las sagradas escrituras y están educados por los profetas, fueron precedidos por un samaritano en reconocer al Mesías de Dios.

El hecho de la curación de los diez leprosos es releído por Lucas como una parábola, como una imagen de lo que sucedió en su tiempo: los herejes, paganos, pecadores fueron los primeros en reconocer en Jesús el mediador de la salvación de Dios.

http://www.bibleclaret.org

XXVII Domingo ordinario. Año C

“En aquel tiempo, los apóstoles dijeron al Señor: “Auméntanos la fe”. El Señor les contestó: Si tuvieran fe, aunque fuera tan pequeña como una semilla de mostaza, podrían decir a ese árbol frondoso: Arráncate de raíz y plántate en el mar, y los obedecería.
¿Quién de ustedes, si tiene un siervo que labra la tierra o pastorea los rebaños, le dice cuando éste regresa del campo: Entra enseguida y ponte a comer? ¿No le dirá más bien: Prepárame de comer y disponte a servirme, para que yo coma y beba; después comerás y beberás tú?
¿Tendrá acaso que mostrarse agradecido el siervo, porque éste cumplió con su obligación?
Así también ustedes, cuando hayan cumplido todo lo que se les mandó, digan: sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer”. (Lucas 17, 5-10)


Auméntanos la fe
P. Enrique Sánchez, mccj

Los versículos que preceden al texto del evangelio de este domingo hablan, en primer lugar, de lo inevitable que resulta no pecar y de la necesidad, como cristianos, de saber que estamos llamados a perdonar siempre.

Este mandato seguramente no resultaba algo evidente a los oídos de los discípulos de Jesús, pues perdonar no era y nunca ha sido algo fácil de poner en práctica.

Para perdonar, los discípulos entendieron que se necesitaba de algo más que la buena voluntad; era necesario tener fe.

Era necesario ponerse a otro nivel para ver las cosas desde la perspectiva de Dios.  De ahí la suplica de los discípulos a Jesús: ¡Auméntanos la fe!

Tal vez nos aparecerá claro que Jesús aprovecha de esa súplica para hacer entender a los discípulos que en cuestiones de fe no se trata de aumentar o de disminuir, que no es el caso cuantificar para cualificar la calidad de la fe.

Y la pregunta que puede surgir también en nosotros escuchando estas palabras es:

¿De qué se trata? ¿Qué significa tener fe? ¿Cómo podemos pasar de las ideas a la práctica de la fe?

Esas son preguntas que nos hacemos también nosotros y que nos acompaña a lo largo de toda nuestra vida, obligándonos a dar respuestas siempre nuevas y jamás definitivas, pues la fe es algo que se vive a diario y que nos acompaña de distintas maneras en el proceso de crecimiento de nuestra vida humana y espiritual. No faltan las ocasiones en que nos aventuramos a tratar de darnos definiciones de la fe y muchas veces nos hacemos la idea de que tener fe significa aventarse a un abismo con los ojos cerrados y sin saber qué es lo que nos espera al Final de la caída. Nos imaginamos que tener fe es abandonarse totalmente a lo desconocido, al límite, confiados en que el Señor se encargará de que nada terrible nos suceda o que algo bello aparecerá, proporcionalmente a la medida de nuestra confianza.

Si no estamos atentos podemos confundir la experiencia de fe con un juego de apuesta en donde más arriesgo y más crece la posibilidad de ganar o viceversa, menos fe tengo y menor es la posibilidad de que alcance lo que ando buscando.

En el Evangelio Jesús nos enseña que en realidad cuando se trata de fe no es cuestión de cantidades o de intensidades, pues si así fuera el caso, se cumpliría el ejemplo que da, diciendo que, si tuviéramos fe como un grano de mostaza, seríamos capaces de decirle a un árbol que se arrancara y se lanzara al mar y obedecería.

En la vida de todos los días, en realidad no se trata de tener mucha o poca fe, sino de tenerla.

Se trata de vivir creyendo y eso implica confianza y capacidad de reconocer la acción de Dios que interviene constantemente en nuestras vidas. La fe es lo que nos abre los ojos para que descubramos todo lo bello que Dios va haciendo en nuestra vida.

Si habláramos de cantidades, para quien tiene mucha o poca fe, los resultados al final son los mismos. Dios se manifiesta y nos sorprende siempre con algo inesperado y que representa un bien, una bendición que no esperábamos.

El problema se presenta para quien no cree, pues se niega la posibilidad de entrar en el mundo de Dios y no puede percibir su presencia en los pequeños o en los grandes detalles de la vida en donde él se manifiesta.

Tener fe, a Fin de cuentas, no es otra cosa que ser capaces de descubrir y de sentir presente a Dios en nuestras vidas, como alguien que va un paso adelante para asegurarnos un buen camino.

Basta un poquito de fe para que podamos descubrir cómo Dios va actuando en nuestras vidas y un poquito de confianza, puesta sinceramente en el Señor, es suficiente para que se nos abran los ojos y podamos descubrir cómo Dios no se cansa de hacer maravillas para nosotros.

Por otra parte, se podría decir que la fe es la experiencia que permite ver con el corazón lo que los ojos no son capaces de contemplar. Es pasar de lo inmediato de cada día a lo infinito y eterno que experimentamos al descubrirnos en Dios.

Tener fe sería vivir la gracia de sentir cómo Dios va conduciendo nuestras vidas por caminos que no se empantanan, impidiendo que nos quedemos atascados en lo inmediato de nuestra realidad tan frágil y fugaz.

La fe es lo que nos abre los horizontes y nos permite contemplar el futuro con optimismo y con confianza, porque descubrimos que hay Alguien que nos precede preocupado por nuestro bienestar.

Ante la exigencia de perdonar, que Jesús pide a sus discípulos, la experiencia de la fe se hace necesaria, pues es la garantía para poder considerar las cosas, las experiencias y las situaciones que va presentando la vida desde otra perspectiva, con la sensibilidad de Dios.

Sólo desde la fe se puede entender al hermano que se ha equivocado y se le puede perdonar y aceptar los errores, porque tomamos conciencia de la manera como Dios lo ve y lo abraza con su paciencia y su misericordia.

Sólo desde la fe se puede comprender que en aquellas situaciones que nos parecen inaceptables puede existir una oportunidad para crecer o para ser mejores, porque Dios siempre está a la obra.

Sólo desde la fe podemos lanzarnos al futuro y esperar que las cosas sucedan, porque sabemos que hemos puesto la confianza en Alguien que no defrauda y que no nos abandona jamás.

Por la fe, lo que parece imposible se hace posible y no se trata de aumentar o de disminuir, porque la fe no tiene qué ver con pesos y medidas.

Basta con custodiar ese don en nuestros corazones para que su acción sea efectiva en nuestras vidas y lo que muchas veces nos puede parecer imposible se haga posible. Porque para Dios no hay imposibles.

La segunda parte de nuestro texto del Evangelio de este domingo nos ayuda a entender que el don de la fe, como el don de la vida, son un regalo que Dios nos hace gratuitamente.

La vida eterna, a la que todos estamos invitados y a la cual se nos ha dado el privilegio de recibirla, no es algo a lo que tengamos derecho, como si se tratara de un salario que conviene al trabajador que ha desempeñado bien su tarea.

La relación que estamos llamados a establecer entre Dios y nosotros no puede ser como la que existe entre el patrón y el siervo.

Dios siempre nos da, por encima de lo que nosotros podríamos exigir o pretender. Dios da desde su gratuita y extraordinaria bondad y no en proporción a lo que nosotros le pudiésemos ofrecer.

Dios nos da, sin merecer, como decían nuestras abuelas cuando bendecían los alimentos antes de sentarnos a la mesa.

En este sentido, podemos entender que se les diga a los discípulos que están llamados a reconocer que en su relación con Dios sólo han hecho lo que les correspondía hacer. “Somos servidores a los que no hay nada qué agradecer, pues no hicimos mas que cumplir con nuestra obligación”.

El valor que ponen en evidencia estas cuantas palabras del Evangelio no es otro sino el de la gratuidad que caracteriza la relación con Dios. Él no gratifica  nuestros méritos, aunque los reconozca, y no exige nada extraordinario para manifestar en nosotros su bondad.

En nuestra relación con él nos corresponde únicamente cumplir con nuestro deber de ser agradecidos y aplicarnos, como siervos suyos, en la observancia de sus propuestas de vida.

Lo único que nos toca, como buena obligación, no es más que alabar, bendecir y reconocer la bondad del Señor y tratar de vivir dando gracias por todo aquello que no se cansa de sembrar en lo ordinario de nuestras vidas.

Vivir de esa manera seguramente se transforma en una experiencia de fe que no necesita de explicaciones ni de definiciones; sino que se convierte en experiencia de vida que mueve a ir cada día reconociendo las bondades del Señor, sin hacer mucha poesía.

Que el Señor nos conceda ser personas de fe profunda y sencilla, para que podamos reconocer la bondad de Dios en nuestras vidas y que nos conceda convirtamos en cristianos agradecidos por haber sido llamados a compartir la misión de Jesús en este mundo y en este tiempo en que necesitamos sentir la bondad de Dios que nos acompaña en nuestro caminar.

Para continuar con nuestra reflexión.

¿Me considero una persona de fe?
¿Reconozco las maravillas que Dios está haciendo en mi vida?
¿Mi experiencia de fe me mueve a ser agradecido con Dios y a crear relaciones nuevas con mis hermanos?
¿Pretendemos que Dios nos recompense por lo que hacemos o vivimos agradecidos por lo que recibimos sin merecer?
¿Qué hacemos para cumplir con lo que podemos considerar nuestra obligación en la relación con Dios?


Elogio de la fe pequeña y del servicio humilde
P. Manuel João Pereira Correia, mccj

La fe y el servicio son los temas de la Palabra de Dios de este domingo. Podemos detenernos más en el primero o en el segundo aspecto, pero al final nos damos cuenta de que ambas virtudes van unidas. El servicio es la medida de la fe.

El poder de la fe

Los apóstoles dijeron al Señor: «¡Auméntanos la fe!». El Señor respondió: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a esta morera: “Arráncate y plántate en el mar”, y os obedecería».

La fe está en el corazón de la Palabra de este domingo. La encontramos en las tres lecturas. En la primera lectura (Habacuc 1,2-3;2,2-4), a la oración del profeta Habacuc, que pregunta: «¿Hasta cuándo, Señor, clamaré pidiendo ayuda y no escuchas?», Dios responde: «El justo vivirá por su fe». El Evangelio subraya una fe humilde, que siempre se reconoce pequeña e insuficiente, sin la ilusión de poseer la fe de los “grandes creyentes”.

Fe (pístis) y creer (pisteúō) aparecen muchísimas veces en el Nuevo Testamento, más de 240 veces cada uno. En el Antiguo Testamento, creer se expresa con un verbo que tiene la misma raíz que la palabra AMÉN, que significa: «apoyarse en Dios», como en una roca firme y sólida.

Hoy los apóstoles hacen una oración bellísima: «¡Auméntanos la fe!». Parecida a la del padre que pide a Jesús que cure a su hijo: «Creo; ¡ayuda a mi incredulidad!» (Mc 9,24). Una oración que todos compartimos, porque es esencial para ser discípulos de Jesús. Surge espontáneamente de los labios de los Doce como reacción a su impotencia ante la exigencia de Jesús de perdonar al hermano incluso siete veces al día.

La respuesta de Jesús puede parecer desconcertante y desalentadora, casi un reproche a la poca fe de los pobres apóstoles. No tendrían ni siquiera una fe tan grande como el minúsculo grano de mostaza, considerado el más pequeño de todas las semillas. Sin embargo, yo diría que las palabras de Jesús son más bien un elogio inesperado de la fuerza de la fe. De hecho, es capaz de arrancar un árbol centenario, como la morera o (quizás) el sicómoro, ambos con raíces profundísimas y difíciles de arrancar. Son símbolo de lo que es estable e inamovible — justamente para poner de relieve el poder extraordinario de la fe. «Todo es posible para el que cree» (Mc 9,23).

Sin la fe no podemos vivir, como cristianos y como personas. La fe no es solo confianza en Dios, sino también confianza en la belleza de la vida, en la bondad de las personas, en el futuro de la historia. Es confiar en el otro, fundamento de toda relación y convivencia humana.

La fe es don. Un don natural que se manifiesta en la confianza espontánea que tenemos en la vida. Don sobrenatural que nace de la escucha de la Palabra de Dios. Sin embargo, la gracia de la fe no debe darse por supuesta. Jesús llegó a exclamar algo muy desconcertante y perturbador: «Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lc 18,8).

Este don puede debilitarse, hacerse pequeño hasta desaparecer. Esperemos que esto no ocurra de manera irreparable, para siempre. San Pablo dice a su discípulo amado Timoteo (segunda lectura): «Te recuerdo que reavives el don de Dios que está en ti». Para decir «reavivar» usa un verbo griego (anazōpurein) que aparece solo dos veces en la Biblia y significa reavivar el fuego bajo las cenizas. Sin una atención constante, las cenizas de la incredulidad pueden sofocar la llama de la fe.

Entonces una oración brota espontáneamente de nuestro corazón: Ven, Espíritu Santo, Soplo de vida, ven y sopla sobre las cenizas que cubren nuestra fe.

¿Somos siervos inútiles?

La segunda realidad que emerge de la Palabra es el servicio. Un servicio humilde, de siervos, como dice Jesús en la segunda parte del Evangelio:
Cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: «Somos siervos inútiles. Hemos hecho lo que teníamos que hacer».

La expresión «siervos inútiles» puede parecer irrespetuosa respecto a nuestro servicio. Nadie se considera un «siervo inútil». En realidad, la traducción no parece del todo exacta. Sería mejor traducir «siervos no necesarios» o «simples siervos». Todos podemos ser útiles, pero nadie es indispensable. Excepto el Siervo por excelencia, Jesús, que se presentó entre nosotros como el que sirve (Mc 10,45). Nadie puede enorgullecerse del servicio que presta. Al final, todo es don de Dios. «¿Qué tienes que no hayas recibido?», nos pregunta Pablo (1 Cor 4,7).

En realidad, es un honor para nosotros ser siervos del Señor. En la Escritura, «siervo» es un título honorífico cuando se relaciona con una gran figura. ¡Cuánto más ser siervos de Dios! Figuras como Moisés, David, los profetas, los apóstoles son llamados «siervos del Señor». Al ser siervos no perdemos nuestra dignidad, sino que la recuperamos. Jesús lo expresa bien en otro pasaje: «Dichosos aquellos siervos a quienes el Señor, al llegar, encuentre en vela; en verdad os digo que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y, pasando, les servirá» (Lc 12,37).

Para la reflexión y la oración personal

Ven, Espíritu de Dios, sopla sobre las cenizas que cubren mi fe:
– las cenizas de una fe moralista y rutinaria,
– las cenizas de una fe oportunista en un «Dios-tapagujeros»,
– las cenizas de una fe caprichosa, infantil,
– una fe que hace exigencias, del «todo enseguida»,
– las cenizas de una fe derrotista, resignada, triste, desilusionada,
– una fe apagada, vivida sin pasión, que ya no espera nada.

Ven, Espíritu de Fuego, reaviva mi fe y hazla:
– una fe humilde, vivida en el servicio, como Jesús mi Señor,
– una fe en camino, que acepta límites y debilidades,
– una fe que no se escandaliza de los pecados ajenos,
– una fe que no se rinde, apasionada y contagiosa,
– una fe para tiempos de crisis, no apoyada en sostenes externos,
– una fe que se abandona al Misterio, sin pedir tantos porqués.

Espíritu, Don inefable del Padre, dame el don de la fe:
– la fe del centurión, a quien le basta una sola Palabra,
– la fe de la cananea, que no se cansa de llamar al corazón de Cristo,
– la fe de la pecadora que llora sus pecados a los pies del Maestro,
– la fe de la mujer a quien le basta tocar el borde del manto de Jesús,
– la fe de José, que obedece a Dios en silencio,
– la fe de María, que se proclama la sierva del Señor.


Auméntanos la fe
José Antonio Pagola

De manera abrupta, los discípulos le hacen a Jesús una petición vital: «Auméntanos la fe». En otra ocasión le habían pedido: «Enséñanos a orar». A medida que Jesús les descubre el proyecto de Dios y la tarea que les quiere encomendar, los discípulos sienten que no les basta la fe que viven desde niños para responder a su llamada. Necesitan una fe más robusta y vigorosa.
Han pasado más de veinte siglos. A lo largo de la historia, los seguidores de Jesús han vivido años de fidelidad al Evangelio y horas oscuras de deslealtad. Tiempos de fe recia y también de crisis e incertidumbre. ¿No necesitamos pedir de nuevo al Señor que aumente nuestra fe?
Señorauméntanos la fe
Enséñanos que la fe no consiste en creer algo sino en creer en ti, Hijo encarnado de Dios, para abrirnos a tu Espíritu, dejarnos alcanzar por tu Palabra, aprender a vivir con tu estilo de vida y seguir de cerca tus pasos. Solo tú eres quien «inicia y consuma nuestra fe».
Auméntanos la fe
Danos una fe centrada en lo esencial, purificada de adherencias y añadidos postizos, que nos alejan del núcleo de tu Evangelio. Enséñanos a vivir en estos tiempos una fe, no fundada en apoyos externos, sino en tu presencia viva en nuestros corazones y en nuestras comunidades creyentes.
Auméntanos la fe
Haznos vivir una relación más vital contigo, sabiendo que tú, nuestro Maestro y Señor, eres lo primero, lo mejor, lo más valioso y atractivo que tenemos en la Iglesia. Danos una fe contagiosa que nos oriente hacia una fase nueva de cristianismo, más fiel a tu Espíritu y tu trayectoria.
Auméntanos la fe
Haznos vivir identificados con tu proyecto del reino de Dios, colaborando con realismo y convicción en hacer la vida más humana, como quiere el Padre. Ayúdanos a vivir humildemente nuestra fe con pasión por Dios y compasión por el ser humano.
Auméntanos la fe
Enséñanos a vivir convirtiéndonos a una vida más evangélica, sin resignarnos a un cristianismo rebajado donde la sal se va volviendo sosa y donde la Iglesia va perdiendo extrañamente su cualidad de fermento. Despierta entre nosotros la fe de los testigos y los profetas.
Auméntanos la fe
No nos dejes caer en un cristianismo sin cruz. Enséñanos a descubrir que la fe no consiste en creer en el Dios que nos conviene sino en aquel que fortalece nuestra responsabilidad y desarrolla nuestra capacidad de amar. Enséñanos a seguirte tomando nuestra cruz cada día.
Auméntanos la fe
Que te experimentemos resucitado en medio de nosotros renovando nuestras vidas y alentando nuestras comunidades.

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¿Somos creyentes?
José Antonio Pagola

Jesús les había repetido en diversas ocasiones: «¡Qué pequeña es vuestra fe!». Los discípulos no protestan. Saben que tienen razón. Llevan bastante tiempo junto a él. Lo ven entregado totalmente al Proyecto de Dios: solo piensa en hacer el bien; solo vive para hacer la vida de todos más digna y más humana. ¿Lo podrán seguir hasta el final?

Según Lucas, en un momento determinado, los discípulos le dicen a Jesús: «Auméntanos la fe». Sienten que su fe es pequeña y débil. Necesitan confiar más en Dios y creer más en Jesús. No le entienden muy bien, pero no le discuten. Hacen justamente lo más importante: pedirle ayuda para que haga crecer su fe.

Nosotros hablamos de creyentes y no creyentes, como si fueran dos grupos bien definidos: unos tienen fe, otros no. En realidad, no es así. Casi siempre, en el corazón humano hay, a la vez, un creyente y un no creyente. Por eso, también los que nos llamamos «cristianos» nos hemos de preguntar: ¿Somos realmente creyentes? ¿Quién es Dios para nosotros? ¿Lo amamos? ¿Es él quien dirige nuestra vida?

La fe puede debilitarse en nosotros sin que nunca nos haya asaltado una duda. Si no la cuidamos, puede irse diluyendo poco a poco en nuestro interior para quedar reducida sencillamente a una costumbre que no nos atrevemos a abandonar por si acaso. Distraídos por mil cosas, ya no acertamos a comunicarnos con Dios. Vivimos prácticamente sin él.

¿Qué podemos hacer? En realidad, no se necesitan grandes cosas. Es inútil que nos hagamos propósitos extraordinarios pues seguramente no los vamos a cumplir. Lo primero es rezar como aquel desconocido que un día se acercó a Jesús y le dijo: «Creo, Señor, pero ven en ayuda de mi incredulidad». Es bueno repetirlas con corazón sencillo. Dios nos entiende. Él despertará nuestra fe.

No hemos de hablar con Dios como si estuviera fuera de nosotros. Está dentro. Lo mejor es cerrar los ojos y quedarnos en silencio para sentir y acoger su Presencia. Tampoco nos hemos de entretener en pensar en él, como si estuviera solo en nuestra cabeza. Está en lo íntimo de nuestro ser. Lo hemos de buscar en nuestro corazón.

Lo importante es insistir hasta tener una primera experiencia, aunque sea pobre, aunque solo dure unos instantes. Si un día percibimos que no estamos solos en la vida, si captamos que somos amados por Dios sin merecerlo, todo cambiará. No importa que hayamos vivido olvidados de él. Creer en Dios es, antes que nada, confiar en el amor que nos tiene.

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Falta de fe y sobra de presunción
José Luis Sicre

Después de la parábola del rico y Lázaro, Lucas empalma cuatro enseñanzas de Jesús a los apóstoles a propósito del escándalo, el perdón, la fe y la humildad. Son frases muy breves, sin aparente relación entre ellas, pronunciadas por Jesús en distintos momentos. De esas cuatro enseñanzas, el evangelio de este domingo ha seleccionado solo las dos últimas, sobre la fe y la humildad (Lucas 17,5-10).

Menos fe que un ateo

Cuenta Lucas que un día los apóstoles le pidieron a Jesús: «Auméntanos la fe». Ya que no eran grandes teólogos, ni habían estudiado nuestro catecismo, su preocupación no se centra en el Credo ni en un conjunto de verdades. Si leemos el evangelio de Lucas desde el comienzo hasta el momento en el que los apóstoles formulan su petición, encontramos cuatro episodios en los que se habla de la fe:

  • Jesús, viendo la fe de cuatro personas que le llevan a un paralítico, lo perdona y lo cura (5,20).
  • Cuando un centurión le pide a Jesús que cure a su criado, diciendo que le basta pronunciar una palabra para que quede sano, Jesús se admira y dice que nunca ha visto una fe tan grande, ni siquiera en Israel (7,9).
  • A la prostituta que llora a sus pies, le dice: “Tu fe te ha salvado” (7,50).
  • A la mujer con flujo de sangre: “Hija, tu fe te ha salvado” (8,48).

En todos estos casos, la fe se relaciona con el poder milagroso de Jesús. La persona que tiene fe es la que cree que Jesús puede curarla o curar a otro.

Pero la actitud de los apóstoles no es la de estas personas. En el capítulo 8, cuando una tempestad amenaza con hundir la barca en el lago, no confían en el poder de Jesús y piensan que morirán ahogados. Y Jesús les reprocha: “¿Dónde está vuestra fe? (8,25). La petición del evangelio de hoy, “auméntanos la fe”, empalmaría muy bien con ese episodio de la tempestad calmada: “tenemos poca fe, haz que creamos más en ti”. Pero Jesús, como en otras ocasiones, responde de forma irónica y desconcertante: “Vuestra fe no llega ni al tamaño de un grano de mostaza”.

¿Qué puede motivar una respuesta tan dura a una petición tan buena? El texto no lo dice. Pero podemos aventurar una idea: lo que pretende Lucas es dar un severo toque de atención a los responsables de las comunidades cristianas. La historia demuestra que muchas veces los papas, obispos, sacerdotes y religiosos/as nos consideramos por encima del resto del pueblo de Dios, como las verdaderas personas de fe y los modelos a imitar. No sería raro que esto mismo ocurriese en la iglesia antigua, y Lucas nos recuerda las palabras de Jesús: “No presumáis de fe, no tenéis ni un gramo de ella”.

Ni las gracias ni propina

En línea parecida iría la enseñanza sobre la humildad. El apóstol, el misionero, los responsables de las comunidades, pueden sufrir la tentación de pensar que hacen algo grande, excepcional. Jesús vuelve a echarles un jarro de agua fría contando una parábola con trampa. Al principio, el lector u oyente se siente un gran propietario, que dispone de criados a los que puede dar órdenes. Al final, le dicen que el propietario es Dios, y él es un pobre siervo, que se limita a hacer lo que le mandan. El mensaje quizá se capte mejor traduciendo la parábola a una situación actual.

Suponed que entráis en un bar. ¿Quién de vosotros le dice al camarero: «¿Qué quiere usted tomar?». ¿No le decís: «Una cerveza», o «un café»? ¿Tenéis que darle las gracias al

camarero porque lo traiga? ¿Tenéis que dejarle una propina? Pues vosotros sois como el camarero. Cuando hayáis hecho lo que Dios os encargue, no penséis que habéis hecho algo extraordinario. No merecéis las gracias ni propina.

Un lenguaje duro, hiriente, muy típico del que usa Jesús con sus discípulos.

El profeta Habacuc y la fe (Hab 1,2-3; 2, 2-4)

La primera lectura, tomada de la profecía de Habacuc habla también de la fe, aunque el punto de vista es muy distinto. El mensaje de este profeta es de los más breves y de los más desconocidos. Una lástima, porque el tema que trata es de perenne actualidad: la injusticia del imperialismo. En su época, el recuerdo reciente de la opresión asiria se une a la experiencia del dominio egipcio y babilónico. Tres imperios distintos, una misma opresión. El profeta comienza quejándose a Dios. No comprende que Dios contemple impasible las desgracias de su tiempo, la opresión del faraón y de su marioneta, el rey Joaquín. Y el Señor le responde que piensa castigar a los opresores egipcios mediante otro imperio, el babilónico (1,5-8). Pero esta respuesta de Dios es insatisfactoria: al cabo de poco tiempo, los babilonios resultan tan déspotas y crueles como los asirios y los egipcios. Y el profeta se queja de nuevo a Dios: le duele la alegría con la que el nuevo imperio se apodera de las naciones y mata pueblos sin compasión. No comprende que Dios «contemple en silencio a los traidores, al culpable que devora al inocente». Y así, en actitud vigilante, espera una nueva respuesta de Dios.

La visión que llegará sin retrasarse es la de la destrucción de Babilonia. El injusto es el imperio babilónico, que será castigado por Dios. El justo es el pueblo judío y todos los que confíen en la acción salvadora del Señor.

El tema tratado por Habacuc no tiene relación con la petición de los discípulos. Pero las palabras finales, “el justo vivirá por su fe”, tuvieron mucha importancia para san Pablo, que las relacionó con la fe en Jesús. Este puede ser el punto de contacto con el evangelio. Porque, aunque nuestra fe no llegue al grano de mostaza ni esperemos cambiar montañas de sitio, esa pizca de fe en Jesús nos da la vida, y es bueno seguir pidiendo: “auméntanos la fe”.

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Desafíos misioneros de la fe
Romeo Ballan, mccj

Puntualmente, al entrar en el mes misionero de octubre, la Palabra de Dios ofrece un mensaje fuerte sobre la fe del creyente, en especial del cristiano y de toda persona que vive e irradia con coherencia su adhesión al Padre de la Vida. Es preciso recordar enseguida que la fe cristiana no se limita al conocimiento y a la aceptación intelectual de las verdades escritas en la Biblia o en el catecismo; la fe no es una cuestión de ritos, ceremonias y otras obras… La fe es, ante todo, la adhesión plena a una Persona, confianza total en su Palabra, entrega de la propia vida en las manos de un Padre amoroso. Nuestra fe no consiste en saber más, sino en vivir, saborear, gustar, fiarse, entregarse. La fe toca de cerca todo ser y todo el ser: espíritu, alma, cuerpo, personas, cosmos, acontecimientos y vicisitudes de la vida ordinaria… Estas realidades se iluminan de una luz nueva según su verdadero valor delante de Dios. La fe es esa “luz gentil”, de la que se había enamorado el Beato John Henry Newman en su camino de conversión, hasta la verdad plena.

¡La fe es vida, salvación! El profeta Habacuc (I lectura), contemporáneo de Jeremías (VII-VI s. a. C.), lo gritaba a la gente, que en una época de represión, maldades, rapiñas, violencias, contiendas, litigios… (v. 3), se preguntaba: ¿quién se salvará? La respuesta del profeta es clara: “el justo vivirá por su fe” (v. 4). El mensaje es nítido; queda la tarea de llevarlo a la práctica en medio del cansancio y los desafíos del camino. Porque para Dios nada es imposible (Lc 1,37). El que se deja guiar y sostener por Él tiene la fuerza para superar los pasos inciertos y cansados; por eso debemos orar como los Apóstoles (Evangelio): “Señor, ¡auméntanos la fe!” (v. 6).

Después de las propuestas exigentes de Jesús en el Evangelio de los domingos anteriores (renuncia a los bienes, puerta estrecha, honestidad a toda prueba, perdón sin condiciones…), los discípulos son conscientes de su fragilidad y tienen miedo. Por tanto, dirigen al Maestro una oración intensa, que cada uno de nosotros, dentro de su itinerario espiritual, siente como auténtica y sincera desde lo profundo del corazón: “Auméntanos la fe”. (v. 6). Los desafíos que Jesús lanza a nuestra fe débil son paradójicos y proverbiales: hasta arrancar de raíz la morera y plantarla en el mar (v. 6), o trasladar montañas (Mc 11,23). Porque todo es posible para el que cree (Mc 9,23).

Sin necesidad de esos signos extraordinarios, la vida del creyente se desarrolla en las situaciones concretas de cada día, con las dificultades diarias (v. 7) en el cumplimiento fiel y gratuito de las tareas de cada uno. Sin pretensiones, ni reivindicaciones o gratificaciones. Con la conciencia de que somos simplemente siervos, gente común, ordinaria, fiel en las cosas de cada día. Justamente, “pobres siervos” (v. 10), felices en poder servir, con una fidelidad capaz de llegar hasta el martirio. Dios mismo será feliz en hacerse el servidor de esos siervos, los hará sentar a la mesa y los servirá (Lc 12,37).

La fe es un don precioso de Dios que debemos reavivar, guardar e irradiar en el mundo, como recomienda S. Pablo a Timoteo (II lectura). Un don que hemos recibido gratuitamente del Padre de la Vida: lo podremos robustecer tan solo si lo compartimos. Porque “¡la fe se fortalece dándola!” (Juan Pablo II, Redemptoris Missio 2). El precioso don de la fe, que enriquece al creyente con abundantes bendiciones, exige claramente el homenaje de nuestra gratitud hacia Dios (cf. Sal 116,12). El compromiso misionero es la primera respuesta de nuestro agradecimiento, compartiendo nuestra fe, sosteniendo y promoviendo el trabajo misionero de la Iglesia para llevar por doquier la luz de la fe; empezando por nuestra familia con la educación de los niños en la fe y en la vida cristiana, e irradiando la fe también en las relaciones sociales entre amigos y colegas.

En el mes misionero de octubre, oremos a la Virgen María, especialmente con el rezo del Santo Rosario, oración popular que ayuda a revivir los misterios de la vida de Cristo y de María, en sintonía con los gozos, esperanzas y problemas misioneros en el mundo, y rogando al Señor que suscite buenas y numerosas vocaciones para su mies en el mundo entero.


Reconocer a Dios en nuestra historia
Fernando Armellini

Introducción

La Biblia no dice que Abrahán haya entrado en un santuario para rezar, pero aun así es considerado no sólo como el padre de los creyentes, sino también el modelo del hombre que ora. Es necesario creer para orar, para creer uno necesita rezar. Toda su vida está marcada por la oración; comenzó a seguir a Dios sólo después de que oyó la palabra del Señor; dio pasos luego de recibir de su Dios una indicación sobre el camino.

Su historia está marcada por un constante diálogo con el señor: “El Señor dijo a Abrán: Vete… Entonces Abrán partió” (Gén 12,1.4). “Abrán recibió en una visión la Palabra del Señor… Abrán contestó: Señor, ¿de qué me sirven tus dotes si soy estéril?” (Gen 15,1.2) “El Señor se apareció a Abrahán junto al encinar de Mambré” (Gen 18,1-3). “Dios puso a prueba a Abrahán… y Abrahán respondió: Aquí me tienes” (Gén 22,1). Este diálogo ha alimentado la fe de Abrahán; le preparó para aceptar la voluntad de Dios. Le hizo creer en su amor a pesar de las apariencias en lo contrario.

Muchos acontecimientos de nuestra vida son enigmáticos, incomprensibles, ilógicos y parecen dar la razón a quien duda si Dios está presente en nuestra vida y nos acompaña en nuestra historia. Es en estos momentos que nuestra fe se pone dura prueba y naturalmente clamamos y rogamos al Señor: “Escucha nuestra voz, atiende nuestro lamento”. Dios siempre escucha nuestra voz aunque es difícil para nosotros percibir su voz. ¡Haz que escuchemos tu voz, Señor! es la invocación que debemos dirigirle. Abre nuestros corazones, ayúdanos a renunciar a nuestros deseos, valores, planes y haz que aceptemos los tuyos. Esta es la fe que salva.

Primera Lectura: Habacuc 1,2-3; 2,2-4

¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me escuches? ¿Hasta cuándo gritaré ¡Violencia!, sin que me salves? 1,3: ¿Por qué me haces ver crímenes, me enseñas injusticias, me pones delante violencias y destrucción y surgen discordias y se alzan contiendas? 2,2: El Señor me respondió: –Escribe la visión, grábala en tablillas, de modo que se lea de corrido: 2,3: la visión tiene un plazo fijado, camina hacia la meta, no fallará; aunque tarde, espérala, que llegará sin retraso. 2,4: El ánimo soberbio fracasará; pero el justo, por su fidelidad, vivirá. – Palabra de Dios

Habacuc es un contemporáneo de Jeremías. Vivían en la misma situación social, política y religiosa. La iniquidad imperaba en el país. “Tensan las lenguas como arcos, dominan el país con la mentira y no con la verdad…. El hermano pone zancadillas… se estafan unos a otros y no dicen la verdad… fraude sobre fraude, engaño sobre engaño” (Jer 9,2-5). “Del primero al último sólo buscan enriquecerse, profetas y sacerdotes se dedican al fraude” (Jer 8,10).

El rey es tonto, incapaz, ama el lujo, explota a los trabajadores para construir su palacio, no protege la causa de los pobres y los miserables (Jer 22,13-17). Las injusticias, los abusos y las desviaciones son vistas por todos—¡esto es escandaloso! Dios no responde. Parece estar desinteresado por lo que sucede en la tierra. ¿Por qué no interviene? ¿Por qué no rescata a los oprimidos?

Atento, sensible, espiritualmente maduro, Jeremías y Habacuc tratan de entender lo que está pasando y no tienen miedos de abrir una disputa con Dios. Le preguntan por la razón por su silencio y de permanecer pasivo: “Aunque tú, Señor, tienes siempre la razón cuando discuto contigo, quiero proponerte un caso: ¿Por qué prosperan los malvados y viven en paz los traidores?” (Jer 12,1).

La gente quiere también una explicación y acuden a Habacuc para que consulte al Señor. Perturbado y confundido, esa misma noche el profeta permanece en oración y dirige a Dios las preguntas que figuran en la primera parte de la lectura de hoy: “¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me escuches? ¿Hasta cuándo te gritaré: ¡Violencia!, sin que me salves? ¿Por qué me haces ver crímenes, me enseñas injusticias, me pones delante violencias y destrucción y surgen discordias y se alzan contiendas?” (Hab 1,2-3).

¡La oración de Habacuc es magnífica! Tiene el valor de decirle al Señor que no concuerda con él, que Dios no entiende su tolerancia hacia los malvados; le recuerda sobre su actitud pasiva y su silencio; se atreve a pedir cuentas de la manera con que gobierna el mundo y los acontecimientos de la historia.

Después de haber expuesto sus quejas y las de la gente, el profeta se queda en silencio. Es el turno de Dios para responder. Es el Señor quien está llamado a justificar su trabajo. Habacuc espera como los centinelas que escrutan el horizonte lejano para capturar hasta el más mínimo movimiento. Espera una señal de que preludie un cambio (Hab 2,1).

La respuesta del Señor es inmediata y es la segunda parte de la lectura (Hab 2,2-4). Dios ordena a Habacuc: “Escribe la visión, grábala en tablillas, de modo que se lea de corrido” (v. 2). Esta es la promesa: en poco tiempo no pasará nada; no habrá ningún cambio inmediato. Un tiempo pasará antes de que llegue la liberación. “¡Ay del que acumula lo que no le pertenece… y amontona objetos empeñados… Ay del que mete en casa ganancias injustas” (vv. 6.9).

Es una respuesta sorprendente: Dios no da ninguna explicación; sólo pide confianza incondicional. Entiende las quejas del profeta y del pueblo; sabe que no entienden las razones de su tolerancia. Sin embargo, asegura que lo que hoy sucede aparecerá un día claramente para todos. Los inicuos—que al parecer prosperan—en realidad están sentando las bases de su ruina. Delante del justo, delante de uno que confía en el señor, se abrirán amplios horizontes de vida.

Segunda Lectura: 2 Timoteo 1,6-8.13-14

Querido hermano: Te recuerdo que avives el don de Dios que recibiste por la imposición de mis manos. 1,7: Porque el Espíritu que Dios nos ha dado no es un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, amor y templanza. 1,8: No te avergüences de dar testimonio de Dios, ni de mí, su prisionero; al contrario con la fuerza que Dios te da comparte conmigo los sufrimientos que es necesario padecer por la Buena Noticia. 1,13: Consérvate fiel a las enseñanzas que me escuchaste, con la fe y el amor de Cristo Jesús. 1,14: Y guarda el precioso depósito con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros. – Palabra de Dios

La segunda carta a Timoteo se dirige sobre todo a aquellos que, en la comunidad cristiana, tienen el ministerio de liderazgo. El pasaje comienza con una invitación a Timoteo: “Te recuerdo que avives el don de Dios que recibiste por la imposición de mis manos” (v. 6).

El ministerio al cual fue llamado: dar testimonio de la verdad—requiere fuerza y coraje. Timoteo, lamentablemente, es tímido y reservado, tanto así que Pablo recomendó un día a los Corintios que le hagan sentir a gusto (1 Cor 16,10); por esta razón le recuerda que el Espíritu es la fuente de fortaleza, amor y templanza, no de timidez (v. 7-8).

En la segunda parte de la lectura (vv. 13-14) el apóstol recomienda dos veces a Timoteo—e indirectamente a todos los ministros de la comunidad—a preservar íntegramente el depósito de la fe.

Al final del siglo primero existían falsos maestros que difundían doctrinas erróneas, extrañas y fantásticas, y comienzan a infiltrarse en las comunidades cristianas. La adhesión a dicha interpretación errónea del Evangelio trae a graves desviaciones teológicas y morales. Los líderes de la comunidad tienen que estar alertas para proteger a los fieles particularmente expuestos y tentados a adherirse a esta herejía que se avecina.

La recomendación de permanecer fiel a los principios de la fe no debe confundirse con inmovilidad espiritual. No es una invitación a cambiar la vida de la comunidad. La nueva interpretación y el estudio profundizado de la Biblia, las explicaciones que hacen más comprensible el evangelio a la gente de hoy no son desviaciones de la fe. Las nuevas formas litúrgicas, los nuevos textos del catecismo, no son la infidelidad a la tradición. El niño tiene que desarrollarse, crecer y convertirse en adulto. Sería un acto de violencia obligarle a permanecer siempre como niño. Así también debe crecer la palabra de Dios (Hech 12,24) y la fe debe madurar. La fidelidad al evangelio requiere una continua metamorfosis de la mente y el corazón.

Este cambio deseado, si es bajo la guía del Espíritu es una expresión y signo de vida.

Evangelio: Lucas 17,5-10

El pasaje del evangelio que nos propone este domingo es difícil. La primera parte donde habla de la fe (vv. 5-6) y la segunda, que habla de una desconcertante parábola (vv. 7-9) son bastante enigmáticas y plantean muchas preguntas. Lo mismo se puede decir del último versículo (v. 10) en el que incluso los más fieles discípulos son llamados “siervos inútiles”.

Empezamos con los prodigios que la fe, incluso tan pequeña como un grano de mostaza, es capaz de producir. Este dicho de Jesús es introducido por una petición de los discípulos: “Auméntanos nuestra fe”.

¿Es posible que la fe crezca? Algunos dicen: o crees o no crees. Una cosa o la otra. En este caso no se trata de más o menos. Esto sería cierto si la fe se redujese a la aprobación dada a un grupo de verdades.

En realidad, el creer no concierne sólo a la mente: implica una elección concreta, implica una confianza completa e incondicional en Cristo y adhesión convencida a su plan de vida. Por eso es fácil darse cuenta de que la fe puede crecer o disminuir. El camino del seguimiento del Maestro es a veces más rápido, otras menos, a veces uno se cansa, frena y se detiene.

La experiencia de una fe incierta y vacilante sucede todos los días: creemos en Jesús, pero no confiamos en él totalmente; no tenemos el coraje para llevar a cabo ciertos cosas, abandonar ciertos hábitos, hacer ciertas renuncias. En este caso tenemos una fe que debe fortalecerse.

La solicitud de los apóstoles revela la convicción que tienen; se han dado cuenta que la madurez espiritual no es un fruto de su esfuerzo y de su compromiso, sino que es un regalo de Dios. Por eso le pidieron a Jesús que los haga más convencidos y generosos en la elección de seguirlo.

Desde el contexto se intuye también la razón por la que se dirigen a Jesús con esta petición. Jesús les ha propuesto el difícil camino que les espera: tienen que entrar por la puerta estrecha (Lc 13,24), dispuestos a “odiar” padre y madre (Lc 14,26), renunciar a todos sus bienes (Lc 14:33) y— como está escrito en los versículos inmediatamente anteriores a nuestro texto—deben ser capaces de perdonar sin límites y sin condiciones (Lc 17,5-6). Ante tal panorama es comprensible que sientan la falta de fuerzas.

La tentación de cuestionar decisiones hechas y dar un paso atrás es grande. Probablemente pueden decir lo que muchos ya habían dicho y hecho: “Este discurso es bien duro ¿quién podrá escucharlo?” (Jn 6,60). Tienen miedo de no lograrlo y por tanto, les nace espontáneamente dentro la petición de ayuda: Auméntanos la fe.

En lugar de escucharlos, Jesús comienza a describir las maravillas que produce fe. Emplea una imagen muy extraña y paradójica para nuestra cultura: habla de un árbol—no se sabe bien si es una mora o un sicómoro—que podría ser milagrosamente desarraigado de la tierra. Jesús dice que la fe es capaz de realizar también lo imposible: desarraigar a un sicómoro o dejar crecer una mora en el mar.

Mateo y Marcos no hablan de un árbol sino de una montaña que puede ser movida con fe (Mt 17,29; Mc 11,23). Debió ser una imagen muy familiar y proverbial utilizada por Pablo (1 Cor 13,2). Sin embargo, el mensaje es el mismo y se puede resumir con las palabras pronunciadas por Jesús en otro contexto: “Todo es posible para quien cree” (Mc 9,23).

Surge espontáneamente una pregunta: ¿por qué nadie ha hecho tales milagros? Jesús no los hizo, tampoco María, ni Abrahán o los grandes santos. No lo han hecho—y no es difícil de entenderlo—porque Jesús estaba hablando de una manera hiperbólica.

Los milagros de los cuales habló Jesús son los cambios esperados en los creen. Son las transformaciones inexplicables, absolutamente imprevisibles que se verifican en la sociedad y en el mundo cuando realmente confiamos en la palabra del Evangelio y la ponemos en práctica.

Algunos ejemplos pueden darnos luz: ante el odio, rencores y prejuicios que caracterizan las relaciones entre los pueblos, ¿quién no ha pensado que es algo inevitable? ¿Quién no ha pensado que determinados conflictos familiares son irreconciliables? ¿Quién no ha estado convencido, al menos una vez, que las raíces de la enemistad son tan profundas que no cabría solución posible?

Para quien cree—dice Jesús—no existen situaciones irremediables. Los que confían en su palabra presenciarán milagros extraordinarios e inesperados; verán cumplido los cambios prodigiosos anunciados por los profetas: el desierto florecerá (Is 32,15) y convertirá su desierto en un edén (Is 51,3).

Esta afirmación es seguida por una parábola (vv. 7-9) que nos deja un poco amargados y desilusionados. No es fácil entender por qué Jesús habló de esta manera.

Cuenta de un esclavo que, después del duro trabajo del día, regresa a casa muy cansado y con la cara quemada por el sol. El maestro, en lugar de felicitarlo por el servicio hecho invitándolo a sentarse y comer un pedazo de pan, le habla con dureza: “Prepárame de comer, ponte el delantal y sírveme mientras como y bebo, después comerás y beberás tú”.

Puesto que el maestro representa a Dios y nosotros somos los sirvientes, tenemos algo de qué preocuparnos: ¿al final de nuestra vida seremos realmente recibidos de esta manera?

La parábola también sorprende porque algunos domingos atrás, oímos que Jesús habló de una manera muy diferente: “Bienaventurados aquellos siervos a los cuales el maestro a su regreso los encontrará despierto; les aseguro que él mismo recogerá su túnica, los hará sentarse a la mesa y les irá sirviendo” (Lc 12,37). ¡Algo estupendo!

La comparación utilizada en el pasaje de hoy no corresponde a nuestra sensibilidad actual; nos irrita. Tenemos que ponerla en el contexto cultural de la época, cuando el esclavo era considerado propiedad del dueño y no podía reclamar nada. Jesús no discute esta situación, la toma como un hecho. Un día Jesús establecerá los principios innovadores en los que se basará la nueva sociedad propuesta por él.

Tenemos que recordar lo que se les pidió a los discípulos durante la última cena: “Los reyes de las naciones paganas gobiernan sobre ellos como señores, y se hacen llamar benefactores. Ustedes no sean así, al contrario, el más importante entre ustedes compórtese como si fuera el último y el que manda como el que sirve. ¿Quién es mayor? ¿El que está a la mesa o el que sirve? ¿No lo es, acaso, el que está a la mesa? Pero yo estoy en medio de ustedes como el que sirve” (Lc 22,25-27).

Jesús no tiene intención de enfrentar el problema de la esclavitud. Hace uso de un ejemplo para transmitir su mensaje teológico. Quiere corregir la manera engañosa cómo los fariseos (de aquella época y hoy) entienden la relación con Dios.

Los guías espirituales de aquel momento predicaban la religión de méritos. Decían: al final de la vida, Dios premiará basado en el rendimiento de cada uno. Por eso es importante lograr el máximo número posible de buenas obras: oración, ayuno, limosna, sacrificios, prácticas religiosas y escrupulosa observancia de los mandamientos y preceptos. Para tener derecho a una recompensa mayor.

Esta manera de entender la relación con el Señor corresponde perfectamente a nuestra lógica. Creemos que es correcto pensar en un Dios así, pero no somos conscientes de que estamos razonando exactamente como los fariseos. El hombre—que es polvo y ceniza—no podrá reclamar ningún derecho ante Dios, de quien recibe todo gratuitamente.

Esta religión de méritos es perjudicial para quien la practica; establece falsos datos, marcados por un egoísmo sutil entre las personas y deforman la relación con Dios. No se aprecia realmente a la persona que hace el bien con un objetivo—no tan oculto—de acumuladas méritos ante Dios. Esa persona se pone en el centro de sus propios intereses, ayuda a las hermanos solo para mejorar su propia vida espiritual.

Jesús quiere que el discípulo deje de lado cualquier tipo de egoísmo, también el egoísmo espiritual. Quien ama de manera incondicional y gratuita como el Padre que está en el cielo entra en el Reino de Dios.

Los principales problemas provocados por la religión del mérito es reducir a Dios para que sea como un contador encargado de mantener los libros de cuentas en orden y firmar con precisión los débitos y los créditos de cada uno. La parábola quiere destruir esta imagen de Dios.

No nos gusta; incluso nos irrita porque también está arraigada la idea que al hacer el bien adquirimos méritos ante Dios. Es demasiado profundo como la raíz del sicómoro.

El versículo que concluye la lectura—ya muy difícil—se hace aún más difícil por algunas traducciones inexactas que hablan de “siervos inútiles”. Es mejor traducirlo: “Somos simples sirvientes, solamente hemos cumplido nuestro deber” (v. 10).

Jesús no pretende subestimar las buenas obras; no desprecia el trabajo de una persona ni asume una actitud de arrogancia hacia quien se compromete para hacer lo que es bueno. Más bien intenta liberar a los discípulos de una forma de egoísmo peligroso para ellos mismos y para los demás: la autorrealización por sí misma, demasiada preocupación por la salud, la exposición de una conducta impecable. Jesús quiere purificar los corazones de impulsos de imitación y de rivalidad espiritual.

No hay que competir para conseguir el favor y el amor de Dios: hay una abundancia de este amor para todos.

Jesús quiere que entiendan que el comportamiento del fariseo que muestra sus propios méritos es una tontería porque el bien no es el resultado de una persona, sino que es siempre y completamente un regalo gratuito de Dios. “¿Qué tienes que no hayas recibido?—dice Pablo —y si lo haz recibido, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido? Si lo has recibido, ¿por qué estás orgulloso de ello como si no lo has recibido?” (1 Cor 4,7).

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XXVI Domingo ordinario. Año C

En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos: “Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y de telas finas y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo, llamado Lázaro, yacía a la entrada de su casa, cubierto de llagas y ansiando llenarse con las sobras que caían de la mesa del rico. Y hasta los perros se acercaban a lamerle las llagas.

Sucedió, pues, que murió el mendigo y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán. Murió también el rico y lo enterraron. Estaba éste en el lugar de castigo, en medio de tormentos cuando levantó los ojos y vio a lo lejos a Abrahán y a Lázaro junto a él.

Entonces gritó: Padre Abrahán, ten piedad de mí. Manda a Lázaro que moje en agua la punta de su dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas. Pero Abrahán le contestó: Hijo, recuerda que en tu vida recibiste bienes y Lázaro, en cambio, males. Por eso él goza ahora de consuelo, mientras que tú sufres tormentos. Además, entre ustedes y nosotros se abre un abismo inmenso, que nadie puede cruzar, ni hacia allá ni hacia acá.

El rico insistió: Te ruego, entonces, padre Abrahán, que mandes a Lázaro a mi casa, pues me quedan allá cinco hermanos, para que les advierta y no acaben también ellos en este lugar de tormentos. Abrahán le dijo: tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen. Pero el rico replicó: No, padre Abrahán. Si un muerto va a decírselo, entonces sí se arrepentirán. Abrahán repuso: Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso, ni aunque resucite un muerto”.


(Lucas 16, 19-31)

El pobre Lázaro
P. Enrique Sánchez, mccj

También hoy, la primera lectura nos introduce al texto del evangelio que vamos a reflexionar poniendo ante nuestros ojos una imagen que fácilmente nos ayuda a entrar en lo que Lucas quiere sembrar en nuestros corazones a través de la parábola del hombre rico y el pobre Lázaro.

Dice el profeta Amos: “¡Ay de ustedes, los que se sienten seguros…! Se atiborran de vino, se ponen los perfumes más costosos, pero no se preocupan por las desgracias de sus hermanos. Por eso irán al destierro a la cabeza de los cautivos y se acabará la orgía de los disolutos” (Amos 6, 1a. 4-7)

Y el evangelista nos muestra el contraste entre el hombre rico que banquetea y el pobre Lázaro que se conformaría con las migajas que caían de la mesa, pero que ni siquiera eso le era consentido.

La reflexión de este pasaje del evangelio nos obliga a hacer memoria de lo que leíamos unos versículos antes en este mismo capítulo, en donde se nos contaba la

historia del mal administrador que astutamente supo servirse del dinero, aunque mal habido, para protegerse en el futuro.

El tema sigue siendo el de la relación que estamos llamados a crear con el dinero y con la riqueza que podemos acumular, para no dejarnos engañar por promesas que terminan por desaparecer y defraudar.

En la parábola de hoy no se habla de riqueza mal obtenida, pero muy finamente se nos hace entender cómo esa riqueza puede convertirse en un obstáculo para crear auténticas relaciones con quienes tenemos a nuestro lado.

El problema no es ser rico o tener muchos bienes, sino la actitud que se puede tener, haciendo que se vayan creando abismos entre quienes se sienten seguros y satisfechos con sus bienes y los pobres que son puestos en el margen y lejos de los intereses personales.

El administrador astuto, de la parábola precedente, había sabido hacerse amigos con la riqueza que administraba y ese acercarse a quienes estaban necesitados y que no podían pagar sus deudas, al final fueron quienes le salvaron de terminar mal.

La riqueza que administraba le ayudó a darse cuenta de que valían más las personas que el dinero, que de un momento al otro podía desaparecer.

En el caso de Lázaro sucede un poco lo contrario, había sido ignorado y despreciado, acabó hundido en su miseria sin que el rico que estaba más allá́ de la puerta se diera cuenta. Tal vez porque vivía distraído y encandilado por su riqueza.

Entre los dos se había creado un abismo que nadie estaba en condiciones de atravesar, porque se trataba del abismo de la indiferencia y, tal vez, del desprecio generado por la convicción de que el rico y el pobre no podrían sentarse en la misma mesa.

Pero para Dios las cosas funcionan de otra manera y muchas veces hemos escuchado en el evangelio que Dios tiene una predilección por los pobres, por los marginados, por los que no cuentan a los ojos de quienes piensan que lo tienen todo.

Como botón de muestra podemos citar las palabras de María que dice en su cántico:

Mi alma engrandece al Señor, y mmi espíritu se alegra en Dios, mi salvador, porque se

fijó en la humildad de su servidora. Desde ahora, todas las generaciones me llamarán dichosa, porque obras grandes hizo en mí el Poderoso. Su nombre es santo, y su misericordia llega de generación en generación a sus fieles. Desplegó la fuerza de su brazo y deshizo los planes de los orgullosos, derribó a los poderosos de sus tronos y elevó a los humildes, a los hambrientos los llenó de bienes y a los ticos los despidió con las manos vacías”. (Lc 1, 47-53)

San Lucas parece poner en contraste dos maneras de usar la riqueza y las consecuencias que pueden resultar para quien busca alcanzar una vida plena. Mientras que para el mal administrador la historia termina relativamente bien, pues se reveló inteligente a la hora de usar de la riqueza que estaba a su disposición haciendo un bien, aunque podría ser criticado; para el rico, que sólo fue capaz de pensar y de disfrutar su riqueza ignorando las necesidades de los demás, el final fue la tristeza de la muerte y la incapacidad de hacer marcha atrás.

No es difícil descubrir la actualidad del mensaje de esta parábola cuando nos detenemos a contemplar un poco la realidad en que nos toca vivir hoy.

Hay personas que, a medida que han ido incrementando sus riquezas, se han ido alejando de la realidad. Viven convencidas de que en el mundo todo funciona bien y sin dificultad. Se crean burbujas geográficas y mentales que justifican un comportamiento que genera indiferencia, cuando no, un rechazo y desprecio por las necesidades de los demás.

La distancia entre ricos y pobres, desde hace muchos años, se dice que se ha convertido en una realidad escandalosa y las estadísticas hablan de un grupo cada día más pequeño de personas que acumulan inmensas fortunas, mientras que el número de pobres aumenta sin que nadie lo pueda detener. Es otra manera muy sencilla de entender el abismo que existía entre el hombre rico y Lázaro.

La dificultad de un encuentro entre ricos y pobres se acrecienta cuando no es sólo la riqueza la que marca la distancia, sino cuando interviene una mentalidad que justifica actitudes y comportamientos que facilitan la indiferencia, la indolencia y la falta de solidaridad.

El abismo que separaba al rico de Lázaro cuando se encontraron después de su paso por este mundo era la mejor imagen para representar lo que nos puede pasar, también a nosotros, cuando nos dejamos encandilar por el brillo de las riquezas.  Uno fue acogido en el seno de Abrahán y el rico acabo enterrado en el lugar de la soledad y del sufrimiento.

Pero sería injusto cargarle las tintas a la figura del rico que, en su momento no supo acercarse a Lázaro en su necesidad, pues no todos los ricos viven en esa actitud.

Todos hemos conocido ricos, aunque sean pocos, que ha vivido muy libres frente a las riquezas y que se han convertido en personas que recordamos por su generosidad y su capacidad de compadecerse de las necesidades de los demás; ricos que no se han dejado engañar por la tentación del derroche y del despilfarro, ricos que han vivido como pobres agradecidos.

Pero también hemos conocido pobres carentes de muchas cosas, pero con el corazón cargado de resentimientos, de rencores; pobres, si hablamos de riquezas, pero cerrados en su miseria.

Nuestra parábola se concluye presentando el drama que vive el rico al darse cuenta de que sus riquezas no le sirvieron para salvarse y sintiendo la desesperación al ver a los de su casa ir por el mismo camino.

Ante las súplicas que dirige a Abrahán la respuesta que recibe es que ahora ya es muy tarde y que los suyos tienen a su alcance la posibilidad de tomar el camino justo. Todo depende de su capacidad de abrir el corazón y sus oídos a la palabra de Dios y al grito de los pobres, a través de los cuales siempre les hablará.

La conclusión parece enseñarnos que, en las cosas de Dios, las historias se voltean y quienes en esta vida se han dado a la riqueza, acaban por perderse para la vida eterna.

Al contrario, a quienes les ha tocado vivir en la limitación y en la pobreza han creado las condiciones en su corazón para estar abiertos a la bondad y a la providencia de Dios que pone siempre nuestros pasos sobre el camino de la felicidad eterna.

Que el Señor nos ayude a poner el corazón en las riquezas que realmente valen la pena.


No ignorar al que sufre
José Antonio Pagola

Estaba echado en su portal.
El contraste entre los dos protagonistas de la parábola es trágico. El rico se viste de púrpura y de lino. Toda su vida es lujo y ostentación. Sólo piensa en «banquetear espléndidamente cada día». Este rico no tiene nombre pues no tiene identidad. No es nadie. Su vida vacía de compasión es un fracaso. No se puede vivir sólo para banquetear.
Echado en el portal de su mansión yace un mendigo hambriento, cubierto de llagas. Nadie le ayuda. Sólo unos perros se le acercan a lamer sus heridas. No posee nada, pero tiene un nombre portador de esperanza. Se llama «Lázaro» o «Eliezer», que significa «Mi Dios es ayuda».
Su suerte cambia radicalmente en el momento de la muerte. El rico es enterrado, seguramente con toda solemnidad, pero es llevado al «Hades» o «reino de los muertos». También muere Lázaro. Nada se dice de rito funerario alguno, pero «los ángeles lo llevan al seno de Abrahán». Con imágenes populares de su tiempo, Jesús recuerda que Dios tiene la última palabra sobre ricos y pobres.
El rico no se le juzga por explotador. No se dice que es un impío alejado de la Alianza. Simplemente, ha disfrutado de su riqueza ignorando al pobre. Lo tenía allí mismo, pero no lo ha visto. Estaba en el portal de su mansión, pero no se ha acercado a él. Lo ha excluido de su vida. Su pecado es la indiferencia.
Según los observadores, está creciendo en nuestra sociedad la apatía o falta de sensibilidad ante el sufrimiento ajeno. Evitamos de mil formas el contacto directo con las personas que sufren. Poco a poco, nos vamos haciendo cada vez más incapaces para percibir su aflicción.
La presencia de un niño mendigo en nuestro camino nos molesta. El encuentro con un amigo, enfermo terminal, nos turba. No sabemos qué hacer ni qué decir. Es mejor tomar distancia. Volver cuanto antes a nuestras ocupaciones. No dejarnos afectar.
Si el sufrimiento se produce lejos es más fácil. Hemos aprendido a reducir el hambre, la miseria o la enfermedad a datos, números y estadísticas que nos informan de la realidad sin apenas tocar nuestro corazón. También sabemos contemplar sufrimientos horribles en el televisor, pero, a través de la pantalla, el sufrimiento siempre es más irreal y menos terrible. Cuando el sufrimiento afecta a alguien más próximo a nosotros, no esforzamos de mil maneras por anestesiar nuestro corazón.
Quien sigue a Jesús se va haciendo más sensible al sufrimiento de quienes encuentra en su camino. Se acerca al necesitado y, si está en sus manos, trata de aliviar su situación.

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Siempre habrá un Lázaro a mi puerta
Fray Marcos

Por última vez, después de una insistencia machacona, nos habla Lucas de la riqueza. Yo también tengo claro que en materia de riqueza no haremos caso ni aunque resucite un muerto. La parábola va dirigida a los fariseos. Acaba de decir el evangelista: “Oyeron esto (no podéis servir a dos amos) los fariseos, que son amigos del dinero, y se burlaban de él”. Jesús apoyándose en las creencias que ellos aceptaban, quiere hacerles ver que, si de verdad creyeran lo que predican, no estarían tan pegados a las riquezas.

Esta parábola es clave para entender algo de lo que nos dice el evangelio sobre las riquezas. No se puede hablar de ellas en abstracto y la parábola nos obliga a pisar tierra. El rico no tiene en cuenta al pobre y sin esa toma de conciencia nada tiene sentido. Lo único negativo de la parábola es que, mal interpretada, nos ha permitido utilizarla como opio. Aguanta un poco, hombre, que aunque te parezca que el rico disfruta, espera al más allá y le verás freírse en el infierno, mientras tú encontrarás la dicha más completa.

Esta parábola nos dice lo mismo que (Mt 25,34-46) “Porque tuve hambre y no me disteis  de comer, tuve sed y no me disteis de beber.” Las dos hay que entenderlas dentro de una visión mitológica del más allá: premio y el castigo como solución de las injusticias del más acá. Utilizar estos textos para seguir hablando de un premio para los pobres y un castigo para los ricos en el más allá no tiene sentido alguno; a no ser que se busque la resignación de los pobres para que los ricos puedan seguir disfrutando de sus privilegios.

Para comprender por qué el rico, que comía y vestía de lo suyo, es lanzado al “hades”, debemos explicar el concepto de rico y pobre en la Biblia. Para nosotros “rico” y “pobre” son conceptos que hacen referencia a una situación social. Rico es el que tiene más de lo necesario para vivir y puede acumular bienes. Pobre es el que no tiene lo necesario para vivir y pasa necesidades vitales. En el AT la perspectiva es siempre religiosa. Fueron los profetas, empezando por Amós, los que levantaron la liebre y denunciaron la maldad de la riqueza. Su razonamiento es simple: la riqueza se amasa siempre a costa del pobre.

Pobres en el AT, sobre todo a partir del destierro, eran aquellos que no tenían otro valedor que Dios. Se trataba de los desheredados de este mundo que no tenía nada en qué apoyar su existencia; no tenían a nadie en quien confiar, pero seguían confiando en Dios. Esta confianza era lo que les hacía agradables a Dios, que no les podía fallar (Lázaro, Eleazar -´El ´azar en hebreo- significa Dios ayuda). No existe en el AT concepto puramente sociológico de rico y pobre, nada se podía desligar del aspecto religioso.

Ahora comprenderéis por qué el evangelio da por supuesto que las riquezas son malas sin más matizaciones. No se dice que fueran adquiridas injustamente ni que el rico hiciera mal uso de ellas, simplemente las utilizaba a su antojo. Si Lázaro no hubiera estado a la puerta, no habría nada que objetar. Pero es precisamente el pobre el que, con su sola presencia, llena de maldad el lujo y los banquetes del rico. Tampoco Lázaro se propone como ejemplo moral de pobre, sino como contrapunto a la opulencia del rico.

No es fácil comprender el mensaje del evangelio, basta ver el comportamiento de Jesús. Jesús manifiesta una predilección por todos los que necesitaban liberación, entre ellos los pobres; pero también admitió la visita de Nicodemo, era amigo de Lázaro, aceptó la invitación de Mateo, acogió con simpatía a Zaqueo, fue a comer a casa de un fariseo rico, etc. No es fácil descubrir las motivaciones profundas de la manera de actuar de Jesús. Jesús descubrió que la riqueza acumulada, y no compartida, impide entrar en el Reino. Pero su actitud no fue excluyente, sino abierta y de acogida para los ricos.

El mensaje del evangelio no pretende solucionar un problema social sino denunciar una falsa actitud religiosa. El evangelio está a años luz del capitalismo, pero también del comunismo. Jesús predica el “Reino de Dios”, que consiste en hacer a todos los hombres hermanos. La diferencia es sutil, pero sustancial. El comunismo reparte los bienes, pero mantiene al pobre en su pobreza para seguir justificándose. Jesús propone compartir como fruto del amor. La consecuencia sería la misma, que los ricos dejarían de acaparar y los pobres dejarían de serlo, pero la actitud humanizaría tanto al rico como al pobre.

Seguramente que el rico de hoy hacía favores e invitaría a comer a sus hermanos y a los amigos ricos como él. Esa actitud no garantiza humanidad alguna. El amor cristiano solo está garantizado cuando hago algo por aquel que no va a poder pagármelo. El amor que pide Jesús nunca se puede desligar de la compasión. Amor sin compasión es interés. Un niño no tiene compasión por su madre, por eso lo que siente por ella no es “amor” sino interés. La mayoría de las relaciones que calificamos de amor, no son más que egoísmo.

Ahora podemos entender por qué la incapacidad de cada uno para solucionar el hambre del mundo no es excusa para no hacer nada. Nuestra pasividad demuestra que la religión no es más que una tapadera que intenta sumar seguridad espiritual a las seguridades materiales. Jesús no está pidiendo que soluciones el hambre del mundo, sino que salgas de tu error al confiar en la riqueza. No se te pide que salves el mundo, sino que te salves tú. Si los ricos dejásemos de acaparar bienes, inmediatamente llegarían a los pobres.

Me daría por satisfecho si todos nosotros saliéramos de aquí convencidos de que la pobreza no es un problema que alguien tiene que solucionar, sino un escándalo en el que todos participa­mos y del que tenemos la obligación de salir. No es suficiente que aceptemos teóricamente el planteamiento y nos dediquemos a superar las injusticias que se están cometiendo hoy en el mundo. Debemos descubrir que aunque yo esté dentro de la legalidad cuando acumulo bienes materiales, eso no garantiza que sea lo correcto.

No basta despojar a los ricos de su riqueza, porque los ahora pobres ocuparían su lugar. Eso ha pasado en todas las revoluciones sociales. La única solución pasa por superar todo egoísmo para hacer un mundo de hermanos. Es verdad que los ricos no se consideran hermanos de los pobres, pero tampoco los pobres se consideran hermanos de los ricos. El evangelio va mucho más allá de la solución de unas desigualdades sociales, pero también esas injusticias quedarían superadas con un verdadero amor-compasión.

No podemos desarrollar una auténtica religiosidad sin tener en cuenta al pobre. Nuestra religión, olvidando el evangelio, ha desarrollado un individualismo absoluto. Lo que cada uno debe procurar es una relación intachable con Dios. La moral católica está encaminada a perfeccionar esta relación con Él. Pecado es ofender a Dios y punto. El evangelio nos dice que el único pecado que existe es olvidarse del que me necesita. Mi grado de acercamiento a Dios es el grado de acercamiento al otro. Lo demás es idolatría.

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La indiferencia como defensa
Enrique Martínez Lozano

“Ojos que no ven, corazón que no siente”, afirma con perspicacia el refrán popular. La indiferencia consiste justamente en eso: en no querer ver, como una forma de blindarse frente a aquello que podría amenazar nuestra zona de confort, los intereses y expectativas de nuestro ego.

La indiferencia, por tanto, es lo opuesto a la compasión, en cuanto capacidad de sentir y vibrar con el otro, particularmente en su dimensión de necesidad y vulnerabilidad. La compasión –en el sentido etimológico del término griego que aparece en el texto evangélico: “splagchnizomai”– nos remueve en las entrañas, nos ablanda y nos mueve a actuar en beneficio de la persona; la indiferencia nos ciega y endurece, nos paraliza y nos encierra.

Si tenemos en cuenta que la compasión constituye uno –si no el primero– de los ejes centrales del evangelio de Jesús, no es extraño que la indiferencia –junto con la hipocresía

(mentira) de quienes se consideraban superiores a los demás o utilizaban la religión en beneficio propio (el fariseo, como arquetipo)– sea la actitud denunciada con más dureza.

En esa denuncia se inscribe precisamente la parábola que estamos comentando, junto con otras dos bien conocidas: la que denuncia la indiferencia del sacerdote y del levita que no auxiliaron al hombre malherido (Lc 10, 25-37) y la del “juicio universal” que deja al descubierto a quienes no supieron ver al Señor en quien tenía hambre, estaba desnudo, enfermo o preso (Mt 25, 31-46).

La parábola rezuma sabiduría por los cuatro costados, mostrando con precisión lo que es la indiferencia. En ningún momento se dice que el “hombre rico” –innominado, es decir, es alguien que “no existe”– agrediera o cometiera algún acto positivo contra Lázaro –el pobre existe, tiene un nombre que significa: “Dios ayuda”–; simplemente no lo vio.

La indiferencia produce un “abismo inmenso”. En lugar de ver al otro como no-separado de mí –“carne de mi carne”, como dice el mito de la creación (Gen 2,23); “no te cierres a tu propia carne”, clamaba el profeta Isaías (58,7)–, la indiferencia lo ignora por completo, creando una separación tan abismal como errónea.

¿Qué signos de indiferencia percibo en mí?

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Gozar de la vida es renunciar a lo supeerfluo
Fernando Armellini

Introducción

Hubo un tiempo en que Dios aparecía aliado con los ricos: el bienestar, la suerte, la abundancia de bienes eran considerados signos de su bendición.

La primera vez que la palabra hebrea kesef (que significa “plata” o más comúnmente, “dinero”) aparece en la Biblia, se refiere a Abrahán: “Abrán poseía muchos rebaños y plata y oro” (Gén 13,2). “Isaac sembró en aquella tierra y ese año cosecharon un ciento por ciento”(Gén 26,12). Jacob tuvo innumerables propiedades: “bueyes, asnos, rebaños, hombres-siervos y siervas” (Gén 32,6). El salmista promete al justo: “En tu casa habrá riquezas y abundancia”(Sal 112,3).

La pobreza era una desgracia. Se creía que era resultado de la pereza, la ociosidad y el libertinaje: “Un rato duermes, un rato descansas, un rato cruzas los brazos para dormitar mejor, y te llega la pobreza del vagabundo, la penuria del mendigo” (Prov 24,33-34).

Un cambio de perspectiva llega con los profetas: se comienza a entender que las riquezas acumuladas por los ricos no son siempre el resultado de su trabajo honesto y de la bendición de Dios sino que a menudo son el resultado de hacer trampas o avasallar los derechos de las personas más vulnerables. Incluso los sabios de Israel denuncian los riesgos: “Dulce es el sueño del trabajador; coma mucho o coma poco, al rico sus riquezas no lo dejan dormir” (Ecl 5,11). “El oro ha arruinado a muchos” (Eclo 8,2).

Jesús considera tanto la codicia de los bienes de este mundo y la riqueza honesta como obstáculos casi insuperables para la entrada en el reino de los cielos. El engaño de la riqueza ahoga la semilla de la Palabra (Mt 13,22); gradualmente tiende a conquistar el corazón humano y no deja espacio ni para Dios ni para el otro.

Bendito es el que se hace pobre, que ya no está ansioso por lo que come o bebe, que no se preocupa por la ropa y no se inquieta por el mañana (Mt 6,25-34). Bienaventurado el que comparte todo lo que tiene con los demás.

Primera Lectura: Amós 6,1a.4-7

1¡Ay de los que se sienten seguros en Sión y confían en el monte de Samaría! 4Se acuestan en camas de marfil, se apoltronan en sus sillones, comen carneros del rebaño y terneras del establo; 5canturrean al son del arpa, inventan, como David, instrumentos musicales; 6beben vino en copas, se ungen con perfumes exquisitos y no se apenan por la ruina de José. 7Por eso irán al destierro, a la cabeza de los deportados y se acabará la orgía de los libertinos.

Vimos el domingo pasado cuál era la situación económica y social en Israel en la época de Amós. Hubo bienestar, paz, prosperidad, pero también muchas injusticias. El profeta levantó su voz contra los comerciantes que extorsionaron y engañaron a los pobres. La lectura de hoy propone otro pasaje del mismo profeta. Esta vez atacando a los dirigentes políticos y los aristócratas que viven en lujosas casas de piedras talladas (Am 5,11) en la ciudad de Samaria.

El pastor Amós no soporta la vista de estos vagos que banquetean, organizan fiestas y la pasan bien mientras los obreros explotados trabajan en sus campos desde el amanecer hasta la noche por poca paga. Amós, el pastor resistente, acostumbrado a dormir afuera, siente repugnancia por estas juergas. La sátira sobre los juerguistas de Samaria sigue viva y está detallada: “Se acuestan en camas de marfil, se apoltronan en sus sillones, comen carneros del rebaño y terneras del establo” (v. 4). “Canturrean al son del arpa, inventan, como David, instrumentos musicales” (v. 5). “Beben los mejores vinos y se ungen con perfumes exquisitos y no se apenan por la ruina de José” (v. 6).

La lectura termina con una terrible amenaza: en solo un par de años vendrán los enemigos asirios que quemarán los palacios y destruirán la ciudad. Los líderes indolentes han luchado desde sus sofás blandos y fueron arrastrados como esclavos a Nínive. Amós promete que la juerga desenfrenada deberá acabar: “Por eso irán al destierro, y se acabará la orgía de los libertinos” (v. 7). ¡Terribles palabras contra los ricos y poderosos! Palabras nunca antes oídas en Israel.

Segunda Lectura: 1 Timoteo 6,11-16

11Tú, hombre de Dios, huye de todo eso; busca la justicia, la devoción a Dios, la fe, el amor, la paciencia, la bondad. 12Pelea el noble combate de la fe. Aférrate a la vida eterna, a la cual te llamaron cuando hiciste tu noble confesión ante muchos testigos. 13En presencia de Dios, que da vida a todo, y de Cristo Jesús, que dio testimonio ante Poncio Pilato con su noble confesión, 14te encargo que conserves el mandato sin mancha ni tacha, hasta que aparezca nuestro Señor Jesucristo, 15quien será mostrado a su tiempo por el bienaventurado y único Soberano, el Rey de reyes y Señor de señores, 16el único que posee la inmortalidad, el que habita en la luz inaccesible, que ningún hombre ha visto ni puede ver. A él el honor y el poder por siempre. Amén.

El autor escribe a Timoteo, obispo de Éfeso. Está preocupado porque en la comunidad cristiana hay falsos maestros que difunden doctrinas extrañas que causan daño a los cristianos. En la última parte de la Carta se describen los vicios de estas personas: están cegados por el orgullo; no entienden nada; lo peor es que consideran la religión como una fuente de lucro. La Carta dice: “El amor al dinero es la raíz de todo mal” (1 Tim 6,10).

El pasaje que leemos hoy comienza luego de esta observación. El apóstol recomienda a Timoteo permanecer lejos de estos males y cultivar la justicia, la devoción a Dios, la fe, el amor, la paciencia, la bondad (v. 11).

Esta lista de virtudes se propone a cada cristiano para que pueda reflexionar sobre su situación espiritual. Sobre todo quien conduce la comunidad debe meditar sobre estas virtudes. Los fieles deben mirar al líder de la comunidad como un modelo a imitar.

En la última parte de la lectura (vv. 12-16) el autor vuelve otra vez sobre el problema que le preocupa mucho: las doctrinas falsas que pueden infiltrarse en la comunidad cristiana. Por este motivo llama a Timoteo a conservar irreprochable y sin mancha el Evangelio que le fue anunciado.

Evangelio: Lucas 16,19-31

“Queridos pobres, en este mundo nuestra vida es dura y, a veces, parece realmente un infierno: Ustedes viven en chabolas, sufren hambre, se cubren con trapos y están llenos de heridas. Los ricos en cambio viven en espléndidos palacios derrochando dinero en fiestas, casas de lujo y ropa de marca. No los culpo a ustedes. En el otro mundo se invertirán las condiciones: podrán disfrutar mientras ellos sufrirán. Es cuestión de tener un poco de paciencia y Dios cambiará los placeres de los ricos en atroces tormentos.”

Entendida así, la parábola del rico y del pobre Lázaro se convierte en “el opio del pueblo”: sirve para aplacar a los pobres, alimentando el sueño de un futuro mejor para ellos. También es bueno para los ricos que, sin mucha angustia por el infierno de la vida, empiezan a disfrutar de su paraíso aquí y ahora.

Las grandes desigualdades sociales eran prácticamente inconcebibles en el antiguo Israel, donde no era posible enriquecerse uno a expensas de los demás. De hecho, al llegar el año del Jubileo, todo debe volver a sus legítimos propietarios (Lev 25). Pero siempre pueden eludirse las leyes y los que no tienen miedo del castigo de Dios ya aparecen en la época de los profetas: “¡Ay de los que añaden casas a casas y juntan campos con campos, hasta no dejar sitio, y vivir ellos solos en medio del país!” (Is 5,8). Las pequeñas propiedades familiares son gradualmente absorbidas por grandes terratenientes y las tierras terminan en manos de un grupo muy restringido.

En la época de Jesús se esperaba que esta situación cambiara. Los pobres solían decir: “Un día los poderosos serán entregados en manos de los justos; les cortarán el cuello y los mataránsin piedad. Los que no cuentan para nada dominarán a los poderosos y los pobres reinarán sobre los ricos.”

La parábola que leemos en el evangelio de hoy nace en este contexto. Para entenderla debemos comenzar por identificar a los personajes.

Uno a quien no se nombra es Dios que, en el otro mundo, pondrá en orden lo que no fue bueno en este mundo. Sus pensamientos y sus decisiones se colocan en la boca de Abrahán que toma, por tanto, el papel de protagonista. Luego viene el rico, que tiene también una parte importante: el diálogo con Abrahán ocupa dos terceras partes de la historia (vv. 24-31). Finalmente tenemos a Lázaro, que permanece siempre en la sombra. No dice ni una palabra; no dice absolutamente nada; no mueve un dedo ni se mueve. Está siempre sentado: en la tierra a la puerta de los ricos, y en el cielo en el seno de Abrahán. Y, durante el viaje, es llevado por los ángeles.

Si quisiéramos dar un título a la parábola, sería incorrecto llamarla La Parábola del pobre Lázaro (ya que no es el protagonista). Tampoco La Parábola del rico malvado. El mensaje principal de la historia es el juicio de Dios sobre la distribución de la riqueza en el mundo.

En ninguna otra parábola Jesús asigna nombres a los personajes. Solo en esta se dice que el pobre se llamaba Lázaro. ¿Quién es el que tiene nombre en este mundo? ¿A quiénes están dedicadas las primeras páginas del periódico? A los ricos, a los que tienen éxito. Para Jesús, lo cierto es lo contrario. Para Él, el rico es un cualquiera mientras que el pobre tiene un nombre muy expresivo; su nombre es Lázaro, que significa “ayuda del Señor”.

Después de describir a los personajes, centrémonos en cada uno, comenzando por el rico que es condenado, aunque, a decir verdad, no sabe por qué. No ha hecho nada malo: no se dice que haya robado, que no haya pagado los impuestos, que haya tratado mal a sus siervos, blasfemado;que fuera un disoluto o que no practicara su fe.

Tal vez fuera insensible a las necesidades de los demás, no ayudara a los pobres y así cometiera un grave pecado de omisión. Pero esto no parece cierto: Lázaro estaba en su puerta y no en otro lugar. Significa que estaba recibiendo unas migajas.

Pero la condición en la que estaba Lázaro era inhumana. Tenía que conformarse con las migas con las que los comensales se limpiaban los dedos (en aquellos tiempos no se usaban utensilios) y los detalles sobre los perros le confieren un incomparable realismo a la escena.

¿Y el hombre rico? Vivió su vida deleitándose, vistiendo a la última moda, pero siempre gastando de los suyo. Por lo tanto –según la manera de pensar y juzgar de aquel tiempo– gozaba de un comportamiento moral impecable. Por otra parte, cuando Abrahán le niega la gota de agua, no lo acusa de ninguna falta. Simplemente le recuerda que él era rico y disfrutaba en este mundo mientras que Lázaro sufría. Luego en el cielo las cosas se invierten. Pero no se explica por qué. Así que es mejor no mencionarlo como “el rico malo”.

Hay una tendencia a demonizar a los ricos, considerarlos siempre llenos de iniquidad y exaltar a los pobres, poniéndolos como modelos de todas las virtudes. Lázaro sería el arquetipo, el ideal. ¿Pero estamos tan seguros de que Lázaro era un hombre bueno? ¿Qué hizo para merecer el cielo? No hizo nada. Lo constatamos: A lo largo de su vida no levantó un dedo. No se dice que fuera humilde y educado, que haya ido a orar a la sinagoga, que haya sido un hombre de familia ejemplar y laborioso y que se hubiera convertido en pobre porque fue golpeado por la desgracia. ¿Quién nos asegura que él no haya sido un vago que desperdició todas sus posesiones? Y sus heridas, ¿no pueden ser el resultado de enfermedades contagiadas por una vida disoluta? De él solo conocemos que en este mundo fue pobre y que su situación cambió. Pero no se explica por qué.

¿Qué decir también de la actitud de Abrahán? No cae simpático. Israel creía que Abrahán era el padre del pueblo y el amigo de Dios (Dn 3:35) y por tanto podría incluso, por su intercesión, hasta sacar a sus hijos del infierno. Pero aquí niega una gota de agua a un pobre hombre. ¿No se le puede achacar, acaso, ser cruel en este episodio? El rico manifiesta mejoressentimientos: aunque en tormentos, se preocupa por sus hermanos.

Juntando todos estos elementos podemos ya sacar una conclusión inicial: la parábola no está dando una opinión sobre el comportamiento moral de los ricos y los pobres. Esto no significa que quien se comporta bien va al cielo y el que hace el mal va al infierno, porque –es evidente– el rico no cometió pecados y Lázaro no hizo buenas obras.

¿Entonces, qué? Simplemente significa que la parábola tiene otro mensaje. Profundicemos. En la antigüedad, circulaban historias similares a esta en las que los ricos siempre terminaban mal. Se contaba una historia sobre un hombre rico que había explotado a los pobres, y después de su muerte, fue desterrado a un lugar de castigo. Lo ataron junto a una puerta donde había un clavo, de tal manera que cuando la puerta giraba y alguien entraba o salía, el clavo se le clavabaen el ojo, y este fue su tormento en el infierno. Los predicadores de la época de Jesús a menudo utilizaban estas imágenes coloridas. Hablaban a propósito de crueles castigos porque estaban convencidos de que estas amenazas eran necesarias para hacer que la gente entrase en cabales.

Jesús también usó estas imágenes incluyendo algunas terribles: habló de banquetes, de comida abundante, pero también de llamas que torturan, del rechinar de dientes y de un abismo infranqueable que separa a los justos de los malvados. Estas son las clásicas imágenes creadas por la fértil imaginación de los orientales para representar la vida eterna. Sería ingenuo sacar de todo esto conclusiones teológicas sobre el infierno, el castigo y el fuego eterno. Sería totalmente engañoso atribuir a Dios un comportamiento severo, de crueldad, casi tan cruel como el de Abrahán contra un pecador arrepentido.

El gran abismo es solo un recordatorio para el discípulo sobre la verdad fundamental: el destino del hombre se juega en esta vida que es única, irrepetible.

Llegamos al mensaje de la parábola.

Una distinción que a muchos les parece lógica y natural es que existen ricos buenos y ricos malvados: de esta manera se mantiene la convicción de que las desigualdades pueden seguir existiendo en este mundo y de que los súper-ricos pueden vivir junto a los miserables, siempre y cuando no roben y den limosna. Jesús considera que esta forma de pensamiento es peligrosa. Y esta es la convicción que Él quiere demoler.

La parábola habla de un hombre rico que fue condenado no porque era malo sino simplemente porque era rico, es decir, se encerró en su mundo y no aceptó la lógica de la justa distribución de los bienes.

Jesús quiere que sus discípulos entiendan que la existencia en este mundo de dos tipos de personas –los ricos y los pobres– está contra el plan de Dios. El bien es para todos y el que tiene más debe compartir con aquellos que tienen menos o no tienen nada, para que exista igualdad (cf. 2 Cor 8,13). Así que, antes de que uno pueda disfrutar de lo superfluo, es necesario que todos puedan haber satisfecho las necesidades más básicas.

Comentando sobre esta parábola, San Ambrosio dijo: “Cuando das algo a los pobres, no le ofreces lo que es tuyo, le devuelves lo que es de ellos, porque la tierra y los bienes de este mundo son para todas las personas, no de los ricos”.

La última parte de la parábola (vv. 27-31) cambia de foco y habla de los cinco hermanos del rico que siguen viviendo en este mundo. Corren el riesgo de arruinarse a sí mismos por el mal uso de sus riquezas. Representan a los discípulos de las comunidades cristianas (el número cinco indica a todo el pueblo de Israel) que se ven tentados a poner su corazón en la riqueza.

¿Cómo hacer para no caer en la seducción que la riqueza ejerce irresistiblemente? El hombre rico de la parábola da su propia propuesta. Lo repite con insistencia dos veces, porque él cree que es la única manera de alcanzar la meta y lograr la conversión de sus cinco hermanos. Le pide al padre Abrahán que transmita milagrosamente –a través de una visión o un sueño– un mensaje de más allá de la tumba.

La respuesta de Abrahán a esta confianza en la capacidad persuasiva de los milagros es firme y clara: la única fuerza capaz de separar el corazón de los ricos de sus bienes es la Palabra de Dios. “Moisés y los profetas” es la fórmula con la cual, en tiempos de Jesús, se abarcaba toda la Sagrada Escritura. Solo esta Palabra puede hacer el milagro de dejar entrar al hombre rico en el reino de los cielos. Difícil porque se trata realmente de un milagro, un milagro tan difícil como dejar que un camello pase por el ojo de una aguja (Lc 18,25). Quien no se deja interpelar por la Palabra de Dios es ciertamente insensible y refractario a cualquier otro argumento.

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XXV Domingo ordinario. Año C

“En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: Había una vez un hombre rico que tenía un administrador, el cual fue acusado ante él de haber malgastado sus bienes. Lo llamó y le dijo:

¿Es cierto lo que me han dicho de ti? Dame cuenta de tu trabajo, porque en adelante ya no serás administrador.

Entonces el administrador se puso a pensar: ¿Qué voy a hacer ahora que me quitan el trabajo? No tengo fuerzas para trabajar la tierra y me da vergüenza pedir limosna. Ya sé lo que voy a hacer, para tener a alguien que me reciba en su casa, cuando me despidan.

Entonces fue llamando uno por uno a los deudores de su amo. Al primero le preguntó: ¿Cuánto le debes a mi amo? El hombre respondió: Cien barriles de aceite. El administrador le dijo: Toma tu recibo, date prisa y haz otro por cincuenta. Luego preguntó al siguiente: Y tú, ¿cuánto debes? Este respondió: Cien sacos de trigo. El administrador le dijo: Toma tu recibo y haz otro por ochenta.

El amo tuvo que reconocer que su mal administrador había procedido con habilidad. Pues los que pertenecen a este mundo son más hábiles en sus negocios que los que pertenecen a la luz. Y yo les digo: con el dinero, tan lleno de injusticias, gánense amigos que, cuando ustedes mueran, los reciban en el cielo.

El que es fiel en las cosas pequeñas, también es fiel en las grandes; y el que es infiel en las cosas pequeñas, también es infiel en las grandes. Si ustedes no son fieles administradores del dinero, tan lleno de injusticias, ¿quién les confiará lo que sí es de ustedes?

No hay criado que pueda servir a dos amos, pues odiará a uno y amará al otro, o se apegará al primero y despreciará al segundo. En resumen, no pueden ustedes servir a Dios y al dinero”.

(Lucas 16, 1-13)


No pueden servir a Dios y al dinero
P. Enrique Sánchez, mccj

La parábola que hemos leído nos presenta un administrador que, al parecer, había perdido el sentido de su responsabilidad y en lugar de bien administrar había comenzado a abusar de la confianza que habían depositado en el.

Tal vez no nos sorprenderá mucho esta historia, pues en los tiempos que corren no es difícil escuchar historias muy semejantes de personas a las que se les ha confiado bienes y responsabilidades y han acabado mal, pues confundieron el ser administradores con ser propietarios.

Hoy también, no faltan los administradores que tuvieron que huir a la hora en que se les pidió rendir cuentas y éstas no cuadraban muy bien o, porque abusando de la confianza que habían depositado en ellos, no fueron capaces de respetar lo que no era suyo.

La parábola hace ver la astucia del administrador que, aun en el momento en que se encuentra en dificultades por no haber cumplido honestamente con lo que le correspondía, supo mostrar una inteligencia y una habilidad que le permitió no acabar del todo mal.

Esto nos muestra que existe una inteligencia que no es buena, una malicia que, a veces, les funciona a quienes toman caminos equivocados, caminos de maldad, pero que no se fundan en la verdad.

Poniendo ante nosotros este ejemplo, Jesús nos invita a hacer una reflexión que nos ayude a hacer buen uso de los bienes que se han puesto a nuestra disposición.

Todos hemos recibido muchos dones que deberíamos administrar bien, para que todas las personas con quienes compartimos la vida puedan disfrutar de lo bueno que el Señor nos ha confiado como administradores.

El buen administrador es el que sabe usar y disponer de los bienes que se le han confiado, sabiendo que no son suyos, sino que se le han puesto en las manos para que pasen a través de el a quienes son los destinatarios.

Un buen administrador es el que usa su inteligencia y todas sus capacidades para que no se pierda nada de lo que deberá estar al servicio de los demás. Ahí tiene que aplicar su astucia, velando por los intereses de los demás.

El Señor reconoce que hay una capacidad brillante, una inteligencia aguda en las personas que se manifiesta en la habilidad para sobresalir en las cosas de este mundo y no siempre los logros son en aquello que hace mejores a las personas. Muchas veces hemos visto que la astucia se manifiesta en la capacidad de sacar provecho en negocios turbios o se usa el engaño para obtener beneficios personales. No falta quien diga: “yo no quiero disponer de lo que no me pertenece, pero no es culpa mía si me ponen en donde hay modo”.

Esta es otra manera de decir lo que el evangelio nos menciona hoy cuando el amo afirma que los que pertenecen a este mundo son más hábiles en sus negocios que los que pertenece a la luz.

El valor que Jesús trata de enseñar a sus discípulos, y a quienes seguimos caminando tras sus huellas hoy, es el valor de la honestidad y de la rectitud, con el fin de alcanzar los bienes que realmente cuentan en la vida.

Y, seguramente, nosotros podemos afirmar que tiene razón cuando vemos a nuestro alrededor tantas historias de personas que le han apostado a lo deshonesto y no han cosechado más que desilusiones.

Las historias son muchas y se repiten, mostrando que nada de lo que se logra deshonestamente termina brindando satisfacción, seguridad o alegría.

Lo mal habido termina siempre en llanto y dolor, por no decir en tristeza y en muerte.

Finalmente, Jesús pone en claro que no se puede servir a Dios y al dinero.

Si nos dejamos seducir por el dinero lo que pasa es que acabamos poniendo en él nuestra confianza y caemos en la trampa de pensar que todo lo podemos, sin necesidad de poner a Dios en nuestras vidas.

El dinero, cuando se pone el corazón en él y nos olvidamos que es algo que sólo sirve cuando es usado para hacer el bien a los demás, se convierte en algo deshonesto que acaba por esclavizar.

Pero si se hace buen uso de él, como dice el evangelio, se convierte en algo que permite crecer en aquello que nos hace más humanos.

En la vida no podemos tener dos amos, pues siempre se acabará por quedar mal con alguno de ellos. De ahí que Jesús nos recuerde que no se puede servir a Dios y al dinero al mismo tiempo; sobre todo porque es imposible reconciliar el Uno con el otro.

Cuando se entrega el corazón al dinero, fácilmente nos dejamos seducir por todo lo que nos promete y acabamos pensando que la vida se limita a lo que tenemos delante de nosotros, a lo que podemos conseguir con nuestros recursos.

Pero cuando nos entregamos al Señor se abren ante nosotros muchas maneras de crecer, de amar, de vivir y de gozar de nuestro caminar como peregrinos por este mundo. Dios abre caminos que el dinero nunca lo permitirá.

Ojalá que aprendamos a mantener libre nuestro corazón para servir a quien realmente nos conviene y que tengamos la luz y el valor para alejarnos de la tentación del dinero que siempre tratará de encantarnos con sus promesas de poder. Qué la ambición por el dinero no nos haga caer en la trampa de creer que se puede servir a Dios y al dinero.

Para seguir con nuestra reflexión

¿Cómo me veo administrando los dones que el Señor ha puesto en mi vida?

¿En dónde estoy aplicando las cualidades y la astucia que Dios me ha dado?

¿Me sirvo de la confianza que han puesto en mí para buscar mis intereses o me preocupa el bien de los demás?

¿Siento que estoy sirviendo más a Dios o al dinero?


No sólo crisis económica
José A. Pagola

“No podéis servir a Dios y al Dinero”. Estas palabras de Jesús no pueden ser olvidadas en estos momentos por quienes nos sentimos sus seguidores, pues encierran la advertencia más grave que ha dejado Jesús a la Humanidad. El Dinero, convertido en ídolo absoluto, es el gran enemigo para construir ese mundo más justo y fraterno, querido por Dios.
Desgraciadamente, la Riqueza se ha convertido en nuestro mundo globalizado en un ídolo de inmenso poder que, para subsistir, exige cada vez más víctimas y deshumaniza y empobrece cada vez más la historia humana. En estos momentos nos encontramos atrapados por una crisis generada en gran parte por el ansia de acumular.
Prácticamente, todo se organiza, se mueve y dinamiza desde esa lógica: buscar más productividad, más consumo, más bienestar, más energía, más poder sobre los demás… Esta lógica es imperialista. Si no la detenemos, puede poner en peligro al ser humano y al mismo Planeta.
Tal vez, lo primero es tomar conciencia de lo que está pasando. Esta no es solo una crisis económica. Es una crisis social y humana. En estos momentos tenemos ya datos suficientes en nuestro entorno y en el horizonte del mundo para percibir el drama humano en el que vivimos inmersos.
Cada vez es más patente ver que un sistema que conduce a una minoría de ricos a acumular cada vez más poder, abandonando en el hambre y la miseria a millones de seres humanos, es una insensatez insoportable. Inútil mirar a otra parte.
Ya ni las sociedades más progresistas son capaces de asegurar un trabajo digno a millones de ciudadanos. ¿Qué progreso es este que, lanzándonos a todos hacia el bienestar, deja a tantas familias sin recursos para vivir con dignidad?
La crisis está arruinando el sistema democrático. Presionados por las exigencias del Dinero, los gobernantes no pueden atender a las verdaderas necesidades de sus pueblos. ¿Qué es la política si ya no está al servicio del bien común?
La disminución de los gastos sociales en los diversos campos y la privatización interesada e indigna de servicios públicos como la sanidad seguirán golpeando a los más indefensos generando cada vez más exclusión, desigualdad vergonzosa y fractura social. Los seguidores de Jesús no podemos vivir encerrados en una religión aislada de este drama humano. Las comunidades cristianas pueden ser en estos momentos un espacio de concienciación, discernimiento y compromiso. Nos hemos de ayudar a vivir con lucidez y responsabilidad. La crisis nos puede hacer más humanos y más cristianos.

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Astutos en el uso del dinero
Mari Paz López Santos

El hecho de que Jesús considerara la astucia del administrador corrupto como una cualidad que echaba de menos en los hijos de la luz, produce cierta sensación de extrañeza.

El administrador era un genuino ladrón de guante blanco que cuando se vio descubierto ni se arrugó ni se vino abajo. Actuó pensando exclusivamente en él, procurando abrirse camino en el futuro inmediato para seguir haciendo más de lo mismo.

Pero Jesús reconoce la astucia de los hijos de este mundo utilizada para cometer delitos, engañar, robar o llevar una vida corrupta, y pone delante de quienes le siguen la necesidad de ser astutos para hacer el bien y luchar por la justicia.

Quiere que los hijos de la luz sean astutos en positivo: estén atentos, sean hábiles y permanezcan despiertos y activos para librar el complicado y sutil combate contra los mecanismos del Mal. En este caso, el que genera la ambición del dinero, que en este tiempo es una complicada ingeniería financiera muy difícil de comprender, salvo por los entendidos que la generan. Pero sí en los resultados que produce:

‘Pisoteáis al pobre y elimináis a los humildes del país, diciendo: ‘¿Cuándo pasará la luna nueva, para vender el grano, y el sábado, para abrir los sacos de cereal –reduciendo el peso y aumentando el precios, y modificando las balanzas con engaños. Para comprar al indigente por plata y al pobre por un par de sandalias, para vender hasta el salvado del grano”. Así de claro lo dice el profeta Amós (8,4-7) y vale igual para este momento de la historia de la humanidad.

Cuando el dinero se convierte en el dios al que adorar, el ser humano se deprecia: derechos humanos a la baja, educación, sanidad, vivienda… los mínimos para una vida digna caen en picado.

El dinero es importante pero es necesario pero también lo es poner señales de alerta antes de atravesar esa sutil frontera que lleva a la ambición, la codicia y la avaricia (me doy cuenta que estas palabras casi no se usan hoy día), hasta transformar a la persona en un ser que ya no sabe valorar lo que le pasa por dentro, lo ve normal, se siente distinto y distante del resto de la humanidad.

El dinero es una droga muy poderosa. Produce una ambición que no tiene límites. Es una espiral infinita: siempre más con la ansiedad de conseguir todo, despojando a quienes tiene menos o nada.

¿Por qué es tan poderoso el efecto de droga del dinero? Porque lo que yace en fondo de la persona es el deseo de Poder. ¿Y qué hay tras ese deseo? La ambición primera, la del inicio de los tiempos: ser como Dios.

Seamos astutos en el uso del dinero, también los que no sabemos de ingeniería financiera. La ambición vive dentro del ser humano y el miedo también. Y una cosa y otra se expanden por todos lados: personas, instituciones, empresas, organismos internacionales, gobiernos, y la propia Iglesia.

Además, en este tiempo con tantos medios de difusión, estamos expuestos a multitud de estímulos exteriores que nos dicen que la felicidad se encuentra en poseer cosas materiales que se consiguen con dinero… ¡Peligro y frustración!

Dice el Papa Francisco (*): “Animaos a no sucumbir a la tentación de un modelo económico idólatra que siente la necesidad de sacrificar vidas humanas en el altar de la especulación y la mera rentabilidad, que sólo toma en cuenta el beneficio inmediato en detrimento de la protección de los más pobres, de nuestro medio ambiente y sus recursos”. (Del discurso a las autoridades en el viaje a Islas Mauricio, 9 septiembre 2019)

Gracias, Jesús, por hablar claro, ayudarnos a abrir los ojos y espabilarnos esa insana ingenuidad psicológica que no nos deja ver.

Gracias, Jesús, por hablar del dinero. Es un tema que o se oculta sibilinamente, o se comunica de forma que nadie, de los de abajo, pueda entender.

Gracias, muchas gracias, por poner el tema encima de la mesa con pocas palabras y para la posteridad: “Ningún siervo puede servir a dos señores” (…) “No podéis servir a Dios y al dinero”. ¡Está claro… es incompatible!

Dios es Amor gratuito y el dinero lo quiere todo… hasta el alma.

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Elogio del administrador ladrón y tramposo
José Luis Sicre

Que en una empresa, un banco, o un partido político, haya un administrador ladrón, que incluso hace trampas para disimular sus robos, no tiene nada de extraño. Que algunos de sus amigos o partidarios lo aprueben y defiendan, también puede ocurrir. Pero que Jesús ponga de modelo a un sinvergüenza, a un administrador ladrón y tramposo, es algo que desconcierta y escandaliza a mucha gente. Por eso, la traducción litúrgica no pone la alabanza en boca de Jesús, sino en la del “amo”; una opción bastante discutible. De hecho, Juliano el Apóstata (s. IV) usaba la parábola para demostrar la inferioridad de la fe cristiana y de Jesús, su fundador. El cardenal Cayetano (s. XVI) y Rudolph Bultmann (s. XX) la consideraban ininteligible; otros muchos piensan que es la más difícil de entender. [Quien desee conocer los diversos problemas puede consultar mi comentario El evangelio de Lucas. Una imagen distinta de Jesús (Verbo Divino, 2021), 355-360].

La ironía de la parábola (Lucas 16,1-9)

La principal dificultad para entender la parábola radica en que Jesús se basa en unos presupuestos contrarios a los nuestros:

1. Nosotros no somos propietarios sino administradores. Todo lo que poseemos, por herencia o por el fruto de nuestro trabajo, no es propiedad personal sino algo que Dios nos entrega para que lo usemos rectamente.

2. Esos bienes materiales, por grandes y maravillosos que parezcan, son nada en comparación con el bien supremo de “ser recibido en las moradas eternas”.

3. Para conseguir ese bien supremo, lo mejor no es aumentar el capital recibido sino dilapidarlo en beneficio de los necesitados.

La ironía de la parábola radica en decirnos: cuando das dinero al que lo necesita, tú crees que estás desprendiéndote de algo que es tuyo. En realidad, le estás robando a Dios su dinero para ganarte un amigo que interceda por ti en el momento decisivo. Jesús alaba a ese buen ladrón y lo pone de modelo.

La idolatría del dinero (Lucas 16,10-13)

En la versión larga, el evangelio de este domingo termina con unas palabras muy famosas: No podéis servir a dos amos, no podéis servir a Dios y al dinero.

Jesús no parte de la experiencia del pluriempleo, donde a una persona le puede ir bien en dos empresas distintas, sino de la experiencia del que sirve a dos amos con pretensiones y actitudes radicalmente opuestas. Es imposible encontrarse a gusto con los dos. Y eso es lo que ocurre entre Dios y el dinero.

Estas palabras de Jesús se insertan en la línea de la lucha contra la idolatría y defensa del primer mandamiento (“no tendrás otros dioses frente a mí”). Para Jesús, la riqueza puede convertirse en un dios al que damos culto y nos hace caer en la idolatría. Naturalmente, ninguno de nosotros acude a un banco o una caja de ahorros a rezarle al dios del dinero, ni hace novenas a los banqueros. Pero, en el fondo, podemos estar cayendo en la idola­tría del dinero. Según el Antiguo y el Nuevo Testamentos, al dinero se le da culto de tres formas:

1) mediante la injusticia directa (robo, fraude, asesinato, para tener más). El dinero se convierte en el bien absoluto, por encima de Dios, del prójimo, y de uno mismo. Este tema lo encontramos en la primera lectura, tomada del profeta Amós.

2) mediante la injusticia indirecta, el egoísmo, que no hace daño directo al prójimo, pero hace que nos despreocupemos de sus necesidades. El ejemplo clásico es la parábola del rico y Lázaro, que leeremos el próximo domingo.

3) mediante el agobio por los bienes de este mundo, que nos hacen perder la fe en la Providencia.

Unos casos de injusticia directa: Amós 8, 4-7

Amós, profeta judío del siglo VIII a.C. criticó duramente las injusticias sociales de su época. Aquí condena a los comerciantes que explotan a la gente más humilde. Les acusa de tres cosas:

1) Aborrecen las fiestas religiosas (el sábado, equivalente a nuestro domingo, y la luna nueva, cada 28 días) porque les impiden abrir sus tiendas y comerciar. Es un ejemplo claro de que “no se puede servir a Dios y al dinero”.

2) Recurren a trampas para enriquecerse: disminuyen la medida (el kilo de 800 gr), aumentan el precio (la guerra de Ucrania es un ejemplo que pasará a la historia) y falsean la balanza.

3) El comercio humano, reflejado en la compra de esclavos, que se pueden conseguir a un precio ridículo, “por un par de sandalias”. Hoy se siguen dando casos de auténtica esclavitud (como los chinos traídos para trabajar a escondidas en las fábricas de sus compatriotas) y casos de esclavitud encubierta (invernaderos; salarios de miseria aprovechando la coyuntura económica, etc.).

Reflexión final

Puede resultar irónico, incluso indignante, hablar del buen uso del dinero y de los demás bienes materiales cuando la preocupación de la mayoría de la gente es ver cómo afronta la crisis económica que se avecina. Sin embargo, Jesús nunca ofreció un camino cómodo a sus seguidores. Tanto la parábola como la enseñanza siguiente y el texto de Amós nos obligan a reflexionar y enfocar nuestra vida al servicio de los más necesitados.

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Administradores, no dueños
Fernando Armellini

Introducción

Dice el Salmo 24: “Del Señor es la Tierra y cuanto la llena, el mundo y todos sus habitantes.” El hombre es un peregrino; vive como un extraño en un mundo que no es suyo. Es un trotamundos que atraviesa el desierto. Es dueño de un lote de terreno tanto como sus pies pueden pisar. Pero lo que está más adelante ya no es suyo.

No somos propietarios sino solo administradores de los bienes de Dios. Esta es una afirmación insistentemente repetida a menudo por los Padres de la Iglesia. Recordamos a uno, Basilio: “¿No eres acaso un ladrón cuando consideras tuyas las riquezas de este mundo? Las riquezas te son dadas solo para administrarlas”.

El administrador es una persona que aparece a menudo en las parábolas de Jesús. Tenemos uno ‘fiel y prudente’ que no actúa arbitrariamente sino que utiliza los bienes confiados a él según la voluntad del propietario. Y tenemos otro que, en ausencia del Señor, se aprovecha de su posición “y se hace el dueño”, se emborracha y deshonra a los otros sirvientes (Lc 12,42-48).

Está el administrador emprendedor, que se compromete, tiene la valentía de arriesgarse y consigue beneficio para el dueño; y otro que es un vago y un perezoso. Pero el más vergonzoso es el administrador sagaz del que se habla en el evangelio de hoy.

El Señor pone un tesoro en la mano de cada persona. ¿Qué hacer para administrarlo bien?

Primera Lectura: Amós 8,4-7

4Escúchenlo los que aplastan a los pobres y eliminan a los miserables; 5ustedes piensan: ¿Cuándo pasará la luna nueva para vender trigo o el sábado para ofrecer grano y hasta el salvado de trigo? Para achicar la medida y aumentar el precio, 6para comprar por dinero al indefenso y al pobre por un par de sandalias. 7¡Jura el Señor por la gloria de Jacob no olvidar jamás lo que han hecho!

San Juan Crisóstomo –un Padre de la Iglesia del siglo IV– escribió una página memorable sobre la manera en que una persona puede enriquecerse. Se podría resumir en una frase: “El rico es ladrón o hijo de ladrones”. Es una afirmación provocativa, quizás demasiado drástica; sin embargo, el texto que se nos propone hoy como primera lectura parece confirmarlo.

Estamos en el año 750 a.C. e Israel está en su máximo esplendor. Su territorio se extiende desde Egipto hasta las montañas del Líbano donde, con los enormes cedros que allí crecen, se construyen gran cantidad de naves y palacios. Se introducen nuevas técnicas agrícolas que aumentan la producción. El rey Jeroboán II –un sagaz político– favorece el intercambio comercial, establece amistad con los pueblos vecinos y tiene oportunidad de vender vino, aceite y cereales a buen precio a los grandes terratenientes.

La religión también se ha puesto de moda: los templos están llenos de devotos y peregrinos que van a rezar y ofrecer sacrificios. Los sacerdotes son asalariados por el soberano y se les paga bien. No queda más que agradecer a Dios para que los bendiga y dar gracias al rey por tanta prosperidad y fervor.

Pero aparece un hombre que no se une al coro que elogia la política de Jeroboán II: es Amós, un pastor de Tecoa, una ciudad situada en la periferia del desierto, al sur de Belén. Explota en invectivas y terribles amenazas, porque –dice– es cierto que hay bienestar y riqueza en el país, pero solo para unos pocos. Se explota a los pobres de la tierra y contra los más débiles hacen toda clase de injusticia y abuso. “Venden al pobre por dinero y por un par de sandalias; revuelcan en el polvo al débil y no hacen justicia al indefenso” (Am 2,6-7). “¡Ay de los que convierten la justicia en veneno y arrastran por el suelo el derecho, odian al que juzga rectamente en el tribunal y detestan al que testifica con verdad!” (Am 5,7. 10).

El Profeta dirige sus acusaciones contra Jeroboán II, contra los sacerdotes, los terratenientes y los ricos. En el pasaje de la lectura de hoy, ataca a los comerciantes: “Escuchen esto los que aplastan a los pobres y eliminan a los miserables” (v. 4). ¿Cuáles son sus fechorías? Compran los productos de la tierra de los agricultores pobres y los revenden a otros más pobres a un precio superior, “por haber pisoteado al pobre exigiéndoles un tributo de grano” (Amós 5,11). ¿Cómo acumulan riquezas? Como siempre se ha hecho desde el comienzo del mundo: robando.

Amós describe en detalle la técnica que utilizan. Durante la semana la gente normal aguardapara elevar su mente a Dios, para descansar, para reunirse con amigos y familiares y celebrar el día de reposo el sábado. Los comerciantes, en cambio, no están interesados en la fiesta, el sábadoy la Luna nueva, porque en esos días el comercio está bloqueado. Ellos no podían esperar la hora de que pasara el sábado para reanudar sus ventas de grano y de trigo. Disminuir la medida, aumentar el precio, usar escalas falsas, dejar pasar los productos de desecho como buenos, y, lo que es peor, “comprar por dinero al indefenso y al pobre por un par de sandalias” (vv. 5-6). Unos cincuenta años más tarde Miqueas se hace eco: “Arrancan la piel del cuerpo, la carne de los huesos…” (Mi 3:2). Parece que oímos las palabras punzantes con las que, en el siglo IV, el obispo Basilio condenó a los usureros de su tiempo: “Explotar la miseria, extraer dinero de las lágrimas, estrangular a la persona que está desnuda, aplastar a los hambrientos…”.

Amós habla de comercio, trucos y trampas. ¿Qué tiene Dios que ver con estos problemas? Seguramente tiene algo que ver y en la última parte del pasaje de hoy (vv. 7-8) el profeta hace claro su pensamiento. Donde no hay justicia, donde los débiles son oprimidos y el sufrimiento ignorado, la religión es solo hipocresía (Am 5,21-24).

Frente a la explotación de los pobres, el Señor está indignado y pronuncia un juramento que nos da escalofrío: “¡Jura el Señor no olvidar jamás lo que han hecho!” (v. 7).

Segunda Lectura: 1 Timoteo 2,1-8

Querido Hermano, 1ante todo recomiendo que se ofrezcan súplicas, peticiones, intercesiones y acciones de gracias por todas las personas, 2especialmente por los soberanos y autoridades, para que podamos vivir tranquilos y serenos con toda piedad y dignidad. 3Eso es bueno y aceptable para Dios nuestro salvador, 4que quiere que todos los hombres se salven y lleguen a conocer la verdad. 5No hay más que un solo Dios, no hay más que un mediador, Cristo Jesús, hombre, él también, 6que se entregó en rescate por todos conforme al testimonio que se dio en el momento oportuno; 7y yo he sido nombrado su heraldo y apóstol –digo la verdad sin engaño–, maestro de los paganos en la fe y la verdad. 8Quiero que los hombres oren en cualquier lugar, elevando sus manos a Dios con pureza de corazón, libres de enojos y discusiones.

En esta parte de la Carta a Timoteo que se nos propone hoy, Pablo da disposiciones relativas a la oración en la comunidad cristiana. Recomienda hacer “peticiones, súplicas, oraciones y acción de gracias por todas las personas, por el rey y los poderosos”. El orden de nuestra sociedad depende de estas personas. Si ellos no cumplen bien su deber, no podemos “llevar una vida tranquila y apacible” (v. 2).

La oración de la comunidad cristiana es universal. Está dirigida a Dios por los que hacen el bien y el mal, por los amigos y los enemigos. En esta oración se muestra el gran corazón de los discípulos, que no acepta hacer diferencias por raza, tribu, nacionalidad, posición social oriqueza. De esta manera se reflejan los sentimientos del Padre del cielo “que quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (v. 4).

Llama la atención las veces que, en la lectura, se repite la palabra todos.

El pasaje concluye con una recomendación: “Quisiera, entonces, que en todas partes la gente ore, elevando sus manos… libres de enojos y discusiones” (v. 8). El cristiano no puede orar con manos impuras, con las manos que hacen mal a los hermanos (Mt 5,23-25).

Evangelio: Lucas 16,1-13

Esta parábola siempre ha despertado una cierta vergüenza porque, al parecer, el administrador deshonesto es elogiado y no puede recomendarse a los cristianos que lo imiten. Para entender su significado y dar sentido a todos los detalles, deben establecerse el cómo y cuándo este administrador engañó a su amo.

La interpretación tradicional admite que la estafa ocurrió cuando, para congraciarse con los deudores, falsificó las figuras de las Letras de cambio. Otros eruditos bíblicos sostienen que cometió irregularidades antes de ser despedido. Esta segunda hipótesis nos parece más coherente y lógica y es la que seguimos.

Más que contar una historia, parece que Jesús hace referencia a un acontecimiento de su tiempo. Un mayordomo es acusado ante el gran terrateniente del que depende por ser incompetente, devorar y dilapidar su fortuna. El maestro lo llama y le dice lo que oyó de él. Los hechos son tan claros y fuera de toda duda que el administrador no intenta justificarse o inventaruna explicación. Fue inmediatamente despedido de su responsabilidad (vv. 1-2). ¿Qué hacer ahora? Él está en problemas, se queda sin salario y debe encontrar cuanto antes una manera degarantizar su futuro.

¿Qué hacer? Esta es la pregunta que muchas personas se hacen en el evangelio de Lucas y en los Hechos de los Apóstoles. La multitud, los publicanos y los soldados acudieron a JuanBautista preguntando: “¿Qué debemos hacer?” El granjero rico de la parábola se hace a sí mismo, en su largo monólogo, la misma pregunta: “¿Qué debo hacer porque no sé dónde poner mi cosecha?” (Lc 12,17). Los oyentes del discurso de Pedro en el día de Pentecostés se preguntan: “Hermanos, ¿qué debemos hacer?” Se trata de alguien que se encuentra a sí mismo frente a una elección decisiva en la vida.

El administrador deshonesto sabe que tiene poco tiempo a su disposición. Igual que hizo el granjero tonto, el administrador empezó a reflexionar. Él sabe cómo supervisar, pero no es capaz de usar la azada ni humillarse a pedir limosna. “Más vale morir que vivir mendigando” (Eclo40,28).

Antes de abandonar el trabajo, debe poner las cuentas en orden; muchos deudores aún debenentregar los productos. Lo piensa detenidamente, calcula los pros y los contras, y, después de mucho pensar, tiene un destello de genio. (¡Entiendo! –exclama feliz–. Sé lo que debo hacer: cf.v. 4). No pregunta la opinión de nadie porque él ya conoce todos los trucos del oficio. Sabe cuáles la opción correcta y entra inmediatamente en acción.

Llama a todos los deudores y pide al primero de ellos: “¿Cuánto debes a mi amo?” “Cien barriles de aceite”, responde la persona. El administrador sonríe, le da una palmada en elhombro y le dice: “Toma el recibo, siéntate enseguida y escribe cincuenta”. La deuda era de 4.500 litros de aceite (el producto de 175 olivos) y se reduce a 2.250. Un ahorro de casi dos años de trabajo para un trabajador. Luego el segundo deudor entra en escena: tiene que entregar 40 toneladas de trigo (el producto de 42 hectáreas de terreno). El mismo escenario: “Toma tu recibo y escribe 30”. Un descuento del 25 por ciento. No está mal.

En el futuro estos deudores beneficiados seguramente no olvidarán la mucha generosidad y se sentirán obligados a ofrecerle hospitalidad en sus casas. La historia concluye con el maestro, y lo mismo Jesús, alabando al administrador. Actuó con astucia. Habrá que imitarlo.

Esperamos una conclusión diferente. Debería haber dicho Jesús a sus discípulos: “No deben actuar como este villano; sean honestos”. Pero Jesús aprueba lo que hizo. La dificultad se encuentra aquí: ¿Cómo puede una persona deshonesta ofrecerse como modelo? Antes de explicarlo, deseo señalar que elogiar la astucia de una persona no significa estar de acuerdo con lo que hizo. Me contaron de un ladrón que fue capaz de escapar de prisión abriendo todas las puertas con un simple alambre. Merece un elogio… Era un villano, pero era inteligente (vv. 5-8a).

Esta dificultad no existe si la parábola se interpreta de una manera diferente. Partimos de la consideración de que si el propietario se había sentido engañado se sentiría muy indignado (2.250 litros de aceite y 10 toneladas de trigo no son cosas pequeñas). Si alaba a su ex gerente significa que en este proceso el dueño no ha perdido nada. Tenemos que suponer que el administrador de la parábola ha renunciado a lo que solía tomar para sí mismo como comisión.

Me explico: los administradores deben entregar una cierta cantidad a su propietario; pero los administradores podían aumentar la cifra como parte de su ganancia. Esta fue la técnica utilizada por los publicanos para enriquecerse cuando recogían los impuestos.

¿Qué es lo que hizo el administrador de la parábola? En lugar de comportarse como un prestamista con los deudores, les cedió el beneficio que esperaba tener. Si las cosas fueron así, todo queda claro. La admiración del propietario y la alabanza de Jesús tienen una explicación lógica.

El administrador fue astuto—dice el Señor—porque entendió que debía apostar: no a las mercancías, productos a los que tenía derecho, que podrían pudrirse o robarse, sino a los amigos. Supo renunciar a lo primera para conquistar lo segundo. Este es el punto. Pronto lo retomaremos.

Siguen algunos dichos de Jesús relacionados con el uso de las riquezas. ¿Cuáles son las aplicaciones y enseñanzas extraídas de la parábola? La primera: “Los hijos de este mundo son más astutos con sus semejantes que los hijos de la luz” (v. 8).

Después de haber apreciado la capacidad del administrador, Jesús hace una observación: con respecto a la administración del dinero, hacer negocios e intercambios; sus discípulos (los hijos de la luz) son menos sagaces que aquellos que dedican sus vidas enteras en acumular bienes (los hijos de este mundo).

Es normal y debe ser así: mientras que “los hijos del mundo” pueden actuar sin escrúpulos (ya que solo tienen que preocuparse de no ir contra la Ley del Estado o, al menos, de no ser atrapados con las manos en la masa), los creyentes cristianos deben seguir otros principios y mantener un comportamiento correcto y transparente. Están prohibidos los subterfugios y los engaños.

¿Realmente sucede así? Tal vez hay cristianos que cuando compiten con “los hijos de las tinieblas” en los asuntos económicos, hacen un mal papel. Y esto es preocupante.

“Yo les digo que con el dinero sucio se ganen amigos, de modo que, cuando se acabe, ellos los reciban en la morada eterna” (v. 9). Esta es la frase más importante del pasaje de hoy. Sintetiza toda la enseñanza de la parábola.

Sobre todo destacar el duro juicio que el maestro da a la riqueza: La llama ‘injusta’,‘adquirida de una manera deshonesta’. Amós ya explicó la razón en la primera lectura. Hemos escuchado su explicación sobre el origen de la riqueza. Después de él, una persona sabia del Antiguo Testamento afirmó: “Una estaca se clava entre piedra y piedra; el pecado queda atrapado entre comprador y vendedor” (Eclo 27,2).

Esto no es una condenación de los bienes de este mundo. Tampoco es una invitación a destruirlas, liberarse de ellas como si fueran objetos impuros. Es una observación: en el dinero amontonado siempre hay alguna forma de injusticia, explotación y apropiación indebida. Jesús enseña el método para purificar las riquezas injustas.

El administrador es un modelo de habilidad porque tuvo una idea brillante. Si hubiera consultado con sus colegas, quizás le habrían aconsejado que tomara ventaja hasta el final de su posición y aumentara sus ingresos.

Su solución es diferente: entiende que el dinero se puede devaluar y entonces decide apostar todo en sus amigos. Esta es la sabia elección que Jesús anima a hacer, asegurando el éxito de la operación: las personas beneficiadas en esta vida siempre permanecerán a nuestro lado y serán testigos en nuestro favor en el día en que el dinero no tenga ningún valor.

No es cuestión de entregar todo lo que uno posee. Eso sería un gesto insensato, no virtuoso. No ayudaría a los pobres sino que aumentaría su miseria y favorecería a los perezosos. Lo que Jesús quiere que entendamos es que la manera sagaz de utilizar los bienes de este mundo es utilizarlos para ayudar a los demás, para hacerlos amigos. Ellos serán los que nos reciban en la vida.

La última parte del pasaje (vv. 10-13) contiene algunos refranes del Señor. Para comprenderlos es suficiente aclarar el significado de los términos. Lo ‘poco’ (v. 10) “dinero sucio” (v. 11) “las riquezas ajenas” (v. 12) indican los bienes de este mundo que no se pueden llevar con uno. San Ambrosio solía decir: “No debemos prestar atención a las riquezas que no podemos llevar con nosotros. Porque lo que dejamos en este mundo no nos pertenece. Pertenece a los demás”.

Los bienes del mundo futuro, los del Reino de Dios, por el contrario, se llaman “lo mucho”(v. 10), “las verdaderas riquezas” (v. 11) “nuestras riquezas” (v. 12). Esto puede obtenerse solo por la renuncia, como hizo paradójicamente el administrador de la parábola con todas las mercancías que no cuentan. “Quien no renuncie a sus bienes no puede ser mi discípulo” (cf. Lc 14,33).

Jesús concluye su enseñanza afirmando que ningún siervo puede servir a dos amos… Dios o el dinero.

Nos gustaría favorecer a los dos: Dar a Dios el domingo y al dinero los días ordinarios. No es posible porque ambos son maestros exigentes y excluyentes. No toleran que haya un lugar para otro en el corazón de una persona y, sobre todo, sus órdenes son opuestas. Uno dice “Compartir los bienes, ayudar a los hermanos, perdonar la deuda de los pobres…”. El otro se dice a sí mismo: “Piensa en tus propios intereses, estudia bien todas las maneras posibles deganancias… cómo acumular dinero… quedarte todo para ti…’” Es imposible complacer a los dos: Dejamos que uno nos rete o creemos ciegamente en el otro.

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XXIV Domingo ordinario. Año C

“En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo; por lo cual los fariseos y los escribas murmuraban entre sí: Este recibe a los pecadores y come con ellos.

Jesús les dijo entonces esta parábola: ¿Quién de ustedes, si tiene cien ovejas y se le pierde una, no deja las noventa y nueve en el campo y va en busca de la que se perdió hasta encontrarla? Y una vez que la encuentra, la carga sobre los hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa, reúne a los amigos y vecinos y les dice: Alégrense conmigo porque ya encontré la oveja que se me había perdido. Yo les aseguro que también en el cielo habrá más alegría por un pecador que se arrepienten que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse.

¿Y qué mujer hay, que, si tiene diez monedas de plata y pierde una no enciende luego una lámpara y barre la casa y la busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas y les dice: Alégrense conmigo, porque ya encontré la moneda que se me había perdido. Yo les aseguro que así también se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se arrepiente.

También les dijo esta parábola: Un hombre tenía dos hijos y el menor de ellos le dijo a su padre: Padre, dame la parte que me toca de la herencia. Y él les repartió los bienes.

No muchos días después, el hijo menos, juntando todo lo suyo, se fue a un país lejano y allá derrochó su fortuna viviendo de una manera disoluta. Después de malgastarlo todo, sobrevino en aquella región una gran hambre y él empezó a pasar necesidad. Entonces fue a pedirle trabajo a un habitante de aquel país, el cual lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Tenía ganas de hartarse con las bellotas que comían los cerdos, pero no lo dejaban que se las comiera.

Se puso entonces a reflexionar y se dijo: ¡Cuántos trabajadores en las de mi padre tienen pan de sobra, y yo, aquí, me estoy muriendo de hambre! Me levantaré, volveré a mi padre y le diré: padre, he pecado contra el cielo y contar ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Recíbeme como uno de tus trabajadores.

Enseguida se puso en camino hacia la casa de su padre. Estaba todavía lejos, cuando su padre lo vio y se enterneció profundamente. Corrió hacía él, y echándole los brazos al cuello, lo cubrió de besos. El muchacho le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo.

Pero el padre les dijo a sus criados: ¡Pronto!, traigan la túnica más rica y vístansela; pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; traigan el becerro gordo y mátenlo. Comamos y hagamos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado. Y empezó el banquete.

El hijo mayor estaba en el campo, y al volver, cuando se acercó a la casa, oro la música y los cantos, Entonces llamó a uno de los criados y le preguntó qué pasaba. Este le contestó: Tu hermano ha regresado, y tu padre mandó matar el becerro gordo, por haberlo recobrado sano y salvo. El hermano mayor se enojó y no quería entrar.

Salió entonces el padre y le rogó que entrara; pero él replicó: ¡Hace tanto tiempo que te sirvo, sin desobedecer jamás una orden tuya, y tú no me has dado nunca ni un cabrito para comérmelo con mis amigos! Pero eso sí, viene ese hijo tuyo, que despilfarró tus bienes con malas mujeres, y tú mandas matar el becerro gordo.

El padre repuso: Hijo, tú siempre estas conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado.”

(Lucas 15, 1-32)


Era necesario hacer fiesta
P. Enrique Sánchez, mccj

El texto del evangelio de este domingo corresponde a todo el capítulo 15 del evangelio de san Lucas y contiene tres parábolas con las cuales Jesús da una respuesta a los escribas y fariseos que se escandalizan por verlo sentado a la mesa con publicanos y pecadores.

Al parecer, en tiempos de Jesús, los banquetes eran ocasiones para establecer o estrechar relaciones entre las personas; para consolidar lazos familiares de amistad y de fraternidad. Pero en nuestro texto aparecen los escribas y fariseos escandalizados porque Jesús, sentándose a la mesa con las personas consideradas pecadoras, se convierte en motivo de rechazo por acercarse a personas consideradas impuras.

Las tres parábolas nos hablan de pérdidas y de encuentros que terminan llenando el corazón de alegría, de gratitud y de nuevas relaciones que acaban por imponerse como cumplimiento de promesas de nueva vida.

El tema que se esconde detrás de esas parábolas y que emerge con claridad como propuesta de Jesús es el del perdón, como exigencia para alcanzar relaciones auténticas en nuestro caminar con las personas que vamos encontrando día a día. El perdón es la experiencia de dar y recibir algo que nos devuelve la vida; es un don que permite devolver la vida a quien, de alguna manera la ha perdido.

En una reflexión sobre este tema el padre Gaetano Piccolo, SJ, decía que “el perdón es respiro que permite vivir y toda relación (humana) muere cuando no hay perdón”. En las tres parábolas aparece claro que hay una pérdida que produce tristeza y preocupación, pero al mismo tiempo surge una búsqueda y una espera que al final es recompensada con la alegría y la necesidad de compartir la propia felicidad con los demás, porque se ha encontrado lo tiene una gran importancia en la vida.

Pensando a nuestras experiencias personales, seguramente nos damos cuenta de que hay muchas maneras de perderse en el camino, pero afortunadamente siempre hay alguien que nos busca y nos espera. Y, quienes ponemos nuestra confianza en el Señor, nos atrevemos a decir que es Dios quien nos busca incansablemente.

Fijando nuestra atención un poco más en la tercera parábola vemos a un hijo que se pierde rompiendo los lazos familiares que lo mantenían en una relación con su padre y su hermano. Él quiere irse por su cuenta, piensa sólo en sus intereses, no le importan los demás y se va hasta tocar fondo, hasta cuando se da cuenta de que no puede vivir rompiendo con el amor de su padre, que es el único que lo puede hacer feliz.

Mientras se aleja y se pierde en su soledad, se da cuenta que sus felicidades pasajeras y momentáneas no son suficientes para responder a los anhelos de su corazón. Se descubre hecho para vivir en comunión, en una relación en la que no puede ignorar a los demás. Y el lugar a donde se ha dejado llevar por sus caprichos, ciertamente no es el mejor para iniciar una nueva vida.

Siendo testigos de tantas historias que se viven hoy en nuestra sociedad, nos damos cuenta de que existen muchas personas que se dejan encandilar por promesas de felicidad que promueven la exaltación del individualismo, del pensar sólo en nosotros mismos, de vivir para sí mismo, como si fuésemos el centro del universo.

No es difícil darnos cuenta que vivimos en un mundo enfermo, en muchas partes, de indiferencia, de indolencia y de falta de interés por los demás. Hemos ido despilfarrando valores y virtudes que caracterizaban a nuestra sociedad, como la confianza, la hospitalidad, la ayuda mutua, sencillamente, la fraternidad.

Vivimos en realidades marcadas por la desconfianza, por la discriminación, por la pretensión de ser más que los demás y nos creamos mundos cerrados en donde se levantan muros, se crean rejas y nos condenamos a vivir en nuestras propias prisiones, añorando el hogar que nos reclama el corazón. Y, cómo se ilumina nuestro rostro cuando encontramos personas que viven de otra manera, que le apuestan a lo sencillo, al compartir, al ser solidarios, a las relaciones afincadas sobre la confianza y la cordialidad.

Es lo que aquel hijo menor intuyó, cuando recordando lo que pasaba en la casa de su padre se dio cuenta de que el mundo en el que se había sumergido no tenía futuro y que no había alternativa más que armarse de valor para volver, con humildad, al lugar en donde podía respirar los verdaderos aires de felicidad. Ahí nació su camino de conversión y desde ahí empezó a entender en donde está lo grande y lo bello de su dignidad. No era entre cerdos con quienes podría establecer una auténtica relación de amor o de amistad. Desde ahí decide volver a su padre que está listo para acogerlo y permitirle entrar en un camino de reconciliación, de reencuentro consigo mismo y de perdón.

El padre siempre lo esperó y salió a su encuentro, sin reclamar nada y sin pedir cuentas de lo que había hecho de sus bienes. Lo revistió de un traje nuevo, devolviéndole la dignidad que le correspondía como hijo suyo. Le puso el anillo para manifestarle su confianza. Pide que lo calcen para recordarle que estando con él siempre será un hombre libre. Mata el becerro para hacer fiesta, porque no se puede hacer de otra manera cuando se celebra la vida de quien tenemos cerca.

Igualmente, el padre se preocupa por abrir un camino de reconciliación con su hijo mayor. No era necesario darle un cabrito para mostrarle que ya le había entregado su corazón. El había estado siempre ahí, con la posibilidad de disponer de todo lo que era de su padre; pero no se había dado cuenta de lo extraordinario de ese don.

El padre por su parte no justifica al menor, pero tampoco le reclama, ni le reprocha nada al mayor; simplemente le muestra que su corazón está abierto para volver a tejer la relaciones que pudieron haberse dañado, cuando cada uno quiso irse por un camino que los llevó a perderse en donde no podría encontrarse el amor.

Esa es también nuestra historia personal y cada uno de nosotros, a lo mejor, no tenemos que buscar mucho para darnos cuenta que no faltan las decisiones equivocadas que nos llevan a romper con aquellas relaciones que nos pueden hacer felices.

También por nosotros, nuestro Padre sale cada día a buscarnos por los caminos en donde andamos medios perdidos. También a nosotros nos espera con los brazos abiertos para acogernos como hijos suyos. A diario nos ofrece la posibilidad de revestirnos y de apropiarnos de una dignidad que nos permita caminar seguros y contentos en medio de un mundo que busca siempre hacernos caer y alejarnos del único Dios que nos puede hacer felices.

El Señor también a nosotros nos perdona todos nuestros extravíos y no se pone ante nosotros con un bastón para corregirnos o reprocharnos nuestros descalabros y los errores que pudimos haber cometido.
Dios siempre está ahí, más cerca de lo que imaginamos, ofreciéndonos un perdón que hace que nos encontremos con lo que realmente vale la pena en nuestras vidas. Dios es el pastor que hace fiesta cuando nos encuentra allá en donde andábamos perdidos, es la mujer que invita a sus amigas a celebrar con ella porque ha encontrado algo que vale mucho para ella, es el padre que manda preparar un banquete y hace fiesta, porque estábamos muertos o perdidos y hemos vuelto a la vida.

Jesús, como nos lo dice el evangelio de Lucas, no podía sentarse en otro lugar que no fuera el de los pecadores porque justamente él había venido para enseñarnos que en el corazón de Dios son ellos los que están llamados a ocupar los primeros lugares. Para él no hay impuros o pecadores, existen sólo hijos por los cuales está dispuesto a sacrificar lo que más ha amado, a su hijo Jesús, en quien nos ha amado.

Para nuestra reflexión personal.

  • ¿Nos damos cuenta en dónde nos hemos perdido o en dónde nos hemos quedado atorados en la búsqueda de la felicidad?
  • ¿Qué estoy haciendo para dejarme encontrar por el Señor?
    Todos nos hemos perdido alguna vez, ese no es el problema. ¿Me doy cuenta o siento que el Señor me esta buscando, que está viniendo a mí encuentro?

Una parábola para nuestros días: Volveré a mi padre.
José A. Pagola

En ninguna otra parábola ha querido Jesús hacernos penetrar tan profundamente en el misterio de Dios y en el misterio de la condición humana. Ninguna otra es tan actual para nosotros como ésta del “Padre bueno”.

El hijo menor dice a su padre: «dame la parte que me toca de la herencia». Al reclamarla, está pidiendo de alguna manera la muerte de su padre. Quiere ser libre, romper ataduras. No será feliz hasta que su padre desaparezca. El padre accede a su deseo sin decir palabra: el hijo ha de elegir libremente su camino.

¿No es ésta la situación actual? Muchos quieren hoy verse libres de Dios, ser felices sin la presencia de un Padre eterno en su horizonte. Dios ha de desaparecer de la sociedad y de las conciencias. Y, lo mismo que en la parábola, el Padre guarda silencio. Dios no coacciona a nadie.

El hijo se marcha a «un país lejano». Necesita vivir en otro país, lejos de su padre y de su familia. El padre lo ve partir, pero no lo abandona; su corazón de padre lo acompaña; cada mañana lo estará esperando. La sociedad moderna se aleja más y más de Dios, de su autoridad, de su recuerdo… ¿No está Dios acompañándonos mientras lo vamos perdiendo de vista?

Pronto se instala el hijo en una «vida desordenada». El término original no sugiere sólo un desorden moral sino una existencia insana, desquiciada, caótica. Al poco tiempo, su aventura empieza a convertirse en drama. Sobreviene un «hambre terrible» y sólo sobrevive cuidando cerdos como esclavo de un extraño. Sus palabras revelan su tragedia: «Yo aquí me muero de hambre».

El vacío interior y el hambre de amor pueden ser los primeros signos de nuestra lejanía de Dios. No es fácil el camino de la libertad. ¿Qué nos falta? ¿Qué podría llenar nuestro corazón? Lo tenemos casi todo, ¿por qué sentimos tanta hambre?

El joven «entró dentro de sí mismo» y, ahondando en su propio vacío, recordó el rostro de su padre asociado a la abundancia de pan: en casa de mi padre «tienen pan» y aquí «yo me muero de hambre». En su interior se despierta el deseo de una libertad nueva junto a su padre. Reconoce su error y toma una decisión: «Me pondré en camino y volveré a mi padre».

¿Nos pondremos en camino hacia Dios nuestro Padre? Muchos lo harían si conocieran a ese Dios que, según la parábola de Jesús, «sale corriendo al encuentro de su hijo, se le echa al cuello y se pone a besarlo efusivamente». Esos abrazos y besos hablan de su amor mejor que todos los libros de teología. Junto a él podríamos encontrar una libertad más digna y dichosa.

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Las tres parábolas de la misericordia

Entramos en este domingo en el gran capítulo 15 del evangelio de Lucas -núcleo de la Buena Nueva de Jesús y de la revelación de los sorprendentes sentimientos de Dios – en el cual escuchamos al maestro pronunciar las tres parábolas de la misericordia:

la oveja perdida (15,4-7),
la moneda perdida (15,8-10) y
el Padre misericordioso (15,11-32), en la cual asistimos a la historia del hijo perdido y encontrado.
Los primeros tres versículos del capítulo nos presentan el contexto como necesaria clave de lectura que lleva a Jesús a pronunciar estas bellas lecciones sobre la misericordia de Dios (15,1-3).
La finalidad del pasaje de hoy es profundizar en el tema del amor de Dios demostrado en el ministerio salvífico de Jesús con los excluidos y los pobres de la sociedad, particularmente con un grupo de excluidos que está en todos los estratos sociales: los “pecadores”. El capítulo anterior de Lucas (ver 14,15-24) ya nos había ambientado el tema en la parábola en la cual Jesús invitaba a los excluidos a la mesa del Reino.

Las tres parábolas de la misericordia se exponen ante la actitud cerrada y soberbia de los que rechazan al pecador. Dios siempre acoge. En las tres se destaca la alegría de Dios por volver a encontrar, por la reconciliación de los alejados; en contraste con el descontento de los fariseos. ¿Se consideraban “merecedores” exclusivos del amor de Dios? En la tercera parábola, el protagonista es el padre, no los hijos, pues el pródigo no es modelo ni de arrepentimiento (se arrepiente por pura hambre, no por amor al padre); y el hermano mayor no sirve al padre con corazón de hijo, sino de esclavo. Los dos se han “perdido” para el padre, que tiene que “salir” al encuentro de uno y otro. La preocupación primordial del Padre es conseguir el retorno del descarriado, y su alegría al recobrarlo es tanto mayor cuanto mayor fue su disgusto al perderlo.

La conducta de Jesús es desconcertante. Para la lógica de los fariseos –y quizás también para la nuestra–, los pecadores han de ser señalados con el dedo, han de ser puestos aparte y despreciados. Sin embargo, Él «acoge a los pecadores y come con ellos». Jesús introduce en el mundo otra lógica. Jesús hace lo que hace el Padre, que actúa así con los pecadores arrepentidos: no aprueba el envilecimiento en que cae el pecador, pero sigue teniendo para ellos brazos abiertos, lo acepta y lo comprende más que el pecador a sí mismo. Él nunca considera bueno al pecador. Él no dice que la oveja descarriada no esté descarriada. Lo que hace es, en lugar de rechazarla, ir a buscarla, y cuando la encuentra se llena de alegría, la carga sobre sus hombros, le venda las heridas, la cuida, la alimenta…. Así es el corazón de Cristo. Su amor vence el mal con el bien. Para llegar hasta rehacer por completo al pecador, hasta sacarle de su fango y devolverle la dignidad de hijo de Dios.

Lo que ocurre es que en la categoría de pecadores estamos todos. Frente al orgullo altanero y despreciativo de los fariseos, san Pablo afirmaba categóricamente: «Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, y yo soy el primero» (2ª lectura). Todos necesitamos ser salvados. Y si no hemos caído más bajo ha sido por pura gracia. Esto no puede ser motivo para el orgullo y el desprecio de los demás, sino para la humildad y el agradecimiento.

En la oración del Señor hay una petición sorprendente, que es el mejor comentario a estas Parábolas: pedimos el perdón de Dios, “como nosotros perdonamos”. Esto nos lleva a tres actitudes fundamentales: audacia en la petición; confianza en la misericordia divina; empeño muy serio de ser como el Padre misericordioso y no como los fariseos.

Y entonces surge el interrogante ¿Qué es el pecado? No se puede comprender lo que es el pecado sin reconocer en primer lugar que existe un vínculo profundo del hombre con Dios. El pecado «es rechazo y oposición a Dios» (Catecismo de la Iglesia Católica, 386), «es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente» (Catecismo de la Iglesia Católica, 387). Es un querer ser dios pero sin Dios, es querer vivir de espaldas a Él, desvinculado de los preceptos y caminos que en su amor Él señala al ser humano para su propia realización. El pecado es un acto de rebeldía, un “no” dado a Dios y al amor que Él le manifiesta. Todo esto queda retratado en la actitud del hijo que reclama su herencia: quiere liberarse del padre, salir de su casa para marcharse lejos y poder gozar de su herencia sin límites ni restricciones.

El pecado, que es ruptura con Dios, tiene graves repercusiones. Quien peca, aunque crea que está recorriendo un camino que lo conduce a su propia plenitud y felicidad, entra por una senda de autodestrucción: «el que peca, a sí mismo se hace daño» (Eclo 19, 4). Al romper con Dios, fuente de su vida y amor, todo ser humano sufre inmediatamente una profunda ruptura consigo mismo, con los demás seres humanos y con la creación toda.

¿Qué hace Dios ante el rechazo de su criatura humana? Dios, por su inmenso amor y misericordia, no abandona al ser humano, no quiere que se pierda, que se hunda en la miseria y en la muerte, sino que Él mismo sale en su busca: «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). «Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores» (1 Tim 1, 15). Dios en su inmenso amor ofrece a su criatura humana el don de la Reconciliación por medio de su Hijo. Es el Señor Jesús quien en la Cruz nos reconcilia con el Padre (ver 2 Cor 5, 19), es Él quien desde la Cruz ofrece el abrazo reconciliador del Padre misericordioso a todo “hijo pródigo” que arrepentido anhela volver a la casa paterna.

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XXIII Domingo ordinario. Año C

“En aquel tiempo, caminaba con Jesús una gran muchedumbre y Él, volviéndose a sus discípulos, les dijo: Si alguno quiere seguirme y no me prefiere a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, más aún, a sí mismo, no puede ser mi discípulo.
Porque, ¿quién de ustedes, si quiere construir una torre, no se pone primero a calcular el costo, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que, después de haber echado los cimientos, no pueda acabarla y todos los que se enteren comiencen a burlarse de él, diciendo: Este hombre comenzó a construir y no pudo terminar.
¿O qué rey que va a combatir a otro rey, no se pone primero a considerar si será capaz de salir con diez mil soldados al encuentro del que viene contra él con veinte mil? Porque si no, cuando el otro esté aún lejos, le enviará una embajada para proponerle las condiciones de paz.
Así pues, cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo”.

(Lucas 14, 25-33)


Quien no renuncie a sus bienes, no puede ser mi discípulo
P. Enrique Sánchez, nccj

El tema de la renuncia y del desprendimiento parece asegurar la continuidad en la reflexión del evangelio que hemos venido haciendo en estos últimos domingos del año litúrgico.

Renunciar a ser los primeros, a ocupar los primeros lugares, a sobresalir como expresión de poder. Estas han sido algunas de las recomendaciones que Jesús ha ido sembrando en el corazón de sus discípulos y seguramente también en los nuestros. En el evangelio de este domingo no se habla explícitamente de renuncia, al menos al inicio, sino de preferencias que pueden condicionar y limitar la libertad para seguir al Señor como auténticos discípulos.

El seguimiento del Señor, como lo entiende san Lucas, implica un desprendimiento no sólo de las cosas o de los bienes que pudiésemos tener, aunque Jesús llega a exigir no anteponer nada a su persona.

La exigencia va más lejos y pide que estemos disponibles a ponerlo a Él en el centro de nuestras vidas como lo más importante y eso implica situarlo por encima incluso de todos nuestros mejores afectos.

Evidentemente, no se trata de despreciar o rechazar a nuestros seres queridos o a las personas que consideramos necesarias en nuestra vida; se trata de recordar que quien mejor nos ayudará a vivir nuestras relaciones con los demás, como auténticos discípulos, será precisamente el Señor cuando le hayamos entregado nuestro corazón.

Muchas veces invocamos al Señor en nuestras celebraciones cantando: “danos un corazón, grande para amar, danos un corazón fuerte para luchar”. Ese es uno de nuestros anhelos más profundos y lo alcanzamos sólo cuando nos liberamos de todo aquello que nos puede mantener atados a las cosas, a las costumbres, a las personas; a todo aquello que nos hace dependientes y que condicionan la libertad que nos brinda la espontaneidad para amar verdaderamente.

El desprendimiento es lo que nos da un corazón misionero, que empuja a ir siempre más lejos, a no detenerse jamás, quedándose complacidos en aquello que da seguridad. Y no hay alegría más grande que dar la vida por los demás.

Leyendo la parábola que Jesús nos presenta en este evangelio parecería contrastar con las primeras palabras que hemos leído.

Por una parte, se nos habla de “dejar” y en la parábola se parte de calcular bien y asegurarse en donde se están poniendo los cimientos de lo que se quiere construir.

En realidad, el mensaje del evangelio nos quiere llevar a tomar conciencia de que la renuncia y el desprendimiento que exige Jesús para poderlo seguir, en la práctica se transforma en un cimiento sólido y firme sobre el cual podemos confiar y construir todo lo que soñamos.

Poner toda nuestra confianza en Jesús es garantía de éxito de todo lo que podamos ir construyendo en nuestra vida.

Por otra parte, las palabras del Evangelio nos ayudan a entender que la decisión de seguir a Jesús no es algo que se pueda improvisar o tomar a la ligera. Es una opción que exige discernimiento y claridad en la mente y en el corazón.

Es importante ser conscientes y serios en el momento de decidir seguir a Jesús, pues de lo contrario nos sumaremos a tantas personas que se dicen cristianas porque un día fueron bautizadas, pero que han considerado que el ser discípulos de Jesús es sólo algo que se pone en práctica en algunos momentos muy contados de la vida.

Vivimos en un mundo en donde, en algunos lugares, las estadísticas registran poblaciones que se declaran católicas en un 80 o 90 por ciento y luego vemos en la celebración dominical que apenas el 6 o 7 por ciento asisten a misa, casi dejando entender que se trata de algo opcional.

Cada año, miles de niños hacen la primera comunión o la confirmación, pero a muchos de ellos no los volvemos a ver sino hasta el día en que quieren casarse por la iglesia, y eso también ya se registra a la baja. Se considera que los sacramentos pueden entrar entre los muchos otros compromisos sociales a los que no hay que faltar. Se entiende que es un rito con el cual basta cumplir, pero no se descubrió que lo importante era crecer y profundizar nuestra pertenencia al Señor.

No es extraño encontrarse con católicos que no sienten la necesidad de practicar su fe y tienen sus conciencias muy en paz, diciendo que ellos viven su fe cuando les nace del corazón. No sienten la necesidad de vivir y de hacer crecer su relación con el Señor y con la comunidad a la que pertenecen.

No faltan los que han confundido el ser discípulos de Jesús con pertenecer a un club social en donde se participa sólo cuando se tiene necesidad de reposo y de descanso. Y en el caso de la comunidad cristiana se recurre a ella sólo cuando surge algún problema o se presenta una necesidad, que sólo Dios puede resolver.

Por lo tanto, la exigencia de Jesús, no se limita a la renuncia de algunas cuantas cosas o de unos afectos que consideramos importantes. Lo que pide el Señor a los que lo quieren seguir es que organicen su vida tomándolo en cuenta, no como el florero que adorna la sala, sino como la persona con quien se vive una relación profunda personal.

Ojalá que estas palabras de Jesús nos ayuden a renovar nuestro deseo de seguirlo con entusiasmo y valentía. Sobre todo, en aquellos momentos en los que nos cuesta desprendernos de todo lo que nos da una seguridad inmediata o que nos hace sentir satisfechos con una vida que no implica sacri2icios y renuncias.

Que el testimonio de tantos misioneros que han aceptado dejarlo todo para ir a anunciar la buena noticia del Evangelio nos ayuden a entender y a hacer la experiencia de no tener miedo a renunciar a lo que nos puede estar dando una seguridad, convencidos de que al Señor jamás le ganaremos en generosidad.

Para nuestra reflexión más personal

¿Hay algo o alguien que me cuesta dejar para seguir a Jesús?

¿Qué podría poner en práctica para vivir más intensamente mi relación con Jesús?

¿Me considero buen discípulo de Jesús, aunque todavía tenga camino por recorrer, o me pongo en la fila de los cristianos de ocasión?

¿A cuáles bienes me pide el Señor que renuncie?


Sentarse y calcular
Dolores Aleixandre

Es tan fuerte el tema central de este evangelio (…)  que resulta casi imposible abordarlo de frente. Por eso, lo mejor es poner en práctica el consejo que recibimos en él: sentarnos a pensar. Tenemos la sensación de que el seguimiento de Jesús  implica siempre el dinamismo de moverse, desplazarse y caminar pero a veces lo más aconsejable resulta ser eso de sentarse. He probado más de una vez en grupos cristianos a hacer esta pregunta: ¿cuál fue la primera acción de Jesús de la que dan cuenta los evangelios, el primer verbo del que Jesús aparece como sujeto? Las respuestas suelen ser; “curar”, “anunciar el reino”, “llamar…” y nadie se  acuerda de este texto de Lucas cuando narra la escena del niño Jesús perdido en el templo: “Al cabo de tres días, lo encontraron en el templo sentado en medio de los doctores, escuchándolos y haciéndoles preguntas” (Lc 2,46). Los epígrafes de las Biblias y los títulos de los cuadros que representan la escena suelen ser engañosos: vemos a Jesús de pie con el dedito en alto en actitud de maestro y un grupo de sabios sentados escuchándole: “Jesús niño enseñando en el Templo”, o, “El Niño  enseñando a los doctores”.  Nada de eso: él estaba sentado, escuchando y preguntando.

En las dos parábolas de hoy se nos proponen como modelo a dos personajes que supieron sentarse y calcular. Este segundo verbo tiene también poco predicamento porque parece ser lo contrario de ser generoso y dar sin medida que parecen sintonizar mejor con el talante de Jesús. Sí, pero no siempre porque en estas parábola lo sensato no es arriesgarse a emprender algo (una construcción, una empresa militar…), sino algo muy distinto: sacarla calculadora, hacer cuentas, acudir a expertos, estudiar costos, prever resultados  Seguir a Jesús es una tarea de construcción y para eso hay que estudiar qué espacios hay que cavar, a qué profundidad hay que echar los cimientos, qué materiales serán necesarios, cuántos obreros harán falta. El seguimiento tiene también mucho de combate: habrá que enfrentarse con enemigos, hará falta valentía, se correrán riesgos, habrá que afrontar fatigas, hambre, sed y cansancio.

Nos viene bien sentarnos. Y levantarnos después si la reflexión nos ha hecho más conscientes de la gravedad de la decisión que hemos tomado. Y también de su dicha.


Realismo responsable
José A. Pagola

No puede ser discípulo mío.

Los ejemplos que emplea Jesús son muy diferentes, pero su enseñanza es la misma: el que emprende un proyecto importante de manera temeraria, sin examinar antes si tiene medios y fuerzas para lograr lo que pretende, corre el riesgo de terminar fracasando.
Ningún labrador se pone a construir una torre para proteger sus viñas, sin tomarse antes un tiempo para calcular si podrá concluirla con éxito, no sea que la obra quede inacabada, provocando las burlas de los vecinos. Ningún rey se decide a entrar en combate con un adversario poderoso, sin antes analizar si aquella batalla puede terminar en victoria o será un suicidio.

A primera vista, puede parecer que Jesús está invitando a un comportamiento prudente y precavido, muy alejado de la audacia con que habla de ordinario a los suyos. Nada más lejos de la realidad. La misión que quiere encomendar a los suyos es tan importante que nadie ha de comprometerse en ella de forma inconsciente, temeraria o presuntuosa.

Su advertencia cobra gran actualidad en estos momentos críticos y decisivos para el futuro de nuestra fe. Jesús llama, antes que nada, a la reflexión madura: los dos protagonistas de las parábolas «se sientan» a reflexionar. Sería una grave irresponsabilidad vivir hoy como discípulos de Jesús, que no saben lo que quieren, ni a dónde pretenden llegar, ni con qué medios han de trabajar.

¿Cuándo nos vamos a sentar para aunar fuerzas, reflexionar juntos y buscar entre todos el camino que hemos de seguir? ¿No necesitamos dedicar más tiempo, más escucha del evangelio y más meditación para descubrir llamadas, despertar carismas y cultivar un estilo renovado de seguimiento a Jesús?

Jesús llama también al realismo. Estamos viviendo un cambio sociocultural sin precedentes. ¿Es posible contagiar la fe en este mundo nuevo que está naciendo, sin conocerlo bien y sin comprenderlo desde dentro? ¿Es posible facilitar el acceso al Evangelio ignorando el pensamiento, los sentimientos y el lenguaje de los hombres y mujeres de nuestro tiempo? ¿No es un error responder a los retos de hoy con estrategias de ayer?

Sería una temeridad en estos momentos actuar de manera inconsciente y ciega. Nos expondríamos al fracaso, la frustración y hasta el ridículo. Según la parábola, la “torre inacabada” no hace sino provocar las burlas de la gente hacia su constructor. No hemos de olvidar el lenguaje realista y humilde de Jesús que invita a sus discípulos a ser “fermento” en medio del pueblo o puñado de “sal” que pone sabor nuevo a la vida de las gentes.

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No podemos caminar en dos direcciones
Fray Marcos

Sigue en camino hacia Jerusalén y Jesús advierte a la multitud, que le seguía alegremente, de las dificultades que entraña un auténtico seguimiento. Les hace reflexionar sobre la sinceridad de su postura. Solo en el contexto del seguimiento de Jesús, podemos entender las exigencias que nos propone. Hace unos domingos, Jesús decía al joven rico: Si quieres llegar hasta el final… Hoy nos dice: si no piensas llegar hasta el final, es mejor que no emprendas el camino. Si no eres capaz de concluir la obra has fracasado. Si decides caminar con él, deja de caminar en otra dirección.

Una de las interpretaciones equivocadas de este radicalismo, es entender el mensaje como dirigido a unos cuantos privilegiados, que serían cristianos de primera. Jesús no se dirige a unos pocos, sino a la multitud que le seguía. Pero lo hace personalmente. “Si uno quiere…” La respuesta tiene que ser también personal. No hay cristianismo a dos velocidades; una la de los clérigos, y otra la de los laicos. Esta visión no puede ser más contraria al mensaje. Todos los seres humanos estamos llamados a la misma meta.

No se trata de machacar o anular el instinto (es lo que hemos predicado con frecuencia). Sería una tarea inútil porque el instinto es anterior a mi voluntad y escapa a su control. Se trata de que el instinto no sea manipulado por la voluntad, torciéndolo hacia una chata obtención de placer o seguridades. El fin que el instinto quiere garantizar es bueno en sí. El placer que ha desplegado la evolución es un medio para garantizar el objetivo. Si nuestra voluntad convierte el placer en fin, estamos tergiversando el instinto.

Tres son las exigencias que propone Jesús: 1ª.- Posponer a toda su familia. 2ª.- Cargar con su cruz. 3ª.- Renunciar a todos sus bienes. Las tres se resumen en una sola: total disponibilidad. Sin ella no puede haber seguimiento. No es fácil entender bien lo que Jesús propone. La manera de hablar nos puede despistar. En una lengua que carece de comparativos y superlativos, tiene que valerse de exageraciones para expresar la idea. Lo notable es que se haya mantenido la literalidad en el texto griego, que dice “misei” = odia, aborrece, ten horror. No podemos entenderlo al pie de la letra.

Tampoco podemos ignorarlas. Son como los famosos “koan” del zen. Tienen que hacernos trascender la formulación y meternos por el camino de la intuición. Fallamos estrepitosamente cuando queremos comprenderlas racionalmente. La verdad que quieren trasmitir no es una verdad lógica, sino ontológica. No podemos entenderla con la razón, pero podemos intuir por dónde van los tiros. Para la primera exigencia la clave está en: “incluso a sí mismo”. El amor a sí mismo puede ser nefasto si se refiere al falso yo que lleva al egoísmo. El ego tiene también su padre y su madre, sus hijos y hermanos.

El amor a la familia puede ser la manifestación de un egoísmo amplificado, que busca afianzar el individualismo en los “yoes” de los demás. Lo que se busca en ese amor es mi egoísmo, sumado al egoísmo de los demás. Ese yo ampliado es mucho más fuerte y asegura mejor el pequeño yo de cada uno. El seguir a Jesús está basado en el amor. Perro el amor que nos pide no está reñido con el verdadero amor al padre o a la madre. Si el seguimiento es incompatible con el amor a la familia es que ese amor está mal planteado. Seguir a Jesús nos enseñará a amar más también a nuestros familiares.

Otro problema muy distinto es que ese seguimiento provoque en los familiares la oposición y el rechazo, como le pasó al mismo Jesús. Entonces no se puede ceder a las exigencias del instinto, porque está maleado. Si los familiares, muy queridos, te quieren apartar de tu verdadera meta, está claro que no puedes ceder. El hombre alcanza su plenitud cuando despliega su capacidad de amor, que es lo específicamente humano. Este amor no puede estar limitado, tiene que llegar a todos. Por eso, el profesar un verdadero amor a una persona no puede impedir ni condicionar la entrega a otros.

Cargar con la cruz hace referencia al trance más difícil y degradante del proceso de ajusticiamiento de una condenado a muerte de cruz. El reo tenía que transportar él mismo el travesaño de la cruz. Jesús va a Jerusalén precisamente a ser crucificado. No olvidemos que los evangelios están escritos mucho después de la muerte de Jesús, y la tienen siempre presente. Está haciendo referencia a lo que hizo Jesús, pero a la vez, es un símbolo de las dificultades que encontrará el que se decide a seguirle. Una vez emprendido el camino de Jesús, todo lo que pueda impedirlo, hay que superarlo.

Renunciar a todos sus bienes. Recordemos que a los que entraban a formar parte de la primera comunidad cristiana se les exigía que pusieran a disposición de todos lo que tenían. No se tiraban por la borda los bienes. Solo se renunciaba a disponer de ellos al margen de la comunidad. El objetivo era que en la comunidad no hubiera pobres ni ricos. Hoy sería imposible llevar a la práctica este desprendimiento. Pero podemos entender que la acumulación de riquezas se hace siempre a costa de otros seres humanos. Hoy tendríamos que descubrir que lo que yo poseo puede ser causa de miseria para otros.

Debemos aclarar otro concepto. El seguimiento de Jesús no puede consistir en una renuncia, es decir, en algo negativo. Se trata de una oferta de plenitud. Mientras sigamos hablando de renuncia, es que no hemos entendido el mensaje. No se trata de renunciar a nada, sino de elegir lo mejor. No es una exigencia de Dios, sino una exigencia de nuestro ser. Jesús vivió esa exigencia. La profunda experiencia interior le hizo comprender a dónde podía llegar el ser humano si despliega todas sus posibilidades de ser. Esa plenitud fue también el objetivo de su predicación. Jesús nos indica el camino mejor.

En cuanto a las dos parábolas, lo que propone Jesús es que no se puede nadar y guardar la ropa. Queremos ser cristianos, pero a la vez, queremos disfrutar de todo lo que nos proporciona la sociedad de consumo. No tenemos más remedio que elegir. Preferir el hedonismo es un error de cálculo. Las parábolas quieren decirnos que se trata de la cuestión más importante que nos podemos plantear, y no debemos tratarla a la ligera. Para que un avión despegue debe alcanzar una velocidad crítica. Si no la consigue, seguirá rodando por la pista indefinidamente. Es lo que hacemos nosotros.

Antes de poner los cimientos de un edificio debemos calcular si podré terminarlo con los medios que tengo. Si no me alcanza, es mejor que no empiece a construir porque será perder lo que tengo. Si declaro la guerra a otro y no calculo bien mis fuerzas, está claro que el que va a salir perdiendo soy yo. Los cristianos nos conformamos con rodar y rodar por la pista sin darnos cuenta de que estamos haciendo el ridículo. Estamos diseñados para despegar. Si nos conformamos con rodar, nuestro diseño no ha servido para rada. Bien entendido que lo logrado no va ser el resultado de nuestro esfuerzo.

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“ Quien no renuncia a todos sus bienes
no puede ser discípulo mío 
Fr. Bernardo Sastre Zamora O.P.

La Sabiduría: don que ilumina el plan divino

«¿Quién comprende lo que Dios quiere?» (Sb 9,13-18)

La sabiduría de Dios es un don. Es un regalo necesario y valioso: siendo un don imprescindible para ordenar nuestra vida cristiana conforme al amor divino, resulta la paradoja de que no es alcanzable solo por esfuerzo humano, a fuerza de voluntad. Nuestro pensamiento está condicionado por el cuerpo y lo terrenal; incluso los grandes filósofos no logran un consenso absoluto acerca de esta materia. La realidad es que humanamente somos limitados, y necesitamos de la fuerza que viene de lo alto: la pasión que nos infunde el Espíritu de Dios. Dios se nos revela, nos habla de forma cercana, adaptándose a nuestra condición humana, y nos concede sabiduría que no es erudición, sino camino de gozo y de vida.

La sabiduría es una opción. Como un rey que mide fuerzas antes de la batalla, el discípulo del Señor debe discernir si está dispuesto a seguir a Jesús: se trata de evaluar nuestro compromiso religioso, moral y social con la Iglesia de Cristo. Apostar por Dios implica a su vez renunciar a afectos, valores y proyectos que se oponen a Cristo, y esto pasa por una batalla interior, una ineludible lucha espiritual. Si bien la entrega al plan de salvación del Señor conlleva esta pugna, a su vez conduce a la amistad con Cristo: paz profunda, luz imperecedera.

El Señor, refugio ante la fragilidad de la vida

«Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación» (Sal 89)

El Salmo 89 nos recuerda que, frente a la fragilidad y la brevedad de la vida humana, Dios es nuestro refugio constante y seguro, a lo largo de todas las generaciones. Aunque sintamos que nuestra existencia es efímera como la hierba o una vela nocturna, la misericordia de Dios, dispensada por su fidelidad, perdura por siempre. Este salmo nos invita a confiar en el amor protector del Señor, a buscar en Él la fortaleza para vivir con sentido y esperanza, especialmente en los momentos de incertidumbre. Para el creyente Dios se convierte en el ancla firme que sostiene nuestra vida, y esto nos llena de paz y alegría, de gozo y felicidad.

El amor cristiano que transforma y libera: la carta a Filemón

“Recíbelo no como esclavo, sino como hermano querido” (Flp 9b-10.12-17)

En esta carta, Pablo nos muestra cómo el amor cristiano transforma las relaciones humanas. Onésimo, antes esclavo y ahora hermano en Cristo, es un signo vivo de la reconciliación que Jesús realiza en nuestras vidas. No solo un perdón, instantáneo, sino todo un proceso de reconciliación. Pablo no solo pide que Filemón reciba con cariño a quien antes fuere su siervo esclavo, sino que lo considere como a un igual, un hermano querido. Este llamado nos desafía a vivir una comunidad basada en el respeto y la igualdad en dignidad, donde las barreras culturales, de causa humana, se disuelven en un amor superior: la gracia de Cristo Jesús. La fe no solo transforma el corazón, sino nuestra vida moral en general, según el ideal del Evangelio. Cristo, por su Espíritu, renueva nuestras actitudes y relaciones. Nuestro mundo interior termina teniendo efectos externos.

Gloria y cruz del discipulado

«Quien no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío» (Lc 14,25-33)

Cristo describe la vida de sus discípulos con dos comparaciones oportunas: como una torre que hay que construir o como una batalla que hay que librar (y en la cual es preciso saber cómo y cuándo entrar).

1. Torre que edificar. Una torre representa algo sólido, visible y que perdura. Una edificación de altura. Así, el discipulado es una construcción que lleva tiempo y esfuerzo, e implica cierta actitud religiosa. No se hace de la noche a la mañana. Igual que el arquitecto calcula el coste antes de poner el primer ladrillo, el discípulo se pregunta:

  • ¿Estoy dispuesto a poner a Cristo por encima de todo?
  • ¿Acepto que esta misión comprometerá toda mi vida?

La gloria está en ver la torre erguida, firme en medio del mundo; la cruz, en asumir el trabajo paciente y la renuncia que supone superarse a uno mismo, en medio de retos y dificultades.

2. Batalla que librar. El seguimiento de Jesús es también una lucha espiritual, contra aquello que nos aparta de Él: el egoísmo, la comodidad (zona de confort), el miedo irracional, la tentación de abandonar el barco que es la Iglesia. Como un rey que evalúa sus fuerzas antes de ir a la guerra, el discípulo ha de discernir si está dispuesto a entrar en esta pugna vital. La victoria está asegurada en el Resucitado, pero hay que llevarla a cabo a lo largo del camino, y camino de la fe.

  • La gloria está en luchar del lado de Cristo, Señor de la victoria.
  • La cruz, en enfrentar la dureza del combate, en medio de «la noche».

¿Victoria garantizada?

El éxito que promete Jesucristo no se da según los criterios del mundo. Desde fuera, el discipulado puede parecer una derrota, un fracaso a priori: perder bienes, status de vida o incluso la vida misma (en el caso del martirio). Pero, según la lógica del Evangelio, la victoria está asegurada, porque el Maestro ya ha vencido al pecado y a la muerte, enemigos de Dios. La condición para nuestro éxito: perseverar en la santidad, abrazar la cruz que viene con el seguimiento de Cristo.

En definitiva, la gloria del discípulo es participar en la vida y la misión de Jesús, su Señor, Nuestro Señor. Si bien implica renunciar a todo lo que impida esa comunión. Quien acepta ambas dimensiones (luz y cruz), edifica la torre y libra la batalla definitiva, con la certeza de que la victoria ya es nuestra, incluso por adelantado. Nuestra vida crucificada es el único camino al cielo: la vida eterna.

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