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II Domingo de Adviento. Año A

“En aquel tiempo, comenzó Juan el Bautista a predicar en el desierto de Judea, diciendo: Arrepiéntanse, porque el Reino de los cielos está cerca.

Juan es aquel de quien el profeta Isaías hablaba, cuando dijo: Una voz clama en el desierto: preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos.

Juan usaba una túnica de pelo de camello, ceñida con un cinturón de cuero, y se alimentaba de saltamontes y de miel silvestre. Acudían a oírlo los habitantes de Jerusalén, de toda Judea y de toda la región cercana al Jordán; confesaban su pecado y él los bautizaba en el río.

Al ver que muchos fariseos y saduceos iban a que los bautizara, les dijo: Raza de víboras, ¿quién les ha dicho que podrán escapar al castigo que les aguarda? Hagan ver con obras su arrepentimiento y no se hagan ilusiones pensando que tienen por padre a Abrahán, porque yo les aseguro que hasta de estas piedras puede Dios sacar hijos de Abrahán. Ya el hacha está puesta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé fruto, será cortado y arrojado al fuego.

Yo los bautizo con agua, en señal de que ustedes se han arrepentido; pero el que viene después de mí, es más fuerte que yo, y yo ni siquiera soy digno de quitarle las sandalias. Él los bautizará en el Espíritu Santo y su fuego, Él tiene el bieldo en su mano para separar el trigo de la paja. Guardará el trigo en su granero y quemará la paja en un fuego que no se extingue”.

(Mateo 3, 1-12)


Preparen el camino del Señor
P. Enrique Sánchez G., mccj

El Adviento es un tiempo de espera activa que invita a la conversión, a cambiar, sobre todo interiormente, pero también en todo lo que tiene que ver con nuestro estilo de vida, con nuestro modo de estar en el mundo y con nuestros hermanos.

Durante el Adviento, nos ponemos en camino y, poco a poco, nos vamos preparando para acoger la presencia del Señor entre nosotros como el don más grande que hayamos recibido. El don de sabernos hijos queridos de Dios.

Las lecturas, sobre todo la primera tomada del profeta Isaías (Isaías 11,1-10), nos traen una bocanada de aire fresco que abre nuestro corazón al deseo de conversión que se transforma en esperanza y en alegría.

El profeta Isaías nos habla de un renuevo que brota del tronco de Jesé, de un vástago que Florecerá de su raíz. Es el anuncio de la venida del Señor a nuestras vidas para hacer todas las cosas nuevas. Para hacer de nosotros, hombres y mujeres nuevos.

El pueblo de Israel que parecía condenado a desaparecer por haberse alejado de su Dios, por haberse dejado encantar por los ídolos de los pueblos vecinos, era un pueblo que se veía apagado y reseco, como el tronco del árbol condenado a desaparecer.

Pero, de pronto, recibe la buena noticia de la promesa de Dios que nunca abandona a su pueblo y le promete un salvador que vendrá a cambiarlo todo, a restaurar el Reino que Dios siempre ha soñado para sus hijos. Reino en donde Dios promete volver a estar presente como un renuevo que habla de futuro en donde no haya espacio para la maldad.

Jesús es ese renuevo que brota y florece en medio del pueblo de Dios, como don y signo del deseo de Dios de estar en medio de sus criaturas.

Dios, en Jesús, promete hacerse compañero de camino hasta que todas las naciones se conviertan en morada en donde pueda habitar para siempre.

En el evangelio, san Mateo nos presenta a Juan el Bautista, el último de los profetas del Antiguo Testamento y el encargado de preparar el camino al Señor, al Salvador en quien Dios ha querido mostrar su rostro.

Durante el Adviento escucharemos muchas veces el anuncio que nos recuerda que los tiempos se han cumplido y que el Reino de Dios está presente en la persona de Jesús; pero hay que preparar los caminos para que esa buena noticia pueda llegar hasta lo profundo de los corazones, para que nos alejemos de todo aquello que nos quiere llevar por caminos que no terminan en la felicidad.

Lo que había sido anunciado por el profeta Isaías, ocho siglos antes del nacimiento de Jesús, Juan el Bautista lo predica como algo que se ha realizado en su tiempo que es el tiempo que Dios renueva a cada instante para que nos abramos a su amor.

Juan el Bautista, reconociendo a Jesús como el Mesías, anuncia que el tiempo de la salvación dejó de ser una promesa y se ha convertido en una realidad. Dios viene en Jesús para quedarse entre nosotros.

Pero, para entrar en el misterio de la encarnación de Dios en la persona de Jesús, es necesario ponerse en una actitud de conversión, de cambio de vida, de renuncia a todo aquello que puede alejar de Dios.

Se trata de un cambio de mentalidad y de actitudes, que permitan decir con la vida, que se reconoce la presencia de Dios, hasta en lo más ordinario de la vida.

Juan el Bautista invita a la conversión porque el pueblo elegido se había olvidado de Dios y se había dejado ganar por la idolatría de su tiempo que acababa en el pecado. Su invitación a cambiar de vida no se reduce a una predicación hecha de palabras y con bonitos discursos; el anuncia la llegada del Señor con el testimonio de su vida, con la radicalidad de sus opciones y la humildad de su ejemplo.

También a nosotros se nos anuncia la llegada del Señor, como una oportunidad de volver a lo que realmente es importante y lo que puede hacernos vivir en plenitud. Se nos invita en estos días a un cambio que nos permita aceptar nuestra fragilidad y nuestro pecado para reorientar nuestra vida hacia Jesús. Para que tomemos conciencia de que Dios sigue confiando y apostando por nosotros. Quiere ser el Dios con nosotros, el Dios que nos llena de entusiasmo y de alegría.

La invitación de Juan el Bautista debería resonar fuerte en nuestros oídos, como algo que nos podría ayudar a volver sobre aquello que nos ha alejado del camino. Arrepiéntanse, porque el Reino de Dios está cerca. Seguramente nos damos cuenta de que existen muchas cosas de las que también nosotros necesitamos arrepentirnos.

Necesitamos pedir perdón no sólo por el mal que pudimos haber hecho, ni por los pecados que vamos cargando como resultado de nuestro egoísmo. Necesitamos arrepentirnos de la superficialidad en que hemos vivido, preocupados por lo material e inmediato, por la búsqueda egoísta de nuestra comodidad y bienestar personal.

Dejándonos cuestionar, muy probablemente nos vamos a dar cuenta de que no sólo tendríamos que pedir perdón por el mal que hemos podido hacer a los demás a nosotros mismo; sino, más todavía, estamos llamados a pedir perdón por el bien que no hemos hecho, por habernos encerrado en nosotros mismos, por nuestras indiferencias ante el sufrimiento de los demás, por la violencia que hemos generado con nuestras palabras y nuestros juicios.

Arrepentirse no significa únicamente alejarnos del mal, sino abrirnos al bien, creando espacios de caridad y de amor, de confianza y de esperanza, de solidaridad y de fraternidad; en una palabra, espacios en donde Dios se manifieste a través de nuestra confianza en él.

Todos somos, de alguna manera, troncos secos que han perdido sus raíces profundas. Todos, quién más quién menos, nos hemos ido olvidando de lo importante que es tener a Dios en el centro de nuestra vida y de nuestros intereses. Y, desde muy lejos, pero muy fuerte, también a nosotros, Juan el Bautista nos llama a ponernos en un camino de conversión, nos invita a redescubrir la presencia de Dios, dejándolo que nazca en nuestras vidas.

Todos podemos reconocernos como troncos secos, pero también podemos sentir que el amor de Dios que nos habita hace que sintamos que de lo más profundo de nuestro ser está brotando algo nuevo. Dios está moviendo algo, como un renuevo, promete un futuro y asegura frutos abundantes. Frutos que serán cada día las expresiones de gratitud por todo lo bello que Jesús va haciendo nacer con su presencia en nuestras vidas.

Ojalá que este tiempo de Adviento, de espera de la venida del Señor, no se transforme en una espera de adornos, luces, regalos y festejos que pasarán y se olvidarán unas horas después del festejo navideño.

Pido para que nuestra espera se vea recompensada con el descubrimiento de la presencia de Jesús en nuestras vidas, que nos mueva al agradecimiento a Dios por haberse hecho uno de nosotros y por caminar a nuestro lado cada día.

No olvidemos la invitación de Juan el Bautista. Preparen el camino del Señor.


La Voz y el Camino
P. Manuel João Pereira Correia, mccj

El Evangelio del segundo domingo de Adviento nos lleva al desierto para encontrar a Juan el Bautista y escuchar el mensaje particular que tiene que transmitir de parte del Dios-que-viene. El desierto no es un lugar que nos atraiga, a no ser que lo visitemos como turistas, equipados con las comodidades y seguridades necesarias. Por otra parte, la figura de Juan no resulta enseguida simpática. Es rudo, no solo en su modo de vestir, sino sobre todo en su palabra, casi agresiva. Pero debemos necesariamente encontrarnos con él en nuestro itinerario de Adviento. Y, después de todo, hemos de reconocer que, aunque sea un personaje extraño, es una persona especial, tanto por el tipo de vida que lleva como por la libertad con la que habla ante las autoridades políticas y religiosas; eso lo convierte en un testigo creíble.

Juan, hijo de un sacerdote, se había despojado de las vestiduras sacerdotales y había dejado el templo para ir a vivir al desierto, llevando una vida austera, al límite de la supervivencia. Y «la palabra de Dios fue dirigida a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto» (Lc 3,2). Entonces Juan comenzó a predicar: «¡Convertíos, porque el Reino de Dios está cerca!». Serán estas las primeras palabras pronunciadas por Jesús al comienzo de su predicación.

Los profetas en Israel llevaban mucho tiempo sin hablar, e Israel tenía hambre de la palabra de Dios. Se había esparcido la noticia de que Juan era un profeta, y la gente acudía a él desde todas partes. La esencialidad de su mensaje tocaba los corazones y las conciencias, y todos se hacían bautizar por él en el río Jordán, pidiendo perdón por sus pecados. El pueblo reconocía en él la llegada del Mensajero anunciado por Malaquías, el último de los profetas: «He aquí que envío mi mensajero para que prepare el camino delante de mí» (3,1).

Así se cumplía la profecía de Isaías (40,3-5):

«Una voz grita:
En el desierto, preparad el camino del Señor,
allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios.
Que todo valle sea elevado,
y todo monte y colina sean rebajados;
que lo torcido se enderece
y lo escabroso se allane.
Entonces se revelará la gloria del Señor,
y todos los hombres juntos la verán,
porque la boca del Señor ha hablado.»

Dos palabras están en el centro de la profecía: VOZ y CAMINO. La Voz es la de Juan, fuerte y poderosa como un trueno, ardiente como la de Elías, penetrante como una espada de doble filo (Hb 4,12). Anuncia la voz del Mesías que, como dice la primera lectura (Is 11,1-10), «herirá al violento con la vara de su boca y con el soplo de sus labios matará al malvado». La aparición de esta voz es ya un evangelio, una buena noticia. De hecho, todas las voces habían sido amordazadas, silenciadas, instrumentalizadas, portadoras de mentiras. Oír que existe una voz nueva, libre, que nos dice la verdad —aunque nos hiera— es ya una esperanza de vida.

«¡Preparad el camino del Señor!». El camino del Señor es el que conduce hacia Él, pero sobre todo el que Dios recorre para venir a nosotros. Es un camino a menudo interrumpido, que es necesario despejar para que sea transitable.

El camino es la imagen por excelencia del tiempo de Adviento. Se trata de un símbolo muy presente en la Biblia. Recordemos que todo comienza con el viaje de Abraham, luego el de los patriarcas, y el de Moisés que guía al pueblo durante cuarenta años en el desierto… El mismo Jesús, con los suyos, estará siempre en camino, y los primeros cristianos serán llamados «los del camino». Por otra parte, el camino es imagen tanto de la condición humana —homo viator— como del creyente, llamado a ser parte de una «Iglesia en salida», como gustaba recordar el Papa Francisco.

El profeta Isaías (el Segundo Isaías) fue el ideador, el ingeniero del «camino del Señor». Juan es el capataz. Debemos seguir sus instrucciones. Tomemos pico, pala y azadón. Sí, herramientas sencillas: se trata de un trabajo manual que requerirá tiempo, constancia y paciencia. Siguiendo el plan de Isaías, Juan nos da tres indicaciones principales:

1. «Que todo VALLE sea elevado»: es la primera indicación. El evangelista Lucas habla de barranco (3,5). Se trata del barranco de nuestro DESÁNIMO, en el que corremos el riesgo de caer y quedar atrapados sin remedio después de tantos intentos y fracasos. Es un peligro a menudo mortal, un abismo que sepulta toda esperanza de progreso humano y espiritual. ¿Cómo rellenarlo? A veces puede convertirse en una tarea casi imposible. ¿Qué hacer entonces? ¡Lo único es construir un puente! El puente de la esperanza en el «Dios de los imposibles». Por eso Pablo, en la segunda lectura (Rm 15,4-9), nos invita a «mantener viva la ESPERANZA»A veces se trata de «esperar contra toda esperanza» (Rm 4,18), porque «la esperanza no defrauda»… ¡nunca! (Rm 5,5).

2. «Que todo MONTE y colina sean rebajados»: se trata del monte de nuestro ORGULLO. Colina, monte, a veces incluso una montaña difícil de escalar. Nos engrandecemos la cabeza y nos ilusionamos creyendo que somos grandes. El «monte» ocupa todo el camino, haciéndolo infranqueable. Es necesario desmontar nuestras «alturas» para hacernos accesibles a Dios y a los demás. ¡Cuántos golpes de pico se necesitan! ¡Cuánto cuesta convertirse en un valle llano por el que todos puedan transitar tranquilamente! A veces hace falta una excavadora para quitar ciertos obstáculos. Es la excavadora de la HUMILDAD, cantada por la Virgen María en su Magníficat. Pero no despreciemos los pequeños golpes de pico cotidianos: una crítica, un servicio humilde, un silencio ante una observación injusta, un descuido que nos mortifica… Nos prepararán para recibir esas paladas de excavadora que la vida, tarde o temprano, nos dará.

3. «Que el terreno ACCIDENTADO se convierta en llanura, y los escarpes en valle»: hay demasiadas piedras y zarzas en el camino, que hacen tropezar a los caminantes y los arañan a cada paso. Son nuestros DEFECTOS y PECADOS, que con frecuencia escandalizan o hieren a los demás. También aquí se requiere un trabajo incesante, sabiendo que nunca lo lograremos del todo. Ciertas asperezas permanecerán allí, obstinadamente inamovibles. Ciertas zarzas, cortadas cien veces, volverán a brotar, casi burlándose de nuestra persistencia. Están allí para recordarnos que no podemos prescindir de la MISERICORDIA del Señor y de los hermanos; y para recordarnos que también nosotros debemos ser misericordiosos con los demás. Pablo nos lo recuerda de nuevo en la segunda lectura: «Aco­géo­s los unos a los otros, como también Cristo os acogió».

Estas son las instrucciones del capataz. Nos espera un trabajo exigente. No se trata de hacer algún pequeño propósito, creyéndonos ya cristianos, al estilo de fariseos y saduceos que se sentían seguros solo por ser hijos de Abraham. También ellos recibían el bautismo, pero para muchos era una mera formalidad, un gesto superficial. Juan, sin embargo, no fue indulgente con ellos. Los llamó «raza de víboras». Tengamos cuidado para que no termine diciéndolo también de nosotros. Y añade: «Todo árbol que no da buen fruto es cortado y arrojado al fuego». Es algo serio: no tomemos a la ligera esta gracia del Adviento.


Recorrer caminos nuevos
José Antonio Pagola

Por los años 27 o 28 apareció en el desierto del Jordán un profeta original e independiente que provocó un fuerte impacto en el pueblo judío: las primeras generaciones cristianas lo vieron siempre como el hombre que preparó el camino a Jesús.

Todo su mensaje se puede concentrar en un grito: “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos”. Después de veinte siglos, el Papa Francisco nos está gritando el mismo mensaje a los cristianos: Abrid caminos a Dios, volved a Jesús, acoged el Evangelio.

Su propósito es claro: “Busquemos ser una Iglesia que encuentra caminos nuevos”. No será fácil. Hemos vivido estos últimos años paralizados por el miedo. El Papa no se sorprende: “La novedad nos da siempre un poco de miedo porque nos sentimos más seguros si tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que construimos, programamos y planificamos nuestra vida”. Y nos hace una pregunta a la que hemos de responder: “¿Estamos decididos a recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios nos presenta o nos atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido capacidad de respuesta?“.

Algunos sectores de la Iglesia piden al Papa que acometa cuanto antes diferentes reformas que consideran urgentes. Sin embargo, Francisco ha manifestado su postura de manera clara: “Algunos esperan y me piden reformas en la Iglesia y debe haberlas. Pero antes es necesario un cambio de actitudes”.

Me parece admirable la clarividencia evangélica del Papa Francisco. Lo primero no es firmar decretos reformistas. Antes, es necesario poner a las comunidades cristianas en estado de conversión y recuperar en el interior de la Iglesia las actitudes evangélicas más básicas. Solo en ese clima será posible acometer de manera eficaz y con espíritu evangélico las reformas que necesita urgentemente la Iglesia.

El mismo Francisco nos está indicando todos los días los cambios de actitudes que necesitamos. Señalaré algunos de gran importancia. Poner a Jesús en el centro de la Iglesia: “una Iglesia que no lleva a Jesús es una Iglesia muerta”. No vivir en una Iglesia cerrada y autorreferencial: “una Iglesia que se encierra en el pasado, traiciona su propia identidad”. Actuar siempre movidos por la misericordia de Dios hacia todos sus hijos: no cultivar “un cristianismo restauracionista y legalista que lo quiere todo claro y seguro, y no haya nada”. “Buscar una Iglesia pobre y de los pobres”. Anclar nuestra vida en la esperanza, no “en nuestras reglas, nuestros comportamientos eclesiásticos, nuestros clericalismos”.

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Paraíso, conversión, acogida
José Luis Sicre

1. Injusticia ‒ paraíso (Isaías 11,1-10)

La lectura de Isaías del primer domingo de Adviento hablaba de la experiencia de la guerra y la esperanza de un mundo sin conflictos militares ni carrera de armamentos. Este segundo domingo se dedica a la experiencia de la injusticia y su contrapartida de un mundo feliz, una vuelta al paraíso. Los profetas fueron quienes denunciaron la situación de injusticia con más energía. Aunque no veían fácil solución al problema, estaban convencidos de que el remedio dependía de unos jueces y monarcas justos, que implantaran la justicia en el país. El texto más claro y utópico en esta línea es el que se lee en el segundo domingo de Adviento.

La mejor forma de entender este poema es verlo como un tríptico. La primera tabla ofrece un paisaje desolador: un bosque arrasado y quemado. Pero en medio de esa desolación, en primer plano, hay un tronco del que brota un vástago: el tronco es Jesé, el padre de David, y el vástago un rey semejante al gran rey judío.

En la segunda tabla, como en un cuento maravilloso, el vástago vegetal adquiere forma humana y se convierte en rey. Pero lo más importante es que él vienen todos los dones del Espíritu de Dios. En tres binas se describen las cualidades del jefe futuro: prudencia y sabiduría, consejo y valentía, ciencia y respeto del Señor. Y todas ellas las pone al servicio de la administración de la justicia. El enemigo no es ahora una potencia invasora. Lo que disturba al pueblo de Dios es la presencia de malvados y violentos, opresores de los pobres y desamparados. El rey dedicará todo su esfuerzo a la superación de estas injusticias.

La tercera tabla del tríptico da por supuesto que tendrá éxito, consiguiendo reimplantar en la tierra una situación paradisíaca. Y esto se describe uniendo parejas de animales fuertes y débiles (lobo-cordero, pantera-cabrito, novillo-león) en los que desaparece toda agresividad. Porque nos encontramos en el paraíso, y todos los animales aceptan una modesta dieta vegetariana («el león comerá paja con el buey»), como proponía el ideal de Gn 1,30. Y como ejemplo admirable de la unión y concordia entre todos, aparece un pastor infantil de lobos, panteras y leones, además de ese niño que introduce la mano en el escondite de la serpiente. El miedo, la violencia, desaparecen de la tierra. Y todo ello gracias a que «está lleno el país del conocimiento del Señor». Ya no habrá que anhelar, como en el antiguo paraíso, comer del árbol de la ciencia del bien y del mal. Hay una ciencia más profunda, el conocimiento de Dios, y ésa no queda recluida dentro de unos límites prohibidos, sino que inunda la tierra como las aguas inundan el mar.

Esta esperanza del paraíso no se ha hecho todavía realidad. En la conferencia pueden verse algunos datos actuales. Pero el Adviento nos anima a mantener la esperanza y hacer lo posible por remediar la situación de injusticia.

2. Conversión (Mateo 3,1-12)

El evangelio del primer domingo nos invitaba a la vigilancia. El del segundo domingo exhorta a la conversión, basándose en la predicación de Juan Bautista.

l evangelio de Mt es muy impreciso con respecto al momento histórico en que comienza la actuación de Juan («por aquel tiempo»), y también con respecto a lugar de su predicación: «en el desierto de Judea». El hecho de que predique en el desierto significa que está en desacuerdo con el sacerdocio de Jerusalén y la religión oficial. No es en el templo, ni en la ciudad santa, donde se puede anunciar el mensaje del Reinado de Dios. Tiene que ser en un ambiente distinto. Y el signo de la conversión no serán sacrificios de animales, sino el reconocimiento de los pecados y el bautismo. 

El mensaje de Juan lo resume el evangelio en pocas palabras: «Arrepentíos, porque el Reinado de Dios está cerca». La llamada a la conversión es típicamente profética, pero Juan aduce un motivo típicamente apocalíptico: «el reinado de Dios está cerca». En el siglo XXI, esta frase puede resultarnos exagerada y ridícula. En el siglo I, a gente pobre, sencilla, oprimida por los romanos y sus colaboradores, Juan le anuncia un mundo nuevo, de justicia, paz, tranquilidad, amor, en el que Dios será el verdadero rey. Así se comprende el éxito que encuentra entre sus contemporáneos: acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y del valle del Jordán. La gente busca y encuentra en él hago algo que no encuentra entre los dirigentes religiosos.

El evangelio continúa con un duro enfrentamiento de Juan con los fariseos y saduceos. Las palabras de Juan constan de saludo y dos partes. El saludo no habría ganado un premio en un concurso de retórica: ¡Camada de víboras! Juan no quiere ganarse a sus oyentes sino provocarlos para que se conviertan. La primera parte aduce un nuevo motivo para convertirse: la inminencia del castigo, que se compara con un hacha dispuesta a talar los árboles. Y añade que la conversión debe ser práctica, acompañada de obras, como el árbol que da buen fruto, de lo contrario es cortado. En medio de esta amenaza, fariseos y saduceos pueden pensar en una escapatoria: «Somos israelitas, hijos de Abrahán, y no podrá ocurrirnos nada malo, Dios no nos castigará». Pero Juan, igual que los antiguos profetas, les advierte que esta falsa confianza no les servirá de nada.

La segunda parte del discurso acentúa el tono amenazador. Juan cumple ahora otro aspecto de su misión de precursor del Mesías: habla de este personaje, acentuando su dignidad («no merezco ni llevarle las sandalias») y su poder («yo bautizo con agua, él con fuego»). El verbo bautizar significa «lavar» (en el evangelio se dice que los fariseos «bautizan» los platos y vasos). Juan considera que su lavado es suave, con agua; el del Mesías será una purificación con fuego. Basándose en el salmo 2, algunos textos concebían al Mesías con un cetro en la mano para triturar a los pueblos rebeldes y desmenuzarlos como cacharros de loza. Juan no lo presenta con un cetro, utiliza una imagen más campesina: lleva un bieldo, con el que separará el trigo de la paja, para quemar ésta en una hoguera inextinguible.

Sumando los datos anteriores, tenemos dos imágenes terribles para exhortar a la conversión: la del hacha dispuesta a talar los árboles inútiles y la del bieldo echando a la hoguera a quienes son como la paja.

3. Acogida (Romanos 15,4-9)

Las primeras comunidades cristianas estaban formadas por dos grupos de origen muy distinto: judíos y paganos. El judío tendía a considerarse superior. El pagano, como reacción, a rechazar al cristiano de origen judío. En este contexto se mueve la lectura de Pablo. Hoy día no existe este problema, pero pueden darse otros parecidos, que dividen a los cristianos por motivos raciales, políticos o culturales.

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Misión es relanzar la esperanza
Romeo Ballan, mccj

Relanzar la esperanza es siempre una tarea difícil. Tres personajes típicos del tiempo de Adviento lo lograron. Hoy relanzan para nosotros la esperanza y nos preparan al encuentro con Cristo: son el profeta Isaías, Juan el Bautista y María. Cada uno de ellos tiene una relación misionera especial con el Salvador que viene: Isaías lo preanuncia, Juan lo señala ya presente, María lo posee y lo dona. También otros “pobres de Yahvé” del Primer Testamento vivían a la espera de un Mesías, aunque para muchos la espera resultaba confusa y mezclada de esperanzas humanas. El mensaje de esos tres personajes es actual y necesario también para nosotros hoy.

En efecto, también hoy la esperanza es un valor en crisis de contenidos, porque muchos desconocen lo que más necesitan para conseguir el crecimiento y desarrollo integral de su persona. En una pieza teatral emblemática de nuestro tiempo, el escritor irlandés Samuel Beckett, Premio Nobel de Literatura (1969), denuncia lo absurdo de la condición humana: la obra Esperando a Godot se desarrolla en la larga espera de un personaje importante, pero desconocido. Se imagina el encuentro, se sueña sobre lo que podría ocurrir. Sin embargo, cuando ya se anuncia que ese personaje está a punto de llegar, la espera baja de tensión, se pierden las ganas de prepararse y su presencia se desvanece. El encuentro no se da. La larga espera ha sido en vano. ¡Pura ilusión!

La esperanza cristiana es diferente; esta es un dinamismo de apertura y de encuentro con una Persona conocida, de la cual uno se siente profundamente amado: es el Salvador de todos, con un nombre y un rostro bien definidos. Se llama Jesucristo. Él es el centro del anuncio misionero de la Iglesia. El Papa Francisco invita a todos a no quedar presos de las cosas terrenas, sean muchas o pocas, porque estas provocan solo tristeza y cerrazón egoísta; mientras el encuentro personal con Jesucristo trae gozo y esperanza, abre a la misión. (*)

El primer personaje del Adviento, el profeta Isaías (I lectura), ocho siglos antes de Cristo, en tiempos de violencia y desolación, fue capaz de cantar la esperanza en un futuro de vida, reconciliación y prosperidad para su pueblo. En situaciones análogas de sufrimiento, también otro joven profeta, Jeremías, fue capaz de ver el almendro en ciernes (Jer 1,11). Allí donde todos ven solo negatividad, los profetas ven más allá, lejos, una historia y una esperanza diferente: la historia de Dios que lleva a todos a la salvación. Isaías veía despuntar un retoño, que en seguida fue lleno del multiforme espíritu del Señor (v. 1-3). Y describe el estupendo jardín de la convivencia pacífica de los seres vivientes (animales y personas humanas) entre sí y con la creación (v. 5-9). Tan solo un pueblo que vive así, en la justicia y armonía de relaciones, tiene algo positivo que decir a los otros, puede llegar a ser un “estandarte de pueblos” (v. 10). Tan solo así tendrá algo hermoso y verdadero que compartir en el concierto de las naciones. ¡Y se convierte en comunidad misionera! Entre las notas de ese pueblo en paz dentro y fuera, S. Pablo (II lectura) incluye la capacidad de acogerse mutuamente como nos acogió Cristo (v. 7), por su misericordia (v. 9).

El segundo personaje del Adviento, Juan el Bautista (Evangelio), profeta austero e interiormente libre, con palabras de fuego prepara el camino del Señor que viene detrás de él, bautiza “con agua para la conversión”, anunciando la presencia de uno que es más fuerte que él, el cual “bautizará en el Espíritu Santo y en el Fuego” (v. 11). Por eso, Juan grita: “Conviértanse” (v. 2).

María es la criatura ya plenamente convertida, es decir, totalmente orientada hacia Dios, llena de Espíritu Santo; María es la toda pura, sin mancha; es la Inmaculada (fiesta el 8 de diciembre). En el centro de Vietnam, donde he trabajado durante seis años como misionero, he visitado el santuario mariano de La Vang: allí la Virgen se apareció en 1798, en tiempo de persecuciones contra los cristianos, llevando un mensaje de consuelo y de esperanza. Es un mensaje que va bien igualmente para nosotros en el camino hacia la Navidad: “Tengan fe, hijos míos, acepten los sufrimientos con paciencia. Yo escucho siempre vuestras peticiones. Si alguien viene a rezar conmigo, escucharé sus oraciones”. María ha acogido a su Señor y le ha dado un cuerpo humano; ahora lo ofrece a todos, incluso a aquellos que todavía no lo conocen.

El Adviento es un tiempo privilegiado para vivir la misión: en Adviento y en Navidad el Señor llega a nosotros; no faltará a la cita. Pero Él quiere que otros también -¡todos!- lo conozcan y lo acojan; quiere llegar a otros también por medio de nosotros. ¿Cómo hacerlo? Haciéndonos sus discípulos-misioneros.

I Domingo de Adviento. Año A

“En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: Así como sucedió en tiempos de Noé, así también sucederá cuando venga el Hijo del hombre. Antes del diluvio, la gente comía, bebía y se casaba, hasta el día que Noé entró en el arca. Y cuando menos lo esperaban, sobrevino el diluvio y se llevó a todos. Lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre. Entonces, de dos hombres que estén en el campo, uno será llevado y el otro será dejado; de dos mujeres que estén juntas moliendo trigo, una será tomada y la otra dejada.

Velen, pues, y estén preparados, porque no saben qué día va a venir su Señor. Tengan por cierto que si un padre de familia supiera a qué hora va a venir el ladrón, estaría vigilando y no dejaría que se le metiera por un boquete en su casa. También ustedes estén preparados, porque a la hora que menos lo piensen, vendrá el Hijo del hombre”. (Mateo 24, 37-44)


Estén preparados
P. Enrique Sánchez, mccj

Con este domingo iniciamos el tiempo del Adviento, un tiempo de espera y de preparación a la venida del Señor entre nosotros.

Nos preparamos a celebrar el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios y queremos disponer nuestro corazón para acogerlo, para que se quede con nosotros el resto de nuestras vidas.

En este tiempo queremos crear las condiciones favorables para que Dios entre en nuestras vidas y deseamos reconocerlo contemplando el rostro de Jesús que se hace uno de nosotros compartiendo su divinidad con lo frágil de nuestra humanidad. Las lecturas de la Palabra de Dios nos invitan a ir al encuentro del Señor, vayamos a su encuentro, nos dice la primera lectura, para reconocerlo como arbitro de las naciones y juez de los pueblos.

Vayamos para descubrirlo como el Dios que viene para empezar tiempos nuevos en donde puedan existir la justicia y la paz, pues acabará con nuestras guerras.

Este es el momento, dice san Pablo a los romanos, es la hora para que despierten del sueño, porque la salvación está más cerca que cuando empezamos a creer.

Es un tiempo para que dejemos a un lado las obras de las tinieblas y nos dejemos invadir por la luz del Señor que viene.

Es tiempo en el que Dios quiere sacudirnos para que nos liberemos de todo aquello que nos tiene aturdidos y acomodados en estilos de vida que impiden abrirse a la novedad de Dios; es tiempo para dejar que Dios construya su morada en nosotros y nos contagie de su alegría y de su felicidad.

El adviento es tiempo de espera, pero también es tiempo que nos llama a la conversión, a un cambio profundo de vida que nos permita deshacernos de todo aquello que nos esclaviza o que nos paraliza en nuestro camino de fe.

Se trata de un tiempo que nos ofrece la posibilidad de reordenar nuestras vidas dejando a un lado, como dice san Pablo, todo lo deshonesto que se nos ha podido ir pegando en el camino con el pasar de los días.

Son apenas unas cuantas semanas en las que se nos invita a volver a lo bueno y a lo noble que hemos recibido del Señor y que debería caracterizar nuestras vidas.

Es volver a darle un orden a nuestra vida que permita resplandecer la luz del Señor que quiere habitar en nuestros corazones, preparándonos para poder reconocerlo en el niño frágil que nos aparecerá en el pesebre.

El evangelio de este domingo nos invita a estar vigilantes y preparados porque no sabemos el momento en que el Señor llegará y haciéndonos recordar lo que había sucedido en tiempos de Noé nos permite confrontar lo que también en nuestros tiempos nos toca vivir.

Como en tiempos de Noé, también hoy parece que resulta muy fácil vivir en lo superficial y en lo pasajero.

Muchos de nuestros intereses, si no estamos atentos, terminan por hacer que vivamos preocupados por lo material o vivimos en lo pasajero. Basta ver cómo en estos días nuestras ciudades y en especial los centros comerciales, se han llenado de luces y de adornos navideños, pero detrás de las luces y de los colores ha ido desapareciendo la imagen de Jesús.

La publicidad nos muestra comidas y botellas de bebidas, joyas, perfumes y vestidos elegantes para ser regalados, pero entre tantos arreglos y moños de colores no aparece quien debería estar en el centro por ser el festejado.

La invitación que nos hace el evangelio a velar y a estar vigilantes es algo que debería acompañar nuestro caminar en este adviento. No se trata de ponerse a la defensiva, sino de estar atentos para reconocer al Señor que viene a nosotros y nos sorprenderá de muchas maneras.

Hay que estar vigilantes porque a todas horas el Señor se hace presente y debemos estar listos para reconocerlo en lo sencillo de nuestra vida, en los pequeños acontecimientos que van haciendo la trama de nuestra vida, en las personas humildes y maravillosas que va poniendo en nuestro camino; pero también en los momentos de silencio y de recogimiento que podemos dedicar en estos días a la oración y a la contemplación del misterio de Dios que se hace uno de nosotros.

Hay mucho esperar en este tiempo y hay que ponernos en una situación que nos permita dejarnos sorprender por todo lo que Dios va preparando para nosotros, invitándonos a tomar el camino que conduce a Belén.

Tal vez nos podría ayudar a vivir más intensamente este tiempo de Adviento el preguntarnos ¿A quién espero en esta próxima Navidad? ¿Qué puedo hacer para crear un espacio en mi vida en donde el Señor pueda venir a poner su morada? ¿Cómo me inspiran María y José con su experiencia y ejemplo preparándose a recibir a Jesús en sus vidas?

Ojalá que no nos dejemos atrapar en la euforia navideña que ha transformado un momento tan especial y tan rico de motivos para acercarnos al Señor en un algo puramente comercial, superficial y pasajero.

Que el Señor nos conceda mantener muy vivo y despierto en nuestro corazón el deseo de encontrarnos con él en esta Navidad, para que contemplando el rostro del Niño Dios podamos entender el amor que Dios ha tenido por nosotros.

Que nuestro Adviento sea una espera intensa y bien recompensada con la bendición de acoger a Jesús en lo más profundo de nuestras vidas.


Signos de los tiempos
José Antonio Pagola

Estad en vela.
Los evangelios han recogido, de diversas formas, la llamada insistente de Jesús a vivir despiertos y vigilantes, muy atentos a los signos de los tiempos. Al principio, los primeros cristianos dieron mucha importancia a esta “vigilancia” para estar preparados ante la venida inminente del Señor. Más tarde, se tomó conciencia de que vivir con lucidez, atentos a los signos de cada época, es imprescindible para mantenernos fieles a Jesús a lo largo de la historia.

Así recoge el Vaticano II esta preocupación: “Es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de esta época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y futura…”.

Entre los signos de estos tiempos, el Concilio señala un hecho doloroso: “Crece de día en día el fenómeno de masas que, prácticamente, se desentienden de la religión”. ¿Cómo estamos leyendo este grave signo? ¿Somos conscientes de lo que está sucediendo? ¿Es suficiente atribuirlo al materialismo, la secularización o el rechazo social a Dios? ¿No hemos de escuchar en el interior de la Iglesia una llamada a la conversión?

La mayoría se ha ido marchando silenciosamente, sin sacar ruido alguno. Siempre han estado mudos en la Iglesia. Nadie les ha preguntado nada importante. Nunca han pensado que podían tener algo que decir. Ahora se marchan calladamente. ¿Qué hay en el fondo de su silencio? ¿Quién los escucha? ¿Se han sentido alguna vez acogidos, escuchados y acompañados en nuestras comunidades?

Muchos de los que se van eran cristianos sencillos, acostumbrados a cumplir por costumbre sus deberes religiosos. La religión que habían recibido se ha desmoronado. No han encontrado en ella la fuerza que necesitaban para enfrentarse a los nuevos tiempos. ¿Qué alimento han recibido de nosotros? ¿Dónde podrán ahora escuchar el Evangelio? ¿Dónde podrán encontrarse con Cristo?

Otros se van decepcionados. Cansados de escuchar palabras que no tocan su corazón ni responden a sus interrogantes. Apenados al descubrir el “escándalo permanente” de la Iglesia. Algunos siguen buscando a tientas. ¿Quién les hará creíble la Buena Noticia de Jesús?
El Papa viene insistiendo en que el mayor peligro para la Iglesia no viene de fuera, sino que está dentro de ella misma, en su pecado e infidelidad. Es el momento de reaccionar. La conversión de la Iglesia es posible, pero empieza por nuestra conversión, la de cada uno.

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Adviento
José Luis Sicre

Los textos bíblicos de los cuatro domingos de Adviento no constituyen propiamente una preparación a la Navidad, sino una introducción a todo el nuevo año litúrgico. Por eso abarcan etapas muy distintas: 1) lo que se esperó del Mesías antes de su venida; 2) su nacimiento; 3) su actividad pública, y las reacciones que suscitó; 4) su vuelta al final de los tiempos.

Estas cuatro etapas se mezclan cada domingo y resulta difícil relacionar las distintas lecturas. Si buscamos un elemento común sería el tema de la esperanza: ¿qué debemos esperar?, ¿cómo debemos esperar?

1. ¿Qué debemos esperar?
La utopía de la paz universal

La primera lectura (Isaías 2,1-5) responde a una de las experiencias más universales: la guerra. Israel debió enfrentarse desde su comienzo como estado a pueblos pequeños, a guerras civiles y a grandes imperios. Pero no sólo los israelitas era víctimas de estas guerras, sino todos los países del Cercano Oriente, igual que hoy día lo son tantos países del mundo.

Podríamos contemplar este hecho con escepticismo: el ser humano no tiene remedio. La ambición, el odio, la violencia, siempre terminan imponiéndose y creando interminables conflictos y guerras. Sin embargo, la lectura de Isaías propone una perspectiva muy distinta. Todos los pueblos, asirios, egipcios, babilonios, medos, persas, griegos, cansados de guerrear y de matarse, marchan hacia Jerusalén buscando en el Dios de Israel un juez justo que dirima sus conflictos e instaure la paz definitiva.

El texto de Isaías une, lógicamente, la desaparición de la guerra con la desaparición de las armas. En este contexto, hoy día es frecuente hablar de las armas atómicas, los submarinos nucleares, los drones de última generación. Quisiera recordar unos datos muy distintos, de armas mucho más sencillas.

Se estima que en el mundo existe un arsenal de 639.000.000 de armas de fuego, la mitad de las cuales en manos de civiles, el resto a disposición de los cuerpos policiales y de seguridad, lo que supone un arma por cada diez personas.

Desde que finalizó la Segunda Guerra Mundial (1945), unos 30 millones de personas han perecido en los diferentes conflictos armados que han sucedido en el planeta, 26 millones de ellas a consecuencia del impacto de armas ligeras. Estas armas, y no los grandes buques o los sofisticados aviones de combate, son las responsables materiales de cuatro de cada cinco víctimas, que en un 90% también han sido civiles (mujeres y niños en particular).

Esta primera lectura bíblica nos anima a esperar y procurar que un día se haga realidad lo anunciado por el profeta: De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra.

2. ¿Cómo debemos esperar?
Vigilancia ante la vuelta de Jesús (Mateo 24,37-44)

La liturgia da un tremendo salto y pasa de las esperanzas antiguas formuladas por Isaías a la segunda venida de Jesús, la definitiva. En el contexto del Adviento, esta lectura pretende centrar nuestra atención en algo muy distinto a lo habitual. Los días previos al 24 de diciembre solemos dedicarlos a pensar en la primera venida de Cristo, simbolizada en los belenes. El peligro es quedarnos en un recuerdo romántico. La iglesia quiere que miremos al futuro, incluso a un futuro muy lejano: el de la vuelta definitiva de Jesús, y la actitud de vigilancia que debemos mantener.

La actitud de vigilancia queda expuesta en dos comparaciones, una basada en el AT, y otra en la experiencia diaria.

La primera hace referencia a lo ocurrido en tiempos del diluvio. Antes de él, la gente llevaba una vida normal, despreocupada. La catástrofe le parecía inimaginable. Lo mismo ocurrirá cuando venga el Hijo del Hombre. Por tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor.

La segunda comparación está tomada de la vida diaria: la del dueño de una casa que desea defender su propiedad contra los ladrones. El mensaje es el mismo: estad en vela.

A propósito de estas comparaciones podemos indicar dos cosas:

1) Ambas insisten en que la venida del Hijo del Hombre será de improviso e imprevisible; no habrá ninguna de esas señales previas que tanto gustaban a la apocalíptica (oscurecimiento del sol y de la luna, terremotos, guerras, catástrofes naturales).

2) Las dos comparaciones exhortan a la vigilancia, a estar preparados, pero no dicen en qué consiste esa vigilancia y preparación; se limitan a crear un interés por el tema. Esta falta de concreción puede decepcionar un poco. Pero es lo mismo que cuando nos dicen al comienzo de un viaje en automóvil: «ten cuidado». Sería absurdo decirle al conductor: «Ten cuidado con los coches que vienen detrás», o «ten cuidado con los motoristas». El cristiano, igual que el conductor, debe tener cuidado con todo.

3. ¿Cómo debemos esperar?
Disfrazarnos de Jesús (Romanos 13,11-14)

Pablo parte de la experiencia típica de las primeras comunidades cristianas: la vuelta de Jesús es inminente, «nuestra salvación está más cerca», «el día se echa encima». El cristiano, como hijo de la luz, debe renunciar a comilonas, borracheras, lujuria, desenfreno, riñas y pendencias. Es el comportamiento moral a niveles muy distintos (comida, sexualidad, relaciones con otras personas) lo que debe caracterizar al cristiano y como se prepara a la venida definitiva de Jesús. Ese pequeño catálogo podría haberlo firmado cualquier filósofo estoico. Pero Pablo añade algo peculiar: «Vestíos del Señor Jesucristo». Esto no es estoico, es típicamente cristiano: Jesús como modelo a imitar, de forma que, cuando la gente nos vea, sea como si lo viese a él. Creo que Pablo no tendría inconveniente en que sus palabras se tradujesen: «Disfrazaos del Señor Jesucristo». Comportaos de tal forma que la gente os confunda con él. Buen programa para comenzar el Adviento.

feadulta.com


Adviento: tiempo de espera de la humanidad y tiempo de misión
Romeo Ballan, mccj

Hoy damos inicio a un nuevo año litúrgico, con el compromiso misionero de anunciar “la Alegría del Evangelio”, como el Papa Francisco nos ha encomendado durante octubre misionero extraordinario, y nos enseña repetidas veces. El Papa nos estimula a salir al encuentro del Señor que viene también en la próxima Navidad, para ofrecer a todos la vida de Jesucristo. (*) En este año litúrgico (Año A) nos acompaña el Evangelio de Mateo, que podemos llamar también el Evangelio del Emmanuel; en efecto, “Dios con nosotros” es uno de los nombres de Jesús, y lo encontramos al comienzo y al final del texto de Mateo: ver Mt 1,18 y Mt 28,20.

Al comienzo del tiempo litúrgico del Adviento, vuelve con fuerza el imperativo de la vigilancia (Evangelio): “Velen, pues, porque no saben qué día vendrá su Señor. Entiéndanlo bien… Estén preparados” (v. 42-44). Los ejemplos que Jesús emplea – la experiencia de la gente en los días de Noé antes del diluvio (v. 37-39) y la llegada del ladrón a la hora que menos se piensa (v. 43) – no están ahí para infundir terror, sino para estimular a la vigilancia y animar la esperanza para el encuentro con el Salvador. La vigilancia no es algo especulativo, sino la capacidad espiritual de captar los signos de la salvación de Dios presentes en la historia humana. Velar es mantenerse firmes en la Palabra del Señor, sin titubeos y sin buscar falsos mensajes. La vigilancia es una manera de vivir y afrontar la realidad; es una actitud concreta de compromiso y esperanza.

Todos – creyentes y no – estamos inmersos en los mismos acontecimientos de la historia humana; sin embargo, la comprensión de ellos cambia radicalmente, según cómo se los mire. La fe, en efecto, es una clave de lectura de los acontecimientos, capaz de captar y de evidenciar un plan amoroso de salvación que otros, al no poseer este don, no captan y no se dan cuenta de nada (v. 39). Las actividades pueden ser las mismas, pero el creyente y el no creyente, el cristiano y el no cristiano, las viven de manera diferente, e incluso opuesta. Jesús lo explica hablando de la gente en los días de Noé antes del diluvio: comer, beber, casarse, trabajar en el campo o en casa… (v. 38-41) son realidades ordinarias de la vida cotidiana que se pueden vivir distraídamente o bien como momentos de salvación.

“La diferencia entre el creyente y el no creyente no radica tanto (o solo) en determinados comportamientos externos, sino en una actitud interior diferente. El no creyente vive como si Dios no existiera; como si Dios no tuviera que llegar nunca para él… El creyente, en cambio, vela, sabe que el Señor no tarda. No vive de una manera acomodaticia, sin importarle cómo. No se instala en una cotidianidad alienante. El creyente no rehúye el presente; es más, se compromete lo mismo que los demás; pero no queda preso de las cosas” (Horacio Petrosillo). San Pablo (II lectura) llama así las dos maneras opuestas de vivir: obras de las tinieblas o armas de la luz. El cristiano debe escoger, sin tardar, porque el tiempo es un don precioso para la salvación (v. 11). Sobre este famoso texto paulino fue madurando la conversión del joven Agustín. ¡Y descubrió la vida plena!

Ya desde el comienzo del Adviento, aparece el tema fuerte de la paz y el desarme (I lectura). El pequeño reino de Judá estaba amenazado e involucrado en una guerra arriesgada contra Asiria. El rey, atemorizado, busca alianzas militares estratégicas. Tan solo el profeta Isaías “ve más allá, ve lejos”, invita a la confianza en Dios, único árbitro de pueblos numerosos, y lanza un desconcertante oráculo de paz: nada menos que transformar las armas en instrumentos de producción y desarrollo: hacer arados de las espadas, sacar hoces de las lanzas (v. 4). ¡No más armas de muerte, no se adiestrarán más para la guerra! La utopía será una realidad, dice el profeta, el día en que todos “caminemos hacia la luz de Yahvé” (v. 5). Los cristianos tenemos aquí nuevas motivaciones para apostar siempre y definitivamente por la paz y el desarme.

La reducción-eliminación de las armas, antes que una decisión política, es un imperativo que nace de la fe en Cristo. En nombre de esta fe, es un deber protestar y denunciar a los gobiernos por los excesivos, criminales y absurdos gastos militares y por la fabricación y el comercio de nuevas armas de muerte. El Papa Francisco las ha condenado nuevamente el domingo pasado, 24 de noviembre, en un discurso en Nagasaki, durante su reciente viaje a Japón: “En el mundo de hoy, en el que millones de niños y familias viven en condiciones infrahumanas, el dinero que se gasta y las fortunas que se ganan en la fabricación, modernización, mantenimiento y venta de armas, cada vez más destructivas, son un atentado continuo que clama al cielo”.

Isaías es también el profeta de la universalidad de la salvación que Dios ofrece a todos los pueblos (v. 2-3). Nosotros los cristianos, que ya creemos en Cristo, sabemos quién es el Salvador que ha venido, que viene y que vendrá también en la próxima Navidad, a la cual nos estamos preparando; mientras que los no cristianos –que son todavía la mayor parte de la familia humana (dos terceras partes)– esperan, o no han acogido aún, el anuncio de Cristo Salvador. Por eso, el Adviento, que nos recuerda el largo tiempo de espera de la humanidad, es un tiempo litúrgico propicio para redescubrir “la Alegría del Evangelio” y para despertar en nosotros los cristianos la conciencia de la responsabilidad misionera, con la oración, el testimonio y el anuncio.


Un Juicio Que Salva
Fernando Armellini

Introducción

¡Teme el juicio final de Dios!
Esta es la amenaza que aun usan algunos predicadores para persuadir—cada vez en forma menos eficaz—a alejarse del mal.

La imagen de un Dios juez está presente en el Evangelio, especialmente en el de Mateo donde aparece casi en cada página. ¿Qué sentido tiene?

La rendición de cuentas al final de los tiempos está demasiado lejano y es muy débil para ejercer un impacto sobre las decisiones que se toman en el tiempo presente, sobre todo esa sentencia inapelable, de tipo forense, pronunciada por Dios al final de la vida no servirá a ninguno: en ese momento será imposible recuperar el tiempo perdido o usado mal.

A nosotros nos interesa el otro Juicio de Dios: aquel que Él pronuncia en nuestro tiempo presente.

Delante de las decisiones que todos nosotros estamos llamados a realizar, escuchamos muchos “juicios”: el de los amigos, el de la publicidad, el de la moda, de la vanidad, de los celos, del orgullo, de la moral de nuestros días… y hay también—aunque débil, silenciado, cubierto por otras “sentencias”—el juicio de Dios, el único que nos indica el camino de la vida, es el único que al final se descubrirá válido.

Vigilar quiere decir saber discernir, estar en grado de acoger el juicio que puntualmente llegará si bien en modos y en los momentos más inesperados. * Para interiorizar el mensaje, repetiremos:

“Haz que yo siga, oh Señor, tus juicios”.

Primera Lectura: Isaías 2,1-5

2,1: Visión de Isaías, hijo de Amós, acerca de Judá y de Jerusalén: 2,2: Al final de los tiempos estará firme el monte de la casa del Señor, sobresaliendo entre los montes, encumbrado sobre las montañas. Hacia él confluirán las naciones, 2,3: caminarán pueblos numerosos. Dirán: Vengan, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob: él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas, porque de Sión saldrá la ley; de Jerusalén, la Palabra del Señor. 2,4: Será el árbitro entre las naciones, el juez de pueblos numerosos. De las espadas forjarán arados; de las lanzas, hoces. No alzará la espada pueblo contra pueblo, ya no se adiestrarán para la guerra. 2,5: Casa de Jacob, ven, caminemos a la luz del Señor. – Palabra de Dios

Los israelitas al menos una vez al año tenían que visitar el tempo de Jerusalén para participar en las fiestas, ofrecer sacrificios y cumplir con las promesas.

Isaías—el profeta nacido y crecido en un ambiente aristocrático y culto de la capital—ha visto cada día grupos de peregrinos subir al monte del Señor “entre gritos de júbilo de una multitud en fiesta” (Sal 42,5). Un espectáculo emocionante que ha suscitado en su ánimo sensible los sueños, la espera y las esperanzas que nos ha entregado en el magnífico poema que hoy nos propone la Primera Lectura.

Los tiempos son difíciles, la situación es dramática para el pequeño Reino de Judá ya atacado por una coalición de pueblos que quieren involucrarlo en una guerra temeraria contra Siria. El ejército enemigo se acerca y “el corazón del Rey Acaz y el de su pueblo comienzan a agitarse, como se agitan las ramas del bosque con el viento” (Is 7,2).

Todos están aterrados, solo Isaías mantiene la calma e invita a confiar en Dios: Jerusalén no será conquistada—asegura—y luego como en un rapto de éctasis y con la mirada fija hacia el futuro lejano, pronuncia su oráculo.

Ahí esta—dice—veo el monte de la casa del Señor, sobresaliendo como el punto más alto de la tierra; veo una multitud inmensa de peregrinos de cada pueblo, raza, lengua y nación (v. 2) que se dirigen hacia el Santuario. No van a ofrecer sacrificios, holocaustos o incienso, sino van a escuchar la Palabra del Señor, quieren instruirse en sus caminos (v. 3).

El fruto del acercamiento al monte de la casa del Señor es la paz, descrita con imágenes sugestivas (v. 4).

Los instrumentos de muerte—las espadas y las lanzas—se transforman en instrumentos de producción, en arados y hoces para la cosecha.

Los pueblos destruyen las armas y ponen fin a las guerras. Es el auspicio del desarme universal, es el reino de la justicia, de las bendiciones de Dios.

Mensajes similares—al menos en apariencia—han sido ya pronunciados. Son innumerables las inscripciones encontradas sobre las lapidas y textos literarios que celebran las gestas gloriosas de los faraones y de los soberanos del antiguo Medio Oriente: todos anuncian la paz.

La subida al trono de un nuevo rey era proclamada siempre como el inicio de una edad de oro. Un canto sobre Ramsés IV, en un lenguaje casi mesiánico, proclama: “aquellos que tenían hambre fueron saciados y están contentos, los desnudos son vestidos de lino fino y aquellos que eran prisioneros fueron liberados, aquellos que peleaban en este país se han pacificado”.

Sin embargo, precisamente en el día en que se autoproclamaba pacificador del mundo, el faraón en una ceremonia ritual lanzaba una flecha hacia cada punto cardinal: gesto con el cual quería atemorizar a cualquiera que tuviese en mente atacar a su país. Prometía la paz, pero continuaba a considerarla posible solo con la amenaza del uso de la fuerza, con la ostentación del poder de las armas.

Isaías anuncia una paz diferente que no se basa en astucias, sobre cálculos humanos, sino en la adhesión de todos los pueblos—convocados en la “ciudad de la paz”—por la Palabra del Señor.

Esta palabra cambia el corazón; los que la reciben cesan de construir las torres de Babel y renuncian para siempre a la agresividad y al uso de las armas.

Los cristianos han visto realizarse esta profecía cuando en Jesús, ha aparecido en el mundo “la Palabra” de paz. Porque Cristo “es nuestra paz, el vino y anunció la paz a ustedes, los que estaban lejos y la paz a aquellos que estaban cerca” (Ef 2,14.17).

Desde los primeros siglos, los judíos han desmentido esta interpretación. Decían: Jesús de Nazaret no puede ser el mesías, el pacificador anunciado por el profeta, porque el mundo nuevo aun no ha llegado.

¿No continúan acaso los odios, las violencias, las guerras, las desgracias, los lutos y los llantos?

La objeción es seria, pero nace de un malentendido. El reino de Dios, la paz universal no se instauran milagrosamente, sin la colaboración por parte del hombre y se desarrolla lentamente, como la pequeña semilla que requiere años para convertirse en un árbol grande.

El “final de los tiempos” de los que habla el profeta (v. 2) se han ya iniciado, las promesas han comenzado ya a cumplirse en la Navidad. Los Padres de la Iglesia de los primeros siglos estaban muy conscientes de esto.

“Los otros hombres—declaraba Orígenes—continúan empuñando la espada y luchan, pero nosotros los cristianos somos un pueblo que rechaza aprender el arte de la guerra; por medio de Jesús, hemos sido hechos hijos de paz mediante nuestro Maestro Jesús” (Orígenes, Contra Celsum, V, 33).

Justino respondiendo al rabino Trifón: “Si bien éramos muy expertos en el arte de la guerra, de asesinatos y de cada tipo de maldad, hemos transformado sobre toda la tierra nuestros instrumentos de guerra: las espadas en arados, las lanzas en hoces; y ahora construimos el temor a Dios, la justicia, la humanidad, la fe y la esperanza, aquella esperanza que nos viene del Padre” (Justino, Diálogo con Trifón, 110,2-3).

San Ireneo era aun mas explicito: “Ahora ya no queremos combatir mas, pero si alguien nos ataca, pongamos la otra mejilla. Si todo esto sucede, entonces los profetas no han hablado de otro sino de Aquel que ha realizado todas estas cosas: Jesús de Nazaret, nuestro Señor” (Ireneo, Adv Haer., IV 34,4).

Ciertamente el mundo de paz será instaurado, pero su construcción será más rápida cuanto más decidida sea la elección de la humanidad de volver a Cristo, y dejarse instruir por su Palabra.

Segunda Lectura: Romanos 13,11-14

13,11: Reconozcan el momento en que viven, que ya es hora de despertar del sueño: ahora la salvación está más cerca que cuando abrazamos la fe. 13,12: La noche está avanzada, el día se acerca: abandonemos las acciones tenebrosas y vistámonos con la armadura de la luz. 13,13: Actuemos con decencia, como de día: basta de banquetes y borracheras, basta de lujuria y libertinaje, no más envidias y peleas. 13,14: Revístanse del Señor Jesucristo y no se dejen conducir por los deseos del instinto. – Palabra de Dios

Para describir la vida de los cristianos, Pablo recurre a las imágenes bíblicas de la luz y las tinieblas. Antes del bautismo—dice—ustedes caminaban en las tinieblas de la noche y llevaban a cabo aquellas obras que da vergüenza hacerlas a la luz del sol: basta de banquetes y borracheras, basta de lujurias y libertinaje, no más envidias y peleas. Son estas las acciones que ofuscan la mente, esclerotizan el corazón e impiden acoger los juicios de Dios sobre las realidades de este mundo.

Después del bautismo los creyentes han abandonado estas obras y han entrado en el reino de la luz; se han despojado del viejo vestido y han endosado un vestido nuevo: Cristo. En ellos, hoy es posible contemplar las obras, la mirada, las palabras, la sonrisa del Maestro porque Jesús les envuelve como un manto.

Pablo, sin embargo, constata que hay tinieblas aun entre nosotros, que no han desaparecido todavía; es consciente que una noche obscura pesa todavía sobre el mundo: las guerras continúan, las venganzas, las envidias…, pero no se deja llevar por el desaliento como a menudo nos sucede a nosotros.

Sus palabras son una invitación a la esperanza: ‘la noche esta ya avanzada, es más, está a punto de terminar,’ un nuevo día está surgiendo, una humanidad nueva está surgiendo.

¡Qué confianza la de Pablo después de tan solo 30 años de cristianismo!

Hoy los problemas existen y son dramáticos, el mundo está caminando hacia el desastre ecológico y demográfico—anuncian muchos—y se asiste por doquier a una pérdida de valores…. Sin embargo, no es posible después de 2000 años de cristianismo ver solo las tinieblas y contemplar en modo tan pesimista el futuro.

Ya el Qohelet amonestaba: “No es sabio quien afirma que los tiempos antiguos eran mejores que los presentes” (Qo 7,10).

Si tuviéramos la mirada del Apóstol, si creyéramos como él, en la presencia del Espíritu, descubriríamos aun en los momentos más obscuros los signos luminosos del mundo nuevo que ha comenzado.

Evangelio: Mateo 24,37-44

El lenguaje empleado en este pasaje evangélico puede dar lugar a interpretaciones extravagantes (o inclusive especulaciones) sobre el fin del mundo y los castigos de Dios; se puede también reducir a una invitación a estar siempre alertas porque la muerte puede venir de repente y encontrarnos desprevenidos.

Estas interpretaciones tienen su origen en la incomprensión del género literario “apocalíptico” que era muy usado en tiempos de Jesús y que resulta bastante ajeno a nuestra mentalidad y cultura.

Tenemos que tener siempre presente que: el Evangelio es por su naturaleza, buena noticia, anuncio de gozo y esperanza.

Quien se sirve del Evangelio para sembrar miedo y crear angustias—con toda seguridad—lo está usando de un modo incorrecto y se aleja del autentico significado del texto.

En el pasaje de hoy—es cierto—el tono es amenazador: cataclismos, destrucciones, peligros de muerte. El lenguaje es a propósito duro e incisivo, las imágenes son típicas del juicio punitivo porque Jesús quiere mantenernos en guardia frente al grave peligro de perder la oportunidad de salvación que el Señor ofrece. La negligencia, la ignorancia, la falta de atención a los signos de los tiempos, la insensibilidad espiritual conducen a la catástrofe. Quien pierde la cabeza por las realidades de este mundo y se deja absorber por las preocupaciones mundanas, quien vive adormecido y aturdido, a la búsqueda de placeres, se encamina a un despertar dramático.

¿Pero qué significan estas imágenes? Recordemos el contexto del cual procede este pasaje bíblico.

Un día los discípulos invitaron al Maestro a admirar la magnífica construcción del Templo. Envés de compartir su orgullo justificado, Jesús, les sorprende con una profecía: “¿Ven todo esto?” “Les aseguro que se derrumbará sin que quede piedra sobre piedra” (Mt 24,2). Jerusalén rechazando la conversión esta decretando la propia ruina.

Estupefactos, los discípulos le dirigen entonces dos preguntas: ¿cuándo sucederá esto y cuáles serán los signos premonitorios? (Mt 24,3).

Envés de satisfacer la curiosidad de los discípulos, Jesús responde introduciendo una enseñanza que es de apremiante actualidad para las personas de todos los tiempos: es necesario mantenerse vigilantes. Para mayor claridad, cita tres ejemplos:

El primero está tomado de un relato bíblico (Gen 6,9). En tiempos de Noé vivían dos categorías de personas: algunos pensaban únicamente a comer, beber y divertirse; no estaban preparados y perecieron. Otros estaban vigilantes, atentos a lo que pudiera suceder, se dieron cuenta de que el Diluvio se estaba acercando, se salvaron y dieron inicio a una nueva humanidad (vv. 37-39).

Como el Diluvio llego de repente, así—declara Jesús—llegará de repente la ruina de Jerusalén.

Como en tiempos de Noé muchos perecieron, así muchos judíos que no quisieron reconocer en Él al enviado de Dios y no escucharon su Palabra, perecerán en la catástrofe de la ciudad. Aquellos sin embargo que tengan los ojos y el corazón abierto para reconocer y acoger su mensaje se salvarán y darán comienzo a un nuevo pueblo.

El segundo ejemplo surge de las actividades que los hombres y las mujeres del pueblo desarrollaban diariamente: el trabajo de los campos y la preparación de la harina para hacer el pan (vv. 40-41). Justo mientras se viven las situaciones más normales y aparentemente más banales, algunos se mantienen atentos, se comportan como personas inteligentes y perciben al Señor que viene. Otros sin embargo están distraídos, despreocupados, negligentes y sientan así las bases de la propia destrucción. Las acciones que desarrollan parecen idénticas: se empeñan en el trabajo, se ganan la vida, comen, beben, se casan; es la manera de actuar la que es radicalmente diferente.

Algunos están atentos, se dejan guiar por la luz de Dios y “serán llevados”, es decir salvados; otros viven abrumados por las preocupaciones de este mundo, no tienen presente los “juicios” de Dios y “serán dejados”, es decir no serán participes de la nueva realidad del Reino de Dios.

La decisión a tomar es urgente y dramática: se trata de escoger entre la vida y la muerte; por esto Jesús insiste: “vigilen porque no saben el día en que el Señor vendrá” (v. 42). Vale la pena repetirlo: Jesús no vendrá al final de nuestras vidas para pedirnos cuentas: viene hoy, con su juicio salvador.

El tercer ejemplo es todavía más claro: el ladrón no avisa antes de llegar; es por esto que el dueño no puede dormirse ni siquiera un instante, debe mantenerse despierto, de lo contrario corre el riesgo de ver desaparecer todas sus pertenencias (v. 43).

¡Qué sorprendente es este Dios! Se comporta como un ladrón y parece querer aprovecharse del momento en que el hombre no está preparado para ir a visitarlo.

La imagen ciertamente es inquietante porque sugiere más la idea de la amenaza que de la salvación, pero es eficaz; es un timbre de alarma: llama la atención sobre el peligro inminente que corremos al no darnos cuenta del momento favorable, del día en que el Señor viene a implicarnos en su paz. También los habitantes de Jerusalén—quería decir Jesús—habrían podido vigilar para no ser sorprendidos por la tragedia que se les venía encima. En otra ocasión Jesús ha expresado así la urgencia de su llamada: “Jerusalén, Jerusalén que matas a los profetas y apedreas a los enviados! ¡Cuántas veces intenté reunir a tus hijos como la gallina reúne a los pollitos bajo sus alas y tú te negaste!” (Mt 23,37).

La conclusión final retoma el tema conductor del pasaje bíblico y lo aplica a los discípulos de todos los tiempos: “por tanto estén preparados porque el Hijo del hombre llegará cuando menos lo esperen” (v.44).

Sabemos muy bien qué es lo que significa perder ocasiones únicas en la vida. Tantas veces lo hemos experimentado. Cuanto más sorprendentes e inesperadas son esas ocasiones, cuanto más diferentes y alejadas de los criterios comunes de juicio tanto más fácil dejarlas escapar.

Las visitas de Dios en nuestra vida son siempre difíciles de acoger porque no se adecuan a la “sabiduría humana”, son incompatibles. Contrastan siempre con la mentalidad común y corriente.

Solamente aquellos que están vigilantes las reconocen y “son salvados”, aquí y ahora.

http://www.bibleclaret.org

Domingo XXXIV. Cristo Rey

“Cuando Jesús estaba ya crucificado, las autoridades le hacían muecas, diciendo: A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si Él es el Mesías de Dios, el elegido.
También los soldados se burlaban de Jesús, y acercándose a Él, le ofrecían vinagre y le decían: Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo.
Había en efecto, sobre la cruz, un letrero en griego, latín y hebreo, que decía: Este es el rey de los judíos.
Uno de los malhechores crucificados insultaba a Jesús, diciéndole: Si tú eres el Mesías, sálvate a ti mismo y a nosotros. Pero el otro le reclamaba, indignado: ¿Ni siquiera temes tú a Dios estando en el mismo suplicio? Nosotros justamente recibimos el pago de lo que hicimos. Pero este ningún mal ha hecho. Y le decía a Jesús: Señor, cuando llegues a tu Reino, acuérdate de  mí. Jesús le respondió: Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso.

(Lucas 23, 35-43)


Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo
P. Enrique Sánchez G. mccj

Llegamos al final del año litúrgico y la Iglesia nos invita a celebrarlo reconociendo a Cristo como el Rey del universo; es decir, como el Señor de nuestras vidas y el protagonista que va guiando nuestra historia humana por caminos de esperanza y de confianza hacia un futuro que no nos defraudará.

La primera lectura del segundo libro de Samuel nos recuerda la consagración de David como rey de Israel, el elegido en quien Dios se manifiesta a su pueblo como el pastor bueno que siempre lo acompañará.

Mientras que la segunda lectura de la Carta de San Pablo a los Colosenses nos presenta a Jesús como el elegido por Dios para reconciliar en él todas las cosas y darles la paz; el evangelio de Lucas nos muestra a Jesús como el más grande rey que haya podido tener la humanidad y es un rey clavado en una cruz, sobre la cual quedó para siempre la inscripción que decía: Jesús de Nazaret, Rey de los judíos.

Al final de la historia aparece Jesús como el único que ha demostrado tener el poder para llevar a todos los hombres a la experiencia plena de la vida. Gracias a que él fue un rey que derramó su sangre para que todos tuviéramos vida y nos hiciéramos herederos de la paz que sólo Dios nos puede dar.

Jesús sobre la cruz, y sin decir una palabra, se ha mostrado como el Mesías y el Salvador, en quien su Padre ha querido mostrarnos su grande amor. Esto hace de él

el Rey que está sobre todo reinado y el ejemplo para quienes quieran ponerse a la cabeza de sus hermanos a través del servicio.

Para entender quien es este Rey y qué es su reinado, san Lucas ha querido mostrarnos a lo largo de su evangelio que no se trata de cualquier rey y su reinado no tiene nada qué ver con los reinados de este mundo.

Al inicio del evangelio, antes que Jesús iniciara su ministerio, san Lucas nos presenta a Jesús en medio del desierto en donde el demonio lo va a tentar al menos en tres ocasiones, ofreciéndole la posibilidad de convertirse en rey.

Las tentaciones son tres propuestas de un reinado fundado sobre el poder, el tener y la gloria. Eran una trampa en la cual el Señor no se dejó atrapar.

Lo que el demonio le ofrecía a Jesús, era un reinado que fácilmente podría acabar en la ambición, en la soberbia de pensar que todo depende de la fuerza y del poder que ejerce quien tiene autoridad, en la vanagloria de sentirse por encima de los demás.

El evangelio nos muestra a Jesús alejándose de esas tentaciones y encaminándose por un sendero que lo llevará a meterse entre la gente para vivir y compartir los dramas y las alegrías de personas muy concretas.

Alejándose de las propuestas tentadoras que le ofrecían un reinado muy humano o al menos muy parecido a los reinados que conocemos incluso en la actualidad, Jesús empieza a demostrar su condición real haciéndose uno de nosotros, cargando con las miserias y los sufrimientos de nuestra humanidad.

Fue, ha sido y sigue siendo, en la entrega cotidiana, compasiva y misericordiosa, que caracterizó el estilo de vida de Jesús, en donde, paso a paso, se fue manifestando su ser rey; sin necesidad de imponerse por la fuerza, echando mano de ejércitos o de su poder.

Su reinado estaba en este mundo y lo sigue estando, pero no era de este mundo. Su reinado no estaba fundado sobre la fuerza y el poder; porque su reinado será́ siempre un reino de justicia, de fraternidad, de solidaridad y de paz.

Es un reinado que sólo pueden entender quienes viven como bienaventurados, trabajando en la construcción de un mundo en donde pueda desaparecer el odio, las mentiras, la violencia, el egoísmo y en donde se multipliquen los puentes de la comunión, des respeto y de la aceptación de los demás como un don.

En la vida de Jesús, reconocido como rey, aparece claro que su poder se manifestaba a través de los signos de vida. Signos de vida que, muy discretamente y a veces no tanto, era capaz de ir sembrando a su paso en la vida y en los corazones de todas las personas que entraban en contacto con él.

Su fuerza y su poder se transformaban en posibilidad de vida plena para quienes depositaban en él su confianza y su fe. Era un rey que se imponía por su ejemplo y por la radicalidad de su entrega.

Su autoridad no era impuesta, sino que era reconocida en sus gestos y en sus acciones, que hablaban de reconciliación, de compasión, de confianza y de paz.

Sus palabras, sus recomendaciones o sus exigencias, tocaban el corazón de quienes vivían de fe y no tenían dificultad en reconocer que era el Mesías que hablaba con autoridad.

Al final, san Lucas nos presenta a Jesús como un rey pobre, sencillo y frágil a los ojos de las personas que lo contemplan clavado en la cruz. Casi como el rey que no supo defenderse, que lo dio todo por los demás y que, se olvidó de sí́ mismo.

“Si salvó a otros, que se salve a sí mismo”. Estas son las palabras de alguien que seguía razonando con los criterios del mundo y, por lo tanto, incapaz de reconocer el misterio de Dios que quiso hacer de Cristo el centro del universo, el único que puede darle sentido a lo que cada uno de nosotros vamos viviendo en lo cotidiano de nuestra vida.

También nosotros. Hay momentos en que nuestra falta de fe nos impide reconocer a Jesús como el Rey que quiere seguir dando su vida por nosotros, que quiere estar presente en nuestras vidas como el servidor fiel a su Padre que le ha confiado la tarea de convertirse en misionero que nos lleve al encuentro con él.

Afortunadamente, existen dentro de nosotros los sentimientos y deseos que se manifestaron en las palabras del otro condenado al costado de Jesús.

Son los sentimientos de quien reconoce a Jesús como el Mesías, como el verdadero Rey que puede ejercer hasta el final su ministerio, su servicio de compasión y misericordia. Y qué bello resulta escuchar las palabras de Jesús que dice: “hoy estarás conmigo en el paraíso”.

La imagen de Jesús crucificado es la fotografía que no deberíamos apartar de nuestra mirada, pues es la imagen que corresponde perfectamente al Rey que guía nuestras vidas.

Se trata de un Rey débil, frágil y despojado de todo sobre la cruz; pero es la imagen más perfecta del verdadero Rey que vive para servir y para entregarse a los demás. Es la imagen de un Dios que muestra su poder y su autoridad en nuestras vidas a través del gesto más extraordinario que pueda existir, el gesto de la entrega y del amor sin límites.

Al final del relato de las tentaciones en el desierto leemos unas palabras que dicen: “Cuando el Diablo terminó de someter a Jesús a todo tipo de pruebas, se apartó de él hasta el momento oportuno”

Y, al final del relato de la pasión, contemplando a Jesús crucificado, como el Centurión, también nosotros podemos decir que Jesús es nuestro Rey, que él es el verdadero Mesías que ha sabido mostrarnos que su realeza consiste en entregar su vida por los que ha amado. Es el momento oportuno en el cual Jesús nos revela toda su realeza. Es Rey porque se entregó por nosotros.

Finalmente, Cristo es Rey del universo, pero, sin lugar a dudas, lo más importante es que llegue a ser el Rey de nuestras vidas.

Que sepamos reconocer su presencia cercana en nuestras vidas.

Que sintamos su mano sobre nuestra espalda, sosteniéndonos en los momentos que la cuesta de la vida se hace pesada.

Que lo escuchemos cuando nos sentimos confundidos y aturdidos por los ruidos de nuestro mundo.

Que contemplándolo clavado en la cruz nos recordemos que tenemos un Rey que mira con misericordia y compasión nuestras infidelidades, nuestras incoherencias y nuestros pecados, porque es un Rey que ama, que consuela y que acompaña.

Que Cristo Rey llene nuestros corazones de alegría para que podamos unir nuestras voces a las de tantos hermanos que nos han precedido en la fe y que se han sentido motivados a dejarlo todo para hacer de Cristo el Rey de sus vidas.

Que, con la multitud de los mártires de todos los tiempos, también nosotros  podamos decir: ¡Que viva Cristo Rey, la fuente de todas nuestras alegrías!


El Rey, crucificado con nosotros malhechores
P. Manuel João Pereira Correia, mccj

Hoy, último domingo del año litúrgico, celebramos la solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo. Esta festividad fue introducida por el papa Pío XI en 1925, en un período histórico marcado por las dificultades y turbulencias de la posguerra. Pío XI estaba convencido de que solo la proclamación de la realeza de Cristo sobre todos los pueblos y naciones podía garantizar la paz. Con la reforma litúrgica tras el Concilio Vaticano II, la festividad fue colocada al final del año litúrgico, como su conclusión natural.
El texto del Evangelio de hoy está tomado de san Lucas, que nos ha acompañado durante este año litúrgico, ciclo C.

La Madre del Rey y su largo trabajo de parto

Lucas inicia su evangelio con el relato de una doble visita celestial: la realizada a Zacarías, en el templo de Jerusalén, y la realizada a María, en Nazaret de Galilea. A María, el ángel Gabriel le hace un anuncio y una promesa solemnes e impresionantes: «Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará para siempre sobre la casa de Jacob, y su reino no tendrá fin» (Lc 1,31-33). ¡Hijo del Altísimo y Rey! Tres veces se subraya su realeza y dos veces se afirma que será eterna.

Todo el evangelio de Lucas gira en torno a esta promesa, llevada adelante sin embargo con un ritmo lentísimo para nuestras expectativas y de manera paradójica según nuestros criterios.

  • Un rey a merced del emperador de Roma. María se ve obligada a ir a Belén para dar a luz. La Palabra acude en su ayuda: ¡David, su padre, nació en Belén!
  • Un rey que nace en un establo. La Palabra le recuerda que Dios escogió a David, su siervo, «y lo tomó de los apriscos» (Sal 78,70).
  • Un rey que debe huir de la furia homicida de Herodes. La Palabra de Dios la sostiene una vez más: también David fue un fugitivo para escapar del rey Saúl.
  • Un rey que va a vivir en la periferia del reino, en una aldea perdida de Galilea llamada Nazaret. También aquí la Palabra acude en ayuda de María: «Será llamado nazareno» (Mt 2,23). El nombre hebreo «Nazaret» tiene la misma raíz verbal naszar, que significa «retoño», el retoño de David (Is 11,1).
    Pero luego siguen treinta largos años en los que el Rey trabaja como carpintero, poniendo a prueba la fe de María.

El Rey venido de lejos para reclamar su Reino

Todo el evangelio de Lucas se articula alrededor de esta doble revelación: Jesús, Hijo de Dios y Rey Mesías.
En la primera parte, Jesús es proclamado Hijo de Dios por el Padre, en el bautismo y en el monte Tabor, pero solo Satanás y los endemoniados lo reconocen como tal.
En la segunda parte del evangelio de Lucas, el Reino de Dios se convierte en el tema privilegiado de su predicación. En un determinado momento, Jesús se pone en camino hacia Jerusalén (Lc 9,51) para reclamar su título de Rey. Como él mismo cuenta en una parábola, mientras sube de Jericó hacia la Ciudad Santa: «Un hombre noble partió hacia un país lejano para recibir la dignidad real y volver después» (Lc 19,12). La recibe con ocasión de su «segundo bautismo» (cf. Lc 12,50), el de sangre, sobre el trono de la cruz: «Este es el rey de los judíos».

Durante el camino desde Galilea hasta Jerusalén, sin embargo, Jesús va perdiendo a sus seguidores, que esperaban un rey muy distinto. Aún hay un intento entusiasta de sus paisanos galileos de proclamarlo rey, con la entrada triunfal en Jerusalén, pero fracasa de inmediato. Los jefes religiosos y políticos retoman pronto el control de la situación. Y la multitud de sus simpatizantes, intimidada y desilusionada, se limitará a observar a la espera de los acontecimientos. Así harán también sus discípulos.
Por tanto, un rey sin reino, sin súbditos, sin ejército ni lugartenientes. ¡El rey se encontrará solo!

Un rey en el punto de mira de la tentación

Su título de Hijo de Dios había sido puesto a prueba tres veces por Satanás: «Si eres Hijo de Dios…». Ahora llega «el momento fijado» para el regreso del Adversario (cf. Lc 4,13). En efecto, el demonio vuelve a la carga otras tres veces, a través de tres protagonistas de la crucifixión: los jefes religiosos, los soldados y uno de los malhechores: «Si tú eres el Cristo, el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».
Si en la primera serie de tentaciones Jesús había expulsado al demonio con la Palabra, ahora lo hace con el Silencio. Sí, habla tres veces: pero la primera y la tercera dirigiéndose al Padre (Lc 23,34.46), y la segunda para responder a la súplica del segundo malhechor.

Un rey con un solo súbdito

«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. Él respondió: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso». ¡Es sorprendente! Este malhechor es el único que reconoce la realeza de Cristo y se convierte en el primer ciudadano de su Reino.
Según algunos autores, el diálogo de Jesús con el segundo malhechor no es un simple detalle añadido por el evangelista, sino el punto culminante y central del cuadro lucano de la crucifixión (J.A. Fitzmyer y W. Trilling). En este sentido, se convierte en la síntesis y el culmen de la misión de Jesús según el Evangelio de Lucas: «El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10).

La tradición apócrifa (Evangelio de Nicodemo, apócrifo del siglo IV) atribuye al llamado buen ladrón el nombre de Dimas o Dismas, y lo sitúa a la derecha de Jesús, mientras que el otro, que lo insultaba, se llamaría Gesta o Gestas. Y Dimas se convierte en… San Dimas, muy popular en la Edad Media. La Iglesia lo celebra el… 25 de marzo, fecha vinculada por la tradición a la muerte de Jesús. «¡Santo ya!», por vía rapidísima, es el primer decreto del Rey: «En verdad te digo: ¡hoy estarás conmigo en el paraíso!». Ni siquiera Juan Pablo II logró semejante hazaña, a pesar de la aclamación popular.

«¡Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso!» San Lucas es el evangelista del «hoy», semeron (diez veces, ocho de ellas en boca de Jesús). Es la última vez que encontramos este adverbio temporal. En los labios de Jesús se convierte en su palabra suprema. Es el hoy de la misericordia que nos introduce en el HOY eterno. Por tanto, una palabra llena de esperanza y de consuelo, para Dimas y para nosotros, puesto que este «hoy» sigue vigente (Heb 3,13). Es más: «Dios vuelve a fijar un día: hoy» (Heb 4,7) para cada uno de nosotros. ¿Cómo no aprovecharlo?

Gesta o Dimas?

El nombre Gesta, en una interpretación un poco fantasiosa, podría significar, del latín gesta (hazañas heroicas). Dimas, en cambio, significaría ocaso, en griego. Gesta y Dimas podrían reflejar nuestra humanidad, dos maneras opuestas de vivir la existencia.

Todos nosotros somos «mal-hechores» y, tarde o temprano, nos encontramos, de algún modo, en la cruz. Y entonces solo tenemos dos alternativas: poner nuestra confianza en las obras de nuestras manos, o confiar nuestra vida en las manos de Dios. Podemos ser como Gesta y mirar hacia atrás las «hazañas» de nuestro pasado: a veces orgullosos de nuestros éxitos, pero más a menudo decepcionados y amargados. O podemos actuar como Dimas: mirar hacia la cruz del Rey e implorar con confianza: ¡Jesús, acuérdate de mí! ¡Jesús, acuérdate de mí! Solo él podrá llenar de luz serena nuestro ocaso.


Acuérdate de mí
José Antonio Pagola

Según el relato de Lucas, Jesús ha agonizado en medio de las burlas y desprecios de quienes lo rodean. Nadie parece haber entendido su vida. Nadie parece haber captado su entrega a los que sufren ni su perdón a los culpables. Nadie ha visto en su rostro la mirada compasiva de Dios. Nadie parece ahora intuir en aquella muerte misterio alguno.
Las autoridades religiosas se burlan de él con gestos despectivos: ha pretendido salvar a otros; que se salve ahora a sí mismo. Si es el Mesías de Dios, el “Elegido” por él, ya vendrá Dios en su defensa.
También los soldados se suman a las burlas. Ellos no creen en ningún Enviado de Dios. Se ríen del letrero que Pilatos ha mandado colocar en la cruz: “Este es el rey de los judíos”. Es absurdo que alguien pueda reinar sin poder. Que demuestre su fuerza salvándose a sí mismo.
Jesús permanece callado, pero no desciende de la cruz. ¿Qué haríamos nosotros si el Enviado de Dios buscara su propia salvación escapando de esa cruz que lo une para siempre a todos los crucificados de la historia? ¿Cómo podríamos creer en un Dios que nos abandonara para siempre a nuestra suerte?
De pronto, en medio de tantas burlas y desprecios, una sorprendente invocación: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. No es un discípulo ni un seguidor de Jesús. Es un de los dos delincuentes crucificados junto a él. Lucas lo propone como un ejemplo admirable de fe en el Crucificado.
Este hombre, a punto de morir ajusticiado, sabe que Jesús es un hombre inocente, que no ha hecho más que bien a todos. Intuye en su vida un misterio que a él se le escapa, pero está convencido de que Jesús no va a ser derrotado por la muerte. De su corazón nace una súplica. Solo pide a Jesús que no lo olvide: algo podrá hacer por él.
Jesús le responde de inmediato: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Ahora están los dos unidos en la angustia y la impotencia, pero Jesús lo acoge como compañero inseparable. Morirán crucificados, pero entrarán juntos en el misterio de Dios.
En medio de la sociedad descreída de nuestros días, no pocos viven desconcertados. No saben si creen o no creen. Casi sin saberlo, llevan en su corazón una fe pequeña y frágil. A veces, sin saber por qué ni cómo, agobiados por el peso de la vida, invocan a Jesús a su manera. “Jesús, acuérdate de mí” y Jesús los escucha: “Tú estarás siempre conmigo”. Dios tiene sus caminos para encontrarse con cada persona y no siempre pasan por donde le indican los teólogos. Lo decisivo es tener un corazón que escucha la propia conciencia.

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Paradojas
Dolores Aleixandre RSCJ

“Jesús, dándose cuenta de que pensaban venir para llevárselo y proclamarlo rey, se retiró de nuevo al monte, él solo” (Jn 6,15). Qué poco hemos aprendido de ese gesto de huída y de qué poco le sirvió a él realizarlo: cargados de buena voluntad e incapaces de encajar el rechazo del Maestro hacia todo lo que tiene que ver con honores y pompas tal como nosotros las imaginamos, celebramos la solemnidad de Jesucristo REY DEL UNIVERSO evitando, milagrosamente, añadirle el título de EMPERADOR como quizá algunos hubieran deseado.

Afortunadamente el Evangelio está ahí, como una barrera inexpugnable que obliga a detenerse a todo aquello que suena a triunfo mundano, ostentación, oropeles o coronas, y por eso la liturgia de hoy se convierte en una gran paradoja. Según el diccionario, “idea extraña y opuesta a la opinión común; dicho o hecho que parece contrario a la lógica; figura de pensamiento que emplea expresiones aparentemente contradictorias”. Y nada tan contradictorio como contemplar al Rey en una cruz, coronado de espinas y cargando con un título de burla que aludía al ridículo de su falsa realeza.

Pero la incongruencia absoluta nos espera al final de la escena: aquel hombre impotente que agonizaba promete el paraíso a otro ajusticiado colgado a su derecha que se había dirigido así a él: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”.

Es el único personaje de todo el Evangelio que se dirige a Jesús llamándole sencillamente por su nombre, sin añadir ningún otro título como SeñorMaestroHijo de David o Mesías. Sin saberlo, estaba acertando con lo que el hombre crucificado al que invocaba había venido a hacer: aproximarse, acortar distancias, vivir entre nosotros como uno de tantos, entregarnos su nombre y su amistad, compartir nuestro desvalimiento, estar tan cerca como para escuchar el susurro de aquel hombre sin aliento que moría a su lado .

Y en eso consistió, paradójicamente, su gloria, su realeza y su triunfo.


Cristo centro de la creación, del pueblo y de la historia
Papa Francisco

Las lecturas bíblicas que se han proclamado tienen como hilo conductor la centralidad de Cristo. Cristo está en el centro, Cristo es el centro. Cristo centro de la creación, del pueblo y de la historia.

1. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, tomada de la carta a los Colosenses, nos ofrece una visión muy profunda de la centralidad de Jesús. Nos lo presenta como el Primogénito de toda la creación: en él, por medio de él y en vista de él fueron creadas todas las cosas. Él es el centro de todo, es el principio: Jesucristo, el Señor. Dios le ha dado la plenitud, la totalidad, para que en él todas las cosas sean reconciliadas (cf. 1,12-20). Señor de la creación, Señor de la reconciliación.

Esta imagen nos ayuda a entender que Jesús es el centro de la creación; y así la actitud que se pide al creyente, que quiere ser tal, es la de reconocer y acoger en la vida esta centralidad de Jesucristo, en los pensamientos, las palabras y las obras. Y así nuestros pensamientos serán pensamientos cristianos, pensamientos de Cristo. Nuestras obras serán obras cristianas, obras de Cristo, nuestras palabras serán palabras cristianas, palabras de Cristo. En cambio, La pérdida de este centro, al sustituirlo por otra cosa cualquiera, solo provoca daños, tanto para el ambiente que nos rodea como para el hombre mismo.

2. Además de ser centro de la creación y centro de la reconciliación, Cristo es centro del pueblo de Dios. Y precisamente hoy está aquí, en el centro. Ahora está aquí en la Palabra, y estará aquí en el altar, vivo, presente, en medio de nosotros, su pueblo. Nos lo muestra la primera lectura, en la que se habla del día en que las tribus de Israel se acercaron a David y ante el Señor lo ungieron rey sobre todo Israel (cf. 2S 5,1-3). En la búsqueda de la figura ideal del rey, estos hombres buscaban a Dios mismo: un Dios que fuera cercano, que aceptara acompañar al hombre en su camino, que se hiciese hermano suyo.

Cristo, descendiente del rey David, es precisamente el «hermano» alrededor del cual se constituye el pueblo, que cuida de su pueblo, de todos nosotros, a precio de su vida. En él somos uno; un único pueblo unido a él, compartimos un solo camino, un solo destino. Sólo en él, en él como centro, encontramos la identidad como pueblo.

3. Y, por último, Cristo es el centro de la historia de la humanidad, y también el centro de la historia de todo hombre. A él podemos referir las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias que entretejen nuestra vida. Cuando Jesús es el centro, incluso los momentos más oscuros de nuestra existencia se iluminan, y nos da esperanza, como le sucedió al buen ladrón en el Evangelio de hoy.

Mientras todos se dirigen a Jesús con desprecio -«Si tú eres el Cristo, el Mesías Rey, sálvate a ti mismo bajando de la cruz»- aquel hombre, que se ha equivocado en la vida pero se arrepiente, al final se agarra a Jesús crucificado implorando: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42). Y Jesús le promete: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43): su Reino. Jesús sólo pronuncia la palabra del perdón, no la de la condena; y cuando el hombre encuentra el valor de pedir este perdón, el Señor no deja de atender una petición como esa. Hoy todos podemos pensar en nuestra historia, nuestro camino. Cada uno de nosotros tiene su historia; cada uno tiene también sus equivocaciones, sus pecados, sus momentos felices y sus momentos tristes. En este día, nos vendrá bien pensar en nuestra historia, y mirar a Jesús, y desde el corazón repetirle a menudo, pero con el corazón, en silencio, cada uno de nosotros: “Acuérdate de mí, Señor, ahora que estás en tu Reino. Jesús, acuérdate de mí, porque yo quiero ser bueno, quiero ser buena, pero me falta la fuerza, no puedo: soy pecador, soy pecadora. Pero, acuérdate de mí, Jesús. Tú puedes acordarte de mí porque tú estás en el centro, tú estás precisamente en tu Reino.” ¡Qué bien! Hagámoslo hoy todos, cada uno en su corazón, muchas veces. “Acuérdate de mí, Señor, tú que estás en el centro, tú que estas en tu Reino.”

La promesa de Jesús al buen ladrón nos da una gran esperanza: nos dice que la gracia de Dios es siempre más abundante que la plegaria que la ha pedido. El Señor siempre da más, es tan generoso, da siempre más de lo que se le pide: le pides que se acuerde de ti y te lleva a su Reino.

Jesús es el centro de nuestros deseos de gozo y salvación. Vayamos todos juntos por este camino.

24/11/2013


El anuncio misionero de un Rey que acabó en una cruz
Romeo Ballan, mccj

Existen las “Siete Palabras de Jesús en la cruz”. Pero existen también las “siete palabras dichas a Jesús en la cruz”. Las primeras son tema de abundantes sermones y textos espirituales. Pero también las segundas se prestan a oportunos comentarios y reflexiones. En el pasaje del Evangelio de Lucas encontramos hoy cuatro palabras dichas a Jesús: por las autoridades (v. 35), por los soldados (v. 36-37) y por los dos malhechores crucificados junto a Jesús (v. 39-42). Estas palabras tienen en común, salvo ligeras diferencias, el reto lanzado a Jesús: ‘demuestra quién eres (el Cristo, el rey…), sálvate a ti mismo, baja de la cruz’. Las palabras de las autoridades, de los soldados y de uno de los dos malhechores son injuriosas, despectivas, sin piedad, demuestran una total incomprensión y tergiversación de la identidad de Cristo.

El letrero sobre la cabeza de Jesús habla por sí solo: “Este es el rey de los judíos” (v. 38). Lo dice todo sobre esa condena. Pero ¿cómo descifrar ese letrero?, ¿quién lo entiende en su verdad plena? Para las autoridades religiosas y políticas son palabras de burla; sin embargo, para Dios y para el cristiano de corazón sincero son palabras que dicen la verdad, que se ajustan plenamente a la identidad de ese condenado tan singular. Ese letrero es un reto que atraviesa los siglos: o se acepta o se rechaza. ¡Con el éxito consiguiente! “El pueblo estaba mirando” (v. 35): mudo y perplejo, entre curiosidad e impotencia, no entendía nada de lo que estaba ocurriendo, no sabía qué hacer… Poco después, sin embargo, cuando el espectáculo acabó en horrible tragedia, “se volvieron golpeándose el pecho” (v.48).

Es posible captar el significado de esa muerte por las palabras del segundo de los malhechores, el famoso ‘buen ladrón’, el único que reconoce el sentido del letrero y la identidad de Jesús. No le pide una clamorosa liberación, sino estar con Él en la última fase de su vida: “Acuérdate de mí…” (v. 42). Una petición aceptada inmediatamente: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (v. 43). ¡Es la primera sentencia del nuevo Rey! Jesús tiene tan solo palabras de salvación plena: ¡hoy, en el paraíso! El silencio de Jesús, su gesto de perdón, las pocas palabras (con el Padre, la madre, los amigos…) revelan el misterio de un rey espléndido y poderoso, que, sin embargo, acaba en una cruz. La suya es una realeza atípica: ha dejado boquiabiertos a Herodes, a Pilatos, a Tiberio, a las autoridades, al pueblo… Es una realeza difícil de comprender y más aún de aceptar. ¡Una realeza a menudo incomprendida y tergiversada! Sin embargo, para el que la acepta, es una realeza auténtica, que da sentido pleno a la vida.

La clave del misterio de esa muerte radica en la respuesta a las ‘lógicas’ preguntas de todos: “¿Por qué no bajas de la cruz? ¿Por qué no lo aclaras todo cumpliendo el milagro? Has hecho muchos y extraordinarios milagros, para otros… Si tú bajaras de la cruz, todos te creerían”. Sin embargo, ¿en qué creerían? “En el Dios fuerte y poderoso, en el Dios que vence y humilla a los enemigos, que devuelve golpe tras golpe a las provocaciones de los impíos, que infunde temor y respeto, que no bromea… Este no es el Dios de Jesús. Si bajara de la cruz, desvirtuaría su mensaje anterior, traicionaría su misión: avalaría la idea falsa de Dios que los guías espirituales del pueblo tienen en su cabeza. Confirmaría que el Dios verdadero es el que los poderosos de este mundo siempre han adorado, porque es semejante a ellos: fuerte, arrogante, opresor, vengativo, humano. Este Dios fuerte es incompatible con el Dios que Jesús nos revela en la cruz: un Dios que ama a todos, aun a los que se oponen a Él, un Dios que perdona siempre, que salva, que se deja derrotar por amor” (F. Armellini).

Esta reflexión tiene repercusiones inmediatas en el terreno de la misión: ¿Qué Dios anunciamos? ¿Qué rostro de Dios revela la misión que realizamos: un Dios que opta por la pobreza y la debilidad o un Dios en busca de reconocimientos y poder? Un Dios así estaría en sintonía con la lógica humana y con los reyes de la tierra. En la manera de hacer misión, a veces hay concesiones, se tiene miedo a anunciar, con las palabras y con los hechos, a un Dios derrotado, que pierde, sufre, perdona… Y, por tanto, no se favorece el crecimiento de una Iglesia pobre, humilde, dispuesta a perder… La abundancia de medios humanos puede, a veces, quitar transparencia al anuncio. Es más evangélica una misión que se realiza con medios débiles, que anuncia a Dios desde la pobreza, humillación, expulsión, persecución, destrucción… Porque ¡es la lógica del Rey que vence y reina desde la cruz! Un rey así estorba nuestros planes, porque nos exige un cambio de vida, capacidad de perdón, acogida para todos, tiempos más largos, perspectivas incómodas… Las condiciones son exigentes, pero, al lado de Él, el éxito de la misión está garantizado.

XXXIII Domingo ordinario. Año C

“En aquel tiempo, como algunos ponderaban la solidez de la construcción del templo y la belleza de las ofrendas votivas que lo adornaban, Jesús dijo: Días vendrán en que no quedará piedra sobre piedra de todo esto que están admirando; todo será destruido.
Entonces le preguntaron: Maestro, ¿cuándo va a ocurrir esto y cuál será la señal de que ya está a punto de suceder? Él les respondió: Cuídense de que nadie los engañe, porque muchos vendrán usurpando mi nombre y dirán: Yo soy el Mesías. El tiempo ha llegado. Pero no hagan caso.
Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones, que no los domine el pánico, porque eso tiene que acontecer, pero todavía no es el fin.
Luego les dijo: Se levantará una nación contra otra y un reino contra otro. En diferentes  lugares habrá grandes terremotos, epidemias y hambre, y aparecerán en el cielo señales prodigiosas y terribles.
Pero antes de todo esto los perseguirán a ustedes y los apresarán; los llevarán a los tribunales  y a la cárcel, y los harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Con esto darán testimonio de mí.
Grábense bien que no tienen que preparar de antemano su defensa porque yo les daré palabras sabias, a las que no podrá resistir ni contradecir ningún adversario de ustedes.
Los traicionarán hasta sus propios padres, hermanos, parientes y amigos. Matarán a algunos de ustedes y todos los odiarán por causa mía. Sin embargo, no caerá ningún cabello de la cabeza de ustedes. Si se mantienen firmes, conseguirán la vida”.

(Lucas 21, 5-19)


Jornada mundial de los pobres
Si se mantienen firmes, conseguirán la vida
P. Enrique Sánchez G. Mcc
j

Poco a poco nos vamos acercando al final del año litúrgico y las lecturas de este domingo nos van preparando, en parte, y continúan con la reflexión que hemos venido haciendo del evangelio de san Lucas.

Por otra parte, invitándonos a estar listos y preparados para reconocer al Señor como el protagonista que va guiando nuestras vidas, nos dejan un mensaje de esperanza que nos acompaña para concluir este tiempo con el corazón en paz.

La lectura del evangelio sitúa, también hoy, en el Templo de Jerusalén, el lugar más importante en la vida religiosa de los contemporáneos de Jesús.

Se subraya en el texto lo bello y lo magnífico de la construcción del edificio, que se consideraba como el lugar por excelencia en donde se podía encontrar a Dios.

Y, seguramente, era un templo maravilloso y esplendoroso, construido durante cuarenta y seis años y poniendo en él lo mejor que se tenía.

Era una gran obra y orgullo del pueblo judío que se sentía privilegiado de tener a Dios casi al alcance de la mano; pero tanto esplendor, de alguna manera, encandilaba los ojos y no permitía contemplar a quien era el más importante y que habitaba más allá́ de sus muros, sus columnas y sus altares.

En el texto del domingo pasado, Jesús se había presentado como el verdadero templo, el Mesías, en quien se podía contemplar el rostro de Dios; pero, incluso quienes lo reconocían como Maestro, parecían aturdidos y no lograban reconocerlo plenamente como Dios mismo que habitaba entre ellos.

El esplendor del templo parecía tenerlos encandilados y estaban preocupados pidiendo señales y queriendo conocer los tiempos de la venida del Señor, cuando en realidad ya lo tenían ante sus ojos.

La descripción de los últimos tiempos, con todo lo catastrófico que pueda ser y como muchos de ellos se imaginaban que tenían que ser, para que Dios se manifestara como el que vendría a recomponer todo en su creación, es una realidad que no puede ser negada, pero que no podía ser interpretada todavía como el fin de este mundo.

Contrariamente a lo que se podría esperar escuchando el evangelio, la palabra de Jesús se presenta como un anuncio que abre a la esperanza, haciendo comprender que quien tiene la última palabra y quien decide sobre el final de todo es únicamente Dios. Y ese día no había llegado.

Tal vez a nosotros, escuchando lo que dice  Jesús  nos  puede  venir  espontáneo pensar, de igual manera, que no estamos muy lejos de esos tiempos lejanos, porque muchas de las situaciones descritas parecen ser fotografías muy fieles de lo que estamos viviendo en nuestros días.

Por todas partes se nos habla de guerras que no tienen fin, el espectáculo del sacrificio de tantas vidas inocentes parece haberse convertido en una serie de entretenimiento que se ve en la televisión o se descarga en la tableta.

Los terremotos y las calamidades naturales han dejado en los últimos meses escenarios de destrucción que nos parecen sacados de películas de ficción.

Las epidemias, nos ha tocado experimentarlas en nuestra propia carne y todavía está muy vivo en nuestra memoria lo que ha sido el Covid, el Sida, la gripa aviar y muchas otras más que han significado muerte y pérdida de tantos seres queridos.

Las persecuciones por motivos políticos o religiosos, por ideologías que tratan de imponerse como ley para toda la humanidad, han sido motivo para justificar la destrucción de nuestro planeta y el martirio de muchos inocentes.

Basta como ejemplo lo que está sucediendo en Nigeria con la persecución de los cristianos o la situación de muchas personas que están obligadas a vivir su fe en Jesús en la clandestinidad o en el anonimato.

Para muchos de nosotros, vivir en este mundo nos resulta difícil y extraño, porque se añoran valores y testimonios de vida que nos hacían soñar un futuro que sería simplemente feliz y hoy no faltan quienes se preguntan: ¿Qué mundo les heredaremos a quienes vienen detrás de nosotros? Todo podría parecer que nos estamos dirigiendo hacia un final desastroso y no faltan los falsos profetas que anuncian el fin del mundo como una terrible destrucción de lo que nos queda de mundo, de planeta o de humanidad.

Ante ese panorama, escuchar las palabras de Jesús que nos dice: no se preocupen, es seguramente una buena noticia que mueve nuestro interior a crecer en la  esperanza y la confianza. “Que no los domine el pánico”.

Jesús nos garantiza que existe Alguien que se está preocupando por nosotros, que va vigilando nuestros pasos y que nos va guiando por sus senderos. No se preocupen, porque quien tiene en sus manos todo lo que somos, todavía no ha dicho su última palabra.

Este anuncio que podríamos considerar como un buen estímulo y una invitación a no dejarnos atrapar en las trampas del pesimismo, no es otra cosa sino una sana provocación a reforzar nuestra experiencia de fe, a vivir responsablemente confiando en que nada nos puede apartar del amor de Dios.

Que el mundo puede estar pasando por un momento de gran confusión, no hay duda, pero que ahí también Dios va escribiendo su historia de salvación para cada uno de nosotros, esa es nuestra convicción de fe.

Pensar a los últimos tiempos, tal vez, nos puede ayudar a ubicarnos mejor en el tiempo presente. En este tiempo que nos toca vivir y en donde, como cristianos, estamos llamados a dar un testimonio de confianza y de esperanza, porque nos sentimos y nos reconocemos en las manos de Dios y ahí todos estamos seguros.

Pero al mismo tiempo, puede ser una buena ocasión para cuestionarnos y sacudirnos, para preguntarnos ¿qué podemos hacer o cómo podemos vivir para que nuestros hermanos, y nosotros mismos, podamos decir con seguridad y valentía que Jesús es el Mesías, nuestro Salvador y Señor?

Tenemos, también nosotros, un templo bello adornado con el testimonio de tantos que nos han precedido en la fe.

Tenemos catedrales maravillosas que han conservado como tesoro no sólo el arte de sus muros, sino la presencia de un Dios que no nos abandona y que camina a nuestro lado, esperando decir su última palabra, la palabra que nos enseñará que siempre nos ha amado.

Lo único que se nos pide es que nos mantengamos firmes, que perseveremos, que no nos dejemos paralizar por el miedo o la mediocridad. Que vivamos nuestra experiencia de fe con entusiasmo y gratitud, con un gran corazón y con la confianza de que el Padre que nos acompaña nunca nos abandonará.

Mantengámonos firmes y llenos de esperanza para que se nos conceda el don de la vida que no tendrá fin.


Para tiempos difíciles
José Antonio Pagola

Tendréis ocasión de dar testimonio

Los profundos cambios socioculturales que se están produciendo en nuestros días y la crisis religiosa que sacude las raíces del cristianismo en occidente, nos han de urgir más que nunca a buscar en Jesús la luz y la fuerza que necesitamos para leer y vivir estos tiempos de manera lúcida y responsable.

Llamada al realismo

En ningún momento augura Jesús a sus seguidores un camino fácil de éxito y gloria. Al contrario, les da a entender que su larga historia estará llena de dificultades y luchas. Es contrario al espíritu de Jesús cultivar el triunfalismo o alimentar la nostalgia de grandezas. Este camino que a nosotros nos parece extrañamente duro es el más acorde a una Iglesia fiel a su Señor.

No a la ingenuidad

En momentos de crisis, desconcierto y confusión no es extraño que se escuchen mensajes y revelaciones proponiendo caminos nuevos de salvación. Estas son las consignas de Jesús. En primer lugar, «que nadie os engañe»: no caer en la ingenuidad de dar crédito a mensajes ajenos al evangelio, ni fuera ni dentro de la Iglesia. Por tanto, «no vayáis tras ellos»: No seguir a quienes nos separan de Jesucristo, único fundamento y origen de nuestra fe.

Centrarnos en lo esencial

Cada generación cristiana tiene sus propios problemas, dificultades y búsquedas. No hemos de perder la calma, sino asumir nuestra propia responsabilidad. No se nos pide nada que esté por encima de nuestras fuerzas. Contamos con la ayuda del mismo Jesús: «Yo os daré palabras y sabiduría»… Incluso en un ambiente hostil de rechazo o desafecto, podemos practicar el evangelio y vivir con sensatez cristiana.

La hora del testimonio

Los tiempos difíciles no han de ser tiempos para los lamentos, la nostalgia o el desaliento. No es la hora de la resignación, la pasividad o la dimisión. La idea de Jesús es otra: en tiempos difíciles «tendréis ocasión de dar testimonio». Es ahora precisamente cuando hemos de reavivar entre nosotros la llamada a ser testigos humildes pero convincentes de Jesús, de su mensaje y de su proyecto.

Paciencia

Esta es la exhortación de Jesús para momentos duros: «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas». El término original puede ser traducido indistintamente como «paciencia» o «perseverancia». Entre los cristianos hablamos poco de la paciencia, pero la necesitamos más que nunca. Es el momento de cultivar un estilo de vida cristiana, paciente y tenaz, que nos ayude a responder a nuevas situaciones y retos sin perder la paz ni la lucidez.

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No tengáis pánico
Confiar en tiempos revueltos
Inma Eibe

“Esto que contempláis, llegará un día que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido”. “Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países epidemias y hambre. Habrá también espantos y grandes signos en el cielo…” Al leer estas palabras del evangelio de Lucas me vienen a la mente imágenes recientes de terremotos, guerras, inundaciones… Pienso en hermanas y hermanos nuestros perseguidos y en quienes están padeciendo las consecuencias de tantas catástrofes y me pregunto ¿cómo escucharan ellos estas palabras hoy?

En el año 2001 tuve la inmensa suerte de poder compartir un tiempo en El Salvador, después de los graves terremotos allí acontecidos. Recuerdo que, el viernes que tocaba el cántico de Habacuc en Laudes, las palabras “en el terremoto, acuérdate de tu misericordia”, sonaban a mis oídos de un modo completamente nuevo, llenas de intensidad, haciéndome experimentar con más fuerza la certeza del autor del cántico: “El Señor soberano es mi fuerza, él me da piernas de gacela y me hace caminar por las alturas”.

Seguramente nosotros ya no preguntaríamos a Jesús, como hicieron quienes le escuchaban: “Maestro, ¿cuándo va a ser esto?, porque sabemos que lo que describe el evangelio ya está sucediendo en alguna parte del mundo. Pero ¿qué es lo que Lucas nos está queriendo transmitir? ¿Por qué este texto?

Nos situamos en Jerusalén, en la última visita de Jesús antes de su pasión. Unos versículos antes, Lucas nos ha contado que, al acercarse a la ciudad, Jesús se echa a llorar. Su llanto, como sus palabras, es un llanto profético, un llanto que nace del amor y la compasión que siente hacia aquel lugar y sus gentes, hacia su pueblo. En aquella ciudad y en ese templo muchos creyentes habían depositado sus esperanzas, tanto que habían dejado de ponerlas en Dios mismo para aferrarse, idolátricamente, en espacios y piedras, en ideas o normas. Jesús, con sus palabras, desea despertar a quienes le escuchan para que se conviertan, para que se vuelvan por completo, para que vuelvan sus ojos y todo su ser de nuevo a Dios mismo.

No olvidemos también que el evangelio de Lucas fue escrito en una época cercana a un acontecimiento vivido en el año 70 d.C.: la destrucción del Templo de Jerusalén, algo que para los judíos de aquella época fue devastador pues este edificio había cobrado para ellos un sentido absolutamente referencial.

Lucas relativiza esa catástrofe incluyéndola dentro del devenir de la historia humana y lo hace con una mirada realista, pero creyente y confiada, segura de la presencia de Dios en todo.

Por ello, las palabras de Jesús invitan al consuelo y a la esperanza: “No tengáis pánico” “Yo os daré palabras y sabiduría” “Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá: con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. A su llamada de atención para que pongamos nuestros sentidos en lo Absoluto y no en lo relativo; para que no nos quedemos en lo superficial sino que vayamos a lo profundo, acompaña una promesa de consuelo, de compañía; una invitación a confiar, a mantenernos en la certeza de que Dios está con nosotros, a perseverar.

Seguro que no puede ser igual escuchar esto cuando estamos contemplando la belleza de las piedras o cuando lo que hay a nuestro alrededor son ruinas… Pero justo ahí, donde todo está destruido, donde la violencia arrasa y el sufrimiento crece, donde la vida está totalmente amenazada… justamente ahí Dios acampa, Dios sufre, Dios consuela y sostiene.

Jesús, por tanto, desea despertar nuestra adormilada conciencia para que no pongamos nuestra esperanza en aquello que es pasajero. Pero, al mismo tiempo, nos invita a situarnos con responsabilidad, lucidez y creatividad ante las dificultades de la vida y los conflictos fruto de la miseria humana. “Perseverad”, nos dice. Manteneos en la convicción de mi presencia en medio de vosotros. Confiad. Pero no perdáis el sentido.

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El fin del mundo
Frente a la curiosidad, testimonio
José Luis Sicre

El cálculo del momento final y las señales

Ya que la mentalidad apocalíptica considera inminente el fin del mundo, desea calcular el momento exacto en que tendrá lugar y las señales que lo anunciarán. Las dos preguntas que formulan los discípulos a Jesús en el evangelio de hoy recogen muy bien ambos aspectos: ¿Cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder? Los Testigos de Jehová, cuando afirmaban a mediados del siglo pasado que el fin del mundo sería en 1984 (70 años después de la gran conflagración, marcada por el comienzo de la Gran Guerra en 1914) son los mejores exponentes modernos de esta forma de pensar. Para la mentalidad apocalíptica, cualquier acontecimiento trágico, sobre todo si era de grandes proporciones, anunciaba el fin del mundo. Por eso, en el evangelio de este domingo, cuando los discípulos oyen anunciar la destrucción de Jerusalén, inmediatamente piensan en el fin del mundo.

El peligro de esta mentalidad es que resulta estéril. Todo se queda en cálculos y señales, sin comprometerse con los problemas del mundo que nos rodea. Y eso es lo que pretenden evitar los evangelios sinópticos cuando ponen en boca de Jesús un largo discurso apocalíptico, que la liturgia se encarga de mutilar abundantemente (en nuestro caso, los 29 versículos de Lucas 21,8-36 quedan reducidos a los doce primeros; menos de la mitad).

La respuesta de Jesús

Las palabras de Jesús recogen un buen catálogo de las señales habituales en la apocalíptica: 1) a nivel humano: guerras civiles, revoluciones y guerras internacionales; 2) a nivel terrestre: epidemias y hambre; 3) a nivel celeste: signos espantosos.

Pero nada de esto anuncia el fin del mundo. Antes, y aquí radica la novedad del discurso, ocurrirán señales a nivel personal y comunitario: persecución religiosa y política, cárcel, juicio ante tribunales civiles; incluso la traición de padres y hermanos, la muerte y el odio de todos por causa de Jesús. Esta parte abandona la enumeración de catástrofes apocalípticas para describir la dura realidad de las primeras comunidades cristianas. En todas ellas habría algunos juzgados y condenados injustamente, traicionados incluso por sus seres más queridos. Sólo dos frases alivian la tensión de este párrafo tan trágico.

La primera resulta casi irónica, pero no lo es: Así tendréis ocasión de dar testimonio. La persecución, la cárcel y los juicios injustos no se deben ver como algo puramente negativo. Ofrecen la posibilidad de dar testimonio de Jesús, y así lo interpretaron los numerosos mártires de los primeros siglos y los mártires de todos los tiempos.

La segunda alienta la confianza y la esperanza: ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas. Más bien habría que decir que perecerán todos los cabellos de vuestra cabeza, pero salvaréis vuestras almas, que es lo importante.

Si siguiésemos leyendo el discurso, todo culminaría en la aparición de Jesús, «el Hijo del Hombre que llega en una nube con gran poder y gloria». Es el sol del que hablaba Malaquías, que ilumina y salva a todos los que creen en él.

Frente a la curiosidad, testimonio

Las lecturas de este domingo corren el peligro de ser interpretadas en el Primer Mundo como mero recuerdo de lo que ocurrió entre los primeros cristianos. Muy distinta será la interpretación de bastantes iglesias africanas y asiáticas, que se verán muy bien reflejadas y consoladas por las palabras de Jesús. También nosotros debemos recordar que, sin persecuciones ni cárceles, nuestra misión es aprovechar todas las circunstancias de la vida para dar testimonio de Jesús.

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Un Padre amoroso que cuida hasta los cabellos de nuestra cabeza
Romeo Ballan, mccj

¿El final del mundo, o el fin (la finalidad, el sentido) del mundo? La palabra de Jesús (Evangelio) no es realmente tan anunciadora de catástrofes, como parece a primer avista, sino más bien reveladora del misterio amoroso de la vida y del cosmos. La conclusión cercana del año litúrgico y del año civil motiva la lectura de una serie de textos bíblicos complejos, en los cuales se sobreponen niveles diferentes: la destrucción de la hermosa ciudad de Jerusalén (v. 6), guerras entre pueblos, terremotos y otras calamidades, signos grandes en el cielo que llevan a pensar que todo se va a acabar pronto (v. 9-11). Lucas utiliza tonos encendidos, ardientes, como dice el profeta Malaquías (I lectura), el cual gritaba contra los soberbios y los injustos, destinados a quemar como paja (v. 19); mientras el Señor protegerá con rayos benéficos a los que honran su nombre (v. 20).

El género literario ‘apocalíptico’, propio de estas lecturas, antes que causar terror, es portador de una revelación, de un mensaje de salvación. ‘Apocalipsis’, en efecto, significa ‘revelación’, quitar el velo. De hecho, el último libro de la Biblia, con un lenguaje poético y misterioso, presenta el final del mundo no como una catástrofe sino como evento de esperanza y de vida: cielos nuevos y tierra nueva, como un banquete de bodas (Apoc 21,1-2). Siempre, la Palabra de Dios, aun cuando es apocalíptica, ilumina, juzga, salva, consuela…; se hace más cercana en las pruebas de la vida y de la fe. Con las palabras «no quedará piedra sobre piedra» (Lc 21,6) Jesús no quiere amedrentar, ni preanunciar el final del mundo. No debemos ocuparnos de ello, sino de vivir con responsabilidad nuestro tiempo: interesarnos del fin del mundo y del sentido de la historia, dar sentido a nuestra vida; cuidar nuestra casa común, crear una tierra de fraternidad entre todos los pueblos, un hogar de paz, de mutuo respeto, reconciliación y misericordia.

La comunidad del Evangelio de Lucas (alrededor de los años 70-80) estaba sufriendo persecuciones y muerte por parte de fuerzas externas (imperio, sinagoga, tribunales…, v. 12); pero sufría también por debilidades en su interior (abandonos, traiciones, odio…), siempre por el nombre de Jesús (v. 17). Para ellos Lucas escribe estas palabras de Jesús, el cual invita a sus seguidores a cuidarse de los anuncios engañosos (v. 8); a no dejarse atemorizar por guerras y revoluciones (v. 9). Las persecuciones serán para ellos un tiempo de gracia, un kairos, una oportunidad para dar testimonio del nombre de Jesús (v. 13), con la certeza de su asistencia especial: el Señor mismo pondrá en sus labios las palabras sabias para el momento oportuno (v. 15). Y para garantizarles eso, Jesús utiliza una imagen concreta, nada banal: hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados y son todos importantes (v. 18).

¡Tenemos un Dios que ‘pierde su tiempo’ en contar nuestros cabellos! Si Dios cuida hasta los fragmentos, si pone su omnipotencia al servicio de las cosas pequeñas, si es un Padre que alimenta las aves del cielo y viste los lirios del campo (cf. Mt 6,26s), cuánto más tendrá cuidado de sus hijos. De ahí la invitación a los cristianos a perseverar en la prueba, aun la más dura, con la certeza del éxito final (v. 19), gracias a la ayuda perenne y providente del Padre. La historia de los mártires de todos los tiempos (algunos los recordamos también en los próximos días: los mártires de Paraguay el 16, Cecilia el 22, Agustín Pro el 23, los mártires de Vietnam el 24) demuestra  la verdad y fidelidad de la palabra de Jesús. Él sostiene a los que dan testimonio de su nombre.El cristiano es una persona de esperanza: sigue sembrando con paciencia, siempre dispuesto a volver a empezar. Con perseverancia y confianza en Dios. La historia de la evangelización del mundo está marcada por la presencia amorosa del Señor hacia sus hijos.

Las pruebas pasan, la misión se extiende: los frutos permanecen y son signos de vida. En el campo del Señor hay lugar y trabajo para todos los que quieran. Pablo invita a los fieles de Tesalónica (II lectura) a usar sus buenas cualidades en beneficio de los demás, renunciando a una vida desordenada, sin hacer nada y solo ocupados en curiosearlo todo (v. 11). El apóstol no duda en proponerse a sí mismo como ejemplo, ya que ha trabajado con tesón y cansancio día y noche a fin de no ser un peso para nadie (v. 8–9). ¡Una llamada de atención, ciertamente, y un modelo para todo obrero del Evangelio!

Dedicación de la Basílica de Letrán

“Cuando se acercaba la Pascua de los judíos, Jesús llegó a Jerusalén y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas con sus mesas. Entonces hizo un látigo de cordeles y los echó del templo, con todo y sus ovejas y bueyes; a los cambistas les volcó las mesas y les tiró al suelo las monedas; a los que vendían palomas les dijo: Quiten todo de aquí y no conviertan en un mercado la casa de mi Padre.
En ese momento, sus discípulos se acordaron de lo que estaba escrito: El celo de tu casa me devora.
Después intervinieron los judíos para preguntarle: ¿Qué señal nos das de que tienes autoridad para actuar así? Jesús les respondió: Destruyan este templo y en tres días lo reconstruiré. Replicaron los judíos: Cuarenta y seis años se ha llevado la construcción del templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?
Pero Él hablaba del templo de su cuerpo. Por eso, cuando resucitó Jesús de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho aquello y creyeron en la Escritura y en las palabras que Jesús había dicho”.

(Juan 2, 13-22)


La Casa de mi Padre
P. Enrique Sánchez, mccj

Celebramos hoy la dedicación de la Basílica de san Juan de Letrán, la basílica más antigua construida a principios del siglo cuarto y consagrada en el año 324, prácticamente  al final de la persecución de los primeros cristianos. Es la catedral del obispo de Roma y por ello ha sido la sede de muchos papas.

En esta fiesta, las lecturas de la Palabra de Dios nos ayudan a hacer una reflexión sobre el templo como morada y casa de Dios, en el que se ha manifestado presente en el Antiguo Testamento y más todavía en Cristo, quien se revela ante nosotros como el nuevo templo.

El profeta Ezequiel nos habla de un templo del cual brotaba agua que a su paso sanaba y fecundaba todo, manifestándose como fuente de agua viva.

Era un templo en donde la presencia de Dios se manifiesta a través del agua que pasa por desiertos y los fecunda y llega hasta el mar salado para sanearlo.

Es un torrente que irradia vida a todo el que se acerca a él.

Es el templo en donde se puede encontrar a Dios que se manifiesta como fuente de vida y dador de vida a todo el que se encuentra con él.

San Pablo, en su primera carta a los corintios, nos dice que somos casa y templo de Dios en donde habita su Espíritu.

Estando a estas palabras, nos damos cuenta de que el Templo no se refiere sólo al edificio  material,  construido  con  piedras  y  cemento,  sino  que  se  trata  del  lugar sagrado en donde reside la presencia de Dios.

Pablo reconoce que el verdadero templo está cimentado en la persona de Cristo. A partir  de  él  es  desde  donde  se  levanta  el  verdadero  edificio, el  templo  en  donde podemos encontrarnos con el Dios vivo, que nos hace vivir.

Tener claro que el Templo es el lugar del encuentro con nuestro Dios nos ayudará a entender la escena que nos describe Juan en su evangelio.

El templo considerado como el lugar más sagrado, el lugar en donde Dios se manifiesta   en   su   esplendor   y   en   donde   se   le   puede   reconocer   presente   y interactuando, como diríamos hoy, con aquellos con quienes había querido compartir su condición humana.

Ese Dios que se había encarnado haciéndose uno de nosotros en Cristo quien quiso asumir lo humano para hacernos entrar en lo divino; ese Dios era el que se podía encontrar en su templo.

Pero ese templo que tenía que ser sagrado lo habían convertido en algo que se parecía más a un mercado.

Los lugares de sacrificios se habían convertido en algo inaceptable, los espacios para la oración eran ocupados por los cambistas, lo que tendría que ser un lugar de recogimiento y de reconocimiento de la presencia de Dios se habían convertido en algo que tenía de todo, menos de templo sagrado.

Seguramente el deseo de ser buenos observantes de la Ley había hecho que poco a poco el templo exterior se fuera degradando y el templo interior que representaba cada persona se fuera olvidando.

Ante ese espectáculo Jesús eleva su voz, como lo habían hecho seguramente muchos profetas antes que él, y denuncia lo inaceptable y lo confundido que estaban sus contemporáneos.

En un templo como el que tenía ante sus ojos era imposible que se pudiese reconocer la presencia de un Dios al cual no se le podía agradar con ofrendas y sacrificios  que  no  tocaban  los  corazones  y  dejaban  indiferentes  a  quienes  se contentaban con cumplir con observancias externas de la Ley.

En ese templo era difícil que Dios estuviera presente y era necesario destruirlo para edificar uno nuevo, uno que tuviera su esplendor ya no en las piedras, sino en la presencia de quien lo habitaba.

Aquí́ es en donde las palabras de Jesús encuentran un sentido e invitan a una conversión. “Destruyan ese templo y yo lo reconstruiré en tres días”. Esto sonaba imposible para quienes sabían que aquel templo había sido construido en cuarenta y seis años.

Pero Jesús, como dice el evangelio, hablaba del templo de su cuerpo, de ese cuerpo que Dios se había dado para estar entre nosotros, ese cuerpo que representaba el abajamiento y la humildad de Dios que había querido hacerse uno de nosotros hasta en lo pobre de nuestra realidad carnal.

El tiempo de las leyes y de todo lo que había sucedido en el Antiguo Testamento, había llegado a su fin; ahora Dios se manifestaba y estaba presente en la persona de su Hijo, en Jesús, quien destruyendo la muerte con su resurrección se presentaba como el templo nuevo en donde el único sacrificio importante era y será siempre la entrega de su propia persona para vencer a la muerte y permitirnos resucitar con él a la vida.

En  ese  nuevo  templo  ya  no  hace  falta  sacrificar  bueyes,  ovejas  o  palomas  para agradar a Dios. Es Cristo mismo quien se ofrece como la única víctima agradable al Padre. Es Él el Templo en donde todos estamos llamados a reconocer la presencia del Dios que nos amó y se entregó por nosotros.

Es en Cristo en quien podemos hacer la experiencia de encontrarnos con nuestro Padre, es Él el Templo en donde podemos rendir nuestro culto, que ya no consistirá en ofrecer animales, sino ofrecernos nosotros mismos en Cristo.

Es Cristo, el Mesías, el nuevo y el único Templo en donde Dios nos espera siempre para llenar nuestras vidas de su Vida, para sanar nuestras heridas con el ungüento de su presencia, para santificar nuestra vida con la santidad de su grandeza, de su misericordia y de su bondad.

Es muy probable que las palabras que hemos escuchado en las lecturas de este domingo nos lleven a preguntarnos ¿qué son hoy nuestros templos? ¿En qué los hemos convertido? ¿Con qué o con quién nos encontramos cuando entramos en esos espacios que deberíamos respetar como sagrados? ¿Seguimos deslumbrados por lo bello de nuestras construcciones, sin descubrir la belleza de quien habita esos espacios que son santos y sagrados?

Pero más todavía, ¿hemos tomado conciencia de que cada uno de nosotros somos esos templos maravillosos en donde está presente el Espíritu de Dios? ¿Hemos caído en la cuenta de que cada persona que tenemos a un lado es templo de Dios y que se merece todo nuestro respeto y cariño?

Ojalá que el recordar hoy la dedicación de la Basílica más antigua de nuestra historia no nos quedemos en la contemplación de lo espectacular de sus muros y lo maravilloso de su arquitectura, sino que sepamos reconocer a Jesús como el Templo siempre bello y actual en el que estamos llamados a encontrarnos con el Padre que tanto nos ha amado, al punto de querer hacerse una morada entre nosotros.

Que Dios nos conceda la gracia de derrumbar nuestros viejos templos para abrir nuestro corazón a Jesús, quien en tres días ha levantado para nosotros el Templo de la vida que nos llega a través de su Resurrección.


Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán

Dedicar o consagrar un lugar a Dios es un rito que forma parte de todas las religiones. Es “reservar” un lugar a Dios, reconociéndole gloria y honor. Cuando el emperador Constantino dio plena libertad a los cristianos -en el año 313-, éstos no escatimaron en la construcción de lugares para el Señor. El propio emperador donó al Papa Melquiades los terrenos para la edificación de una domus ecclesia cerca del monte Celio. La Basílica fue consagrada en el 324 ( o 318 ) por el Papa Silvestre I, que la dedicó al Santísimo Salvador. En el s. IX, el Papa Sergio III la dedicó también a San Juan Bautista; y en el s. XII, Lucio II añadió también a San Juan Evangelista. De ahí el nombre de Basílica Papal del Santísimo Salvador y de los Santos Juan Bautista y Evangelista en Letrán. Es considerada como la madre y la cabeza de todas las iglesias de Roma y del mundo: es la primera de las cuatro Basílicas papales mayores y la más antigua de occidente. En ella se encuentra la cátedra del Papa, pues es la sede del Obispo de Roma. A lo largo de los siglos, la basílica pasó a través de numerosas destrucciones, restauraciones y reformas. Benedicto XIII la volvió a consagrar en 1724; fue en esta ocasión cuando se estableció y extendió a toda la cristiandad la fiesta que hoy celebramos.

Lugar de encuentro

Las lecturas bíblicas elegidas para este día desarrollan el tema del “templo”. En el Antiguo Testamento (Primera Lectura, Ez 47), el profeta Ezequiel, desde su exilio en Babilonia (estamos en torno al 592 a.C.), trata de ayudar al pueblo a salir de su desánimo por no tener ya tierra ni lugar para orar. Surge así el mensaje -la Primera Lectura- en el que el profeta anuncia el día en que el pueblo adorará a su Dios en el nuevo templo. Un lugar donde el hombre eleva su oración a Dios y donde Dios se acerca al hombre escuchando su oración y socorriéndolo allí donde suplica: un lugar de encuentro. De este modo, el templo asume el papel de Casa de Dios y Casa del pueblo de Dios. Un lugar donde se practica la justicia, la única capaz de curar al pueblo. De este templo, el profeta ve brotar agua: “Y vi que salía agua por debajo del umbral de la Casa”. Un agua que es don y que traerá vida, bendición.

¡Fuera de aquí!

Todo judío varón estaba obligado a subir a Jerusalén para ofrecer el cordero de la Pascua; tres semanas antes comenzaba la venta de animales aptos para la ofrenda (las palomas eran el sacrificio de los pobres, Lv 5,7). Los cambistas tenían la tarea de cambiar las monedas romanas por monedas acuñadas en Tiro. No era esta una cuestión de ortodoxia religiosa, aunque se hiciera pasar por tal. Al fin y al cabo, también las monedas de Tiro tenían una imagen pagana, pero contenían más plata, por lo que valían más. Los sacerdotes del templo supervisaban este “comercio” y siempre obtenían un beneficio en el cambio.
Este es el entorno que Jesús encontró en el Templo, precisamente en el Hieron, es decir, en el patio exterior del Templo, el Patio de los Gentiles. El Templo propiamente dicho es el Naos, el santuario, que se mencionará en los v. 19-21. “Hizo un látigo de cuerdas… y los expulsó del Templo”: con el látigo Jesús azota este “comercio” presente en el Templo. Derriba los puestos de los vendedores y los expulsa a todos (cfr. Ex 32, el becerro de oro).
«Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre un mercado». Son palabras y acciones que remiten al profeta Zacarías, que anunció lo que sucederá cuando el Señor venga a la ciudad de Jerusalén: “Y aquel día, ya no habrá más traficantes en la Casa del Señor de los ejércitos” (Zc 14,21).
“«¿Qué signo nos das para obrar así?». Jesús les respondió: «Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar»”. Los sacerdotes del templo le preguntan a Jesús con qué autoridad actúa, y Él responde invitándoles a destruir el templo, porque Él lo hará resurgir. La respuesta de Jesús se refiere no a todo el edificio del templo, sino al “santuario” propiamente dicho, allí donde estaba la presencia de Dios: “Él hablaba del templo de su cuerpo”. Con la Pascua de Jesús -con su cuerpo destruido y resucitado- comienza el nuevo culto, el culto del amor, en el nuevo templo (naos) que es Él mismo. La resurrección será el acontecimiento clave que hará que los discípulos sean finalmente capaces de comprender; el Espíritu Santo (Jn 14:26) les hará recordar los acontecimientos y verlos de una manera nueva.

Jesús, el nuevo templo

La fiesta de la Dedicación de la Basílica de Letrán nos permite recordar el camino del pueblo y el cuidado constante y fiel de Dios. Al mismo tiempo, se nos recuerda que hoy cada uno de nosotros, en Jesús resucitado, es “templo de Dios”, porque el Espíritu mismo habita en cada uno de nosotros (1 Cor 3,16). Ser conscientes de ello nos lleva, por un lado, a alabar al Señor; pero, por otro lado, nos lleva a decir, a veces de forma desproporcionada: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa…” (Mt 8,8), olvidando que Él ya está en nosotros, y que nos acoge y nos ama no por cómo quisiéramos ser, sino por cómo somos, aquí, ahora. Son las cosas con las que nos distraemos en nuestro interior las que hacen borroso el Rostro del Señor. Cuando aprendamos a mantener nuestra mirada fija en Jesús, Autor y perfeccionador de nuestra fe, de nuestra amistad con Él (cfr. Hb 12,1-4), nuestro rostro brillará con la luz que brota de un corazón “unificado”. El equilibrio requerido no es el trabajo de un momento, sino el resultado de toda una vida, de un continuo reentrar en nosotros mismos dirigiéndonos directamente al “aposento del Rey” (cfr. Castillo interior, Santa Teresa de Ávila).

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La fiesta de hoy celebra un misterio siempre actual
Benedicto XVI

La liturgia nos invita a celebrar hoy la Dedicación de la basílica de San Juan de Letrán, llamada “madre y cabeza de todas las Iglesias de la urbe y del orbe”. En efecto, esta basílica fue la primera en ser construida después del edicto del emperador Constantino, el cual, en el año 313, concedió a los cristianos la libertad de practicar su religión. Ese mismo emperador donó al Papa Melquíades la antigua propiedad de la familia de los Laterani, y allí hizo construir la basílica, el baptisterio y patriarquio, es decir, la residencia del Obispo de Roma, donde habitaron los Papas hasta el período aviñonés. El Papa Silvestre celebró la dedicación de la basílica hacia el año 324, y el templo fue consagrado al Santísimo Salvador; sólo después del siglo VI se le añadieron los nombres de san Juan Bautista y san Juan Evangelista, de donde deriva su denominación más conocida. Esta fiesta al inicio sólo se celebraba en la ciudad de Roma; después, a partir de 1565, se extendió a todas las Iglesias de rito romano. De este modo, honrando el edificio sagrado, se quiere expresar amor y veneración a la Iglesia romana que, como afirma san Ignacio de Antioquía, “preside en la caridad” a toda la comunión católica (Carta a los Romanos, 1, 1).

En esta solemnidad, la Palabra de Dios recuerda una verdad esencial: el templo de ladrillos es símbolo de la Iglesia viva, la comunidad cristiana, que ya los apóstoles san Pedro y san Pablo, en sus cartas, consideraban como “edificio espiritual”, construido por Dios con las “piedras vivas” que son los cristianos, sobre el único fundamento que es Jesucristo, comparado a su vez con la “piedra angular” (cf. 1 Co 3, 9-11. 16-17; 1 P 2, 4-8; Ef 2, 20-22). “Hermanos: sois edificio de Dios”, escribe san Pablo, y añade: “El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros” (1Co 3, 9.17). La belleza y la armonía de las iglesias, destinadas a dar gloria a Dios, nos invitan también a nosotros, seres humanos limitados y pecadores, a convertirnos para formar un “cosmos”, una construcción bien ordenada, en estrecha comunión con Jesús, que es el verdadero Santo de los Santos.

Esto sucede de modo culminante en la liturgia eucarística, en la que la ecclesia, es decir, la comunidad de los bautizados se reúne para escuchar la Palabra de Dios y alimentarse del Cuerpo y la Sangre de Cristo. En torno a esta doble mesa la Iglesia de piedras vivas se edifica en la verdad y en la caridad, y es plasmada interiormente por el Espíritu Santo, transformándose en lo que recibe, conformándose cada vez más a su Señor Jesucristo. Ella misma, si vive en la unidad sincera y fraterna, se convierte así en sacrificio espiritual agradable a Dios.

Queridos amigos, la fiesta de hoy celebra un misterio siempre actual: Dios quiere edificarse en el mundo un templo espiritual, una comunidad que lo adore en espíritu y en verdad (cf. Jn 4, 23-24). Pero esta celebración también nos recuerda la importancia de los edificios materiales, en los que las comunidades se reúnen para alabar al Señor. Por tanto, toda comunidad tiene el deber de conservar con esmero sus edificios sagrados, que constituyen un valioso patrimonio religioso e histórico. Por eso, invoquemos la intercesión de María santísima, para que nos ayude a convertirnos, como ella, en “casa de Dios”, templo vivo de su amor.

Angelus 9/11/2008


Adulterar la Liturgia
José A. Pagola

Uno de los factores que llevó a Jesús a su ejecución fue sin duda su ataque frontal a la liturgia del templo judío. Criticar la estructura del templo era poner en cuestión uno de los pilares fundamentales de la sociedad judía.
Al subir a Jerusalén, Jesús encuentra el templo lleno de «vendedores y cambistas», hombres que no buscan a Dios, sino que se afanan egoístamente por sus propios intereses. Aquella liturgia no es un encuentro sincero con Dios, sino un culto hipócrita que encubre injusticias, opresiones, intereses y explotaciones mezquinas a los peregrinos.
La crítica profunda de Jesús va a desenmascarar aquel culto falso. El templo no cumple ya su misión de ser signo de la presencia salvadora de Dios en medio del pueblo. No es la casa de un Padre que pertenece a todos. No es el lugar donde todos se deben sentir acogidos y en donde todos pueden vivir la experiencia del amor y la fraternidad.
Uno se explica la reacción de malestar y las quejas que puede provocar en algunos creyentes el ver que algunas celebraciones litúrgicas no se ajustan en todos sus detalles a una determinada normativa ritual. Pero antes que nada, si no queremos adulterar de raíz la liturgia de nuestros templos, hemos de saber escuchar la crítica profunda de Jesús que no se detiene a analizar el ritual judío sino que condena un culto en donde el templo ya no es la casa del Padre.
Solamente recordaremos un hecho que desgraciadamente se repite constantemente entre nosotros. Vivimos en una sociedad en donde los hombres se matan unos a otros y donde todos traen sus muertos al templo cristiano para llorar su dolor y orar por ellos a Dios. Con frecuencia son celebraciones ejemplares en donde la fe, la esperanza cristiana y el perdón sincero prevalecen sobre los sentimientos de impotencia, rabia y venganza que tratan de apoderarse de los familiares y amigos de las víctimas.
Pero, ¿qué decir de otras celebraciones que deforman el significado profundo de la la liturgia cristiana? ¿Se puede orar a un mismo Padre, llorando la muerte de unos hermanos y pidiendo la destrucción de otros? ¿Se puede instrumentalizar la Eucaristía y servirse de lo que debería ser el signo más expresivo de la fraternidad, para acrecentar los sentimientos de odio y venganza frente al enemigo? ¿Se puede oír fielmente la palabra de Dios, escuchando de él solamente una condena para los otros? ¿Se puede intentar «monopolizar» a Dios, tratando de identificarlo con nuestra causa y nuestros intereses parciales y hasta partidistas?
La trágica situación que estamos viviendo, hace todavía más urgente la necesidad de encontrar al menos en el templo un ámbito en donde todos nos dejemos juzgar por el Único que lo hace justamente, un lugar en donde tratemos de encontrarnos como hermanos ante un mismo Padre, un espacio en donde busquemos en el Creador de la vida fuerza para liberarnos del odio y la venganza. No convirtamos la casa del Padre en un lugar de división, enfrentamientos y mutua destrucción.

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El desafío de presidir la caridad
Romeo Ballan, mccj

Hoy es la fiesta de la Iglesia que vive en el amor: la Iglesia que se alimenta y crece en la caridad, que difunde el amor en el mundo. La motivación histórica de la fiesta de hoy es la consagración de la Basílica de Letrán, en Roma, dedicada al Santísimo Salvador, bajo la doble protección de los santos Juan el Bautista y Juan el Evangelista. Esta es la iglesia catedral del Papa, en cuanto obispo de Roma, y, por tanto, es anillo de comunión con todas las Iglesias locales y sus pastores en el mundo entero. Lo recuerda también una lápida en la fachada de esta Basílica: “madre y cabeza de todas las iglesias de la ciudad (Roma) y del orbe”. La afirmación tiene un alto valor teológico para la Iglesia. Un valor, sin embargo, que se debe interpretar y vivir a la luz de lo que afirmaba, ya en los comienzos del 2° siglo, S. Ignacio de Antioquia, mientras estaba a punto de llegar a Roma para afrontar el martirio entre las fauces de las fieras (+107): la sede de Roma es la primera en cuanto “preside la caridad”.

Se nos invita hoy a descubrir y vivir la dimensión misionera de la comunión de toda la Iglesia en la caridad. Una comunión que tiene sus raíces en el Bautismo, que nos introduce en la comunidad viva de la Iglesia. Este sacramento está simbolizado en el agua abundante que brota del templo (I lectura), capaz de introducir gérmenes de vida en el Mar Muerto y de sanear el ambiente, sembrando en todas partes vida, árboles, hojas y frutos (v. 8-9.12). Para S. Pablo (II lectura) el único fundamento sobre el cual se construye el templo de Dios es Jesucristo (v. 11). Gracias a Él, el cristiano se convierte, por el Bautismo, en templo de Dios (v. 16-17). Y S. Pedro explica: acercándose a Cristo, “piedra viva… también ustedes, cual piedras vivas, entran en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, gratos a Dios, por mediación de Jesucristo” (1P 2,4-5). Son palabras que ilustran las relaciones con Cristo, la vida en la Iglesia y el dinamismo misionero.

El gesto audaz -impensable, si no lo dijeran los Evangelios- de Jesús con el látigo en la mano (Evangelio) para echar a los mercaderes del templo (v. 15-16), pone de manifiesto con cuánta fuerza Él introduce una manera nueva de dar culto a Dios, que ya no se sustenta en el intercambio de obras y favores, sino sobre la gratuidad del don del Padre, que hemos de acoger y adorar “en espíritu y en verdad” (Jn 4,23). El lugar nuevo de culto ya no es el edificio material hecho de piedras muertas, sino Aquel que es la “piedra viva”, es decir, el cuerpo crucificado-resucitado de Cristo (v. 19.21-22). Y los cristianos, unidos a Él, cual piedras vivas, dan a Dios su “culto espiritual”, según la exhortación de S. Pablo: ustedes ofrezcan “sus cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios” (Rm 12,1). El templo material, sea espléndido o pobre, no es sino un mero contenedor exterior. Los valores son otros y más altos.

Tenemos aquí otra prueba de la novedad del Evangelio, el cual ha de iluminar y, eventualmente, purificar las expresiones religiosas presentes en las culturas de los pueblos. “Por tanto, la actualización de esta fiesta es clara: nosotros, como miembros vivos de nuestra Iglesia local, somos corresponsables para que esta sea, a su vez, como la Iglesia-madre, generadora de otras Iglesias y comunidades, saliendo de su recinto y de sus confines geográficos para abrirse al mundo entero” (Enzo Lodi).

El dinamismo de crecimiento y el estilo de expansión misionera -a partir de cualquier centro, pequeño o grande- deben inspirarse en el Maestro que lava los pies a los discípulos (Jn 13,5), porque “no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida” (Mc 10,45). Es la expresión máxima de la caridad (Jn 15,12-13). Este es el proyecto primigenio de la Iglesia, tanto a nivel local como universal. A este ideal se refiere S. Ignacio de Antioquía, allí donde afirma que la sede de Roma es la primera en cuanto “preside la caridad”. Ignacio une genialmente dos valores inseparables: presidencia y caridad, autoridad y amor. El obispo de Roma preside la comunión de todas las Iglesias; preside la comunión de la caridad; preside en la caridad. La caridad es la ley suprema en la nueva familia de Dios, que es la Iglesia. La caridad es el “mandamiento nuevo” de Jesús; el amor mutuo es la señal de los discípulos (cf Jn 13,34-35). Por eso “el servicio de la caridad es una dimensión constitutiva dela misión de la Iglesia”. ¡Un imperativo exigente! Sin la caridad la Iglesia, tanto local como universal, sería: una catedral vacía de sentido; una estructura fría, apuntalada por códigos estériles y por jerarcas acartonados; una agencia de propuestas que no interesan a nadie… En cualquier latitud, el amor vivido y anunciado es el único mensaje misionero que calienta el corazón, da sentido a la vida, puede enriquecer las culturas de los pueblos.

Conmemoración de los Fieles Difuntos

Era casi el mediodía, cuando las tinieblas invadieron toda la región y se oscureció el sol hasta las tres de la tarde. El velo del templo se rasgó a la mitad. Jesús, clamando con voz potente, dijo: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Y dicho esto, expiró.
Un hombre llamado José, consejero del sanedrín, hombre bueno y justo se presentó ante Pilato para pedir el cuerpo de Jesús. Lo bajó de la Cruz, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro excavado en la roca, donde no habían puesto a nadie todavía.
El primer día después del sábado, muy de mañana, llegaron las mujeres al sepulcro, llevando los perfumes que habían preparado. Encontraron que la piedra ya había sido retirada del sepulcro y entraron, pero no hallaron el cuerpo de Jesús.
Estando ellas todas desconcertadas por esto, se les presentaron dos varones con vestidos resplandecientes. Como ellas se llenaron de miedo e inclinaron el rostro a tierra, los varones  les dijeron: ¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí; ha resucitado”

(Lucas 23, 44-46.50.52-52; 24, 1-6)


¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?
P. Enrique Sánchez G., mccj

Este domingo la Iglesia nos invita a celebrar la conmemoración de los fieles difuntos. Las lecturas que se nos proponen son varias y para nuestra reflexión  hemos  escogido estos versículos de los capítulos 23 y 24 del evangelio de san Lucas.

Es probable que en algunas parroquias las lecturas de este domingo sean diferentes, pero la invitación es la misma que nos permite traer a la memoria y a nuestra oración a los seres queridos que ya no están físicamente entre nosotros.

Las palabras del evangelio de hoy nos dibujan con mucha claridad el momento de la muerte del Señor.

Clavado sobre la cruz, Jesús entregó su espíritu al Padre que le había confiado la misión de venir entre nosotros a compartir nuestra condición humana.

Y recordando, desde el nacimiento hasta el momento en que su cuerpo fue depositado en el sepulcro, Jesús compartió en todo nuestra humanidad. Se hizo uno de nosotros, también pasando por la experiencia de la muerte.

Contemplando a Jesús, nos damos cuenta de que la muerte hace parte de nuestra experiencia de vida en este mundo y con seguridad y tranquilidad podemos decir que nadie podrá evitar ese momento en su existencia.

La muerte hace parte de nuestra vida y por más esfuerzos que hagamos y por más grandes que sean los avances en la medicina, al límite, podemos decir que hemos podido alargar de algunos años la vida; pero de la muerte nadie se escapa.

Para los no creyentes esto puede ser una verdad aceptada con frialdad, con resignación o, en algunos casos, con un aire de fatalismo, aceptando que no hay remedio y que al final no es de extrañarse que todo termine en polvo o en nada.

En algunos lugares no es raro encontrase hoy con ataúdes dejados solos en las salas frías de alguna agencia funeraria, pues a la muerte se le ha reducido a ese momento inevitable en donde todo parece haber acabado en algo sin sentido.

Pero la muerte, aunque tratemos de tratarla con indiferencia, no deja de ser algo que nos cuestiona y que viene a provocar interrogantes importantes para la vida.

¿Qué somos? ¿Hacia dónde vamos? ¿Qué sentido tiene todo el afán que ponemos en lo que vamos realizando a diario? ¿Qué nos espera al final de nuestros días? ¿Por qué tratamos de distraernos y nos sentimos empujados a decir que la muerte es lo último a lo que tendríamos que pensar?

Y, a lo mejor, caemos en la cuenta de que pensar un poco a la muerte puede hacer que lo que vamos viviendo a diario adquiera un valor mayor del que le estamos dando.

Resulta que también es verdad que mucho influye nuestro modo de gastar la vida en la manera de cómo afrontaremos la muerte.

Quien vive sereno y plenamente, agradeciendo cada instante de la vida, compartiendo lo bello de existir y de caminar con otros por los senderos de la vida; seguramente será alguien que llegará sereno al final de sus días, pues le quedará la satisfacción de haber vivido no para llegar a la muerte, sino para abrirse a una mejor vida.

Afortunadamente, para el cristiano y para quien conserva en su corazón una chispa de fe, la muerte no es conclusión o simple final; sino que se transforma en paso de vida que se prolonga y que va a hacia la plenitud, de lo que en este mundo sólo fue un adelanto y una promesa que se realiza, cuando podamos decir, también nosotros, “todo está cumplido”.

Morir para quien tiene fe es un volver al origen de donde se ha venido, es un momento que concluye una etapa que ha sido marcada por el peregrinar en este mundo, haciendo la experiencia de una vida que es bella e intensa; pero que, al final no es más que preparación para la Vida, escrita con mayúscula porque no tendrá fin. Nadie que viva con un mínimo de oportunidades en este mundo podrá negar que la vida es bella y cada instante se convierte en un motivo para ser felices.

Cada instante de nuestro vivir es un don de bondad que estamos llamados a disfrutar al máximo, pues de lo contrario no estaríamos más que anticipando el momento de la muerte, del cual ya no hay retorno.

La buena noticia que nos comparte san Lucas en su evangelio no nos esconde lo triste y lo frustrante que puede ser la muerte, sobre todo cuando vemos a quien ha sido fuente de vida a lo largo de su existencia acabar clavado en una cruz, casi como incapaz de desprenderse de la muerte.

El drama de la pasión de Jesús, su camino al calvario, lo cruel y aterrador de la manera como se le dio muerte, es un espectáculo que para nadie tiene nada de atrayente.

Es  la  afirmación  de  lo  que  la  razón  nos  dice  que  jamás  debería  suceder,  es  lo humanamente inaceptable, pero es lo que Dios ha escogido para mostrar en donde está su poder y en donde se pronuncia su última palabra.

La muerte no ha podido imponer su ley y nunca será la vencedora porque Dios la ha vencido en la entrega de su Hijo como garantía de vida para todos los que creamos en él.

Dios, en Jesús, no se ha quedado entre los muertos. Resucitando ha dicho para siempre que la vida tiene la última palabra y que nada, ni nadie, como dice san Pablo, podrá́ separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo.

Porque sabemos que Dios ha resucitado a Cristo haciéndolo abandonar el sepulcro, vivimos convencidos de que la muerte no se ha convertido en tragedia, sino que la reconocemos como oportunidad para nacer a una vida nueva, la vida de Jesús resucitado.

De esta expresión de nuestra fe nace la motivación de la celebración que nos lleva al agradecimiento por la vida de nuestros difuntos. De aquí nace la certeza de que no se han ido definitivamente de nuestras vidas y de aquí surge la convicción de que nos volveremos a encontrar un día en la eternidad con todos aquellos que han sido parte de nuestra vida.

Recordar a nuestros difuntos es una manera de afirmar nuestra convicción de que también un día, aunque tengamos que pasar por la experiencia de la muerte, nos encontraremos con todos nuestros seres queridos porque resucitaremos en Cristo para estar por siempre con ellos.

Por eso, no buscamos entre los muertos a los que se han ido de nuestro mundo. No nos complace festejar a cadáveres, no renunciamos al dolor que causa la pérdida de un ser querido; pero estamos muy conscientes de que no se trata de buscar entre los muertos a los que viven, porque han creído en quien se nos ha revelado diciéndonos que él es La Vida.

Por lo tanto, la conmemoración de los fieles difuntos no es festejo de muertos, sino motivo de gratitud por la vida que nos sigue acompañando y que sigue estando presente, de otra manera, de todas aquellas personas que han marcado nuestras vidas con sus valores, con sus ejemplos de vida, con la riqueza de sus personas, con la herencia de su fe y de su amor por los demás, por la entrega desinteresada en el servicio como expresión de amor profundo.

Celebramos a los difuntos reconociendo la vida que nos ha quedado de ellos y que no puede ser atrapada, contenida y olvidada en una tumba que nos recuerda simplemente que vamos de paso; pero que nuestra morada definitiva se encuentra entre los brazos de un Padre que nos ama y que nunca estará de acuerdo en ver tanta vida desperdiciada por nuestra incapacidad de custodiar la vida.

Finalmente, los fieles difuntos representan para nosotros la esperanza que brota de lo profundo de nuestro corazón, ayudándonos a vivir en este mundo con la confianza de que nos encontraremos, un día, todos juntos formando esa bella familia de los hijos de Dios que han nacido para tener una vida que no se limitará a unos cuantos años que se van acabando cada día.

Pidamos para que el recuerdo de nuestros difuntos se convierta en una acción de gracias por sus vidas y por la vida que han dejado en nosotros como fuente de nuestras alegrías.

Qué, por la misericordia de Dios, todos nuestros hermanos difuntos, descansen en paz. Así sea.


2 noviembre
Conmemoración de todos los fieles difuntos

La Conmemoración de los Difuntos es una solemnidad que tiene un valor profundamente humano y teológico, pues abarca todo el misterio de la existencia humana, desde sus orígenes hasta su fin sobre la tierra e incluso más allá de esta vida temporal. Nuestra fe en Cristo nos asegura que Dios es nuestro Padre bueno que nos ha creado, pero además también tenemos la esperanza de que un día nos llamará a su presencia para “examinarnos sobre el mandamiento de la caridad”. (Cf. CIC n. 1020-1022).

La muerte es sólo una puerta…

En el Nuevo Testamento, san Mateo nos habla del retorno de Cristo en su segunda venida al final de los tiempos (cf. Mt 25, 35-45); pero también en otros pasajes la Palabra de Dios nos asegura la existencia de un encuentro personal con Dios después de la muerte de cada uno, donde se nos preguntará si nuestras obras estuvieron motivadas por la fe, la esperanza y la caridad. La parábola del pobre Lázaro (cf. Lc 16, 22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (cf. Lc 23, 43), así como otros textos del Nuevo Testamento (cf. 2 Co 5,8; Flp 1, 23; Hb 9, 27; 12, 23) nos hablan de la posibilidad de entrar a gozar en el Reino de los cielos o de quedarnos fuera de la fiesta eterna (cf. Mt 25, 46-46).

La conmemoración de hoy nos recuerda esta futura realidad; por eso la Iglesia intercede por nuestras hermanas y hermanos difuntos, rezando por ellos, haciendo sufragios y limosnas, pero sobre todo ofreciendo el mismo sacrificio de Cristo en la Eucaristía, de modo que todos los que aún después de su muerte necesitasen ser purificados de las fragilidades humanas, puedan ser definitivamente admitidos a la visión de Dios.

Cristo venció a la muerte

La muerte física es un hecho natural ineludible. Nuestra propia experiencia directa nos muestra que el ciclo natural de la vida incluye necesariamente la muerte. En la concepción cristiana, este evento natural nos habla de otro tipo de vida sobrenatural donde no existe la muerte. La voluntad de Dios, del Señor de la vida, es que todos sus hijos e hijas participen en abundancia de su propia vida divina (cf. Jn 10,10); vida divina que el género humano perdió como consecuencia del pecado (cf. Rm 5,12). Pero Dios no quiere, de ningún modo, que permanezcamos en esa muerte espiritual ,y por eso Jesús, nuestro Salvador, tomando sobre sí mismo el pecado y la muerte, les ha hecho morir en su misterio pascual (cf. Rm 8,2).

Gracias pues al Amor del Padre y a esa victoria de Jesús (cf. Jn 3,16), la muerte física se ha convertido en un pasaje, en una puerta que nos conduce al encuentro con Dios (cf. Ef 2, 4-7). Nuestro propio temor a la muerte y el dolor que nos sacude cuando muere alguien cercano a nosotros podemos superarlos mediante la fe en la resurrección (1 Tes 4,13). Para nosotros los creyentes, nuestros muertos no están “definitivamente muertos”, sino “sólo difuntos”, es decir, “duermen el sueño de la paz” mientras esperan que sus cuerpos sean transformados por la resurrección (cf 1 Cor 15,14).

Historia y orígenes de la conmemoración

La pietas y el recuerdo de los difuntos se remonta a los albores de la historia de la humanidad. En la plenitud de los tiempos (cf. Ga 4, 4), con el evento de la Resurrección de Jesús (cf. Mt 28, 8-15), la memoria y la piedad hacia ellos se enriqueció radicalmente. Ya los primeros cristianos, como se puede ver fácilmente en las catacumbas, esculpían en las tumbas la figura de Lázaro resucitado, como signo de la esperanza de que su pariente amado también volvería a la vida gracias a Cristo (cf. Jn 11, 38-44).

Pero sólo en el siglo IX aparece la conmemoración litúrgica de los difuntos, herencia de la costumbre monástica ya en boga en el siglo VII de consagrar, dentro de los monasterios, un día entero a la oración por los difuntos. La piadosa práctica, sin embargo, ya estaba presente en el rito bizantino que celebraba a los difuntos el sábado anterior al inicio de la cuaresma o en un período entre finales de enero y el mes de febrero.

Más tarde, en el año 809, el obispo de Tréveris, Amalario Fortunato de Metz, colocaría la memoria litúrgica de los difuntos -que esperan contemplar el rostro del Padre- al día siguiente de la dedicada a los santos, que ya gozan de la vida divina. Finalmente, en el año 998, a disposición del Abad de Cluny, Odilón di Mercoeur, se fijó la solemnidad para el 2 de noviembre incluyendo un período de preparación de nueve días, conocido como la Novena de los Difuntos, que comienza el 24 de octubre.

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Conmemoración de los Fieles Difuntos
Felix Jiménez Tutor

Noviembre es el mes del Recuerdo. Los cristianos hacemos memoria de Jesucristo, muerto y resucitado, todos los días en la eucaristía.

La memoria completa el puzzle gigantesco del pasado de los hombres. Todas las piezas, ensambladas por la misericordia de Dios, forman el puzzle más glorioso y más pintoresco que conocemos con el título de la Comunión de los Santos.

Cristo murió una vez, nuestros muertos murieron una vez y nosotros los recordamos muchas veces. Por la fe los asociamos a la victoria de Cristo, victoria colectiva de la que participaremos todos. (…)

Hemos proclamado en la lectura del Libro de Job, libro del eterno por qué, una de las afirmaciones más poderosas de toda la Biblia Hebrea: “Yo sé que mi ‘go’el’, mi Redentor vive”.

El goel es el familiar que rescata la propiedad que su hermano ha perdido, que venga la sangre derramada, que redime de la esclavitud, que cumple con la ley del levirsato. El goel es el Redentor.

Job, sin hijos, sin familia no tiene un goel que pueda redimirlo y hasta su mujer le grita: “Maldice a Dios y muere”.

Sus amigos en lugar de ofrecerle consuelo y compasión le echan en cara su pecado. Job hundido y abandonado por todos proclama su fe: “Yo sé que mi go’el, mi Redentor vive”.

Sólo Dios es el gran Redentor, el que nos redime de nuestra esclavitud y de nuestro pecado, paga nuestras deudas y vence a nuestro peor enemigo, la muerte.

Al final de nuestra vida, la muerte en su oscura soledad, nos aterra. No seremos juzgados, seremos salvados, rescatados, por nuestro Redentor que vive por siempre.

“Tu hermano resucitará” dijo Jesús a Marta. Nuestros seres queridos resucitarán porque el que cree no está condenado a morir sino a vivir.

Hoy, hacemos memoria de Jesucristo y hacemos memoria de nuestros difuntos. Hacemos un acto de fe en la presencia de Cristo Resucitado en medio de nosotros.

Hacemos un acto de esperanza en que Cristo rasgará el velo del duelo y del dolor.

Hacemos un acto de amor, nosotros los peregrinos con los que ya han consumado su peregrinación y han llegado al destino final, los brazos de nuestro Redentor.

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Santos y difuntos: solidaridad e intercesión misionera
Romeo Ballan mccj

¡Fiesta de familia, fiesta de fraternidad solidaria! La fiesta de Todos los Santos y el recuerdo de los Fieles Difuntos nos ayudan a sentirnos miembros de una familia grande, alargada hasta los confines del mundo. Son dos días (1 y 2 de noviembre) que nos invitan a nuestra celebración familiarNuestra, porque los santos y los difuntos forman parte de la única familia de Dios y de los hombres, nuestra familia. Es la familia de todos los santos: no solamente de los pocos reconocidos oficialmente como tales por la Iglesia, sino de todas las personas de buena voluntad, de todos los que han buscado a Dios con corazón sincero y respetando al prójimo. Es la familia de todos los difuntos, no solamente de nuestros parientes y amigos. Con todos ellos compartimos vicisitudes comunes, hechas de gozos, esperanzas, dolor, fragilidad, fatigas… Hasta la inevitable calle estrecha de la muerte, en un camino por el cual pasamos todos por igual: santos y pecadores, ricos y pobres, creyentes y no… Somos parte de una familia innumerable de mujeres y de hombres de toda lengua, color, raza, religión, cultura, condición social…

Es la fiesta de la familia alargada, con dimensiones universales, sin límites, en la que nadie es desconocido o extranjero para Dios y para quienes viven en Él. En la que Dios conoce cada rostro y llama a cada uno por su nombre. Una familia en donde hay una fraternidad circular de relaciones en beneficio de todoslos santos del cielo interceden ante Dios en nuestro favor, mientras estamos peregrinando en la tierra; nosotros, los peregrinos, damos gracias y alabanzas a Dios por su misericordia y por las cosas bellas que Él realiza en los santos; nosotros y los santos ofrecemos súplicas por los difuntos que aún esperan el momento de contemplar plenamente el rostro de Dios; también los difuntos, de una manera que no conocemos, viven una especial comunión con Dios que redunda en beneficio nuestro… Es, por tanto, una intercesión circular: de Cristo y de los santos por nosotros; de nosotros en favor de los difuntos; y de los difuntos – que ya son salvos – en favor de los parientes y de toda la familia humana.

La circunstancia es propicia para reflexionar y vivir los valores de la familia, la fraternidad, la universalidad, en una especial comunión con los antepasados: tanto los antepasados en el clan y en la cultura popular, como los antepasados en la fe cristiana, que son los santos. Es decir, aquellos que han realizado al más alto nivel, e incluso con heroísmo, los ideales y valores del Evangelio y de las culturas de los pueblos. Son ellos los gigantes espirituales, los modelos logrados de la humanidad renovada en Cristo, que es para todos el Hombre nuevo, el modelo perfecto, el inspirador de toda forma de santidad. ¡Se trata de un tema de particular resonancia para todos los que anuncian el Evangelio, también entre los pueblos no cristianos! El Papa Francisco nos dice que la santidad es “el rostro más bello de la Iglesia”; nos habla de la “santidad en la vida cotidiana”, que muchas veces es “la santidad de la puerta de al lado”.

Este tipo de reflexiones no quita nada al rigor y amargura de la muerte, esa “dura calle”, de dantesca memoria, que da miedo, y, sin embargo, es el paso obligado hacia la Vida plena. Un paso que es preciso afrontar sin evasiones, con realismo humano y cristiano. Nos ha dado un ejemplo de ello, entre otros, el Card. Carlos Maria Martini, jesuita, maestro en la doctrina, arzobispo de Milán (+ 2012): enfermo de Parkinson, “en el contexto de una muerte inminente”, sintiéndose “ya en la última sala de espera, o la penúltima”, confesaba haberse “varias veces quejado con el Señor” por la necesidad de tener que morir. Martini no escondía su tormento interior hasta llegar a aceptar esa dura calle, oscura y dolorosa: “Me he apaciguado con el pensamiento de tener que morir cuando he comprendido que sin la muerte no llegaríamos nunca a hacer un acto de plena confianza en Dios. En efecto, en cada decisión importante nosotros tenemos siempre algunas salidas de seguridad. En cambio, la muerte nos obliga a fiarnos totalmente de Dios”. Ante el misterio de la muerte, que nos exige “un acto de confianza total”, Martini concluía: “Deseamos estar con Jesús y este deseo lo expresamos con los ojos cerrados, a ciegas, abandonándonos completamente en sus manos”.

Ante la muerte, aparece aún más precioso el don de la fe cristiana, la única que es capaz de arrojar una luz nueva y definitiva sobre el sentido de la vida, de Dios, del dolor, de la historia… Una luz que marca la diferencia. Una luz que otras religiones no logran dar. Una vez más, emerge la novedad del mensaje cristiano. Y, por tanto, la urgencia de la Misión.


Halloween y el cristianismo
Comprar, pensar y vivir de una manera en la que ni siquiera hemos reflexionado

Por: Ernesto María Caro, Sac
Fuente: http://www.evangelizacion.org.mx
https://es.catholic.net

Es impresionante el poder de la publicidad en nuestro medio que nos lleva a comprar, a pensar y a vivir de una manera en la que ni siquiera hemos reflexionado. Cuando nos damos cuenta estamos atrapados por el consumismo, el cual no respeta edad, nacionalidad o creencia religiosa. Se vale de cualquier elemento para atraer nuestra atención con el fin de vender. El problema es que muchas veces, los que salimos más perjudicados con esto somos los cristianos.

Entre los ejemplos que podríamos mencionar están la Navidad y la fiesta de Todos los Santos. En la primera nos damos cuenta, con bastante tristeza, que el día de Navidad, estamos llenos de regalos, sin un centavo en la bolsa y lo peor, es que nuestra actividad “compradora” ha dejado de lado la preparación espiritual para la fiesta del “nacimiento de Cristo”. Se ha cambiado su figura por un Santa Claus y la cena de Navidad consiste en el intercambio de regalos y una exquisita cena (si ésta es posible dado que ya se gastó uno todo el aguinaldo y las tarjetas de crédito están hasta el tope). De manera que nuestra fiesta cristiana, poco a poco se ha ido transformando en una fiesta comercial, en la que muchas veces el único ausente es precisamente el festejado: Cristo.

Caso semejante sucede con la celebración de “Todos los Santos” en donde vemos que al aproximarse el 31 de Octubre las tiendas se ven llenas de: mascaras, trajes de monstruos, atuendos de brujas, calabazas con expresiones terroríficas, etc., en fin, de artículos que poco tendrían que ver con nuestra fe y con la fiesta que se celebrará.

Dado que nos acercamos a esta fecha, quisiera compartir contigo algunos elementos de reflexión que nos lleven a valorar nuestra fe y a no dejarnos influenciar por el mercantilismo que puede incluso cambiar o destruir nuestra fe y nuestras costumbres.

Un poco de historia

Podemos considerar que celebración del Halloween tiene dos orígenes que en el transcurso de la historia se fueron mezclaron.

a. Origen Pagano

Por un lado encontramos que el origen pagano podríamos atribuirlo a la celebración Celta, llamada “Samhain” y que tenía como objetivo dar culto a los muertos. La invasión de los Romanos (46 A.C) a las Islas Británicas dio como resultado la mezcla de la cultura Celta, la cual con el tiempo terminó por desaparecer. Su religión llamada Druidismo, con la evangelización terminó por desaparecer en la mayoría de las comunidades Celtas a finales del siglo II.

Sobre la religión de los Druidas, no sabemos mucho pues no escribieron sobre ella, todo se pasaba de generación en generación. Sabemos, que las festividades del Samhain se celebraban muy posiblemente entre el 5 y el 7 de Noviembre (a la mitad del equinoccio de verano y el solsticio de invierno) con una serie de festividades que duraban una semana, finalizando con la fiesta de “los muertos” y con ello se iniciaba el año nuevo Celta. Esta fiesta de los muertos era una de sus festividades principales pues celebraban lo que para nosotros sería el “cielo y la tierra” (conceptos que llegaron sólo con el cristianismo). Para ellos el lugar de los muertos era un lugar de felicidad perfecta en la que no había hambre ni dolor. Los celtas celebraban esta fiesta con ritos en los que, los sacerdotes druidas, sirviendo como “médium”, se comunicaban con sus antepasados esperando ser guiados en esta vida hacia la inmortal. Se dice que los “espíritus” de los muertos venían en esa fecha a visitar sus antiguos hogares.

b. Origen Cristiano

Desde el siglo IV la Iglesia de Siria consagraba un día a festejar a “Todos los Mártires”. Tres siglos más tarde el Papa Bonifacio IV (+615) transformó un templo romano dedicado a todos los dioses (panteón) en un templo cristiano dedicándolo a “Todos los Santos”, a todos aquellos que nos habían precedido en la fe. La fiesta en honor de Todos los Santos, inicialmente se celebraba el 13 de Mayo, pero fue el Papa Gregorio III (+741) quien la cambió de fecha al 1º de Noviembre, que era el día de la “Dedicación” de la Capilla de Todos los Santos en la Basílica de San Pedro en Roma. Más tarde, en el año 840, el Papa Gregorio IV ordenó que la Fiesta de “Todos los Santos” se celebrara universalmente. Como fiesta mayor, ésta también tuvo su celebración vespertina en la “vigilia” para preparar la fiesta (31 de Octubre). Esta vigilia vespertina del día anterior a la fiesta de Todos los Santos, dentro de la cultura anglosajona se tradujo al inglés como: “All Hallow´s Even” (Vigilia de Todos los Santos). Con el paso del tiempo su pronunciación fue cambiando primero a “All Hallowed Eve”, posteriormente cambio a “All Hallow Een” para terminar en la palabra que hoy conocemos “Halloween”.

Por otro lado ya desde el año 998, San Odilo, abad del monasterio de Cluny, en el sur de Francia, había añadido la celebración del 2 de Noviembre, como una fiesta para orar por las almas de los fieles que habían fallecido, por lo que fue llamada fiesta de los “Fieles Difuntos” la cual se difundió en Francia y luego en toda Europa.

Halloween en nuestros días

Si analizamos la actual celebración del Halloween veremos que poco tiene que ver con sus orígenes. De ellos sólo ha quedado el hecho de la celebración de los muertos pero dándole un carácter TOTALMENTE distinto al que tuvo en sus orígenes y agregándole poco a poco una serie de elementos que han distorsionado totalmente la fiesta, sea “de los muertos (difuntos)” como de “todos los santos”.

Entre los elementos que se le han agregado, tenemos por ejemplo, la tradición de “disfrazarse”, misma que muy posiblemente nació en Francia entre los siglos XIV y XV para la celebración de la Fiesta de “Todos los Santos”. Durante esta época Europa fue flagelada por la plaga bubónica o “peste bubónica” (también conocida como “la muerte negra”) en la cual murió alrededor de la mitad de la población. Esto creó en los católicos un gran temor a la muerte y una gran preocupación por esta. Se multiplicaron las “misas” en la fiesta de los “Fieles Difuntos” (2 de Noviembre) y nacieron muchas representaciones artísticas que le recordaban a la gente su propia mortalidad.

Estas representaciones eran conocidas como la “Danza de la Muerte”. Dado el espíritu “burlesco” de los franceses, en la víspera de la fiesta de los “Fieles Difuntos”, se adornaban las paredes de los cementerios con imágenes en las cuales se veía al diablo guiando una cadena de gente: Papas, reyes, damas, caballeros, monjes, campesinos, leprosos, etc. (la muerte no respeta a nadie), y los conducía hacia la tumba. Estas representaciones eran hechas también basándose en cuadros plásticos, con gente disfrazada de personalidades famosas y en las distintas etapas de la vida, incluida la muerte a la que todos debían de llegar.

Al parecer la tradición “dulce o travesura” (Trick or Treat), tiene su origen en la persecución que hicieron los protestantes en Inglaterra (1500-1700) contra los católicos. En este período en Inglaterra los católicos no tenían derechos legales: no podían ejercer ningún puesto público y los perseguían con multas, impuestos elevados y hasta cárcel. El celebrar misa era una ofensa capital y cientos de sacerdotes fueron martirizados.

Un incidente, producto de esta persecución y de la defensa del catolicismo fue el intento de hacer volar al rey protestante Jaime I y su Parlamento con “pólvora de cañón”, marcando así el inicio de un levantamiento católico contra sus opresores. Sin embargo el “Plan pólvora de cañón” (“Gunpowder Plot”) fue descubierto en Noviembre 5, 1605, cuando el que cuidaba la pólvora, un convertido descuidado, llamado Guy Fawkes, fue capturado y ahorcado. Esto generó una fiesta que muy pronto se convirtió en una gran celebración en Inglaterra (incluso hasta nuestros días). Muchas bandas de protestantes, ocultos con máscaras, celebraban esta fecha visitando a los católicos de la localidad y exigiéndoles cerveza y pasteles para su celebración, diciéndoles: “Trick or Treat”. Más tarde el “Día de Guy Fawkes” llegó a las colonias con los primeros colonos que llegaron a América trasladándose al 31 de octubre para unirla con la fiesta del Halloween.

Podemos entonces darnos cuenta que la actual fiesta del “Halloween” es producto de la mezcla de muchas tradiciones que los inmigrantes trajeron a los Estados Unidos desde los inicios del 1800, tradiciones que ya han quedado olvidadas en Europa pues sólo tienen sentido en la integración que la cultura americana le ha dado en esta celebración.

Nuevos elementos de Halloween

Muy posiblemente, producto de su identificación con la fiesta de los Druidas, en la cual se “invocaba” a los muertos y los mismos sacerdotes servían de médium, esta celebración del 31 de Octubre, se ha ido identificando con diversos grupos “neo paganos” y peor aun, con celebraciones satánicas y ocultistas.

El festival a “Samhain” llamado hoy en día el “festival de la muerte” es reconocido por todos los satanistas, ocultistas y adoradores del diablo como víspera del año nuevo para la brujería. Anton LaVey, autor de la “La Biblia Satánica” y sumo sacerdote de la Iglesia de Satanás, dice que hay tres días importantes para los satanistas: (1) Su cumpleaños; (2) El 30 de Abril y (3) el más importante, Halloween. LaVey dice que es en esta noche que los poderes satánicos, ocultos y de brujería están en su nivel de potencia más alto. Y que cualquier brujo u oculista que ha tenido dificultad con un hechizo o maldición normalmente puede tener éxito el 31 de Octubre, porque Satanás y sus poderes están en su punto más fuerte esta noche.

Por otro lado el 31 de Octubre, de acuerdo a la enciclopedia “World Book”, Halloween es la víspera del año nuevo para la brujería y dice que es el principio de todo lo que es “frío, oscuro y muerto”.

Hollywood ha contribuido también a la distorsión de esta fiesta creando una serie de películas como “Halloween” en las cuales la violencia gráfica, los asesinatos, etc., crean en el espectador en estado de angustia y ansiedad. No podemos decir que estas películas son solo para adultos, pues es una realidad que dada nuestra cultura y el relajamiento en la censura pueden ser vistas, muchas de estas, incluso en la televisión comercial creando en los niños miedo y sobre todo una idea errónea de la realidad.

Esta fiesta se ha ligado de tal manera al ocultismo que es un hecho comprobado que la noche del 31 de Octubre en muchos países se realizan misas negras, cultos espiritistas, y otras reuniones relacionadas con el mal y el ocultismo.

Podemos darnos cuenta, entonces que queriendo o no, estos elementos se han mezclado también en la celebración actual del Halloween y como producto de su influencia, se han agregado a los disfraces, las tarjetas y todos los elementos comerciales: las brujas, los gatos negros, los vampiros, los fantasmas y toda clase de monstruos terroríficos, muchos de ellos con expresiones verdaderamente satánicas.

Para nuestra reflexión

Ante todos estos elementos que componen hoy la fiesta del “Halloween” nos preguntamos:

¿Es que, en aras de la diversión podemos aceptar que los niños al visitar las casas de los vecinos, les EXIJAN dulces a cambio de no hacerles un daño (rayar las paredes, romper huevos en las puertas, etc.)?

¿Qué experiencia (moral o religiosa) queda en el niño que para “divertirse” ha usado disfraces de diablos, brujas, muertos, monstruos, vampiros y demás personajes relacionados principalmente con el mal y el ocultismo, sobre todo cuando la televisión y el cine identifican estos disfraces con personajes contrarios a la sana moral y ni que decir de la fe y los valores del evangelio (paz , justicia, amor, lealtad, bondad, etc.)?

¿Cómo podríamos justificar como padres de una familia cristiana que nuestros hijos, en el día de Halloween, hagan daño a las propiedades ajenas? ¿No seríamos totalmente incongruentes con la educación que hemos venido proponiendo en la cual se debe respetar a los demás y que las travesuras o maldades no son buenas? ¿No sería esto aceptar que una vez al año se puede hacer lo prohibido?

Con los disfraces y la identificación que tienen estos con Hollywood, ¿no estamos promoviendo en la conciencia de los pequeños que el mal y el demonio son sólo fantasías, parte de un mundo irreal que nada tiene que ver con nuestras vidas y que por lo tanto no nos afectan?

¿Que experiencia religiosa o moral, queda después de la fiesta del Halloween? ¿No es esta otra forma de relativismo religioso con la cual vamos permitiendo que nuestra fe y nuestra vida cristiana se vean debilitadas?

Si aceptamos todas estas ideas, y las relativizamos, en “aras de la diversión de los niños”, ¿cómo podremos corregir y hacerle ver a nuestros hijos el mal que se esconde detrás del “juego” de la “Ouija” que pone en grave peligro su vida espiritual? ¿O que diremos al joven que durante toda su infancia “jugó” al Halloween, cuando este visita a los brujos, hechiceros, médiums, y los que leen las cartas, todos ellos contrarios a la fe y a la vida cristiana?

Es que nosotros como cristianos, mensajeros de la paz, del amor, de la justicia, portadores de la luz para el mundo, ¿podemos identificarnos con esta fiesta en donde todos sus elementos, hoy por hoy, hablan de temor, injusticia, miedo, y oscuridad?

Si somos sinceros con nosotros mismos y buscamos ser fieles a nuestra fe y a los valores del Evangelio, tendríamos que concluir que la ACTUAL fiesta del “Halloween” no sólo no tiene nada que ver con la celebración que le dio origen, sino que incluso es nociva y contraria a la fe y la vida cristiana.

Ante esta realidad que inunda nuestro medio y que es promovida sin medida por el consumismo en el que estamos envueltos nos preguntamos: ¿Qué podemos hacer? ¿Taparnos los ojos para no ver la realidad? ¿Buscar buenas excusas para justificar su presencia y no darle mayor importancia, que al cabo que es un juego mientras que ésta se sigue esparciendo por el mundo como un reguero de pólvora? ¿Prohibirles a nuestros hijos que no participen en ella mientras que muchos de sus vecinitos y amigos ese día estarán en la calle y ellos no? ¿Serían capaces los niños de entender todos los peligros que corren y el por qué de nuestra negativa a la vivencia de la fiesta?

Creo que la respuesta no es sencilla, sin embargo Jesús nos dijo: “Sean mansos como la paloma y astutos como la serpiente”. Por ello quisiera proponerte una experiencia que realizamos en mi parroquia y que nos dio muy buen resultado para devolverle el sentido original a la fiesta del “All Hallow´s eve”.

Lo primero que hicimos es organizar una catequesis con los niños en los días anteriores a la fiesta, haciéndoles ver la importancia de celebrar a nuestros santos, como vencedores de la fe, como verdaderos “héroes” del cristianismo. Cómo para ellos no fue fácil el ser buenos cristianos, pero que con la gracias de Dios es posible. Por ello nosotros los celebramos el día 1º de Noviembre.

Les hicimos ver lo negativo que hay en la fiesta del Halloween de la manera en que se festeja actualmente. Les dijimos que así no era al principio. Que muchos elementos contrarios a nuestra fe y a nuestros valores cristianos se habían mezclado en ella. Les hicimos ver que Dios quiere que seamos buenos y que no nos identifiquemos ni con las brujas ni con los monstruos, pues nosotros somos sus hijos. Les leímos a los niños algunos de los pasajes en los cuales Jesús expulsa a los demonios para hacerles ver que esto es malo y contrario a nuestra fe.

Para la fiesta del Halloween invitamos a que todos se disfrazaran de algún personaje bíblico o de alguna persona que ellos supieran que había sido buena y que por lo tanto seguramente estaría ya en el cielo (por supuesto que no faltaron trajes de Superman, Batman, etc.). Cada uno de los participantes debía dar una explicación de por que había venido vestido de esta manera.
A cada uno de los niños les dimos una bolsita de dulces los cuales deberían repartir en las casas que se iban a visitar. Les hicimos ver que Jesús nos enseñó a dar, pues el mismo se dio hasta la misma muerte, que nosotros y todos los santos, los hombres buenos tienen más alegría en dar que en recibir. Al llegar a la casa que se habría de visitar, se saludaba a la gente diciéndoles: “Dios te ama” y se les daba un caramelo.

Al final, hubo una gran fiesta con los papás, y con toda la gente que participó en el Halloween. Se dieron premios a los mejores disfraces y a las mejores explicaciones de “por qué” se habían disfrazado de esta manera. La fiesta fue un éxito y todos salimos con una experiencia muy positiva y sobre todo muy cristiana.

De esta manera, reintegramos el valor verdadero de la fiesta, celebrando la “Vigilia de Todos los Santos” o “Halloween”.

¿No podrías tú hacer los mismo y juntar a los vecinitos, primos y amiguitos de tus hijos y organizar un verdadero “Halloween” en tu barrio? Alguien tiene que empezar a cambiar nuestra cultura y reintegrarle el carácter cristiano que ha ido perdiendo. En estos tiempos de crisis, Jesús nos exige comprometernos con él y con su evangelio. Cada uno tiene que tomar su puesto en la reevangelización de nuestra cultura. No nos podemos quedar cruzados de brazos viendo cómo nuestra familia se hunde poco a poco y de manera casi imperceptible en el relativismo, en el materialismo y el paganismo práctico. No permitamos que la comercialización y las fuerzas contrarias a nuestra fe nos lleven a vivir cosas que, lejos de ayudarnos, ponen en riesgo nuestra felicidad y la de nuestra familia. Recobremos nuestros valores para ser cristianos auténticos, aunque para ello tengamos que ir en contra del mundo y sus ideas. Recordemos que el mismo Jesús oró a su Padre para que lo pudiéramos hacer:

“Padre, yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado; porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del Maligno. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en la verdad; tu palabra es verdad”. Jn 17,14-17.

Como María, todo por Jesús y para Jesús.
Ernesto María, Sac.

El P. Ernesto María Caro Osorio fue ordenado sacerdote en el Seminario de Monterrey el 15 de agosto 1991. Licenciado en Espiritualidad por la Universidad Gregoriana de Roma y Doctorado en Mariología por la Universidad Marianum de Roma, es director de la página Evangelización Activa, que busca llevar la palabra de Dios a todos los rincones del mundo mediante el uso de los medios electrónicos, especialmente el correo electrónico.


Las ocho puertas del Paraíso
P. Manuel João Pereira Correia, mccj

Año C – Solemnidad de Todos los Santos
Mateo 5,1-12: «Jesús subió al monte, se sentó, y se acercaron a él sus discípulos.»

El 1 de noviembre la Iglesia celebra la Solemnidad de Todos los Santos, una festividad de orígenes muy antiguos. Ya a finales del siglo II se constata una verdadera veneración a los santos. La solemnidad nació en Oriente en el siglo IV y se difundió progresivamente a otras regiones, aunque con fechas diferentes: en Roma se celebraba el 13 de mayo, mientras que en Inglaterra e Irlanda, a partir del siglo VIII, el 1 de noviembre. Esta última fecha se impondrá después también en Roma a partir del siglo IX.

¿Quiénes son los santos que celebramos hoy? No son (solo) los reconocidos oficialmente por la Iglesia, los que hacen milagros, sino la multitud que vio san Juan en el Apocalipsis: «una muchedumbre inmensa, que nadie podía contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua» (Ap 7). Muchos vivieron a nuestro lado y cuidaron de nosotros; otros los encontramos en el camino de la vida. Y tantos, incluso desconocidos, fueron como ángeles para nosotros.

Las Bienaventuranzas: ocho palabras, ocho caminos y ocho puertas

La liturgia nos propone el Evangelio de las Bienaventuranzas en la versión de Mateo (Mt 5,1-12). Constituyen el prólogo del primer discurso de Jesús en Mateo y el resumen de todo el Evangelio. Es un texto muy conocido, pero precisamente por eso corremos el riesgo de leerlo con prisa y pasar por alto su riqueza, profundidad y complejidad. Gandhi decía que eran «las palabras más sublimes del pensamiento humano», la quintaesencia del cristianismo.

Conviene recordar que el evangelista Mateo ama las montañas. En su Evangelio, la palabra “monte” aparece catorce veces. Siete montes, en particular, marcan la vida pública de Jesús, desde las tentaciones (cf. Mt 4,8) hasta el mandato apostólico en el monte de la Misión (cf. Mt 28,16). Estas montañas tienen un valor simbólico y teológico: el monte representa la cercanía a Dios. De hecho, Lucas sitúa este discurso de Jesús en una llanura. La vida cristiana se desarrolla en un doble movimiento: la subida al monte y la bajada a la llanura.

«Al ver a las multitudes, Jesús subió al monte; se sentó, y se le acercaron sus discípulos.» Esta “subida al monte” y el “sentarse” (gesto solemne, como el del maestro que enseña desde la cátedra) es una clara referencia a Moisés en el monte Sinaí. Este monte es, por tanto, el nuevo Sinaí, desde donde el nuevo Moisés promulga la nueva Ley. Si la Ley de Moisés, con sus prohibiciones, fijaba los límites para permanecer en la Alianza de Dios, la nueva “Ley” nos abre horizontes inéditos. Es un nuevo proyecto de vida.

El discurso de Jesús comienza con las ocho Bienaventuranzas (la novena, dirigida a los discípulos, es un desarrollo de la octava). A las diez “palabras” del Decálogo corresponden ahora las ocho “palabras” de las Bienaventuranzas. ¡Son los nuevos caminos del Reino y las ocho puertas del Paraíso!

Lo que las Bienaventuranzas NO SON

  1. Las Bienaventuranzas NO son un elogio de la pobreza, del sufrimiento, de la resignación o de la pasividad… Todo lo contrario: ¡son un discurso revolucionario! Por eso provocan la oposición violenta de quienes se sienten amenazados en su poder, riqueza o posición social.
  2. Las Bienaventuranzas NO son el opio de los pobres, los que sufren, los oprimidos o los débiles… para adormecer la conciencia de la injusticia de la que son víctimas, llevándolos a la resignación. Aunque en el pasado hayan sido interpretadas así. Al contrario, ¡son una adrenalina que impulsa al cristiano a comprometerse en la lucha por eliminar las causas y raíces de la injusticia!
  3. Las Bienaventuranzas NO son una postergación de la felicidad —que está en el corazón de toda persona— para la vida futura, en el más allá. Son fuente de felicidad ya en esta vida. De hecho, la primera y la octava, que enmarcan las otras seis, usan el verbo en presente: «porque de ellos es el Reino de los cielos». Las otras seis emplean el futuro, pero se trata de una promesa que hace la felicidad ya presente hoy, aunque esté en camino hacia su plenitud. Promesa que garantiza que el mal y la injusticia no tienen la última palabra. ¡El mundo no es ni será de los ricos y poderosos!
  4. Las Bienaventuranzas NO son (solo) personales. Es la comunidad cristiana, la Iglesia, la que debe ser pobre, misericordiosa, llorar con los que lloran, tener hambre y sed de justicia… para dar testimonio del Evangelio.

Lo que las Bienaventuranzas SON

  1. Las Bienaventuranzas SON un grito, una proclamación de felicidad, un Evangelio dirigido a todos. “Bienaventurado” (makários en griego) puede traducirse como: feliz, ¡felicitaciones!, ¡enhorabuena!, ¡dichoso tú!… Las Bienaventuranzas son válidas en todas las circunstancias y niveles. Pero debemos darnos cuenta de que este mensaje que profesamos y anunciamos está en total contradicción con la mentalidad dominante del mundo en que vivimos. Por eso, no debe sorprendernos si muchos se apartan de él.
  2. Las Bienaventuranzas SON… una sola. Las ocho son variaciones de una misma realidad, y cada una ilumina a las demás. Los comentaristas suelen considerar la primera como la fundamental: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos». Todas las demás son, en cierto modo, distintas formas de pobreza. Cada vez que en la Biblia se renueva la Alianza, se comienza restableciendo los derechos de los pobres y de los excluidos. ¡Sin eso, la Alianza no se renueva! Podríamos preguntarnos por qué no hay una Bienaventuranza sobre el amor. En realidad, ¡todas son expresiones concretas del amor!
  3. Las Bienaventuranzas SON el espejo, el autorretrato de Cristo. Para comprenderlas y captar sus matices, hay que mirar a Jesús y ver cómo cada una de ellas se realizó en su persona.
  4. Las Bienaventuranzas SON la llave de entrada al Reino de Dios, para todos: cristianos y no cristianos, creyentes y no creyentes. En este sentido, las Bienaventuranzas no son “cristianas” en sentido exclusivo. Definen quién puede realmente entrar en el Reino. ¡Todos están llamados a las Bienaventuranzas! Es también lo que nos dice Mateo 25 sobre el juicio final.

Conclusión

Las Bienaventuranzas no son la expresión de un sueño de un mundo idealizado, utópico e inalcanzable. Para el cristiano, son el criterio de vida: o las acogemos, o no entraremos en el Reino.
Las Bienaventuranzas corresponden a ocho categorías de personas y a otras tantas puertas de entrada al Reino. ¡No hay otras entradas! Para entrar en el Paraíso, hay que identificarse al menos con una de estas ocho actitudes y encarnar un aspecto de la vida de Cristo.
¿Cuál es mi Bienaventuranza, aquella hacia la que me siento particularmente atraído? ¿La que siento que es mi vocación, por naturaleza y por gracia?