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Domingo de Ramos

Entramos en la Semana grande del amor hasta las últimas consecuencias (“Los amó hasta el extremo”, Jn 13,1). El comienzo de la Semana Santa está marcado este año por la narración de la pasión y muerte de Cristo, escrita por S. Lucas (Evangelio). Esa Pasión no es tan solo historia del pasado: los mismos acontecimientos se repiten hoy.
Bendito el que viene en el nombre de Dios
P. Enrique Sánchez G., mccj

Iniciamos la Semana Santa leyendo el evangelio de San Lucas 19, 28-40

“En aquel tiempo, Jesús, acompañado de sus discípulos, iba camino de Jerusalén, y al acercarse a Betfagé y a Betania, junto al monte llamado de los Olivos, envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: “Vayan al caserío que está en frente a ustedes. Al entrar, encontrarán atado un burrito que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganlo aquí. Si alguien les pregunta por qué lo desatan, díganle: “El Señor lo necesita”.
Fueron y encontraron todo como el Señor les había dicho. Mientras desataban el burro, los dueños les preguntaron: “¿Por qué lo desamarran?”. Ellos contestaron: “El Señor lo necesita”. Se llevaron, pues el burro, le echaron encima los mantos e hicieron que Jesús montara en él.
Conforme iba avanzando, la gente tapizaba el camino con sus mantos, y cuando ya estaba cerca la bajada del monte de los Olivos, la multitud de discípulos, entusiasmados, se pusieron a alabar a Dios a gritos por todos los prodigios que habían visto, diciendo: “¡Bendito el rey que viene en el nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!”.
Algunos fariseos que iban entre la gente le dijeron: “Maestro, reprende a tus discípulos”. Él les replicó: “Les aseguro que si ellos se callan, gritan las piedras”.

La Semana Santa se inicia con una multitud de personas que acompaña a Jesús en medio de fiesta y de alegría, reconociéndolo como el Mesías, el que viene en nombre de Dios. Se trata de un festejo que nos llevará a la alegría de Cristo resucitado, pero no sin antes pasar por el misterio de su pasión y de su muerte que nos invita a liberarnos de todo aquello que nos puede tener atados en experiencias de esclavitud y de pecado.

El evangelio nos dice que toda aquella gente había visto sus obras y prodigios y no quedaba duda de que realmente Dios se había compadecido de su pueblo. Dios había cumplido sus promesas.

Solamente, quienes deseaban permanecer en su ceguera y en lo oscuro de sus costumbres y de sus tradiciones, se negaban a reconocer a Jesús como el Salvador y serán ellos quienes maquinarán el mal para deshacerse de él.

Jesús entra a Jerusalén como triunfador, aclamado y venerado por la gente sencilla y humilde de su pueblo, por los pobres que se sienten contentos de haber puesto su confianza en él y que no los había defraudado.

Jesús entra como rey, pero desde el inicio deja en claro que su reinado no es de este mundo. No es el reinado del poder, de la fuerza, del dinero; no es el líder que llega para dominar y explotar.

Entra montado en un asno, en algo que representa la sencillez, la entrega y el servicio. El que quiera ser servido, que se haga servidor de los demás.

La entrada triunfante de Jesús a Jerusalén significa el inicio de los tiempos nuevos; es el momento en que ya nadie tendrá pretextos para no abrir su corazón a la llegada del Reino de Dios que Jesús inaugura con la entrega de su persona, con la entrega de toda su vida; como expresión del amor que Dios tiene por sus hijos.

Pero el triunfo verdadero no será contenido en aquellos gestos de alegría, de euforia, de entusiasmo de la multitud que ya nadie puede detener. No son los ramos y las flores, ni los tapetes y mantos que extienden a su paso, reconociéndole su dignidad, su divinidad, su sabiduría y su poder; nada de eso es lo que confirma el triunfo de Jesús.

La grandiosidad de Jesús aparecerá en todo su esplendor cuando subirá a la cruz, cuando pasará por la oscuridad de la tumba y de la muerte para surgir victorioso en su manifestación resplandeciente en domingo de resurrección.

Jesús entra en silencio, como recordando lo que, no hacía mucho, había hecho con sus discípulos, lavándoles los píes en un gesto de servicio y de entrega incondicional. Su reinado sólo lo entenderán quienes sean capaces de seguirlo, paso a paso, por las estrechas calles de Jerusalen para entregarlo para que fuera juzgado injustamente.

Esas calles que se irían haciendo, a cada metro recorrido, más angostas por el peso de la injusticia, del rechazo, del odio y de la violencia que fueron descargando sobre Jesús todos aquellos que vivían en la confusión, en la cerrazón de sus mentes y de sus corazones.

A medida que Jesús fue recorriendo las calles de Jerusalén, muy probablemente, fueron disminuyendo las flores y los cantos de alegría y el escenario se fue convirtiendo en algo doloroso y triste de contemplar.

Jesús, juzgado injustamente, azotado y coronado de espinas, despojado de sus vestidos, cargado de una cruz y condenado a morir como uno de los peores criminales.

La alegría y la fiesta de sus discípulos y de la multitud que lo había acompañado hasta las puertas de Jerusalén se iba convirtiendo en algo insoportable de contemplar. Y quienes perseveraban, siguiéndolo a distancia, iban cambiando los gritos de júbilo por un silencio contemplativo que les hacía sentir con el corazón lo que no podían expresar con palabras.

Quienes fueron capaces de acompañarlo hasta el final, se dieron cuenta de que aquel era el momento para comprender cada una de las palabras y de las acciones que Jesús había ido sembrando en sus corazones.

Ahí empezaron a entender que el Reino de Jesús tenía qué ver con entrega y donación de sí mismo. Que era un rey que se había ganado su autoridad y su poder amando sin límites, entregando su vida por los demás.

Su poder y su fuerza no estaban apoyados en armas y en ejércitos, no necesitaba de lujos y riquezas; su grandeza estaba en ser instrumento de vida, de paz y de fraternidad.

En su entrada triunfal a Jerusalén, Jesús, el Mesías, no abrió la boca, aceptó sin protestar todas las humillaciones que pudieron imaginar quienes lo condenaron. Se dejó llevar, como dice el profeta Isaías, como cordero al matadero.

En la cruz que pusieron sobre su espalda iba cargando toda la miseria y el pecado de una humanidad que ha sido rebelde, arrogante y pretensiosa. Una humanidad que ha querido manipular a Dios a su antojo y conveniencia y que ha puesto como ideales de felicidad lo efímero y pasajero.

Y la entrada triunfal, de pronto, se convirtió en camino empinado hacia el Calvario, el lugar de la muerte, aquella muerte que se convertiría más tarde en posibilidad de vida para todos los que pusieran su confianza en Jesús.

Y, así, el verdadero triunfo que se reconocerá en la dramática historia de la entrada de Jesús a Jerusalén será el triunfo sobre la muerte y sobre todo aquello que tenía al ser humano esclavizado y condenado en una vida sin amor.

La Jerusalén que abría sus puertas en aquel “domingo de ramos”, reconociendo a Jesús como el que venía en el nombre del Señor; ahora lo conduciría hasta la altura de la Cruz para que ahí se abrieran otras puertas, las puertas del cielo, que acogerían con gratitud las últimas palabras de Jesús: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.

Esta era la entrega total de aquel que se ganó el mundo, a toda la humanidad con la donación sin condiciones de su vida, como la expresión más pura del amor.

Él es Jesús a quien todos estamos invitados a reconocer como nuestro Señor, Salvador y Mesías.

Es el Rey que quiere entrar triunfante en la historia de cada uno de nosotros y que nos invita a seguirlo en estos días contemplando cada instante de su caminar hacia la pasión, la muerte y la resurrección.

Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 22, 14 – 23, 56. (Les invito a leer en sus Biblias o misales todo el relato de la Pasión)

“Cuánto he deseado celebrar esta Pascua con ustedes, antes de padecer, porque yo les aseguro que ya no volveré a celebrar, hasta que tenga cabal cumplimiento el Reino de Dios…

…Era casi medio día, cuando las tinieblas invadieron toda la región y se oscureció el sol hasta las tres de la tarde. El velo del templo se rasgó a la mitad. Jesús, clamando con voz potente dijo: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Y dicho esto, expiró”.

La Pasión de nuestro Señor Jesucristo comienza con el deseo de celebrar la Pascua, el paso de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz, de la cruz a la resurrección, de la esclavitud a la libertad que sólo él nos puede dar.

Al escuchar este relato, también nosotros, estamos invitados a hacer nuestro ese camino que llevó a Jesús de la entrada jubilosa a Jerusalén hasta el sepulcro vacío que encontrarán la mujeres al ir a buscarlo entre los muertos.

Ojalá dejemos entrar en nuestro corazón cada palabra de este relato y no tengamos miedo de convertirnos en testigos de lo que ahí va sucediendo.

Recordemos con sencillez que el drama que se nos narra no es novela para entretenernos, sino la historia de nuestra salvación.

Jesús que entrega su vida lo está haciendo por mí y por ti; porque tanto nos ha amado nuestro Padre Dios que nos ha entregado lo que más amaba.

Las burlas, la corona de espinas, los azotes y empujones, la cruz y la espada que atravesó su corazón, todo eso, Jesús lo ha soportado por mí y por ti, porque él vivió con el único de deseo de cumplir con la voluntad de su Padre. Y la voluntad de su Padre siempre ha sido que tengamos vida y la tengamos en abundancia.

Veamos también en las palabras de la Pasión la descripción de otra pasión que se vive a diario en la triste realidad de nuestros días.

La pasión de tantos hermanos nuestros que viven hoy la injusticia, el dolor de la violencia, la angustia de la desaparición de sus seres queridos, el miedo que se esconde en el temor de ser una víctima más que aumenta las estadísticas del horror cada día.

Démonos cuenta que a Cristo le están poniendo una corona en la cabeza de tantos hermanos nuestros a quienes se les niega el derecho a vivir dignamente. Es la corona de espinas que cala en la cabeza de tantos pobres que viven con la angustia de no saber qué será el mañana.

A Jesús, también hoy, lo están azotando en los cuerpos de tantos jóvenes que viven esclavos de sus adicciones, en los jóvenes que han perdido la ilusión de un futuro seguro y en paz, en los jóvenes a quienes les han robado la felicidad auténtica a cambio de ideologías en donde Dios está ausente y es sistemáticamente ignorado.

Hoy a Jesús se le sigue condenando a la muerte, sin darle la posibilidad de un juicio justo, en la persona de tantos hermanos nuestros que son víctimas de la corrupción, de los engaños, de los sobornos y de la impunidad, del aparente triunfo de quienes se han asociado para ser creadores del mal.

Jesús, en estos días que llamaremos santos, sigue cargando sobre sus hombros la pesada cruz de nuestra frialdad y de nuestro egoísmo, de nuestra indiferencia ante el sufrimiento de los demás.

Carga la cruz de la superficialidad de nuestras vidas que se pierden atrapadas en las trampas del consumismo, que se embriagan en placeres que esclavizan, que destruyen relaciones santas, apostándole a la infidelidad y a la traición.

Pero la buena noticia es que este relato de la Pasión del Señor no termina en la tragedia de la crucifixión y de la muerte.

Al final escucharemos el grito de triunfo que nos recuerda que la última palabra la tiene siempre Dios y que la muerte ha sido vencida con la entrega de la vida del Señor que sigue estando entre nosotros, sólo y únicamente por amor.

Jesús ha vencido a la muerte y ha resucitado para que vivamos en él y de él, para que nada ni nadie nos robe la esperanza, para que nadie nos engañe con promesas falsas, para que gocemos, en los pequeños detalles de cada día, la belleza de sabernos hijos de Dios, como diría san Pablo, en el Hijo que se ha entregado por nosotros.

Qué esta semana santa sea para cada uno de nosotros un tiempo que nos lleve al silencio, a la contemplación del misterio de nuestra redención y a la gratitud por tener a Jesús en nuestras vidas como hermano y Señor.


El asno, la cena y el servicio
Comentario a Lc 19, 28-44 y a Lc 22, 14-23,56b5
P. Antonio Villarino, mccj

La liturgia nos ofrece hoy dos lecturas del evangelio de Lucas: la primera, antes de la procesión de ramos, sobre la bien conocida historia de Jesús que entra en Jerusalén montado sobre un pollino (Lc 19, 28-44); la segunda, durante la Misa, es la lectura de la “Pasión” (las últimas horas de Jesús en Jerusalén), esta vez narrada por Lucas en los capítulos 22 y 23.

Con ello entramos en la Gran Semana del año cristiano, en la que celebramos, re-vivimos y actualizamos la extraordinaria experiencia de nuestro Maestro, Amigo, Hermano y Redentor Jesús, que, con gran lucidez y valentía, pero también con dolor y angustia, entra en Jerusalén, para ser testigo del amor del Padre con su propia vida.

Toda la semana debe ser un tiempo de especial intensidad, en el que dedicamos más tiempo que de ordinario a la lectura bíblica, la meditación, el silencio, la contemplación de esta gran experiencia de nuestro Señor Jesús, que se corresponde con nuestras propias experiencias de vida y muerte, de gracia y pecado, de angustia y de esperanza. Por mi parte, me detengo en dos puntos de reflexión:

El rey montado sobre un pollino.
Hace algunos años he podido visitar Jerusalén durante diez días. Y, entre otras cosas, pude caminar desde Betfagé hasta el Monte de los olivos, desde el cual se contemplan los restos del antiguo Templo y la ciudad santa en su conjunto. Es un tramo no muy largo, pero en pendiente, por lo que exige un cierto esfuerzo. Según el texto de Lucas, Jesús hizo este recorrido montado sobre un pollino y aclamado por la gente. 
Se trata de una escena que se presta a la representación popular y que todos conocemos bastante bien, aunque corremos el riesgo de no entender bien su significado. Para entenderlo bien, no encuentro mejor comentario que la cita del libro de Zacarías a la que con toda seguridad se refiere esta narración:
“Salta de alegría, Sion,
lanza gritos de júbilo, Jerusalén,
porque se acerca tu rey,
justo y victorioso,
humilde y montado en un asno,
en un joven borriquillo.
Destruirá los carros de guerra de Efraín
y los caballos de Jerusalén.
Quebrará el arco de guerra
y proclamará la paz a las naciones”.
(Zac 9, 9-10).
Sólo un comentario: ¡Cuánto necesitamos en este tiempo nuestro lleno de arrogancia, terrorismo y conflictos de todo tipo la presencia de este rey humilde y pacífico que no se impone por “la fuerza de los caballos” sino por la consistencia de su verdad liberadora y su amor sin condiciones!

La cena y el servicio
Lucas pone especial énfasis en la cena pascual, que es una cena de hermandad. Jesús, que comía con publicanos, pecadores, fariseos, come ahora con sus amigos y discípulos, fiel a la tradición e innovando un nuevo ritual que dura hasta hoy en forma de Misa. En torno a la Cena Jesús sella una nueva alianza con los más allegados, una alianza que nosotros renovamos cada vez que participamos conscientemente en la Eucaristía.
Seguir a Cristo hasta la cruz es disponerse a entregar la propia vida por amor.
Pero llama la atención que, inmediatamente después de la Cena, Lucas coloca el tema del servicio cristiano, como Juan coloca en el mismo contexto el lavatorio de pies. Me parece que el mensaje es claro: los discípulos de Jesús sellan entre sí y con Jesús un pacto de alianza cuyo sello es precisamente el servicio mutuo, no como los reyes de esta tierra. Eucaristía y servicio van juntos, son dos caras de la misma alianza.
Contemplar a Cristo en la cruz es identificarse con Él, es ponerse a caminar sobre las huellas de su entrega, confiando en que, aunque se rían de nosotros, el amor es más fuerte que la muerte.


Semana Santa:
con un “corazón grande como el mundo”

P. Romeo Ballan, mccj

Lucas 19,28-40; Isaías 50,4-7; Salmo 21; Filipenses 2,6-11; Lucas 22,14 – 23,56

Reflexiones
Entramos en la Semana grande del amor hasta las últimas consecuencias (“Los amó hasta el extremo”, Jn 13,1). El comienzo de la Semana Santa está marcado este año por la narración de la pasión y muerte de Cristo, escrita por S. Lucas (Evangelio). Esa Passio no es tan solo historia del pasado: los mismos acontecimientos se repiten hoy. Los personajes de entonces (Caifás, Herodes, Pilato, fariseos, sacerdotes, Pedro, Judas, Cirineo, piadosas mujeres, soldados, Centurión, José de Arimatea…) existen aún, son emblemáticos de lo que ocurre hoy con relación a Cristo y a los que sufren, con los que Él se identifica (cfr. Mt 25,35s). Cada uno de nosotros puede ser, hoy, en el bien o en el mal, uno u otro de esos personajes. Hoy somos nosotros los actores en la pasión que Jesús padece en los ancianos abandonados, los jóvenes sin trabajo, los migrantes bloqueados o rechazados, las mujeres abandonadas o víctimas de violencia… Hoy, cada uno puede encerrarse ante el dolor ajeno, o mejor abrirse como las piadosas mujeres que acompañan a Cristo en su dolor; o ser como el Cirineo, capaz de cargar con el peso de los demás; o como María, al pie de la cruz…

Tres testigos modernos del mundo misionero nos brindan una ayuda segura para la comprensión y la celebración del Misterio pascual propio de la Semana Santa. Su palabra nace de la experiencia personal de identificación con Cristo muerto y resucitado. Por tanto, sus testimonios tienen una resonancia universal: ayudan a vivir la Pascua según la amplitud y la profundidad propias del corazón de Cristo.

“Siempre los ojos fijos en Jesucristo”

S. Daniel Comboni (1831-1881), misionero apasionado por la salvación de África, en las Reglas de su Instituto (1871), recomendaba vivamente a los futuros misioneros que contemplaran con amor a Cristo crucificado, para formarse en el necesario “espíritu de sacrificio”: «El pensamiento perpetuamente dirigido al gran fin de su vocación apostólica debe engendrar en los alumnos del Instituto el espíritu de sacrificio. Fomentarán en sí esta disposición esencialísima teniendo siempre los ojos fijos en Jesucristo, amándolo tiernamente y procurando entender cada vez mejor qué significa un Dios muerto en la cruz por la salvación de las almas. Si con viva fe contemplan y gustan un misterio de tanto amor, serán felices de ofrecerse a perderlo todo y a morir por Él y con Él». (De los Escritos de San Daniel Comboni, n. 2720-2722).

“¡Tengo sed!”

La entrega total de la Santa Madre Teresa de Calcuta (1910-1997) a la causa misionera tuvo su origen en la contemplación de las palabras de Jesús en la cruz: ¡Tengo sed! La atención a los últimos en la escala social nacía en ella del deseo de apagar la sed de Cristo.

«”¡Tengo sed!” dijo Jesús cuando, en la cruz, se encontraba privado de todo consuelo. Renueven su celo para saciar esa sed en las dolorosas semblanzas de los más pobres entre los pobres: “Ustedes a mí me lo hicieron”. Jamás separen estas palabras de Jesús: “Tengo sed” y “Ustedes a mí me lo hicieron”». (De los escritos de Madre Teresa de Calcuta).

Celebrar la Pascua con un “corazón grande como el mundo”

Esta es la enseñanza de San Óscar Arnulfo Romero (1917-1980), mártir, arzobispo de San Salvador, asesinado mientras estaba celebrando la Eucaristía en la tarde del 24 de marzo de 1980.

«Celebra la Pascua con Cristo tan solo el que sabe amar, sabe perdonar, sabe aprovechar la fuerza más grande que Dios ha puesto en el corazón del hombre: el amor. La Iglesia siente que su corazón es como el de María, grande como el mundo, sin enemigos, sin resentimientos». (De las catequesis de San Óscar A. Romero en la Semana Santa de 1978).

Palabra del Papa

(*) “Jesús entra en Jerusalén. La liturgia nos ha invitado a hacernos partícipes y tomar parte de la alegría y fiesta del pueblo que es capaz de gritar y alabar a su Señor; alegría que se empaña y deja un sabor amargo y doloroso al terminar de escuchar el relato de la Pasión. Pareciera que en esta celebración se entrecruzan historias de alegría y sufrimiento, de errores y aciertos que forman parte de nuestro vivir cotidiano como discípulos, ya que logra desnudar los sentimientos contradictorios que también hoy, hombres y mujeres de este tiempo, solemos tener: capaces de amar mucho… y también de odiar  – y mucho – ; capaces de entregas valerosas y también de saber «lavarnos las manos» en el momento oportuno; capaces de fidelidades pero también de grandes abandonos y traiciones”.

Papa Francisco
Homilía en el domingo de Ramos, 25-3-2018


ANTE EL CRUCIFICADO
Lucas 22,14-23,56
José A. Pagola

Detenido por las fuerzas de seguridad del Templo, Jesús no tiene ya duda alguna; el Padre no ha escuchado sus deseos de seguir viviendo; sus discípulos huyen buscando su propia seguridad. Está solo. Sus proyectos se desvanecen. Le espera la ejecución.

El silencio de Jesús durante sus últimas horas es sobrecogedor. Sin embargo, los evangelistas han recogido algunas palabras suyas en la cruz. Son muy breves, pero a las primeras generaciones cristianas les ayudaban a recordar con amor y agradecimiento a Jesús crucificado.

Lucas ha recogido las que dice mientras está siendo crucificado. Entre estremecimientos y gritos de dolor, logra pronunciar unas palabras que descubren lo que hay en su corazón: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Así es Jesús. Ha pedido a los suyos «amar a sus enemigos» y «rogar por sus perseguidores». Ahora es él mismo quien muere perdonando. Convierte su crucifixión en perdón.

Esta petición al Padre por los que lo están crucificando lo hemos de escuchar como el gesto sublime que nos revela la misericordia y el perdón insondable de Dios. Esta es la gran herencia de Jesús a la Humanidad: No desconfiéis nunca de Dios. Su misericordia no tiene fin.

Marcos recoge un grito dramático del crucificado: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?». Estas palabras pronunciadas en medio de la soledad y el abandono más total son de una sinceridad abrumadora. Jesús siente que su Padre querido lo está abandonando. ¿Por qué? Jesús se queja de su silencio. ¿Dónde está? ¿Por qué se calla?

Este grito de Jesús, identificado con todas las víctimas de la historia, pidiendo a Dios alguna explicación a tanta injusticia, abandono y sufrimiento, queda en labios del crucificado reclamando una respuesta de Dios más allá de la muerte: Dios nuestro, ¿por qué nos abandonas? ¿No vas a responder nunca a los gritos y quejidos de los inocentes?

Lucas recoge una última palabra de Jesús. A pesar de su angustia mortal, Jesús mantiene hasta el final su confianza en el Padre. Sus palabras son ahora casi un susurro: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Nada ni nadie lo ha podido separar de él. El Padre ha estado animando con su Espíritu toda su vida. Terminada su misión, Jesús lo deja todo en sus manos. El Padre romperá su silencio y lo resucitará.

Esta semana santa, vamos a celebrar en nuestras comunidades cristianas la pasión y la muerte del Señor. También podremos meditar en silencio ante Jesús crucificado ahondando en las palabras que él mismo pronunció durante su agonía.
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Mirar el Crucifijo, la “catedra de Dios”
Papa Francisco

«¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Cf. Lc 19,38), gritaba festiva la muchedumbre de Jerusalén recibiendo a Jesús. Hemos hecho nuestro aquel entusiasmo, agitando las palmas y los ramos de olivo hemos expresado la alabanza y el gozo, el deseo de recibir a Jesús que viene a nosotros. Sí, del mismo modo que entró en Jerusalén, desea también entrar en nuestras ciudades y en nuestras vidas. Así como lo ha hecho en el Evangelio, cabalgando sobre un asno, viene a nosotros humildemente, pero viene «en el nombre del Señor»: con el poder de su amor divino perdona nuestros pecados y nos reconcilia con el Padre y con nosotros mismos. Jesús está contento de la manifestación popular de afecto de la gente, y cuando los fariseos le invitan a que haga callar a los niños y a los otros que lo aclaman, responde: «si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40). Nada pudo detener el entusiasmo por la entrada de Jesús; que nada nos impida encontrar en él la fuente de nuestra alegría, de la alegría auténtica, que permanece y da paz; porque sólo Jesús nos salva de los lazos del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza.

Sin embargo, la Liturgia de hoy nos enseña que el Señor no nos ha salvado con una entrada triunfal o mediante milagros poderosos. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, sintetiza con dos verbos el recorrido de la redención: «se despojó» y «se humilló» a sí mismo (Fil 2,7.8). Estos dos verbos nos dicen hasta qué extremo ha llegado el amor de Dios por nosotros. Jesús se despojó de sí mismo: renunció a la gloria de Hijo de Dios y se convirtió en Hijo del hombre, para ser en todo solidario con nosotros pecadores, él que no conoce el pecado. Pero no solamente esto: ha vivido entre nosotros en una «condición de esclavo» (v. 7): no de rey, ni de príncipe, sino de esclavo. Se humilló y el abismo de su humillación, que la Semana Santa nos muestra, parece no tener fondo.

El primer gesto de este amor «hasta el extremo» (Jn 13,1) es el lavatorio de los pies. «El Maestro y el Señor» (Jn 13,14) se abaja hasta los pies de los discípulos, como solamente hacían lo siervos. Nos ha enseñado con el ejemplo que nosotros tenemos necesidad de ser alcanzados por su amor, que se vuelca sobre nosotros; no podemos prescindir de este, no podemos amar sin dejarnos amar antes por él, sin experimentar su sorprendente ternura y sin aceptar que el amor verdadero consiste en el servicio concreto.

Pero esto es solamente el inicio. La humillación de Jesús llega al extremo en la Pasión: es vendido por treinta monedas y traicionado por un beso de un discípulo que él había elegido y llamado amigo. Casi todos los otros huyen y lo abandonan; Pedro lo niega tres veces en el patio del templo. Humillado en el espíritu con burlas, insultos y salivazos; sufre en el cuerpo violencias atroces, los golpes, los latigazos y la corona de espinas desfiguran su aspecto haciéndolo irreconocible. Sufre también la infamia y la condena inicua de las autoridades, religiosas y políticas: es hecho pecado y reconocido injusto. Pilato lo envía posteriormente a Herodes, y este lo devuelve al gobernador romano; mientras le es negada toda justicia, Jesús experimenta en su propia piel también la indiferencia, pues nadie quiere asumirse la responsabilidad de su destino. Pienso ahora en tanta gente, en tantos inmigrantes, en tantos prófugos, en tantos refugiados, en aquellos de los cuales muchos no quieren asumirse la responsabilidad de su destino. El gentío que apenas unos días antes lo aclamaba, transforma las alabanzas en un grito de acusación, prefiriendo incluso que en lugar de él sea liberado un homicida. Llega de este modo a la muerte en cruz, dolorosa e infamante, reservada a los traidores, a los esclavos y a los peores criminales. La soledad, la difamación y el dolor no son todavía el culmen de su anonadamiento.

Para ser en todo solidario con nosotros, experimenta también en la cruz el misterioso abandono del Padre. Sin embargo, en el abandono, ora y confía: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Suspendido en el patíbulo, además del escarnio, afronta la última tentación: la provocación a bajar de la cruz, a vencer el mal con la fuerza, y a mostrar el rostro de un Dios potente e invencible. Jesús en cambio, precisamente aquí, en el culmen del anonadamiento, revela el rostro auténtico de Dios, que es misericordia. Perdona a sus verdugos, abre las puertas del paraíso al ladrón arrepentido y toca el corazón del centurión. Si el misterio del mal es abismal, infinita es la realidad del Amor que lo ha atravesado, llegando hasta el sepulcro y los infiernos, asumiendo todo nuestro dolor para redimirlo, llevando luz donde hay tinieblas, vida donde hay muerte, amor donde hay odio.

Nos pude parecer muy lejano a nosotros el modo de actuar de Dios, que se ha humillado por nosotros, mientras a nosotros nos parece difícil incluso olvidarnos un poco de nosotros mismos. Él viene a salvarnos; y nosotros estamos llamados a elegir su camino: el camino del servicio, de la donación, del olvido de uno mismo. Podemos encaminarnos por este camino deteniéndonos durante estos días a mirar el Crucifijo, es la “catedra de Dios”. Os invito en esta semana a mirar a menudo esta “Catedra de Dios”, para aprender el amor humilde, que salva y da la vida, para renunciar al egoísmo, a la búsqueda del poder y de la fama. Con su humillación, Jesús nos invita a caminar por su camino. Volvamos a él la mirada, pidamos la gracia de entender al menos un poco de este misterio de su anonadamiento por nosotros; y así, en silencio, contemplemos el misterio de esta semana.

V Domingo de Cuaresma. Año C

“En aquel tiempo, Jesús se retiro al monte de los Olivos y al amanecer se presentó de nuevo en el templo, donde la multitud se acercaba; y él, sentado entre ellos, les enseñaba. Entonces los escribas y fariseos le llevaron a una mujer sorprendida en adulterio, y poniéndola fue a él, le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos manda en la ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?”
Le preguntaban esto para ponerle una trampa y poder acusarlo. Pero Jesús se agachó y se puso a escribir en el suelo con el dedo. Pero como insistían en su pregunta, se incorporo y les dijo: “Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra”. Se volvió a agachar y siguió escribiendo en el suelo.
Al oír aquellas palabras, los acusadores comenzaron a escabullirse uno tras otro, empezando por los más viejos, hasta que dejaron solos a Jesús y a la mujer, que estaba de pie, junto a él. Entonces Jesús se enderezó y le pregunto: “Mujer, ¿en dónde están los que te acusaban? ¿Nadie te ha condenado? Ella le contestó: “Nadie, Señor”. Y Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Vete y ya no vuelvas a pecar”.
(Juan 8, 1-11)


Empezar de uno mismo: “Tampoco yo te condeno”
P. Enrique Sánchez González, mccj

Nos podemos imaginar el escenario en el cual se llevó a cabo el encuentro de Jesús con esos escribas y fariseos, y con la mujer que le presentan a Jesús.

Seguramente iban exaltados y con ánimos de acabar con aquella gran pecadora. Y de paso querían darle una lección a Jesús para que se olvidara de todo lo que andaba haciendo.

El pecado que habían descubierto en ella era algo intolerable e inaceptable en un ambiente cargado de un puritanismo y de un legalismo en donde los pecados de los demás eran escándalo mayúsculo y motivo de muerte; pero los propios pecados fácilmente podían ser justificados, tolerados o simplemente ignorados. Los escribas y fariseos eran muy hábiles para interpretar las leyes y los mandamientos a su conveniencia.

Además, aquella situación se prestaba de maravilla para poner a prueba a Jesús y para ver qué tanto era o no un buen observante de la ley o si se trataba de un charlatán más de los que no faltaban en el pueblo.

Los escribas y fariseos lo llaman Maestro y ven en él la autoridad que se ha ganado y es reconocida por  la gente que admira la coherencia que existe en su persona. Jesús vive lo que predica y realiza en los detalles de su vida lo que anuncia con sus palabras. Esto era algo que tenía fascinada a mucha gente que lo seguía y estaba al pendiente de sus enseñanzas.

Los escribas y fariseos lo reconocen y saben que no pueden negar lo que a sus ojos es evidente, pero, a diferencia de mucha gente sencilla, ellos no dan el paso de confiar en él y no lo aceptan como Mesías.

Reconocer a Jesús como hijo de Dios era demasiado para ellos que veían en Él solamente al hijo de carpintero y que se escandalizaban cuando lo escuchaban decir que él era el Mesías, el Hijo de Dios o, más todavía, cuando lo veían realizar las obras de Dios.

En la historia de esta página del Evangelio, el fondo, el problema  que se suscita entre los escribas y fariseos y Jesús no era haber encontrado a aquella mujer en flagrante adulterio, sino querer atrapar a Jesús en una incoherencia para poder condenarlo y deshacerse de una vez por todas de él.

Contrariamente a lo que nos pudiésemos imaginar, Jesús no entra en la polémica y no se deja atrapar en la trampa que le han tendido. Jesús no juzga, no condena, no se ensaña en contra de la mujer, aunque hubiese pecado, como acusaban los escribas y fariseos.

En lugar de entrar en conflicto, Jesús aprovecha la ocasión para ayudar a los acusadores a hacer un camino de conversión, de reconocimiento de la propia fragilidad y del propio pecado. El que no tenga pecado que tire la primera piedra. Nosotros mismos también somos invitados a hacer nuestro propio examen de conciencia y no podemos dejar de preguntarnos: ¿Quiénes somos para condenar a los demás? ¿Por qué nos sentimos con derecho a  poner en evidencia la miseria de nuestros prójimos? ¿Quién o qué nos da el derecho a pensar que somos mejores que los demás? ¿Por qué nos consideramos justos e irreprochables cuando descubrimos las debilidades o las limitaciones de los demás?

Jesús no juzga ni reprocha la arrogancia que encuentra en la actitud de los escribas y fariseos; lo que hace es ayudarles a entrar en sí mismos para descubrir que el pecado nos hace iguales a todos los humanos y que nadie puede presumir de ser mejor que los demás.

Aquí, los acusadores y la acusada son llevados por Jesús a reconocer la propia miseria y lo inaceptable de sus pecados y antes de levantar la mano para señalar el pecado de los demás, hay que tener el valor de entrar en sí mismos para tomar conciencia de que somos los primeros necesitados en ser contemplados con misericordia y con perdón.

El reconocimiento de la propia miseria conduce a la experiencia de la humildad que nos lleva a aceptar en silencio la necesidad que tenemos de volver sobre nuestros caminos en una actitud de conversión.

No sabemos si los escribas y fariseos se sintieron movidos a ese cambio interior, pero no les quedó más remedio que retirarse en silencio, comiéndose por dentro todas sus ganas de condenar.

Y, la lección que nos dejan es que, en el camino de conversión hay que tener la valentía de entrar en nosotros mismos y, sin miedos, empezar a preguntarnos ¿cuáles son los cambios que tenemos que poner en acto? ¿Cuáles son los pecados y los estilos de vida que urgen ser afrontados para vivir en armonía con los valores del Evangelio?

Seguramente nos daremos cuenta de que los cambios más urgentes son los que tienen que iniciarse en nosotros mismos y no seremos capaces de transformar el mundo en que nos encontramos si no empezamos por nosotros mismos.

Volviendo a Jesús que observa en silencio, nos damos cuenta que establece un diálogo con la mujer que espera, de alguna manera su sentencia. Jesús, con sus palabras de comprensión, le devuelve la posibilidad de ponerse en píe y de continuar su camino. El no la condena, pero no la justifica en su pecado.

Ni Jesús ni los escribas y fariseos acaban condenando a la mujer, pero Jesús le pide que no vuelva a su camino anterior, que no se quede en su condición de pecadora. Vete y no vuelvas a pecar. Con estas palabras Jesús le recuerda a la mujer que no está hecha para vivir en el sufrimiento del pecado.

No la condena, pero tampoco le aplaude dejando las cosas como están. No, al contrario, la invita a iniciar una vida nueva en donde pueda hacer la experiencia de la reconciliación y del perdón.

Ahí nos encontramos, también nosotros hoy, invitados a reconocer nuestras caídas y todo aquello que nos ha llevado a vivir lejos del Señor, desobedeciendo sus mandatos.

Nos podemos encontrar tirados por tierra, humillados por nuestras caídas y debilidades, señalados, a lo mejor no tanto por los demás sino por nosotros mismos sin poder escapar y sin poder negar la necesidad que tenemos de ser salvados.

Sin duda resonarán fuerte en nuestro interior las palabras del Señor que nos dice que a él no le interesa el pecado, sino que el pecador se convierta y viva.

Ojalá todos nos demos la oportunidad de arriesgarnos y tengamos la valentía de dar el paso a una vida nueva, una vida en la que nos sintámosle llevados por la mano del Señor.


Dios salva amando ¡No a pedradas!
P. Romeo Ballan, mccj

Isaías 43,16-21; Salmo 125; Filipenses 3,8-14; Juan 8,1-11

Reflexiones
La “nueva vida” es el tema de las tres lecturas de este domingo. Jesús en el Evangelio devuelve la vida a la mujer adúltera: “Anda, y en adelante no peques más” (v. 11). Ya el profeta Isaías (I lectura) hablaba de vida a los exiliados en Babilonia prediciendo el retorno a la patria: “Miren que realizo algo nuevo, ya está brotando”. Dos signos elocuentes acompañan la promesa: un camino en el desierto y ríos en la estepa (v. 19). Para san Pablo (II lecturala vida nueva es una persona, Jesucristo, el único tesoro, ante el cual todo lo demás es pérdida y basura (v. 8). Él es la única meta hacia la cual hay que correr con tesón. Pablo no siente este compromiso como un peso, sino como una respuesta de amor hacia Cristo que por él se ha entregado (v. 12.14). De esta experiencia nace el impulso misionero de Pablo.

“Al amanecer” (Evangelio), sobre la explanada del templo de Jerusalén, comenzó la vida nueva también para una mujer “sorprendida en flagrante adulterio” (v. 2.4). Una mujer que, según la ley, debía ser lapidada, es arrojada como un guiñapo delante de Jesús, la única acusada de una culpa que, por definición, supone la existencia de un cómplice, el cual, sin embargo, se ha volatilizado hábilmente… Jesús la salva de las pedradas con gestos sorprendentes, que provocan un cambio total de la situación. Ante todo, el silencio desarmante de Jesús, luego esos signos escritos con el dedo en el suelo, que la historia nunca logrará descifrar (v. 6.8), y por fin el desafío a lanzar la primera piedra (v. 7). Son gestos que desenmascaran la hipocresía de esos acusadores legalistas con corazón de piedra. Su trampa para poder acusar a Jesús era (casi) perfecta: si él salva a la mujer, va en contra de la Ley; si la condena a ser matada, va en contra del Imperio romano, que se había reservado el derecho de una ejecución mortal. Jesús sortea todas las trampas y va al meollo del problema y de la solución: apela a la conciencia de los acusadores.  

Al final, quedan solos la mujer y Jesús: “la mísera y la misericordia”, comenta san Agustín. Jesús habla a la mujer: nadie le había hablado, la habían llevado a empujones y con acusaciones. Jesús le habla no con el lenguaje de la calle, sino con respeto, reconociendo su dignidad; la llama ‘mujer’, como Él solía llamar a su madre (Jn 2,4; 19,26). Jesús distingue entre ella – mujer frágil, ciertamente – y su error, que Él no aprueba: el adulterio es y sigue siendo un pecado (Mt 5,32), incluso en el caso de un deseo deshonesto (Mt 5,28; y el IX mandamiento). Él condena el pecado, pero no a la pecadora; no se detiene a analizar el pasado; relanza la vida, la abre nuevamente al futuro. El meollo de la narración no es el pecado, sino el corazón de Dios que ama y quiere que nosotros vivamos. Esta es la imagen de Dios-amor que Jesús quiere transmitir: que la mujer experimente que Dios la ama como ella es. De este modo, sintiéndose respetada, amada, protegida, la mujer está en condiciones de acoger la invitación de Jesús a no pecar más (v. 11). Dios salva amando, no a golpes de ley o a pedradas. ¡Solo el amor convierte y salva! Esa mujer encuentra a Jesús que le cambia la vida, vive así su Pascua: ¡ha resucitado!

Este incómodo pasaje evangélico ha tenido una historia atormentada: varios códices antiguos lo omiten, otros lo desplazan de lugar. Algunos piensan que el autor no es Juan sino Lucas, debido al estilo y al mensaje muy similares a la parábola del padre misericordioso (ver Lucas 15, en el Evangelio del domingo pasado), con los diferentes personajes: la mujer en el papel del hijo menor; los escribas y los fariseos alineados con el hijo mayor; y Jesús en el perfecto rol del Padre. Lo subraya también un conocido autor moderno: «Un texto insoportable, que falta en varios manuscritos. La conciencia moral y la conciencia religiosa de los hombres no pueden admitir que Cristo se niegue a condenar a la mujer… Ella ha sido sorprendida en flagrante delito; ha cometido uno de los pecados más graves que la Ley conozca… Cristo confunde a los acusadores recordándoles la universalidad del mal: ellos también, espiritualmente, son unos adúlteros; ellos también, de una u otra manera, han traicionado el amor. “El que esté sin pecado…” Nadie está sin pecado, y Él concluye diciendo: “Anda y en adelante no peques más”. Una frase que abre un nuevo porvenir» (Olivier Clément).

Este pasaje evangélico constituye una intensa página de metodología misionera para el anuncio, la conversión, la educación a la fe y a los valores de la vida. El amor genera y regenera a la persona, la hace libre; Jesús educa al amor vivido en libertad y con gratuidad. Tan solo con estas condiciones se entiende por qué debemos dejar caer de nuestras manos las piedras que quisiéramos arrojar a otros. El hecho de que los más viejos se vayan escabullendo (v. 9), ¿revela en ellos un sentido de culpa, de vergüenza, o de haber aprendido la lección? Finalmente, queda claro que todo el que trabaja o lucha honestamente por la igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres, en los diferentes ámbitos, tiene en Jesús a un precursor ideal, a un pionero y a un aliado.

Palabra del Papa

«Así encuadra san Agustín el final del Evangelio de hoy: “Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia” (In Io. Ev. tract. 33,5). Se fueron los que habían venido para arrojar piedras contra la mujer o para acusar a Jesús siguiendo la Ley… En cambio, Jesús se queda. Se queda, porque se ha quedado lo que es precioso a sus ojos: esa mujer, esa persona. Para Él, antes que el pecado está el pecador. Yo, tú, cada uno de nosotros estamos antes en el corazón de Dios: antes que los errores, que las reglas, que los juicios y que nuestras caídas. Pidamos la gracia de una mirada semejante a la de Jesús, pidamos tener el enfoque cristiano de la vida, donde antes que el pecado veamos con amor al pecador, antes que los errores a quien se equivoca, antes que la historia a la persona».

Papa Francisco
Homilía en la liturgia penitencial, 29-3-2019


Jesús y la pecadora
P. Antonio Villarino, mccj

Comentario a Jn 8, 1-11

Este texto emblemático que leemos hoy tiene muchas dimensiones. Me detengo en la actitud de Jesús hacia aquella mujer pecadora. Es interesante que Jesús no hace grandes discursos. Sus palabras son muy escuetas. Podemos detectar tres niveles:

-Un gesto que reconoce el pecado como una experiencia universal.
A veces cuando pecamos, tenemos un sentido exagerado de la enormidad de lo que hemos hecho. Nos abruma el orgullo herido de que precisamente nosotros hayamos hecho eso. ¿Cómo es posible que hayamos caído tan bajo? ¡Qué vergüenza tener que confesarlo! 
Es curioso que esta experiencia es la misma que nos transmite la parábola del Hijo pródigo: El muchacho pecador se avergüenza de lo que ha hecho, sólo cuando se ve reducido a una piltrafa humana reconoce su fallo, cuando no tiene más remedio. Entonces, deseoso de vivir a pesar de todo, está dispuesto a humillarse, reconocer su pecado ante el Padre.
Éste, como ha hecho Jesús en este episodio, no dice nada: Simplemente le echa los brazos al cuello.
Más que el pecado mismo nos duele el hecho de que se sepa, de que nuestra imagen sufra a los ojos de los otros. Nos pasa a casi todos. Lo que nos duele en la experiencia del pecado es el sentirnos particularmente malos, el perder la propia estima y la de los demás. Jesús, con su simple gesto, dice: Ella no es tan diferente de nosotros. Por eso invita a no juzgar y a no abrumarse. Simple realismo: ni soy inocente, ni me he convertido en la personificación del mal.
-Una palabra liberadora: Yo tampoco te condeno. 
Es difícil decir una frase más corta y más liberadora, una palabra que acompaña al gesto para reafirmar su valor liberador. ¿No les pasa a ustedes que uno va a confesarse, siempre un poco avergonzado, y no tiene ninguna gana de que el cura le eche un sermón? Si uno ya sabe todo eso que le dicen…. Uno sólo espera que le digan: Tus pecados son perdonados. Y a otra cosa.
-Una palabra de futuro.
Puedes irte y no vuelvas a pecar. Hay que situarse en la experiencia de la pecadora. Su pecado llevaba acarreada la muerte física. No tenía ningún futuro. Jesús le dice: La vida no ha terminado, se puede empezar de nuevo. En ella se cumple la promesa bíblica: Haré surgir ríos en el desierto y labraré surcos en el mar. El perdón se convierte en alegría y compromiso, tal como lo expresa una vez más el bello salmo 50:
“Hazme sentir el gozo y la alegría,
y exultarán los huesos quebrantados…
Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio,
Renueva dentro de mí un espíritu firme…
Devuélveme el gozo de tu salvación,
Afirma en mí un espíritu magnánimo;
Enseñaré a los malvados tus caminos,
Los pecadores volverán a ti….
Mi lengua proclamará tu fidelidad”.


Juan 8,1-11
Todos necesitamos perdón
José Antonio Pagola

Según su costumbre, Jesús ha pasado la noche a solas con su Padre querido en el Monte de los Olivos. Comienza el nuevo día, lleno del Espíritu de Dios que lo envía a “proclamar la liberación de los cautivos […] y dar libertad a los oprimidos”. Pronto se verá rodeado por un gentío que acude a la explanada del templo para escucharlo.

De pronto, un grupo de escribas y fariseos irrumpe trayendo a “una mujer sorprendida en adulterio”. No les preocupa el destino terrible de la mujer. Nadie le interroga de nada. Está ya condenada. Los acusadores lo dejan muy claro: “En la Ley de Moisés se manda apedrear a las adúlteras. Tú, ¿qué dices?”

La situación es dramática: los fariseos están tensos, la mujer, angustiada; la gente, expectante. Jesús guarda un silencio sorprendente. Tiene ante sí a aquella mujer humillada, condenada por todos. Pronto será ejecutada. ¿Es esta la última palabra de Dios sobre esta hija suya?

Jesús, que está sentado, se inclina hacia el suelo y comienza a escribir algunos trazos en tierra. Seguramente busca luz. Los acusadores le piden una respuesta en nombre de la Ley. Él les responderá desde su experiencia de la misericordia de Dios: aquella mujer y sus acusadores, todos ellos, están necesitados del perdón de Dios.

Los acusadores sólo están pensando en el pecado de la mujer y en la condena de la Ley. Jesús cambiará la perspectiva. Pondrá a los acusadores ante su propio pecado. Ante Dios, todos han de reconocerse pecadores. Todos necesitamos su perdón.

Como le siguen insistiendo cada vez más, Jesús se incorpora y les dice: “Aquel de vosotros que no tenga pecado puede tirarle la primera piedra”. ¿Quiénes sois vosotros para condenar a muerte a esa mujer, olvidando vuestros propios pecados y vuestra necesidad del perdón y de la misericordia de Dios?

Los acusadores se van retirando uno tras otro. Jesús apunta hacia una convivencia donde la pena de muerte no puede ser la última palabra sobre un ser humano. Más adelante, Jesús dirá solemnemente: “Yo no he venido para juzgar al mundo, sino para salvarlo”.

El diálogo de Jesús con la mujer arroja nueva luz sobre su actuación. Los acusadores se han retirado, pero la mujer no se ha movido. Parece que necesita escuchar una última palabra de Jesús. No se siente todavía liberada. Jesús le dice “Tampoco yo te condeno. Vete y, en adelante no peques más”.

Le ofrece su perdón, y, al mismo tiempo, le invita a no pecar más. El perdón de Dios no anula la responsabilidad, sino que exige conversión. Jesús sabe que “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva”
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La miseria y la misericordia, una frente a la otra
Papa Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma (cf. Jn 8, 1-11), es tan bonito, a mí me gusta mucho leerlo y releerlo. Nos presenta el episodio de la mujer adúltera, poniendo de relieve el tema de la misericordia de Dios, que nunca quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. La escena ocurre en la explanada del Templo. Imagináosla allí, en el atrio [de la basílica de San Pedro]. Jesús está enseñando a la gente, y llegan algunos escribas y fariseos que conducen delante de Él a una mujer sorprendida en adulterio. Esa mujer se encuentra así en el medio entre Jesús y la multitud (cf. v. 3), entre la misericordia del Hijo de Dios y la violencia, la rabia de sus acusadores. En realidad ellos no fueron al Maestro para pedirle su opinión —era gente mala—, sino para tenderle una trampa. De hecho, si Jesús siguiera la severidad de la ley, aprobando la lapidación de la mujer, perdería su fama de mansedumbre y bondad que tanto fascina al pueblo; si en cambio quisiera ser misericordioso, debería ir contra la ley, que Él mismo dijo que no quería abolir sino dar cumplimiento (cf. Mt 5, 17). Y Jesús está en medio de esta situación.

Esta mala intención se esconde bajo la pregunta que le plantean a Jesús: «¿Tú que dices?» (v. 5). Jesús no responde, se calla y realiza un gesto misterioso: «inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra» (v. 7). Quizás hacía dibujos, algunos dicen que escribía los pecados de los fariseos… de cualquier manera, escribía, estaba en otro lado. De este modo invita a todos a la calma, a no actuar inducidos por la impulsividad, y a buscar la justicia de Dios. Pero aquellos malvados insisten y esperan de él una respuesta. Parecía que tenían sed de sangre. Entonces Jesús levanta la mirada y les dice: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra» (v. 7). Esta respuesta desubica los acusadores, los desarma a todos en el sentido estricto de la palabra: todos depusieron las «armas», o sea las piedras listas para ser arrojadas, tanto las visibles contra la mujer, como las escondidas contra Jesús. Y mientras el Señor sigue escribiendo en la tierra, haciendo dibujos, no sé…, los acusadores se van uno tras otro, con la cabeza baja, comenzando por los más ancianos que eran más conscientes de no estar sin pecado. ¡Qué bien nos hace ser conscientes de que también nosotros somos pecadores! Cuando hablamos mal de los otros —todas estas cosas que nosotros conocemos bien—, ¡qué bien nos hará tener el coraje de hacer caer en el suelo las piedras que tenemos para arrojárselas a los demás y pensar un poco en nuestros pecados!

Se quedaron allí solos la mujer y Jesús: la miseria y la misericordia, una frente a la otra. Y esto cuántas veces nos sucede a nosotros cuando nos detenemos ante el confesionario, con vergüenza, para hacer ver nuestra miseria y pedir el perdón. «Mujer, ¿dónde están?» (v. 10), le dice Jesús. Y basta esta constatación, y su mirada llena de misericordia y llena de amor, para hacer sentir a esa persona —quizás por primera vez— que tiene una dignidad, que ella no es su pecado, que ella tiene una dignidad de persona, que puede cambiar de vida, puede salir de sus esclavitudes y caminar por una senda nueva.

Queridos hermanos y hermanas, esa mujer nos representa a todos nosotros, que somos pecadores, es decir adúlteros ante Dios, traidores a su fidelidad. Y su experiencia representa la voluntad de Dios para cada uno de nosotros: no nuestra condena, sino nuestra salvación a través de Jesús. Él es la gracia que salva del pecado y de la muerte. Él ha escrito en la tierra, en el polvo del que está hecho cada ser humano (cf. Gén 2, 7), la sentencia de Dios: «No quiero que tu mueras, sino que tú vivas». Dios no nos clava a nuestro pecado, no nos identifica con el mal que hemos cometido. Tenemos un nombre y Dios no identifica este nombre con el pecado que hemos cometido. Nos quiere liberar y quiere que también nosotros lo queramos con Él. Quiere que nuestra libertad se convierta del mal al bien, y esto es posible —¡es posible!— con su gracia.

Que la Virgen María nos ayude a confiarnos completamente a la misericordia de Dios, para convertirnos en criaturas nuevas.

Angelus, 13.03.2016

IV Domingo de Cuaresma. Año C

”En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores para escucharlo. Por lo cual los fariseos y los escribas murmuraban entre sí : “Este recibe a los pecadores y come con ellos”. Jesús les dijo entonces esta parábola : “Un hombre tenía dos hijos, y el menor de ellos le dijo a su padre: Padre, dame la parte de la herencia que me toca. Y él les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se fue a un país lejano y allá derrochó su fortuna, viviendo de una manera disoluta.

Después de malgastarlo todo, sobrevino en aquella región una gran hambre y él empezó a padecer necesidad. Entonces fue a pedirle trabajo a un habitante de aquel país, el cual lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Tenía ganas de hartarse con las bellotas que comían los cerdos, pero no lo dejaban que se las comiera. Se puso entonces a reflexionar y se dijo: ¡Cuántos trabajadores en casa de mi padre tienen pan de sobra, y yo, aquí, me estoy muriendo de hambre! Me levantaré, volveré a mi padre y le diré : Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Recíbeme como a uno de tus trabajadores.

Enseguida se puso en camino hacia la casa de su padre. Estaba todavía lejos, cuando su padre lo vio y se enterneció profundamente. Corrió hacia él, y echándole los brazos al cuello, lo cubrió de besos. El muchacho le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre les dijo a sus criados: ¡pronto!, traigan la túnica más rica y vístansela; pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; traigan el becerro gordo y mátenlo. Comamos y hagamos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado. Y empezó el banquete.

El hijo mayor estaba en el campo y al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y los cantos. Entonces llamó a uno de los criados y le preguntó qué pasaba. Este le contestó: Tu hermano ha regresado y tu padre mandó matar el becerro gordo, por haberlo recobrado sano y salvo. El hermano mayor se enojó y no quería entrar. Salió entonces el padre y le rogó que entrara; pero él le replicó: ¡Hace tanto tiempo que te sirvo, sin desobedecer jamás una orden tuya, y tú no me has dado nunca ni un cabrito para comérmelo con mis amigos! pero eso sí, viene ese hijo tuyo, que despilfarró tus bienes con malas mujeres y tú mandas matar el becerro gordo. El padre replicó : Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero era necesario hacer fiesta y regocijarnos porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado”. (Lucas 15,1-3. 11-32)


Palabras para la cuaresma
Tocando fondo
Cuando la Misericordia se convierte en fiesta
P. Enrique Sánchez González, mccj

Creo que todos estaremos de acuerdo en afirmar que Jesús es un buen acompañante y un maestro extraordinario, cuando se trata de llevarnos al encuentro con su Padre. Sus palabras sencillas no nos dejan indiferentes y sus parábolas, como fotografías que reflejan nuestras propias historias, nos conducen a lo profundo de la experiencia de encontrarnos con Dios que se nos revela como un padre que nos ama entrañablemente.

Un padre que juzga amando y que acoge perdonando. Un padre que no exige cuentas antes de habernos hecho sentir su ternura y su compasión. Un padre que se alegra por tenernos cerca de él; sin importarle los desvíos en que nos podamos haber entretenido antes de llegar hasta él. Un padre que hace fiesta cuando cualquiera de sus hijos tiene la valentía de volver a él reconociendo que lejos de él no hay vida.

La parábola que Lucas nos presenta en esos cuantos versículos del capítulo 15 de su evangelio, nos obliga a contemplar cómo se encuentran dos caminos que buscan llegar a un mismo destino. Al abrazo entrañable del Padre a su hijo.

La parábola nos habla, por una parte, de un padre misericordioso, lleno de ternura, que sale, sin prejuicios, todos los días, seguramente, a la espera y al encuentro de su hijo. Es Dios que nos busca hasta tenernos bajo el cobijo de sus brazos.

Y, por otra parte, nos da los detalles del regreso de un hijo que finalmente se pone en camino para volver al lugar de donde jamás debería haberse ido. Es el camino que lleva a la fiesta del encuentro de un corazón que sólo existe para amar y de un corazón que, en su fragilidad y en su pobreza, sólo siente la necesidad de ser amado.

La parábola se concluye con la alegría del padre que ha recuperado lo que, de alguna manera, se le había perdido y con un gesto y una actitud de acogida que no excluye a nadie y que recuerda que siempre ha estado ahí, aunque su presencia haya pasado desapercibida o simplemente no reconocida.

Leyendo la parábola en nuestros días, los tres personajes principales nos brindan la oportunidad de reflexionar y darnos cuenta de que se trata de una historia que se sigue repitiendo y nos invita a una revisión de vida. Es la historia siempre actual de nuestro Padre Dios que nos busca y nos espera con la esperanza de tenernos para siempre con él.

El hijo menor nos cuestiona y puede ser que hasta nos indigne porque sus actitudes y las opciones de vida que asume nos pueden parecer inaceptables.

Nos puede molestar ver el derroche, el despilfarro y el desorden que se convierte en estilo de vida. Seguramente, es algo intolerable y que contrasta con los auténticos valores que hemos recibido. Pero puede ser reproche intolerable porque son actitudes que, de algún modo, descubrimos en los pliegues de nuestras vidas.

Sí, se trata de algo inaceptable pero, tal vez, lo más grave que se esconde detrás de las decisiones del hijo menor está la voluntad de querer organizar la propia vida lejos de su padre, manifestando un rechazo y la soberbia de querer ser el único patrón de sus propias decisiones. Es esa tentación contemporánea de querer sacar a Dios de nuestras vidas.

Y la aventura funciona hasta que duran los bienes que había recibido como herencia, algo extraño, porque las herencias se deberían de recibir cuando los padres ya no están presentes, pero aquí sería un punto a favor del padre que no se deja ganar en generosidad.

Cuando ya no queda nada, cuando se da cuenta de que no puede ir adelante con sus propias fuerzas, cuando caen por tierra todas sus pretensiones de autosuficiencia, cuando no queda más remedio que aceptar las propias flaquezas y miserias; cuando se llega a tocar fondo y se termina por aceptar con humildad la propia pobreza, ahí nace la posibilidad de una conversión que lleva al reconocimiento de lo que verdaderamente es cada persona en este planeta.

Poniéndonos en los zapatos del hijo menor, creo que no sería muy difícil reconocer que también muchas veces vamos por la vida reclamándole a Dios nuestra herencia y él no se cansa de bendecirnos con una infinidad de dones.

Pero muy pronto olvidamos de dónde vienen y pretendemos organizar nuestras vidas como mejor nos parece. Nos confundimos y pensamos que podemos vivir sin él.

También nosotros tomamos caminos que nos alejan de Dios, nos llenamos de compromisos que ocupan todo nuestro tiempo y una hora a la semana para ir a la iglesia se convierte en algo imposible y lo consideramos innecesario. Los gustos de nuestras vidas se convierten en prioridades que nos obligan a ponernos en el centro. Nos interesan nuestras comodidades, nuestros espacios de confort, los lujos y caprichos que nos hacen consumidores compulsivos.

Vivimos en lo exterior y en lo superficial de la vida, contentándonos con satisfacciones pasajeras que no exigen ni comprometen en nada. Vivimos super preocupados de nosotros mismos y pasamos indiferentes ante el sufrimiento y el dolor de quienes tenemos a un lado.

Todo eso sucede hasta que un día la vida se encarga de ponernos ante la verdad, en nuestro lugar y basta una crisis financiera, una enfermedad inesperada o un mal cálculo en nuestros proyectos tan humanos, para que caigamos en la cuenta de que sin Dios en nuestras vidas no vamos muy lejos y no contamos mucho. Ese día es, en el mejor de los casos, cuando decimos: Señor, ten compasión y apiádate de nosotros porque te habíamos abandonado.

La figura del Padre que nos aparece como segundo protagonista, pero que en realidad es el personaje principal, es sencillamente la buena noticia que nos quiere transmitir esta página del evangelio. El padre se presenta como alguien extraordinariamente generoso, él da sin medida y en toda confianza. El es Padre que respeta la libertad de cada persona y que corre el riesgo de dejarnos ir, aunque algunas de nuestras decisiones le partan el alma.Es Padre que espera siempre y que está atento para acoger enternecido, es decir, con el corazón abierto. Es el padre que abraza con compasión y misericordia, antes de pedir cuentas. Es Padre que perdona y se regocija cuando puede recuperar al hijo que se le había perdido. Es el padre que reviste de dignidad devolviendo con generosidad lo que se había perdido. 

Encontrarnos con un padre así como lo presenta la parábola no puede ser motivo más que de gratitud y de alegría. En este tiempo que estamos viviendo podemos estar seguros que nuestro Padre Dios sale cada día a nuestro encuentro, nos espera con la ilusión de vernos aparecer en el horizonte, qué importa si venimos con los vestidos deshechos y los rostros abatidos.

Qué importa si traemos sobre las espaldas el peso de tantas historias que nos han abatido y entristecido. El Padre nuestro está siempre dispuesto a organizar una fiesta para nosotros, cuando con humildad y sencillez nos acercamos a él con un corazón arrepentido. Él quiere darle a nuestro corazón los auténticos motivos para que vivamos felices y nos quiere sacar de donde pudimos andar perdidos.

El tercer personaje, el hermano mayor, creo que podríamos reconocerlo en algunos de nosotros que consideramos estar con Dios, de tener a Dios en nuestras vidas, pero que en realidad nuestro corazón está lejos de él. Si no somos capaces de sentir la presencia de Dios en nuestras vidas, puede ser que estemos haciendo muchas cosas por él, pero todavía no hemos dejado que Él se convierta en el centro de nuestra vida.

Si no somos capaces de alegrarnos por la conversión, por los cambios y los esfuerzos de ser mejores, de quienes tenemos a un lado, será muy difícil reconocer que es el Espíritu de Dios el que le va dando sentido a lo que somos y a lo que hacemos buscando darle sentido a nuestras vidas.

Si todavía no nos hemos dado cuenta que Dios nos lleva en lo más profundo de su corazón, nos sentiremos con derecho a reclamarle por todo lo que no nos va cuadrando en la vida y continuaremos echándole la culpa de todas nuestras frustraciones y de todas las insatisfacciones que vamos cosechando cada día.Seremos incapaces de compartir su alegría que es el secreto de nuestra felicidad.

Ojalá todos nos sintamos invitados a la fiesta de la reconciliación y que no dudemos de entrar por el camino de la conversión para que podamos hacer la experiencia del Padre bueno que nos está esperando y que sale a nuestro encuentro para abrazarnos al cuello y mostrarnos la alegría que brota de su corazón sólo porque nos hemos dejado amar desprendiéndonos de todos nuestros miedos.


El abrazo del Padre misericordioso
regenera a personas y sociedades
P. Romeo Ballan, mccj

Josué 5,9a.10-12; Salmo 33; 2Corintios 5,17-21; Lucas 15,1-3.11-32

Reflexiones
¡Buena noticia! “La fiesta en la casa del Padre acaba de empezar… ¡Vengan todos!” Es esta la invitación de Jesús (Evangelio), para explicar el amor sin límites de Dios padre-madre, por medio del pasaje evangélico conocido como la “parábola del hijo pródigo”. Un título parcial, en cuanto no menciona al padre, da cuenta solo del hijo menor e ignora al mayor, el cual merece de igual manera, y aún más, ser reprochado. El título más acertado es: ‘parábola del padre misericordioso’, ya que es él el protagonista: su amor está en el centro de toda la narración. El libro de Lucas ya es conocido como el ‘Evangelio de la misericordia’, pero el capítulo 15 (con las tres parábolas) es ‘un evangelio en el Evangelio’. ¡La noticia más bella! En sintonía también con este domingo en ‘Laetare-alégrate’.

De esta parábola, tan conocida y comentada, basta con resaltar algunos aspectos. Muy oportunamente, el pasaje evangélico escogido para la lectura litúrgica de hoy incluye los primeros versículos de Lucas 15, donde se ve el contexto de la parábola: Jesús acoge a publicanos y pecadores y come con ellos; aparecen también los destinatarios de la parábola: los fariseos y los escribas que murmuran (v. 1-3). Los mismos que aparecerán nuevamente al final en el personaje del hermano mayor.

Cabe subrayar los cinco verbos con los que Lucas describe el amor efusivo del padre a su hijo que regresa a casa: “lo vio (de lejos) y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo” (v. 20). Vienen después las cinco órdenes del padre para confirmar la plena rehabilitación del hijo: el mejor traje (signo de la dignidad recuperada dentro de la familia), el anillo en la mano (el poder), las sandalias (signo del hombre libre). Y a continuación, el ternero cebado (para las ocasiones solemnes) y la gran fiesta para todos (v. 22-23). La fiesta es lo que más molestó al hijo mayor que volvía del campo (v. 25.29.30). El padre sale para hacerle comprender el porqué de tanta alegría: ¡ha vuelto tu hermanoDebemos alegrarnos (v. 32).

En cada uno de nosotros conviven los dos hermanos, el menor y el mayor, ambos con actitudes reprochables e igualmente necesitados de conversión. Para Jesús, el ideal al que hay que convertirse es el Padre misericordioso: acoge a todos sin limitaciones, perdona con gratuidad, quiere que todos vivan en su casa. Acerca de este itinerario de conversión, Henri J. M. Nouwen ha escrito un estupendo libro de meditaciones – El regreso del hijo pródigo –  partiendo del famoso cuadro de Rembrandt. He aquí uno de sus mensajes más profundos: “Estoy destinado a entrar en el lugar del Padre y ofrecer a otros la misma compasión que Él me brinda. El regreso al Padre es el reto a convertirse en el Padre”.

La parábola de Jesús queda abierta: no sabemos si, al final, el hermano mayor participó en la fiesta, ni si el menor dejó de cometer despropósitos. Pero ahora sabemos con certeza que en esa casa hay lugar para todos y que existen aún muchos lugares por llenar. Ahora todos saben que en su casa el Padre quiere que haya hijos, no esclavos; personas que comparten su proyecto de amor, no solo fríos y ‘observantes’ ejecutores de los trabajos a realizar (v. 31). La parábola concluye sin el abrazo entre los dos hermanos; esto queda como tarea nuestra en la vida diaria: dar y recibir ese abrazo.

En la casa de ese buen padre se ha estrenado un nuevo modo de vivir: no ya como esclavos sino como hijos. Una experiencia semejante a la del pueblo de Israel (I lectura), el cual, tras 40 años de desierto, toma posesión de la tierra prometida, donde ya no comerá en la precariedad del extranjero, sino que se alimentará de los frutos de su tierra y de su cosecha (v. 12). S. Pablo enseña que toda buena experiencia es para compartirla con otros (II lectura). El que ha experimentado la bondad misericordiosa de Dios y ahora vive con Él una relación nueva como hijo y amigo (v. 17), descubre que los demás son sus hermanos-hermanas y siente el deseo de involucrarlos en la misma experiencia de vida y de reconciliación (v. 18-19).

En esto consiste la misión: ¡compartir dicha experiencia y ayudar a otros a acoger en su vida el amor misericordioso y regenerador de Dios, que es Padre y Madre! Misión es anunciar la misericordia del Padre y trabajar para que el «amor misericordioso» llegue a ser el tejido de relaciones nuevas entre las personas, entre los pueblos y con la creación, como afirman el Papa Francisco y Juan Pablo II: “El mundo de los hombres puede hacerse cada vez más humano, únicamente si introducimos en el ámbito pluriforme de las relaciones humanas y sociales, junto con la justicia, el «amor misericordioso» que constituye el mensaje mesiánico del Evangelio” (Dives in Misericordia, n. 14). Este es un servicio misionero de excelencia para el crecimiento de una humanidad nueva.

Palabra del Papa
«Pido a Dios que prepare nuestros corazones al encuentro con los hermanos más allá de las diferencias de ideas, lengua, cultura, religión; que unja todo nuestro ser con el aceite de la misericordia que cura las heridas de los errores, de las incomprensiones, de las controversias; la gracia de enviarnos, con humildad y mansedumbre, a los caminos, arriesgados pero fecundos, de la búsqueda de la paz».
Papa Francisco
Encíclica “Fratelli Tutti” (3-10-2020) n. 254


Donde hay misericordia, ahí está Dios
Un comentario a Lc 15, 1-32
P. Antonio Villarino, mccj

Leemos hoy el capítulo 15 de Lucas, que es el centro de este evangelio y una obra literaria majestuosa, con enseñanzas de gran valor para la convivencia humana. Con tres parábolas maravillosas (la moneda perdida, la oveja descarriada, el hijo pródigo) Jesús responde a los que le criticaban por comer con pecadores y publicanos, mostrando que el gran signo mesiánico (el signo de la presencia de Dios en el mundo) es la cercanía de los pecadores a Dios. Al leer estas parábolas surge espontánea la pregunta:

¿Dónde me coloco yo? ¿Entre los necesitados de misericordia o entre los que se sienten con derecho a juzgar y condenar?

Podemos decir que Jesús es la expresión histórica de la misericordia divina, porque, como dice San Pablo, “en él habita corporalmente la misericordia de Dios”. En efecto, donde hay misericordia, ahí está Dios. Esa es la demostración más clara de que en Jesús está Dios, porque en él está la misericordia, que se hace palabra acogedora, gesto de bendición y sanación, esperanza para la pecadora, amistad para Zaqueo…

La Iglesia es cuerpo de Cristo (presencia de Cristo en la historia humana) en la medida en la que vive y ejerce la misericordia para con los ancianos y los niños, los pobres y los indefensos, así como para con los pecadores que se sienten abrumados por el peso de sus pecados. En este sentido, somos cristianos y misioneros en la medida que experimentamos la misericordia y la testimoniamos hacia otros, de cerca y de lejos.

¿Cómo son nuestras relaciones familiares, por ejemplo? ¿Duras, condenadoras? ¿Sabemos mirar con ojos de misericordia a los que nos rodean? ¿Acepto la misericordia de otros hacia mí o me creo perfecto e intachable?

Pero, ¡atención!, misericordia no es indiferencia ante el mal, la injusticia, la mentira, el atropello, el abuso y el pecado en general. Misericordia es creer en la conversión del pecador. Misericordia no es irresponsabilidad, sino creer en la posibilidad de re-comenzar siempre de nuevo, creer que el amor puede vencer al odio, el perdón al rencor, la verdad a la mentira. La misericordia no juzga, no condena; perdona, da la posibilidad de comenzar de nuevo

Para ser misericordiosos se requiere un corazón que no se endurezca, un “yo” que no se hace “dios”, con derecho a juzgar y condenar. El juicio, la condena, la acumulación obsesiva de bienes, el resentimiento…  son armas de defensa del “yo”, ensoberbecido y auto-divinizado, que teme perder su falsa supremacía. Por eso sólo quien acepta a Dios como Señor de su vida es capaz de “desarmarse”, no necesita defensa y se vuelve generoso y misericordioso con los demás.

Para concluir, les dejo con una breve reflexión de Juan Pablo II sobre la parábola del Hijo pródigo:

“El Padre ama visceralmente a su hijo perdido, hasta el punto de sentir la pasión humana más profunda. Hemos encontrado el mismo verbo en el desarrollo de la parábola del buen samaritano: “Sintió compasión” (Lc 10, 33; 15, 20). La compasión del samaritano por el moribundo es la misma del padre por su hijo perdido. Sin compasión es imposible correr al encuentro del hijo, echarse a su cuello y reintegrarlo en la dignidad perdida (Cfr Dive sin misericordia, capitulo cuarto”.


Con los brazos siempre abiertos
Lucas 15,11-32
José A. Pagola

Para no pocos, Dios es cualquier cosa menos alguien capaz de poner alegría en su vida. Pensar en él les trae malos recuerdos: en su interior se despierta la idea de un ser amenazador y exigente, que hace la vida más fastidiosa, incómoda y peligrosa. Poco a poco han prescindido de él. La fe ha quedado “reprimida” en su interior. Hoy no saben si creen o no creen. Se han quedado sin caminos hacia Dios. Algunos recuerdan todavía “la parábola del hijo pródigo”, pero nunca la han escuchado en su corazón.

El verdadero protagonista de esa parábola es el padre. Por dos veces repite el mismo grito de alegría: “Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo hemos encontrado”. Este grito revela lo que hay en su corazón de padre. A este padre no le preocupa su honor, sus intereses, ni el trato que le dan sus hijos. No emplea nunca un lenguaje moral. Solo piensa en la vida de su hijo: que no quede destruido, que no siga muerto, que no viva perdido sin conocer la alegría de la vida.

El relato describe con todo detalle el encuentro sorprendente del padre con el hijo que abandonó el hogar. Estando todavía lejos, el padre “lo vio” venir hambriento y humillado, y “se conmovió” hasta las entrañas. Esta mirada buena, llena de bondad y compasión es la que nos salva. Solo Dios nos mira así.

Enseguida “echa a correr”. No es el hijo quien vuelve a casa. Es el padre el que sale corriendo y busca el abrazo con más ardor que su mismo hijo. “Se le echó al cuello y se puso a besarlo”. Así está siempre Dios. Corriendo con los brazos abiertos hacia quienes vuelven a él. El hijo comienza su confesión: la ha preparado largamente en su interior. El padre le interrumpe para ahorrarle más humillaciones. No le impone castigo alguno, no le exige ningún rito de expiación; no le pone condición alguna para acogerlo en casa. Sólo Dios acoge y protege así a los pecadores.

El padre solo piensa en la dignidad de su hijo. Hay que actuar de prisa. Manda traer el mejor vestido, el anillo de hijo y las sandalias para entrar en casa. Así será recibido en un banquete que se celebra en su honor. El hijo ha de conocer junto a su padre la vida digna y dichosa que no ha podido disfrutar lejos de él.

Quien oiga esta parábola desde fuera, no entenderá nada. Seguirá caminando por la vida sin Dios. Quien la escuche en su corazón, tal vez llorará de alegría y agradecimiento. Sentirá por vez primera que el misterio último de la vida es Alguien que nos acoge y nos perdona porque solo quiere nuestra alegría.

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Cuatro historias de padres e hijos
José Luis Sicre

El domingo pasado, a propósito de la conversión, Jesús contaba cómo un viñador intenta salvar a la higuera infructuosa pidiendo un año de plazo al propietario. Nosotros debíamos identificarnos con la higuera y agradecer los esfuerzos del viñador por impedir que nos cortasen. El evangelio de este domingo sigue centrado en la conversión, pero con un enfoque muy distinto: el propietario se convierte en padre, y no tiene una higuera sino dos hijos. Conociendo la historia de la parábola y teniendo en cuenta la lectura de la carta de Pablo podemos hablar de cuatro padres y distintos hijos.

1. El hijo rebelde y el padre irascible que perdona (Oseas)

La idea de presentar las relaciones entre Dios y el pueblo de Israel como las de un padre con su hijo se le ocurrió por vez primera, que sepamos, al profeta Oseas en el siglo VIII a.C. En uno de sus poemas presenta a Dios como un padre totalmente entregado a su hijo: le enseña a andar, lo lleva en brazos, se inclina para darle de comer; pasando de la metáfora a la realidad, cuando era niño lo liberó de la esclavitud de Egipto. Pero la reacción de Israel, el hijo, no es la que cabía esperar: cuanto más lo llama su padre, más se aleja de él; prefiere la compañía de los dioses cananeos, los baales. De acuerdo con la ley, un hijo rebelde, que no respeta a su padre ni a su madre, debe ser juzgado y apedreado. Dios se plantea castigar a su hijo de otro modo: devolviéndolo a Egipto, a la esclavitud. Pero no puede. “¿Cómo podré dejarte, Efraín, entregarte a ti, Israel? Me da un vuelco el corazón, se me conmueven las entrañas. No ejecutaré mi condena, no te volveré a destruir, que soy Dios y no hombre, el Santo en medio de ti y no enemigo devastador” (Oseas 11,1-9).

El hijo que presenta Oseas se parece bastante al de la parábola de Lucas: los dos se alejan de su padre, aunque por motivos muy distintos: el de Oseas para practicar cultos paganos, el de Lucas para vivir como un libertino.

Mayor diferencia hay entre los padres. El de Oseas reacciona dejándose llevar por la indignación y el deseo de castigar, como le ocurriría a la mayoría de los padres. Si no lo hace es “porque soy Dios, y no hombre”, y lo típico de Dios es perdonar. Lucas no dice qué siente el padre cuando el hijo le comunica que ha decidido irse de casa y le pide su parte de la herencia; se la da sin poner objeción, ni siquiera le dirige un discurso lleno de buenos consejos.

2. El hijo arrepentido y el padre que lo acoge (Jeremías)

La gran diferencia entre Oseas y Lucas radica en el final de la historia: Oseas no dice cómo termina, aunque se supone que bien. Lucas se detiene en contar el cambio de fortuna del hijo: arruinado y malviviendo de porquerizo, se le ocurre una solución: volver a su padre, pedirle perdón y trabajo. En cambio, no sabemos qué pasa por la mente del padre durante esos años. Lucas se centra en su reacción final: lo divisó a lo lejos, se enterneció, corrió, se le echó al cuello, lo besó. Cuando el hijo confiesa su pecado, no le impone penitencia ni le da buenos consejos. Parece que ni siquiera le escucha, preocupado por dar órdenes a los criados para que organicen un gran banquete y una fiesta.

¿Cómo se le ocurrió a Lucas hablar de la conversión del hijo? Oseas no dice nada de ello, pero sí lo dice Jeremías. A este profeta de finales del siglo VII a.C. le gustaban mucho los poemas de Oseas y a veces los adaptaba en su predicación. Para entonces, el Reino Norte ha sufrido el terrible castigo de los asirios. El pueblo piensa que el perdón anunciado por Oseas no se ha cumplido, pero no por culpa de Dios, sino por culpa de sus pecados. Y le pide: “Vuélveme y me volveré, que tú eres mi Señor, mi Dios; si me alejé, después me arrepentí, y al comprenderlo me di golpes de pecho; me sentía corrido y avergonzado de soportar el oprobio de mi juventud”. Y Dios responde: “Si es mi hijo querido Efraín, mi niño, mi encanto. Cada vez que le reprendo me acuerdo de ello, se me conmueven las entrañas y cedo a la compasión” (Jeremías 31,18-28). En estas palabras, que reflejan el arrepentimiento del pueblo y su confesión de los pecados, se basa la reacción del hijo en Lucas.

3. El padre con dos hijos muy distintos (evangelio)

Sin embargo, cuando leemos lo que precede a la parábola, advertimos que el problema no es de Dios sino de ciertos hombres. A Dios no le cuesta perdonar, pero hay personas que no quieren que perdone. Condenan a Jesús porque trata con recaudadores de impuestos y prostitutas y come con ellos.

Entonces Lucas saca un as de la manga y depara la mayor sorpresa. Introduce en la parábola un nuevo personaje que no estaba en Oseas ni Jeremías: un hermano mayor, que nunca ha abandonado a su padre y ha sido modelo de buena conducta. Representa a los escribas y fariseos, a los buenos. Y se permite dirigirse a su padre como ellos se dirigen a Jesús: con insolencia, reprochándole su conducta.

El padre responde con suavidad, haciéndole caer en la cuenta de que ese a quien condena es hermano suyo. “Estaba muerto y ha revivido. Estaba perdido y ha sido encontrado”.

¿Sirve de algo esta instrucción? La mayoría de los escribas y fariseos responderían: “Bien muerto estaba, ¡qué pena que haya vuelto!” Y no podríamos condenar su reacción porque sería la de la mayoría de nosotros ante las personas que no se comportan como nosotros consideramos adecuado. El mundo sería mucho mejor sin ladrones, asesinos, terroristas, adúlteros, abortistas, gays, lesbianas, transexuales, bisexuales, banqueros, políticos… y cada cual puede completar la lista según sus gustos e ideología.

La diferencia entre el padre y el hermano mayor es que el hermano mayor solo se fija en la conducta de su hermano pequeño: “se ha comido tu fortuna con prostitutas”. En cambio, el padre se fija en lo profundo: “este hermano tuyo”. Cuando Jesús come con publicanos y pecadores no los ve como personas de mala conducta, los ve como hijos de Dios y hermanos suyos. Pero esto es muy difícil. Para llegar ahí hace falta mucha fe y mucho amor.

4. El padre con un hijo y multitud de adoptados (2ª lectura)

Lo que dice Pablo a los corintios permite proponer una historia en línea con lo anterior. Este padre tiene un hijo y una multitud de adoptados que dejan mucho que desear. Pero no se queda en la casa esperando que vuelvan. Les manda a su hijo para que intente traerlos de vuelta. No debe portarse como el hermano mayor de la parábola, no debe reprocharles nada ni “pedirles cuenta de sus pecados”. Sin embargo, para conseguir convencerlos, deberá morir, cosa que acepta gustoso. ¿Cómo termina la historia? “En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios”. De nosotros depende. Podemos seguir lejos o volver a nuestro padre.

Nota sobre la 1ª lectura

La primera lectura de los domingos de Cuaresma recoge momentos capitales de la Historia de la Salvación. Después de Abraham (2º domingo) y Moisés (3º), se recuerda el momento en que el pueblo celebra por primera vez la Pascua desde que salió de Egipto y goza de los frutos de la Tierra Prometida.

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¿Pecado? Un infierno que nos libera el amor del Padre
Fernando Armellini

Introducción

Jesús nos ha revelado que Dios es amigo de publicanos y pecadores (cf. Lc 7,34; Mt 9,12-13). Pero ¿hasta cuándo lo será? ¿No llegará el día en que cambie de actitud hacia ellos?

Algunos responden a esta pregunta afirmando que los pecadores tienen tiempo hasta el final de sus vidas para convertirse, y eso es todo. Cuando llegue el ajuste de cuentas, Dios dejará de ser bueno para convertirse en juez justo.

Este cambio de sentimientos por parte de Dios (admitido que esto suceda) no puede menos que dejarnos sorprendidos y desconcertados. Aquí en la tierra, Jesús acepta invitaciones de publicanos y pecadores, frecuenta sus hogares, toma parte en sus celebraciones, come con ellos y, después, en el cielo, les niega un lugar en su banquete y los arroja fuera de su vista.

Otros opinan que no será Dios quien lo condene; será el mismo pecador que se castiga a sí mismo. Aparte del hecho de que el pecador ya se ha castigado bastante a sí mismo en la tierra haciendo el mal (cf. Pr 8,36), ¿cómo se puede admitir que el encuentro con el Señor, en vez de iluminar y purificar al pecador, lo vuelva más recalcitrante en la infelicidad que se ha buscado? ¿Quién puede creer que llegará el momento en que Cristo se resigne a perder un amigo? ¿Quién puede ni siquiera imaginar que pueda llegar un momento en que el mal triunfe (¡eternamente!) sobre el amor omnipotente de Dios?

Evangelio: Lucas 15,1-3.11-32

Estamos ante la más bella de todas las parábolas de los evangelios. Desde los primeros tiempos de la Iglesia se ha estudiado y comentado y ha inspirado a grandes escritores, pintores, músicos, filósofos, psicólogos. Se la conoce como la “Parábola del hijo pródigo”, pero este título no es exacto porque hace referencia solamente a uno de los tres personajes de la parábola. No tiene en cuenta al hermano mayor, a quien le dedica toda la segunda parte de la historia y, sobre todo, se ignora al verdadero protagonista, el padre. Es más correcto, pues, hablar de la “Parábola del amor del Padre” o la “Parábola del padre misericordioso”.

Se utilizada con mucha frecuencia en las celebraciones penitenciales con el objetivo de tocar el corazón de los pecadores más obstinados. Presentada en este contexto, sin embargo, la segunda parte de la historia crea un poco de malestar, que puede perturbar el clima de emoción y el recogimiento que se crea. Más de una vez nos habremos preguntado: ¿Por qué Jesús no ha concluido la parábola con el final feliz del abrazo del padre al hijo pródigo y el comienzo de la fiesta?

Los que se hacen esta pregunta no han prestado atención a los versos que introducen la parábola; no han caído en la cuenta de los destinatarios de la misma, es decir: a quiénes y por qué razón Jesús la cuenta. No está dirigida a los pecadores, sino a los justos: “Todos los recaudadores de impuestos y los pecadores se acercaban a escuchar. Los fariseos y los doctores murmuraban: «Éste recibe a pecadores y come con ellos.»Entonces Jesús les dirigió esta parábola” (vv. 1-3).

Ellos son los fariseos y los escribas, los intachables, que están corriendo un grave riesgo espiritual. Ellosson los que están en peligro por haber falseado completamente la relación con Dios; no han comprendido que Dios ama a todos gratuitamente y, ante Él, no hay méritos que valgan. En el capítulo precedente Jesús es presentado comiendo con uno de los principales fariseos (Lc 14,1). Ahora ha cambiado decididamente de compañía: se encuentra entre publicanos y pecadores; es más, parece que ha sido el mismo Jesús quien los ha invitado a su casa. He aquí un hecho totalmente escandaloso que provoca la indignación de los justos, quienes inmediatamente sacan la conclusión: con amigos semejantes, este hombre no puede venir de Dios.

Para justificar su comportamiento Jesús cuenta la parábola. Es, pues, en la segunda parte de la historia donde se encuentra el mensaje principal. Es en la segunda parte que entra en escena el hermano mayor que representa claramente a los fariseos, los que observan cabalmente los mandamientos y los preceptos de la Ley. Son éstos los que tienen que cambiar su forma de pensar si no quieren quedar excluidos del banquete del reino anunciado por los profetas (cf. Is 25,6-8).

Después de esta introducción comencemos con la parábola. Un día, el hijo menor de un rico terrateniente viene a su padre y le pide su parte de la herencia. El sabio Ben Sirá no recomienda este tipo de petición y, refiriéndose a los padres, les aconseja: “Mejor es que tus hijos te supliquen que estar tú dependiendo de ellos. Sé dueño de todos tus asuntos… Cuando se cumpla el número de tus breves días, el día de la muerte, repartirás tu herencia” (Eclo 33,22-24). Pero el padre de la parábola no opone ninguna resistencia. Divide en silencio su riqueza entre sus dos hijos de acuerdo con lo que establece la Ley.

El comportamiento de este padre indica el respeto que tiene Dios a las decisiones del hombre. Él exhorta, educa, informa, acompaña, pero siempre deja a sus hijos en libertad, incluso sabiendo que pueden cometer errores.

¿Por qué tiene tanta prisa el hijo menor de dejar la familia? La primera razón es que posiblemente ve en su padre una especie de tirano que impone su voluntad y no le permite hacer lo que quiere. Los años de la juventud son pocos, pasan como un soplo y se corre el peligro de perder las mejores oportunidades y el tiempo más precioso para disfrutar de la vida. Es el razonamiento de los insensatos: “Nuestra vida es el paso de una sombra, y nuestro fin, no puede ser retrasado; está aplicado el sello, no hay retorno. Por eso, a disfrutar de los bienes presentes, a gozar de las cosas con ansia juvenil; a llenarnos del mejor vino y de perfumes, que no se nos escape la flor primaveral. Coronémonos con capullos de rosas antes de que se marchiten; que no quede pradera sin probar nuestra orgía; dejemos en todas partes huellas de nuestra alegría, porque ésta es nuestra suerte y nuestra fortuna” (Sab 2,5-9).

Sin embargo, tal vez sea injusto echarle toda la culpa a este joven atolondrado. Pronto vamos a conocer a su hermano y qué tipo de persona es, cómo piensa, cómo razona, cuán orgulloso está de su perfección, de su integridad moral; lo intolerante que es con quien no comparte sus convicciones, deberes, el ritmo frenético de su trabajo… Está claro que vivir con semejante persona no es para nada fácil ni agradable.

La meta del joven es “un país lejano”. Rompe con su familia, su gente, las tradiciones religiosas de su tierra natal y va a establecerse entre paganos criadores de cerdos, animales impuros por excelencia (cf. Lev 11,7). Es la imagen de la separación de Dios, del rechazo a todos los principios morales, de la elección de una vida disoluta y desinhibida.

Lejos de la casa del Padre, sin embargo, no hay alegría ni paz. La búsqueda del placer, las drogas, los falsos amigos, las aberraciones sexuales terminan por producirle náuseas. Las aventuras no sacian; la persona tiene necesidad de un equilibrio interior; de lo contrario se siente un “muerto de hambre”. La escena del joven obligado a ponerse al servicio de un pagano y guardar sus cerdos representa muy eficazmente la condición desesperada, la degradación a la que llega quien se aleja de Dios. Los rabinos decían: “Maldito el hombre que cría cerdos”.

La experiencia de profunda decepción es providencial: se da cuenta de que ha tocado fondo. Los rabinos también decían: “Cuando los israelitas se ven obligados a comer algarroba, se convierten”. Pero este joven ¿se había convertido o no?

La respuesta a esta pregunta es de suma importancia para la comprensión de la parábola. Si leemos cuidadosamente los versos 17-19, observaremos que la angustia del hijo menor no se debe al dolor causado a su padre sino al hambre. Otra cosa hubiera sido si, dándose cuenta de haber tocado fondo, hubiera exclamado: “¡No he podido caer más bajo! ¡Soy un desgraciado! He arruinado mi vida, pero antes de morir quiero pedir perdón a mi padre, quiero abrazarlo…y desaparecer después sin aceptar ni siquiera un café, pues ni eso merezco”.

Si éstos hubieran sido sus sentimientos, entonces sí hubiera dado señales de arrepentimiento. Sin embargo, no encontramos en el joven ni la mínima mención al dolor causado a su padre. Su única preocupación es saciar el hambre. Incluso el pequeño discurso que ha preparado con la intención de recitarlo ante su padre no tiene otro fin que conmoverlo para que le dé de comer.

La conclusión que se impone solo puede ser ésta: no hay evidencia de que se trate de verdadero arrepentimiento. El joven regresa, de todos modos, con la intención de recitarle detalladamente a su padre el plan preparado en su largo soliloquio (v. 20). En este punto, entra de nuevo el padre a escena. No dice nada, pero su reacción ante el hijo que regresa viene descrita con cinco verbos que, por sí solos, son suficientes para considerar este versículo como uno de los más bellos de toda la Biblia.

  • Lo reconoció desde lejos. Fue el primero en verlo porque siempre lo ha estado esperando.
  • Se le conmovieron las entrañas. El verbo griego splagknizomai indica una emoción tan intensa y tan profunda que se siente hasta físicamente, en las ‘entrañas’. Es la sensación que experimenta una madre hacia el hijo que lleva dentro. No se puede imaginar emoción más íntima y más fuerte. En el Nuevo Testamento este verbo aparece solo en los evangelios (doce veces) y siempre hace referencia a Dios o a Jesús, como queriendo decir que solo Dios es capaz de sentir esta forma de amor.
  • Salió corriendo. Un gesto instintivo, pero difícil para un anciano e indigno también para una persona de su rango. Ciertamente la emoción le hizo perder la cabeza y solo escuchó a su corazón.
  • Se le echó al cuello. Literalmente se desplomó sobre su cuello, que es mucho más que abrazar. Encontramos esta expresión solo una vez más en el Nuevo Testamento para expresar los sentimientos de los ancianos de Éfeso cuando se despiden de Pablo, sabiendo que ya no lo volverían a ver más: “Lo abrazaban y lo besaban afectuosamente” (Hch 20,37).
  • No dejaba de besarlo. No es el tradicional beso de cortesía, de saludo al huésped, sino señal de bienvenida, expresión de alegría y perdón. El padre no permite que su hijo se arrodille.

Ante la reacción del padre, el hijo pródigo –cuyo arrepentimiento ya hemos expresado con reservas– toma la palabra y comienza a “recitar” su confesión. No logra terminarla. Cuando está a punto de añadir “trátame entonces como uno de tus jornaleros”, el padre lo interrumpe y comienza a dar órdenes (vv. 21-22). Sus disposiciones a los siervos tienen todas significados y referencias simbólicas.

  • Una vestidura larga para el hijo, la mejor, la que solo se usa para las fiestas, la que solamente se ofrece a los huéspedes más respetables, la misma que, según el vidente del Apocalipsis, visten los elegidos del cielo “que están de pie delante del trono y del Cordero” (Ap 7,9). Dios reintegra en su familia, con todos los honores, al que regresa.
  • Un anillo al dedo. No es anillo de matrimonio sino el que lleva el sello de la autoridad. Al joven se le devuelve la autoridad sobre los siervos y el poder sobre los bienes del padre. Toda la herencia del desdichado sigue intacta, como si nada hubiera sido dilapidado. Todavía puede disponer de toda ella que parece (y es) inagotable.
  • Sandalias para sus pies. Son la señal de un hombre libre. Los esclavos iban descalzos.

Dios no quiere esclavos en su casa sino personas libres (cf. Jn 15,15). Para ello –notemos el detalle– el padre interrumpe la confesión del hijo antes de que declare su voluntad de convertirse en un jornalero e inmediatamente ordena que se le dé el vestido largo, no el corto utilizado por los servidores los días de trabajo. Finalmente, las sandalias: no se presenta uno descalzo ante de Dios, como los sirvientes domésticos quienes, temblorosos, esperan siempre recibir órdenes o reprimendas. Dios no es un cacique; quiere ser amado, no temido o servido.

  • Una fiesta concluye el camino hacia la casa del Padre.

En el judaísmo se enseñaba que Dios concedía su perdón a los que se arrepentían sinceramente y expresaban su voluntad de convertirse a través de ayunos, penitencias, postraciones, vestir ropa andrajosa.

La primera parte de la parábola termina de forma escandalosa y los fariseos que están escuchando empiezan a entender. El Dios anunciado por Jesús es muy diferente del que ellos se imaginan: organiza un banquete para quienes no se lo merecen, introduce en sus fiestas a pecadores sin comprobar si están arrepentidos y sinceramente decididos a cambiar su vida y, para colmo, los abraza sin mediar palabra alguna.

Era éste el punto de fricción entre Jesús y los líderes espirituales de Israel. Si diera la bienvenida a pecadores arrepentidos no provocaría ninguna reacción. Incluso los escribas y fariseos perdonaban a los que reconocían su error y prometían enmendarse. Su irritación se debe al hecho de que Jesús es amigo de publicanos que siguen haciendo su trabajo, de que frecuenta las casas de los pecadores que no se han convertido. En el modo de comportarse de Jesús, Dios revela sus sentimientos: no solo ama a los justos y a los pecadores y arrepentidos, sino que ama a todos, siempre y sin condiciones.

Y esto es lo que el Señor nos pide a los creyentes: “amar incluso a aquellos que nos hacen daño”. No nos dice que amemos a nuestros enemigos que se arrepientan y se disculpen, sino que los tratemos bien incluso si siguen persiguiéndonos. Exige este comportamiento porque el Padre del cielo nos da el ejemplo: hace salir el Sol sobre justos e injustos (no sobre los malvados arrepentidos [cf. Mt 5,44-48]). Si Dios mismo erigiera muros de separación entre buenos y malos, si amara a unos y odiara a otros, ¿cómo podría exigirnos a nosotros amar sin condiciones?

Es inevitable que, ante este amor gratuito de Dios, surja una pregunta: si Dios ama también a los malvados ¿por qué esforzarse en portarse bien? Es para responder a esta pregunta que Jesús, en la segunda parte de la parábola (vv. 25-32), introduce al hijo mayor. Vamos a ver qué tipo de persona es y a quienes representa.

Regresa del campo, agotado, tal vez tenso y preocupado. Él es el que siempre tiene que resolver todos los problemas… y, de pronto, se encuentra con una sorpresa: un banquete, música, baile…y él no solo no ha sido invitado sino que ni siquiera le han informado. Llama a uno de los criados y le pregunta qué está sucediendo. En el texto original el verbo está en imperfecto (estaba siendo informado) lo cual indica una acción prolongada. Está tan conmocionado y sorprendido que, incluso después de las repetidas explicaciones del criado, sigue sin entender; está indignado y su ira está más que justificada: es la reacción lógica del hombre fiel e irreprensible ante una evidente injusticia.

Al padre que sale a suplicarle (de nuevo, el verbo en el imperfecto: continuaba suplicándole con insistencia) pidiéndole que entre al banquete, le responde con una lista de sus méritos: no he dejado de cumplir ninguna de tus órdenes, te he servido siempre fielmente…. Es el perfecto retrato del fariseo observante y escrupuloso que se atreve a decir al Señor en el templo: “no soy como el resto de los hombres, ladrones, injustos, adúlteros… Ayuno dos veces a la semana y pago diezmo de todo lo que poseo” (Lc 18,1-12).

Son palabras irritantes, es cierto, pero todas justas. ¿Quién de nosotros no las compartiría? Era así como razonaban los escribas y fariseos del tiempo de Jesús y así es como razonan muchos creyentes hoy en día. En teoría se admite que Dios tiene derecho a hacer lo que quiera (cf. Mt 20,15), se reconoce que de él se recibe todo de forma gratuita pero, en el fondo, se sigue pensando que Dios está en deuda con los buenos y que el cielo tiene que ser ganado a pulso y que solo debe entrar el que se lo merezca… y los demás: ¡a la calle!

Esperar con impaciencia que los malos sean castigados nace de una tendencia muy extendida y muy poco confesada: la de envidiar a los pecadores a quienes secretamente consideramos como tipos avispados, astutos, desinhibidos, sin escrúpulos, que se lo pasan bien, gozando a tope de todo; suscitan envidias, despiertan celos… y al mismo tiempo absurdos deseos de venganza por no poder ser como ellos. Pensar que un día Dios los perdone sin más es absurdo e injusto tanto para los antiguos como para los modernos fariseos. En realidad, no nos damos cuenta de que la vida del pecador es una gran tragedia. La búsqueda desenfrenada del placer lleva a la desesperación, no a la alegría. El hijo pródigo, asqueado por las aberraciones sexuales y el libertinaje, concluye: “Me muero de hambre”.

Este irreprensible hermano mayor no entiende que el padre no quiere siervos en su casa sino hijos. En la parábola, el hijo más joven utiliza cinco veces la palabra «padre» porque sabe que su padre es verdaderamente «padre». Es consciente de no tener ningún mérito, de haberlo recibido todo gratuitamente, de no merecer nada. En los labios del hijo mayor, sin embargo, nunca aparece la palabra padre. Da la impresión de que no sea hijo suyo sino un sirviente; el padre para él es solo el patrón.

Su fría relación con su padre se refleja en el desprecio hacia el hermano menor, a quien llama: “este hijo tuyo” (v. 30). Inmediatamente, sin embargo, el padre, con gran finura, lo corrige: “tu hermano…”. (v. 32). Dada la disposición interior de este hermano mayor, es fácil imaginar lo que hubiera sucedido si el hijo pródigo se hubiera encontrado, al regresar a casa, con el hermano mayor y no con el padre.

La parábola no concluye aquí. Queda por saber si el hijo mayor se unió a la fiesta o si el menor sentó por fin cabeza o si a los pocos días, volvió a las andadas como un imbécil.

La parábola narra nuestra propia historia: Todos llevamos dentro de nosotros a los “dos hijos”. De todas formas, no es difícil imaginar lo que ocurriría. El hijo mayor seguramente acabaría entrando a la fiesta. Alguien como él no puede quedarse afuera: está demasiado acostumbrado a obedecer. Es incapaz de oponerse a los deseos de su padre, a pesar de que en su corazón alberga la secreta esperanza de que pronto todo vuelva a ser como antes. Vive en tensión porque, por un lado, intuye que, a pesar de haber vivido muchos años junto a su padre, no lo conoce de verdad; y por otro, no logra aceptar la novedad, no puede renunciar a sus ideas, sus creencias, a complacerse en sus méritos… Continuará yendo a la iglesia, no se perderá ninguna misa, pero criticará siempre con dureza a aquellos predicadores que hablan del amor gratuito de Dios, de la Salvación de todos, del infierno vacío…

¿Y el hijo más joven? Un día estará dentro y otro día fuera de la fiesta, siempre mirado con desprecio y autosuficiencia por su hermano mayor, pero siempre recibido con ternura por su padre. Comenzó la fiesta, dice el texto (v. 24). Solo ha comenzado, porque cada vez que uno de los hijos sale afuera, la fiesta se detiene. Será definitiva solo cuando la puerta se cierre y todos los hijos y las hijas estén adentro.

http://www.bibleclaret.org

III Domingo de Cuaresma. Año C

En aquella ocasión se presentaron algunos a informarle acerca de unos galileos cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios. Él contestó: “¿Piensan que aquellos galileos, sufrieron todo eso porque eran más pecadores que los demás galileos? Les digo que no; y si ustedes no se arrepienten, acabarán como ellos. ¿O creen que aquellos dieciocho sobre los cuales se derrumbó la torre de Siloé y los mató eran más culpables que el resto de los habitantes de Jerusalén? Les digo que no; y si ustedes no se arrepienten acabarán como ellos”. Y les propuso la siguiente parábola: “Un hombre tenía una higuera plantada en su viña. Fue a buscar fruto en ella y no lo encontró. Dijo al viñador: «Hace tres años que vengo a buscar fruta en esta higuera y nunca encuentro nada. Córtala, que encima está malgastando la tierra». Él le contestó: «Señor, déjala todavía este año; cavaré alrededor y la abonaré, a ver si da fruto. 9Si no, el año que viene la cortarás» (Lc 13,1-9)

Buscando culpables y
encontrando misericordia

Es muy común entre nosotros que, ante los acontecimientos que salen de lo ordinario de nuestra vida, nos preguntemos quién está en su origen, quién es el protagonista o quién es el culpable.

Ante lo inesperado o incluso en lo que sabemos que tarde o temprano va a suceder, necesitamos explicaciones y justificaciones para poner nuestra conciencia tranquila y para, de alguna manera, pensar que todo lo tenemos bajo control.

Y cuando, ante algunas situaciones, no logramos dar una explicación o una justificación buscamos a alguien que cargue con la responsabilidad.

Hay experiencias que nos resultan muy difíciles de entender y de soportar, situaciones que llegan a nuestra vida y que pensábamos que a nosotros jamás nos sucederían y empezamos a hacernos mil preguntas. ¿Por qué a mí? ¿Qué hice para merecer esto? Nos preguntamos por qué existe el mal, la violencia, el sufrimiento humano, el dolor, las enfermedades incurables, los accidentes trágicos; ¿por qué existe la pobreza y todas sus víctimas?

¿Por qué mataron injustamente a los galileos del evangelio y ¿por qué les cayó encima a la torre a los de Siloé?

Y lo que se empieza a mover en la cabeza es la idea de que tiene que haber un culpable, alguien que debería dar una explicación, alguien que se haga responsable de todo eso que no queremos reconocer como nuestro.

Queriendo tomar distancia, muy sutilmente, acariciamos la idea de que el último responsable es Dios, porque, si realmente nos quisiera, no permitiría todo eso. Y así, de repente, nos descargamos de toda una realidad que nosotros hemos creado y de la cual queremos sentirnos ajenos.

Pero resulta que el origen del mal y de todas esas situaciones que no funcionan como quisiéramos en nuestro mundo y en nuestras vidas; ese origen no lo encontramos en Dios, porque Dios es ajeno a todas las tonterías que somos capaces de generar.

En nuestro modo de pensar, muy humano, consideramos que quienes hacen el mal merecen ser castigados y quienes se portan bien, quienes son impecables (algo imposible para quienes vivimos en este mundo) tienen derecho a ser premiados, reconocidos y respetados.

Dios, para bien nuestro, está por encima de premios y castigos y nos enseña que su única preocupación está en aquello que nos puede llevar a una auténtica felicidad.

El evangelio de este domingo, en su primera parte, nos quiere ayudar a superar una mentalidad en donde fácilmente tratamos de ubicarnos reconociéndonos justos y mejores que los demás. Las palabras de Jesús, que todo lo ponen al descubierto, no dejan que nos engañemos y nos invita a reconocer que no podemos pretender ser los autores de nuestra propia salvación. No somos, ni menos, ni más pecadores que los demás. Somos personas redimidas por la misericordia y la por la bondad del Señor.

La buena noticia del evangelio nos trae un mensaje que llena de esperanza, pues nos enseña que, ya seamos santos o los más grandes pecadores, la salvación que nos trae Jesús está a la disponibilidad para todos.

Aquí no es cuestión de dignos o indignos, de premios o castigos; es invitación para todo el que quiera entrar en el mundo de Dios, es salvación que se otorga gratuitamente a quien pone toda su confianza en Dios y a quien acepta a Jesús como el Señor de su vida.

La parábola de la higuera nos habla, con palabras sencillas y comprensibles, para quien quiera abrirse a la misericordia del Padre, de un Dios paciente que sabe condescender y ponerse a nuestro nivel. Es el Dios que tiene sus tiempos, pero que al mismo tiempo sabe esperar los nuestros. Es el Padre bueno que sigue dando oportunidades, que no se precipita en sus decisiones y que tiene confianza en que, al final, podrá recoger frutos de lo que ha sembrado en nuestros corazones.

Dios no se desespera y sigue dando tiempos, muestra confianza y comparte nuestras dificultades para llegar a abandonarnos como nos convendría. Un año puede ser para él diez o quince años de los nuestros. Él no lleva prisas y nos hace entender que tiene toda la eternidad para esperarnos. Él siempre se mantendrá fiel y volverá a buscarnos a cada instante y no sólo cada año.

Ante la imagen defraudante de la higuera que no ha sido capaz de brindar frutos, se nos ofrece la posibilidad de encontrarnos con un Dios que confía y espera, un Dios que le apuesta a las posibilidades, un Dios que no se desespera y sabe arriesgar dispuesto a volver cuantas veces sea necesario.

A través de muchas mediaciones, el Señor nos va brindando oportunidades para crecer y para madurar en nuestra vida personal y en nuestra experiencia espiritual. Él va abonando nuestros corazones, muchas veces áridos y estériles. Esos corazones que se han ido petrificando y haciéndose insensibles ante el sufrimiento que nos rodea. Corazones que se ha hecho resistentes a la ternura porque han caído en la trampa del individualismo, del egoísmo que sólo permite pensar en sí mismo y en los intereses personales.

Son esas raíces que están en lo profundo de nosotros que estamos invitados en este tiempo a remover, a dejar que penetren aires nuevos, a podar de todo aquello que se ha ido secando y que son zonas muertas que atrofian nuestra capacidad de amar.

El Señor llega hasta la higuera que somos cada uno y quiere encontrar frutos. ¿Quién sabe cuántos años ha estado llegando con la misma ilusión y con la misma esperanza? Tal vez sea el momento de preguntarnos ¿qué es lo que necesitaría empezar a aflojar? ¿Cuáles serías los apegos de los que me tendría que desprender? ¿Cómo podría abonar mi corazón con los granos de la Palabra de Dios? ¿Qué podría hacer para crear mayores espacios de encuentro con el Señor que se transformen en momentos sagrados que me permitan acoger su presencia? ¿Cuánto tiempo seguiré esperando para decidirme a poner a Dios en el centro de mi vida?

P. Enrique Sánchez G., mccj


“ Uno tenía una higuera plantada en su viña 

Yo soy el Dios de tus padres (Primera lectura)

Esta lectura trata de presentar unos rasgos todavía muy primitivos para definir la vocación y misión de Moisés. Pero en ellos se puede encontrar el sentido concreto de lo que Dios quiere compartir con la humanidad; sin duda es un Maestro lleno de paciencia y paso a paso se irá formando lo que llamamos historia de la salvación. Quien acepta la mano de Dios, sin duda que se llenará de sentido de la vida y de una misericordia a toda prueba.

Digo una cosa: es tan clara la misericordia y bondad divinas para con la humanidad que a lo largo de la historia que conocemos solo se pueden contemplar gestos generosos del Padre. Partimos de esta experiencia que para nosotros, si no nos mueve demasiado, es por otros motivos: no queremos ver, rutinas en la fe, ignorancias…

El texto nos presenta a Moisés como pastor que lleva el rebaño más allá del desierto, hasta el Monte Horeb, el Monte de Dios. Y el Señor se le aparece en una llama que ardía saliendo de un zarzal sin consumirse. La llamada de Dios y la respuesta de Moisés son un momento de encuentro e inicio de lo que venga: “Moisés, Moisés”, “Eme aquí”, “No te acerques y quítate las sandalias, el lugar que pisas es santo”. Entonces Dios se presenta como el Dios de los padres. Todo supone una continuidad familiar y del pueblo de Israel y le sigue una preocupación paternal al ver al pueblo sufrir y querer solución para los problemas que se presentan. Para ello nada mejor que sacar al pueblo de Egipto y llevarlo a la “tierra que mana leche y miel”.

En resumen, este es el plan de Dios: viendo los males que el pueblo está sufriendo, colaborar con ellos buscando soluciones en la medida en que se dejen y fortaleciendo a los que tengan madera de líderes. En cualquier situación la misericordia de Dios siempre estará dispuesta…

Y si sacó de Egipto a Israel qué no podrá hacer hoy y siempre en personas, familias y grupos. El que nos creó a su imagen y semejanza qué no podrá hacer para reparar nuestros errores.

Esta primera lectura, por tanto, nos recuerda cómo Moisés, llamado a conducir al Pueblo lo primero que necesita saber es el nombre de Dios para presentárselo a los israelitas. En su nombre va a comenzar su liberación. Para nosotros el Dios Padre es definitivo para descubrir la llamada de Jesús en su nombre para la conversión. La reconciliación es el abrazo con el Padre. La va pronunciando hasta la Cruz. Es mucho amor como para ignorarlo pasándolo por encima como un rito más. Así nunca saldremos de la “esclavitud de Egipto”.

El que se crea seguro, cuídese de no caer (segunda lectura)

La predicación de San Pablo a los Corintios, como toda su predicación, es profunda y a la vez claridosa. Reconoce en ellos su sabiduría, pero como todo humano expuesto a “caer en la tentación y a la vez en la complicidad de vivir una cultura infectada.

Podemos resumir el texto que queremos comentar en tres puntos:

a)  Hace referencia, en primer lugar al bautismo: el paso por el agua como liberación de la esclavitud del pecado. Sin duda que el paso del Mar Rojo fue gran impacto que a todos dejó impresionados… Pero cuando a uno le conceden un milagro siempre quiere más y que se lo sirvan en bandeja, es decir como él quiere… Si no vienen las protestas: ¿para eso nos trajo al desierto?…

b)  Lo sucedido en el desierto no fue aceptado por Dios. San Pablo aprovecha aquella actitud de los liberados de la esclavitud para recordar a los corintios alguno de sus errores: “se sentó el pueblo para comer y beber y se levantaron para danzar”… Fiestón…; “ni forniquemos, ni tentemos al Señor, ni murmuremos…” Parece que estas cosas no sólo suceden en nuestros días…

c)  San Pablo resume: “todo sucedió para advertencia nuestra”. La gravedad de aquellas situaciones está en que no somos capaces de apreciar la misericordia del Señor y caemos e idolatrías y delirios de grandeza y fantasía.

Advierte San Pablo: “el que cree estar en pie mire no caiga… La misericordia de Dios llega hasta el cuidado que el Padre tendrá de que no seremos tentados más allá de lo podemos resistir”.

San Pablo propone un itinerario con todos sus trazados, búsquedas de pasos apropiados, incluso con reservas para las “descomposturas”. Siempre alerta y apoyados en la compañía confiada de Jesús, que dejó una Iglesia estructurada con tales finalidades. La predicación a los corintios tiene una referencia a la cultura que allí se iba gestando. Otro tanto tendríamos que hacer nosotros con verdadera necesidad; para la mayoría de las personas la situación (eso se dice) es difícil, hay mucho que dialogar y no conviene andar deprisa…: los poderes autonómicos, las imposiciones de los que pueden, las modas, la ignorancia muy atrevida, etc. Está sucediendo que líderes de otro tiempo se echan para atrás y no quieren seguir ciertas aventuras.

Uno tenía una higuera plantada en su viña (evangelio)

El Evangelista San Lucas, conductor este año del ciclo C, tal sea el buscador y narrador de las parábolas con las que Jesús ofrecía un instrumento práctico para llegar hasta la conciencia a la hora de la conversión. La parábola del hijo pródigo es una de las más admiradas y fuente de mucha inspiración, pero no nos toca ahora meditarla. San Lucas nos ofrece hoy la parábola de la higuera. Quería Jesús abrir la mente cerrada de aquellos que le escuchaban, pero no llegaban a ninguna consecuencia rompiendo actitudes de pensamiento y acción en consonancia con el Reino de los cielos.

El texto hace alusión a lo de los galileos cuya sangre Pilato la había mezclado con la de los sacrificios y se la ofrecían a los muertos aplastados por la Torre de Siloé. A Jesús le contaron la creencia de que lo que les sucedió fue por castigo de Dios. Jesús quiere que se descubra el amor misericordioso de Dios cuando hay un espíritu de conversión; los “sufrientes” no son mejores que los que en aquel momento le cuestionaban. Es entonces cuando les ofrece la parábola, con una advertencia: si ustedes no se arrepienten perecerán de manera semejante.

Alguien tenía una higuera en el campo; llevaba varios años sin producir. Piensa que lo mejor será hacerla desaparecer, para evitar estorbos, es una planta estéril. Sin embargo el viñador tiene cariño a la planta y ofrece todo para salvarla: “Cavaré alrededor, le echaré estiércol… “

Es aquí donde cabe pensar la estima del viñador por la planta, que queda invitada a dar fruto… Si no, queda a su suerte…

Con este relato Jesús quiere que aquellos que le escuchan reaccionen ante el proyecto misericordioso de Dios. Se nos invita a clarificar nuestra fidelidad a la iniciativa divina… ¿Para qué la acción misericordiosa proyectándose sobre los valores de lo humano? ¿para qué una Iglesia sin vida cristiana, sin valor y con miedo a que nos caigan “las torres encima”, con tantos temores pero sin sacudir las causas…? Higueras secas, sin frutos…

Arrepintámonos a tiempo, demos gracias a Dios por su misericordia, decidamos cambios oportunos que den a nuestras vidas el sentido propio de hijos de Dios…

Jesucristo, Hijo de Dios, enviado en principio para humanizar las distintas épocas e iluminar una conversión ascendente. Suena fuerte lo de conversión, pero en realidad a lo que se nos invita es a ser abiertos y despiertos, como la higuera: dar frutos exquisitos… El ser humano está creado a imagen y semejanza de Dios, que es amor…

Fray Francisco Mª. García O.P.
Casa de Ntra. Sra. de Montesclaros


ANTES QUE SEA TARDE
José A. Pagola

Había pasado ya bastante tiempo desde que Jesús se había presentado en su pueblo de Nazaret como profeta, enviado por el Espíritu de Dios para anunciar a los pobres la Buena Noticia. Sigue repitiendo incansable su mensaje: Dios está ya cerca, abriéndose camino para hacer un mundo más humano para todos.

Pero es realista. Jesús sabe bien que Dios no puede cambiar el mundo sin que nosotros cambiemos. Por eso se esfuerza en despertar en la gente la conversión: “Convertíos y creed en esta Buena Noticia”. Ese empeño de Dios en hacer un mundo más humano será posible si respondemos acogiendo su proyecto.

Va pasando el tiempo y Jesús ve que la gente no reacciona a su llamada, como sería su deseo. Son muchos los que vienen a escucharlo, pero no acaban de abrirse al “Reino de Dios”. Jesús va a insistir. Es urgente cambiar antes que sea tarde.

En alguna ocasión cuenta una pequeña parábola. El propietario de un terreno tiene plantada una higuera en medio de su viña. Año tras año viene a buscar fruto en ella, y no lo encuentra. Su decisión parece la más sensata: la higuera no da fruto y está ocupando terreno inútilmente, lo más razonable es cortarla.

Pero el encargado de la viña reacciona de manera inesperada. ¿Por qué no dejarla todavía? Él conoce aquella higuera, la ha visto crecer, la ha cuidado, no quiere verla morir. Él mismo le dedicará más tiempo y más cuidados, para ver si da fruto.

El relato se interrumpe bruscamente. La parábola queda abierta. El dueño de la viña y su encargado desaparecen de escena. Es la higuera la que decidirá su suerte final. Mientras tanto, recibirá más cuidados que nunca de ese viñador que nos hace pensar en Jesús, “el que ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido”.

Lo que necesitamos hoy en la Iglesia no es solo introducir pequeñas reformas, promover el “aggiornamento” o cuidar la adaptación a nuestros tiempos. Necesitamos una conversión a nivel más profundo, un “corazón nuevo”, una respuesta responsable y decidida a la llamada de Jesús a entrar en la dinámica del reino de Dios.

Hemos de reaccionar antes que sea tarde. Jesús está vivo en medio de nosotros. Como el encargado de la viña, él cuida de nuestras comunidades cristianas, cada vez más frágiles y vulnerables. Él nos alimenta con su Evangelio, nos sostiene con su Espíritu.
Hemos de mirar el futuro con esperanza, al mismo tiempo que vamos creando ese clima nuevo de conversión y renovación que necesitamos tanto y que los decretos del Concilio Vaticano II no han podido hasta hora consolidar en la Iglesia.

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TRES MANERAS DE MORIR Y UNA SOLA DE SALVARSE
José Luis Sicre

El evangelio de hoy es exclusivo de Lucas, sin correspondencias en Mateo y Marcos. Y las tres breves partes en que podemos dividirlo se centran en el mismo tema, muy apropiado a la Cuaresma: la conversión.

Tres maneras de morir

1) Asesinado por Pilato; 2) Aplastado por una torre; 3) Negándonos a convertirnos.

Todo comienza con el aparente deseo de informar a Jesús, galileo, de lo que ha hecho el procurador romano a otros galileos: matarlos mientras ofrecían sacrificios en el templo. Parece un informe imparcial, pero es una trampa muy astuta: nadie le pregunta qué piensa de este hecho; se limitan a contarle el caso. Si responde airadamente, se enemistará con las autoridades; si se calla la boca, se revelará como un mal galileo y un mal israelita.

Para quienes han venido a contarle el caso, todo se juega entre unos galileos muertos, Pilato y Jesús. Ellos se limitan a informar, como la prensa; el caso no les afecta personalmente. Y aquí es donde Jesús va a cazarlos en su propia trampa. Con una ironía muy sutil da por supuesto que sus informadores no le piden una declaración de tipo político (Pilato es un asesino, muerte a los romanos) sino de tipo religioso (esos galileos han muerto por ser pecadores). De hecho, la mayoría de los judíos de la época (y muchos cristianos actuales), consideran que una desgracia es consecuencia de un pecado.

Pero Jesús toma un rumbo completamente distinto. Los importantes no son los galileos muertos, Pilato y Jesús. Los importantes son ellos, los que preguntan, que no pueden considerarse al margen de los acontecimientos. Si piensan que esos galileos eran más pecadores que ellos, se equivocan. También se equivocaron quienes pensaron que los dieciocho aplastados por el derrumbe de la torre de Siloé eran más pecadores que los demás.

La muerte no solo la provocan políticos injustos y criminales (Pilato) o desgracias naturales evitables (la torre). Hay otra amenaza mucho más grave: la que tramamos contra nosotros mismos cuando nos negamos a convertirnos.

Dios pide higos a la higuera, no pide peras al olmo

La historia de los galileos y de la torre la ha utilizado Jesús para avisar seriamente, y por dos veces: “Si no os convertís, todos pereceréis”. Este tono tan amenazador recuerda al de Juan Bautista, cuando clama: «¡Raza de víboras! ¿Quién os ha enseñado a escapar de la condena que se avecina? (…) El hacha está ya aplicada a la cepa del árbol: árbol que no produzca frutos buenos será cortado y arrojado al fuego» (Lc 3,7-9). Quienes conciben a Jesús como un hippy de los años 80 del siglo pasado, repartiendo flores y besos, no han leído nunca el evangelio. Él no ha traído paz, sino espada.

Pero la invitación tan seria a convertirse, con la amenaza de perecer en caso contrario, no debe interpretarse de forma equivocada. Dios no va a caer sobre nosotros como una torre, ni va a mandar a sus ángeles con espadas desenvainadas. Mediante un breve parábola Lucas cuenta cómo nos va a tratar: como un agricultor sensato, realista y paciente.

Sensato, porque solo nos pide lo que podemos dar naturalmente, sin especial esfuerzo. De la higuera solo espera que dé higos, no plátanos ni melones. Lo que espera de nosotros es algo que cada uno debe pensar teniendo en cuenta sus circunstancias familiares y laborales, pero nunca esperará nada que exceda nuestra capacidad.

Realista, porque no se deja engañar. La higuera lleva tres años sin dar fruto. Con él no valen las excusas del mal estudiante que asegura haber trabajado mucho cuando no ha dado golpe en todo el curso. A nosotros podemos engañarnos diciendo que damos fruto; a Dios, no.

Paciente, porque ha esperado ya tres años, y todavía está dispuesto a conceder uno más.

Pero la parábola no habla solo del dueño de la viña. El gran protagonista es el viñador, el que intercede por la higuera y se compromete a cavarla y echarle estiércol. Ya que la higuera nos representa a cada uno de nosotros, el viñador tiene que ser Jesús. Se espera que la higuera produzca fruto no solo por ella misma sino también gracias a su acción.

En definitiva, la parabolita final matiza bastante la dureza de la primera parte del evangelio. Pero matizar no significa anular. Si nos empeñamos en no dar fruto, si no mejora nuestra relación con Dios y con el prójimo, por más que Jesús cave y trabaje, la higuera será cortada.

2ª lectura: Nosotros no somos distintos ni mejores (1 Cor 10,1-6.10-12)

En el evangelio, Jesús advierte a los presentes que no deben considerarse mejores que los asesinados por Pilato o muertos por el derrumbe de la torre. La segunda lectura nos recuerdan que nosotros no somos mejores que el pueblo de Israel. A pesar de tantos beneficios divinos (paso del Mar, maná, agua que brota de la roca), muchos israelitas no agradaron a Dios y terminaron pereciendo en el desierto. Esto debe servirnos de ejemplo y escarmiento. Nos puede ocurrir lo mismo si nos comportamos igual que ellos. Dicho con las palabras del evangelio. “Si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo.”

1ª lectura: Moisés (Ex 3,1-8.13-15)

Tras recordar a Abrahán el domingo pasado, hoy se cuenta la vocación de Moisés. La lectura del Éxodo nos habla de la preocupación de Dios por su pueblo esclavizado en Egipto. La vocación de Moisés será el primer acto de su liberación. Por eso, el estribillo del Salmo repite: “El Señor es compasivo y misericordioso”.

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¿Meros sucesos de crónica o historia de salvación?
Romeo Ballan, mccj

Auschwitz, Hiroshima, Torres Gemelas, terremotos, tsunamis, huracanes, enésimo accidente de la noche del sábado… Y todas las demás víctimas en atentados, masacres, violencias, esclavitudes, epidemias, sida… ¿Quién tiene la culpa de estos males? ¿Es un castigo de Dios? ¿Existe una manera diferente de mirar las desgracias? ¿Pueden ser una invitación a la conversión del corazón? ¿Cómo interpreta Jesús los hechos de este tipo? Estas son algunas de las muchas preguntas que nos hacemos ante males tan grandes. También Jesús estaba atento e informado sobre los hechos del día (Evangelio): reflexiona sobre ellos, los juzga con criterios propios, no según la mentalidad corriente, hace de ellos un análisis crítico, los comenta de manera que hoy diríamos políticamente incorrecta, incómoda, a contracorriente.

Algunos querían involucrar a Jesús en una crítica pública a Pilato por un hecho ciertamente sanguinario y sacrílego (v. 1). La lección que Jesús saca de aquel hecho, así como de la muerte de 18 personas por la caída de la torre de Siloé, sobrepasa la interpretación común de la mayoría: Jesús lee en ellos una invitación de Dios para un cambio de vida, al fin de no perecer todos de la misma manera (v. 3.5). La tentación era doble: en el caso de Pilato, creer que bastaba con rebelarse y suplantar al procurador romano; en el caso de las víctimas de la torre, pensar en seguida en un castigo por un pecado o en una intervención de agentes externos (incluido Dios). Es la reacción más frecuente y más cómoda: acusar a los demás, buscar un culpable externo, pensar que el mal está en las cosas fuera de nosotros, vincular desgracias y enfermedades con culpas cometidas o con un castigo divino… Se trata de actitudes típicas de la mentalidad pagana, que los misioneros encuentran a menudo en ámbitos no cristianos, pero también entre bautizados no plenamente convertidos.

Esta mentalidad, por un lado, nos impide llegar a las causas verdaderas de los males que nos ocurren, sumiéndonos en el fatalismo y en la pasividad; por otro lado, nos induce a la falsa idea de un dios castigador e intervencionista. Jesús nos libera de esa mentalidad; Él va a la raíz de los problemas: invita a convertirse, a cambiar el corazón para que las cosas mejoren. Las cosas van a mejorar, si las personas cambian desde dentro; solo a partir de un cambio del corazón mejorarán las estructuras humanas, religiosas, sociopolíticas. Esta es la noticia buena y nueva: el Evangelio que cambia la mentalidad, el corazón, la vida.

El comentario de Jesús sobre esos sucesos no es una evasión, sino una lectura más profunda. El Evangelio no pasa al margen de la historia, no se limita a rozarla, entra dentro de los hechos, llega a la conciencia de las personas: allí Dios construye su Reino de amor y de libertad. “El Reino de Dios no es algo paralelo a la historia, la interpela y la interpreta. A su vez, los hechos de nuestra vida nos permiten comprender mejor el alcance del mensaje” (Gustavo Gutiérrez). Rozamos aquí la relación, siempre misteriosa, entre la Providencia divina y la autonomía de la historia con sus acontecimientos, que no son, de por sí, portadores de castigo o de premio. El cristiano, con un discernimiento iluminado por la fe, sabe leer en ellos un mensaje, una oportunidad de conversión, el sentido de la existencia humana. El cristiano experimenta que el amor de Dios no nos libera ‘del’ sufrimiento, pero nos acompaña ‘en’ el sufrimiento y lo llena de su presencia.

Ante hechos dolorosos y atroces, no sirve preguntarse: ¿dónde estaba Dios con su omnipotencia? Nos exponemos a olvidar los amplios espacios de libertad que Dios confía al hombre. Solo el hombre es responsable de las injusticias que comete, de los males que no evita, de las desgracias que no previene. Dios no hace morir a gente inocente; Dios no tiene que ver con el derrumbe de una casa. Hermes Ronchi comenta: “¿Dónde estaba Dios? No. ¿Dónde estaba el hombre, ese día? Si el hombre no cambia, si no se convierte en constructor de alianza y de libertad, esta tierra irá a la ruina porque se funda sobre la arena de la violencia y de la injusticia”. Si no se convierten, perecerán todos” (v. 3.5). Por eso, Dios tiene con nosotros misericordia y paciencia: nos regala el tiempo como realidad en la cual se realiza la salvación. Es más, nos da un tiempo adicional, “todavía este año”, para dar fruto (v. 7-9). En el dueño que quiere cortar el árbol (v. 7), podemos ver nuestra falsa idea de un dios castigador, impaciente. Por el contrario, nuestro Dios ama identificarse con el viñador que cultiva y poda la vid para que dé más fruto (cf Jn 15,1-2); Él es el “Dios campesino” enamorado de cada una de sus plantas, que espera con paciencia, dispuesto a dar siempre nuevas oportunidades, nuevos cuidados (podar, cavar alrededor, abonar: v. 8). Dios no se queda en aquello que hemos hecho ayer, nos ofrece nuevas estaciones para que demos mejores productos.

Pablo nos advierte (II lectura) que la experiencia del pueblo de Israel nos sirva de ejemplo y para escarmiento nuestro (v. 6.11): a pesar de que todos fueron testigos y partícipes de incontables obras de Dios en su favor, muchos no agradaron a Dios y se perdieron (v. 5). El mensaje es claro: no ilusionarse con supuestos méritos, sino vivir humildemente con coherencia (v. 12). Siempre con la confianza puesta en Dios, amante y liberador de su pueblo. En efecto, en la zarza que ardía sin consumirse (I lectura) Dios se ha revelado a Moisés como Dios de la vida, Dios de los antepasados (v. 6), Dios que vela opresión de su pueblo, oye sus quejas, conoce sus sufrimientos y se acerca para liberarlo (v. 7-8). Él es el que es (v. 14), Dios presente siempre, en todas partes, con todos. Emmanuel. Presencia creadora y liberadora. El compromiso evangelizador de los grandes misioneros nace siempre, como en Moisés (v. 4-5), de una fuerte experiencia de Dios y de la cercanía al sufrimiento de la gente: este fue el camino de Francisco Javier, Pedro Chanel, Daniel Comboni, Francisca Cabrini, Teresa de Calcuta…


CONVERTIRSE ES ENCONTRAR LA PROPIA IDENTIDAD
Fernando Armellini

En la primera parte del relato (vv. 1-5) se refieren dos sucesos a modo de crónica: un crimen cometido por Pilato y el derrumbamiento accidental de una torre cercana a la piscina de Siloé. El gobernador no era ciertamente un hombre de corazón tierno. Los historiadores le atribuyen varios episodios dramáticos de los que fue protagonista. El Evangelio de hoy narra uno ellos.

Algunos peregrinos venidos de Galilea para ofrecer sacrificios en el templo, probablemente con ocasión de la Pascua, se ven envueltos en un episodio de sangre. La Pascua celebra la liberación de Egipto y es, por tanto, inevitable que despierte en todo israelita deseos de libertad, agudizando el sentimiento de rebelión contra la opresión romana. Es posible que también estos galileos, quizás un poco fanáticos, hayan intercambiado con los soldados romanos algunos insultos y de las palabras hayan pasado a los hechos, primero con gestos provocativos y empujones para terminar en una reyerta.

Pilato, que solía trasladarse de Cesarea a Jerusalén durante las grandes fiestas para asegurar el orden y prevenir revueltas, había impuesto una férrea política de tolerancia cero frente a cualquier señal o incluso amago de rebelión y, en consecuencia, también en esta ocasión hace intervenir al ejército y, sin respeto alguno por el lugar sagrado, masacra a los desventurados galileos. Un gesto brutal y sacrílego, un ultraje al Señor, una provocación al pueblo que considera el templo como morada de su Dios, un lugar donde los mismos sacerdotes tenían que caminar descalzos, incluso en invierno.

¿Por qué el Señor no ha intervenido reduciendo a cenizas a los responsables de este crimen? Los fariseos tienen la respuesta: No hay castigo sin culpa. Si Dios ha permitido que estos galileos hayan sido víctimas de la espada romana, significa que estaban llenos de pecados. Pero ¿cómo aceptar una explicación tan absurda? Para el pueblo, la cosa es clara: el pecador es Pilatos y los malvados son los soldados romanos.

Alguien refiere lo sucedido a Jesús, quizás con la esperanza de oír de su boca una severa condena, una toma de posición anti-romana. Quizás alguno incluso crea de poder contar con él en una revuelta armada. Frente a semejante crimen, piensan, el Maestro no reaccionará invitando al perdón y la paciencia. ¿Qué menos que una indignada declaración contra Pilato?

Jesús sorprende a sus agitados e iracundos interlocutores: no pierde la calma, no sale de su boca ninguna palabra descontrolada. En primer lugar, dice taxativamente que no hay relación alguna entre la muerte de estas personas y los pecados que hayan podido cometer; después, invita a sacar una lección de este acontecimiento. Hay que interpretarlo como una llamada a la conversión.

Para esclarecer más su pensamiento, recurre a otro acontecimiento de crónica: la muerte de dieciocho personas provocada por el desplome de una torre, suceso que tuvo lugar probablemente durante la construcción de un acueducto junto a la piscina de Siloé. Estas personas, dice Jesús, no han sido castigadas a causa de sus culpas: han muerto por una fatalidad; en su lugar podrían haber muerte otros. También este acontecimiento debe ser interpretado como una llamada a la conversión.

La respuesta de Jesús parece eludir el problema. ¿Por qué no toma posición frente a la masacre? Sorprende su respuesta porque Jesús ha ido siempre al grano y ciertamente no tiene miedo de decir lo que piensa. Las estructuras opresivas (y Pilato representa una de ellas) son generalmente muy sólidas, tiene raíces profundas, se defienden con medios potentes. Es una ilusión pensar que se puedan venirse abajo de un momento al otro. Hay muchos que piensan que el recurso a la violencia pueda ser un medio rápido, eficaz y seguro para restablecer la justicia. ¡Es la peor de las soluciones! El uso de la fuerza no produce nada bueno, no resuelve los problemas, crea otros…y más graves.

Jesús no se pronuncia directamente sobre el crimen cometido por Pilato. No quiere dejarse envolver en aquellas inútiles conversaciones en las que todo se reduce a imprecar y maldecir. Él no es insensible, ciertamente, a los sufrimientos y a las desgracias, se conmueve hasta las lágrimas por amor a su tierra. Sin embargo, sabe que la agresividad, el desprecio, la ira, el odio, el deseo de venganza no llevan a ninguna parte; es más, son contraproducentes. Estos sentimientos conducen solamente a gestos desconsiderados que complican aún más la situación.

La llamada de Jesús a la conversión es una invitación a cambiar de manera de pensar. Los judíos cultivaban sentimientos de violencia, venganza, rencor contra los opresores. Éstos no son los sentimientos de Dios. Es urgente que revisen su posición, que renuncien a la confianza que ponen en el uso de la espada. Por desgracia, no están dispuestos a la conversión y así, cuarenta años después, perecerán todos (culpables e inocentes) en una nueva y más grande masacre.

Jesús no busca huir del problema, propone una solución distinta. Rechaza los remedios paliativos. Invita a intervenir sobre la raíz del mal. Es inútil hacerse la ilusión de que la situación pueda cambian simplemente sustituyendo a aquellos que detentan el poder. Si los nuevos gobernantes no tienen un corazón nuevo, si no siguen una lógica distinta, todo seguirá como antes. Sería como cambiar los actores de un espectáculo sin cambiar el texto que deben recitar.

He aquí la razón por la que Jesús no se adhiere a la explosión colectiva de indignación contra Pilato. Jesús invita a la conversión, propone un cambio de mentalidad. Solo quienes se convierten en personas diferentes, solo personas con un corazón nuevo pueden construir un mundo nuevo. Esta es la solución definitiva.

¿Cuánto tiempo tenemos a disposición para realizar este cambio de mentalidad? ¿Puede postergarse algunos meses más, algún año más? A estas preguntas Jesús responde en la segunda parte del evangelio de hoy (vv. 6-9) con la Parábola de la higuera. En la Biblia se habla frecuentemente de este árbol que, dos veces al año, en primavera y en otoño, da frutos dulcísimos. En tiempos antiguos era símbolo de la prosperidad, de la paz (cf. 1 Re 4,25; Is 36,16) En el desierto del Sinaí, los israelitas soñaban con una tierra con abundancia de manantiales de agua, campos de trigo…e higueras (cf. Deut 8,8; Núm 20,5).

El mensaje de la parábola es claro: de quien ha escuchado el mensaje del Evangelio Dios espera frutos deliciosos y abundantes. No quiere prácticas religiosas externas, no se contenta con las apariencias (en primavera la higuera da los frutos incluso antes que las hojas), sino que busca obras de amor. A diferencia de los otros evangelistas, que hablan de una higuera estéril que Jesús ha hecho secar o casi (cf. Mc 11,12-24; Mt 21,18-22), el evangelista de la misericordia, introduce una prórroga: otro mes de espera antes de la intervención definitiva. Lucas presenta a un Dios paciente, tolerante con la debilidad humana, comprensivo con la dureza de nuestra mente y de nuestro corazón.

Esta actitud magnánima, sin embargo, no hay que entenderla como indiferencia frente al mal; no es una aprobación de la negligencia, del desinterés, de la superficialidad. El tiempo de la vida es demasiado precioso como para que se puede desperdiciar, aunque sea un solo instante. Apenas surge la luz de Cristo, es necesario recibirla y seguirla, inmediatamente.

La Palabra es una invitación a considerar la Cuaresma como tiempo de gracia, como un ‘nuevo año precioso’ que le viene concedido a la higuera (cada uno de nosotros) para dar fruto.

www.bibleclaret.org

II Domingo de Cuaresma. Año C

Del Rostro a los rostros

Año C – Cuaresma – 2º domingo
Lucas 9,28-36: “¡Qué bien estamos aquí!”

Nuestro camino cuaresmal prevé varias etapas, seis para ser exactos, tantas como los domingos de la Santa Cuaresma.
Cada año, la Cuaresma nos presenta en el primer domingo el pasaje de las Tentaciones y en el segundo el de la Transfiguración. Estos dos evangelios son fundamentales en el camino cuaresmal, casi como un recordatorio de que la vida cristiana no existe sin tentación, pero tampoco sin momentos de luz y transfiguración.

Este año leemos a San Lucas. La versión de la Transfiguración de Jesús en el Evangelio de Lucas (9,28-36) presenta algunas características peculiares en comparación con los relatos paralelos de Mateo (17,1-8) y Marcos (9,2-8). Tres son las principales peculiaridades del relato de Lucas:

  • El contexto de la oración. Lucas subraya que la Transfiguración ocurre durante la oración: “Jesús tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago y subió al monte a orar. Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió” (Lc 9,28-29). Este es un tema característico de Lucas, quien frecuentemente presenta a Jesús en oración antes de eventos importantes.
  • El tema del diálogo. Solo Lucas especifica el contenido de la conversación entre Jesús, Moisés y Elías: “Hablaban de su éxodo, que iba a cumplirse en Jerusalén” (Lc 9,31). El uso del término “éxodo” es muy significativo: evoca la liberación de Israel de Egipto y prefigura la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús como una nueva liberación.
  • El sueño de los discípulos. Solo Lucas menciona que Pedro, Juan y Santiago se duermen: “Pedro y sus compañeros estaban rendidos de sueño, pero al despertar vieron su gloria” (Lc 9,32). Este episodio anticipa su sueño en el Huerto de los Olivos (Lc 22,45), creando un paralelo entre la Transfiguración y la Pasión.

Una experiencia de belleza y luz

Hemos escuchado en el evangelio el relato de lo sucedido en la montaña. Se trata de una experiencia exaltante de belleza y de luz; una epifanía trinitaria (Jesús, la Voz del Padre y la Nube y la Sombra, símbolos del Espíritu Santo); un encuentro entre lo humano y lo divino; un diálogo entre la Palabra (Cristo), la Torá (Moisés) y los Profetas (Elías); un temor sagrado al entrar en la nube luminosa; una escucha de la Voz que proclama: “Este es mi Hijo, el Elegido; escuchadle”. Aquí se nos ofrece un anticipo de la experiencia de la resurrección de Jesús y de nuestra bienaventuranza.

La fuente de esta luz y belleza es el rostro de Cristo. “El aspecto de su rostro cambió”, dice Lucas. “Su rostro resplandecía como el sol”, dice Mateo (17,2). Todos buscamos ese rostro, como dice el salmista: “Tu rostro, Señor, buscaré” (Salmo 26,8). Ese rostro nos revela nuestra identidad más profunda, nuestro verdadero rostro, oculto detrás de tantas máscaras y disfraces. Del encuentro con Cristo salimos transfigurados, con un rostro radiante, como Moisés cuando salía de la presencia de Dios (Éxodo 34,35).

Solo quien ha contemplado la belleza de ese Rostro puede también reconocerlo en el “Ecce Homo” y en todos los rostros marcados por el sufrimiento y la injusticia.

Espejo de la gloria del Señor

La Transfiguración no es solo el misterio de la metamorfosis de Jesús, sino también de nuestra propia transformación y de toda la realidad que nos rodea. Todo lo que es iluminado por su luz responde revelando su belleza interior y su profunda armonía. La vida cristiana en sí misma es una experiencia de transfiguración continua hasta la transfiguración final de la resurrección, como nos anuncia Pablo en la segunda lectura de hoy: “El Señor Jesucristo… transformará nuestro humilde cuerpo para conformarlo a su cuerpo glorioso” (Filipenses 3,20).

El verbo griego utilizado aquí para ‘transfiguración’ o ‘metamorfosis’, metamorphein, es muy raro en el Nuevo Testamento. Solo aparece aquí, en el relato evangélico de la Transfiguración (Mateo 17,2; Marcos 9,2), y dos veces en los escritos de Pablo (Romanos 12,1-2; 2 Corintios 3,18), siempre en forma pasiva.

Especialmente interesante es la afirmación del apóstol Pablo en 2 Corintios 3,18: “Y todos nosotros, con el rostro descubierto, reflejamos como en un espejo la gloria del Señor y nos vamos transformando en su misma imagen, de gloria en gloria, según la acción del Espíritu del Señor”. Es un texto bellísimo, digno de ser guardado en la memoria del corazón. Aquí es el rostro del cristiano el que es iluminado por la luz del rostro de Cristo y refleja su gloria como un espejo. Esta luz no es un acontecimiento transitorio, sino que opera en nosotros una metamorfosis. Nos convertimos en lo que contemplamos. Si alimentamos nuestra mirada, nuestra imaginación y nuestra alma con imágenes de una belleza superficial y efímera, nos descubriremos desnudos e incluso desfigurados. Si alimentamos el corazón con la verdadera belleza, la reflejaremos en nosotros mismos.

El misterio del Rostro y de los rostros

La montaña de la Transfiguración tiene dos vertientes: la de la subida a la montaña, para contemplar al Señor (experiencias luminosas de oración), y la del descenso al valle, a nuestra vida cotidiana con su monotonía y sus fealdades. Son los dos rostros de la vida, que estamos llamados a reconciliar. El rostro de Cristo, “El más hermoso de los hijos de los hombres” (Salmo 45,3), es el de la Transfiguración y el del Resucitado, pero también el del Siervo de Yahvé que “no tenía apariencia ni belleza para atraer nuestras miradas, ni esplendor para que nos agradara” (Isaías 53,2).

Es fácil decir con Pedro: “¡Señor, qué bien estamos aquí!”. Más difícil es llegar a decir, como el escritor católico británico G.K. Chesterton, al lado de un amigo moribundo, contemplando su rostro pálido por la muerte: “¡Fue hermoso para mí estar allí!”.

Recuerdo un episodio contado por mi compañero, el P. Alex Zanotelli, ocurrido en el barrio marginal de Korogocho, en Nairobi. Cuando preguntó a una joven que estaba muriendo de sida quién era Dios para ella, tras un momento de silencio, le respondió: “¡Dios soy yo!”.

Esta es la meta y la misión del cristiano: reconocer y dar testimonio de la Belleza de Dios en las realidades, incluso en las más dramáticas, de la vida.

Para la reflexión personal de la semana: reflexionar sobre cómo cultivar momentos de exposición a la luz del rostro de Cristo.

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


Se transfiguró
P. Enrique Sánchez González, mccj

”En aquel tiempo, Jesús se hizo acompañar de Pedro, Santiago y Juan, y subió a un monte para hacer oración. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se hicieron blancas y relampagueantes. De pronto aparecieron conversando con él dos personajes, rodeados de esplendor: eran Moisés y Elías. Y hablaban de la muerte que le esperaba en Jerusalén. 
Pedro y sus compañeros estaban rendidos de sueño; pero, despertándose, vieron la gloria de Jesús y de los que estaban con él. Cuando éstos se retiraban , Pedro le dijo a Jesús: “Maestro, sería bueno que nos quedáramos aquí y que hiciéramos tres chozas: una para ti, una para Moisés y otra para Elías”, sin saber lo que decía.
No había terminado de hablar, cuando se formó una nube que los cubrió; y ellos al verse envueltos por la nube se llenaron de miedo. De la nube salió una voz que decía: “Este es mi Hijo, mi escogido; escúchenlo”. Cuando cesó la voz, se quedó Jesús solo. Los discípulos guardaron silencio y por entonces no dijeron a nadie nada de lo que habían visto”. ( Lucas 9, 28-36)

Hace sólo una semana el Evangelio nos presentaba a Jesús en el desierto haciendo la experiencia de las tentaciones. Esas tentaciones nos permitían  ver que Jesús había asumido completamente nuestra condición humana. Jesús se hizo hombre y vivió su condición humana en todo, hasta en la fragilidad y en la pobreza que todos experimentamos cuando nos confrontamos con  nuestras necesidades básicas como son el comer, el ser reconocidos y apreciados, el querer ocupar un lugar en nuestra sociedad y el tener que reconocer a Dios como la presencia que nos hace vivir.
Jesús, venciendo las tentaciones, nos introduce en el camino cuaresmal ayudándonos a entender que lo muy humano que llevamos con nosotros es punto de partida para entender que la plenitud de nuestra existencia la lograremos sólo cuando entendamos que es la presencia de Dios en nosotros lo que nos da una identidad. 
No vivimos de lo que llena el vientre y nuestra seguridad no está en lo que podamos acumular o atesorar en este mundo; lo que nos da seguridad o autoridad no son la apariencia o el poder , sino la capacidad de amar y de servir.
Somos verdaderamente humanos cuando, con humildad y sencillez, aceptamos que vivimos de la Palabra, de la presencia de Dios en nuestros corazones. Y Jesús se pone delante de nosotros en este tiempo para indicarnos el camino a seguir. 
El camino hacia la Pascua es para todos, para quienes nos vamos identificando con la persona de Jesús y poco a poco nos esforzamos por hacer nuestro su estilo de vida, su experiencia humana y divina. Avanzando en el camino cuaresmal nos iremos introduciendo en el misterio de la pasión, de la muerte y de la resurrección del Señor para reconocer en él el don de Dios que se entrega por amor.
El Evangelio de este segundo domingo de cuaresma nos presenta a Jesús en todo el esplendor de su divinidad. La presencia de Moisés y de Elías  nos recuerdan que Dios se había manifestado en el tiempo a través de la Ley que le había sido sido confiada a Moisés y por todo el ministerio de los profetas a quienes representa Elías que había sido llevado al cielo reconociéndole su labor profética. 
Pero ahora aparece ante la mirada de los apóstoles Jesús a quien están llamados a reconocer como aquel en quien la Ley y todo lo que habían anunciado los profetas llega a su cumplimiento. Jesús es reconocido y presentado por su Padre, como su Hijo escogido, el predilecto, dirá en otro pasaje del evangelio. 
Es en Jesús en quien se realiza el plan de Dios y el que llevará a cabo todo lo que el Padre soñó como proyecto de amor por la humanidad. A Jesús es a quien se tiene que escuchar y seguir ahora como al único que nos revela que Dios ha querido entregarse a nosotros por el grande amor que nos tiene.
El Jesús totalmente hombre, el de las tentaciones, y el Jesús plenamente Dios es quien se pone en camino hacia Jerusalén para entregarse, para dejarse maltratar y humillar, para hacer de su vida una ofrenda sobre la cruz. Es él el que resucitará al tercer día después de su muerte para enseñar que todo le fue sometido y entregado por su Padre, para poder manifestar cuánto amor ha tenido Dios por toda la humanidad.
Eso que llamamos el misterio de la redención, los discípulos que habían acompañado a Jesús hasta aquel monte no acababan por entenderlo. ¿Cómo era posible que Dios se entregara de esa manera? ¿Por qué Jesús tendría que pasar por el camino de la cruz? ¿Cómo un Dios tan grande y ten bondadoso podía terminar clavado en una cruz, en la más humillante de las muertes a la que podía ser condenado un ser humano?
Los discípulos que no lograban entender nada de ese misterio iban a necesitar hacer un largo camino que exigiría silencio y contemplación. Exigiría seguimiento y cambio de mentalidad. Obligaría a la fidelidad y a la perseverancia, al abandono y a la confianza total. Y todo ese no se lograría con explicaciones claras y con catequesis profundas. Se necesitaría hacer el mismo camino y pasar por las mismas circunstancias del maestro. Se les exigiría aprender a perder la vida, a renunciar a ellos mismos para ofrecer la propia vida a los demás, en un gesto gratuito de generosidad, pero, sobre todo, de amor.
En el monte de la transfiguración los discípulos entendieron que estaban siendo testigos del amor más grande que ha existido y que existirá en la historia de la humanidad. Dios mismo, en la persona de Jesús se ponía en camino para demostrarnos cuánto amor nos ha tenido. Nos amó tanto que se entregó por nosotros en la sangre que derramó Jesús sobre la cruz. Ahí es en donde se entiende que Dios es amor.
La transfiguración es el segundo momento en el cual el Padre da testimonio de Jesús reconociéndolo como su hijo muy amado que entrega por nosotros. La primera vez fue cuando Jesús se pone en la línea de los pecadores para identificarse con la humanidad frágil y pecadora que necesita del amor redentor que Jesús nos trae. En estos dos momentos el Padre invita a todos los que serán discípulos de Jesús a escucharlo y a seguirlo. Y sabemos que no ha habido otro camino que nos lleve al corazón mismo de Dios. 
Al final del evangelio habrá alguien más que tomara la voz de toda la humanidad para reconocer, en una expresión de fe profunda, que efectivamente Jesús es el Hijo de Dios. Aquel centurión que viendo morir a Jesús con el corazón abierto, fue él quien tomó la palabra para decir algo que nos toca actualizar y pronunciar con nuestras humildes palabras.
El silencio que se apoderó de Pedro, Santiago y de Juan, es la experiencia que estamos invitados a vivir también hoy en el camino que nos toca recorrer con el anhelo de vivir la experiencia de la conversión personal y comunitaria. También hoy, cada uno de nosotros estamos invitados a reconocer cómo Jesús se transfigura ante nosotros para que nos demos cuenta que este es el tiempo adecuado para ponernos en camino. Es el mejor tiempo para liberarnos de todo aquello que nos tiene atorados en nuestras dudas y en nuestros miedos. Es tiempo para reconocer a Jesús como Dios que nos tiende la mano y nos invita a confiar en él.
De lo profundo de nuestras nubes el Señor nos llama a escuchar a su Hijo, a dejar que su Palabra se vaya convirtiendo en cimiento de todo lo que vamos construyendo como proyectos de vida. Escúchenlo, nos dice el Padre, porque sólo él es quien puede abrir caminos de auténtica felicidad, sólo él es quien nos puede hacer libres, sólo él es quien nos puede sacar de nuestras tinieblas y de todo aquello que nos tiene paralizados por tantos miedos que no nos dejan vivir en auténtica fraternidad.
Escúchenlo, para que haciendo caso a sus palabras no se pierdan en los laberintos y en las trampas de este mundo que trata de llevarnos por caminos que no son los de Dios. 
Pidamos al Señor la gracia de la docilidad y de la disponibilidad para ponernos en camino con el corazón lleno de la certeza de que Jesús nos llevará siempre por un camino seguro y que nunca nos defraudará. Que el ejemplo del silencio de los apóstoles nos ayude a crear en nosotros un clima de recogimiento y de oración para que acojamos con gratitud la Palabra que el Señor irá sembrando en nuestros corazones durante nuestro peregrinar cuaresmal.


El rostro del Transfigurado no quiere rostros desfigurados
Romeo Ballan, mccj

¡Contemplar el rostro! La antífona de entrada nos brinda una clave de lectura del Evangelio de la Transfiguración y de otros textos bíblicos y litúrgicos de este domingo: “Busquen mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro”. Una respuesta a tan insistente súplica llega desde un monte, donde Jesús se transfiguró ante tres discípulos escogidos: “el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos” (v. 29). La Transfiguración que los tres evangelistas sinópticos nos narran es un pasaje misterioso, difícil de interpretar, porque presenta una experiencia en el límite entre lo humano y lo divino; usa un lenguaje simbólico, frecuente en la Biblia, toda vez que se habla de manifestaciones de Dios: monte, nube, luz, voz… Para los tres discípulos fue una experiencia fuerte, entusiasmante: Es bueno estarnos aquí, exclama Pedro.

Los evangelistas insisten sobre el resplandor luminoso que manifiesta al exterior la identidad de Jesús; en efecto, la luz es signo del mundo de Dios, del gozo, de la fiesta. Aquí la luz no viene de afuera, sino que mana desde dentro de la persona de Jesús. Con razón, Lucas subraya que Jesús “subió a lo alto de la montaña, paraorar, y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió” (v. 28-29). De la relación con su Padre, Jesús sale dinámicamente transformado: la plena identificación con el Padre resplandece en su rostro. La oración transforma, te cambia la vida, te ayuda a mirar la realidad de manera diferente, con los ojos de la fe. En esa experiencia sobre el monte los discípulos intuyen que el rostro de Jesús revela el rostro de Dios, que ese hombre Jesús es realmente el Mesías. Lo entenderán plenamente cuando Él resucite (cfr. Mt 17,9), y también los discípulos serán radicalmente transformados: entonces lo comprenderán y lo anunciarán a toda criatura (cfr. Mc 16,15).

El camino de transformación interior es el mismo para Jesús que para el discípulo y el apóstol: la oración, vivida como escucha-diálogo de fe y de humilde abandono en Dios, tiene la capacidad de transformar la vida del cristiano y del misionero. En efecto, la oración es la experiencia fundante de la misión. Esta fue también la experiencia de Pedro, muy convencido de no haber seguido “fábulas ingeniosas”, habiendo sido “testigo ocular… estando con Él en el monte santo” (2P 1,16.18). Entre la confusión y el susto (v. 33.34), Pedro hubiera querido evitar ese misterioso éxodo -esa extraña salida que se iba a consumar en Jerusalén- del que hablaban Moisés y Elías con Jesús (v. 31); hubiera querido detener en el tiempo esa hermosa visión del Reino (v. 33) como una perenne fiesta de las Tiendas (Zac 14,16-18). “¡Escúchenlo!” dijo la voz desde la nube (v. 36). Escuchar, contemplar, en silencio… Es esta la primera actitud necesaria en presencia de lo sagrado: de Dios, de la Eucaristía, de los santos…

Pedro ha tenido que salir de sus esquemas mentales -meramente humanos- para entrar en la manera de pensar de Dios (Mt 16,23). Lo mismo ocurrió con Abrahán (I lectura), del cual el segundo domingo de Cuaresma nos suele presentar unos aspectos de la vida (la llamada, el hijo Isaac, la alianza). A Él

-anciano, sin tierra y sin hijos- Dios promete una tierra y una descendencia, pero le pide a cambio la absoluta adhesión del corazón, la fidelidad a la alianza (v. 18). Abrahán aprende que el hecho de creer no es una acción periférica, marginal, sino el desplazamiento del eje de gravedad de la vida sobre Dios. Por la fe, como explica S. Pablo (II lectura), tenemos la fuerza de permanecer firmes en el Señor (v. 4,1) aun en medio de las pruebas, no “como enemigos de la cruz de Cristo” (v. 18), sino como amigos que lo esperan como Salvador (v. 20).

El rostro transfigurado y fascinante de Jesús es un preludio de su realidad post-pascual y definitiva; la misma que se nos ha prometido a nosotros. En esta vocación a la vida y a la gloria se funda la dignidad de cada persona humana, que por ningún motivo ha de sufrir desfiguraciones. Lamentablemente, también hoy, en todos los países, el rostro de Jesús es a menudo desfigurado en muchos rostros humanos, como afirman los Obispos latinoamericanos en el documento de Puebla (México, 1979): rostros de niños enfermos, abandonados, explotados; rostros de jóvenes desorientados y frustrados; rostros de indígenas y de afroamericanos marginados; rostros de campesinos relegados y explotados; rostros de obreros mal retribuidos, desempleados, despedidos; rostros de ancianos marginados de la sociedad familiar y civil (n. 31-43). La lista podría ampliarse con las situaciones que cada cual conoce en su ambiente. Se trata de llamadas apremiantes a la conciencia de los responsables de las naciones y a los misioneros del Evangelio. Misión es devolver y garantizar la dignidad y la sonrisa a los rostros afeados y desfigurados.


ESCUCHAR A JESÚS
José A. Pagola

Los cristianos de todos los tiempos se han sentido atraídos por la escena llamada tradicionalmente “La transfiguración del Señor”. Sin embargo, a los que pertenecemos a la cultura moderna no se nos hace fácil penetrar en el significado de un relato redactado con imágenes y recursos literarios, propios de una “teofanía” o revelación de Dios.

Sin embargo, el evangelista Lucas ha introducido detalles que nos permiten descubrir con más realismo el mensaje de un episodio que a muchos les resulta hoy extraño e inverosímil. Desde el comienzo nos indica que Jesús sube con sus discípulos más cercanos a lo alto de una montaña sencillamente “para orar”, no para contemplar una transfiguración.

Todo sucede durante la oración de Jesús: “mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió”. Jesús, recogido profundamente, acoge la presencia de su Padre, y su rostro cambia. Los discípulos perciben algo de su identidad más profunda y escondida. Algo que no pueden captar en la vida ordinaria de cada día.

En la vida de los seguidores de Jesús no faltan momentos de claridad y certeza, de alegría y de luz. Ignoramos lo que sucedió en lo alto de aquella montaña, pero sabemos que en la oración y el silencio es posible vislumbrar, desde la fe, algo de la identidad oculta de Jesús. Esta oración es fuente de un conocimiento que no es posible obtener de los libros.

Lucas dice que los discípulos apenas se enteran de nada, pues “se caían de sueño” y solo “al espabilarse”, captaron algo. Pedro solo sabe que allí se está muy bien y que esa experiencia no debería terminar nunca. Lucas dice que “no sabía lo que decía”.

Por eso, la escena culmina con una voz y un mandato solemne. Los discípulos se ven envueltos en una nube. Se asustan pues todo aquello los sobrepasa. Sin embargo, de aquella nube sale una voz: “Este es mi Hijo, el escogido. Escuchadle”. La escucha ha de ser la primera actitud de los discípulos.

Los cristianos de hoy necesitamos urgentemente “interiorizar” nuestra religión si queremos reavivar nuestra fe. No basta oír el Evangelio de manera distraída, rutinaria y gastada, sin deseo alguno de escuchar. No basta tampoco una escucha inteligente preocupada solo de entender.

Necesitamos escuchar a Jesús vivo en lo más íntimo de nuestro ser. Todos, predicadores y pueblo fiel, teólogos y lectores, necesitamos escuchar su Buena Noticia de Dios, no desde fuera sino desde dentro. Dejar que sus palabras desciendan de nuestras cabezas hasta el corazón. Nuestra fe sería más fuerte, más gozosa, más contagiosa.

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Comentario sobre el evangelio de la Transfiguración
Mauricio Zundel

La Cruz revela un camino

El comentario más hermoso del Evangelio de la Transfiguración es la frase de una niñita el día de su primera comunión: “¡Él me eclipsa!”¡ Qué profunda experiencia en esa frase! Representa una confidencia tan auténtica y admirable. “A mí ¡Él me eclipsa!”¡ Qué mayor beneficio que ése! ¡Qué gracia más grande, qué realización más profunda para llevar al universo su luz y su alegría!

La Cruz es símbolo de la gracia. Es la señal del cristiano, pero es el aspecto de la Nueva Alianza. La Cruz manifiesta un don infinito de amor que revela la grandeza de Dios y la nuestra. Justamente, lo que la Transfiguración nos muestra es que la Cruz no es el fin sino el camino. Ella revela la libertad infinita de nuestra vida. Es la plenitud, el infinito dentro de nosotros, en cada uno, como un evangelio que debemos llevar y realizar en todo el universo.

El mundo tiene necesidad de un espacio infinito

La ciencia concibió un cerebro electrónico más poderoso que el nuestro. Nos introduce en un universo de robots, en que el hombre se vuelve inútil, en que se puede imaginar una ciencia organizada por autómatas. Y tal mundo es ´legítimo en sí, en la medida en que ofrece a la libertad instrumentos perfectos, pero sin libertad, sin amor, todo eso es caricatura de la vida, todo eso hace imposible el despliegue de energías que hay en nosotros, todo eso no corresponde a los sueños que llevamos en el corazón.

Ese mundo necesita ahora un espacio infinito e ilimitado que sólo nosotros podemos crear. Porque existe un mundo verdadero que aún no existe, pero que será en la medida en que lo querremos. Toda nuestra capacidad de sufrir, todos los desgarres que pueden hacer de nuestra vida un valle de lágrimas, no son sino la revelación en negativo de nuestra capacidad de alegría, de grandeza y de transfiguración. Si el hombre puede sufrir, es que está llamado a una grandeza infinita. Si nos pueden desgarrar, es que tenemos una vocación de bien infinito.

El mundo debe llegar a ser realmente transfigurado

Y ¿Cómo realizar esta vocación de vida? ¿Cómo ser capaz de poseer una libertad cada vez más amplia y más universal? ¿Cuál es el secreto de nuestra grandeza? ¿Cómo será el mundo verdaderamente un mundo transfigurado, ese sol, esa luz, sino por ese Amor del que la niñita decía: “Él me eclipsa” ? la luz solo puede nacer de la distancia de nosotros a nosotros mismos, de la liberación del universo, en el movimiento oblativo de una desapropiación radical. A eso nos invita Cristo, a la alegría, a la apertura del alma, pero justamente por el vacío que se debe realizar en nosotros a fin de dar el espacio en que la grandeza pueda manifestarse y comuni¬carse. ¡Qué de sufrimientos hay en el mundo! ¡Cuánta desesperanza! Pero todo eso puede ser iluminado, todo eso puede convertirse en capacidad creadora en la medida en que el amor de Dios nos anima, en la medida en que lo dejemos comunicar en el silencio del alma, a través de nosotros.

La Cruz es el camino abierto para el advenimiento de un universo transfigurado

¡Ah, cuánta necesidad tiene Dios de nosotros! ¡Y cómo suspira por él la humanidad! Toda nuestra potencia técnica necesita ser equilibrada por el don de un amor sin retorno, y de ese amor solo podemos tomar conciencia y solo podemos ver a Dios en el universo que puede nacer de cada latido de nuestro corazón.

La Cruz no es el fin. El fin es la alegría. El sufrimiento solo puede ser instrumento de nuestra grandeza y, finalmente, nuestra grandeza está en ser espacio de luz y amor, en hacer de nuestra existencia una realidad oblativa y hacer de todo nuestro ser una relación de amor con el Dios que es el eterno Amor. La Cruz no es dolorismo. Es el camino abierto para una libertad creadora y en fin para el advenimiento de un universo transfigurado. “¡Amigo mío, sube más arriba!”

“Él me eclipsa.” Entremos en ese misterio por una desapropiación cada vez más profunda de nosotros mismos. Él es el sol que hace cantar los vitrales. De eso se trata, ¡de que seamos el vitral donde pueda brillar el sol divino! Pidamos a Cristo pidámosle al Señor que nos sane de nosotros mismos y que haga de nosotros un vitral donde transparente el sol divino escondido en nuestros corazones y confiado a la generosidad de nuestro amor.

Homilía en el Cairo, en 1966. Inédita.
http://www.mauricezundel.com


LA ANTICIPACIÓN DEL TRIUNFO DE JESÚS Y DE NUESTRO TRIUNFO
José Luis Sicre

El domingo 1º de Cuaresma se dedica siempre a las tentaciones de Jesús, y el 2º a la transfiguración. El motivo es fácil de entender: la Cuaresma es etapa de preparación a la Pascua; no sólo a la Semana Santa, entendida como recuerdo de la muerte de Jesús, sino también a su resurrección. Este episodio, que anticipa su triunfo final nos ayuda a enfocar adecuadamente estas semanas.

El contexto: la promesa

Jesús ha anunciado que debe padecer mucho, ser rechazado, morir y resucitar. Y ha avisado que quienes quieran seguirle deberán negarse a sí mismos y cargar con la cruz.  Pero tendrán su recompensa cuando él vuelva triunfante. Y añade: «Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán antes de ver el reinado de Dios». ¿Se cumplirá esa extraña promesa?

El cumplimiento: la transfiguración

Seis después tiene lugar este extraño episodio. El relato de Lucas, el que leemos este domingo, podemos dividirlo en dos partes: la subida a la montaña y la visión. Desde un punto de vista litera­rio es una teofanía, una manifestación de Dios, y los evangelistas utilizan los mismos elementos que empleaban los autores del Antiguo Testamento para describirlas. Por eso, antes de analizar cada una de las partes, conviene recordar algunos datos de la famosa teofanía del Sinaí, cuando Dios se revela a Moisés.

La teofanía del Sinaí

Dios no se manifiesta en un espacio cualquiera, sino en un sitio especial, la montaña, a la que no tiene acceso todo el pueblo, sino sólo Moisés, al que a veces acompaña su hermano Aarón (Ex 19,24), o Aarón, Nadab y Abihú junto con los setenta dirigentes de Israel (Ex 24,1). La presen­cia de Dios se expresa mediante la imagen de una densa nube, desde la que habla (Ex 19,9). Es también frecuente que se mencione en este contexto el fuego, el humo y el temblor de la montaña, como símbolo de la gloria y el poder de Dios que se acerca a la tierra. Estos elementos demuestran que los evangelistas no pretenden ofrecer un informe objetivo, “histórico”, de lo ocurrido, sino crear un clima semejante al de las teofanías del Antiguo Testa­mento.

La subida a la montaña

Jesús sólo elige a tres discípu­los, Pedro, Santiago y Juan. Este dato no debemos interpretarlo solo como un privilegio; la idea principal es que va a ocurrir algo tan grande que no puede ser presen­ciado por todos.

Lucas introduce aquí un cambio pequeño, pero importante. Marcos y Mateo dicen que subieron “a una montaña alta y apartada”; Lucas, que “subieron a la montaña para rezar”. La altura y aislamiento del monte no le interesa, lo importante es que Jesús reza en todas las ocasiones trascendentales de su vida.

La visión

En ella hay cuatro elementos que la hacen avanzar hasta su plenitud. El primero es la transformación del rostro y las vestiduras de Jesús. El segundo, la aparición de Moisés y Elías. El tercero, la aparición de una nube luminosa que cubre a los presentes. El cuarto, la voz que se escucha desde el cielo.

1. La transformación de Jesús la expresaba Marcos con estas pala­bras: «En su presencia se transfiguró y sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no es capaz de blanquearlos ningún batanero del mundo» (Mc 9,3). La fuerza recae en la blancura del vestido de Jesús. Lucas, sin embargo, destaca que el cambio se produce mientras Jesús oraba, y se centra en el cambio de su rostro, no en el de sus vestidos: “Y, mientras orabael aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos.” Lucas nos invita a contemplar una escena a cámara lenta, centrada en el primer plano del rostro de Jesús. Es un anticipo de las apariciones de Cristo resucitado, cuando su rostro es difícil de identificar para María Magdalena, los dos de Emaús y los discípulos en el lago.

2. La aparición de Moisés y Elías. Moisés es el gran mediador entre Dios y su pueblo, el profeta con el que Dios hablaba cara a cara. Según la tradición bíblica, sin Moisés no habrían existido el pueblo de Israel ni su religión. Elías es el profeta que salva a esa religión en su mayor momento de crisis, hacia el siglo IX a.C., cuando está a punto de sucumbir por el influjo de la religión cananea. Sin Elías habría caído por tierra toda la obra de Moisés. Por eso los judíos concedían especial importancia a estos dos personajes. El hecho de que se aparezcan ahora a los discípu­los (no a Jesús) es una manera de garantizarles la importancia del personaje al que están siguiendo. No es un hereje ni un loco, no está destruyendo la labor religiosa de siglos, se encuentra en la línea de los antiguos profetas, llevando su obra a plenitud.

En este contexto, las palabras de Pedro proponiendo hacer tres chozas suenan a simple despropósito. Pero son conse­cuencia de lo que ha dicho antes: «qué bien se está aquí». Es preferible quedarse en lo alto del monte a cargar con la cruz y seguir a Jesús hasta la muerte.

3. Como en el Sinaí, el monte queda cubierto por una nube.

4. Las palabras de Dios reproducen exactamente las que se escucharon en el momento del bautismo, cuando Dios presentaba a Jesús como su siervo. Pero aquí se añade un imperativo: “¡Escuchadle!” La orden se relaciona directamente con las anteriores palabras de Jesús, sobre su propio destino y sobre el seguimiento y la cruz de sus discípulos.

Resumen

Este episodio no está contado en beneficio de Jesús, sino como experiencia positiva para los apóstoles. Después de haber escuchado a Jesús hablar de su pasión y muerte, de las duras condiciones que impone a sus seguidores, tienen tres experiencias complementarias: 1) ven a Jesús transfigurado de forma gloriosa; 2) se les aparecen Moisés y Elías; 3) escuchan la voz del cielo.

Esto supone una enseñanza creciente: 1) al ver transformados su rostro y sus vesti­dos tienen la expe­riencia de que su destino final no es el fracaso, sino la gloria; 2) la aparición de Moisés y Elías confirma que Jesús es el culmen de la historia religiosa de Israel y de la revela­ción de Dios; 3) la voz del cielo les enseña que seguir a Jesús no es una locura, sino lo más conforme al plan de Dios.

La anticipación de nuestro triunfo (Filipenses 3,17-4,1)

A la comunidad de Filipos, igual que a otras fundadas por Pablo, llegaron misioneros cristianos, pero de tendencia radical, judaizante; convencidos de salvarse por observar una serie de normas alimentarias (“su Dios es el vientre”) y por la circuncisión (“se glorían de sus vergüenzas”). En consecuencia, aunque no lo reconozcan, para salvarse no es preciso que Jesús muera por nosotros, y “se comportan como enemigos de la cruz de Cristo”.

Frente a esta postura, los filipenses, seguidores de Pablo, no aspiran a cosas terrenas sino que aguardan a un salvador, Jesús, que transformará nuestro cuerpo humilde a semejanza del suyo glorioso. Esta promesa de la transformación de nuestro cuerpo es la que ha movido a elegir esta lectura, en paralelo con la del evangelio: la transfiguración de Jesús no solo anticipa su gloria sino también la nuestra.

La teofanía a Abrahán (Gn 15, 5-12. 17-18)

Abrahán, presentado como un pastor seminómada, recibe las dos mayores promesas que puede desear: una descendencia numerosa y una tierra donde asentarse. El texto podemos dividirlo en tres partes: la primera promete una descendencia numerosa como las estrellas; la segunda, la tierra (sin concretar de qué tierra se trata, se supone que la de Canaán); la tercera une los dos temas: la descendencia de Abrahán heredará la tierra (en este caso se le atribuye una extensión fabulosa).

No consigo entender por qué se ha elegido esta lectura. Probablemente porque la sección central hace referencia a una teofanía, y se la ha visto en paralelo con la transfiguración de Jesús. Pero cualquier parecido entre ambos relatos es pura coincidencia.

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LAS MISTERIOSAS RAZONES DEL CORAZÓN
Fernando Armellni

Introducción

“Perder la cabeza por alguien” significa, en lenguaje popular, enamorarse. El impulso de amar no niega lo racional, lo sobrepasa, abre horizontes, remonta el vuelo hacia un mundo de insospechadas emociones.

La fe es una elección ponderada. Jesús lo advierte a aquellos que quieren convertirse en discípulos suyos: “Si uno de ustedes pretende construir una torre, ¿no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? (Lc 14,28). Pero es también un fiarse completa e incondicionalmente de Dios, un impulso de entrega hacia Él que requiere, por consiguiente, despojarse de este mundo y de su lógica. Es un perder la cabeza.

Francisco de Asís, presentándose desarmado al Sultán de Egipto durante la Cruzada, fue objeto de burla y tomado por loco por los cruzados. No estaba loco; simplemente seguía una lógica distinta; estaba enamorado de Cristo y creía verdaderamente en el Evangelio.

En lenguaje del Antiguo Testamento, para referir a este “perder la cabeza” se emplea la imagen del duermevela o del sueño. Durante “el sueño” de Adán es creada la mujer (cf. Gén 2,21); cuando “la modorra” se apodera de Abrahán, el Señor establece un pacto con él (primera lectura de hoy); en el monte de la Transfiguración, los tres discípulos contemplan la gloria del Señor cuando “son vencidos por el sueño” (evangelio de hoy). Parece como si el debilitarse u ofuscarse de las facultades del hombre es premisa necesaria para las revelaciones e intervenciones de Dios.

Es verdad: Solo quien pierde la cabeza por Cristo puede creer que, muriendo por amor, se llega a la Vida.

Evangelio: Lucas 9,28b-36

Este pasaje ha sido interpretado por algunos como una breve anticipación de la experiencia del paraíso, concedida por Jesús a un número restringido de amigos para prepararlos a soportar la dura prueba de su Pasión y muerte. Hay que estar siempre muy atentos cuando nos acercamos a un texto evangélico porque lo que a primera vista parece una crónica del acontecimiento puede revelarse, después de un examen más detenido, como un texto denso de teología redactado según los cánones del lenguaje bíblico. El relato de la Transfiguración, referido de manera casi idéntica por Mateo, Marcos y Lucas, es un ejemplo esclarecedor.

Hoy nos detendremos sobre algunos detalles significativos que solamente se encuentran en la versión de Lucas. Solo este evangelista especifica la razón por la que Jesús sube a la montaña: para orar (v. 28). Jesús solía dedicar mucho tiempo a la oración. No sabía desde el principio cómo se desarrollaría su vida, no conocía el destino que le esperaba; lo fue descubriendo gradualmente a través de las iluminaciones que recibía durante la oración.

Es en uno de esos momentos particularmente intensos que Jesús se da cuenta de que ha sido llamado a salvar a los hombres no a través del triunfo sino de la derrota. Hacia la mitad de su evangelio, Lucas comienza a revelar las primeras señales de fracaso: las multitudes, primero entusiastas, abandonan a Jesús; hay quienes lo toman por un exaltado, como un subversivo; sus enemigos comienzan a tramar su muerte. Es comprensible, pues, que él se interrogue sobre el camino que el Padre quiere que recorra. Por esto “subió a una montaña para orar”.

Durante la oración su rostro “cambió de aspecto” (v. 29). Este esplendor es signo de la gloria que envuelve a quien está unido a Dios. También el rostro de Moisés resplandecía cuando entraba en diálogo con el Señor (cf. Éx 34,29-35).

Todo auténtico encuentro con Dios deja alguna huella visible en el rostro humano. Después de una celebración de la Palabra vivida intensamente, todos regresamos a casa más felices, más serenos, más buenos, más sonrientes, más dispuestos a ser tolerantes, comprensivos, generosos; salimos con caras más relajadas que parecen reflejar una luz interior. La luz sobre el rostro de Jesús indica que, durante la oración, ha comprendido y hecho suyo el proyecto del Padre; ha comprendido que su sacrificio no terminaría con la derrota sino con la gloria de la Resurrección.

Durante la experiencia espiritual de Jesús, aparecen dos personajes: Moisés y Elías (vv. 30-31). Son el símbolo de la Ley y de los profetas y representan al Antiguo Testamento. Todos los libros sagrados de Israel tienen como objetivo conducirnos a dialogar con Jesús, están orientados hacia Él. Sin Jesús, el Antiguo Testamento es incomprensible, pero también Jesús, sin el Antiguo Testamento, permanece en un misterio. En el día de Pascua, para hacer comprender a sus discípulos el significado de su muerte y Resurrección, Jesús recurrirá al Antiguo Testamento: “Comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que en toda la Escritura se refería a él” (Lc 24,27).

También Marcos y Mateo introducen a Moisés y Elías, pero solamente Lucas recuerda el tema de su diálogo con Jesús: hablaban de su éxodo, es decir del paso de este mundo al Padre. La luz que le ha desvelado a Jesús su misión ha venido de la Palabra de Dios contenida en el Antiguo Testamento. Es allí que Él ha descubierto que el Mesías no estaba destinado al triunfo sino a la derrota; que tenía que sufrir mucho, ser humillado, rechazado por los hombres, como se dice del Siervo del Señor (cf. Is 53).

Los tres discípulos, Pedro Santiago y Juan, no comprenden nada de lo que está sucediendo (vv. 32-33). Son invadidos por el sueño. Es difícil pensar, aunque alguno así lo haya hecho, que los discípulos se adormecieran por la subida fatigosa a la montaña o porque la escena se desarrollara de noche (v. 37). No lo pide el contexto.

Caigamos en la cuenta de un detalle: en los pasajes del Evangelio que hacen alguna referencia a la Pasión y muerte de Jesús, estos tres discípulos son siempre víctimas del sueño. También en el huerto de los Olivos se dejan vencer por el sueño (cf. Mc 14,32-42; Lc 22,45). Es extraño que siempre en los momentos cruciales sientan esa irresistible necesidad de dormitar.

El sueño es frecuentemente usado por los autores bíblicos en sentido simbólico. Pablo, por ejemplo, escribe a los romanos: “Ya es hora de despertar del sueño… la noche está avanzada, el día se acerca” (Rom 13,11-12). Con esta llamada urgente, el Apóstol quiere sacudir a los cristianos del sopor espiritual, invitándolos a abrir la mente para comprender y asimilar la propuesta moral del Evangelio.

En nuestro relato, el sueño indica la incapacidad de los discípulos de entender y aceptar que el Mesías de Dios deba pasar a través de la muerte para entrar en su gloria. Cuando Jesús realiza prodigios, cuando la multitud lo aclama, los tres apóstoles se muestran bien despiertos; pero cuando Jesús comienza a hablar del don de la vida, de la necesidad de ocupar el último puesto, de convertirse en siervos, no quieren entender, lentamente cierran los ojos y se quedan dormidos… para continuar soñando con aplausos y triunfos.

Las tres tiendas son el detalle más difícil de explicar (incluso el evangelista anota que ni siquiera Pedro, que es el que ha hablado, sabía lo que estaba diciendo). Quien construye una tienda o cabaña en un lugar lo hace con la intención de quedarse allí, al menos por un tiempo. Jesús, por el contrario, está siempre de camino: debe realizar un ‘éxodo’ –dice el evangelio de hoy– y los discípulos son invitados a seguirlo. Las tres tiendas quizás indiquen el deseo de Pedro de quedarse para perpetuar la alegría experimentada en un momento de intensa oración con el Maestro.

Para comprenderlo mejor, podemos recurrir a nuestra experiencia: después de haber dialogado largamente con el Señor, nos cuesta regresar a la vida ordinaria. Los problemas y dramas concretos que debemos afrontar nos asustan. Sabemos, sin embargo, que la escucha de la palabra de Dios no lo es todo. No se puede uno pasar toda la vida en la iglesia o en la casa de retiros espirituales; es necesario salir para encontrarse y servir a los hermanos, ayudar a quien sufre, acercarnos a quienes tienen necesidad de amor. Después de haber descubierto en la oración la senda a recorrer, hay que ponerse a caminar con Jesús que sube a Jerusalén para dar la vida.

La nube (v. 34), especialmente cuando se posa sobre la cima de un monte, indica, según el lenguaje bíblico, la presencia invisible de Dios. La referencia a la nube es frecuente en el Antiguo Testamento, sobre todo en el Éxodo: Moisés entra en la nube que cubre el monte (cf. Éx 24,15-18), la nube desciende sobre la Tienda del Encuentro y Moisés no puede entrar porque en ella está presente el Señor (cf. Éx 40,34). Pedro, Santiago y Juan son introducidos en el mundo de Dios y allí reciben la iluminación que les hará comprender el camino del Maestro: el conflicto con el poder religioso, la persecución, la Pasión y la muerte. Intuyen al mismo tiempo que ese será también su destino… y tienen miedo.

De la nube sale una voz (v. 35): es la interpretación de Dios de todo lo que le ocurrirá a Jesús. Para los hombres será un derrotado, para el Padre será el Elegido, el Siervo Fiel en quien se complace. Agradable al Señor es quien sigue las huellas de este Siervo Fiel. Escúchenlo –dice la voz del cielo– aun cuando parezca proponer caminos demasiado difíciles, sendas demasiado estrechas, elecciones paradójicas y humanamente absurdas.

Al término del episodio (v. 36), Jesús se queda solo. Moisés y Elías desaparecen. Este detalle indica la función del Antiguo Testamento: llevar a Jesús, hacer comprender a Jesús. Al final, todos los ojos deben fijarse solo en Él.

No es fácil creer en la revelación de Jesús y aceptar su propuesta de vida. No es fácil seguirlo en su “éxodo”. Fiarse de Él es muy arriesgado: es verdad que promete una gloria futura, pero lo que el hombre experimenta aquí y ahora es la renuncia, el don gratuito de sí mismo. La semilla arrojada en tierra está destinada a producir mucho fruto; pero, hoy, lo que le espera es la muerte. ¿Cuándo y cómo podrá ser asimilada esta sabiduría de Dios tan contraria a la lógica del hombre?

La respuesta viene dada en el detalle, aparentemente superfluo, con que se inicia el evangelio de hoy. Lucas sitúa el episodio de la Transfiguración ocho días después de que Jesús hubiera hecho el dramático anuncio de su Pasión, muerte y Resurrección, ocho días después de haber presentado las condiciones para quien quiera seguirlo: “niéguese a sí mismo, cargue con su cruz cada día” (Lc 9,22-27).

El octavo día tiene para los cristianos un significado preciso: es el día después del sábado, el «Día del Señor», el día en que la comunidad se reúne para escuchar la Palabra y partir el Pan (cf. Lc 24,13).

Y esto es lo que quiere decir Lucas con la referencia al octavo día: cada Domingo los discípulos que se reúnen para celebrar la Eucaristía suben “a la montaña”, ven el rostro transfigurado del Señor, es decir, Resucitado, comprenden en la fe que su “éxodo” no ha concluido con la muerte y oyen de nuevo la voz del cielo que les dirige la invitación: “¡Escúchenlo!”. Pedro, Santiago y Juan, después de bajar de la montaña, “guardaron silencio y, por entonces, no contaron a nadie lo que habían visto” (v. 27). No podían hablar de lo que no habían comprendido: el éxodo de Jesús no se había cumplido todavía.

Nosotros hoy, saliendo de nuestras iglesias, podemos, por el contrario, anunciar a todos lo que la fe nos ha hecho comprender: quien da la vida por amor entra en la gloria de Dios.

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I Domingo de Cuaresma. Año C

Cuaresma: ¡La conversión ecológica del espíritu!

Año C – Cuaresma – 1º domingo
Lucas 4,1-13: “No solo de pan vivirá el hombre”

Con la imposición de las cenizas el pasado miércoles, hemos entrado en el tiempo santo de la Cuaresma. Este período vuelve cada año y podría parecer una simple repetición, como el cambio de las estaciones, pero en realidad siempre es diferente, porque nunca nos encuentra en la misma condición que el año anterior y trae una nueva gracia para cada uno de nosotros.

La palabra Cuaresma proviene del latín quadragesima, que significa “cuadragésimo día” antes de Pascua, indicando así la duración de este período litúrgico. Los cuarenta días se cuentan desde el Miércoles de Ceniza hasta el Domingo de Ramos, que marca el inicio de la Semana Santa. Hay un vínculo simbólico entre estos dos momentos: las cenizas utilizadas en el rito del Miércoles de Ceniza se obtienen (si es posible) de la quema de los ramos de palma bendecidos el año anterior.

Técnicamente, los días entre el Miércoles de Ceniza y el Domingo de Ramos son 39 según nuestra forma de contar, pero 40 según el cálculo bíblico, que incluye tanto el primer como el último día de la serie. Otro método de conteo excluye los domingos – que siempre tienen una connotación pascual – y hace que la Cuaresma termine con el Domingo de Pascua.

El número cuarenta tiene un fuerte valor simbólico en la Biblia. Encontramos esta cifra en varios episodios significativos: los cuarenta años de camino de Israel en el desierto, los cuarenta días de marcha del profeta Elías hacia el monte Sinaí, los cuarenta días concedidos a Nínive para convertirse y los cuarenta días que Jesús pasó en el desierto entre su bautismo y el inicio de su ministerio público.

1. ¡De las cenizas al fuego!

La liturgia nos hace comenzar la Cuaresma con un signo muy fuerte: ¡la imposición de las cenizas! Las cenizas simbolizan nuestra realidad: una vida apagada, reducida a un residuo de sueños y esperanzas desvanecidos, inmersa en una rutina monótona, marcada por necesidades y deberes, sin nada que pueda despertar un entusiasmo y una alegría duraderos, capaces de resistir el impacto de las pruebas de nuestra existencia. Tal vez el fuego aún arde bajo las cenizas, pero sin alimento se está apagando y amenaza con extinguirse. Necesitamos un soplo de viento fuerte y decidido que barra las cenizas y reavive el fuego. Esta es la obra del Espíritu, que en este tiempo santo actúa con intensidad para llevarnos al Fuego nuevo de la Noche de Pascua.

2. El domingo de las tentaciones

El Evangelio del primer domingo de Cuaresma siempre nos presenta el episodio de las tentaciones de Jesús, según los tres evangelios sinópticos. Justo después del bautismo, que marca un punto de inflexión decisivo en su vida y misión, Jesús es conducido por el Espíritu al desierto de Judea, cerca del Mar Muerto. Allí lo espera Satanás, el “adversario”.

Este año leemos la versión de San Lucas. Después de la experiencia de intimidad trinitaria, Jesús es “impulsado fuera” para afrontar la dureza de la vida, en una profunda solidaridad con la humanidad. El Espíritu Santo no mantiene al creyente “seguro”, quizás en una “iglesia fortaleza” protegida de todo riesgo, sino que lo lanza al mundo, al corazón de la batalla contra el mal.

Hoy, junto con Jesús, también nosotros somos conducidos por el Espíritu al desierto para afrontar la tentación. La Cuaresma es un gimnasio de ejercicios espirituales para aprender con Cristo a desenmascarar a la serpiente, evitar sus trampas mortales y derrotarla.

3. Las tres tentaciones cardinales

Jesús es sometido a tres tentaciones: la del Pan, la del Poder y la del Prestigio. Representan el compendio o la matriz de todas las tentaciones de la vida humana. Por eso podemos decir que son las tres tentaciones cardinales, los ejes de toda tentación. Se refieren a los tres ámbitos fundamentales de nuestras relaciones: con los bienes, con los demás y con Dios.

El texto sagrado dice que Jesús fue “tentado por el diablo”. La palabra “Diablo” (del griego diábolos y del hebreo satan) significa “el que divide”. Ese es el objetivo último del tentador: ¡dividirnos! Dividirnos interiormente, separarnos unos de otros y alejarnos de Dios.

¿Cómo lleva a cabo su plan? Se presenta como un consejero, proponiendo a Jesús el método más eficiente y rápido para convertirse en un Mesías exitoso, el Rey de reyes que el pueblo esperaba.

El tentador intenta llevar a Jesús a evadir su condición humana y a aprovechar los privilegios y poderes de su condición divina: “¿Tienes hambre? ¡Di a esta piedra que se convierta en pan!”. Pero Jesús se niega a hacer trampa. ¿Cuántas veces el diablo nos ha sugerido también a nosotros aprovechar nuestra posición para obtener privilegios?

El diablo incluso se presenta como colaborador de Jesús, ofreciéndole poder y gloria sobre todos los reinos del mundo. Pero para aceptar, Jesús debería adoptar métodos diabólicos: imponerse con la fuerza, usar la violencia, pisotear a los demás, aliarse con los poderosos… ¡Cuántas veces, a lo largo de la historia, la Iglesia ha caído en esta trampa! ¡Cuántas veces también nosotros, “por un bien mayor”, hemos recurrido a medios equivocados! Mientras exista un poder dominador, habrá injusticia, y el Reino de Dios no podrá realizarse.

La tercera tentación es la más alta y ocurre en Jerusalén, la ciudad donde Jesús concluirá su vida. Poner a Dios a prueba, como hizo Israel en el desierto: “¿Está el Señor en medio de nosotros, sí o no?” (Éxodo 17,7). ¿Cuántas veces también nosotros hemos puesto a Dios a prueba, pidiendo señales o intervenciones para resolver nuestros problemas? En el fondo, esto significa instrumentalizar a Dios, reduciéndolo a un ídolo.

4. La ecología del espíritu

Vencer estas tres tentaciones significa emprender una auténtica y profunda conversión ecológica: restablecer una relación sana y correcta con la tierra, con las personas y con Dios. Las tres prácticas cuaresmales pueden ayudarnos en este camino:

  • El ayuno nos recuerda que la tierra no es un simple “bien de consumo”. Las criaturas tienen su propia consistencia, vida y belleza, que deben ser respetadas. No existen para ser devoradas por nuestro apetito voraz e insaciable.
  • La caridad nos recuerda que la relación auténtica con los demás es la del amor y el servicio, testimoniada por Jesús. Todo poder dominador es diabólico.
  • La oración nos invita a renovar nuestra relación personal con Dios en la gratuidad amorosa y en la confianza filial.

Para la reflexión personal

  1. Prepara tu programa cuaresmal. Simple, como un recordatorio constante para aprovechar este “tiempo fuerte” de gracia.
  2. Lee y medita el mensaje del Papa para la Cuaresma: haz clic aquí.

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


NO DESVIARNOS DE JESÚS
José Antonio Pagola

Las primeras generaciones cristianas se interesaron mucho por las pruebas que tuvo que superar Jesús para mantenerse fiel a Dios y para vivir siempre colaborando en su proyecto de una vida más humana y digna para todos.

El relato de las tentaciones de Jesús no es un episodio aislado que acontece en un momento y en un lugar determinados. Lucas nos advierte que, al terminar estas tentaciones, “el diablo se alejó de él hasta el momento oportuno”. Las tentaciones volverán en la vida de Jesús y en la de sus seguidores.

Por eso, los evangelistas colocan el relato antes de narrar la actividad profética de Jesús. Sus seguidores han de conocer bien estas tentaciones desde el comienzo, pues son las mismas que ellos tendrán que superar a lo largo de los siglos, si no quieren desviarse de él.

En la primera tentación se habla de pan. Jesús se resiste a utilizar a Dios para saciar su propia hambre: “No solo de pan vive el hombre”. Lo primero para Jesús es buscar el reino de Dios y su justicia: que haya pan para todos. Por eso acudirá un día a Dios, pero será para alimentar a una muchedumbre hambrienta.

También hoy nuestra tentación es pensar solo en nuestro pan y preocuparnos exclusivamente de nuestra crisis. Nos desviamos de Jesús cuando nos creemos con derecho a tenerlo todo y olvidamos el drama, los miedos y sufrimientos de quienes carecen de casi todo.
En la segunda tentación se habla de poder y de gloria. Jesús renuncia a todo eso. No se postrará ante el diablo que le ofrece el imperio sobre todos los reinos del mundo. Jesús no buscará nunca ser servido, sino servir.

También hoy se despierta en algunos cristianos la tentación de mantener como sea, el poder que ha tenido la Iglesia en tiempos pasados. Nos desviamos de Jesús cuando presionamos las conciencias tratando de imponer a la fuerza nuestras creencias. Al reino de Dios le abrimos caminos cuando trabajamos por un mundo más compasivo y solidario.

En la tercera tentación se le propone a Jesús que descienda de manera grandiosa ante el pueblo, sostenido por los ángeles de Dios. Jesús no se dejará engañar. Aunque se lo pidan, no hará nunca un signo espectacular del cielo. Se dedicará a hacer signos de bondad para aliviar el sufrimiento y las dolencias de la gente.

Nos desviamos de Jesús cuando confundimos nuestra propia ostentación con la gloria de Dios. Nuestra exhibición no revela la grandeza de Dios. Solo una vida de servicio humilde a los necesitados manifiesta y difunde su amor.

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Tres tentaciones que buscan degradar y degradarnos
Papa Francisco 

El miércoles pasado hemos comenzado el tiempo litúrgico de la cuaresma, en el que la Iglesia nos invita a prepararnos para celebrar la gran fiesta de la Pascua. Tiempo especial para recordar el regalo de nuestro bautismo, cuando fuimos hechos hijos de Dios. La Iglesia nos invita a reavivar el don que se nos ha obsequiado para no dejarlo dormido como algo del pasado o en un «cajón de los recuerdos». Este tiempo de cuaresma es un buen momento para recuperar la alegría y la esperanza que hace sentirnos hijos amados del Padre. Este Padre que nos espera para sacarnos las ropas del cansancio, de la apatía, de la desconfianza y así vestirnos con la dignidad que solo un verdadero padre o madre sabe darle a sus hijos, las vestimentas que nacen de la ternura y del amor.

Nuestro Padre es el Padre de una gran familia, es nuestro Padre. Sabe tener un amor único, pero no sabe generar y criar «hijos únicos». Es un Dios que sabe de hogar, de hermandad, de pan partido y compartido. Es el Dios del Padre nuestro, no del «padre mío» y «padrastro vuestro».

En cada uno de nosotros anida, vive, ese sueño de Dios que en cada Pascua, en cada eucaristía lo volvemos a celebrar, somos hijos de Dios. Sueño con el que han vivido tantos hermanos nuestros a lo largo y ancho de la historia. Sueño testimoniado por la sangre de tantos mártires de ayer y de hoy.

Cuaresma, tiempo de conversión, porque a diario hacemos experiencia en nuestra vida de cómo ese sueño se vuelve continuamente amenazado por el padre de la mentira —escuchamos en el Evangelio lo que hacía con Jesús—, por aquel que busca separarnos, generando una familia dividida y enfrentada. Una sociedad dividida y enfrentada. Una sociedad de pocos y para pocos. Cuántas veces experimentamos en nuestra propia carne, o en la de nuestra familia, en la de nuestros amigos o vecinos, el dolor que nace de no sentir reconocida esa dignidad que todos llevamos dentro. Cuántas veces hemos tenido que llorar y arrepentirnos por darnos cuenta de que no hemos reconocido esa dignidad en otros. Cuántas veces —y con dolor lo digo— somos ciegos e inmunes ante la falta del reconocimiento de la dignidad propia y ajena.

Cuaresma, tiempo para ajustar los sentidos, abrir los ojos frente a tantas injusticias que atentan directamente contra el sueño y el proyecto de Dios. Tiempo para desenmascarar esas tres grandes formas de tentaciones que rompen, dividen la imagen que Dios ha querido plasmar.

Las tres tentaciones de Cristo.
Tres tentaciones del cristiano que intentan arruinar la verdad a la que hemos sido llamados.
Tres tentaciones que buscan degradar y degradarnos.

Primera, la riqueza, adueñándonos de bienes que han sido dados para todos y utilizándolos tan sólo para mí o «para los míos». Es tener el «pan» a base del sudor del otro, o hasta de su propia vida. Esa riqueza que es el pan con sabor a dolor, amargura, a sufrimiento. En una familia o en una sociedad corrupta, ese es el pan que se le da de comer a los propios hijos. Segunda tentación, la vanidad, esa búsqueda de prestigio en base a la descalificación continua y constante de los que «no son como uno». La búsqueda exacerbada de esos cinco minutos de fama que no perdona la «fama» de los demás, y, «haciendo leña del árbol caído», va dejando paso a la tercera tentación, la peor, la del orgullo, o sea, ponerse en un plano de superioridad del tipo que fuese, sintiendo que no se comparte la «común vida de los mortales», y que reza todos los días: «Gracias te doy, Señor, porque no me has hecho como ellos».

Tres tentaciones de Cristo.
Tres tentaciones a las que el cristiano se enfrenta diariamente.
Tres tentaciones que buscan degradar, destruir y sacar la alegría y la frescura del Evangelio. Que nos encierran en un círculo de destrucción y de pecado.

Vale la pena que nos preguntemos:

¿Hasta dónde somos conscientes de estas tentaciones en nuestra persona, en nosotros mismos?
¿Hasta dónde nos hemos habituado a un estilo de vida que piensa que en la riqueza, en la vanidad y en el orgullo está la fuente y la fuerza de la vida?
¿Hasta dónde creemos que el cuidado del otro, nuestra preocupación y ocupación por el pan, el nombre y la dignidad de los demás son fuente de alegría y esperanza?

Hemos optado por Jesús y no por el demonio. Si nos acordamos de lo que escuchamos en el Evangelio, Jesús no le contesta al demonio con ninguna palabra propia, sino que le contesta con las palabras de Dios, con las palabras de la Escritura. Porque, hermanas y hermanos, metámoslo en la cabeza, con el demonio no se dialoga, no se puede dialogar, porque nos va a ganar siempre. Solamente la fuerza de la Palabra de Dios lo puede derrotar. Hemos optado por Jesús y no por el demonio; queremos seguir sus huellas pero sabemos que no es fácil. Sabemos lo que significa ser seducidos por el dinero, la fama y el poder. Por eso, la Iglesia nos regala este tiempo, nos invita a la conversión con una sola certeza: Él nos está esperando y quiere sanar nuestros corazones de todo lo que degrada, degradándose o degradando a otros. Es el Dios que tiene un nombre: misericordia. Su nombre es nuestra riqueza, su nombre es nuestra fama, su nombre es nuestro poder y en su nombre una vez más volvemos a decir con el salmo: «Tú eres mi Dios y en ti confío». ¿Se animan a repetirlo juntos? Tres veces: «Tú eres mi Dios y en ti confío». «Tú eres mi Dios y en ti confío». «Tú eres mi Dios y en ti confío».

Que en esta Eucaristía el Espíritu Santo renueve en nosotros la certeza de que su nombre es misericordia, y nos haga experimentar cada día que «el Evangelio llena el corazón y la vida de los que se encuentran con Jesús», sabiendo que con Él y en Él «siempre nace y renace la alegría» (Evangelii gaudium, 1).

México, 14.2.2016


LAS TENTACIONES DE JESÚS
José Luis Sicre

El primer domingo de Cuaresma se dedica siempre a recordar el episodio de las tentaciones de Jesús. También los evangelios sinópticos abren la vida pública de Jesús con ese famoso episodio. Es un relato programático, para que el lector del evangelio sepa desde el primer momento cómo orienta Jesús su actividad y los peligros que corre en ella. Para eso, enfrentan a Jesús con Satanás, que encarna a todas las fuerzas de oposición al plan de Dios, y que intentará apartar a Jesús de su camino.

Marcos habla de ellas de forma escueta y misteriosa: “En seguida el Espíritu lo empujó al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, y Satanás lo ponía a prueba; estaba con las fieras y los ángeles le servían” (Mc 1,12-13). Tenemos los datos básicos que recogerán todos los evangelios (menos Juan, que no habla de las tentaciones): lugar (desierto), duración (40 días), la prueba. Pero Mc no habla del ayuno ni concreta en qué consistían las  tentaciones; y el servicio de los ángeles es continuo durante esos días.

Mateo y Lucas, utilizando una tradición paralela, han completado el relato de Marcos con las tres famosas tentaciones que todos conocemos; al mismo tiempo, presentan a Jesús ayunando durante esos cuarenta días (igual que Moisés en el Sinaí) y relegan el servicio de los ángeles al último momento.

Las tentaciones empalman directamente con el episodio del bautis­mo y explican cómo entiende Jesús lo que dijo en ese momento la voz del cielo: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”. ¿Significa esto que la vida de Jesús vaya a ser cómoda y maravillosa como la de un príncipe? 

1ª tentación: utilizar el poder en beneficio propio

Partiendo del hecho normal del hambre después de cuarenta días de ayuno, la primera tentación es la de utilizar el poder en beneficio propio. Es la tentación de las necesidades imperiosas, la que sufrió el pueblo de Israel repetidas veces durante los cuarenta años por el desierto. Al final, cuando Moisés recuerda al pueblo todas las penalidades sufridas, le explica por qué tomó el Señor esa actitud: “(Dios) te afligió, haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con el maná, para enseñarte que no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Dios” (Dt 8,3). En la experiencia del pueblo se han dado situaciones contrarias de necesidad (hambre) y superación de la necesidad (maná). De ello debería haber aprendido dos cosas. La primera, a confiar en la providencia. La segunda, que vivir es algo mucho más amplio y profundo que el simple hecho de satisfacer las necesidades primarias. En este concepto más rico de la vida es donde cumple un papel la palabra de Dios como alimento vivificador. En realidad, el pueblo no aprendió la lección. Su concepto de la vida siguió siendo estrecho y limitado. Mientras no estuviesen satisfechas las necesidades primarias, carecía de sentido la palabra de Dios. 

Lo que acabo de decir refleja el gran problema teológico de fondo. En la práctica, la tentación se deja de sutilezas y va a lo concreto: “Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan”. Jesús, el nuevo Israel, no necesita quejarse del hambre, ni murmurar como el pueblo, ni acudir a Moisés. Es el Hijo de Dios. Puede resolver el problema fácilmente, por sí mismo. Pero Jesús, el nuevo Israel, demuestra que tiene aprendida desde el comienzo esa lección que el pueblo no asimiló durante años: “Está escrito: No sólo de pan vive el hombre”. 

En realidad, la enseñanza de Jesús en esta primera tentación es tan rica que resulta imposible reducirla a una sola idea. Está el aspecto evidente de no utilizar su poder en beneficio propio. Está la idea de la confianza en Dios. Pero quizá la idea más importante, expresada de forma casi subliminar, es esa visión amplia y profunda de la vida como algo que va mucho más allá de la necesidad primaria y se alimenta de la palabra de Dios. 

2ª tentación: Tener, aunque haya que arrastrarse

La segunda tentación no es la tentación provocada por la necesidad urgente, sino por  el deseo de tener todo el poder y la gloria del mundo. ¿Es esto malo, tratándose del Mesías? Los textos proféticos y algunos Salmos hablaban de su dominio cada vez mayor, universal, concedido por Dios. Pero Satanás parte de un punto de vista muy distinto, propio de la mentalidad apocalíptica: el mundo presente es malo, no está en manos de Dios, sino en las suyas; es él quien lo domina y entrega su poder a quien quiere. Solo pone como condición que se postren ante él, que lo reconozcan como dios. Jesús se niega a ello, citando de nuevo un texto del Deuteronomio: “Está escrito: al Señor tu Dios adorarás, a él solo darás culto”.

El relato es tan fantástico que cabe el peligro de no advertir su tremenda realidad. El ansia de poder y de gloria lo percibimos continuamente; y también queda clara la necesidad de arrastrarse para conseguir ese poder. Pero este peligro no es solo de políticos, banqueros y grandes empresarios. Todos nos creamos a menudo pequeños ídolos ante los que nos postramos y damos culto.

3ª tentación: pedir pruebas que corroboren la misión encomendada.

En 1972, cuando todavía estaba permitido llegar hasta el pináculo del Templo de Jerusalén, tuve ocasión de contemplar la impresionante vista de las murallas de Herodes prolongándose en la caída del torrente Cedrón. Una de las pocas veces en mi vida en las que he sentido vértigo. En ese escenario coloca Satanás a Jesús para invitarlo a que se tire, confiando en que los ángeles vendrán a salvarlo.

Esta tentación se presta a interpretaciones muy distintas. Podríamos considerarla la tentación del sensacionalismo, de recurrir a procedimientos extravagantes para tener éxito en la actividad apostólica. La multitud congregada en el templo contempla el milagro y acepta a Jesús como Hijo de Dios. Pero esta interpretación olvida un detalle importante: el tentador nunca hace referencia a esa hipotética muchedumbre, lo que propone ocurre a solas entre Jesús y los ángeles de Dios.

Considero más exacto decir que la tentación consiste en pedir pruebas que corroboren la misión encomendada. Es algo típico del Antiguo Testamento, como recuerdan los ejemplos de Moisés (Ex 4,1‑7), Gedeón (Jue 6,36‑40), Saúl (1 Sam 10,2‑5) y Acaz (Is 7,10‑14). Como respuesta al miedo y a la incertidumbre espontáneos ante una tarea difícil, Dios concede al elegido un signo milagroso que corrobore su misión. Da lo mismo que se trate de un bastón mágico (Moisés), de dos portentos con el rocío nocturno (Gedeón), de una serie de señales diversas (Saúl), o de un gran milagro en lo alto del cielo o en lo profundo de la tierra (Acaz). Lo importante es el derecho a pedir una señal que tranquilice y anime a cumplir la tarea. 

Jesús, a punto de comenzar su misión, tiene derecho a un signo parecido. Basándose en la promesa del Salmo 91,11‑12 (“a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos; te llevarán en volandas para que tu pie no tropiece en la piedra”), el tentador le propone una prueba espectacular y concreta: tirarse del alero del templo. Así quedará claro si es o no el Hijo de Dios.

Sin embargo, Jesús no acepta esta postura, y la rechaza citando de nuevo un texto del Deuteronomio: “No tentarás al Señor tu Dios” (Dt 6,16). La frase del Deuteronomio es más explícita: “No tentaréis al Señor, vuestro Dios, poniéndolo a prueba, como lo tentasteis en Masá”. ¿Qué ocurrió en Masá? Lo cuenta el libro de los Números en el c.17,1-7: el pueblo, durante la marcha por el desierto, se queja por falta de agua para beber. Y en esta queja se esconde un problema mucho más grave que el de la sed: la auténtica tentación consiste en dudar de la presencia y la protección de Dios: “¿Está o no está con nosotros el Señor?” (v.7). En el fondo, cualquier petición de signos y prodigios encubre una duda en la protección divina. Jesús confía plenamente en Dios, no quiere signos ni los pide. Su postura supera con mucho incluso la de Moisés. 

Cuando termina el relato de las tentaciones, Lucas añade que “el tentador lo dejó hasta otro momento”. Ese momento será al final de la vida de Jesús, cuando esté crucificado.

Nuestras tentaciones

Las tentaciones tienen también un valor para cada uno de nosotros y para toda la comunidad cristiana. Sirven para analizar nuestra actitud ante las necesidades, miedos y apetencias y nuestro grado de interés por Dios. 

1) La necesidad primaria: afecto, comprensión.
2) ¿Está Dios en medio de nosotros?
3) La tentación de tener.
4) La tentación del dejarse arrastrar, dejar hacer a los demás, callar.

1ª lectura: recordar nuestra historia con gratitud (Deuteronomio 26, 4-10)

El texto del Deuteronomio recoge la oración que pronuncia el israelita cuando, después de la cosecha, ofrece a Dios las primicias de los frutos. Va recordando la historia del pueblo, desde Jacob (“mi padre era un arameo errante”), la opresión de Egipto, la liberación y el don de la tierra. En el contexto de la cuaresma, esta lectura nos invita a pensar en los beneficios recibidos de Dios y a ser generosos con él. El agradecimiento a Dios es más importante incluso que la mortificación cuaresmal.

2ª lectura: confesar al Señor e invocarlo (Romanos 10, 8-13)

En este breve pasaje Pablo comenta dos frases de la Escritura, aplicándolas al tema de la salvación personal (1ª cita) y de toda la humanidad (2ª cita). ¿Cómo se alcanza la salvación? Confesando que Jesús es el Señor y que Dios lo resucitó de entre los muertos. Algo que estamos tan acostumbrados a repetir que no valoramos rectamente. A mediados del siglo I, confesar a Jesús como Señor (Kyrios), cuando el Emperador romano era considerado el único Kyrios (César), suponía mucho valor. Y confesar que Dios lo había resucitado podía provocar más sonrisas y escepticismo del que podemos imaginar.

La segunda cita «Nadie que cree en él quedará defraudado» la interpreta Pablo de forma revolucionaria. Para un judío, estas palabras sólo podrían aplicarse a los judíos, al pueblo elegido. Ellos serían los único en no quedar defraudados. En cambio Pablo la aplica a toda la humanidad, judíos y griegos. Cualquiera que invoca el nombre del Señor alcanzará la salvación.

José Luis Sicre
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Cuaresma para compartir la Palabra y el pan
Romeo Ballan, mccj

En el desierto un hombre sabe cuánto vale: vale lo que valen sus dioses” (A. de Saint-Exupéry); es decir, sus ideales, sus recursos interiores. “Alimentados con el pan de la Palabra y fortalecidos por el Espíritu”, en el desierto del mundo hemos entrado a celebrar nuevamente la Cuaresma, “signo sacramental de nuestra conversión”, para poder vencer -con las armas jamás obsoletas del ayuno, oración y limosna– “las continuas seducciones del maligno” (oración colecta). La Cuaresma vuelve a proponer los temas fundamentales de la salvación y, por tanto, de la misión: la primacía de Dios y su amor por el hombre, la redención que recibimos gratuitamente del sacrificio de Cristo, la lucha permanente con el pecado, las relaciones de fraternidad y respeto con nuestros semejantes y con la creación… Son temas propios del desierto cuaresmal.

Las tentaciones (Evangeliono fueron para Jesús un juego-ficción; fueron pruebas verdaderas, como lo son para el cristiano y la Iglesia. “Si Cristo no hubiese vivido la tentación como verdadera tentación, si la tentación no hubiese significado nada para Él, hombre y Mesías, su reacción no podría ser un ejemplo para nosotros, porque no tendría nada que ver con la nuestra” (C. Duquoc). Justamente porque ha sido probado, se convierte en ejemplo y puede ayudar al que es probado (cfr. Heb 2,18; 4,15). San Agustín comenta: “Si no se hubiera dejado tentar, no te habría enseñado a vencer cuando eres tentado”.

Jesús se enfrentó realmente al diablo sobre los posibles métodos y caminos para realizar su misión como Mesías. Las tres tentaciones son una síntesis teológica de un largo período de lucha contra el mal, sostenida por Jesús en los 40 días de desierto (v. 2) y durante toda su vida, incluida la cruz, cuando el demonio regresó “en un tiempo oportuno” (v. 13). Esa oportunidad llegó en la hora de las tinieblas, en la pasión de Jesús en la cruz, cuando Él fue nuevamente tentado: Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz y creeremos (cfr. Mt 27,40.42). Pero quedando en cruz, Jesús da su respuesta, manifestando hasta el fin el sentido de su existencia: dar la vida por los demás.

Las tentaciones representan modelos diferentes de Mesías. Y, por tanto, para nosotros, también de misión. Para Jesús las tentaciones eran como “tres atajos para no pasar por la cruz” (Fulton Sheen). Las tentaciones eran un modo de socavar las relaciones con las cosas materiales, con las personas y con Dios mismo. Eran la tentación de ser: -1. un reformador social: convertir las piedras en pan para sí y para todos hubiera garantizado el éxito popular; -2. un mesías del poder: un poder basado en el dominio sobre las personas y el mundo hubiera dado satisfacción al orgullo personal y de grupo; -3. un mesías milagrero: con gestos ostentosos hubiera asegurado espectacularidad y fama.

Jesús supera las tentaciones: opta por respetar la primacía de Dios, se fía del Padre y de su plan para la salvación del mundo. Renuncia a manipular las cosas materiales en provecho propio (en el desierto no cambia las piedras en pan para sí, pero más tarde multiplicará panes y peces para la muchedumbre hambrienta); se niega a dominar sobre las personas y prefiere servir; guarda siempre una relación filial con el Padre, fiándose de su fidelidad. Acepta la cruz por amor y muere perdonando; así, logra romper la espiral de la violencia y le quita el veneno a la muerte: la muerte es vencida por la Vida.

Jesús afronta y supera las tentaciones con la fuerza del Espíritu Santo, del cual está lleno (v. 1). Es el Espíritu del Bautismo (Lc 3,22), de la Pascua y de Pentecostés. Es el Espíritu de la Misión. A veces se ha creído que poder, dinero, dominio, supuesta superioridad, hiperactividad… son caminos apostólicos. A menudo al misionero le tientan estas ilusiones; por tanto, necesita el Espíritu de Jesús, que es el protagonista de la Misión (cfr. RMi 21ss). El Espíritu nos hace entender que el desierto cuaresmal es un tiempo de gracia (kairós): tiempo de las cosas esenciales, las únicas que valen; don que se ha de vivir en el silencio, lejos de las contaminaciones del ruido, las prisas, el dinero, la mundanidad; ¡tiempo del compartir misionero!

La Cuaresma es un tiempo de salvación, centrado sobre la fe en Cristo muerto y resucitado (II lectura): Él es el Señor de todos los pueblos, el que ofrece abundantemente la salvación a todo el que invoca su nombre, sin distinción de pertenencias (v. 12-13). Esta primacía de Dios sobresale también con la ofrenda de las primicias de los frutos de la tierra (I lectura). Se trata de un signo de gratitud y de propiciación. Pero también de una manera de compartir con quien pasa necesidad: en efecto, la ofrenda de las primicias se destinaba también al forastero, al huérfano, a la viuda, “que comerán de ella dentro de tus puertas hasta saciarse” (v. 10-12). Hay aquí una preciosa indicación de itinerario espiritual y misionero: el que se acerca a Dios y vive en sintonía con Él descubre a los demás, cercanos y lejanos. ¡Y se hace solidario y generoso!


LA TENTACIÓN, OPORTUNIDAD MÁS QUE PELIGRO
Fernando Armellini

Introducción

Del análisis de los textos bíblicos emerge un dato curioso: los impíos nunca son tentados por Dios; la tentación es un privilegio reservado a los justos. Ben Sira, autor del libro de Eclesiástico, recomienda al discípulo: “Prepárate para la prueba… Acepta todo cuanto te sobrevenga, aguanta la enfermedad y la pobreza, porque el oro se prueba en el fuego y los elegidos en el horno de la pobreza” (Eclo 2,1.4-5). Las desgracias y fracasos ponen a dura prueba la fidelidad al Señor, pero también la fortuna y el éxito pueden constituir una amenaza para la fe.

La tentación ofrece la oportunidad de dar un salto hacia adelante, de mejorar, de purificarse, de consolidar las decisiones de fe. Lleva consigo también el riesgo del error: “Porque la fascinación del vicio ensombrece la virtud –afirma el autor del libro de la Sabiduría–, el vértigo de la pasión pervierte una mente sin malicia (Sab 4,12). La tentación, sin embargo, no es una provocación al mal sino un estímulo al crecimiento, un paso obligado para llegar a la madurez.

Pablo asegura: “Dios es fiel y no permitirá que sean probados por encima de sus fuerzas” (1 Cor 10,13). El autor de la Carta a los Hebreos nos recuerda otra verdad consoladora: Jesús ha experimentado nuestras mismas tentaciones, “no es insensible a nuestra debilidad…. Como él mismo sufrió la prueba, puede ayudar a los que son probados” (Heb 4,15; 2,18).

Evangelio: Lucas 4,1-13

Todos los años, en la primera semana de Cuaresma, la liturgia quiere que reflexionemos sobre las tentaciones de Jesús. Presenta la manera como el Maestro las ha afrontado para que también nosotros las podamos reconocer y superar.

Leyendo el pasaje del evangelio de hoy, se tiene la impresión de que la experiencia de Jesús no nos puede ayudar mucho: sus tentaciones son demasiado diferentes de las nuestras; son extrañas, incluso extravagantes. ¿Quién de nosotros cedería a la solicitud de postrarnos ante Satanás? ¿Quién lo tomaría en serio si nos propusiera transformar una piedra en pan o si nos insinuara tirarnos por una ventana? No, nuestras tentaciones son más serias, mucho más difíciles de vencer y, además, no duran solamente una jornada, sino que nos acompañan durante toda la vida.

Esta dificultad nace de la falta de comprensión del “género literario”, es decir, del modo usado por el autor para comunicar su mensaje. El evangelio de hoy no es la crónica fiel, redactada por un testigo ocular, del desafío entre Jesús y el diablo, al que ni Lucas ni nadie ha asistido. El relato es, en realidad, una lección de catequesis y quiere enseñarnos que Jesús ha sido sometido a la prueba no solo con tres, sino “con toda clase de tentaciones”, como afirma claramente el texto (v. 13).

Para decirlo simple y claramente: no estamos ante el relato de tres episodios aislados, esporádicos, de la vida de Jesús sino de tres parábolas en las que, a través de imágenes y referencias bíblicas, se afirma que Jesús ha sido tentado en todo como nosotros, con una sola diferencia: Él nunca ha sido vencido por el pecado (Heb 4,15). Estas tres escenas son la síntesis simbólica de la lucha contra el mal que Él sostuvo a lo largo de toda su vida.

Quizás alguno quede desconcertado ante la idea de que Jesús haya tenido dudas como nosotros, que haya encontrado dificultades en el desarrollo de su misión, que solo gradualmente haya descubierto el proyecto del Padre. Nos da incluso miedo rebajarlo a nuestro nivel. Dios, sin embargo, no ha sentido aversión por nuestra debilidad, sino que la ha hecho suya y, en nuestra carne mortal, ha vencido al pecado.

Antes de proceder al examen de estas tres “parábolas”, formulemos otra premisa. A diferencia de Mateo, que dice que Jesús fue tentado al final de los cuarenta días de ayuno (cf. Mt 4,2), Lucas afirma que la tentación ha acompañado a Jesús durante todo el tiempo transcurrido en el desierto. Con esta referencia al desierto y al número 40 Lucas intenta relacionar la experiencia de Jesús con la de Israel sometido a la prueba durante el Éxodo. Él repite la experiencia de su pueblo: “Dios te ha hecho recorrer estos cuarenta años por el desierto… para ponerte a prueba y conocer tus intenciones, y ver si eres capaz o no de guardar sus preceptos” (Deut 8,2). A diferencia de Israel, Jesús, al final de sus “cuarenta años”, saldrá del “desierto” plenamente victorioso; el mal se verá obligado a admitir su total impotencia frente a Él.

Consideremos ahora las tres escenas en las que se condensan todas las pruebas superadas por Jesús.

La primera tentación: “Di a esta piedra que se convierta en pan” (vv. 3-4).

El relato de las tentaciones viene inmediatamente después del bautismo de Jesús, que ha sido ya comentado el día de la Fiesta del Bautismo del Señor. Habíamos puesto de relieve entonces el hecho de que Jesús, el justo, el santo, no comenzó su misión denunciando a los pecadores, no se limitó a darles indicaciones manteniéndose a distancia, como hacían los fariseos. Él fue a bautizarse junto a los pecadores en el punto más bajo de la tierra; se mezcló con ellos, se hizo uno de tantos, decidió recorrer junto a ellos el camino que conduce a la liberación.

Compartir nuestra condición humana, sin embargo, no es tarea fácil. Prueba de ello es la primera tentación con la que Jesús se han enfrentado no una sola vez sino durante toda su vida: servirse del propio poder divino para huir de las dificultades que los demás seres humanos encontramos.

Nosotros tenemos hambre, nos enfermamos, nos cansamos, tenemos que estudiar para aprender, podemos ser engañados, golpeados por la desgracia u oprimidos por las injusticias. Pues bien, Él podía haberse librado de todas estas dificultades… Y, en esta primera tentación, el diablo lo invita a hacerlo; le propone no exagerar en su afán de quererse identificar con los seres humanos; le sugiere hacer algún milagro para provecho personal. Si Jesús lo hubiera escuchado, habría renunciado a ser uno de nosotros, no hubiera sido en realidad hombre, habría solamente pretendido serlo.

Jesús ha comprendido lo diabólico de este proyecto; ha usado, sí, el poder de hacer milagros, pero nunca en provecho propio; siempre en favor de los demás. Ha trabajado, ha sudado, ha sufrido el hambre, la sed; ha pasado noches de insomnio, no ha querido privilegios. El momento culminante de esta tentación ha sido la cruz, donde fue invitado, de nuevo, a hacer un milagro, descendiendo de ella. Pero Jesús no respondió al desafío. Si hubiera realizado el prodigio, si hubiera rechazado la “derrota”, Jesús se hubiera convertido en un triunfador a los ojos de los hombres, pero en un derrotado ante Dios.

Esta tentación nos acosa sutilmente también a nosotros. Se presenta, ante todo, como una invitación a replegarnos egoístamente sobre nosotros mismos sin pensar en los demás, a rechazar el comportamiento solidario asumido por Cristo. Se cede a esta tentación cuando usamos las capacidades que Dios nos ha dado para satisfacer nuestros propios caprichos y no para ayudar a los hermanos; cuando nos adecuamos a la mentalidad corriente de “que cada uno se las arregle como pueda”, cuando pensamos solo en nuestros propios intereses…

Jesús prefirió ser pobre y derrotado con los demás que ser rico y vivir bien en solitario. En esta primera escena, se identifica y denuncia el modo erróneo con que el hombre se relaciona con las realidades materiales. Es diabólico el uso egoísta de los bienes, acumular para sí, vivir del trabajo de los otros, buscar el placer a toda costa, derrochar en lujos y en lo superfluo cuando a los otros les falta lo necesario.

A la propuesta del diablo, Jesús responde refiriéndose a un texto de la Escritura: “El hombre no vive solo de pan” (Deut 8,3). Solamente quien considera la propia vida a la luz de la palabra de Dios es capaz de dar a las realidades de este mundo su propio valor. No hay que destruirlas, despreciarlas, rechazarlas. Pero tampoco convertirlas en ídolos. Son solo criaturas. ¡Dios nos libre de hacer de ellas un absoluto!

La segunda tentación: “Te daré todo ese poder y su gloria, porque a mí me lo han dado y lo doy a quien quiero” (vv. 5-8).

Parece un poco exagerado lo que el diablo afirma. Y, sin embargo, es verdad: la lógica que rige el mundo, la que regula las relaciones entre las personas, no es la del Sermón de la Montaña (cf. Mt 5–8), no es la de las Bienaventuranzas (cf. Lc 6,20-26), sino la opuesta, la del maligno (cf. Jn 12,31; 14,30; 16,11).

Si la primera tentación denunciaba la manera equivocada de relacionarnos con las cosas, ésta nos ayuda a desenmascarar el modo diabólico con que podemos relacionarnos con las personas, con nuestros semejantes.

La elección está entre dominar o servir, entre competir o ser solidarios, entre sobresalir o considerarse siervos. Esta elección se manifiesta en toda actitud y en todas las circunstancias de la vida: quien se ha forjado un buen nivel cultural o ha alcanzado una posición de prestigio, puede ayudar a crecer a los menos afortunados; pero también puede servirse de sus logros para humillar a los menos dotados. Quien tiene poder o es rico puede servir a los más pobres, favorecer a los menos afortunados; pero también puede darse a la buena vida en plan de gran señor. El ansia de poder es tan irrefrenable que, incluso el pobre, se ve tentado a dominar a quien es más débil que él.

La autoridad es un carisma, es un don de Dios a la comunidad para que cada uno pueda encontrar en ella su puesto y ser feliz. El poder, por el contrario, es diabólico, aunque sea ejercido en nombre de Dios. Dondequiera que una persona humana sea dominada, dondequiera que se luche para prevalecer sobre los demás, dondequiera que alguien se vea obligado a arrodillarse o inclinarse ante a un semejante suyo, allí está actuando la lógica del maligno.

A Jesús no le faltaban dotes para sobresalir, para escalar todos los peldaños del poder religioso y político. Era inteligente, lúcido, valiente, atraía a las gentes. Ciertamente hubiera sido un hombre de éxito… pero con una condición: hubiera tenido que “adorar a Satanás”, es decir, hubiera tenido que adecuarse a los principios de este mundo: ser competitivo, recurrir a la violencia, pisotear a los demás, aliarse con los poderosos y emplear sus métodos. Su elección ha sido la opuesta: se ha hecho siervo.

La tercera tentación es la más peligrosa porque atenta contra la relación del hombre con Dios.

La propuesta diabólica se basa nada menos que en la Biblia: “Si eres Hijo de Dios, tírate abajo desde aquí, porque está escrito…” (vv. 9-12). La más sutil de las astucias del maligno es presentarse con rostro cautivador, asumir un talante devoto, servirse de la misma palabra de Dios (deformada y propuesta de manera aberrante) para extraviarnos.

El objetivo máximo del maligno no es el de provocar alguna que otra caída moral, fragilidad o debilidad, sino la de minar la base de nuestra relación con Dios. Este objetivo se consigue cuando, en la mente del hombre, se insinúa la duda acerca de la fidelidad de Dios a sus promesas, la duda de que cumpla su Palabra, de que nos asegure su protección, de que no nos abandone después de habernos mostrado su confianza. De esta duda nace la necesidad de “tener pruebas”. En el desierto, el pueblo de Israel, extenuado por el hambre, la sed, la fatiga, ha cedido a la tentación y exclamado: “¿Está o no está con nosotros el Señor?” (Éx 17,7). Ha provocado a su Dios diciendo: “Si está de nuestra parte, si realmente nos acompaña con su amor ¡que se manifieste dándonos una señal, haciendo un milagro!”

Jesús no ha cedido a esta tentación, no ha dudado nunca del amor y de la fidelidad de su Padre; ni siquiera en el momento más dramático, en la cruz, frente al absurdo de todo lo que le estaba sucediendo, se ha sentido abandonado por Él. Cuando Dios no realiza nuestros sueños, enseguida comenzamos con nuestras quejas: “¿Dónde está Dios? ¿Existe de verdad? ¿Vale la pena continuar creyendo en Él si no interviene para favorecer a quien lo sirve?” Y si Dios no nos da la prueba de amor que le exigimos, nuestra fe corre el riesgo de venirse abajo.

Dios no ha prometido a sus fieles evitarles dificultades y tribulaciones. No ha prometido librarlos milagrosamente de la enfermedad y de dolor; ha prometido, eso sí, darles la fuerza para no salir derrotados de las pruebas. Es impensable que Dios nos trate de manera diferente a como ha tratado a su propio Hijo unigénito.

El relato de hoy termina con una anotación: “Concluida la tentación, el Diablo se alejó de él hasta otra ocasión” (v. 13). Lucas habla de toda clase de tentaciones. Por tanto, las tres escenas que ha narrado deben ser interpretadas como síntesis de todas las tentaciones. Representan de manera sistemática la manera errónea de relación con tres realidades: con las cosas, con las personas, con Dios. El evangelista deja entrever, desde el principio de su evangelio, el momento en que la tentación se manifestará en toda su violencia y dramatismo: en la cruz.

El diablo no se ha alejado definitivamente; se ha retirado a la espera del tiempo fijado. Se hablará de él y de sus artimañas seductoras más adelante, en el momento de la Pasión, cuando entrará en Judas y lo inducirá a la traición (cf. Lc 22,3). Ésta será la manifestación del imperio de las tinieblas (cf. Lc 22,53), imperio que, justamente cuando estaba a punto de cantar victoria, será derrotado.

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