Category Comentarios dominicales

VI Domingo de Pascua. Año C

En camino a Pentecostés
La paz les dejo, mi paz les doy
P. Enrique Sánchez, mccj

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “El que me ama, cumplirá mi Palabra y mi Padre lo amará y haremos en Él nuestra morada. El que no me ama no cumplirá mis palabras. La palabra que están oyendo no es mía,, sino del Padre, que me envió. Les he hablado de esto ahora que estoy con ustedes; pero el Consolador, el Espíritu Santo que mi Padre les enviará en mi nombre les enseñará todas las cosas y les recordará todo cuanto yo les he dicho. La paz les dejo, mi paz les doy. No se las doy como la da el mundo. No pierdan la paz ni se acobarden. Me han oído decir: Me voy, pero volveré a su lado. Si me amaran, se alegrarían de que me vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Se lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, crean”. (Juan 14, 23-29)

El tema del amor nos sigue acompañando en este sexto domingo de pascua y, de entrada, san Juan nos dice que si amamos a Dios necesariamente adoptaremos como mandamiento el cumplir en nuestra vida la Palabra que el Señor nos va enseñando y a través de la cual nos va educando en el amor.

Amar a Dios, ya lo hemos dicho en otras ocasiones, es aceptar un estilo de vida que nos lleva a ordenar nuestro ser y nuestro quehacer cotidiano según lo que el Señor nos va enseñando a través de la palabra que contiene el mandamiento del amor como lo más importante y central en la vida de quienes buscan vivir en verdad.

Ser cristianos significa vivir amando y reconociendo de esa manera que a través de nuestra experiencia de amar es como nos abrimos al encuentro con el Señor dejándonos amar por él y reconociéndonos como santuarios o moradas de su presencia. En otras palabras, a Dios lo descubrimos y lo conocemos en nuestras vidas sólo en la medida en que optamos por el amor como estilo de vida.

Probablemente todos estamos de acuerdo y reconocemos que el secreto de nuestra felicidad está en nuestra capacidad de crear espacios para el amor, pero luego nos encontramos atrapados en tantas pequeñas experiencias que nos encierran en nuestros egoísmos que acaban por desanimarnos.

Existen tantas propuestas que están lejos del verdadero amor que, muchas veces, nos llega la tentación de abandonar todo esfuerzo y nos dejamos llevar por el desánimo y acabamos haciendo y viviendo como los demás.

El texto del evangelio que estamos reflexionando hoy nos trae un mensaje de esperanza, pues nos enseña que ahí en donde nosotros no podemos dar grandes respuestas, el Señor viene a nuestro encuentro. Él se involucra en nuestras luchas y nos abre los caminos.

Lo que nosotros no logramos con nuestras fuerzas, el Señor lo hace posible a través del don de su Espíritu y es muy bello saber que tenemos un abogado, un consolador, un mediador que nos permite llegar a la meta en donde nuestro Señor nos está esperando.

Con la ayuda y con la fuerza del Espíritu Santo todo es posible, pero tenemos que aprender a dejarlo actuar. Tenemos que entrar en su mundo para familiarizarnos con sus criterios y sobre todo, para dejarnos conducir por sus caminos.

Dejar que el Espíritu actúe en nuestras vidas implica usar el corazón y la mente, pero seguramente lo más importante es el corazón porque ahí es en donde nos encontramos con el amor del Señor que hace todo posible.

El Espíritu es el que ensancha nuestros corazones sembrando sus dones, esas gracias que nos permiten salir de lo ordinario de nuestras vidas y que muchas veces nos tienen preocupados por lo inmediato y por lo material.

El Espíritu es quien nos abre a lo bello, a lo bueno, a lo gratuito que acaba por satisfacer la verdaderas necesidades de nuestro corazón. El Espíritu es quien nos abre al amor y abriéndonos al amor nos abre a Dios.

Es muy interesante escuchar en estos versículos del evangelio que, inmediatamente después de la promesa del Espíritu Santo como el consolador que nos ayuda a descubrirnos habitados por el amor, se nos hace el don de la paz. Esa paz que significa presencia de Dios que crea armonía y que nos permite disfrutar de lo que somos como criaturas de Dios. Se trata de una paz que no significa sólo ausencia de conflictos o rivalidades en nuestra vida. No es la paz soñada por el mundo que se confunde pensando que puede existir una realidad en donde no hay retos y dificultades o en donde no se aceptan los sacrificios y las renuncias, el dolor y el sufrimiento.

La paz que nos propone el Evangelio es más bien aquello que llena de confianza y que nos hace sentir capaces de crear en nuestro entorno espacios en donde podemos sentir lo que significa la comunión, la fraternidad, la importancia de los demás en nuestras vidas.

Es la paz que nos ayuda a valorar la relaciones con nuestros hermanos sintiéndolos como necesarios y destinatarios de nuestro amor. Para que el amor no acabe siendo una palabra que se lleva el tiempo o un sentimiento que se esfuma sin dejar huella en nuestra historia personal, la paz es compromiso en la búsqueda de lo que ayuda a reconocer al ser humano en su dignidad y en su identidad de hijo de Dios.

La paz que Jesús nos ofrece, él mismo nos lo dice, no es la paz que nos ofrece el mundo. Una paz construida sobre seguridades humanas, una paz que se logra imponiéndose a los demás por el poder o por la fuerza, una paz que se esconde en la indiferencia ante los sufrimientos de los demás, una paz que prohíbe arriesgar la vida por quienes tienen necesidad.

La paz que Jesús nos trae es algo que nos mueve a ser coherentes y activos en el ejercicio del mandamiento del amor. Es una paz que brota del corazón que se entrega con pasión poniendo la felicidad de los demás por delante y como prioridad en nuestras opciones. Es lo que nos hace alegres de vivir para los demás, y eso significa amar.

La paz de Jesús es aquella que nos recuerda la oración del salmo 85 que dice que la justicia y la paz se besaron, que la verdad y la misericordia se encontraron. La paz, en este sentido, no es otra cosa que la experiencia más profunda de nuestra capacidad de amar es sinónimo de construir una humanidad cimentada sobre los valores del amor.

Estamos ya muy cerca de la fiesta de Pentecostés y esta palabra del evangelio nos prepara para que cuando se manifieste en nosotros seamos capaces de acoger su presencia como una capacidad de abrirnos sin dificultades a su acción y, de esa manera, nos abramos al misterio del Amor que es Dios en medio de nosotros.

Desde ahora, la presencia del amor que se nos concede vivir como don del Espíritu, nos quiere ayudar a vivir en una actitud de fe profunda, se nos da para que creamos que Dios está haciendo su obra en nosotros.

Qué el Señor nos conceda la gracia de su paz.


ULTIMOS DESEOS DE JESÚS
José A. Pagola

Jesús se está despidiendo de sus discípulos. Los ve tristes y acobardados. Todos saben que están viviendo las últimas horas con su Maestro. ¿Qué sucederá cuando les falte? ¿A quién acudirán? ¿Quién los defenderá? Jesús quiere infundirles ánimo descubriéndoles sus últimos deseos.
Que no se pierda mi Mensaje. Es el primer deseo de Jesús. Que no se olvide su Buena Noticia de Dios. Que sus seguidores mantengan siempre vivo el recuerdo del proyecto humanizador del Padre: ese “reino de Dios” del que les ha hablado tanto. Si le aman, esto es lo primero que han de cuidar: “el que me ama, guardará mi palabra…el que no me ama, no la guardará”.
Después de veinte siglos, ¿qué hemos hecho del Evangelio de Jesús? ¿Lo guardamos fielmente o lo estamos manipulando desde nuestros propios intereses? ¿Lo acogemos en nuestro corazón o lo vamos olvidando? ¿Lo presentamos con autenticidad o lo ocultamos con nuestras doctrinas?
El Padre os enviará en mi nombre un Defensor. Jesús no quiere que se queden huérfanos. No sentirán su ausencia. El Padre les enviará el Espíritu Santo que los defenderá de riesgo de desviarse de él. Este Espíritu que han captado en él, enviándolo hacia los pobres, los impulsará también a ellos en la misma dirección.
El Espíritu les “enseñará” a comprender mejor todo lo que les ha enseñado. Les ayudará a profundizar cada vez más su Buena Noticia. Les “recordará” lo que le han escuchado. Los educará en su estilo de vida.
Después de veinte siglos, ¿qué espíritu reina entre los cristianos? ¿Nos dejamos guiar por el Espíritu de Jesús? ¿Sabemos actualizar su Buena Noticia? ¿Vivimos atentos a los que sufren? ¿Hacia dónde nos impulsa hoy su aliento renovador?
Os doy mi paz. Jesús quiere que vivan con la misma paz que han podido ver en él, fruto de su unión íntima con el Padre. Les regala su paz. No es como la que les puede ofrecer el mundo. Es diferente. Nacerá en su corazón si acogen el Espíritu de Jesús.
Esa es la paz que han de contagiar siempre que lleguen a un lugar. Lo primero que difundirán al anunciar el reino de Dios para abrir caminos a un mundo más sano y justo. Nunca han de perder esa paz. Jesús insiste: “Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde”.
Después de veinte siglos, ¿por qué nos paraliza el miedo al futuro? ¿Por qué tanto recelo ante la sociedad moderna? Hay mucha gente que tiene hambre de Jesús. El Papa Francisco es un regalo de Dios. Todo nos está invitando a caminar hacia una Iglesia más fiel a Jesús y a su Evangelio. No podemos quedarnos pasivos

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¿SOMOS UN HOTEL DE CINCO ESTRELLAS?
José Luis Sicre

Igual que el domingo anterior, la primera lectura (Hechos) habla de la iglesia primitiva; la segunda (Apocalipsis) de la iglesia futura; el evangelio (Juan) de nuestra situación presente.

1ª lectura: la iglesia pasada (Hechos de los Apóstoles 15, 1-2. 22-29)

Uno de los motivos del éxito de la misión de Pablo y Bernabé entre los paganos fue el de no obligarles a circuncidarse. Esta conducta provocó la indignación de los judíos y también de un grupo cristiano de Jerusalén educado en el judaísmo más estricto. Para ellos, renunciar a la circuncisión equivalía a oponerse a la voluntad de Dios, que se la había ordenado a Abrahán. Algo tan grave como si entre nosotros dijese alguno ahora que no es preciso el bautismo para salvarse.

Como ese grupo de Jerusalén se consideraba “la reserva espiritual de oriente”, al enterarse de lo que ocurre en Antioquía manda unos cuantos a convencerlos de que, si no se circuncidan, no pueden salvarse. Para Pablo y Bernabé esta afirmación es una blasfemia: si lo que nos salva es la circuncisión, Jesús fue un estúpido al morir por nosotros.

En el fondo, lo que está en juego no es la circuncisión sino otro tema: ¿nos salvamos nosotros a nosotros mismos cumpliendo las normas y leyes religiosas, o nos salva Jesús con su vida y muerte? Cuando uno piensa en tantos grupos eclesiales de hoy que insisten en la observancia de la ley, se comprende que entonces, como ahora, saltasen chispas en la discusión. Hasta que se decide acudir a los apóstoles de Jerusalén.

Tiene entonces lugar lo que se conoce como el “concilio de Jerusalén”, que es el tema de la primera lectura de hoy. Para no alargarla, se ha suprimido una parte esencial: los discursos de Pablo y Santiago (versículos 3-21).

En la versión que ofrece Lucas en el libro de los Hechos, el concilio llega a un pacto que contente a todos: en el tema capital de la circuncisión, se da la razón a Pablo y Bernabé, no hay que obligar a los paganos a circuncidarse; al grupo integrista se lo contenta mandando a los paganos que observen cuatro normal fundamentales para los judíos: abstenerse de comer carne sacrificada a los ídolos, de comer sangre, de animales estrangulados y de la fornicación.

Esta versión del libro de los Hechos difiere en algunos puntos de la que ofrece Pablo en su carta a los Gálatas. Coinciden en lo esencial: no hay que obligar a los paganos a circuncidarse. Pero Pablo no dice nada de las cuatro normas finales.

El tema es de enorme actualidad, y la iglesia primitiva da un ejemplo espléndido al debatir una cuestión muy espinosa y dar una respuesta revolucionaria. Hoy día, cuestiones mucho menos importantes ni siquiera pueden insinuarse. Pero no nos limitemos a quejarnos. Pidámosle a Dios que nos ayude a cambiar.

2ª lectura: la iglesia futura   (Apocalipsis 21,10-14. 22-23)

En la misma tónica de la semana pasada, con vistas a consolar y animar a los cristianos perseguidos, habla el autor de la Jerusalén futura, símbolo de la iglesia.

El autor se inspira en textos proféticos de varios siglos antes. El año 586 a.C. Jerusalén fue incendiada por los babilonios y la población deportada. Estuvo en una situación miserable durante más de ciento cincuenta años, con las murallas llenas de brechas y casi deshabitada. Pero algunos profetas hablaron de un futuro maravilloso de la ciudad. En el c.54 del libro de Isaías se dice:

11 ¡Oh afligida, venteada, desconsolada!
Mira, yo mismo te coloco piedras de azabache, te cimento con zafiros
12 te pongo almenas de rubí, y puertas de esmeralda,
y muralla de piedras preciosas.

El libro de Zacarías contiene algunas visiones de este profeta tan surrealistas como los cuadros de Dalí. En una de ellas ve a un muchacho dispuesto a medir el perímetro de Jerusalén, pensando en reconstruir sus murallas. Un ángel le ordena que no lo haga, porque Por la multitud de hombres y ganados que habrá, Jerusalén será ciudad abierta; yo la rodearé como muralla de fuego y mi gloria estará en medio de ella oráculo del Señor (Zac 2,8-9).

Podríamos citar otros textos parecidos. Basándose en ellos dibuja su visión el autor del Apocalipsis. La novedad de su punto de vista es que esa Jerusalén futura, aunque baja del cielo, está totalmente ligada al pasado del pueblo de Israel (las doce puertas llevan los nombres de las doce tribus) y al pasado de la iglesia (los basamentos llevan los nombres de los doce apóstoles). Pero hay una diferencia esencial con la antigua Jerusalén: no hay templo, porque su santuario es el mismo Dios, y no necesita sol ni luna, porque la ilumina la gloria de Dios.

3ª lectura: la comunidad presente (Juan 14, 23-29)

El evangelio de hoy trata tres temas:

a) El cumplimiento de la palabra de Jesús y sus consecuencias.

Se contraponen dos actitudes: el que me ama ‒ el que no me ama. A la primera sigue una gran promesa: el Padre lo amará. A la segunda, un severo toque de atención: mis palabras no son mías, sino del Padre.

La primera parte es muy interesante cuando se compara con el libro del Deuteronomio, que insiste en el amor a Dios (“amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente, con todo tu ser”) y pone ese amor en el cumplimiento de sus leyes, decretos y mandatos. En el evangelio, Jesús parte del mismo supuesto: “el que me ama guardará mi palabra”. Pero añade algo que no está en el Deuteronomio: “mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”.

Este último tema, Dios habitando en nosotros, se trata con poca frecuencia porque lo hemos relegado al mundo de los místicos: santa Teresa, san Juan de la Cruz, etc. Pero el evangelio nos recuerda que se trata de una realidad que no debemos pasar por alto. Generalmente no pensamos en el influjo enorme que siguen ejerciendo en nosotros personas que han muerto hace años: familiares, amigos, educadores, que siguen “vivos dentro de nosotros”. Una reflexión parecida deberíamos hacer sobre cómo Dios está presente dentro de nosotros e influye de manera decisiva en nuestra vida. Y todo eso lo deberíamos ver como una prueba del amor de Dios: “mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él”.

Por otra parte, decir que Dios viene a nosotros y habita en nosotros supone una novedad capital con respecto al Antiguo Testamento, donde se advierten diversas posturas sobre el tema. 1) Dios no habita en nosotros, nos visita, como visita a Abrahán. 2) Dios se manifiesta en algún lugar especial, como el Sinaí, pero sin que el pueblo tenga acceso al monte. 3) Dios acompaña a su pueblo, haciéndose presente en el arca de la alianza, tan sagrada que, quien la toca sin tener derecho a ello, muere. 4) Salomón construye el templo para que habite en él la gloria del Señor, aunque reconoce que Dios sigue habitando en “su morada del cielo”. 5) Después del destierro de Babilonia, cuando el profeta Ageo anima a reconstruir el templo de Jerusalén, otro profeta muestra su desacuerdo en nombre del Señor: “El cielo es mi trono, y la tierra el estrado de mis pies; ¿Qué templo podréis construirme o qué lugar para mi descanso?” (Isaías 66,1).

Cuando Jesús promete que él y el Padre habitarán en quien cumpla su palabra, anuncia un cambio radical: Dios no es ya un ser lejano, que impone miedo y respeto, un Dios grandioso e inaccesible; tampoco viene a nosotros en una visita ocasional. Decide quedarse dentro de nosotros. ¿Qué le ofrecemos? ¿Un hotel de cinco estrellas o un hostal?

b) El don del Espíritu Santo

Dentro de poco celebraremos la fiesta de Pentecostés. Es bueno irse preparando para ella pensando en la acción del Espíritu Santo en nuestra vida. Este breve texto se fija en el mensaje: enseña y recuerda lo dicho por Jesús. Dicho de forma sencilla: cada vez que, ante una duda o una dificultad, recordamos lo que Jesús enseñó e intentamos vivir de acuerdo con ello, se está cumpliendo esta promesa de que el Padre enviará el Espíritu.

Pero hay algo más: el Espíritu no solo recuerda, sino que aporta ideas nuevas, como añade Jesús en otro pasaje de este mismo discurso: “Me quedan por deciros muchas cosas, pero no podéis con ellas por ahora. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad os guiará hasta la verdad plena.” Parece casi herético decir que Jesús no nos transmite la verdad plena. Pero así lo dice él. Y la historia de la Iglesia confirma que los avances y los cambios, imposibles de fundamentar a veces en las palabras de Jesús, se producen por la acción del Espíritu.

c) La vuelta de Jesús junto al Padre

Estas palabras anticipan la próxima fiesta de la Ascensión. Cuando se comparan con la famosa Oda de Fray Luis de León (“Y dejas, pastor santo…”) se advierte la gran diferencia. Las palabras de Jesús pretenden que no nos sintamos tristes y afligidos, pobres y ciegos, sino alegres por su triunfo.

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EL ESPÍRITU SACA SIEMPRE COSAS NUEVAS DEL EVANGELIO
Fernando Armellini

Una lectura precipitada del evangelio de hoy puede darnos la impresión de encontrarnos frente a una serie de frases desconectadas entre sí y alejadas de los problemas de nuestra vida de cada día. El relato, sin embargo, no es confuso o abstracto; es en realidad muy denso. Veamos de traducirlo en términos más simples.

Comencemos con aclarar la frase del v. 25: “Les he dicho esto mientras estoy con ustedes”. Estamos, por tanto, en la Última Cena y resulta sorprendente oír a Jesús decir: mientras estoy con ustedes. Es evidente que aquí no es el Jesús histórico el que está hablando sino el Resucitado, el Señor que se dirige a las comunidades del tiempo de Juan, sometidas a la dura prueba de la persecución, turbadas por las defecciones, infidelidades, incipientes herejías y, sobre todo, desilusionadas porque el tan esperado regreso del Señor no se realizaba.

La afirmación inicial “Quien recibe y cumple mis mandamientos, ése sí que me ama” …hay que situarla en el contexto. Uno de los discípulos –Judas, no el Iscariote– ha dirigido a Jesús una pregunta: “Señor ¿por qué te vas a manifestar a nosotros y no al mundo?” (v. 22). Todos en Israel esperaban a un Mesías que, haciendo prodigios espectaculares, asombrara al mundo entero.

Frente a la actitud humilde y resignada con que Jesús se ha presentado siempre –no ha gritado, no ha hecho oír su voz en plazas y mercados (cf. Mt 12,19), no ha querido que sus milagros fueran divulgados– los apóstoles se han hecho muchas veces la pregunta que, en la Última Cena, en nombre de todos, formula Judas. Tampoco sus familiares de Nazaret han comprendido su absurdo afán por pasar desapercibido. Un día le dijeron: “Trasládate de aquí a Judea para que también tus discípulos vean las obras que realizas. Porque cuando uno quiere hacerse conocer no actúa a escondidas. Ya que haces tales cosas, manifiéstate al mundo” (Jn 7,4). Tampoco los cristianos de las comunidades del Asia Menor, a finales del siglo I, comprenden la razón por la que Jesús no regresa sobre las nubes del cielo para manifestar clamorosamente quién es Él y qué es capaz de hacer.

A estas dudas e incertidumbres Jesús responde: “Si alguien me ama cumplirá mi palabra, mi Padre lo amará, vendremos a él y habitaremos en él” (vv. 22-23). Jesús quiere manifestarse, juntamente con el Padre, no haciendo prodigios, sino viniendo y habitando en sus discípulos. Hay que estar atentos y no materializar esta afirmación. Para entenderla hay que referirse a otra frase pronunciada por Jesús durante la Última Cena: “Créanme que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí; si no, créanlo por las mismas obras” (Jn 14,10-11). Jesús aporta como prueba de su unidad con el Padre las obras que realiza. No se refiere a milagros, como estaríamos inclinados a pensar. Él no apela nunca a prodigios para demostrar que es “una sola cosa” con el Padre; se refiere a todo lo que hace.

Sus gestos son siempre y únicamente obras de Amor; tienden a liberar al hombre de toda clase de esclavitudes a las que está sometido: la del pecado, la de la enfermedad, la de la superstición, la de la discriminación religiosa y social. Esta obra de liberación es la misma que, según el Antiguo Testamento, el Señor ha llevado a cabo en favor de su pueblo. Israel ha conocido a su Dios como el protector de los últimos, de los débiles, de los extranjeros, de los huérfanos y las viudas. Si Jesús realiza estas mismas acciones quiere decir que Dios está en Él y Él en Dios.

¿Qué quiere decir, pues, que Jesús y el Padre habitan en nosotros? Quiere decir que, después de haber escuchado la palabra del Evangelio, nosotros recibimos la vida de Dios, su Espíritu, y sentimos el impuso de realizar las mismas obras que Jesús y el Padre, convirtiéndonos en liberadores de nuestros hermanos y hermanas. Por eso no es difícil reconocer cuándo en una persona están presentes y actuando Jesús y el Padre.

En el versículo siguiente Jesús promete el Espíritu Santo, el Defensor que “les enseñará todo y les recordará todo lo que (yo) les he dicho” (v. 26). Dos son las funciones del Espíritu. Comencemos por la primera, la de enseñar. Jesús no ha podido explicitar y explicar todas las consecuencias de su mensaje. En la historia de la Iglesia –Él lo sabía– surgirían situaciones siempre nuevas, se plantearían complejos interrogantes. Pensemos, por ejemplo, cuántos problemas concretos esperan hoy una luz del Evangelio (bioética, diálogo interreligioso, difíciles decisiones morales…).

Jesús asegura que sus discípulos encontrarán siempre una respuesta a sus interrogantes, una respuesta conforme a sus enseñanzas… si saben escuchar su Palabra y mantenerse en sintonía con los impulsos del Espíritu presente en ellos. Necesitarán mucho coraje para seguir sus indicaciones porque, frecuentemente, Él les pedirá cambios de rumbo tan inesperados como radicales. El Espíritu, sin embargo, no enseñará otra cosa que el Evangelio de Jesús.

A la luz de otros textos de la Escritura, el verbo enseñar adquiere, sin embargo, un sentido más profundo. El Espíritu no instruye como lo hace un profesor en clase. Él enseña de manera dinámica, se transforma en impulso interior, orienta de modo irresistible hacia la dirección justa, estimula al bien, lleva a tomar decisiones conformes con Evangelio. “El Espíritu los guiará hasta la verdad plena”, afirma Jesús en la Última Cena (Jn 16,13). Y en su primera Carta, Juan clarifica: “Ustedes conserven la unción que recibieron de Jesucristo y no tendrán necesidad de que nadie les enseñe; porque su unción, que es verdadera e infalible, los instruirá acerca de todo” (1 Jn 2,27-28).

La segunda función del Espíritu Santo es la de recordar. Existen muchas palabras de Jesús que, aunque se encuentran en los evangelios, corren el peligro de ser soslayadas u olvidadas. Ocurre, sobre todo, con aquellas propuestas evangélicas que no son fáciles de asimilar porque van contra el sentido común del mundo. Un ejemplo: Hasta no hace muchos años, muchos cristianos distinguían aun entre guerras justas e injustas y hablaban incluso de “guerras santas”. Aprobaban el recurso a las armas para defender los propios derechos. Sostenían la licitud de la pena de muerte para los criminales. Hoy, afortunadamente, quienes piensan así son los menos.

¿Cómo es posible que los discípulos de Cristo se hayan olvidado por tanto tiempo de las palabras clarísimas del Maestro que prohibía toda forma de violencia contra el hermano? Y sin embargo así ha sido. El Espíritu interviene para recordar, para llamar la atención de los discípulos sobre lo que Jesús ha dicho: “Amen a sus enemigos, traten bien a quienes los odian… Al que te golpee en una mejilla…” (Lc 6,27-29). Por muchos siglos los cristianos han hecho oídos sordos a la llamada del Espíritu. Pero, hoy, quien intenta justificar el recurso a la violencia se encuentra cada vez más solo y más presionado por la voz del Espíritu que le recuerda las palabras del Maestro. Los ejemplos que dan cuenta del modo en que nos ‘olvidamos’ de las palabras de Jesús podrían multiplicarse. Sería oportuno que, a la luz del Espíritu, cada uno de nosotros intente hacer un ejercicio de memoria. Jesús ha dejado en heredad a sus discípulos el Mandamiento del Amor.

Ahora les deja también su paz: “La paz les dejo, les doy mi paz, y no como la da el mundo” (v. 27). Jesús pronuncia estas palabras cuando el Imperio romano está en paz; no hay guerras; todos los pueblos han sido sometidos a Roma. Y sin embargo, no es ésta la paz que Él promete. Ésta es la paz del mundo, basada en la fuerza de las legiones, no en la justicia. Es la paz que aprueba la esclavitud, la marginación, la opresión a los vencidos, la prepotencia de los vencedores.

La paz prometida por Jesús se realiza cuando se establecen entre los hombres relaciones nuevas; cuando la voluntad de competir, de dominar, de ser los primeros cede el puesto al servicio, al amor desinteresado por los últimos. Las comunidades cristianas son llamadas a ser el lugar donde todos puedan experimentar el comienzo de esta paz.

La última parte del pasaje (vv. 28-29) es más bien enigmática: no es fácil entender por qué los discípulos deberían alegrarse por la marcha de Jesús y qué quiere decir cuando éste afirma que el Padre es mayor que Él. Comencemos a explicar la alegría. Notemos, ante todo, que esta alegría la siente solo quien ama a Jesús. “Si me amaran” significa: si estuvieran en sintonía con mis sentimientos, si compartieran mis pensamientos y proyectos, se alegrarían porque estoy a punto de llevar a cumplimiento la misión que el Padre me ha encomendado. La muerte del Maestro asusta a los discípulos porque éstos no han sido todavía iluminados por el Espíritu Santo, no comprenden que su gesto de Amor dará comienzo a un mundo nuevo caracterizado por su paz.

La afirmación acerca de la inferioridad de Jesús respecto al Padre se explica con el lenguaje usado por los rabinos. Éstos hablan de superioridad e inferioridad para distinguir al enviado de quien lo envía. Mientras esté en el mundo, no ha llevado a término su misión. Hasta que no vuelva al Padre, Jesús es el ‘inferior’, es decir, el enviado del Padre.

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El Espíritu de amor: estímulo y garante de la Misión
Romeo Ballan, mccj

Jesús preanuncia a los Apóstoles los dones pascuales, frutos de su muerte y resurrección. En primer lugar, el don de un amor nuevo (Evangelio): un amor que es una ‘inmersión total’ en la Trinidad Santa que viene a habitar, a hacer morada en el que cree y ama (v. 23); un amor que se convierte en manantial de vida nueva. Luego, el don de la paz: Jesús dona una paz diferente a la que el mundo ofrece, una paz más fuerte que cualquier miedo y dificultad (v. 27). Y sobre todo el don del “Defensor, el Espíritu Santo”, en calidad de maestro y memoria de las cosas que Jesús ha enseñado (v. 26). Esta es una promesa que atañe de cerca al camino de la Iglesia en la historia: Jesús no había podido explicar todas las consecuencias y las aplicaciones de su mensaje; por tanto, garantizó la presencia amiga de un guía seguro frente a los problemas nuevos, a los acontecimientos imprevistos, a los desarrollos de las ciencias humanas… Entre los múltiples desafíos de hoy están las nuevas pobrezas, fundamentalismos, migraciones, biogenética, globalización, diálogo interreligioso, ecología… El Espíritu interviene como luz, fuerza, perdón, consuelo, porque es novedad, don de amor. (*)

Las nuevas opciones que la comunidad de los creyentes en Cristo deberá tomar a lo largo de la historia, bajo la guía del Espíritu, no estarán en contradicción con el mensaje de Jesús; serán un desarrollo, una profundización creativa, una aplicación a las exigencias de las personas en tiempos y lugares diferentes. Una situación tempestuosa para la Iglesia -¡una verdadera cuestión de vida o de muerte!- se presentó casi enseguida, en torno al año 50 d.C., a escasos lustros del acontecimiento histórico de Jesús. El libro de los Hechos (I lectura) da cuenta de un “altercado y una violenta discusión” entre dos corrientes: por un lado, un grupo de cristianos procedentes del judaísmo, decididos a imponer a los paganos las prácticas de la antigua Ley antes de bautizarlos; Pablo y Bernabé, por el contrario, veían en estas prácticas el riesgo de frustrar la gracia de Cristo y eran favorables a la acogida directa de los paganos en la comunidad cristiana, sin más imposiciones (v. 1-2).

Con gran acierto, el debate se llevó al máximo nivel, en presencia y con el discernimiento de los Apóstoles en Jerusalén. Tres eran las tendencias dominantes en el Concilio de Jerusalén: la línea abierta de Pablo y Bernabé, la actitud titubeante de Pedro y la postura práctica de Santiago, obispo de Jerusalén, que medió entre Pablo y los judaizantes, con criterios pastorales y algunas concesiones transitorias (v. 29), como resulta del primer documento conciliar de la Iglesia (v. 23-29).

La presencia del Espíritu Santo se reconoce a lo largo de todo este atormentado camino: en la búsqueda de una comunión más intensa, en el debate abierto para lograr una decisión comunitaria, en la escucha de los distintos ponentes, en la elección de testigos creíbles para enviarlos a Antioquía. La presencia del Espíritu es eficaz especialmente en la neta afirmación de la salvación ofrecida a todos por medio de Cristo, facilitando así el acceso de los paganos al Evangelio, sin imponerles otras cargas. Esta decisión fue el resultado de una laboriosa y feliz sinergia: “Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros…” (v. 28).

“El itinerario histórico de la Iglesia tiene su manera de progresar, no siempre lineal, como demuestra el mismo Concilio de Jerusalén. Son importantes algunas virtudes, como el dinamismo que impide a la Iglesia ser nostálgica; la fidelidad que impide desbandadas en la Iglesia; la paciencia que impide a la Iglesia ser frenética; la profecía que ayuda a la Iglesia a comprender los signos de los tiempos; la tolerancia y el diálogo que impiden a la Iglesia la enfermedad del integrismo; la esperanza que impulsa a la Iglesia a superar titubeos e incertidumbres. Pero en todo debe prevalecer la fe en el Espíritu, guía último y viviente de la Iglesia” (G. Ravasi). ¡El método conciliar-sinodal se ha inaugurado y permanece válido para cada época, como camino de comunión y de misión!

V Domingo de Pascua. Año C

Un mandamiento nuevo
En camino a Pentecostés
P. Enrique Sánchez G., mccj

“Cuando Judas salió del cenáculo, Jesús dijo: Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado con Él. Si Dios ha sido glorificado en Él, también Dios lo glorificará en s{i mismo y pronto lo glorificará.
Hijitos, todavía estaré un poco con ustedes. Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros, como yo los he amado; y por este amor reconocerán todos que ustedes son mis discípulos”. (Juan 13, 31-33.34-35)

El libro del Apocalipsis, casi como conclusión en el penúltimo capítulo dice, a través de quien estaba sentado en el trono: “Ahora yo voy a hacer nuevas todas las cosas”. Y en los Hechos de los apóstoles, a través del ministerio de Pablo y Bernabé que recorrían entusiastas todas las ciudades lejanas de Jerusalén, vemos surgir comunidades jóvenes, alegres y abiertas al Evangelio.

Efectivamente, Dios, a través de la acción del Espíritu Santo iba haciendo surgir un mundo nuevo, una humanidad nueva que acabó por transformar el mundo por medio de la predicación y el testimonio de tantos cristianos que no dudaron en reconocer a Jesús como el Mesías, el Salvador que se nos ha dado para que podamos glorificar a Dios.

La salida de Judas del cenáculo, de la que nos habla el Evangelio, podríamos leerla como el fin de un tiempo que se lleva consigo la incapacidad de abrirse a Dios, de reconocerlo en el don de Jesús.
Es el fin de un tiempo que queda atrapado en sus tradiciones y en sus costumbres religiosas incapaces de generar vida y de responder a la necesidad de encontrarse con Dios como única respuesta a nuestra necesidad de plenitud en esta vida.

Judas es lo que representa en el mundo y en nuestras historias personales y comunitarias el rechazo a la propuesta o a la súplica de Dios que toca continuamente a nuestra puerta solicitando que lo dejemos entrar. Que no lo ignoremos, que no lo marginemos considerándolo superfluo o innecesario en nuestras vidas.

Judas es, de alguna manera, quien personifica nuestra resistencia a dejar que Dios nos cambie la vida y nos abra a la novedad de una vida que nos sorprende a cada paso, justamente porque Dios va haciendo nuevas todas las cosas, también en nuestras historias, tan humanas y ordinarias.

Podríamos decir que era necesario que sucediera de esa manera para que la gloria de Dios se pudiese manifestar y para que, cumpliendo su misión, Jesús fuera glorificado, reconocido y presentado a nosotros como el Dios que nos participa de su glorificación redimiendo nuestra humanidad. Esa humanidad que ahora está llamada a convertirse en la gloria de Dios por el cumplimiento del mandamiento del amor.

Les doy un mandamiento nuevo, dice Jesús, pero en realidad no se trata de algo distinto de lo que Dios ha dado a su pueblo desde siempre.

Hay que decirlo con voz fuerte, Dios siempre nos ha amado y nos ha tenido una gran paciencia. Él ha esperado y sigue esperando nuestros tiempos y no se cansa de seguir sembrando en nuestro caminar innumerables signos de su amor, confiando en que un día seremos capaces de corresponderle.

Amar ha sido, desde todos los tiempos, el secreto de la vida que nos hace pasar por encima de todas las experiencias de dolor y de muerte en las que nos enfrascamos cuando nos olvidamos que hemos sido creados para amar.

Hoy, basta abrir cualquier ventana de nuestro mundo para darnos cuenta de los desastres que somos capaces de construir cuando dejamos que en nuestro corazón se instale el odio y el rencor.

Ahí están, como botón de muestra, los dramas de las guerras, la inseguridad y la violencia en nuestros pueblos, la corrupción de personas e instituciones, la ambición de la riqueza desmedida, el hedonismo desordenado de una sociedad que vive sin Dios, que vive sin amor.

Quien no ama vive como víctima de todo aquello que lo humilla, lo entristece, lo destruye y lo sumerge en el espiral del odio, del rencor, de la envidia.

Quien se niega a sí mismo la experiencia de amar, se condena a hacer de su vida una tragedia que lo hunde en la soledad, en la amargura de sentirse insatisfecho de todo y enredado en las tinieblas de las sospechas y de las desconfianzas hacia los demás.

Cerrarse al amor es lo mismo que negar la propia identidad porque, como hijos de Dios, hemos nacido del amor y llevamos en lo profundo de nuestro ser la huella de quien nos ha llamado a la existencia compartiéndonos lo que le es propio, es decir, el amor.

La novedad del mandamiento se presenta a nosotros a través de la experiencia que Jesús ha hecho y del testimonio que nos ha dejado subiendo a la cruz, para decirnos con hechos lo que significa amar. Para hacernos entender hasta dónde nos puede llevar el amor si lo tomamos en serio.

El mandamiento nuevo consiste en que nos amemos los unos a los otros, como Jesús nos ha amado. Él es el ejemplo y la mediad, él es el camino a seguir.

Y amar como él nos ha amado significa vivir con los sentimientos que movieron su corazón, con las actitudes que lo llevaron a involucrarse en los dramas de sus contemporáneos, con la alegría de entregar la propia vida en el servicio y en todo aquello que permita promover a mejor vida a quienes tenía a su lado.

Amar, como Jesús amó, es tener la valentía de ensuciarse las manos para ayudar a quien está pasando por momentos de dificultad, es gastar tiempo con quien vive sufriendo en soledad, es ser solidarios con quienes no han tenido las mismas oportunidades para triunfar o simplemente alcanzar una calidad de vida digna en nuestra sociedad.

Para Jesús amar no fue otra cosa sino realizar el plan y el sueño de su Padre, el sueño de ver felices a todos sus hijos, de verlos en paz, de contemplarlos construyendo un mundo fraterno en donde no puede haber lugar para la violencia, para el miedo, para el terror, ni para la muerte.

Así nos ha amado Jesús, y así nos invita a hacer de su mandamiento nuestra regla de vida. Se trata pues, de buscar todo aquello que nos permita amarnos los unos a los otros, construyendo puentes que faciliten los encuentros y creando espacios en donde podamos convivir ayudándonos y respetándonos.
Conviene preguntarnos ¿cómo está siendo mi experiencia de amar y de dejarme amar? ¿Cómo soy expresión del amor de Jesús que llena mi corazón? ¿Quiénes son los destinatarios de mi amor? ¿Me reconocen como cristiano por el amor que soy capaz de expresar con mis palabras y mis acciones hacia los demás?

Que el Señor nos conceda permanecer siempre despiertos y activos en el cumplimiento de los mandamientos y especialmente, que nos conceda ser alegres testigos de su amor.


NO PERDER LA IDENTIDAD
José A. Pagola

Como yo os he amado.

Jesús se está despidiendo de sus discípulos. Dentro de muy poco, ya no lo tendrán con ellos. Jesús les habla con ternura especial: «Hijitos míos, me queda poco de estar con vosotros». La comunidad es pequeña y frágil. Acaba de nacer. Los discípulos son como niños pequeños. ¿Qué será de ellos si se quedan sin el Maestro?

Jesús les hace un regalo: «Os doy un mandato nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado». Si se quieren mutuamente con el amor con que Jesús los ha querido, no dejarán de sentirlo vivo en medio de ellos. El amor que han recibido de Jesús seguirá difundiéndose entre los suyos.

Por eso, Jesús añade: «La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros». Lo que permitirá descubrir que una comunidad que se dice cristiana es realmente de Jesús, no será la confesión de una doctrina, ni la observancia de unos ritos, ni el cumplimiento de una disciplina, sino el amor vivido con el espíritu de Jesús. En ese amor está su identidad.

Vivimos en una sociedad donde se ha ido imponiendo la “cultura del intercambio”. Las personas se intercambian objetos, servicios y prestaciones. Con frecuencia, se intercambian además sentimientos, cuerpos y hasta amistad. Eric Fromm llegó a decir que “el amor es un fenómeno marginal en la sociedad contemporánea”. La gente capaz de amar es una excepción.
Probablemente sea un análisis excesivamente pesimista, pero lo cierto es que, para vivir hoy el amor cristiano, es necesario resistirse a la atmósfera que envuelve a la sociedad actual. No es posible vivir un amor inspirado por Jesús sin distanciarse del estilo de relaciones e intercambios interesados que predomina con frecuencia entre nosotros.
Si la Iglesia “se está diluyendo” en medio de la sociedad contemporánea no es sólo por la crisis profunda de las instituciones religiosas. En el caso del cristianismo es, también, porque muchas veces no es fácil ver en nuestras comunidades discípulos y discípulas de Jesús que se distingan por su capacidad de amar como amaba él. Nos falta el distintivo cristiano.
Los cristianos hemos hablado mucho del amor. Sin embargo, no siempre hemos acertado o nos hemos atrevido a darle su verdadero contenido a partir del espíritu y de las actitudes concretas de Jesús. Nos falta aprender que él vivió el amor como un comportamiento activo y creador que lo llevaba a una actitud de servicio y de lucha contra todo lo que deshumaniza y hace sufrir el ser hum

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¿QUÉ IMAGEN NOS IDENTIFICA COMO CRISTIANOS?
Maria Guadalupe Labrador

Vivimos en la época de la imagen. Nos preocupa e interesa la imagen que damos, la que tienen de nosotros y la que vemos en los demás. Hacemos fotos que difundimos por internet; se hacen virales ciertas imágenes en muy poco tiempo y ellas configuran las conversaciones, las ideas, los gustos y… ¡cuántas veces las opciones de muchos de nosotros!

Muchas veces, la señal de pertenencia a un grupo o el modo de participar en un evento es llevar la “misma” camiseta, pañuelo, distintivo… ¡Qué cómodos nos sentimos unidos de este modo a un grupo grande, amparados y arropados por otros, fácilmente reconocibles como “de los nuestros”!

En este contexto, y partiendo del evangelio de este domingo, podemos preguntarnos, ¿cuál es la imagen que damos los cristianos? ¿Qué imagen nos identifica? ¿Qué imagen difundimos?…

Los primeros cristianos tenían muy claro, en una época en que lo virtual no existía, que había una señal por la que se les reconocía. Su vida, desde que eran seguidores de Jesús, era tan distinta que no pasaba desapercibida. El evangelio de Juan pone en boca de Jesús: “La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros”

Jesús no está en esta cultura de la imagen, de lo externo, de lo que brilla superficialmente… Y nos habla del amor. Pero del amor con estilo propio: “Como yo os he amado”.

La señal de “los suyos” no es algo que se “pone encima”, no consiste en teñir todo de un determinado color, repetir unas determinadas fórmulas o practicar unas mismas costumbres incluso piadosas…

La señal de los cristianos es algo que sale de lo profundo de la persona y compromete toda la vida. Es, a la vez, un regalo y un mandato: lo hemos recibido como don, porque no podemos amar como Jesús, si el Espíritu no cambia nuestro corazón, y a la vez tenemos que vivirlo cada día como ardua tarea.

El signo distintivo de los cristianos no es cualquier amor, es amar como Jesús nos ama a cada uno de nosotros. Y para descubrir más plenamente cómo nos ama, rebobinamos y recordamos su vida y su muerte.

Leemos las primeras frases de este evangelio a la luz del amor que Jesús tiene a sus discípulos. Y las leemos en el contexto que nos marca el evangelio de hoy: en la última cena, cuando Jesús siente que son los últimos momentos que pasará con ellos, cuando Judas sale del cenáculo.

Juan afirma que Judas salió, y esta salida pone en marcha toda la trama de la traición. Judas ha estado mucho tiempo con Jesús, le ha escuchado, pero ahora se “escapa” se autoexcluye del grupo, de la comunidad de Jesús.

Es una decisión que, en un momento o en otro, todos tenemos que tomar. Porque cada uno de nosotros tenemos la posibilidad de “salir” del cenáculo o de quedarnos con Jesús y con la comunidad. ¿Nos animamos a poner nombres y a confesarnos a nosotros mismos las veces que “hemos salido” dejando a Jesús con los otros discípulos?

Pero si nos quedamos, si apostamos por permanecer en la comunidad de sus seguidores, tantas veces defectuosos y hasta difíciles, escucharemos y podremos comprender y compartir el camino del seguimiento.

Escucharemos a Jesús que, en los últimos momentos de su vida, nos dice lo realmente importante, como hacemos todos cuando vemos que la vida y el tiempo se nos acaban. Y nos lo dice en tono cariñoso, de confidencia, llamándonos “hijos míos”:

– Llega el momento del triunfo de Dios, aunque me veáis en la cruz, despreciado, abandonado, traicionado… Tenéis que ver a través de ello la gloria del Padre, la que yo comparto con Él.

– Y solo una encomienda, un deseo, un mandato: amaos y hacedlo de forma que este amor os defina, os distinga y caracterice. Amaos como yo os he amado.

Con la luz del Espíritu y la fuerza de la comunidad podremos celebrar el triunfo del resucitado, que pasa por la muerte en cruz; podremos empeñarnos en amar sin condiciones, a los que nos aman y a los que nos traicionan o abandonan, a los que son de los nuestros y a los que se consideran de otros grupos…

Si estamos dispuestos, si nos dejamos conquistar por este amor, lo intentaremos una y otra vez. Si confiamos en que la fuerza de este amor que se nos regala nos irá cambiando… ¡permanecemos con Jesús en el cenáculo! En ese espacio donde se come y bebe, se comparte la vida en profundidad y se escucha al amigo en comunidad. Y esto, nos identifica y llena nuestra vida.

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EL QUE ESTÁ EN CRISTO ES UNA NUEVA CRIATURA
Fernando Armellini

Introducción

Los días de la Iglesia están contados –dicen algunos– porque es anticuada, no sabe cómo renovarse a sí misma, repite viejas fórmulas en lugar de responder a las nuevas preguntas, tercamente reitera rituales obsoletos y dogmas ininteligibles mientras que las personas de hoy están buscando un nuevo equilibrio, un nuevo sentido de la vida, un Dios menos lejano.

Existe un creciente deseo de espiritualidad. Es cada vez mayor la adhesión a nuevas creencias esotéricas, como las llamadas reiki (energía curativa no física), canalización (vinculación con niveles más elevados de energía o de conciencia como espíritus, extraterrestres, etc.), cristal-terapia o dianética(influencia de la mente sobre el cuerpo). La religión del «Hazlo-tú-mismo» –en la que frecuentemente se mezclan técnicas orientales con interpretaciones esotéricas de Cristo–, una religión que desprecia dogmas e iglesias, crece por doquier. Se equipara la meditación de la Palabra de Dios en un monasterio a la emoción experimentada en las profundidades de un bosque mientras se está en coloquio (en abierta ‘canalización’) con el propio ángel-guía. Expresión de esta búsqueda de lo nuevo es la New Age (Nueva Era) que propone la visión utópica de una era de paz, armonía y progreso.

En este contexto, uno de los equívocos más perniciosos en el que la Iglesia puede caer es confundir la fidelidad a la Tradición (con mayúscula) con el replegarse sobre lo que está viejo y gastado o con el cerrarse al Espíritu, «que renueva la faz de la tierra». La acusación de falta de modernización (quizás injusta e injustificada) nos debe hacer pensar…

La Iglesia es la depositaria del Anuncio de «cielos nuevos y tierra nueva», de la propuesta del «hombre nuevo», del «mandamiento nuevo», de «un cántico nuevo». Quien sueña con un mundo nuevo debería sentirse instintivamente atraído por la Iglesia…

Evangelio: Juan 13,31-33a.34-35

Para nosotros, herederos del pensamiento griego, la glorificación es lograr la aprobación y el elogio de la gente; equivale a la fama de quien alcanza una posición de prestigio. Todos la desean, anhelan y luchan para alcanzarla y por esto se alejan de Dios. Los judíos, que “viven pendientes del honor que se dan unos a otros en lugar de buscar el honor que solo viene de Dios” (Jn 5,44), que “prefieren la gloria de los hombres a la gloria de Dios” (Jn 12:43), no pueden creer en Jesús porque en Él no se manifiesta la ‘gloria’ que seduce a los hombres y atrae sus miradas …

En Él, la gloria de Dios se hace visible desde su primera aparición en el mundo: “Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros; y hemos visto su gloria” (Jn 1,14). Dios es glorificado cuando despliega su fuerza y ​​realiza obras de Salvación; cuando muestra su Amor al hombre. En el Antiguo Testamento, su gloria se manifiesta cuando libera a su pueblo de la esclavitud: “Mi gente verá la gloria del Señor… ahí está su Dios; viene en persona a salvarlos” (Is 35,2.4).

En los primeros versículos del evangelio de hoy (vv. 31-32), el verbo glorificar aparece cinco veces: “Ahora ha sido glorificado el Hijo del Hombre y Dios ha sido glorificado por él. Si Dios ha sido glorificado por él, también Dios lo glorificará por sí, y lo hará pronto”. El evangelista quiere dejar claro el mensaje aun siendo redundante y puntilloso, expresándose con una solemnidad que parece casi excesiva. Pero lo pide el contexto: estamos en el Cenáculo y faltan solo unas horas para que Jesús sea capturado y condenado a muerte.

Quien no sabe de antemano cómo se han desarrollado los hechos, pensaría que Dios está a punto de asombrar a todos con un prodigio, con una demostración de su poder humillando a sus enemigos. Nada de eso. Jesús es glorificado porque Judas pacta un acuerdo con los sumos sacerdotes sobre cómo detener al Maestro (v. 31). Es algo insólito, escandaloso e incomprensible para los hombres: la ‘gloria’ de Dios se manifiesta en ese Jesús que camina hacia la Pasión y la muerte, que se entrega en manos de los verdugos y que es clavado en la cruz…

Unos días antes, Él mismo deja claro en qué consiste su gloria: “Ha llegado la hora en que el Hijo del Hombre sea glorificado… Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, producirá mucho fruto” (Jn 12,23-24). La gloria que le espera es el momento en que, dando su vida, revelará al mundo cuán grande es el Amor de Dios hacia el hombre. Es ésta también la única gloria que Él promete a sus discípulos. El pasaje continúa con la presentación del Mandamiento Nuevo, precedido de una frase sorprendente: Hijitos… (v. 33). Los discípulos no son niños sino hermanos de Jesús. ¿Por qué los llama así?

Para entender el significado de sus palabras, hay que tener presente el momento en que son pronunciadas. En la Última Cena, Jesús sabía muy bien que le quedaban unas pocas horas de vida y se siente en el deber de dictar su testamento. Así como los hijos consideran sagradas las palabras pronunciadas por el padre en su lecho de muerte, así Jesús quiere que sus discípulos impriman en su mente y su corazón lo que va a decir.

Éste es su testamento: “Les doy un mandamiento nuevo: Ámense unos a otros como yo los he amado” (v. 34). Para subrayar su importancia, lo repetirá otras dos veces más antes de encaminarse hacia Getsemaní: “Este es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15,12). “Este es mi mandamiento: ámense unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15,17). Habla como quien quiere dejar algo en herencia: Les doy, dice (v. 34). Si hubiéramos tenido que elegir un don entre los muchos que Jesús poseía, todos seguramente hubiéramos elegido el don de hacer milagros. Él, en cambio, nos ofreció un Nuevo Mandamiento.

Mandamiento para nosotros equivale a imposición, a compromiso gravoso que hay que cumplir, a un peso que hay que soportar. Algunos creen que la felicidad la alcanzan solo los astutos, es decir, los que disfrutan de la vida esquivando las ‘diez palabras’ de Dios. Por eso muchos están convencidos de que los que logran observar los Diez Mandamientos merecen el paraíso mientras que quienes los quebrantan deben ser castigados severamente. Esta es una convicción todavía muy extendida que debe corregirse con urgencia por ser extremadamente perniciosa. Es fruto de una imagen adulterada de Dios.

Un ejemplo banal: Si un médico insiste en que su paciente deje de fumar, no lo hace para restringir su libertad, para privarlo de un placer, para ponerlo a prueba, sino porque quiere su bien. A escondidas, tratando de no llamar la atención, el paciente puede seguir fumando y encontrarse después con los pulmones arruinados. El médico no lo castiga por esto (el fumador no le ha hecho daño al médico sino a sí mismo). El médico procurará siempre que se recupere. Y Dios, dicho sea de paso, es un buen médico, cura todas las enfermedades (cf. Sal 103,3). Dándonos su Mandamiento, Jesús se muestra como un Amigo sin igual. Él nos ha mostrado, no con palabras sino con el don de la Vida, la forma de realizar la plenitud de nuestra existencia en este mundo.

Se trata de un Mandamiento Nuevo. ¿En qué sentido? ¿No está ya escrito en el Antiguo Testamento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lev 19:18)? Veamos dónde está la novedad. Respecto a lo que recomienda el Antiguo Testamento, la segunda parte es ciertamente nueva: “ámense como yo los he amado”(v. 34). La medida del Amor que nos propone Jesús no es la que usamos con nosotros mismos sino la que Él ha usado con nosotros.

El amor hacia nosotros mismos no puede ser medida de amor a los demás porque, en realidad, nos amamos muy poco a nosotros mismos: no soportamos nuestras limitaciones, fallos y miserias; si hacemos el ridículo o nos llenamos de vergüenza por un error cometido… si hacemos algo de que reprocharnos, llegamos incluso hasta el autocastigo.

Además, el Mandamiento es nuevo porque no es “natural” amar a quien no se lo merece o no puede correspondernos. No es normal hacer el bien a los propios enemigos.

Jesús revela un nuevo Amor: ha amado a quienes necesitaban su Amor para ser feliz. Ha amado a los pobres, a los enfermos, a los marginados, a los malvados, a los corruptos, a sus mismos verdugos porque solamente amándolos podía librarlos de su mezquindad, miseria y pecado.

Es el Amor gratuito y sin condiciones del cual Dios ha dado pruebas en el Antiguo Testamento cuando eligió a su pueblo: “Si el Señor –dice Moisés a los israelitas– se enamoró de ustedes y los eligió no fue por ser ustedes más numerosos que los demás, porque son el pueblo más pequeño, sino por puro amor a ustedes” (Deut 7,7-8). Por eso Juan dice: “no les escribo un mandamiento nuevo, sino el que tenían desde el principio… recuerda uno viejo… quien ama a su hermano permanece en la luz” (1 Jn 2,7.10).

Pero la gran novedad de este Mandamiento es otra: nunca nadie antes de Jesús ha intentado construir una sociedad basada en un Amor como el suyo. La comunidad cristiana se convierte así en sociedad alternativa, en propuesta nueva frente a todas las sociedades viejas del mundo, a las basadas en la competencia, la meritocracia, el dinero y el poder. Es este Amor el que debe ‘glorificar’ a los discípulos de Cristo.

Dios anunció por boca de Jeremías: “Llega el día en que haré una nueva alianza con Israel” (Jer 31,31). La Antigua Alianza fue estipulada sobre la base de los Diez Mandamientos. La Nueva Alianza está ligada al cumplimiento de un único Mandamiento nuevo: Amar al hermano, como lo hizo Jesús.

Jesús concluye su ‘testamento’ diciendo: “En esto conocerán todos que son mis discípulos, si se aman los unos a los otros” (v. 35). Sabemos que los frutos no son los que dan vida al árbol. Sin embargo, son señales de que el árbol está vivo. No son las buenas obras las que hacen ‘cristianas’ a nuestras comunidades, pero son estas obras las que prueban que nuestras comunidades están animadas por el Espíritu del Resucitado.

Los cristianos no son personas diferentes a los demás; no llevan distintivos, no viven fuera del mundo. Lo que los caracteriza es la lógica del Amor gratuito, la lógica de Jesús, la lógica del Padre.

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El amor fraterno: fuerza explosiva, contagiosa, misionera
Romeo Ballan, mccj

Traición y glorificación: el Evangelio presenta dos momentos contrastantes, humanamente irreconciliables. Durante la última Cena, Judas sale del Cenáculo llevando dentro su misterio: en esa trágica noche (v. 30) consuma la traición. Sin embargo, Jesús habla con insistencia de su ‘glorificación’: la menciona cinco veces (v. 31-32). El contraste es paradójico: faltan tan solo pocas horas para su captura y muerte en la cruz; sin embargo, Jesús se obstina en hablar de glorificación. Su gloria es el momento mismo de su muerte-resurrección, como el grano de trigo que cae en tierra y muere para dar mucho fruto (cf Jn 12,24.20-21). Ser esegrano de trigo es su carta de identidad. ¡Extraña gloria que se expresa en la locura humillante de la cruz! Con su muerte-resurrección Jesús revela la grandeza del amor de Dios que salva a todos.

A la luz de este amor divino que sobrepasa toda medida, se percibe la grandeza del mandamiento nuevo (v. 34), que Jesús deja a sus ‘hijos-discípulos’ como credencial de reconocimiento: “como yo los he amado, ámense también unos a otros”. En eso conocerán todos que son discípulos míos” (v. 34-35). Jesús insiste sobre el amor mutuo -lo repite tres veces en dos versículos- lo da como su testamento espiritual, es un mandamiento que Él con toda razón, llama “nuevo”. Es el proyecto de vida, que Jesús deja a los discípulos; su única señal de reconocimiento.

El Antiguo Testamento decía: “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19,18). Jesús va más allá.

1. Ante todo, su medida ya no es tan solo “como a ti mismo”, con las incógnitas y los errores propios del egoísmo, sino “como yo los he amado”; es decir, la certeza y la medida sin medida del amor divino.

Amar “como”, a la manera de Jesús: esta es la novedad, la originalidad del cristiano. Jesús no dice cuánto debemos amar, sino que nos propone su estilo, la manera como Él ha amado: su amor es servicio, misericordia, ternura, perdón… De tales ejemplos están llenos los Evangelios.

2. El amor que Jesús propone es nuevo, porque es completamente gratuito: no busca motivos para amar; ama al que no lo merece o al que no puede corresponder; ama también al que le hace daño.

3. Es nuevo, porque Jesús no dice solo “ámense”, sino “ámense unos a otros”. Para Jesús el amor es relación, reciprocidad; el amor no es solo dar, sino también saber recibir, escuchar, dejarse amar.

4. Es un mandamiento nuevo, porque “antes de Jesús, nadie jamás ha intentado construir una sociedad basada sobre un amor como el suyo. La comunidad cristiana se coloca así como una alternativa, como una propuesta nueva ante todas las sociedades viejas del mundo, ante aquellas que se basan sobre la competitividad, sobre la meritocracia, el dinero, el poder. Este es el amor que debe ‘glorificar’ a los discípulos de Cristo” (F. Armellini). Es un nuevo criterio de asociación, una fuerza especial de agregación, “la señal por la que conocerán todos que son discípulos míos…” (v. 35). Jesús no ha dicho llevar un uniforme especial o una señal de distinción; ha dicho simplemente: los reconocerán por la manera como se aman. El amor mutuo y gratuito tiene una irresistible, contagiosa y explosiva fuerza de irradiación misionera. El amor mutuo se alimenta en el perdón, reconciliación, suportación, entrega de sí, opción por los últimos, rechazo de la violencia, compromiso por la paz… De los primeros cristianos la gente decía: “¡Mira cómo se quieren!”

Tan solo el amor es capaz de inspirar y tejer relaciones nuevas y vitalizantes entre las personas; tan solo la revolución del amor es capaz de transformar a las personas y, por tanto, las instituciones. Lo enseñaba también Raoul Follereau, ‘apóstol de los leprosos y vagabundo de la caridad’: “El mundo tiene solo dos opciones: amarse o desaparecer. Nosotros hemos optado por el amor. No un amor que se conforma con lloriquear sobre los males ajenos, sino un amor combativo, creativo. Para que llegue y pueda reinar, nosotros lucharemos sin pausa ni desmayo. Hay que ayudar al día a amanecer”. Este es el sentido profundo de una vida entregada como sacerdotes, religiosos, misioneros.

Todo el que asume este desafío acepta la utopía de “un cielo nuevo y una tierra nueva” (II lectura), entra en la nueva “morada de Dios con los hombres” (v. 3), donde ya no habrá lágrimas, ni muerte, ni dolor (v. 4), por la fe en Aquel que afirma: “todo lo hago nuevo” (v. 5). Incluida una sociedad nueva que se basa y tiene como objetivo la civilización del amor. También el viaje misionero de Pablo y Bernabé (I lectura) perseguía este objetivo: abrir “a los paganos la puerta de la fe” (v. 27), exhortar a los discípulos a permanecer firmes en la fe, porque debemos entrar en el reino de Dios pasando por muchas tribulaciones (v. 22). Este viaje (Hechos 13-14) es una página intensa y estimulante de metodología misionera: por la manera que la comunidad cristiana de Antioquía escoge a los misioneros que envía, por el valor (parresía) de Pablo y Bernabé en dar el primer anuncio del Evangelio de Jesús a judíos y a paganos, por la institución de nuevas comunidades eclesiales y la designación de presbíteros que las guíen, por las nuevas fronteras geográficas de evangelización más allá de los territorios acostumbrados del Antiguo Testamento y de los Evangelios, por el intercambio con la comunidad de Antioquía a su regreso…En una palabra ¡un modelo de praxis misionera!

IV Domingo de Pascua. Año C

En camino a Pentecostés
El buen pastor
P. Enrique Sánchez, mccj

En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy la vida eterna y no perecerán jamás; nadie las arrebatará de mi mano. Me las ha dado mi Padre, y Él es superior a todos. El Padre y yo somos uno”. (Juan 10, 27 – 30)

El cuarto domingo de Pascua celebramos a Cristo buen pastor y el evangelio de este día nos ofrece, en pocas palabras, una imagen bella y profunda del pastor que guía nuestras vidas y nos lleva por caminos seguros.

El buen pastor se nos presenta como alguien que habla, que dirige su voz a quienes tiene delante de él. Es alguien que toma la iniciativa y da el primer paso en la aventura del encuentro.

Como siempre, el buen pastor, nos recuerda que no son las ovejas las que se ponen en camino hacia él, sino todo lo contrario. Es él quien invita y llama a entrar en contacto con él. Es él quien no se cansa de buscarnos.

Esa es la dinámica que usa Jesús para hacerse presente en nuestras vidas, como lo dirá con más claridad el mismo evangelio de san Juan cuando en el capítulo 15 pone en los labios de Jesús aquellas palabras con las que afirma: “no son ustedes quienes me ha elegido, sino yo quien los ha elegido”.

Las ovejas escuchan la voz de su pastor y lo siguen porque es una voz que inspira confianza y que brinda seguridad. Se sienten conocidas y protegidas porque la experiencia les enseña que su pastor no las abandonará y nos las llevará a lugares en donde sus vidas estén en riesgo.

Así el Señor nos está llevando también hoy por caminos que no conocemos, pero que podemos estar seguros que nos conducen a donde nuestro corazón estará feliz y en paz. Aunque pase por valles oscuros, nada temo, dice el salmo, porque el Señor nos lleva a un lugar en donde podemos reposar en seguridad.

El pastor conoce a sus ovejas y sabe lo que es cada una de ellas. Las conoce, no las expone, no las juzga, no las clasifica, no las condena y, mucho menos, no las excluye. Él quiere que todas estén con él y que se sientan seguras.

Qué alegre resulta saber que tenemos un lugar especial en el corazón de nuestro Señor, que paz genera en nuestro interior saber que tenemos como pastor a alguien que nos lleva con paciencia para que ninguno se pierda.

Si tuviéramos que aplicarnos esto a nosotros hoy, tendríamos que aceptar que somos guiados en la vida por alguien que busca nuestra felicidad. Alguien que nos quiere y da su vida para que podamos ser felices.

Nuestro pastor, Jesús, no es alguien que nos llama para poner ante nosotros nuestros trapitos sucios, y no se espanta de nuestras pobrezas y de nuestras fragilidades. Él no nos reprocha las historias tristes o amargas que nos han tocado vivir y no se alegra poniendo en evidencia las caídas que nos ha tocado vivir.

Él es un pastor que pronuncia nuestro nombre dándonos la posibilidad de abrir nuestros corazones a su misericordia y, reconociendo su voz, nos llenamos de confianza. Ser conocidos por el Señor, seguramente, a todos nos deja un sabor agradable en nuestro corazón, pues se trata de un conocimiento que ayuda a levantarnos de lo que humanamente es imposible que no suframos; pero más todavía, es algo que nos ayuda a crecer en la esperanza, pues nos permite conocer a quien nos guía estando pendiente de que podamos realizar lo mejor de lo que Dios ha soñado para cada uno de nosotros. Algunas preguntas que nos podemos hacer son: ¿cuánto somos capaces de reconocer la voz de nuestro pastor? ¿Cuánto nos interesa familiarizarnos con sus palabras? ¿Cómo sentimos la presencia del Señor en nuestras vidas?

Ojalá no tengamos miedo de identificar esa presencia de nuestro buen pastor y seamos capaces de decir: aquí estuvo el Señor, aquí y en esto muy concreto sentí su presencia. Eso iría muy de acuerdo con lo que leemos en el evangelio de hoy cuando nos dice que las ovejas reconocen la voz que les permite seguir al pastor.

Las oveja siguen al pastor porque infunde confianza en ellas, porque les da la seguridad de conducirlas a un lugar seguro, porque les promete tomar cuidado de ellas y defenderlas de todo aquello que pueda amenazarlas.

Lo siguen no porque las encante con discursos melodiosos o tramposos, no las engaña; al contrario, les ayuda a pasar por los valles oscuros y las cuida en praderas seguras. Ese es el pastor que nos invita también a nosotros a seguirlo con confianza y con alegría. El Papa León XIV nos decía en su primer saludo, antes de bendecirnos, que estamos en las manos de Dios, en las manos del Señor y estando ahí no hay lugar para el miedo, ni para el temor. Estando ahí podemos vivir confiados en que lo que amenaza a la humanidad de nuestro tiempo no cantará el himno de victoria. Podemos decir que estamos bajo la guía del mejor Pastor.

Nadie nos podrá arrebatar de la mano de nuestro pastor, Jesús, porque él sigue dando su vida por nosotros, cada día, en cada eucaristía, en cada comunidad en donde se vive la fraternidad y en donde nos preocupamos por los más abandonados, en cada corazón que no se deja atrapar en la ambición que nos propone este mundo y en la indiferencia que nos hace pasar insensibles ante el dolor de nuestros hermanos.

Tenemos un pastor que nos da la vida. Qué bello sería tomar conciencia de esto cuando nos vemos continuamente tentados a contentarnos con retazos de vida, cuando la felicidad la hacemos depender de lo que acumulamos o de la imagen que defendemos ante los demás. ¡Cuánto ganaríamos si nos diéramos la oportunidad de apostarle a lo sencillo de la vida, a la riqueza de compartir lo que somos, dejándonos enriquecer por el don que es cada hermano que tenemos cercano!

Tenemos un buen pastor, único y extraordinario, que no tiene otro proyecto para nosotros que brindarnos la posibilidad de vivir plenamente. ¿Cuándo nos daremos la oportunidad de abrirle nuestro corazón totalmente, sin ponerle condiciones y sin hacer cálculos que nos hundan en nuestras pequeñas ambiciones?

En él tenemos la vida asegurada y nos promete que ninguno perecerá. No dejará que ninguno se pierda de los que le ha entregado su Padre, y esos somos cada uno de nosotros. Digamos fuerte: soy el don de Dios que ha sido puesto en las manos de Jesús para que el me conduzca hasta la vida eterna.

Qué el buen Pastor nos guíe por caminos que nos abran a una experiencia de fe más profunda, que sepamos reconocerlo como el guía que nos conduce por caminos seguros de amor y de fraternidad, qué nos enseñe a convertirnos, también nosotros, en pastores que dan la vida por sus hermanos, comprometiéndonos en la construcción de un mundo más justo, más fraterno y más solidario.

En este día celebramos también la jornada de oración por la vocaciones a la vida sacerdotal, religiosa y consagrada y seguramente también todas las demás vocaciones. Pidamos al Señor que nos bendiga con el don de Jóvenes que estén dispuestos a entregar sus vidas al servicio del Evangelio, de la Iglesia y de sus hermanos.


LAS OVEJAS, EL PASTOR Y LOS LADRONES
José Luis Sicre

El evangelio del 4º domingo de Pascua se dedica, en los tres ciclos, a recordar a Jesús como buen pastor. Aunque hoy día mucha gente solo ha visto un rebaño en televisión, la imagen sigue siendo muy expresiva. Pero el capítulo 10 del evangelio del cuarto evangelio es tan largo (42 versículos) que la liturgia ha seleccionado unos pocos para cada ciclo. Al C le ha tocado un fragmento tan breve que no se entiende bien si no se conoce lo anterior.

Un debate largo y complicado (el c.10 de san Juan)

Jesús comienza contando una extraña parábola a propósito de ladrones y bandidos que intentan robar el rebaño sin entrar por la puerta, saltando la valla. El pastor entra por la puerta, conoce a las ovejas por su nombre y ellas lo siguen confiadas, mientras que de los ladrones no se fían.

Cuando termina de contarla, los presentes “no entendieron de qué les hablaba”. Jesús, en vez de aclarar las cosas, las complica. A veces dice que él es la puerta del rebaño; otras, que es el buen pastor; y lo importante no es que conduce al rebaño a buenos pastos, sino que da la vida por las ovejas, porque tiene el poder de darla y de recuperarla. Y en medio introduce nuevos personajes: su Padre, “que me conoce y al que yo conozco”, y otras ovejas que no son de este redil.

La conclusión a la que llegan muchos de los oyentes no extraña demasiado: “Está loco de remate. ¿Por qué lo escucháis?” (literalmente: “tiene un demonio y está loco”). El autor del cuarto evangelio disfruta irritando al lector y casi poniéndolo en contra de Jesús.

El debate no termina aquí. Continúa en invierno, en la fiesta de la Dedicación del templo, mientras Jesús pasea por el pórtico de Salomón. Las autoridades judías (este es el sentido frecuente de “los judíos” en el cuarto evangelio) lo rodean y le piden que diga claramente si es el Mesías. Jesús responde que ya se lo ha dicho y que no creen en él. Y continúa ofreciendo el ejemplo tan distinto de sus ovejas.

Las ovejas, el pastor, los ladrones y el padre del pastor (Juan 10,27-30)

Las ovejas. El pasaje no comienza hablando del pastor, como sería lógico, sino de “mis ovejas”, las que escuchan la voz de Jesús y lo siguen, a diferencia de las autoridades judías, que no creen en él. Una lectura precipitada del capítulo puede producir la impresión de que hay personas predestinadas por Dios a seguir a Jesús y otras predestinadas a negarlo. Pero esta contraposición hay que entenderla a partir de lo dicho en el prólogo del evangelio: “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron; pero a quienes lo recibieron les concedió convertirse en hijos de Dios”. La aceptación y el seguimiento de Jesús no excluyen la libertad humana.

El pastor. En la parábola inicial el pastor llega al rebaño, le abren la puerta y saca a las ovejas. ¿A dónde las lleva? No se dice. Recordando el salmo 22 (“El Señor es mi pastor”), podríamos completar: “en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas”. Pero Jesús introduce un cambio capital: las lleva a “la vida eterna”. Algo que se realiza no solo después de la muerte, sino ya en este mundo.  La fe en Jesús da una dimensión nueva a la existencia de quien cree en él.

Los ladrones. La parábola comienza hablando de ellos. Aquí no se los menciona expresamente, pero son los que intentan arrebatar a las ovejas de las manos de Jesús. En el contexto del evangelio serían los fariseos y demás autoridades que se oponen a que la gente lo siga. En la iglesia de finales del siglo I serían los “cristianos” que niegan que Jesús sea el Mesías y el hijo de Dios (a los que se denuncia en la 1ª carta de Juan). En cualquier caso, no tendrán éxito, no podrán “arrebatarlas de mi mano”. El salmo 22, hablando desde la perspectiva de la oveja, dice algo parecido: “Aunque atraviese cañadas oscuras nada temo, porque tú vas conmigo”.

El Padre. A lo largo del c.10 hay diversas referencias a la relación de Jesús con “mi Padre”. A primera vista, más que ayudar, estorban y confunden al lector. La clave podría estar de nuevo en el salmo 22, donde el pastor es Dios. Jesús, al arrogarse el título y la función, deja claro que no elimina al Padre. “Yo y el Padre somos uno”. La reacción del auditorio es más dura en este caso: “cogieron piedras para apedrearlo”, y Jesús terminará huyendo al otro lado del Jordán (esto no se lee en la liturgia).

Síntesis. ¿Qué nos dice este breve pasaje hoy día?

1) Lo esencial del cristiano es creer en Jesús y seguirlo. Algo que no es absurdo recordar, porque mucha gente piensa que lo importante es practicar una serie de normas y cumplir con determinados ritos. Todo eso tiene que basarse en una relación personal con Jesús.

2) Confianza en él. En otros momentos del capítulo se subraya su bondad, que culmina en dar la vida. Aquí la fuerza recae en que él no permitirá que nadie arrebate a las ovejas de su mano. Lo cual no significa que nos veamos libres de dificultades, como han dejado claro las dos primeras lecturas de este domingo.

3) Conocimiento de Jesús. Como en tantos otros pasajes del evangelio, se indica su estrecha relación con el Padre, hasta llegar casi a la identificación. Más adelante, en el discurso de la cena, dirá Jesús a Felipe: “El que me ha visto ha visto al Padre”. Algo que sigue resultando escandaloso a muchos cristianos, como lo fue para muchos judíos de su época.

Insultos y expulsión (Hechos de los apóstoles 13,14. 43-52).

La liturgia ha omitido los versículos 15-42, provocando algo absurdo. Al final del v.14 se dice Pablo y Bernabé “tomaron asiento”; e inmediatamente se añade que “muchos judíos y prosélitos se fueron con ellos”. Entonces, ¿para qué toman asiento?

Si no hubieran mutilado el texto habría quedado claro que se sientan para tomar parte en la liturgia del sábado. Al cabo de un rato, les invitan a hablar, y Pablo hace un resumen muy rápido de la historia de Israel para terminar hablando de Jesús. Ahora se comprende que, al terminar la ceremonia, muchos judíos y prosélitos se fueran con los apóstoles. Pero, al cabo de una semana, cuando vuelven a la sinagoga, la situación será muy distinta. Los judíos responden a Pablo y Bernabé con insultos. Más tarde los expulsan del territorio. Dentro de lo que cabe, tuvieron suerte. Más adelante apedrearán a Pablo hasta darlo por muerto.

Martirio y victoria (Apocalipsis 7,9.14b-17)

Cuando el cristianismo comenzó a difundirse por el imperio, encontró pronto la oposición de las autoridades romanas y de la gente sencilla. Veían a los cristianos como gente impía, que daba culto a un solo dios en vez de a muchos, inmoral, enemiga del emperador, al que no querían reconocer como Señor, etc. El punto final en bastantes casos fue la muerte, como ocurrió a Pedro, Pablo y a los otros durante la persecución de Nerón (lo que cuenta el historiador romano Tácito impresiona por la crueldad con que se los asesinó). Sin embargo, la lectura del Apocalipsis no se centra en sus sufrimientos sino en su victoria.

José Luis Sicre

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ESCUCHAR SU VOZ Y SEGUIR SUS PASOS
José A. Pagola

Mis ovejas escuchan mi voz

La escena es tensa y conflictiva. Jesús está paseando dentro del recinto del templo. De pronto, un grupo de judíos lo rodea acosándolo con aire amenazador. Jesús no se intimida, sino que les reprocha abiertamente su falta de fe: «Vosotros no creéis porque no sois ovejas mías». El evangelista dice que, al terminar de hablar, los judíos tomaron piedras para apedrearlo.

Para probar que no son ovejas suyas, Jesús se atreve a explicarles qué significa ser de los suyos. Sólo subraya dos rasgos, los más esenciales e imprescindibles: «Mis ovejas escuchan mi voz… y me siguen». Después de veinte siglos, los cristianos necesitamos recordar de nuevo que lo esencial para ser la Iglesia de Jesús es escuchar su voz y seguir sus pasos.

Lo primero es despertar la capacidad de escuchar a Jesús. Desarrollar mucho más en nuestras comunidades esa sensibilidad, que está viva en muchos cristianos sencillos que saben captar la Palabra que viene de Jesús en toda su frescura y sintonizar con su Buena Noticia de Dio. Juan XXIII dijo en una ocasión que “la Iglesia es como una vieja fuente de pueblo de cuyo grifo ha de correr siempre agua fresca”. En esta Iglesia vieja de veinte siglos hemos de hacer correr el agua fresca de Jesús.

Si no queremos que nuestra fe se vaya diluyendo progresivamente en formas decadentes de religiosidad superficial, en medio de una sociedad que invade nuestras conciencias con mensajes, consignas, imágenes, comunicados y reclamos de todo género, hemos de aprender a poner en el centro de nuestras comunidades la Palabra viva, concreta e inconfundible de Jesús, nuestro único Señor.

Pero no basta escuchar su voz. Es necesario seguir a Jesús. Ha llegado el momento de decidirnos entre contentarnos con una “religión burguesa” que tranquiliza las conciencias pero ahoga nuestra alegría, o aprender a vivir la fe cristiana como una aventura apasionante de seguir a Jesús.

La aventura consiste en creer lo que él creyó, dar importancia a lo que él dio, defender la causa del ser humano como él la defendió, acercarnos a los indefensos y desvalidos como él se acercó, ser libres para hacer el bien como él, confiar en el Padre como él confió y enfrentarnos a la vida y a la muerte con la esperanza con que él se enfrentó.

Si quienes viven perdidos, solos o desorientados, pueden encontrar en la comunidad cristiana un lugar donde se aprende a vivir juntos de manera más digna, solidaria y liberada siguiendo a Jesús, la Iglesia estará ofreciendo a la sociedad uno de sus mejores servicios.

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NOS AGRADA QUE NOS CONDUZCAN, PERO ¿QUIÉN?
Fernando Armellini

La tierra de Israel es en gran parte montañosa y se utiliza para el pastoreo de ovejas. Guardianes de rebaños eran Abel, Abrahán, Jacob, Moisés, David. No debe, por tanto, causar consternación que se utilicen imágenes de la vida pastoral en la Biblia. Dios es llamado “pastor de Israel”: conduce a su pueblo como ovejas, los trata con amor y cuidado, los guía hacia abundantes pastos y manantiales de agua fresca (Sal 23,1; 80,2). Incluso el Mesías es anunciado por los profetas como un pastor para guiar a Israel: “Se acerca el día en que suscitaré un rey que será descendiente de David. Él gobernará con prudencia, justicia y rectitud”(Jer 23,1-6; Ez 34).

Jesús se referirá a estas imágenes el día que, descendiendo de la barca, se verá rodeado de una gran multitud corriendo a pie para escuchar su palabra de esperanza. Marcos dice: “tuvo compasión de ellos porque eran como ovejas sin pastor” (Mc 6,33-34). En el evangelio de Juan, Jesús se presenta como el pastor esperado (Jn 10,11.14), como el que va a conducir a la gente a lo largo del camino de la rectitud y fidelidad al Señor.

El cuarto domingo de Pascua se llama el domingo del Buen Pastor ya que cada año la liturgia nos presenta un pasaje del capítulo 10 de Juan donde Jesús mismo es el verdadero pastor. Los cuatro versos que leemos en el evangelio de hoy se han extraído de la parte final del discurso de Jesús y quieren ayudarnos a profundizar el significado de esta imagen bíblica.

Comencemos con una aclaración: cuando hablamos de Jesús, el Buen Pastor, la primera imagen que viene a nuestra mente es la del Maestro que sostiene un cordero en sus brazos o en los hombros. Es cierto: Jesús es el Buen Pastor que sale a buscar la oveja perdida, pero esta es la reproducción de la parábola que se encuentra en el evangelio de Lucas (15,4-8). El Buen Pastor del que habla Juan no tiene nada que ver con esta imagen dulce y tierna. Jesús no se presenta a sí mismo como alguien que cariñosamente acaricia al cordero herido, sino como el hombre duro, fuerte, decidido a luchar contra los bandidos y los animales feroces, como lo hizo David, persiguiendo al león o al oso que arrebata una de las ovejas lejos del rebaño; David lo derriba y le quita la víctima de su boca (1 Sam 17,34-35). Jesús es el Buen Pastor porque no tiene miedo de luchar hasta dar su vida por las ovejas que ama (Jn 10,11).

La primera frase que Jesús pronuncia es muy fuerte: “Mis ovejas –dice– jamás perecerán; y nadie las arrebatará de mi mano” (v. 28). La salvación de las “ovejas” no está garantizada por su docilidad, su lealtad, sino por la iniciativa, el valor, el amor gratuito e incondicional del “pastor”. ¡Este es el gran anuncio! Esta es la hermosa noticia que la Pascua anuncia y que un creyente cristiano debe transmitir. Incluso puede garantizarles a quienes todo les va mal en la vida que sus miserias, sus defectos, sus opciones de muerte no serán capaces de derrotar al Amor de Cristo.

Hay que aclarar la segunda imagen, la de las ovejas, ya que puede provocar cierta incomodidad. ¿Quiénes son la manada que va tras el ‘Buen Pastor’? Algunos quizás respondan espontáneamente: los laicos que dócilmente aceptan y practican todas las normas establecidas por el clero. Los pastores son, por tanto, la jerarquía de la Iglesia, mientras que las ovejas serían los simples fieles. No es así: El único Pastor es Cristo, porque, como hemos señalado en la segunda lectura, Cristo es el Cordero que ha sacrificado su propia vida. Sus ovejas son aquellos que tienen el coraje de seguirlo en este regalo de la vida. El Pastor es entonces un cordero que comparte con todos la suerte del rebaño.

Hay otra idea errónea que debe corregirse es la de identificar a todos los bautizados con el rebaño de Cristo. Hay áreas grises en la Iglesia que se excluyen del Reino de Dios, ya que prosperan en el pecado, mientras que hay enormes márgenes, más allá de los confines de la Iglesia, que caen dentro del Reino de Dios porque el Espíritu está trabajando allí. La acción del Espíritu se manifiesta en el impulso del don de la vida al hermano o hermana: “El que vive en el amor, vive en Dios y Dios en él” (1 Jn 4,16). El que, sin conocer a Cristo, se sacrifica por los pobres, practica la justicia, la hermandad, el intercambio de bienes, la hospitalidad, la lealtad, la sinceridad, el rechazo a la violencia, el perdón de los enemigos, el compromiso con la paz, puede ser discípulo del Buen Pastor. Esto debería hacer pensar a tantos cristianos que están revolcándose en la complacencia de sí mismos que eventualmente podría estar envueltos en trágicas ilusiones. El Pastor puede un día, inesperadamente, decir a algunos: “No sé de dónde son ustedes” (Lc 13,25).

El sentirse seguros, la desconfianza contra los miembros de otras religiones y los prejuicios hacia los no creyentes están todavía tan profundamente arraigados y son tan perniciosos como el falso pacifismo. ¿Cómo se puede llegar a ser parte de la grey que sigue a Jesús? ¿Qué ocurre con las ovejas que son fieles a Él? El evangelio de hoy dice que no somos nosotros los que tomamos la iniciativa de seguirlo. Él es el que llama: “Mis ovejas oyen mi voz y yo las conozco y ellas me siguen” (v. 27).

Los discípulos de Jesús viven en este mundo, entre la gente. Escuchan muchas llamadas e incluso reciben mensajes engañosos. Hay muchos que se hacen pasar por pastores, que prometen la vida, el bienestar, la felicidad e invitan a la gente a seguirlos. Es fácil ser engañado por charlatanes. En medio de muchas voces, ¿cómo se puede reconocer la voz del verdadero Pastor? Es necesario acostumbrar el oído. Al que oye a una persona solo durante cinco minutos, y después de un año no lo oye más, le resultará difícil distinguir su voz entre la multitud. El que escucha el evangelio solo una vez al año, no aprende a reconocer la voz del Señor que habla.

No es fácil confiar en Jesús porque Él no promete éxito, triunfos, victorias, como hacen los demás pastores. Se pide la entrega de sí mismo, se exige la renuncia al propio provecho, se demanda el sacrificio de la vida… Y, sin embargo, asegura Jesús, este es el único camino que conduce a la vida eterna (vv. 28-29). No hay atajos. Indicar otros caminos es hacer trampa y conducir a la muerte.

El pasaje termina con las palabras de Jesús: “Yo y el Padre somos uno” (v. 30). Esta afirmación un tanto abstracta indica el camino a seguir para lograr la unidad con Dios. Es necesario llegar a ser ‘uno’ con Cristo. Esto significa que uno tiene que lograr la unidad de pensamientos, intenciones y acciones con Él.

Esta afirmación nos hace reflexionar sobre el ministerio de los que son llamados a ‘pastorear’ el rebaño de Cristo. A veces, en la comunidad cristiana, hay una cierta tensión entre los que, con términos no muy exactos, son llamados el clero y los laicos. Algunos dicen que los laicos deben seguir a sus pastores; otros dicen que estos pastores deben estar unidos al pueblo de Dios. Tal vez sea más correcto pensar que todo el pueblo de Dios, laicos y clérigos, juntos, deberían seguir al único Pastor, que es Jesús, y llegar a ser, con Él, uno con el Padre.

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Buen Pastor y Cordero sacrificado: modelos de Misión
Romeo Ballan, mccj

El cuarto domingo de Pascua se llama, tradicionalmente, el Domingo del Buen Pastor, porque el pasaje del Evangelio se toma del capítulo X de Juan, en el cual Jesús se presenta como el verdadero pastor del pueblo. Para el evangelista Lucas, Jesús es el buen pastor que va en busca de la oveja descarriada, se la carga sobre los hombros, convoca a los amigos para una fiesta… (Lc 15,4-7): es un pastor con corazón misericordioso. Esta imagen llena de ternura se completa con la de Juan, el cual presenta a un pastor atento y enérgico en defender las ovejas de los ladrones y de los animales feroces, decidido a luchar hasta dar su vida por el rebaño.

El Buen Pastor es la primera imagen introducida por los cristianos, ya desde el s. III, en las catacumbas, para representar a Jesucristo, muchos siglos antes del crucifijo. La razón de esta antigüedad radica en la riqueza bíblica de la imagen del pastor (cfr. Éxodo, Ezequiel, Salmos…), con el cual Jesús se ha identificado y que Juan (cap. X) ha leído en clave mesiánica. Abundan, en efecto, las expresiones que describen la vida y las relaciones entre el pastor y las ovejas: entrar-salir, conocer, llamar-escuchar, abrir, conducir, caminar-seguir, perecer-arrebatar, dar la vida… Hasta la identificación plena de Jesús con el buen pastor que entrega su vida por las ovejas (v. 11.28). El texto griego emplea aquí un sinónimo, el “pastor hermoso” (v. 11.14), es decir, bueno, perfecto, que une en sí la perfección estética y ética. ¡Es el pastor por excelencia!

Jesús nos confirma obstinadamente que su iniciativa de salvar a las ovejas tendrá éxito: “no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano… nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre” (v. 28-29). Esta certeza no se funda en la bondad y fidelidad de las ovejas, sino en el amor gratuito de Cristo, que es más fuerte que las miserias humanas. Él no renuncia a ninguna oveja, aunque se hayan alejado o no le conozcan: todas deben entrar por la puerta que es Él mismo (v. 7), porque Él es la única puerta, el único salvador. Él ofrece su vida por todos: Él tiene también otras ovejas a las que debe recoger, hasta formar un solo rebaño con un solo pastor (v. 16). La misión de la Iglesia se mueve con estos parámetros de universalidad: vida entregada por todos, vida en abundancia, la perspectiva del único rebaño… Aunque el rebaño es numeroso, nadie sobra, nadie queda perdido en el anonimato; las relaciones son personales: el pastor conoce a sus ovejas, las llama a cada una por su nombre (v. 3) y ellas lo escuchan y le siguen (v. 27).

Para Juan, la buena noticia de la Pascua es doble: Cristo es el ‘Buen Pastor con el corazón traspasado’, del cual mana la vida para “una muchedumbre inmensa” y multiforme, que nadie podría contar (II lectura); y Cristo es también el Cordero sacrificado, en cuya sangre todos hallan purificación y consuelo en la gran tribulación (v. 14). En su contemplación en la isla de Patmos (Ap 1,9), Juan llega a la identificación entre el Cordero y el Pastor, que conduce “hacia fuentes de aguas vivas” (v. 17). La vida sin hambre, ni sed, ni lágrimas (v. 16-17) será un día una realidad; pero de momento queda como una promesa en el horizonte, una palabra segura que se cumplirá. Cordero y Pastor son dos símbolos relacionados, que se complementan. Jesús es Buen Pastor, porque es Cordero sacrificado para dar vida al pueblo; es Pastor bueno, porque antes es Cordero manso, siervo disponible. Esta identificación tiene una validez inagotable también para nosotros hoy. Todos nosotros somos un poco pastores y un poco ovejas; seremos pastores buenos mientras seamos corderos mansos y siervos disponibles para la vida del rebaño.

Jesús es pastor y cordero, porque tuvo misericordia, se hizo cargo de la grey; la calidad de nuestra vida se mide con nuestra capacidad de hacernos cargo de los demás. El cristiano está llamado a amar y servir al que pasa necesidad y anunciar el Evangelio de Jesús, aunque sea entre oposiciones y resistencias, siempre con la certeza que ha sostenido a Pablo (I lectura) de estar llamado a ser luz para las nacioneshasta el extremo de la tierra (v. 47). Siguiendo el ejemplo de Pablo y contemplando al Buen Pastor, se entiende el llamado de la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. La vocación de especial consagración (sacerdocio, vida consagrada, vida misionera, servicios laicales…) se fortalece en la experiencia personal de sentirse amado y llamado por Alguien. Sentirte en el corazón de Dios te hace sentir con vida, te da seguridad, te hace sentir hijo y hermano, te hace apóstol. Te abre el corazón al mundo entero.

III Domingo de Pascua. Año C

A orillas del lago se respira aire fresco de universalidad y de misión en el mundo. El tercer encuentro de Jesús resucitado con un grupo de discípulos (Evangelio) no tiene lugar en el Cenáculo de Jerusalén, con las puertas cerradas, sino al aire libre, a orillas del lago de Galilea, en una mañana de primavera. El evangelista describe el hecho de esa pesca milagrosa post-pascual y la misión que Jesús confía a Pedro con el lenguaje propio de la experiencia mística, con rica simbología y con detalles de una profunda afectividad.
¿Me amas más que estos?
P. Enrique Sánchez G., mccj

“Después de almorzar le pregunto Jesús a Simón Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?. Él le contestó: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Apacienta mis corderos”. Por segunda vez le preguntó: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”. Él le respondió: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Pastorea mis ovejas”. Por tercera vez le preguntó: “Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?”. Pedro se entristeció de que Jesús le hubiera preguntado por tercera vez si lo quería y le contestó: “Señor, tu lo sabes todo; tú bien sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Apacienta mis ovejas. Yo te aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías la ropa e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo extenderás los brazos y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras”. Esto se lo dijo para indicarle con qué género de muerte habría de glorificar a Dios. Después le dijo: “¡Sígueme! ”. (Juan 21, 15 – 19)

En la historia de Pedro es fácil recordar otros momentos en los cuales él manifestó su entusiasmo por seguir a Jesús. En su primer encuentro había dejado todo, su trabajo, su familia, el mundo que le era conocido y, sin saber muy bien dónde se metía, había seguido a Jesús por todas partes. Nunca lo dejaría, aunque hubiese habido momentos de crisis, de dudas, de incomprensiones y seguramente de desilusiones.

Pedro le había dicho a Jesús que él estaba dispuesto a darlo todo, incluso la vida, por estar con él y por seguirlo como buen discípulo.

Le había asegurado al Señor que jamás lo abandonaría y se arriesgó a luchar por él cuando en el huerto de los Olivos le había cortado una oreja a uno de los que habían ido a atrapar a Jesús.

Ese Pedro, lleno de sí mismo, es el mismo que antes de la pasión le había prometido a Jesús que jamás lo abandonaría. Y fue el mismo que, viendo lo que estaba pasando con Jesús, no tuvo el valor de cumplir su palabra y acabo negándolo tres veces ante los sirvientes del palacio.

Pedro es el discípulo que por primero corrió a la tumba vacía para convertirse en en testigo del resucitado y fue luego el que con valentía y sin temor se lanzó a predicar el nombre de Jesús como el Mesías y el Salvador.

Pedro, una vez que recibió el Espíritu Santo, fue el apóstol que ya nadie pudo callar ni parar en su ministerio de testigo de Jesús.

Ciertamente sus discursos, tal como aparecen en los Hechos de los apóstoles, eran coherentes y llenos de fuerza, pero lo más impactante era su testimonio personal, su convicción expresada en signos, en hechos que cambiaban su vida y la de los demás.

Hacía los mismos milagros que había visto realizar a su maestro, porque anunciaba la palabra y actuaba en el nombre de Jesús. Su cariño por Jesús lo había llevado a identificarse totalmente con él, y como dirá san Pablo de sí mismo: ya no era Pedro el que vivía, sino el Señor que habitaba en él.

El texto que nos ha regalado la liturgia de la palabra este domingo en nuestras celebraciones eucarísticas nos recuerda otro encuentro que seguramente marcó toda la vida y la obra de Pedro.

El Señor resucitado lo cuestiona sobre el amor que Pedro siente por él. Su primera respuesta esta llena de sí mismo, del Pedro de todos los tiempos que se deja atrapar por sus impulsos generosos y confiados en sí mismo. Claro que te amo, dice Pedro en un primer momento, tal vez sin darse cuenta del contenido de sus palabras. Era el Pedro seguro de sí mismo que no había aprendido la lección después de haber pasado tan cerca de Jesús durante el camino al Calvario.

Es el Pedro que nos permite entender que muchas veces nuestra relación con el Señor la queremos construir pensando en nuestras capacidades, en nuestras cualidades y posibilidades, sin darnos cuenta que se trata de una relación en la cual no somos los protagonistas porque hay siempre alguien que se nos adelanta en hacernos capaces de amar.

El segundo momento en que Jesús interroga a Pedro lo lleva a ser más modesto y a tomar conciencia de que nadie puede acercarse a Dios sino es movido por la gracia que Dios mismo pone en su corazón. Sí, Señor, tú sabes que te amo, pero me doy cuenta de que mi amor deja mucho que desear. Hago mis intentos, pero siempre nos quedamos cortos.

Nos damos cuenta de que nuestro amor por Jesús, algunas veces es condicionado por nuestros intereses y nuestras preocupaciones. Te queremos Jesús en cuanto nos conviene, en la medida en que das respuesta a nuestras necesidades, cuando no nos que da más recurso que acercarnos a ti, porque ya lo hemos intentado todo.

El tercer momento en este encuentro, que es un verdadero encuentro de amor, entre Pedro y Jesús, se nos revela a dónde puede conducir el poner nuestra confianza en el Señor. Sí, Señor, tú sabes que te amo, pero aumenta mí fe.

Esta es la respuesta que Jesús esperaba escuchar de los labios de Pedro, la respuesta que estaba cargada de humildad, de confianza y de abandono.

Sí Señor, quiero amarte con todo mí corazón, pero eso sólo depende de ti, depende de la misericordia que tengas conmigo, depende de la paciencia que estés dispuesto a manifestar por mí.

La última respuesta de Pedro transmite toda la experiencia de quien finalmente ha entendido que no somos nosotros los que escogemos al Señor, sino que es él quien tomará siempre la iniciativa y nos llevará por los caminos que mejor nos convienen.

Jesús en esta historia se manifiesta en toda su ternura y no reprocha a Pedro en ningún momento; al contrario, lo acompaña en su camino de fe y lo va confirmando para que persevere en el amor. Jesús le manifiesta todo su confianza y lo hace responsable de sus ovejas.

Así es como actúa el Señor en nuestras vidas. Continuamente nos está invitando a confrontarnos con nuestra capacidad de amarlo. Nos pregunta cuánto hemos sido capaces de ponerlo en el centro de nuestras vidas para dejarlo que sea nuestro guía, la luz que nos conduce y la fuerza que nos sostiene.
El Señor no se asusta de la incapacidad de amarlo que, en algunos momentos, manifestamos y que habla de la fragilidad de nuestra fe.

Una y otra vez nos manifiesta su confianza y su paciencia y nos invita a asociarnos a la misión de apacentar a las ovejas, de hacernos testigos de él en medio de quienes nos rodean.
Jesús nos llama, también a nosotros, y nos pregunta cuánto lo amamos. Nos interpela para que vayamos más lejos en nuestra experiencia de fe y para que nos demos cuenta de que es él quién nos va formando desde dentro y nos llena de su gracia para que podamos decir con humildad: Señor, tú sabes que te amamos, pero necesitamos que aumentes nuestra fe.

Qué el ejemplo de Pedro nos ayude a crear en nuestro interior esa actitud de sencillez y de humildad que nos permita acercarnos cada día más al Señor para dejarlo que nos transforme en auténticos discípulos suyos y en entusiastas misioneros, anunciadores de su amor.

Qué el Señor aumente nuestra fe y nos lleve por caminos de alegría a su encuentro para que podamos anunciarlo con entusiasmo cada día, ahí en donde nos llama a cumplir con nuestra misión.


El encuentro con el Resucitado lleva a la Misión

Hechos 5,27-32.40-41; Salmo 29; Apocalipsis 5,11-14; Juan 21,1-19

Reflexiones
A orillas del lago se respira aire fresco de universalidad y de misión en el mundo. El tercer encuentro de Jesús resucitado con un grupo de discípulos (Evangelio) no tiene lugar en el Cenáculo de Jerusalén, con las puertas cerradas, sino al aire libre, a orillas del lago de Galilea, en una mañana de primavera. El evangelista describe el hecho de esa pesca milagrosa post-pascual y la misión que Jesús confía a Pedro con el lenguaje propio de la experiencia mística, con rica simbología y con detalles de una profunda afectividad. De este modo, es posible captar el mensaje en su globalidad: el retorno ferial a la pesca, el número de siete pescadores, el mar, el hecho de pescar, la noche infructuosa, el amanecer, el Señor en la orilla, la pesca abundante, el fuego para calentar el desayuno, el banquete; y luego, la misión confiada a Pedro tras un sorprendente test sobre el amor, la triple entrega del rebaño, el compromiso de un seguimiento por toda la vida hasta la muerte…

El simbolismo místico enriquece el hecho y favorece una comprensión más plena y universal del mismo. Por ejemplo, si el mar es símbolo de las fuerzas enemigas del hombre, el hecho de pescar y de convertirse en pescadores de hombres (Mc 1,17) significa liberarlos de las situaciones de muerte, y la pesca se convierte en símbolo de la misión apostólica. El éxito de esta misión, aunque muy arriesgada, se ve en los “153 peces grandes” (v. 11). Entre las muchas interpretaciones de este número, cabe subrayar dos: ante todo, la exactitud contable de un testigo ocular, pero, a la vez, el simbolismo del “50 x 3 + 3”, donde el número 50 es símbolo de la totalidad del pueblo y el 3 indica la perfección. Por tanto, ningún pez se escapa. El banquete, al que Jesús invita, alude a la conclusión de la historia de la salvación.

Las diferentes apariciones del Resucitado se pueden catalogar en dos grupos: apariciones de reconocimiento, en las que Jesús quiere, en primer lugar, darse a conocer como viviente; y las apariciones de misión, en las que Jesús confía encargos específicos de inmediata aplicación (vayan a decir a…) o de largo alcance (vayan al mundo entero, hagan discípulos de entre todas las naciones…). De esta manera, se va perfilando gradualmente en los discípulos el alcance universal del acontecimiento ‘resurrección’: el Resucitado (I lectura) es “jefe y salvador” de todos los pueblos (v. 31), y esta Buena Noticia debe anunciarse a todos y en todas partes. Obedeciendo a Dios antes que a los hombres (v. 29). Los discípulos empiezan a realizarlo enseguida en su calidad de testigos de los hechos (v. 32), con valor y alegría, a pesar de sufrir ultrajes “por el nombre de Jesús” (v. 41). A Él, Cordero degollado (II lectura), todas las criaturas del cielo y de la tierra deben rendir honor y alabanza por siempre (v. 12-13).

Pedro y los demás discípulos están plenamente convencidos de ello, porque han experimentado la misericordia del Padre y la ternura del perdón de Jesús. En especial, Pedro el cual, respondiendo a las tres preguntas de Jesús  -“¿me amas?”-  recibe la triple consigna misionera que lo transforma de pecador en pastor de todo el rebaño. Si Pedro ama verdaderamente al Señor, debe aprender a hacerse cargo de los corderos”, de los pequeños, de los últimos, de aquellos que no cuentan, de aquellos que viven entre muchas dificultades. Vivir por los demás es servir, es la nueva regla del amor. El que ama de verdad va, sale, se hace cargo de todas las personas que encuentra en su camino.

La experiencia del Resucitado va más allá de las apariciones iniciales (Evangelio): se prolonga en el reconocimiento de la presencia verdadera y eficaz del Señor en la vida sencilla de cada día. “Jesús se da a conocer por sus gestos: uno, extraordinario  -la pesca milagrosa-;  los demás, muy sencillos y familiares. Ha preparado pan y pescado y los invita amablemente a comer. Toma el pan, se lo da y también el pescado, como ya lo había hecho muchas veces… Los cristianos están llamados a reconocer a Jesús en sus hermanos… a un Jesús que se hace presente en los más pobres, humildes, necesitados: en ellos los cristianos deben reconocer la gloria misteriosa de su Señor y el poder de su acción divina, que cumple prodigios sirviéndose de instrumentos humildes y sencillos” (Albert Vanhoye). Creer en Cristo resucitado nos desafía a vivir la vida diaria como resucitados, en las opciones concretas de cada día, con fe, amor y un creativo compromiso misionero hacia los demás, sembrando por doquier vida, esperanza, misericordia, reconciliación, alegría… (*)

Palabra del Papa

(*) “Juan se dirige a Pedro y dice: «¡Es el Señor!» (v. 7). E inmediatamente Pedro se lanzó al agua y nadó hacia la orilla, hacia Jesús. En aquella exclamación: «¡Es el Señor!», está todo el entusiasmo de la fe pascual, llena de alegría y de asombro, que se opone con fuerza a la confusión, al desaliento, al sentido de impotencia que se había acumulado en el ánimo de los discípulos. La presencia de Jesús resucitado transforma todas las cosas: la oscuridad es vencida por la luz, el trabajo inútil es nuevamente fructuoso y prometedor, el sentido de cansancio y de abandono deja espacio a un nuevo impulso y a la certeza de que Él está con nosotros”.
Papa Francisco
Regina Coeli en el III domingo de Pascua, 10-4-2016

P. Romeo Ballan, MCCJ


Después de cada noche, siempre aparece Jesús vivo

El capítulo 21 de Juan, que leemos hoy, es una especie de epílogo, un segundo final, añadido con posterioridad a la redacción del evangelio mismo. En este epílogo se nos habla de  la misión evangelizadora de la Iglesia, una vez que Jesús había “vuelto al Padre”. Me permito compartirles unos breves comentarios a modo de lectura orante:

Refugiarse en el pasado

La primera parte está construida sobre un relato de Pesca milagrosa (Cfr Lc 5, 1-11). La escena sucede en el lago de Genesaret o Tiberíades, donde Jesús había conocido y llamado a Simón Pedro, Andrés y los hijos del Zebedeo (Santiago y Juan).

Con ello se nos dice que, de alguna manera, los discípulos habían vuelto a un lugar familiar, tanto por su propia familia natural cuanto por su experiencia de “nueva familia” con Jesús. En momentos de confusión y dolor, después de la muerte de Jesús y de su propia infidelidad, los discípulos buscan refugio en experiencias positivas del pasado.

La crisis

Los discípulos reunidos era siete: cinco identificados por su nombre, dos anónimos. ¿Dónde estaban los otros cuatro? Puede que estuvieran ausentes por alguna razón válida o que su crisis fuera más fuerte que la de los otros. El grupo se mantiene razonablemente unido, pero no unánime. ¿No es demasiada pretensión querer que en la Iglesia todo funcione a la perfección, que nadie entre en crisis?

Tenemos que aceptar los límites, las frustraciones y hasta las divisiones. Entre los presentes estaba Tomás, al que en el capítulo anterior se nos había mostrado como dubitativo, a pesar de que en Jn 11, 16 está dispuesto a morir con Lázaro.

El liderazgo de Pedro

Pedro aparece como líder, pero no se impone. Simplemente toma la iniciativa, algo que esperaban los demás. El liderazgo se muestra, no en asumir privilegios o hacer gala de poder, sino en tomar iniciativas que todos están necesitando y esperando. Iniciativas no impuestas sino propuestas.

“Vamos contigo”, dicen los demás. La comunidad se une a la iniciativa, con buen ánimo. Entre ellos reinaba un aprecio y respeto mutuo. Ese ambiente se crea cuando nadie se quiere imponer sobre los demás, cuando se permite que todos se expresen libremente, cuando se crea en el grupo un sentimiento de pertenencia. “Salieron juntos”.

Entre la noche y el día

– “Pero aquella noche no lograron pescar nada”. Los discípulos seguían en la noche, un periodo negativo, en el que nada parecía funcionar. La comunidad, incluso bien avenida, puede encontrarse en tiempo de esterilidad.

– “Al clarear el día”. Si a pesar de no pescar nada, aguantamos toda la noche pescando, en la tarea estéril, aburrida, llegará el amanecer con nuevas esperanzas. Lo preocupante no es la noche, sino nuestra falta de fe, nuestro cansancio, nuestra falta de perseverancia.

– “Se presentó Jesús en la orilla del lago”. En la historia de la Iglesia, después de cada noche, siempre aparece Jesús como lucero del alba. ¿Aparecerá ahora? Hombres de poca fe. La duda no es si aparecerá, sino si lo estamos esperando? “Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿habrá fe sobre la tierra?

– “Pero los discípulos no lo reconocieron”. Lo mismo le pasó a la Magdalena, a los discípulos de Emaús y a los reunidos en el Cenáculo. Es que Jesús, siendo el mismo, tiene ahora una apariencia diferente. Ahora es el Resucitado que, por obra del Espíritu, aparece de maneras diversas. ¿Por dónde aparecerá Jesús después de nuestra noche? ¿Estamos con los ojos abiertos y el corazón disponible para reconocerlo?

– “Echen la red a la derecha” ¿Alguien se preocupa por nosotros? ¿Alguien nos da un consejo? No lo desechemos.

– “Echaron la red y se llenó”. Si sabemos escuchar, si aprendemos, si nos abrimos, se hará el milagro.

– “Es el Señor”. Es el momento de reconocer la presencia del Señor. Llega un momento en el que tenemos que desprendernos de nuestras pequeñas seguridades racionales, hincar la rodilla y adorar la presencia misteriosa y real del Señor.

– “Venid a comer”. Celebrar, gozar de la comunidad, servirse mutuamente, aportar el pescado.
P. Antonio Villarino, MCCJ


SIN JESÚS NO ES POSIBLE
Juan 21, 1-19
José A. Pagola

Aquella noche no cogieron nada. El encuentro de Jesús resucitado con sus discípulos junto al lago de Galilea está descrito con clara intención catequética. En el relato subyace el simbolismo central de la pesca en medio de mar. Su mensaje no puede ser más actual para los cristianos: sólo la presencia de Jesús resucitado puede dar eficacia al trabajo evangelizador de sus discípulos.

El relato nos describe, en primer lugar, el trabajo que los discípulos llevan a cabo en la oscuridad de la noche. Todo comienza con una decisión de Simón Pedro: «Me voy a pescar». Los demás discípulos se adhieren a él: «También nosotros nos vamos contigo». Están de nuevo juntos, pero falta Jesús. Salen a pescar, pero no se embarcan escuchando su llamada, sino siguiendo la iniciativa de Simón Pedro.

El narrador deja claro que este trabajo se realiza de noche y resulta infructuoso: «aquella noche no cogieron nada». La «noche» significa en el lenguaje del evangelista la ausencia de Jesús que es la Luz. Sin la presencia de Jesús resucitado, sin su aliento y su palabra orientadora, no hay evangelización fecunda.

Con la llegada del amanecer, se hace presente Jesús. Desde la orilla, se comunica con los suyos por medio de su Palabra. Los discípulos no saben que es Jesús. Sólo lo reconocerán cuando, siguiendo dócilmente sus indicaciones, logren una captura sorprendente. Aquello sólo se puede deber a Jesús, el Profeta que un día los llamó a ser “pescadores de hombres”.

La situación de no pocas parroquias y comunidades cristianas es crítica. Las fuerzas disminuyen. Los cristianos más comprometidos se multiplican para abarcar toda clase de tareas: siempre los mismos y los mismos para todo. ¿Hemos de seguir intensificando nuestros esfuerzos y buscando el rendimiento a cualquier precio, o hemos de detenernos a cuidar mejor la presencia viva del Resucitado en nuestro trabajo?

Para difundir la Buena Noticia de Jesús y colaborar eficazmente en su proyecto, lo más importante no es “hacer muchas cosas”, sino cuidar mejor la calidad humana y evangélica de lo que hacemos. Lo decisivo no es el activismo sino el testimonio de vida que podamos irradiar los cristianos.

No podemos quedarnos en la “epidermis de la fe”. Son momentos de cuidar, antes que nada, lo esencial. Llenamos nuestras comunidades de palabras, textos y escritos, pero lo decisivo es que, entre nosotros, se escuche a Jesús. Hacemos muchas reuniones, pero la más importante es la que nos congrega cada domingo para celebrar la Cena del Señor. Sólo en él se alimenta nuestra fuerza evangelizadora.

AL AMANECER

En el epílogo del evangelio de Juan se recoge un relato del encuentro de Jesús resucitado con sus discípulos a orillas del lago Galilea. Cuando se redacta, los cristianos están viviendo momentos difíciles de prueba y persecución: algunos reniegan de su fe. El narrador quiere reavivar la fe de sus lectores.

Se acerca la noche y los discípulos salen a pescar. No están los Doce. El grupo se ha roto al ser crucificado su Maestro. Están de nuevo con las barcas y las redes que habían dejado para seguir a Jesús. Todo ha terminado. De nuevo están solos.

La pesca resulta un fracaso completo. El narrador lo subraya con fuerza: “Salieron, se embarcaron y aquella noche no cogieron nada”. Vuelven con las redes vacías. ¿No es ésta la experiencia de no pocas comunidades cristianas que ven cómo se debilitan sus fuerzas y su capacidad evangelizadora?

Con frecuencia, nuestros esfuerzos en medio de una sociedad indiferente apenas obtienen resultados. También nosotros constatamos que nuestras redes están vacías. Es fácil la tentación del desaliento y la desesperanza. ¿Cómo sostener y reavivar nuestra fe?

En este contexto de fracaso, el relato dice que “estaba amaneciendo cuando Jesús se presentó en la orilla”. Sin embargo, los discípulos no lo reconocen desde la barca. Tal vez es la distancia, tal vez la bruma del amanecer, y, sobre todo, su corazón entristecido lo que les impide verlo. Jesús está hablando con ellos, pero “no sabían que era Jesús”.

¿No es éste uno de los efectos más perniciosos de la crisis religiosa que estamos sufriendo? Preocupados por sobrevivir, constatando cada vez más nuestra debilidad, no nos resulta fácil reconocer entre nosotros la presencia de Jesús resucitado, que nos habla desde el Evangelio y nos alimenta en la celebración de la cena eucarística.

Es el discípulo más querido por Jesús el primero que lo reconoce:”¡Es el Señor!”. No están solos. Todo puede empezar de nuevo. Todo puede ser diferente. Con humildad pero con fe, Pedro reconocerá su pecado y confesará su amor sincero a Jesús: ”Señor, tú sabes que te quiero”. Los demás discípulos no pueden sentir otra cosa.

En nuestros grupos y comunidades cristianas necesitamos testigos de Jesús. Creyentes que, con su vida y su palabra nos ayuden a descubrir en estos momentos la presencia viva de Jesús en medio de nuestra experiencia de fracaso y fragilidad. Los cristianos saldremos de esta crisis acrecentando nuestra confianza en Jesús. Hoy no somos capaces de sospechar su fuerza para sacarnos del desaliento y la desesperanza.
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II Domingo de Pascua. Año C

¡Señor mío y Dios mío!
P. Enrique Sánchez, mccj

“Al anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”. Dicho esto, les mostró las manos y el costado.
Cuando los discípulos vieron al Señor, se llenaron de alegría. De nuevo les dijo Jesús: “La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo”. Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban al Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar”.
Tomás, uno de los Doce, a quien llamaban el Gemelo, no estaba con ellos cuando vino Jesús, y los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”. Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y si no meto mi dedo en los agujeros de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”.
Ocho días después, estaban reunidos los discípulos a puerta cerrada y Tomás estaba con ellos. Jesús se presento de nuevo en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”. Luego dijo a Tomás: “Aquí están mis manos; acerca tu dedo. Trae acá tu mano, métela en mi costado y no sigas dudando, sino cree”. Tomás le respondió : “¡Señor mio y Dios mio!”. Jesús añadió: “Tú crees porque me has visto; dichosos los que creen sin haber visto”.
Otras muchas señales milagrosas hizo Jesús en presencia de sus discípulos, pero no están escritas en este libro. Se escribieron estas para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre”. (Juan 20, 19 – 31)
Estamos en la octava de Pascua y seguimos celebrando la resurrección del Señor como una fiesta que se prolonga en el tiempo y como un acontecimiento que dura, manteniendo su actualidad.
El Señor está vivo, como lo estuvo desde la madrugada del primer domingo en que las mujeres fueron a buscarlo, al alba, en el sepulcro. Esta es la expresión de fe que nos llena de alegría y confirma nuestra esperanza.

El Evangelio de este domingo nos cuenta uno más de los muchos momentos que la comunidad de los discípulos vivió en aquel largo domingo de la resurrección, con todas las sorpresas y los testimonios de quienes lo iban encontrando vivo. Era de noche y los discípulos estaban atrapados por el miedo, encerrados en el cenáculo, porque no acababan de entender qué había pasado. No salían del asombro y de la confusión que les había creado ver a Jesús acabar sobre la cruz, y en tan sólo unas cuantas horas.
Todo había sucedido demasiado aprisa y seguramente los ánimos de todos aquellos que habían condenado y asesinado a Jesús seguían exaltados.
De ahí el miedo y la necesidad, en cierto modo comprensible, de esconderse para no acabar, de la misma manera que su maestro, en las manos de una turba dispuesta a todo, con tal de hacer desaparecer lo que hiciera referencia a Jesús. Además, como el evangelio lo dice, cuando Pedro y Juan habían llegado al sepulcro, al parecer, ninguno había entendido qué significaba que Jesús hubiese resucitado.
Y ver a Jesús aparecer de pronto ante ellos, simplemente era algo que no les cabía en la cabeza, aunque seguramente su corazón latía más fuerte que de costumbre. La comunidad de los discípulos y los apóstoles estaba viviendo un momento de gran turbación y Jesús viene a su encuentro ofreciéndoles el don de la paz. Por tres veces les invitará a permanecer serenos.
La paz en el corazón es el primer regalo de Jesús resucitado a sus discípulos. No hay motivo para vivir en el miedo. Yo estoy con ustedes, yo estoy aquí, no los he abandonado y no los abandonaré jamás.
Qué alegre nos resulta, también a nosotros hoy, escuchar ese saludo que nos brinda Jesús ofreciéndonos el don de su paz.
La paz que nos permite poner en su lugar nuestras preocupaciones. La paz que nos libera de las ansiedades que se multiplican en nuestros días por la presión que nos impone un mundo acelerado que no nos deja tomar respiro.
La paz que nos ayuda a vivir el presente agradecidos y libres de la angustia de querer resolver un futuro que todavía no conocemos. La paz que podemos experimentar cuando aceptamos que estamos en buenas manos, cuando ponemos nuestra confianza en el Señor.
La paz que nos libera de nuestros miedos, sobre todo cuando pensamos que somos el centro de nuestras vidas.
Luego, ante la imposibilidad de creer, Jesús les facilita el camino otorgándoles el don del Espíritu Santo. Él será, de ahora en adelante, quien haga posible que se abran los ojos de la fe a los discípulos para poder reconocer en Jesús al Mesías, al Salvador y Redentor que el Padre había prometido. Ya no será Jesús, el maestro a quienes habían seguido por los signos y prodigios que habían visto.
Ahora lo podrán reconocer como Cristo, como el Señor que había vencido a la muerte y continuaba presente para que pudiesen gozar de la vida. El Espíritu será quien llene sus corazones de confianza y valentía para salir de su encierro y convertirse en testigos que nadie podrá detener y que llegarán hasta los confines del mundo.
Pero lo que se había convertido en motivo de alegría para la mayoría, para Tomás seguía siendo un reto, un desafío que no lo dejaba dar el último paso. Él se había quedado atorado en sus criterios muy humanos que todo lo quieren controlar y manipular a su antojo. Él tenía necesidad de tocar y de verificar todo, quería tener la certeza muy humana que le permitiera satisfacer su razón y responder a sus convicciones e ideas.
Pero ante el resucitado eso no funciona. Ante la presencia de Jesús Resucitado lo único que permite la verdadera comprensión de lo que está pasando es la fe. Cuántas veces también nosotros nos quedamos a medias del camino porque no logramos dar el paso de la fe en nuestras vidas. Buscamos tener el control de todo y de todos para poder decir que las cosas funcionan bien.
Nos resulta casi imposible aceptar que Dios tiene otros caminos y sigue otros criterios para asegurarnos la vida.
A nosotros nos interesa tocar, poseer, controlar, dominar, tener la mano bien puesta en todo para que nada se escape de nuestro poder.
Queremos ver y tener certezas, seguridad en todo. Y cuando el Señor nos muestra que es él quien va guiando nuestros pasos y el rumbo de nuestra vida. Cuando las situaciones de nuestra vida nos obligan a caer en la cuenta de que muchas cosas se han realizado en nuestra vida porque Dios lo permitió, entonces, como Tomás decimos: Señor mio y Dios mio.
Y el Señor es tan paciente que, como a Tomás, nos dice una y muchas veces: ven y toca con tu mano. No seas incrédulo.
Son muchos los signos de su presencia y de su cercanía, pero tenemos que educarnos para aprender a percibir, a descubrir y a sentir esa presencia que está muchas veces más allá de lo que podríamos considerar lo inmediato de nuestra existencia.
Cuando decimos que Jesús está vivo, no se puede tratar sólo de una afirmación construida con unas cuantas palabras que nos resultan tener sentido.

Confesar que Jesús está vivo es decir que lo reconocemos con nuestras propias vidas, con el testimonio y la coherencia de lo que somos y lo que hacemos.
Jesús está vivo es algo que se ve en nuestros estilos de vida, en la manera en que practicamos el Evangelio, en los valores que defendemos y en la alegría que transmitimos a los demás.
Ojalá podamos decir un día que somos de aquellos dichosos que han creído sin haber visto; pero que han abierto su corazón al Señor y lo han sentido vivo y presente en cada instante de nuestra vida.
Entonces, también nosotros, podremos decir que hay muchas otras cosas que quisiéramos compartir de lo que ha hecho el Señor en nosotros y nos alegramos de poder ser hoy testigos para muchos de Jesús, el Señor, que ha resucitado y nos llama a la vida.


La Pascua de Tomás

Juan 20,19-31: “¡Señor mío y Dios mío!”

Hoy, segundo domingo de Pascua, celebramos… la “Pascua de San Tomás”, ¡el apóstol que estaba ausente de la comunidad apostólica el domingo pasado! Este domingo también se llama el “Domingo de la Divina Misericordia”, desde el 30 de abril de 2011, día de la canonización de Sor Faustina por el Papa Juan Pablo II. Mientras alabamos al Señor por su misericordia, le damos las gracias de forma muy especial por el don del Papa Francisco, que ha hecho de la misericordia uno de los “leitmotiv” de su pontificado.

Los temas que nos propone el evangelio son muchos: el domingo (“el primer día de la semana”); la Paz del Resucitado y la alegría de los apóstoles; el “Pentecostés” y la Misión de los apóstoles (según el evangelio de Juan); el don y la tarea confiados a los apóstoles de perdonar los pecados (razón por la que celebramos hoy el “Domingo de la Divina Misericordia”); el tema de la comunidad (¡de la cual Tomás se había ausentado!); pero sobre todo, ¡el tema de la fe! Me limitaré a centrarme en la figura de Tomás.

Tomás, nuestro gemelo

Su nombre significa “doble” o “gemelo”. Tomás ocupa un lugar destacado entre los apóstoles: tal vez por ello se le atribuyeron los Hechos y el Evangelio de Tomás, apócrifos del siglo IV, “importantes para el estudio de los orígenes cristianos” (Benedicto XVI, 27.09.2006).

Nos gustaría saber de quién es gemelo Tomás. Podría ser de Natanael (Bartolomé). De hecho, esta última profesión de fe de Tomás encuentra correspondencia con la primera, hecha por Natanael, al inicio del evangelio de Juan (1,45-51). Además, su carácter y comportamiento son sorprendentemente similares. Por último, ambos nombres aparecen relativamente cercanos en la lista de los Doce (véase Mateo 10,3; Hechos 1,13; y también Juan 21,2).

Esta incógnita da pie a afirmar que Tomás es “el gemelo de cada uno de nosotros” (Don Tonino Bello). Tomás nos consuela en nuestras dudas de creyentes. En él nos reflejamos y, a través de sus ojos y sus manos, también nosotros “vemos” y “tocamos” el cuerpo del Resucitado. ¡Una interpretación con mucho encanto!

Tomás, ¿un “doble”?

En la Biblia, la pareja de gemelos más famosa es la de Esaú y Jacob (Génesis 25,24-28), eternos antagonistas, expresión de la dicotomía y polaridad de la condición humana. ¿No será que Tomás (¡el “doble”!) lleva dentro de sí el antagonismo de esta dualidad? Capaz, a veces, de gestos de gran generosidad y valentía, y otras veces, incrédulo y terco. Pero, enfrentado con el Maestro, vuelve a surgir su profunda identidad de creyente que proclama la fe con prontitud y convicción.

Tomás lleva dentro a su “gemelo”. El evangelio apócrifo de Tomás subraya esta duplicidad: “Antes erais uno, pero os habéis convertido en dos” (nº 11); “Jesús dijo: Cuando hagáis de los dos uno solo, entonces os convertiréis en hijos de Adán” (nº 105). Tomás es imagen de todos nosotros. También nosotros llevamos dentro ese “gemelo”, inflexible y tenaz defensor de sus ideas, obstinado y caprichoso en su actitud.
Estas dos realidades o “criaturas” (el Adán antiguo y el nuevo) coexisten mal, en contraste, a veces en guerra abierta, en nuestro corazón. ¿Quién no ha experimentado nunca el sufrimiento de esta desgarradora división interior?

Ahora, Tomás tiene el valor de afrontar esta realidad. Permite que se manifieste su lado oscuro, contrario e incrédulo, y lo lleva a enfrentarse con Jesús. Acepta el desafío lanzado por su interioridad “rebelde” que pide ver y tocar… Lo lleva ante Jesús y, ante la evidencia, ocurre el “milagro”. Los dos “Tomás” se convierten en uno solo y proclaman la misma fe: “¡Señor mío y Dios mío!”

Por desgracia, no es lo que nos ocurre a nosotros. Nuestras comunidades cristianas están frecuentadas casi exclusivamente por “gemelos buenos” y sumisos, ¡pero también… pasivos y amorfos! El caso es que no están allí en toda su “integridad”. La parte enérgica, instintiva, el otro gemelo, la que tendría necesidad de ser evangelizada, no aparece en el “encuentro” con Cristo.

Jesús dijo que venía por los pecadores, pero nuestras iglesias están frecuentadas muchas veces por “justos” que… ¡no sienten la necesidad de convertirse! Aquel que debería convertirse, el otro gemelo, el “pecador”, lo dejamos tranquilamente en casa. Es domingo, aprovecha para “descansar” y deja el día al “gemelo bueno”. El lunes, entonces, el gemelo de los instintos y pasiones estará en plena forma para retomar el mando.

Jesús en busca de Tomás

¡Ojalá Jesús tuviera muchos Tomás! En la celebración dominical, es sobre todo a ellos a quienes el Señor sale a buscar… ¡Serán sus “gemelos”! Dios busca hombres y mujeres “reales”, que se relacionen con Él tal como son: pecadores que sufren en su carne la tiranía de los instintos. Creyentes que no se avergüenzan de aparecer con esa parte incrédula y resistente a la gracia. Que no vienen a quedar bien en la “asamblea de los creyentes”, sino a encontrarse con el Médico de la Divina Misericordia y ser curados. ¡Con estos es con quienes Jesús se hace hermano!

El mundo necesita el testimonio de creyentes honestos, capaces de reconocer sus errores, dudas y dificultades, y que no esconden su “duplicidad” tras una fachada de “respetabilidad” farisaica. La misión necesita verdaderamente discípulos que sean personas auténticas y no “de cuello torcido”. ¡Cristianos que miren de frente la realidad del sufrimiento y toquen con sus manos las llagas de los crucificados de hoy!…

¡Tomás nos invita a reconciliar nuestra doblez para celebrar la Pascua!
Palabra de Jesús, según el Evangelio de Tomás (nº 22 y nº 27): “Cuando hagáis que los dos sean uno, y que lo interior sea como lo exterior y lo exterior como lo interior, y lo alto como lo bajo, y cuando hagáis del varón y de la mujer una sola cosa (…) ¡entonces entraréis en el Reino!”

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


NO SEAS INCRÉDULO SINO CREYENTE
Juan 20, 19-31

La figura de Tomás como discípulo que se resiste a creer ha sido muy popular entre los cristianos. Sin embargo, el relato evangélico dice mucho más de este discípulo escéptico. Jesús resucitado se dirige a él con unas palabras que tienen mucho de llamada apremiante, pero también de invitación amorosa: «No seas incrédulo, sino creyente». Tomás, que lleva una semana resistiéndose a creer, responde a Jesús con la confesión de fe más solemne que podemos leer en los evangelios: «Señor mío y Dios mío».

¿Qué ha experimentado este discípulo en Jesús resucitado? ¿Qué es lo que ha transformado al hombre hasta entonces dubitativo y vacilante? ¿Qué recorrido interior lo ha llevado del escepticismo hasta la confianza? Lo sorprendente es que, según el relato, Tomás renuncia a verificar la verdad de la resurrección tocando las heridas de Jesús. Lo que le abre a la fe es Jesús mismo con su invitación.

A lo largo de estos años, hemos cambiado mucho por dentro. Nos hemos hecho más escépticos, pero también más frágiles. Nos hemos hecho más críticos, pero también más inseguros. Cada uno hemos de decidir cómo queremos vivir y cómo queremos morir. Cada uno hemos de responder a esa llamada que, tarde o temprano, de forma inesperada o como fruto de un proceso interior, nos puede llegar de Jesús: «No seas incrédulo, sino creyente».

Tal vez, necesitamos despertar más nuestro deseo de verdad. Desarrollar esa sensibilidad interior que todos tenemos para percibir, más allá de lo visible y lo tangible, la presencia del Misterio que sostiene nuestras vidas. Ya no es posible vivir como personas que lo saben todo. No es verdad. Todos, creyentes y no creyentes, ateos y agnósticos, caminamos por la vida envueltos en tinieblas. Como dice Pablo de Tarso, a Dios lo buscamos «a tientas».

¿Por qué no enfrentarnos al misterio de la vida y de la muerte confiando en el Amor como última Realidad de todo? Ésta es la invitación decisiva de Jesús. Más de un creyente siente hoy que su fe se ha ido convirtiendo en algo cada vez más irreal y menos fundamentado. No lo sé. Tal vez, ahora que no podemos ya apoyar nuestra fe en falsas seguridades, estamos aprendiendo a buscar a Dios con un corazón más humilde y sincero.

No hemos de olvidar que una persona que busca y desea sinceramente creer, para Dios es ya creyente. Muchas veces, no es posible hacer mucho más. Y Dios, que comprende nuestra impotencia y debilidad, tiene sus caminos para encontrarse con cada uno y ofrecerle su salvación.
José A. Pagola
http://www.musicaliturgica.com


La figura de Tomás

Este día se conmemora la aparición de Cristo a sus discípulos en la tarde del domingo después de Pascua. También recuerda la aparición del Señor a sus discípulos ocho días más tarde, cuando San Tomas estaba presente y proclamó “Mi Señor y mi Dios” al ver las manos y el costado de Cristo.

La figura de Tomás, uno de los doce discípulos que aparece en el Evangelio de Juan (Jn 20, 19-31) se ha caracterizado comúnmente por ser signo de la duda, la falta de confianza y la incredulidad.  El evangelista narra la aparición de Jesús resucitado que se coloca en medio de los discípulos saludándoles con un mensaje de paz, y mostrándoles sus manos, su costado traspasado y herido por los clavos de la crucifixión. La escena contiene imágenes y sentimientos encontrados: el resucitado se presenta herido y traspasado por los clavos, su saludo de paz se realiza entre las “heridas abiertas”; al mismo tiempo los discípulos experimentan la alegría de verlo, el envío que Jesús hace a sus discípulos sostenido por el aliento del Espíritu Santo que les comunica poder para perdonar. No obstante, los discípulos sienten miedo y como consecuencia se encierran temiendo vivir el destino de su maestro que venía de ser crucificado. No obstante, este miedo que los “encierra” no impide que el Cristo se haga presente en medio de ellos y les ofrezca una bendición que responda a la necesidad de ese instante: ¡la paz esté con ustedes !

Este pasaje consta de tres perícopas:

  1. (vv. 19-23), Jesús vuelve a los suyos, los libera del miedo que experimentan y los envía a continuar su misión, para lo cual les comunica el espíritu. La comunidad cristiana se constituye alrededor de Jesús vivo y presente.
  2. (vv24-29), relata la incredulidad de Tomás. Tomas no hace caso del testimonio de la comunidad, no busca a Jesús fuente de vida, sino a una reliquia del pasado que pueda constatar palpablemente, Jesús se la concede pero en el seno de la comunidad.
  3. (vv. 30-31). Jesús realizó en presencia de sus discípulos muchas señales. Para que creamos en Él y para que creyendo tengamos vida.

VIVIR SIN HABER EXPERIMENTADO LA RESURRECCIÓN
Muchos de nosotros que nos consideramos creyentes, podemos estar viviendo como los discípulos del evangelio, “al anochecer”, “con las puertas cerradas”,” llenos de miedo”, “temerosos de las autoridades”. Inmersos en la vieja creación; no hemos visto ni experimentado al Resucitado; la humanidad nueva parece ausente de nuestras vidas; nuestra vida puede estar oculta, replegada sin dar testimonio; como si no tuviéramos alegría, perdón y vida para transmitir.

Siendo el “Primer día de la semana”, el primero de la nueva creación, podemos seguir aferrados a lo viejo, a lo de antes. Abramos nuestra mente y nuestro corazón para reconocerlo vivo en medio de nosotros. Pero,  ¿cuál es el signo que me permite reconocerlo en mi vida, en mi comunidad, en mi familia y en la iglesia Hoy?

SIGNOS DE SU PRESENCIA

  1. La donación de la paz. “paz a vosotros”. Ha sido el saludo del resucitado. Cada nuevo día Él se dirige a mí con este mismo saludo.
  2. Soplo creador que infunde aliento de vida. “Soplo sobre ellos”. Al soplar y darles el Espíritu, Jesús confiere a los discípulos la misión de dar vida y los capacita para dicha misión. Con este nuevo aliento de Jesús resucitado, el ser humano es re -creado. Nuestro compromiso por tanto es, el de luchar por una vida más humana, más plena y más feliz.
  3. Experiencia del Perdón. Los discípulos han experimentado al resucitado como alguien que les perdona. Ningún reproche, al abandono, a la cobarde traición, ninguna exigencia para reparar la injuria. El perdón despierta esperanza y energías en quien perdona y en el que es perdonado, es la virtud de la persona nueva de la persona resucitada.
  4. Los estigmas de Jesús. Los estigmas de su amor y sufrimiento por nosotros, son signos de su presencia. Puedo descubrir la presencia del Resucitado, en los que llevan señales de sufrimiento, marginación, pobreza, olvido, exclusión; en los que sufren y dan su vida por crear vida, en los que llevan los estigmas de la marginación por ello. ¡Ahí está el Resucitado!.

El encuentro con Jesús  Resucitado para mí y para ti, debe ser experiencia que reanime nuestra fe y nuestra vida, nos abra horizontes nuevos y nos impulse a anunciar la Buena noticia y a dar testimonio, en un mundo donde existen dudas de fe, división, injusticia y sombras de muerte. También a nosotros, hoy, en este Domingo que san Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina Misericordia, el Señor nos muestra, por medio del Evangelio, sus llagas. Son llagas de misericordia. Es verdad: las llagas de Jesús son llagas de misericordia.

Jesús nos invita a mirar sus llagas, nos invita a tocarlas, como a Tomás, para sanar nuestra incredulidad. Nos invita, sobre todo, a entrar en el misterio de sus llagas, que es el misterio de su amor misericordioso. A través de ellas, como por una brecha luminosa, podemos ver todo el misterio de Cristo y de Dios: su Pasión, su vida terrena –llena de compasión por los más pequeños y los enfermos–, su encarnación en el seno de María. Y podemos recorrer hasta sus orígenes toda la historia de la salvación: las profecías –especialmente la del Siervo de Yahvé–, los Salmos Ley y la alianza, hasta la liberación de Egipto, la primera pascua y la sangre de los corderos sacrificados; e incluso hasta los patriarcas Abrahán, y luego, en la noche de los tiempos, hasta Abel y su sangre que grita desde la tierra. Todo esto lo podemos verlo a través de las llagas de Jesús Crucificado y Resucitado y, como María en el Magnificat, podemos reconocer que «su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (Lc 1,50)
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¡Resucitó!

El primer día después del sábado, estando todavía oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio removida la piedra que lo cerraba. Echó a correr, llegó ala casa en donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo , a quien Jesús amaba, y les dijo: “ Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto”.

Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos iban corriendo juntos , pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó primero al sepulcro, e inclinándose, miró los lienzos puestos en el suelo, pero no entró. En eso llegó también Simón Pedro y entró en el sepulcro. Contempló los lienzos puestos en el suelo y el sudario , que había estado sobre la cabeza de Jesús , puesto no con los lienzos en el suelo, sino doblado en sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo , el,que había llegado primero al sepulcro, y vio y creyó , porque hasta entonces no habían entendido las Escrituras, según las cuales Jesús debía resucitar de entre los muertos”. ( Juan 20, 1-9 )

El sábado, el día más importante de la semana para todo buen judío; el día en que la relación con Dios hacía que todo pasara a segundo término, el día consagrado a Dios de una manera especial. Ese día, de pronto, se ve desplazado y comienza otro día que marcará un antes y un después en la historia de toda la humanidad.

El día después de aquel último sábado que quedó en la memoria de todos como el día que mantuvo a Jesús en la tumba, aquel sábado se recordaría por siempre como el día en que Cristo había acabado con el dominio de la esclavitud y de la muerte. La tumba no había logrado retenerlo y verlo desaparecer entre tantos otros muertos que habían terminado en el dominio de la oscuridad.

En la madrugada del primer domingo en que se celebrará a Jesús resucitado, María Magdalena no salía de su asombro y no acababa de entender qué cosa había pasado. Se encontraba ante el misterio de un sepulcro vacío, un sepulcro que gritaba con su puerta abierta que la muerte no había podido ejercer su dominio sobre Jesús.

Jesús resucitado estaba iniciando una historia nueva, la historia de la salvación, la historia de la vida que llega hasta nuestros días. El milagro de la resurrección no tenía nada de espectacular, no había nada de mágico, como muchos hubiesen querido que sucediera para demostrar el poder de Jesús.

María Magdalena se encuentra con un sepulcro vacío, se encuentra con algo que la obliga a dejar a un lado todas sus ideas, sus ilusiones y sus sentimientos. Ella había llegado hasta el sepulcro con el deseo de recuperar a un cadáver, deseando manifestar su dolor a un muerto, pero eso no será posible. El vacío del sepulcro la obliga a una conversión de su corazón, de sus ideas y al final, de toda su vida. El sepulcro vacío obliga a buscar a Jesús en otra parte. Él no se encuentra entre los muertos, él no se ha quedado en el interior de una tumba oscura y fría. Él sigue estando vivo y más vivo que nunca, él ha resucitado. María Magdalena iba en búsqueda del Jesús que había conocido en los días más difíciles de su existencia y que le había cambiado la vida. Le había devuelto su dignidad y había hecho de ella una discípula dispuesta a seguirlo hasta el final de sus días.

Aquel sepulcro vacío la estaba obligando a ir más lejos, la estaba llevando a tomar conciencia de que Jesús sería, a partir de aquel día, el centro y la razón de su vida. El hombre que la había sacado de sus miserias era ahora la presencia viva que transformaría su vida haciéndola testigo de algo que no podía decir con sus palabras y que ciertamente no podía estar en un sepulcro que había sido destinado a quedar vacío.

El mensaje de aquel sepulcro vacío decía con claridad que a Jesús no había que buscarlo entre los muertos; había que descubrirlo vivo entre los vivos. De ahí la urgencia de ir corriendo a comunicar la noticia de lo que los ojos no habían visto, pero que ciertamente el corazón había sentido.

“No sabemos en donde lo han puesto”, es el grito lleno de angustia que abrirá camino para que se comprenda que Jesús ha dejado de estar en un lugar para que lo pudiésemos descubrir y encontrar en nuestras vidas. Jesús no está en un lugar, ahora está presente en todas partes, en cualquier lugar en donde exista alguien dispuesto a recibirlo y a reconocerlo como el Señor de su vida.

Ante los signos de la resurrección, es decir, la tumba vacía, el sudario y los lienzos doblados dentro de la tumba, los ojos de los primeros testigos permanecen ciegos e incapaces de penetrar el misterio que ha acontecido.

El mismo evangelio dice que “no habían entendido las escrituras”. No fueron los años pasados junto a Jesús, ni el haber visto tantos signos y prodigios; no fueron los Milagros los que permitieron que los discípulos reconocieran a Jesús como el Mesías. Había que entrar en aquel sepulcro vacío para que se les pudieran abrir los ojos del entendimiento y del corazón.

También nosotros hoy estamos confrontados ante ese misterio para poder hacer la experiencia de Jesús como presencia viva que habita en nosotros y nos quiere llevar a descubrirlo como fuente de libertad y de vida. Pero, nosotros como los primeros testigos de la resurrección, tenemos la necesidad de cambiar nuestras ideas y purificar nuestras convicciones con respecto al Resucitado.

Tenemos necesidad de creer y de hacer una profunda experiencia de fe para superar las ideas que hacen que vivamos la Resurrección como algo en lo que creemos, pero no tanto, pues seguimos apostándole a lo que nos da seguridad y a aquello que podemos mantener bajo nuestro control.

Creer en Jesús resucitado significa vivir con la convicción de que él se está ocupando de nuestras vidas y que no hay motivo para que dudemos de él o que vivamos en la desconfianza, queriendo, muchas veces, decirle a Dios cómo tiene que guiar nuestra historia.

Vivir la Resurrección nos empuja a correr, como los primeros discípulos, para llevar a otros esa buena noticia que nos cambió la vida y que nos comprometió en la construcción de un mundo más justo, más fraterno o simplemente más humano.

Darnos cuenta de que Jesús ha resucitado necesariamente se transforma en un compromiso y en un estilo de vida que nos obliga a salir de nuestros conformismos, de nuestros cristianismos cómodos y aburguesados, de nuestras experiencias religiosas insípidas que han hecho de nosotros cristianos tibios que no logran contagiar a los demás la belleza de Jesús. Entender y aceptar a Jesús resucitado, sin duda, hace de cada uno de nosotros testigos misioneros que sienten la necesidad de decir con la propia vida que el Señor nos ha transformado.

No busquemos a Jesús entre las tumbas de nuestro mundo, dejémonos interpelar por la tumba vacía, para que llenos de fe podamos entender que el misterio de la resurrección se convierte en la buena noticia que nos anuncia que Jesús está vivo en cada uno de nosotros cuando aceptamos el riesgo de entregarle con confianza todo lo que somos y aquello que anhelamos.

Ojalá que todos encontremos ese sepulcro vacío y a Jesús esperándonos en lo más profundo de nuestros corazones, simplemente amándonos.

P. Enrique Sánchez G. Mccj


Vigilia  Pascual y
Domingo de Resurrección (ciclo C)
Lucas 24, 1-12
Lectio divina 
CELEBRAMOS LA VIDA
Fray Marcos

La Vigilia Pascual es la liturgia más importante de todo el año. Celebramos la VIDA que en la experiencia pascual descubrieron los discípulos en su maestro Jesús. Los símbolos centrales de la celebración son el fuego y el agua, porque son los dos elementos imprescindibles para que pueda surgir la vida biológica. La vida biológica es el mejor símbolo que nos puede ayudar a entender lo que es la Vida trascendente. Las realidades trascendentes no pueden percibirse por los sentidos, por eso tenemos que hacerlas presentes por medio de signos que provoquen en nuestro interior la presencia de la Vida. Esa Vida ya está en nosotros.

El recordar nuestro bautismo apunta a lo mismo. Jesús dijo a Nicodemo que había que nacer de nuevo del agua y del Espíritu. Este mensaje es pieza clave para descubrir de qué Vida estamos hablando. En el prólogo del evangelio de Jn dice: “En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres”. Estamos recordando esa Vida y esa luz en la humanidad de Jesús. Al desplegar la misma Vida de Dios, durante su vida terrena, nos abrió el camino de la plenitud a la que todos podemos acceder. En todos y cada uno de nosotros está ya esa Vida.

Lo que estamos celebrando esta noche es la llegada de Jesús a esa meta. Jesús, como hombre, alcanzó la plenitud de Vida. Posee la Vida definitiva que es la Vida de Dios. Esa vida ya no puede perderse porque es eterna. Podemos seguir empleando el término “resurrección”, pero debemos evitar el aplicarla inconscientemente a la vida biológica y psicológica, porque es lo que nosotros podemos sentir, es decir, descubrir por los sentidos. 

Pero lo que hay de Dios en Jesús no se puede descubrir mirando, oyendo o palpando. Ni vivo ni muerto ni resucitado, puede nadie descubrir lo que hay en él de Dios. Tampoco puede ser el resultado de alguna demostración lógica. Lo divino no cae dentro del objeto de nuestra razón. A la convicción de que Jesús está vivo, no se puede llegar por razonamientos. Lo divino que hay en Jesús, y por lo tanto su resurrección, solo puede ser objeto de fe. Lo mismo nosotros, solo a través de la vivencia personal podemos comprender la resurrección.

Creer en la resurrección exige haber pasado de la muerte a la vida. Por eso tiene en esta vigilia tanta importancia el recuerdo de nuestro bautismo. Jesús murió a lo terreno y caduco, al egoísmo, y nació a la verdadera Vida, la divina. Creemos que hemos sido bautizados un día a una hora determinada y que allí se realizó un milagro que permanece por sí mismo. Para descubrir el error, hay que tomar conciencia de lo que es un sacramento. Los sacramentos están constituidos por dos realidades: un signo y una realidad significada. El signo es lo que podemos ver, oír, tocar. La realidad significada ni se ve ni se oye ni se palpa,

pero está ahí siempre porque depende de Dios que está fuera del tiempo. En el bautismo, la realidad significada es esa Vida divina que “significamos” para hacerla presente y vivirla.

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Vigilia  Pascual
Lucas 24, 1-12
Lectio divina

Leemos desde el v. 56 del capítulo 23: “Y regresando, prepararon aromas y mirra. Y el sábado descansaron según el precepto.” Nos permite ver cómo las mujeres observaron el reposo, según la ley. Para los cristianos éste sería el último sábado observado según la antigua ley. De ahora en adelante el día del Señor será el primer día de la semana, el día de la resurrección. Aspecto muy importante que, no solo atañe a la tradición familiar como tal sino que es un elemento constitutivo de nuestra vivencia de la fe y por su puesto de la celebración de la fe en comunidad eclesial. (Cf. Mateo 28 1-7; Lucas 24,1; Juan 20, 1. Hc 20, 7: 1 Co 16, 2. Ap 1, 10). Lucas no especifica como Marcos (Mc 16,1), que las mujeres compraron perfumes. Lo habían preparado todo antes del sábado (Lc 23,56). Así este capítulo 24 de Lc comienza resaltando:

V.1 “El primer día de la semana, muy de mañana, fueron al sepulcro llevando los aromas que habían preparado.”

V.2 San Lucas subraya un hecho particular: “Pero encontraron que la piedra había sido retirada del sepulcro,”. Inicia este versículo con la conjunción pero para enfatizar que el sepulcro donde había sido colocado el cuerpo de Jesús no estaba sellado.

V.3 “y entraron, pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús”.
Segunda sorpresa. La tumba vacía evidentemente habla de la resurrección de Jesucristo. Sin embargo, no es tan obvio para las mujeres que se encuentran ante unas circunstancias totalmente inusuales. Por su puesto están consternadas, perplejas…

V.4 “No sabían que pensar de esto, cuando se presentaron ante ellas dos hombres con vestidos resplandecientes”.
Este resplandor de sus vestidos hace parte del contexto de este hecho sin precedentes: la resurrección de un muerto. Se pasa a un plano sobre natural que excede las perspectivas humanas. Esta escena nos transporta a la descripción de Moisés y Elías en la transfiguración en el monte Tabor. También aparecen dos hombres vestidos de blanco en la narración de la ascensión (Hch 1,10). Paralelamente, en San Juan, María Magdalena ve dos ángeles con vestidos blancos, sentados… donde había estado depositado el cuerpo de Jesús (Jn 20,10), presentados, por tanto con figura humana.

Distintos comentaristas sostienen que los dos visitantes angélicos se mencionan por analogía con los testigos humanos: eran necesarios dos para un testimonio válido.

V.5 “Como ellas temiesen e inclinasen el rostro a tierra, les dijeron: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?»”
Era una frase conocida en la literatura rabínica: buscar a los muertos entre los vivos, a la que San Lucas da la vuelta para convertirla en el primer anuncio gozoso de la Resurrección. Ellas inclinaron el rostro. ¿Por qué habrán inclinado el rostro? Sería por miedo o ¿porque recordaron que no hay que mirar de frente las cosas divinas? Objetivamente estaban atónitas. Los hombres las interrogan y a la vez las exhortan a recordar cuanto Jesús mismo les había expuesto e inmediatamente ellas recuerdan sus palabras.

V.6-8 “No está aquí, ha resucitado. Recordad cómo os habló cuando estaba todavía en Galilea, diciendo: “Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores y sea crucificado, y al tercer día resucite. “».Y ellas recordaron sus palabras.”
Por esta razón, regresan para comunicar a todos cuanto les había sucedido. Naturalmente, no era algo que sería aceptado de primera mano. De hecho, Lucas afirma que no les creían y lo consideraban desatinos.

V.9-11. “Regresando del sepulcro, anunciaron todas estas cosas a los Once y a todos los demás.”

“Las que decían estas cosas a los apóstoles eran María Magdalena, Juana y María la de Santiago y las demás que estaban con ellas. Pero todas estas palabras les parecían como desatinos y no les creían.”
Uno de los elementos que Lucas aporta en su evangelio es la presencia de las mujeres en la vida de Jesús (Cf Lc 8 2-3) y, es significativo que en los cuatro evangelios sobresalen las mujeres como testigos de la resurrección del Señor, de sus apariciones, teniendo presente que para los judíos el testimonio de las mujeres no tenía valor jurídico. Sin embargo, constatamos que son ellas quienes permanecen fieles al Maestro hasta la cruz, que son quienes, antes que sus amigos y discípulos van al sepulcro de primeras…

Meditatio
Hemos de hacer una peregrinación interior a nuestro corazón para observar detenidamente cuál es nuestra actitud frente a este hecho que da el sentido a nuestra existencia, el sentido a nuestra fe pues, como dice San Pablo, “si Cristo no resucitó vana es nuestra fe” (1Co 15, 14).

Cuál es nuestra actitud, quizá como la de las mujeres: madrugar para estar con Jesús, buscar todas las ocasiones para escuchar su voz, pues como nos dice la antífona de ingreso en la Eucaristía de hoy I Domingo de Pascua: “He resucitado y estoy siempre contigo”. Siento la alegría profunda de sentir a Jesús resucitado en mi vida, a tal punto que me impulsa a salir, como nos invita continuamente el Papa Francisco. E igualmente, como afirma Madre María Oliva del cuerpo Místico de Cristo, Fundadora de las Religiosas Hijas de la Iglesia: decir a todos que Dios existe y es amor.

Salir y decir que Dios existe y es amor, aunque muchos no nos crean, aunque muchos piensen que son desatinos para la sociedad de hoy, sumergida aún en las tinieblas del error, del pecado.

Contemplatio
Adentrémonos en este momento en el que nos damos cuenta que la piedra del sepulcro de Jesús está corrida, el secpulcro está vacío, su cuerpo no sufrió la corrupción, Él está vivo. Escuchemos a los ángeles que Dios mismo nos envía para recordarnos las palabras de Jesús y comprender aún más este Misterio de nuestra Salvación.

Oratio
En este ambiente de contemplación, dejemos que sea el mismo Espíritu Santo que nos impulsa a alabar a nuestro Padre Dios por haber entregado a su propio Hijo para nuestra salvación. Alabémoslo por tantos hermanos nuestros que han recobrado la vida de gracia por la celebración de los misterios de la vida de Jesús, su Pasión, Muerte y Resurrección. Y todo aquello que desde el secreto podemos comunicarle a Él.

Actio
Pero no nos despidamos del Señor antes de haber formulado estrictamente nuestro compromiso concreto, real para vivir y celebrar la Resurrección del Señor. Digámosle que viviremos como hijos de la Luz, llevándola donde quiera que estemos, disipando las tinieblas que intentan oscurecer la humanidad entera. Y, por supuesto viviendo en la alegría pascual, no solamente en esta cincuentena que la Iglesia nos ofrece del Tiempo Pascual sino durante nuestra vida.

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Domingo de Resurrección
Juan 20, 1-9
ENCONTRARNOS CON EL RESUCITADO
José A. Pagola

Según el relato de Juan, María de Magdala es la primera que va al sepulcro, cuando todavía está oscuro, y descubre desconsolada que está vacío. Le falta Jesús. El Maestro que la había comprendido y curado. El Profeta al que había seguido fielmente hasta el final. ¿A quién seguirá ahora? Así se lamenta ante los discípulos: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».

Estas palabras de María podrían expresar la experiencia que viven hoy no pocos cristianos: ¿Qué hemos hecho de Jesús resucitado? ¿Quién se lo ha llevado? ¿Dónde lo hemos puesto? El Señor en quien creemos, ¿es un Cristo lleno de vida o un Cristo cuyo recuerdo se va apagando poco a poco en los corazones?

Es un error que busquemos «pruebas» para creer con más firmeza. No basta acudir al magisterio de la Iglesia. Es inútil indagar en las exposiciones de los teólogos. Para encontrarnos con el Resucitado, hemos de hacer ante todo un recorrido interior. Si no lo encontramos dentro de nosotros, no lo encontraremos en ninguna parte.

Juan describe, un poco más tarde, a María corriendo de una parte a otra para buscar alguna información. Pero cuando ve a Jesús, cegada por el dolor y las lágrimas, no logra reconocerlo. Piensa que es el encargado del huerto. Jesús solo le hace una pregunta: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿a quién buscas?».

Tal vez hemos de preguntarnos también nosotros algo semejante. ¿Por qué nuestra fe es a veces tan triste? ¿Cuál es la causa última de esa falta de alegría entre nosotros? ¿Qué buscamos los cristianos de hoy? ¿Qué añoramos? ¿Andamos buscando a un Jesús al que necesitamos sentir lleno de vida en nuestras comunidades?

Según el relato, Jesús está hablando con María, pero ella no sabe que es Jesús. Es entonces cuando Jesús la llama por su nombre, con la misma ternura que ponía en su voz cuando caminaban por Galilea: «¡María!». Ella se vuelve rápida: «Rabbuní, Maestro».

María se encuentra con el Resucitado cuando se siente llamada personalmente por él. Es así. Jesús se nos revela lleno de vida, cuando nos sentimos llamados por nuestro propio nombre y escuchamos la invitación que nos hace a cada uno. Es entonces cuando nuestra fe crece.

No reavivaremos nuestra fe en Cristo resucitado alimentándolo solo desde fuera. No nos encontraremos con él, si no buscamos el contacto interior con su persona. Es el amor a Jesús conocido por los evangelios y buscado personalmente en el fondo de nuestro corazón, el que mejor puede conducirnos al encuentro con el Resucitado.

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TRES PROTAGONISTAS INESPERADOS
José Luis Sicre

Una elección extraña

Las dos frases más repetidas por la iglesia en este domingo son: “Cristo ha resucitado” y “Dios ha resucitado a Jesús”. Resumen las afirmaciones más frecuentes del Nuevo Testamento sobre este tema.

Sin embargo, como evangelio para este domingo se ha elegido uno que no tiene como protagonistas ni a Dios Padre, ni a Cristo, ni confiesa su resurrección. Los tres protagonistas que menciona son puramente humanos: María Magdalena, Simón Pedro y el discípulo amado. Ni siquiera hay un ángel. El relato del evangelio de Juan se centra en las reacciones de estos personajes, muy distintas.

María reacciona de forma precipitada: le basta ver que han quitado la losa del sepulcro para concluir que alguien se ha llevado el cadáver; la resurrección ni siquiera se le pasa por la cabeza.

Simón Pedro actúa como un inspector de policía diligente: corre al sepulcro y no se limita, como María, a ver la losa corrida; entra, advierte que las vendas están en el suelo y que el sudario, en cambio, está enrollado en sitio aparte. Algo muy extraño. Pero no saca ninguna conclusión.

El discípulo amado también corre, más incluso que Simón Pedro, pero luego lo espera pacientemente. Y ve lo mismo que Pedro, pero concluye que Jesús ha resucitado.

El evangelio de san Juan, que tanto nos hace sufrir a lo largo del año con sus enrevesados discursos, ofrece hoy un mensaje espléndido: ante la resurrección de Jesús podemos pensar que es un fraude (María), no saber qué pensar (Pedro) o dar el salto misterioso de la fe (discípulo amado).

¿Por qué espera el discípulo amado a Pedro?

Es frecuente interpretar este hecho de la siguiente manera. El discípulo amado (sea Juan o quien fuere) fundó una comunidad cristiana bastante peculiar, que corría el peligro de considerarse superior a las demás iglesias y terminar separada de ellas. De hecho, el cuarto evangelio deja clara la enorme intuición religiosa del fundador, superior a la de Pedro: le basta ver para creer, igual que más adelante, cuando Jesús se aparezca en el lago de Galilea, inmediatamente sabe que “es el Señor”. Sin embargo, su intuición especial no lo sitúa por encima de Pedro, al que espera a la entrada de la tumba en señal de respeto. La comunidad del discípulo amado, imitando a su fundador, debe sentirse unida a la iglesia total, de la que Pedro es responsable.

Las otras dos lecturas: beneficios y compromisos.

A diferencia del evangelio, las otras dos lecturas de este domingo (Hechos y Colosenses) afirman rotundamente la resurrección de Jesús. Aunque son muy distintas, hay algo que las une:

a) las dos mencionan los beneficios de la resurrección de Jesús para nosotros: el perdón de los pecados (Hechos) y la gloria futura (Colosenses);

b) las dos afirman que la resurrección de Jesús implica un compromiso para los cristianos: predicar y dar testimonio, como los Apóstoles (Hechos), y aspirar a los bienes de arriba, donde está Cristo, no a los de la tierra (Colosenses).

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