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XXIV Domingo ordinario. Año C

“En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo; por lo cual los fariseos y los escribas murmuraban entre sí: Este recibe a los pecadores y come con ellos.

Jesús les dijo entonces esta parábola: ¿Quién de ustedes, si tiene cien ovejas y se le pierde una, no deja las noventa y nueve en el campo y va en busca de la que se perdió hasta encontrarla? Y una vez que la encuentra, la carga sobre los hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa, reúne a los amigos y vecinos y les dice: Alégrense conmigo porque ya encontré la oveja que se me había perdido. Yo les aseguro que también en el cielo habrá más alegría por un pecador que se arrepienten que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse.

¿Y qué mujer hay, que, si tiene diez monedas de plata y pierde una no enciende luego una lámpara y barre la casa y la busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas y les dice: Alégrense conmigo, porque ya encontré la moneda que se me había perdido. Yo les aseguro que así también se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se arrepiente.

También les dijo esta parábola: Un hombre tenía dos hijos y el menor de ellos le dijo a su padre: Padre, dame la parte que me toca de la herencia. Y él les repartió los bienes.

No muchos días después, el hijo menos, juntando todo lo suyo, se fue a un país lejano y allá derrochó su fortuna viviendo de una manera disoluta. Después de malgastarlo todo, sobrevino en aquella región una gran hambre y él empezó a pasar necesidad. Entonces fue a pedirle trabajo a un habitante de aquel país, el cual lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Tenía ganas de hartarse con las bellotas que comían los cerdos, pero no lo dejaban que se las comiera.

Se puso entonces a reflexionar y se dijo: ¡Cuántos trabajadores en las de mi padre tienen pan de sobra, y yo, aquí, me estoy muriendo de hambre! Me levantaré, volveré a mi padre y le diré: padre, he pecado contra el cielo y contar ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Recíbeme como uno de tus trabajadores.

Enseguida se puso en camino hacia la casa de su padre. Estaba todavía lejos, cuando su padre lo vio y se enterneció profundamente. Corrió hacía él, y echándole los brazos al cuello, lo cubrió de besos. El muchacho le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo.

Pero el padre les dijo a sus criados: ¡Pronto!, traigan la túnica más rica y vístansela; pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; traigan el becerro gordo y mátenlo. Comamos y hagamos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado. Y empezó el banquete.

El hijo mayor estaba en el campo, y al volver, cuando se acercó a la casa, oro la música y los cantos, Entonces llamó a uno de los criados y le preguntó qué pasaba. Este le contestó: Tu hermano ha regresado, y tu padre mandó matar el becerro gordo, por haberlo recobrado sano y salvo. El hermano mayor se enojó y no quería entrar.

Salió entonces el padre y le rogó que entrara; pero él replicó: ¡Hace tanto tiempo que te sirvo, sin desobedecer jamás una orden tuya, y tú no me has dado nunca ni un cabrito para comérmelo con mis amigos! Pero eso sí, viene ese hijo tuyo, que despilfarró tus bienes con malas mujeres, y tú mandas matar el becerro gordo.

El padre repuso: Hijo, tú siempre estas conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado.”

(Lucas 15, 1-32)


Era necesario hacer fiesta
P. Enrique Sánchez, mccj

El texto del evangelio de este domingo corresponde a todo el capítulo 15 del evangelio de san Lucas y contiene tres parábolas con las cuales Jesús da una respuesta a los escribas y fariseos que se escandalizan por verlo sentado a la mesa con publicanos y pecadores.

Al parecer, en tiempos de Jesús, los banquetes eran ocasiones para establecer o estrechar relaciones entre las personas; para consolidar lazos familiares de amistad y de fraternidad. Pero en nuestro texto aparecen los escribas y fariseos escandalizados porque Jesús, sentándose a la mesa con las personas consideradas pecadoras, se convierte en motivo de rechazo por acercarse a personas consideradas impuras.

Las tres parábolas nos hablan de pérdidas y de encuentros que terminan llenando el corazón de alegría, de gratitud y de nuevas relaciones que acaban por imponerse como cumplimiento de promesas de nueva vida.

El tema que se esconde detrás de esas parábolas y que emerge con claridad como propuesta de Jesús es el del perdón, como exigencia para alcanzar relaciones auténticas en nuestro caminar con las personas que vamos encontrando día a día. El perdón es la experiencia de dar y recibir algo que nos devuelve la vida; es un don que permite devolver la vida a quien, de alguna manera la ha perdido.

En una reflexión sobre este tema el padre Gaetano Piccolo, SJ, decía que “el perdón es respiro que permite vivir y toda relación (humana) muere cuando no hay perdón”. En las tres parábolas aparece claro que hay una pérdida que produce tristeza y preocupación, pero al mismo tiempo surge una búsqueda y una espera que al final es recompensada con la alegría y la necesidad de compartir la propia felicidad con los demás, porque se ha encontrado lo tiene una gran importancia en la vida.

Pensando a nuestras experiencias personales, seguramente nos damos cuenta de que hay muchas maneras de perderse en el camino, pero afortunadamente siempre hay alguien que nos busca y nos espera. Y, quienes ponemos nuestra confianza en el Señor, nos atrevemos a decir que es Dios quien nos busca incansablemente.

Fijando nuestra atención un poco más en la tercera parábola vemos a un hijo que se pierde rompiendo los lazos familiares que lo mantenían en una relación con su padre y su hermano. Él quiere irse por su cuenta, piensa sólo en sus intereses, no le importan los demás y se va hasta tocar fondo, hasta cuando se da cuenta de que no puede vivir rompiendo con el amor de su padre, que es el único que lo puede hacer feliz.

Mientras se aleja y se pierde en su soledad, se da cuenta que sus felicidades pasajeras y momentáneas no son suficientes para responder a los anhelos de su corazón. Se descubre hecho para vivir en comunión, en una relación en la que no puede ignorar a los demás. Y el lugar a donde se ha dejado llevar por sus caprichos, ciertamente no es el mejor para iniciar una nueva vida.

Siendo testigos de tantas historias que se viven hoy en nuestra sociedad, nos damos cuenta de que existen muchas personas que se dejan encandilar por promesas de felicidad que promueven la exaltación del individualismo, del pensar sólo en nosotros mismos, de vivir para sí mismo, como si fuésemos el centro del universo.

No es difícil darnos cuenta que vivimos en un mundo enfermo, en muchas partes, de indiferencia, de indolencia y de falta de interés por los demás. Hemos ido despilfarrando valores y virtudes que caracterizaban a nuestra sociedad, como la confianza, la hospitalidad, la ayuda mutua, sencillamente, la fraternidad.

Vivimos en realidades marcadas por la desconfianza, por la discriminación, por la pretensión de ser más que los demás y nos creamos mundos cerrados en donde se levantan muros, se crean rejas y nos condenamos a vivir en nuestras propias prisiones, añorando el hogar que nos reclama el corazón. Y, cómo se ilumina nuestro rostro cuando encontramos personas que viven de otra manera, que le apuestan a lo sencillo, al compartir, al ser solidarios, a las relaciones afincadas sobre la confianza y la cordialidad.

Es lo que aquel hijo menor intuyó, cuando recordando lo que pasaba en la casa de su padre se dio cuenta de que el mundo en el que se había sumergido no tenía futuro y que no había alternativa más que armarse de valor para volver, con humildad, al lugar en donde podía respirar los verdaderos aires de felicidad. Ahí nació su camino de conversión y desde ahí empezó a entender en donde está lo grande y lo bello de su dignidad. No era entre cerdos con quienes podría establecer una auténtica relación de amor o de amistad. Desde ahí decide volver a su padre que está listo para acogerlo y permitirle entrar en un camino de reconciliación, de reencuentro consigo mismo y de perdón.

El padre siempre lo esperó y salió a su encuentro, sin reclamar nada y sin pedir cuentas de lo que había hecho de sus bienes. Lo revistió de un traje nuevo, devolviéndole la dignidad que le correspondía como hijo suyo. Le puso el anillo para manifestarle su confianza. Pide que lo calcen para recordarle que estando con él siempre será un hombre libre. Mata el becerro para hacer fiesta, porque no se puede hacer de otra manera cuando se celebra la vida de quien tenemos cerca.

Igualmente, el padre se preocupa por abrir un camino de reconciliación con su hijo mayor. No era necesario darle un cabrito para mostrarle que ya le había entregado su corazón. El había estado siempre ahí, con la posibilidad de disponer de todo lo que era de su padre; pero no se había dado cuenta de lo extraordinario de ese don.

El padre por su parte no justifica al menor, pero tampoco le reclama, ni le reprocha nada al mayor; simplemente le muestra que su corazón está abierto para volver a tejer la relaciones que pudieron haberse dañado, cuando cada uno quiso irse por un camino que los llevó a perderse en donde no podría encontrarse el amor.

Esa es también nuestra historia personal y cada uno de nosotros, a lo mejor, no tenemos que buscar mucho para darnos cuenta que no faltan las decisiones equivocadas que nos llevan a romper con aquellas relaciones que nos pueden hacer felices.

También por nosotros, nuestro Padre sale cada día a buscarnos por los caminos en donde andamos medios perdidos. También a nosotros nos espera con los brazos abiertos para acogernos como hijos suyos. A diario nos ofrece la posibilidad de revestirnos y de apropiarnos de una dignidad que nos permita caminar seguros y contentos en medio de un mundo que busca siempre hacernos caer y alejarnos del único Dios que nos puede hacer felices.

El Señor también a nosotros nos perdona todos nuestros extravíos y no se pone ante nosotros con un bastón para corregirnos o reprocharnos nuestros descalabros y los errores que pudimos haber cometido.
Dios siempre está ahí, más cerca de lo que imaginamos, ofreciéndonos un perdón que hace que nos encontremos con lo que realmente vale la pena en nuestras vidas. Dios es el pastor que hace fiesta cuando nos encuentra allá en donde andábamos perdidos, es la mujer que invita a sus amigas a celebrar con ella porque ha encontrado algo que vale mucho para ella, es el padre que manda preparar un banquete y hace fiesta, porque estábamos muertos o perdidos y hemos vuelto a la vida.

Jesús, como nos lo dice el evangelio de Lucas, no podía sentarse en otro lugar que no fuera el de los pecadores porque justamente él había venido para enseñarnos que en el corazón de Dios son ellos los que están llamados a ocupar los primeros lugares. Para él no hay impuros o pecadores, existen sólo hijos por los cuales está dispuesto a sacrificar lo que más ha amado, a su hijo Jesús, en quien nos ha amado.

Para nuestra reflexión personal.

  • ¿Nos damos cuenta en dónde nos hemos perdido o en dónde nos hemos quedado atorados en la búsqueda de la felicidad?
  • ¿Qué estoy haciendo para dejarme encontrar por el Señor?
    Todos nos hemos perdido alguna vez, ese no es el problema. ¿Me doy cuenta o siento que el Señor me esta buscando, que está viniendo a mí encuentro?

Una parábola para nuestros días: Volveré a mi padre.
José A. Pagola

En ninguna otra parábola ha querido Jesús hacernos penetrar tan profundamente en el misterio de Dios y en el misterio de la condición humana. Ninguna otra es tan actual para nosotros como ésta del “Padre bueno”.

El hijo menor dice a su padre: «dame la parte que me toca de la herencia». Al reclamarla, está pidiendo de alguna manera la muerte de su padre. Quiere ser libre, romper ataduras. No será feliz hasta que su padre desaparezca. El padre accede a su deseo sin decir palabra: el hijo ha de elegir libremente su camino.

¿No es ésta la situación actual? Muchos quieren hoy verse libres de Dios, ser felices sin la presencia de un Padre eterno en su horizonte. Dios ha de desaparecer de la sociedad y de las conciencias. Y, lo mismo que en la parábola, el Padre guarda silencio. Dios no coacciona a nadie.

El hijo se marcha a «un país lejano». Necesita vivir en otro país, lejos de su padre y de su familia. El padre lo ve partir, pero no lo abandona; su corazón de padre lo acompaña; cada mañana lo estará esperando. La sociedad moderna se aleja más y más de Dios, de su autoridad, de su recuerdo… ¿No está Dios acompañándonos mientras lo vamos perdiendo de vista?

Pronto se instala el hijo en una «vida desordenada». El término original no sugiere sólo un desorden moral sino una existencia insana, desquiciada, caótica. Al poco tiempo, su aventura empieza a convertirse en drama. Sobreviene un «hambre terrible» y sólo sobrevive cuidando cerdos como esclavo de un extraño. Sus palabras revelan su tragedia: «Yo aquí me muero de hambre».

El vacío interior y el hambre de amor pueden ser los primeros signos de nuestra lejanía de Dios. No es fácil el camino de la libertad. ¿Qué nos falta? ¿Qué podría llenar nuestro corazón? Lo tenemos casi todo, ¿por qué sentimos tanta hambre?

El joven «entró dentro de sí mismo» y, ahondando en su propio vacío, recordó el rostro de su padre asociado a la abundancia de pan: en casa de mi padre «tienen pan» y aquí «yo me muero de hambre». En su interior se despierta el deseo de una libertad nueva junto a su padre. Reconoce su error y toma una decisión: «Me pondré en camino y volveré a mi padre».

¿Nos pondremos en camino hacia Dios nuestro Padre? Muchos lo harían si conocieran a ese Dios que, según la parábola de Jesús, «sale corriendo al encuentro de su hijo, se le echa al cuello y se pone a besarlo efusivamente». Esos abrazos y besos hablan de su amor mejor que todos los libros de teología. Junto a él podríamos encontrar una libertad más digna y dichosa.

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Las tres parábolas de la misericordia

Entramos en este domingo en el gran capítulo 15 del evangelio de Lucas -núcleo de la Buena Nueva de Jesús y de la revelación de los sorprendentes sentimientos de Dios – en el cual escuchamos al maestro pronunciar las tres parábolas de la misericordia:

la oveja perdida (15,4-7),
la moneda perdida (15,8-10) y
el Padre misericordioso (15,11-32), en la cual asistimos a la historia del hijo perdido y encontrado.
Los primeros tres versículos del capítulo nos presentan el contexto como necesaria clave de lectura que lleva a Jesús a pronunciar estas bellas lecciones sobre la misericordia de Dios (15,1-3).
La finalidad del pasaje de hoy es profundizar en el tema del amor de Dios demostrado en el ministerio salvífico de Jesús con los excluidos y los pobres de la sociedad, particularmente con un grupo de excluidos que está en todos los estratos sociales: los “pecadores”. El capítulo anterior de Lucas (ver 14,15-24) ya nos había ambientado el tema en la parábola en la cual Jesús invitaba a los excluidos a la mesa del Reino.

Las tres parábolas de la misericordia se exponen ante la actitud cerrada y soberbia de los que rechazan al pecador. Dios siempre acoge. En las tres se destaca la alegría de Dios por volver a encontrar, por la reconciliación de los alejados; en contraste con el descontento de los fariseos. ¿Se consideraban “merecedores” exclusivos del amor de Dios? En la tercera parábola, el protagonista es el padre, no los hijos, pues el pródigo no es modelo ni de arrepentimiento (se arrepiente por pura hambre, no por amor al padre); y el hermano mayor no sirve al padre con corazón de hijo, sino de esclavo. Los dos se han “perdido” para el padre, que tiene que “salir” al encuentro de uno y otro. La preocupación primordial del Padre es conseguir el retorno del descarriado, y su alegría al recobrarlo es tanto mayor cuanto mayor fue su disgusto al perderlo.

La conducta de Jesús es desconcertante. Para la lógica de los fariseos –y quizás también para la nuestra–, los pecadores han de ser señalados con el dedo, han de ser puestos aparte y despreciados. Sin embargo, Él «acoge a los pecadores y come con ellos». Jesús introduce en el mundo otra lógica. Jesús hace lo que hace el Padre, que actúa así con los pecadores arrepentidos: no aprueba el envilecimiento en que cae el pecador, pero sigue teniendo para ellos brazos abiertos, lo acepta y lo comprende más que el pecador a sí mismo. Él nunca considera bueno al pecador. Él no dice que la oveja descarriada no esté descarriada. Lo que hace es, en lugar de rechazarla, ir a buscarla, y cuando la encuentra se llena de alegría, la carga sobre sus hombros, le venda las heridas, la cuida, la alimenta…. Así es el corazón de Cristo. Su amor vence el mal con el bien. Para llegar hasta rehacer por completo al pecador, hasta sacarle de su fango y devolverle la dignidad de hijo de Dios.

Lo que ocurre es que en la categoría de pecadores estamos todos. Frente al orgullo altanero y despreciativo de los fariseos, san Pablo afirmaba categóricamente: «Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, y yo soy el primero» (2ª lectura). Todos necesitamos ser salvados. Y si no hemos caído más bajo ha sido por pura gracia. Esto no puede ser motivo para el orgullo y el desprecio de los demás, sino para la humildad y el agradecimiento.

En la oración del Señor hay una petición sorprendente, que es el mejor comentario a estas Parábolas: pedimos el perdón de Dios, “como nosotros perdonamos”. Esto nos lleva a tres actitudes fundamentales: audacia en la petición; confianza en la misericordia divina; empeño muy serio de ser como el Padre misericordioso y no como los fariseos.

Y entonces surge el interrogante ¿Qué es el pecado? No se puede comprender lo que es el pecado sin reconocer en primer lugar que existe un vínculo profundo del hombre con Dios. El pecado «es rechazo y oposición a Dios» (Catecismo de la Iglesia Católica, 386), «es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente» (Catecismo de la Iglesia Católica, 387). Es un querer ser dios pero sin Dios, es querer vivir de espaldas a Él, desvinculado de los preceptos y caminos que en su amor Él señala al ser humano para su propia realización. El pecado es un acto de rebeldía, un “no” dado a Dios y al amor que Él le manifiesta. Todo esto queda retratado en la actitud del hijo que reclama su herencia: quiere liberarse del padre, salir de su casa para marcharse lejos y poder gozar de su herencia sin límites ni restricciones.

El pecado, que es ruptura con Dios, tiene graves repercusiones. Quien peca, aunque crea que está recorriendo un camino que lo conduce a su propia plenitud y felicidad, entra por una senda de autodestrucción: «el que peca, a sí mismo se hace daño» (Eclo 19, 4). Al romper con Dios, fuente de su vida y amor, todo ser humano sufre inmediatamente una profunda ruptura consigo mismo, con los demás seres humanos y con la creación toda.

¿Qué hace Dios ante el rechazo de su criatura humana? Dios, por su inmenso amor y misericordia, no abandona al ser humano, no quiere que se pierda, que se hunda en la miseria y en la muerte, sino que Él mismo sale en su busca: «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). «Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores» (1 Tim 1, 15). Dios en su inmenso amor ofrece a su criatura humana el don de la Reconciliación por medio de su Hijo. Es el Señor Jesús quien en la Cruz nos reconcilia con el Padre (ver 2 Cor 5, 19), es Él quien desde la Cruz ofrece el abrazo reconciliador del Padre misericordioso a todo “hijo pródigo” que arrepentido anhela volver a la casa paterna.

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XXIII Domingo ordinario. Año C

“En aquel tiempo, caminaba con Jesús una gran muchedumbre y Él, volviéndose a sus discípulos, les dijo: Si alguno quiere seguirme y no me prefiere a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, más aún, a sí mismo, no puede ser mi discípulo.
Porque, ¿quién de ustedes, si quiere construir una torre, no se pone primero a calcular el costo, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que, después de haber echado los cimientos, no pueda acabarla y todos los que se enteren comiencen a burlarse de él, diciendo: Este hombre comenzó a construir y no pudo terminar.
¿O qué rey que va a combatir a otro rey, no se pone primero a considerar si será capaz de salir con diez mil soldados al encuentro del que viene contra él con veinte mil? Porque si no, cuando el otro esté aún lejos, le enviará una embajada para proponerle las condiciones de paz.
Así pues, cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo”.

(Lucas 14, 25-33)


Quien no renuncie a sus bienes, no puede ser mi discípulo
P. Enrique Sánchez, nccj

El tema de la renuncia y del desprendimiento parece asegurar la continuidad en la reflexión del evangelio que hemos venido haciendo en estos últimos domingos del año litúrgico.

Renunciar a ser los primeros, a ocupar los primeros lugares, a sobresalir como expresión de poder. Estas han sido algunas de las recomendaciones que Jesús ha ido sembrando en el corazón de sus discípulos y seguramente también en los nuestros. En el evangelio de este domingo no se habla explícitamente de renuncia, al menos al inicio, sino de preferencias que pueden condicionar y limitar la libertad para seguir al Señor como auténticos discípulos.

El seguimiento del Señor, como lo entiende san Lucas, implica un desprendimiento no sólo de las cosas o de los bienes que pudiésemos tener, aunque Jesús llega a exigir no anteponer nada a su persona.

La exigencia va más lejos y pide que estemos disponibles a ponerlo a Él en el centro de nuestras vidas como lo más importante y eso implica situarlo por encima incluso de todos nuestros mejores afectos.

Evidentemente, no se trata de despreciar o rechazar a nuestros seres queridos o a las personas que consideramos necesarias en nuestra vida; se trata de recordar que quien mejor nos ayudará a vivir nuestras relaciones con los demás, como auténticos discípulos, será precisamente el Señor cuando le hayamos entregado nuestro corazón.

Muchas veces invocamos al Señor en nuestras celebraciones cantando: “danos un corazón, grande para amar, danos un corazón fuerte para luchar”. Ese es uno de nuestros anhelos más profundos y lo alcanzamos sólo cuando nos liberamos de todo aquello que nos puede mantener atados a las cosas, a las costumbres, a las personas; a todo aquello que nos hace dependientes y que condicionan la libertad que nos brinda la espontaneidad para amar verdaderamente.

El desprendimiento es lo que nos da un corazón misionero, que empuja a ir siempre más lejos, a no detenerse jamás, quedándose complacidos en aquello que da seguridad. Y no hay alegría más grande que dar la vida por los demás.

Leyendo la parábola que Jesús nos presenta en este evangelio parecería contrastar con las primeras palabras que hemos leído.

Por una parte, se nos habla de “dejar” y en la parábola se parte de calcular bien y asegurarse en donde se están poniendo los cimientos de lo que se quiere construir.

En realidad, el mensaje del evangelio nos quiere llevar a tomar conciencia de que la renuncia y el desprendimiento que exige Jesús para poderlo seguir, en la práctica se transforma en un cimiento sólido y firme sobre el cual podemos confiar y construir todo lo que soñamos.

Poner toda nuestra confianza en Jesús es garantía de éxito de todo lo que podamos ir construyendo en nuestra vida.

Por otra parte, las palabras del Evangelio nos ayudan a entender que la decisión de seguir a Jesús no es algo que se pueda improvisar o tomar a la ligera. Es una opción que exige discernimiento y claridad en la mente y en el corazón.

Es importante ser conscientes y serios en el momento de decidir seguir a Jesús, pues de lo contrario nos sumaremos a tantas personas que se dicen cristianas porque un día fueron bautizadas, pero que han considerado que el ser discípulos de Jesús es sólo algo que se pone en práctica en algunos momentos muy contados de la vida.

Vivimos en un mundo en donde, en algunos lugares, las estadísticas registran poblaciones que se declaran católicas en un 80 o 90 por ciento y luego vemos en la celebración dominical que apenas el 6 o 7 por ciento asisten a misa, casi dejando entender que se trata de algo opcional.

Cada año, miles de niños hacen la primera comunión o la confirmación, pero a muchos de ellos no los volvemos a ver sino hasta el día en que quieren casarse por la iglesia, y eso también ya se registra a la baja. Se considera que los sacramentos pueden entrar entre los muchos otros compromisos sociales a los que no hay que faltar. Se entiende que es un rito con el cual basta cumplir, pero no se descubrió que lo importante era crecer y profundizar nuestra pertenencia al Señor.

No es extraño encontrarse con católicos que no sienten la necesidad de practicar su fe y tienen sus conciencias muy en paz, diciendo que ellos viven su fe cuando les nace del corazón. No sienten la necesidad de vivir y de hacer crecer su relación con el Señor y con la comunidad a la que pertenecen.

No faltan los que han confundido el ser discípulos de Jesús con pertenecer a un club social en donde se participa sólo cuando se tiene necesidad de reposo y de descanso. Y en el caso de la comunidad cristiana se recurre a ella sólo cuando surge algún problema o se presenta una necesidad, que sólo Dios puede resolver.

Por lo tanto, la exigencia de Jesús, no se limita a la renuncia de algunas cuantas cosas o de unos afectos que consideramos importantes. Lo que pide el Señor a los que lo quieren seguir es que organicen su vida tomándolo en cuenta, no como el florero que adorna la sala, sino como la persona con quien se vive una relación profunda personal.

Ojalá que estas palabras de Jesús nos ayuden a renovar nuestro deseo de seguirlo con entusiasmo y valentía. Sobre todo, en aquellos momentos en los que nos cuesta desprendernos de todo lo que nos da una seguridad inmediata o que nos hace sentir satisfechos con una vida que no implica sacri2icios y renuncias.

Que el testimonio de tantos misioneros que han aceptado dejarlo todo para ir a anunciar la buena noticia del Evangelio nos ayuden a entender y a hacer la experiencia de no tener miedo a renunciar a lo que nos puede estar dando una seguridad, convencidos de que al Señor jamás le ganaremos en generosidad.

Para nuestra reflexión más personal

¿Hay algo o alguien que me cuesta dejar para seguir a Jesús?

¿Qué podría poner en práctica para vivir más intensamente mi relación con Jesús?

¿Me considero buen discípulo de Jesús, aunque todavía tenga camino por recorrer, o me pongo en la fila de los cristianos de ocasión?

¿A cuáles bienes me pide el Señor que renuncie?


Sentarse y calcular
Dolores Aleixandre

Es tan fuerte el tema central de este evangelio (…)  que resulta casi imposible abordarlo de frente. Por eso, lo mejor es poner en práctica el consejo que recibimos en él: sentarnos a pensar. Tenemos la sensación de que el seguimiento de Jesús  implica siempre el dinamismo de moverse, desplazarse y caminar pero a veces lo más aconsejable resulta ser eso de sentarse. He probado más de una vez en grupos cristianos a hacer esta pregunta: ¿cuál fue la primera acción de Jesús de la que dan cuenta los evangelios, el primer verbo del que Jesús aparece como sujeto? Las respuestas suelen ser; “curar”, “anunciar el reino”, “llamar…” y nadie se  acuerda de este texto de Lucas cuando narra la escena del niño Jesús perdido en el templo: “Al cabo de tres días, lo encontraron en el templo sentado en medio de los doctores, escuchándolos y haciéndoles preguntas” (Lc 2,46). Los epígrafes de las Biblias y los títulos de los cuadros que representan la escena suelen ser engañosos: vemos a Jesús de pie con el dedito en alto en actitud de maestro y un grupo de sabios sentados escuchándole: “Jesús niño enseñando en el Templo”, o, “El Niño  enseñando a los doctores”.  Nada de eso: él estaba sentado, escuchando y preguntando.

En las dos parábolas de hoy se nos proponen como modelo a dos personajes que supieron sentarse y calcular. Este segundo verbo tiene también poco predicamento porque parece ser lo contrario de ser generoso y dar sin medida que parecen sintonizar mejor con el talante de Jesús. Sí, pero no siempre porque en estas parábola lo sensato no es arriesgarse a emprender algo (una construcción, una empresa militar…), sino algo muy distinto: sacarla calculadora, hacer cuentas, acudir a expertos, estudiar costos, prever resultados  Seguir a Jesús es una tarea de construcción y para eso hay que estudiar qué espacios hay que cavar, a qué profundidad hay que echar los cimientos, qué materiales serán necesarios, cuántos obreros harán falta. El seguimiento tiene también mucho de combate: habrá que enfrentarse con enemigos, hará falta valentía, se correrán riesgos, habrá que afrontar fatigas, hambre, sed y cansancio.

Nos viene bien sentarnos. Y levantarnos después si la reflexión nos ha hecho más conscientes de la gravedad de la decisión que hemos tomado. Y también de su dicha.


Realismo responsable
José A. Pagola

No puede ser discípulo mío.

Los ejemplos que emplea Jesús son muy diferentes, pero su enseñanza es la misma: el que emprende un proyecto importante de manera temeraria, sin examinar antes si tiene medios y fuerzas para lograr lo que pretende, corre el riesgo de terminar fracasando.
Ningún labrador se pone a construir una torre para proteger sus viñas, sin tomarse antes un tiempo para calcular si podrá concluirla con éxito, no sea que la obra quede inacabada, provocando las burlas de los vecinos. Ningún rey se decide a entrar en combate con un adversario poderoso, sin antes analizar si aquella batalla puede terminar en victoria o será un suicidio.

A primera vista, puede parecer que Jesús está invitando a un comportamiento prudente y precavido, muy alejado de la audacia con que habla de ordinario a los suyos. Nada más lejos de la realidad. La misión que quiere encomendar a los suyos es tan importante que nadie ha de comprometerse en ella de forma inconsciente, temeraria o presuntuosa.

Su advertencia cobra gran actualidad en estos momentos críticos y decisivos para el futuro de nuestra fe. Jesús llama, antes que nada, a la reflexión madura: los dos protagonistas de las parábolas «se sientan» a reflexionar. Sería una grave irresponsabilidad vivir hoy como discípulos de Jesús, que no saben lo que quieren, ni a dónde pretenden llegar, ni con qué medios han de trabajar.

¿Cuándo nos vamos a sentar para aunar fuerzas, reflexionar juntos y buscar entre todos el camino que hemos de seguir? ¿No necesitamos dedicar más tiempo, más escucha del evangelio y más meditación para descubrir llamadas, despertar carismas y cultivar un estilo renovado de seguimiento a Jesús?

Jesús llama también al realismo. Estamos viviendo un cambio sociocultural sin precedentes. ¿Es posible contagiar la fe en este mundo nuevo que está naciendo, sin conocerlo bien y sin comprenderlo desde dentro? ¿Es posible facilitar el acceso al Evangelio ignorando el pensamiento, los sentimientos y el lenguaje de los hombres y mujeres de nuestro tiempo? ¿No es un error responder a los retos de hoy con estrategias de ayer?

Sería una temeridad en estos momentos actuar de manera inconsciente y ciega. Nos expondríamos al fracaso, la frustración y hasta el ridículo. Según la parábola, la “torre inacabada” no hace sino provocar las burlas de la gente hacia su constructor. No hemos de olvidar el lenguaje realista y humilde de Jesús que invita a sus discípulos a ser “fermento” en medio del pueblo o puñado de “sal” que pone sabor nuevo a la vida de las gentes.

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No podemos caminar en dos direcciones
Fray Marcos

Sigue en camino hacia Jerusalén y Jesús advierte a la multitud, que le seguía alegremente, de las dificultades que entraña un auténtico seguimiento. Les hace reflexionar sobre la sinceridad de su postura. Solo en el contexto del seguimiento de Jesús, podemos entender las exigencias que nos propone. Hace unos domingos, Jesús decía al joven rico: Si quieres llegar hasta el final… Hoy nos dice: si no piensas llegar hasta el final, es mejor que no emprendas el camino. Si no eres capaz de concluir la obra has fracasado. Si decides caminar con él, deja de caminar en otra dirección.

Una de las interpretaciones equivocadas de este radicalismo, es entender el mensaje como dirigido a unos cuantos privilegiados, que serían cristianos de primera. Jesús no se dirige a unos pocos, sino a la multitud que le seguía. Pero lo hace personalmente. “Si uno quiere…” La respuesta tiene que ser también personal. No hay cristianismo a dos velocidades; una la de los clérigos, y otra la de los laicos. Esta visión no puede ser más contraria al mensaje. Todos los seres humanos estamos llamados a la misma meta.

No se trata de machacar o anular el instinto (es lo que hemos predicado con frecuencia). Sería una tarea inútil porque el instinto es anterior a mi voluntad y escapa a su control. Se trata de que el instinto no sea manipulado por la voluntad, torciéndolo hacia una chata obtención de placer o seguridades. El fin que el instinto quiere garantizar es bueno en sí. El placer que ha desplegado la evolución es un medio para garantizar el objetivo. Si nuestra voluntad convierte el placer en fin, estamos tergiversando el instinto.

Tres son las exigencias que propone Jesús: 1ª.- Posponer a toda su familia. 2ª.- Cargar con su cruz. 3ª.- Renunciar a todos sus bienes. Las tres se resumen en una sola: total disponibilidad. Sin ella no puede haber seguimiento. No es fácil entender bien lo que Jesús propone. La manera de hablar nos puede despistar. En una lengua que carece de comparativos y superlativos, tiene que valerse de exageraciones para expresar la idea. Lo notable es que se haya mantenido la literalidad en el texto griego, que dice “misei” = odia, aborrece, ten horror. No podemos entenderlo al pie de la letra.

Tampoco podemos ignorarlas. Son como los famosos “koan” del zen. Tienen que hacernos trascender la formulación y meternos por el camino de la intuición. Fallamos estrepitosamente cuando queremos comprenderlas racionalmente. La verdad que quieren trasmitir no es una verdad lógica, sino ontológica. No podemos entenderla con la razón, pero podemos intuir por dónde van los tiros. Para la primera exigencia la clave está en: “incluso a sí mismo”. El amor a sí mismo puede ser nefasto si se refiere al falso yo que lleva al egoísmo. El ego tiene también su padre y su madre, sus hijos y hermanos.

El amor a la familia puede ser la manifestación de un egoísmo amplificado, que busca afianzar el individualismo en los “yoes” de los demás. Lo que se busca en ese amor es mi egoísmo, sumado al egoísmo de los demás. Ese yo ampliado es mucho más fuerte y asegura mejor el pequeño yo de cada uno. El seguir a Jesús está basado en el amor. Perro el amor que nos pide no está reñido con el verdadero amor al padre o a la madre. Si el seguimiento es incompatible con el amor a la familia es que ese amor está mal planteado. Seguir a Jesús nos enseñará a amar más también a nuestros familiares.

Otro problema muy distinto es que ese seguimiento provoque en los familiares la oposición y el rechazo, como le pasó al mismo Jesús. Entonces no se puede ceder a las exigencias del instinto, porque está maleado. Si los familiares, muy queridos, te quieren apartar de tu verdadera meta, está claro que no puedes ceder. El hombre alcanza su plenitud cuando despliega su capacidad de amor, que es lo específicamente humano. Este amor no puede estar limitado, tiene que llegar a todos. Por eso, el profesar un verdadero amor a una persona no puede impedir ni condicionar la entrega a otros.

Cargar con la cruz hace referencia al trance más difícil y degradante del proceso de ajusticiamiento de una condenado a muerte de cruz. El reo tenía que transportar él mismo el travesaño de la cruz. Jesús va a Jerusalén precisamente a ser crucificado. No olvidemos que los evangelios están escritos mucho después de la muerte de Jesús, y la tienen siempre presente. Está haciendo referencia a lo que hizo Jesús, pero a la vez, es un símbolo de las dificultades que encontrará el que se decide a seguirle. Una vez emprendido el camino de Jesús, todo lo que pueda impedirlo, hay que superarlo.

Renunciar a todos sus bienes. Recordemos que a los que entraban a formar parte de la primera comunidad cristiana se les exigía que pusieran a disposición de todos lo que tenían. No se tiraban por la borda los bienes. Solo se renunciaba a disponer de ellos al margen de la comunidad. El objetivo era que en la comunidad no hubiera pobres ni ricos. Hoy sería imposible llevar a la práctica este desprendimiento. Pero podemos entender que la acumulación de riquezas se hace siempre a costa de otros seres humanos. Hoy tendríamos que descubrir que lo que yo poseo puede ser causa de miseria para otros.

Debemos aclarar otro concepto. El seguimiento de Jesús no puede consistir en una renuncia, es decir, en algo negativo. Se trata de una oferta de plenitud. Mientras sigamos hablando de renuncia, es que no hemos entendido el mensaje. No se trata de renunciar a nada, sino de elegir lo mejor. No es una exigencia de Dios, sino una exigencia de nuestro ser. Jesús vivió esa exigencia. La profunda experiencia interior le hizo comprender a dónde podía llegar el ser humano si despliega todas sus posibilidades de ser. Esa plenitud fue también el objetivo de su predicación. Jesús nos indica el camino mejor.

En cuanto a las dos parábolas, lo que propone Jesús es que no se puede nadar y guardar la ropa. Queremos ser cristianos, pero a la vez, queremos disfrutar de todo lo que nos proporciona la sociedad de consumo. No tenemos más remedio que elegir. Preferir el hedonismo es un error de cálculo. Las parábolas quieren decirnos que se trata de la cuestión más importante que nos podemos plantear, y no debemos tratarla a la ligera. Para que un avión despegue debe alcanzar una velocidad crítica. Si no la consigue, seguirá rodando por la pista indefinidamente. Es lo que hacemos nosotros.

Antes de poner los cimientos de un edificio debemos calcular si podré terminarlo con los medios que tengo. Si no me alcanza, es mejor que no empiece a construir porque será perder lo que tengo. Si declaro la guerra a otro y no calculo bien mis fuerzas, está claro que el que va a salir perdiendo soy yo. Los cristianos nos conformamos con rodar y rodar por la pista sin darnos cuenta de que estamos haciendo el ridículo. Estamos diseñados para despegar. Si nos conformamos con rodar, nuestro diseño no ha servido para rada. Bien entendido que lo logrado no va ser el resultado de nuestro esfuerzo.

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“ Quien no renuncia a todos sus bienes
no puede ser discípulo mío 
Fr. Bernardo Sastre Zamora O.P.

La Sabiduría: don que ilumina el plan divino

«¿Quién comprende lo que Dios quiere?» (Sb 9,13-18)

La sabiduría de Dios es un don. Es un regalo necesario y valioso: siendo un don imprescindible para ordenar nuestra vida cristiana conforme al amor divino, resulta la paradoja de que no es alcanzable solo por esfuerzo humano, a fuerza de voluntad. Nuestro pensamiento está condicionado por el cuerpo y lo terrenal; incluso los grandes filósofos no logran un consenso absoluto acerca de esta materia. La realidad es que humanamente somos limitados, y necesitamos de la fuerza que viene de lo alto: la pasión que nos infunde el Espíritu de Dios. Dios se nos revela, nos habla de forma cercana, adaptándose a nuestra condición humana, y nos concede sabiduría que no es erudición, sino camino de gozo y de vida.

La sabiduría es una opción. Como un rey que mide fuerzas antes de la batalla, el discípulo del Señor debe discernir si está dispuesto a seguir a Jesús: se trata de evaluar nuestro compromiso religioso, moral y social con la Iglesia de Cristo. Apostar por Dios implica a su vez renunciar a afectos, valores y proyectos que se oponen a Cristo, y esto pasa por una batalla interior, una ineludible lucha espiritual. Si bien la entrega al plan de salvación del Señor conlleva esta pugna, a su vez conduce a la amistad con Cristo: paz profunda, luz imperecedera.

El Señor, refugio ante la fragilidad de la vida

«Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación» (Sal 89)

El Salmo 89 nos recuerda que, frente a la fragilidad y la brevedad de la vida humana, Dios es nuestro refugio constante y seguro, a lo largo de todas las generaciones. Aunque sintamos que nuestra existencia es efímera como la hierba o una vela nocturna, la misericordia de Dios, dispensada por su fidelidad, perdura por siempre. Este salmo nos invita a confiar en el amor protector del Señor, a buscar en Él la fortaleza para vivir con sentido y esperanza, especialmente en los momentos de incertidumbre. Para el creyente Dios se convierte en el ancla firme que sostiene nuestra vida, y esto nos llena de paz y alegría, de gozo y felicidad.

El amor cristiano que transforma y libera: la carta a Filemón

“Recíbelo no como esclavo, sino como hermano querido” (Flp 9b-10.12-17)

En esta carta, Pablo nos muestra cómo el amor cristiano transforma las relaciones humanas. Onésimo, antes esclavo y ahora hermano en Cristo, es un signo vivo de la reconciliación que Jesús realiza en nuestras vidas. No solo un perdón, instantáneo, sino todo un proceso de reconciliación. Pablo no solo pide que Filemón reciba con cariño a quien antes fuere su siervo esclavo, sino que lo considere como a un igual, un hermano querido. Este llamado nos desafía a vivir una comunidad basada en el respeto y la igualdad en dignidad, donde las barreras culturales, de causa humana, se disuelven en un amor superior: la gracia de Cristo Jesús. La fe no solo transforma el corazón, sino nuestra vida moral en general, según el ideal del Evangelio. Cristo, por su Espíritu, renueva nuestras actitudes y relaciones. Nuestro mundo interior termina teniendo efectos externos.

Gloria y cruz del discipulado

«Quien no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío» (Lc 14,25-33)

Cristo describe la vida de sus discípulos con dos comparaciones oportunas: como una torre que hay que construir o como una batalla que hay que librar (y en la cual es preciso saber cómo y cuándo entrar).

1. Torre que edificar. Una torre representa algo sólido, visible y que perdura. Una edificación de altura. Así, el discipulado es una construcción que lleva tiempo y esfuerzo, e implica cierta actitud religiosa. No se hace de la noche a la mañana. Igual que el arquitecto calcula el coste antes de poner el primer ladrillo, el discípulo se pregunta:

  • ¿Estoy dispuesto a poner a Cristo por encima de todo?
  • ¿Acepto que esta misión comprometerá toda mi vida?

La gloria está en ver la torre erguida, firme en medio del mundo; la cruz, en asumir el trabajo paciente y la renuncia que supone superarse a uno mismo, en medio de retos y dificultades.

2. Batalla que librar. El seguimiento de Jesús es también una lucha espiritual, contra aquello que nos aparta de Él: el egoísmo, la comodidad (zona de confort), el miedo irracional, la tentación de abandonar el barco que es la Iglesia. Como un rey que evalúa sus fuerzas antes de ir a la guerra, el discípulo ha de discernir si está dispuesto a entrar en esta pugna vital. La victoria está asegurada en el Resucitado, pero hay que llevarla a cabo a lo largo del camino, y camino de la fe.

  • La gloria está en luchar del lado de Cristo, Señor de la victoria.
  • La cruz, en enfrentar la dureza del combate, en medio de «la noche».

¿Victoria garantizada?

El éxito que promete Jesucristo no se da según los criterios del mundo. Desde fuera, el discipulado puede parecer una derrota, un fracaso a priori: perder bienes, status de vida o incluso la vida misma (en el caso del martirio). Pero, según la lógica del Evangelio, la victoria está asegurada, porque el Maestro ya ha vencido al pecado y a la muerte, enemigos de Dios. La condición para nuestro éxito: perseverar en la santidad, abrazar la cruz que viene con el seguimiento de Cristo.

En definitiva, la gloria del discípulo es participar en la vida y la misión de Jesús, su Señor, Nuestro Señor. Si bien implica renunciar a todo lo que impida esa comunión. Quien acepta ambas dimensiones (luz y cruz), edifica la torre y libra la batalla definitiva, con la certeza de que la victoria ya es nuestra, incluso por adelantado. Nuestra vida crucificada es el único camino al cielo: la vida eterna.

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XXI Domingo ordinario. Año C

“En aquel tiempo, Jesús iba enseñando por ciudades y pueblos, mientras se encaminaba a Jerusalén. Alguien le preguntó: Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?
Jesús le respondió: Esfuércense por entrar por la puerta, que es angosta, pues yo les aseguro que muchos tratarán de entrar y no podrán. Cuando el dueño de la casa se levante de la mesa y cierre la puerta, ustedes se quedarán afuera y se pondrán a tocar la puerta, diciendo: ¡Señor, ábrenos! Pero él les responderá: No sé quiénes son ustedes. Entonces le dirán con insistencia: Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas. Pero él replicará: Yo les aseguro que no sé quiénes son ustedes. Apártense de mí, todos ustedes lo que hacen el mal. Entonces llorarán ustedes y se desesperarán, cuando vean a Abraham a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y ustedes se vean echados fuera.
Vendrán muchos del oriente y del poniente, del norte y del sur, y participarán en el banquete del Reino de Dios. Pues los que ahora son los últimos serán los primeros; y los que ahora son los primeros, serán los últimos”. (Lucas 13, 22-30)


Esfuércense por entrar por la puerta angosta
P. Enrique Sánchez, mccj

Un primer detalle importante, con el cual inicia esta página del evangelio de Lucas, nos recuerda que Jesús iba enseñando por los pueblos y las ciudades por donde iba pasando en su camino a Jerusalén.

Iba enseñando que los tiempos se habían cumplido y que la salvación ahora estaba más cerca que nunca de todos los que fuesen capaces de reconocerlo como Mesías y Salvador.

Las promesas y las profecías que el Padre había hecho se cumplían ahora en Jesús, pero no era suficiente con decir: “Señor, nosotros hemos comido y bebido contigo, hemos escuchado tus enseñanzas” para que hicieran parte del estilo de vida de sus discípulos y de aquellos que iban entrando en contacto con su mensaje.

Nunca ha sido suficiente decirle al Señor, “nosotros somos de los tuyos” para reclamar luego un lugar entre quienes están llamados a salvarse. No son las palabras, ni los buenos propósitos los que salvan; es la puesta en practica de lo que se va descubriendo estando con Jesús como compañeros de ruta.

Jesús subía a esa Jerusalén y convertía esa ciudad en el lugar más importante de todo Israel porque ahí se dirigía para cumplir con su misión.

Y no habría que olvidar que Jerusalén es el lugar de la entrega total, del sacrificio y de la expresión más transparente del amor que Dios ha tenido, y sigue teniendo, por todos nosotros.

Jerusalén es lugar de desprendimiento, de despojo, de sacrificio, de renuncia, de entrega radical, de abandono de sí mismo que culminará sobre el madero de la Cruz. Se trata de todo lo contrario con lo que muchas veces nosotros soñamos, pensando que entrar en el Reino es ganarse un espacio en un lugar de confort, de tranquilidad, de vida sin exigencias y mucho menos de conflictos.

Todo esto habrá que ponerlo en relación con la invitación a entrar por la puerta angosta. La puerta que exige desprendimientos, renuncias, esfuerzos y sacrificios.

Es puerta que conduce al encuentro con los demás, al descubrimiento de un mundo en donde nos toca vivir como Jesús nos va enseñando a través de su palabra y de su ejemplo.

Es la puerta que nos introduce al mundo de Dios en donde lo que cuenta y lo que vale está fuera de nosotros, en lo que amamos y a quienes nos entregamos.

La puerta, nos lo recordará el evangelio en otra parte, es Cristo quien nos invita a entrar en lo bello del Reino de Dios pasando a través de él, haciendo de él el faro que guía nuestros pasos por el camino de la vida. Y, nada qué ver, con el amigo influyente que nos exenta del compromiso de dar la vida.

Otro detalle que salta a la vista leyendo este evangelio es la pregunta que le hacen a Jesús. ¿Es verdad que son pocos los que se salvan?

Al parecer, en tiempos de Jesús circulaba el rumor de que solo pocos se salvarían, pensando que la salvación la alcanzarían sólo algunos privilegiados; todos aquellos que se sentían justos y buenos observantes de los mandamientos y de las leyes.

A lo mejor también alguno de los discípulos andaba inquieto queriendo saber cuál sería su futuro.

Recordemos cuando sus más cercanos colaboradores le preguntaron qué sería de todos aquellos que lo habían dejado todo par seguirlo. ¿Estarían ellos entre esos pocos privilegiados que se salvarían? ¿Serían ellos los que se sentían con derecho a entrar por la puerta real porque habían comido y bebido con el Señor?

La tentación de reclamar como un derecho el poder ser salvados, sin mayores esfuerzos, podría venir del hecho que habían escuchado y aprendido muchas cosas de la enseñanza de Jesús.

Siendo los más cercanos podían sentirse como formando parte del grupo de privilegiados, escogidos y afortunados para entrar en el Reino.

Pero Jesús les derrumba todas sus fantasías y les recuerda que la salvación pasa a través de la experiencia que él les está compartiendo mientras se dirige a Jerusalén. De igual manera, Jesús deja muy en claro que la salvación no es para un pequeño grupo de privilegiados, cuidadosamente escogidos y separados. No, la salvación es para todos y nadie está excluido de la invitación a reconocerse hijo de Dios, por vocación.

No sólo nadie está excluido de la salvación traída por Jesús, sino que quienes parecían más lejanos, los del oriente y del poniente, son invitados y acogidos porque saben dar una respuesta favorable al Señor.

Y, nosotros que hemos tenido la dicha de recibir el don de la fe prácticamente desde que nacimos; nosotros que hemos crecido nutridos por el evangelio; nosotros a quienes se les ha dado la gracia de vivir la presencia de Jesús en cada eucaristía, que tenemos la fortuna de experimentar el don de su misericordia en los sacramentos,

¿nos contentaremos con seguir diciendo: Señor, Señor?

¿Seguiremos esperando tiempos que nunca llegarán para decidirnos a vivir el don de nuestra fe cristiana, convirtiéndonos en testigos alegres y entusiastas de Jesús?

¿Hasta cuándo reaccionaremos a los letargos que nos tienen aturdidos y encandilados en un mundo que cada día se hace más indiferente a las cosas de Dios y en el cual los cristianos parece que acabamos diluyéndonos y perdiendo la fuerza que nos permite ser sal y fermento de nuestro mundo?

Estos cuantos versículos del evangelio de Lucas concluyen con una frase que es muy fuerte y que debería ayudarnos a darnos una sacudida en la experiencia de vivir la fe y de manifestar nuestra alegría de ser discípulos de Jesús.

El evangelio concluye diciendo que los últimos serán los primeros y los primeros los últimos. La lógica que nos desafía a caminar contra corriente en un mundo que encuentra dificultades a aceptar que la verdadera felicidad es sinónimo de entrega y se declina como el verbo amar.

Los últimos son los primeros. Algo de eso ya lo estamos viendo hoy en tantos lugares en donde las jóvenes comunidades cristianas nos dan un testimonio de vitalidad y de entusiasmo, de creatividad y de generosidad.

No es casualidad que la mayoría de las vocaciones vengan hoy de continentes que aparentemente estaban lejanos del cristianismo. África y Asia son hoy semilleros de pequeñas comunidades cristianas que viven su fe con gran alegría, sin tener miedo al sacrificio, a la persecución y al martirio.

Y nosotros, ¿será́ que tenemos miedo a entrar por la puerta angosta? ¿Será que nos cuesta arriesgar y poner nuestra vida a disposición del Señor que nos invita a ser testigos suyos en lo más ordinario de nuestra vida? Pidamos con humildad la gracia de anhelar la santidad y de no dejarnos atemorizar por los límites que reconocemos en lo humano que nos caracteriza, sabiendo que Dios no abandona a quienes perseveran en el camino del bien.


CUÁNTOS, CÓMO Y QUIÉNES SE SALVAN
José Luis Sicre

Durante siglos, a los israelitas no les preocupó el tema de la salvación o condena en la otra vida. Después de la muerte, todos, buenos y malos, ricos y pobres, opresores y oprimidos, descendían al mundo subterráneo, el Sheol, donde sobrevivían sin pena ni gloria, como sombras. Quienes se planteaban el problema de la justicia divina, del premio de los buenos y castigo de los malvados, respondían que eso tenía lugar en este mundo. Sin embargo, la experiencia demostraba lo contrario, y así lo denuncia el autor del libro de Job: en este mundo, los ladrones y asesinos suelen vivir felizmente, mientras los pobres mueren en la miseria.

Con el tiempo, para salvar la justicia divina, algunos grupos religiosos, como los fariseos y los esenios, trasladan el premio y el castigo a la otra vida. Dentro de los evangelios, la parábola del rico y Lázaro refleja muy bien esta idea: el rico lo pasa muy bien en este mundo, pero su comportamiento injusto y egoísta con Lázaro lo condena a ser torturado en la otra vida; en cambio, Lázaro, que nada tuvo en la tierra, participa de la felicidad eterna.

Entre los judíos que creen en la resurrección cabe otra postura, importante para comprender el comienzo del evangelio de hoy: sólo los buenos resucitan para una vida feliz; los malvados no consiguen ese premio, pero tampoco son condenados.

Una pregunta absurda: “Señor, ¿serán pocos los que se salven?”

Bastantes cristianos actuales habrían formulado la pregunta de manera distinta: “¿Serán muchos los que se condenen?” Sin embargo, el personaje del que habla Lucas parece formar parte de ese grupo que sólo cree en la salvación. Jesús podría haber respondido con otra pregunta: ¿Qué entiendes por “pocos”? ¿Cuatro mil? ¿Veinte millones? ¿Ciento cuarenta y cuatro mil, como afirman los Testigos de Jehová? La pregunta sobre pocos o muchos es absurda, aunque hay gente que sigue afirmando con absoluta certeza que se condena la mayoría o que se salvan todos.

Una enseñanza: “entrar por la puerta estrecha”

Jesús no entra en el juego. Ni siquiera responde al que pregunta, sino que aprovecha la ocasión para ofrecer una enseñanza general. «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán.»

La imagen, tal como la presenta Lucas, no resulta muy feliz. Quienes no pueden entrar por una puerta estrecha son las personas muy gordas, y eso no es lo que está en juego. El evangelio de Mateo ofrece una versión más completa y clara: “Entrad por la puerta estrecha; porque es ancha la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella. ¡Qué estrecha es la puerta, qué angosto el camino que lleva a la vida, y son pocos los que dan con ella!” (Mateo 7,13-14).

En cualquier caso, la exhortación de Jesús resulta tremendamente vaga: ¿en qué consiste entrar por la puerta estrecha? En otros momentos lo deja más claro.

Al joven rico, angustiado por cómo conseguir la vida eterna, le responde: “No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honrarás a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo”. En el evangelio de Mateo, la parábola del Juicio Final indica los criterios que tendrá en cuenta Jesús a la hora de salvar y condenar: “Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, era emigrante y me acogisteis, estaba desnudo y me vestisteis, estaba enfermo y me visitasteis, estaba encarcelado y acudisteis”.

La experiencia demuestra que vivir esto equivale a pasar por una puerta estrecha, pero al alcance de todos.

Un final sorprendente y polémico: quiénes

La pregunta sobre el número de los que se salvan ha provocado una respuesta sobre cómo salvarse; pero Jesús añade algo más, sobre quiénes se salvarán.

El libro de Isaías contiene estas palabras dirigidas por Dios a los israelitas: “En tu pueblo todos serán justos y poseerán por siempre la tierra” (Is 60,21). Basándose en esta promesa, algunos rabinos defendían que todo Israel participaría en el mundo futuro; es decir, que todos se salvarían (Tratado Sanedrín 10,1). ¿Y los paganos? También ellos podían obtener la salvación si aceptaban la fe judía.

Sin embargo, la parábola que cuenta Lucas afirma algo muy distinto. El amo de la casa es Jesús, y quienes llaman a la puerta son los judíos contemporáneos suyos, que han comido y bebido con él, y en cuyas plazas ha enseñado. No podrán participar del banquete del reino junto con los verdaderos israelitas, representados por los tres patriarcas y los profetas. En cambio, muchos extranjeros, procedentes de los cuatro puntos cardinales, se sentarán a la mesa.

La conversión de los paganos ya había sido anunciada por algunos profetas, como demuestra la primera lectura (Is 66,18-21). Pero el evangelio es hiriente y polémico: no se trata de que los paganos se unen a los judíos, sino de que los paganos sustituyen a los judíos en el banquete del Reino de Dios. Estas palabras recuerdan el gran misterio que supuso para la iglesia primitiva ver cómo gran parte del pueblo judío no aceptaba a Jesús como Mesías, mientras que muchos paganos lo acogían favorablemente.

Moraleja y matización

Lucas termina con una de esas frases breves y enigmáticas que tanto le gustaban a Jesús: «Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos». En la interpretación de Lucas, los últimos son los paganos, los primeros los judíos. El orden se invierte. Pero los primeros, los judíos como totalidad, no quedan fuera del banquete, también son invitados. El mismo Lucas, cuando escribe el libro de los Hechos de los Apóstoles, presenta a Pablo dirigiéndose en primer lugar a los judíos, aunque generalmente sin mucho éxito.

Primera lectura: Isaías 66, 18-21

El primer párrafo es el que está en relación con el evangelio: habla de la conversión de los paganos desde Tarsis (a menudo localizada en la zona de Cádiz-Huelva) hasta Turquía (Masac y Tubal), y con dos importantes regiones de África (Libia y Etiopía). El punto de vista es distinto al del evangelio: aquí sólo se habla de conversión, no de salvación en la otra vida (tema que queda fuera de la perspectiva del profeta).

Segunda lectura: cuando Dios nos mete por la puerta estrecha (Heb 12,5-7.11-13)

Este breve fragmento de la Carta a los Hebreos no tiene nada que ver con el evangelio. Pero es una hermosa exhortación que lo complementa. En el evangelio se nos anima a «entrar por la puerta estrecha». Muchas veces es la vida la que se estrecha en torno a nosotros, como si Dios nos pusiera a prueba. El autor de la carta enfoca esos momentos difíciles como una reprensión o corrección del Señor. Pero es la corrección de un Padre que deseo lo mejor para su hijo, idea que debe consolarnos y fortalecernos.

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CONFIANZA, SÍ. FRIVOLIDAD, NO
José A. Pagola

La sociedad moderna va imponiendo cada vez con más fuerza un estilo de vida marcado por el pragmatismo de lo inmediato. Apenas interesan las grandes cuestiones de la existencia. Ya no tenemos certezas firmes ni convicciones profundas. Poco a poco, nos vamos convirtiendo en seres triviales, cargados de tópicos, sin consistencia interior ni ideales que alienten nuestro vivir diario, más allá del bienestar y la seguridad del momento.

Es muy significativo observar la actitud generalizada de no pocos cristianos ante la cuestión de la “salvación eterna” que tanto preocupaba solo hace pocos años: bastantes la han borrado sin más de su conciencia; algunos, no se sabe bien por qué, se sienten con derecho a un “final feliz”; otros no quieren recordar experiencias religiosas que les han hecho mucho daño.

Según el relato de Lucas, un desconocido hace a Jesús una pregunta frecuente en aquella sociedad religiosa: “¿Serán pocos los que se salven?” Jesús no responde directamente a su pregunta. No le interesa especular sobre ese tipo de cuestiones estériles, tan queridas por algunos maestros de la época. Va directamente a lo esencial y decisivo: ¿cómo hemos de actuar para no quedar excluidos de la salvación que Dios ofrece a todos?

“Esforzaos en entrar por la puerta estrecha”. Estas son sus primeras palabras. Dios nos abre a todos la puerta de la vida eterna, pero hemos de esforzarnos y trabajar para entrar por ella. Esta es la actitud sana. Confianza en Dios, sí; frivolidad, despreocupación y falsas seguridades, no.

Jesús insiste, sobre todo, en no engañarnos con falsas seguridades. No basta pertenecer al pueblo de Israel; no es suficiente haber conocido personalmente a Jesús por los caminos de Galilea. Lo decisivo es entrar desde ahora en el reino Dios y su justicia. De hecho, los que quedan fuera del banquete final son, literalmente, “los que practican la injusticia”.

Jesús invita a la confianza y la responsabilidad. En el banquete final del reino de Dios no se sentarán solo los patriarcas y profetas de Israel. Estarán también paganos venidos de todos los rincones del mundo. Estar dentro o estar fuera depende de cómo responde cada uno a la salvación que Dios ofrece a todos.

Jesús termina con un proverbio que resume su mensaje. En relación al reino de Dios, “hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos”. Su advertencia es clara. Algunos que se sienten seguros de ser admitidos pueden quedar fuera. Otros que parecen excluidos de antemano pueden quedar dentro.

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TODOS BIENVENIDOS ¡PERO A NO LLEGAR TARDE!
Fernando Armellini

Introducción

“Ensancha el espacio de tu tienda, despliega sin miedo tus lonas, alarga tus cuerdas, cava bien tus estacas porque te extenderás a derecha e izquierda” (Is 54,2-3). Esta es la invitación que el profeta dirige a Jerusalén encerrada en un apretado cerco de murallas. Se han terminado los tiempos de nacionalismos estrechos; se abren nuevos e ilimitados horizontes: la ciudad debe prepararse para recibir a todos los pueblos que vendrán a ella porque todos, no solo Israel, son herederos de las bendiciones prometidas a Abrahán.

La imagen empleada por el profeta es deliciosa; nos hace contemplar vívidamente a la humanidad entera de camino hacia el monte sobre el que se levanta Jerusalén. Allí el Señor ha preparado un “festín de manjares suculentos, un festín de vinos añejados, manjares deliciosos, vinos generosos” (Is 25,6).

Con otra imagen de la ciudad, el autor del Apocalipsis describe, en las últimas páginas de su libro, la gozosa conclusión de la turbulenta historia de la humanidad. Jerusalén, dice: “tiene una muralla grande y alta, con doce puertas y doce ángeles en las puertas. Al oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, y al occidente tres puertas” (Ap 21,12-13). La imagen es distinta pero el significado es el mismo: desde cualquier parte de donde procedan, todo hombre y mujer encontrarán las puertas de la ciudad abiertas de par en par para darles la bienvenida.

El camino hacia el banquete del reino de Dios, sin embargo, no es un cómodo paseo. La senda es estrecha y la puerta –dice Jesús– es angosta y difícil de encontrar. Esta afirmación no contradice el mensaje optimista y gozoso de los profetas que anuncian la Salvación universal sino que pone en guardia contra la ilusión de quienes creen caminar por el camino justo cuando, por el contrario, andan perdidos por senderos que los están alejando de la meta. Todos llegarán finalmente a la meta, sí, pero no conviene llegar al final del banquete.

Evangelio

En el evangelio de Mateo encontramos con frecuencia en boca de Jesús palabras muy duras contra los malvados: habla del fuego del infierno, los amenaza con separar a las ovejas de las cabras y, nada menos que siete veces, anuncia a los pecadores que les espera llanto y crujir de dientes.

Lucas presenta a un Jesús más comprensivo, indulgente y siempre pronto a ponerse de parte de los pobres, de los desesperados, de los que han tenido una vida difícil. Siempre los presenta así… excepto en el pasaje de hoy donde, extrañamente, recurre a las amenazas y condenas. Hay una puerta estrecha a través de la cual es casi imposible pasar; incluso está inesperadamente cerrada y el que está adentro está adentro y el que está afuera se queda afuera. Los que llegan con retraso son despedidos de malos modos. ¡Es demasiado tarde!, grita el dueño de la casa. ¡Fuera de aquí! ¡Aléjense de mi vista! ¡No los conozco! ¡Les espera llanto y crujir de dientes!

Quien se ha dejado envolver y fascinar por los temas favoritos de Lucas –la alegría, la fiesta, el optimismo, la clemencia de Dios– se queda estupefacto ante tales palabras. Nunca se hubiera esperado de Jesús semejante comportamiento. El que amaba a publicanos y pecadores y aceptaba con gusto sus invitaciones para comer con ellos, ahora les cierra la puerta a sus amigos en su cara, fríamente y sin dudarlo. El Jesús inflexible de esta parábola no parece el mismo que sugería invitar al banquete a lisiados, tullidos y ciegos (cf. Lc 14,13) de quienes lógicamente no se puede esperar ni puntualidad ni que acierten de inmediato con la puerta de entrada. No se asemeja al médico que ha venido a curar a los enfermos, ni al pastor que se enternece por la oveja perdida, ni al amigo que se levanta de noche para dar pan. Sus sentimientos son distintos de los del padre del hijo pródigo. Resulta extraño también su consejo: “Procuren entrar por la puerta estrecha”. Parece una invitación a preocuparse solamente por la salvación propia. Quien a fuerza de codazos logra hacerse con un puesto en la sala del banquete, parece desinteresarse por quien se ha quedado fuera.

No es difícil intuir la razón que ha llevado a Lucas a insertar en su evangelio palabras tan duras. En sus comunidades se han infiltrado la laxitud, el cansancio, la presunción de estar en excelentes relaciones con Dios, la arrogante convicción de que bastan los buenos propósitos para obtener la Salvación a buen precio. Lucas se da cuenta de que muchos cristianos corren el riesgo de quedar excluidos del reino y se siente en el deber de desenmascarar el falso optimismo que se ha extendido. Emplea lenguaje e imágenes ligadas a su cultura, ambiente y época. Hay que tener muy presente este hecho, pues de lo contrario podemos adulterar el sentido de las palabras de Jesús y considerarlas como información de lo que ocurrirá al final del mundo. Los detalles son dramáticos, el lenguaje es impresionante, pero es así como se expresaban los predicadores de aquel tiempo con la intención de sacudir las conciencias de sus oyentes.

Tratemos de captar el significado de semejantes expresiones. Un día, a alguien se le escapa la pregunta: “Señor ¿son pocos los que se salvan?” (v. 23). Algunos rabinos enseñaban que todo el pueblo de Israel participaría en el banquete del reino. Otros sostenían que no, que son más numerosos los que se pierden que los que se salvan, como un río es mayor que una gota de agua. La opinión más extendida, sin embargo, era: “Este siglo fue creado por el Altísimo para una multitud, pero el siglo futuro lo será para un pequeño número. Muchos han sido creados; pocos, sin embargo, se salvarán.”

Jesús no entra en el argumento porque la pregunta ha sido mal planteada y, por tanto, cualquier respuesta sería incorrecta y engañosa. Si responde no, crea falsas seguridades; si responde sí, provoca desaliento. Jesús rechaza convertirse en un visionario apocalíptico; no ha venido a develar números y fechas secretas, como hacen algunos locos soñadores de nuestros días. Jesús prefiere cambiar de argumento; no entra en especulaciones sobre el fin del mundo y la Salvación eterna; lo que interesa es dejar claro cómo se entra en el reino de Dios, es decir, cómo convertirse ‘hoy’ en discípulos suyos y mantenerse como tales.

La primera condición es “Procuren entrar por la puerta estrecha, porque les digo que muchos intentarán entrar y no podrán (v. 24). Sorprende el hecho de que no logren entrar a pesar de intentarlo. Aparentemente no les falta la buena voluntad, pero se equivocan en el modo de hacerlo. Se refiere a los fariseos que exhiben una vida impecable y ejemplar, ayunan dos veces por semana, no son ladrones ni adúlteros y, sin embargo, no logran entrar.

Para poder pasar por una puerta estrecha, lo sabemos, solo hay una manera de hacerlo: contraerse, estrecharse, es decir: hacerse pequeño. Quien es grande y grueso no pasa; puede intentarlo de muchas maneras, de frente o de perfil, pero no logrará pasar. Esto es lo que a Jesús le interesa que quede claro: no se puede ser discípulo suyo sin renunciar a ser grande, sin hacerse pequeño y servidor de todos.

He aquí el error del fariseo: la presunción, la confianza puesta en la propia santidad, en sus buenas obras. No ahorra energías; hace de todo para agradar a Dios –lo reconoce también Pablo (cf. Rom 10,3) – pero está demasiado inflado de vanidad y arrogancia. Pequeño es quien reconoce que no merece nada, quien, mirándose a sí mismo, se siente frágil y perdido, quien no ve otra salida que no sea la de encomendarse a la misericordia de Dios; solo este logra pasar a través de la puerta estrecha.

Quien no asume la disposición interior del pequeño, no puede entrar en el reino de Dios, aunque sea muy rezador, buen catequista, gran predicador, incluso hacedor de milagros (cf. Mt 7,22). Jesús continúa desarrollando las implicaciones que lleva consigo su invitación a participar en el banquete mediante una parábola que introduce otra exigencia: es necesario darse prisa, pues no hay tiempo que perder (vv. 25-30). Un gran señor ofrece gratuitamente un banquete al que todos están invitados, con la sola condición, como hemos visto, de ser lo suficientemente pequeños para pasar por la puerta y de hacerlo sin pretensiones. Pero, ¡atención!, llega un momento en que la puerta es cerrada. El gran señor es claramente Dios quien, como ha prometido por boca de los profetas (cf. Is 25:6-8; 55:1-2; 65,13-14), organiza el banquete del reino.

La escena ahora se desdobla. Hay un primer grupo de personas que, dejadas afuera, pretender entrar alegando a gritos sus razones: “Hemos comido y bebido contigo, en nuestras calles enseñaste” (v. 26). Pero el gran señor no les abre la puerta sino que los expulsa llamándolos malhechores: “Les digo que no sé de dónde son ustedes. Apártense de mí, malhechores (v. 27).

¿Quiénes son estos? Tratemos de identificarlos: han conocido a Jesús, lo han escuchado, han comido el pan con Él. No son, por tanto, paganos sino miembros de la comunidad cristiana. Son los que tienen sus nombres inscritos en los registros de los bautismos, los que leyeron el Evangelio y participaron del banquete eucarístico. Creen tener los papeles en regla para poder entrar en la fiesta y, sin embargo, son alejados porque no basta el mero conocimiento de la propuesta evangélica sino que es necesario comprometerse, adherirse a ella. Quien no se compromete a tiempo con Evangelio es un hacedor de iniquidad.

Esta severa condena va dirigida a los cristianos flojos, ‘tibios’, superficiales, que se contentan con una pertenencia externa a la comunidad, celebrando liturgias huecas que se reducen para ellos a ritos exteriores incapaces de transformar sus vidas. No hay que entender este rechazo, sin embargo, como una condena definitiva, como exclusión eterna de la Salvación. Una interpretación en este sentido sería errónea y peligrosa por ir contra el mensaje evangélico.

Las palabras de Jesús se refieren al presente, a la pertenencia y adhesión al reino de Dios hoy, aquí y ahora. Son una apasionada invitación a que evaluemos con urgencia la propia vida espiritual porque muchos cultivan la ilusión de ser discípulos de Jesús cuando, en realidad, no lo son. Éstos tales, si no se dan cuenta pronto, terminarán en llanto (cuando descubran que han fallado miserablemente), y en rechinar de dientes (símbolo de la amargura y la rabia de quien comprende, demasiado tarde, haberse equivocado).

Vayamos al segundo grupo, compuesto por quienes están adentro. Sentados a la mesa están los patriarcas: Abrahán, Isaac, Jacob. Después todos los profetas y finalmente una inmensa multitud venida de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur. No se dice que todos éstos hayan conocido a Jesús y caminado a su lado; quizás muchos de ellos ni siquiera sabían de su existencia. Lo cierto es que, si han logrado entrar, significa que han pasado por la puerta estrecha, mientras que los del primer grupo se han quedado afuera (vv. 28-30).

Volvamos unas cuantas páginas atrás. En el capítulo 9 del evangelio de Lucas se dice que un día surgió una discusión entre los discípulos acerca de quien era el más grande. Jesús, entonces, tomando a un niño “lo colocó junto a sí y les dijo: «El más pequeño de todos ustedes, ese es el mayor»” (Lc 9, 46-47). No puede participar en el banquete quien no se esfuerza por ser pequeño.

Jesús no ha querido meter miedo a nadie con la amenaza del infierno. Su condena va dirigida contra la vida tibia (ni fría ni caliente), incoherente, hipócrita que llevan tantos hombres y mujeres que dicen ser sus discípulos. Y, sin embargo, incluso ante palabras tan inquietantes, todavía hay cristianos incoherentes, hipócritas y arrogantes a quienes ni siquiera les pasa por la imaginación el que un día el Señor pueda decirles: “No los conozco”.

Lucas, quizás con dolor del corazón porque no es su estilo, ha tenido que introducir este texto en su evangelio. A diferencia de Mateo, que concluye el pasaje de manera sombría y amenazadora –“Los ciudadanos del reino serán expulsados a las tinieblas de afuera. Allí será el llanto y el crujir de dientes” (Mt 8,12)– Lucas termina la parábola con la escena de la fiesta y del banquete con un dicho significativo: “Porque hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos” (v. 30).

Al final, por tanto, todos serán recibidos, aunque –por desgracia para ellos– los últimos habrán perdido la oportunidad de haber gozado desde el principio de las alegrías del banquete del reino de Dios.

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XX Domingo ordinario. Año C

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Vine a traer fuego a la tierra, y, ¡cómo desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, y, ¡qué angustia siento hasta que esto se haya cumplido! ¿Piensan que vine a traer paz a la tierra? No he venido a traer la paz sino la división. En adelante en una familia de cinco habrá división: tres contra dos, dos contra tres. Se opondrán padre a hijo e hijo a padre, madre a hija e hija a madre, suegra a nuera y nuera a suegra”.


Fuego en la tierra
P. Enrique Sánchez, mccj

Nuestra reflexión de este domingo tiene como punto de partida dos palabras claves que nos ayudarán, a acoger y a tratar de vivir lo que Jesús nos propone en el Evangelio para que entendamos mejor cuál es su misión y la nuestra como discípulos y misioneros suyos.

Jesús habla de fuego y de bautismo como dos realidades que traen consigo una novedad que tiene qué ver con la vida que nace cuando empezamos a creer en sus palabras.

El bautismo del que se habla en estos versículos del evangelio seguramente no se refiere a lo que nosotros identificamos con el sacramento del bautismo que hemos recibido, aunque, de alguna manera, podemos hacer memoria de esa experiencia que nos ha tocado vivir.

El bautismo del que habla Jesús se refiere a su experiencia del misterio pascual. Es el bautismo que habla de un pasar de una experiencia de esclavitud, marcada por la muerte, a una vida nueva que surge de la resurrección.

Es el bautismo que nos quiere ayudar a tomar conciencia del paso que estamos llamados a dar, en el día a día de nuestra existencia, dejando a un lado todo aquello que puede ser esclavitud y muerte.

Todo aquello que nos tiene atados a una mundanidad que nos encandila y nos seduce con sus promesas de felicidad.

Jesús, nos dice el evangelio, quisiera que lo que tendrá que vivir en su camino de pasión, de muerte y de resurrección fueran algo ya realizado para que nadie se encuentre excluido de amor de Dios.

En el bautismo, entendido como paso de la muerte a la vida, de la cruz a la resurrección, podemos entender que el Señor nos está invitando a vivir, en nuestra propia experiencia, el paso de todo aquello que nos podría tener esclavizados, a una experiencia plena de vida en el Espíritu.

Por otra parte, se nos habla también del fuego que Jesús quisiera que ya estuviera ardiendo en cada uno de nosotros y en el mundo en donde estamos presentes. Un fuego que debe llegar a todos y que debería tocar todas las realidades de nuestra vida.

Y, tal vez, antes de reflexionar mucho sobre este tema, nos conviene detenernos a ver qué cosa es el fuego del que habla Jesús, para comprender mejor el mensaje que se nos quiere dejar en el corazón.

Cuando pensamos al fuego nos damos cuenta de que se trata de algo que representa muerte y vida nueva, al mismo tiempo. Es algo que consume con sus llamas y transforma con su fuerza, que envuelve y abraza.

En un primer momento se puede decir que es algo que arrasa con todo, ciertamente, cuando adquiere fuerza y no se controla; es algo que consume lo que encuentra a su paso. Es algo que tiene como propiedad el propagarse rápidamente e invadir sin dificultad cualquier espacio.

La buena noticia del Evangelio que Jesús nos propone tiene en sí esta propiedad que caracteriza al fuego. Ella también se propaga con una fuerza que transforma todo lo que encuentra a su paso.

El fuego tiene una fuerza que purifica, que consume y abre espacios para que algo nuevo pueda surgir. La imagen del fuego hace que entendamos que también al interno de nuestra comunidad cristiana existe un proceso continuo de purificación en la medida en que acogemos y nos confrontamos con la palabra de Dios.

El evangelio, como el fuego, consume todo aquello que en nuestros corazones nos impide vivir y actuar de acuerdo a la verdad. Es lo que nos obliga a dejar a un lado las máscaras que cargamos para defender muchas veces nuestros compromisos con la ambigüedad.

Por esta razón no es difícil entender por qué se dan las divisiones y por qué surgen los conflictos, no sólo en las comunidades, en nuestras familias o en nuestros grupos humanos; sino también al interior de nosotros mismos.

El fuego de la Palabra del Señor nos empuja a vivir en la coherencia y en la honestidad, en la verdad y en la libertad. Y esto crea tensiones, pues en muchos momentos ser cristianos nos obliga a ir contra corriente, a no estar de acuerdo con propuestas de vida que no están fundadas en el amor, en la justicia y en el respeto de los demás.

Jesús dice que no ha venido a traer la paz a la tierra y oyendo esas palabras podemos sentirnos confundidos, pensando que hay una contradicción entre la propuesta del Reino que ha venido a instaurar y una realidad de rivalidades hasta en las relaciones más ordinarias de nuestra vida, como lo son las que se dan en el seno familiar.

Él no ha venido a traer la paz como la ofrece el mundo.  La paz que se pretende construir a punta de fusiles o de bombas.

No es la paz idealizada en un mundo en donde no existirían conflictos y dificultades, en donde desaparecería todo lo que tenga que ver con sacrificios y entrega de uno mismo.

Es la paz que brota en el corazón cuando somos capaces de hacer opciones decididas por Jesús y por su evangelio.

Es la paz que nos permite estar en el mundo, pero sin dejarnos atrapar por sus propuestas cuando son egoístas o nos alejan de los demás.

Jesús ha venido a traer la división que obliga a tomar partido por él. Es la división que hace aparecer con claridad por donde pasa el proyecto que Dios ha sonado para nosotros con la promesa de hacernos vivir en plenitud.

Aquí aparece otra palabra, consecuencia de las anteriores, bautismo, fuego, y ahora división.

Es la división que nos ayuda a entender que no se puede vivir diciendo que creemos en Dios y después asumir un estilo de vida que lo ignora, que lo arrincona en lo cotidiano o simplemente se le recuerda cuando las necesidades nos llegan al cuello. Pidamos para que la Palabra del Señor entre en lo más profundo de nuestro ser como un fuego nuevo, suscitado por el Espíritu, que nos libere y nos purifique de todas las ramas secas que vamos cargando y que no nos dejan descubrir lo bello que Dios va creando cada día para nosotros.

Que seamos capaces de vivir el misterio del Bautismo del Señor acercándonos a Él sin miedo a entrar en el misterio de su pasión, de su muerte y de su resurrección para que demos muerte a lo que nos tiene paralizados en el egoísmo que nos impide amarnos como hermanos. Que no inventemos pretextos para eludir la división ante la cual tenemos que definirnos haciendo opciones que den un rostro concreto a nuestro ser cristianos. Que no nos permita alinearnos con aquellos que pretenden hacer de nuestra vida y de nuestro mundo una realidad en donde se piensa que podemos acomodar a Dios a nuestros intereses personales.


Sin fuego no es posible
José A. Pagola

En un estilo claramente profético, Jesús resume su vida entera con unas palabras insólitas: “Yo he venido a prender fuego en el mundo, y ¡ojalá estuviera ya ardiendo!”. ¿De qué está hablando Jesús? El carácter enigmático de su lenguaje conduce a los exegetas a buscar la respuesta en diferentes direcciones. En cualquier caso, la imagen del “fuego” nos está invitando a acercarnos a su misterio de manera más ardiente y apasionada.
El fuego que arde en su interior es la pasión por Dios y la compasión por los que sufren. Jamás podrá ser desvelado ese amor insondable que anima su vida entera. Su misterio no quedará nunca encerrado en fórmulas dogmáticas ni en libros de sabios. Nadie escribirá un libro definitivo sobre él. Jesús atrae y quema, turba y purifica. Nadie podrá seguirlo con el corazón apagado o con piedad aburrida.
Su palabra hace arder los corazones. Se ofrece amistosamente a los más excluidos, despierta la esperanza en las prostitutas y la confianza en los pecadores más despreciados, lucha contra todo lo que hace daño al ser humano. Combate los formalismos religiosos, los rigorismos inhumanos y las interpretaciones estrechas de la ley. Nada ni nadie puede encadenar su libertad para hacer el bien. Nunca podremos seguirlo viviendo en la rutina religiosa o el convencionalismo de “lo correcto”.
Jesús enciende los conflictos, no los apaga. No ha venido a traer falsa tranquilidad, sino tensiones, enfrentamiento y divisiones. En realidad, introduce el conflicto en nuestro propio corazón. No es posible defenderse de su llamada tras el escudo de ritos religiosos o prácticas sociales. Ninguna religión nos protegerá de su mirada. Ningún agnosticismo nos librará de su desafío. Jesús nos está llamando a vivir en verdad y a amar sin egoísmos.
Su fuego no ha quedado apagado al sumergirse en las aguas profundas de la muerte. Resucitado a una vida nueva, su Espíritu sigue ardiendo a lo largo de la historia. Los primeros seguidores lo sienten arder en sus corazones cuando escuchan sus palabras mientras camina junto a ellos.
¿Dónde es posible sentir hoy ese fuego de Jesús? ¿Dónde podemos experimentar la fuerza de su libertad creadora? ¿Cuándo arden nuestros corazones al acoger su Evangelio? ¿Dónde se vive de manera apasionada siguiendo sus pasos? Aunque la fe cristiana parece extinguirse hoy entre nosotros, el fuego traído por Jesús al mundo sigue ardiendo bajo las cenizas. No podemos dejar que se apague. Sin fuego en el corazón no es posible seguir a Jesús.

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El fuego del Espíritu Santo 
Papa Francesco

El Evangelio de este domingo (Lc 12, 49-53) forma parte de las enseñanzas de Jesús dirigidas a sus discípulos a lo largo del camino de subida hacia Jerusalén, donde le espera la muerte en la cruz. Para indicar el objetivo de su misión, Él se sirve de tres imágenes: el fuego, el bautismo y la división. Hoy deseo hablar de la primera imagen: el fuego.

Jesús la narra con estas palabras: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra, ¡y cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (v. 49). El fuego del cual habla Jesús es el fuego del Espíritu Santo, presencia viva y operante en nosotros desde el día de nuestro Bautismo. Este –el fuego– es una fuerza creadora que purifica y renueva, quema toda miseria humana, todo egoísmo, todo pecado, nos transforma desde dentro, nos regenera y nos hace capaces de amar. Jesús desea que el Espíritu Santo estalle como el fuego en nuestro corazón, porque sólo partiendo del corazón el incendio del amor divino podrá extenderse y hacer progresar el Reino de Dios. No parte de la cabeza, parte del corazón. Y por eso Jesús quiere que el fuego entre en nuestro corazón. Si nos abrimos completamente a la acción de este fuego que es el Espíritu Santo, Él nos donará la audacia y el fervor para anunciar a todos a Jesús y su confortante mensaje de misericordia y salvación, navegando en alta mar, sin miedos.

Cumpliendo su misión en el mundo, la Iglesia —es decir, todos los que somos la Iglesia— necesita la ayuda del Espíritu Santo para no ser paralizada por el miedo y el cálculo, para no acostumbrarse a caminar dentro de confines seguros. Estas dos actitudes llevan a la Iglesia a ser una Iglesia funcional, que nunca arriesga. En cambio, la valentía apostólica que el Espíritu Santo enciende en nosotros como un fuego nos ayuda a superar los muros y las barreras, nos hace creativos y nos impulsa a ponernos en marcha para caminar incluso por vías inexploradas o incómodas, dando esperanzas a cuantos encontramos. Con este fuego del Espíritu Santo estamos llamados a convertirnos cada vez más en una comunidad de personas guiadas y transformadas, llenas de comprensión, personas con el corazón abierto y el rostro alegre. Hoy más que nunca se necesitan sacerdotes, consagrados y fieles laicos, con la atenta mirada del apóstol, para conmoverse y detenerse ante las minusvalías y la pobreza material y espiritual, caracterizando así el camino de la evangelización y de la misión con el ritmo sanador de la proximidad.

Es precisamente el fuego del Espíritu Santo que nos lleva a hacernos prójimos de los demás, de los necesitados, de tantas miserias humanas, de tantos problemas, de los refugiados, de aquellos que sufren.

En este momento, pienso también con admiración sobre todo en los numerosos sacerdotes, religiosos y fieles laicos que, por todo el mundo, se dedican a anunciar el Evangelio con gran amor y fidelidad, no pocas veces a costa de sus vidas. Su ejemplar testimonio nos recuerda que la Iglesia no necesita burócratas y diligentes funcionarios, sino misioneros apasionados, devorados por el entusiasmo de llevar a todos la confortante palabra de Jesús y su gracia. Este es el fuego del Espíritu Santo. Si la Iglesia no recibe este fuego o no lo deja entrar en sí, se convierte en una Iglesia fría o solamente tibia, incapaz de dar vida, porque está compuesta por cristianos fríos y tibios. Nos hará bien, hoy, tomarnos cinco minutos y preguntarnos: ¿Cómo está mi corazón? ¿Es frío? ¿Es tibio? ¿Es capaz de recibir este fuego? Dediquemos cinco minutos a esto. Nos hará bien a todos.

Y pidamos a la Virgen María que rece con nosotros y por nosotros al Padre celeste, para que infunda sobre todos los creyentes el Espíritu Santo, fuego divino que enciende los corazones y nos ayuda a ser solidarios con las alegrías y los sufrimientos de nuestros hermanos. Que nos sostenga en nuestro camino el ejemplo de san Maximiliano Kolbe, mártir de la caridad, de quien hoy celebramos la fiesta: que él nos enseñe a vivir el fuego del amor por Dios y por el prójimo.


Un Evangelio Climáticamente incorrecto
José Luis Sicre

Después de las enseñanzas de los domingos anteriores sobre la oración, la riqueza, la vigilancia, centradas en lo que nosotros debemos hacer, en el evangelio de este domingo Jesús nos sorprende hablando de sí mismo: de su misión y su destino. Lo hace con un lenguaje tan enigmático que los comentaristas discuten desde los primeros siglos el sentido de estas palabras.

Presupuesto necesario para entenderlo es conocer la mentalidad apocalíptica, de la que Jesús participa en cierto modo. Según ella, el mundo malo presente tiene que desaparecer para dar paso al mundo bueno futuro, el Reinado de Dios.

Lucas va a introducir algunos cambios importantes en esta mentalidad, reuniendo tres frases pronunciadas por Jesús en diversos momentos: la primera y la tercera hablan de la misión de Jesús (prender fuego y traer división); la segunda, de su destino (pasar por un bautismo). Esta forma de organizar el material (misión – destino – misión) es muy típica de los autores bíblicos.

La misión: prender fuego

He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!

Lo primero que viene a la mente es un campo ardiendo, o el fenómeno frecuente en la guerra del incendio de campos, frutales, casas, ciudades… Esta idea encaja bien en la mentalidad apocalíptica: hay que poner fin al mundo presente para que surja el Reino de Dios. Esta interpretación me parece más correcta que relacionar el fuego con el Espíritu Santo.

El destino: la muerte

Tengo que pasar por un bautismo.

También esta imagen es enigmática, porque “bautizar” significa normalmente “lavar”; por ejemplo, los platos se “bautizan”, es decir, se lavan. Esa idea la aplica Juan Bautista al pecado: cuando la persona se sumerge en el río Jordán, se lavan sus pecados; al mismo tiempo, simbólicamente, la persona que entra en el agua muere ahogada y sale una persona nueva. El bautismo equivale entonces a la muerte y el paso a una nueva vida. Así lo usa Jesús en un texto del evangelio de Marcos, cuando dice a Juan y Santiago: ¿Sois capaces de beber la copa que yo he de beber o bautizaros con el bautismo que yo voy a recibir? (Mc 10,38). Jesús ve que su destino es la muerte para resucitar a una nueva vida.

La misión: dividir

¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división.

Estas palabras se podrían interpretar como simple consecuencia de la actividad de Jesús: su persona, su enseñanza y sus obras provocan división entre la gente, como ya había anunciado Simeón a María: este niño “será una bandera discutida”.

Pero Jesús habla de una división muy concreta, dentro de la familia, y eso favorece otra interpretación: Jesús viene a crear un caos tan tremendo (simbolizado por el caos familiar), que Dios tendrá que venir a destruir este mundo y dar paso al mundo nuevo. Parece una interpretación absurda, pero conviene recordar lo que dice el final del libro de Malaquías: “Yo os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del Señor, grande y terrible: reconciliará a padres con hijos, a hijos con padres, y así no vendré yo a exterminar la tierra” (Mal 3,23-24). De acuerdo con estas palabras, Dios ha pensado exterminar la tierra en un día grande y terrible. Sin embargo, para no tener que hacerlo, decide enviar al profeta Elías, que restablecerá las buenas relaciones en la familia (padres con hijos, hijos con padres), como símbolo de las buenas relaciones en la sociedad: la situación mejora y Dios no se ve obligado a exterminar la tierra.

Jesús dice todo lo contrario: hace falta acabar con este mundo, y por ello él ha venido a traer división en el seno de la familia.

La unión de las tres frases

¿Qué quiere decirnos Lucas uniendo estas tres frases? Que Jesús anhela y provoca la desaparición de este mundo presente para dar paso al Reinado de Dios, pero que ese cambio está estrechamente relacionado con su muerte.

¿Tiene sentido todo esto para nosotros?

Este mensaje apocalíptico resulta lejano al hombre de hoy. De hecho, Lucas lo matiza y modifica en el libro de los Hechos de los Apóstoles: los cristianos no debemos estar esperando el fin del mundo, aunque pidamos todos los días que “venga a nosotros tu reino”; nuestra misión ahora es extender el evangelio por todo el mundo, como hicieron los apóstoles. Y la idea de la segunda venida de Jesús cede el puesto a una distinta: el triunfo de Jesús, glorificado a la derecha de Dios.

* * *

Por una feliz casualidad, la segunda lectura ofrece cierta relación con el evangelio: el destino de Jesús sirve de ejemplo a los cristianos. La imagen de partida es fácil de entender para los antiguos cristianos, conocedores de las Olimpiadas griegas: un estadio lleno de espectadores que contemplan el espectáculo.

Jesús, como cualquier atleta, se entrena duramente, en medio de grandes renuncias y sacrificios; sabe, además, que competirá en un ambiente adverso, hostigado y abucheado por los espectadores. Pero no se arredra: renuncia a pasarlo bien, aguanta, soporta, y termina triunfando.

Ahora nos toca a nosotros coger el relevo. Hay que despojarse de todo lo que estorba, correr la carrera sin cansarse ni perder el ánimo. Incluso en una época de descanso y vacaciones, es bueno recordar el ejemplo de Jesús, su entrega plena.

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Un único destino aúna a los profetas
Fernando Armellini

Introducción

Sorprende la facilidad, la rapidez con que el escepticismo, el descrédito, el menoscabo, logran enfriar los entusiasmos, apagar los ideales, hacer inocuas las enseñanzas más nobles. Hemos conocido a jóvenes que, movidos por una pasión sincera, se habían empeñado en construir un mundo nuevo y una Iglesia más evangélica. Pocos años después, han amainado las banderas y renunciado a los sueños. Se han acomodado a la ‘respetabilidad’ imperante, a lo que antes consideraban fútil, efímero, banal. ¿Por comodidad, por oportunismo? Algunos quizás sí, pero otros han renunciado con profunda amargura a impulsos y proyectos juveniles porque…se han dejado llevar, en primer lugar, del desaliento, y después de la resignación. No habían tenido en cuenta a la oposición, los conflictos, las dificultades, y han terminado por tirar la toalla.

Quien se compromete con la comunidad, espera aprobación, alabanza, apoyo a las iniciativas que lleva adelante, aunque solo sea por el tiempo y la energía que dedica a sus compromisos. ¡Vana ilusión! Más pronto que tarde, tendrá que enfrentarse a críticas malévolas, envidias, celos. Y todavía estamos en el ámbito de las normales incomprensiones y sinsabores. La cosa se complica seriamente cuando están en juego opciones eclesiales decisivas, adhesiones a nuevas perspectivas abiertas por el Concilio, propuestas evangélicas incompatibles con la lógica de este mundo. Entonces, la hostilidad se manifiesta abiertamente y va in crescendo: desde el insulto a la marginación y hasta el linchamiento moral.

Quien se siente ‘agredido’ de esta manera corre un serio riesgo de desanimarse y de poner en discusión los compromisos antes asumidos con tanta lucidez. La tentación de adecuarse a la mentalidad dominante, a lo políticamente correcto, a los principios y valores dictados por el sentido común, es casi irresistible.

Jesús ha puesto en guardia a sus discípulos contra este peligro: “Si en el mundo los odian, sepan que primero me odió a mí. Si ustedes fueran del mundo, el mundo los amaría como cosa suya” (Jn 15,18). Ha tranquilizado sus ánimos perplejos y vacilantes, recordándoles que un destino común aúna, desde siempre, a todos los justos: “¡Ay de ustedes cuando todos los alaben! Del mismo modo los padres de ellos trataron a los falsos profetas” (Lc 6,23.26).

Evangelio: Lucas 12,49-53

¿Qué fuego es el que Jesús ha venido a traer a la tierra? (v. 49). ¿Cuál es el bautismo que él tiene que recibir? (v. 50). ¿Qué quiere decir cuando afirma: “No he venido a traer la paz sino la división?” (v. 51). ¿Qué tiene que ver en todo este discurso la parábola sobre la necesidad de evitar que “tu rival…te arrastre hasta el juez” (vv. 58-59)? El evangelio de hoy junta una serie de dichos del Señor más bien enigmáticos. Tratemos de comprender su sentido.

Comencemos por las imágenes del fuego y del bautismo (vv. 49-50). Al final del diluvio aparece en el cielo el arco iris, símbolo de la paz restablecida entre el cielo y la tierra, y Dios jura: “El diluvio no volverá a destruir la vida ni habrá otro diluvio sobre la tierra” (Gn 9,11). De esta promesa nace y se difunde en Israel la convicción de que, para purificar el mundo de la iniquidad, Dios no se serviría más del agua sino del fuego. “El Señor va a juzgar con su fuego a todo mortal” (Is 66,16). También el Bautista anuncia la venida del Mesías con palabras amenazadoras: “Él los bautizará con Espíritu Santo y fuego. Quemará la paja en un fuego que no se apaga” (Mt 3,11-12). De fuego habla también Jesús y, después de él, un poco también la mayoría de los autores del Nuevo Testamento. ¿De qué se trata? Lo primero que se nos ocurre es que está hablando del juicio final y del suplicio eterno que les espera a los malvados. ¡Nada de esto! Así pensarían, quizás, Juan el Bautista y los discípulos Santiago y Juan, pero ciertamente no Jesús.

El fuego de Dios no tiene como objetivo aniquilar o torturar a quien ha cometido errores sino que es el instrumento con el que Él quiere destruir el mal y purificar del pecado. ¡Que se queden con su fuego los fundamentalistas y los predicadores fanáticos de las sectas apocalípticas! El anunciado por los profetas y encendido por Jesús es un fuego que salva, limpia, cura: es el fuego de su Palabra, es su Mensaje de Salvación, es su Espíritu, el Espíritu Santo que, en el día de Pentecostés, descendió sobre cada uno de los discípulos en lenguas como de fuego (cf. Hch 2,3-11), fuego que se ha propagado por el mundo como un gran incendio benéfico y renovador.

Ahora podemos comprender el sentido de la exclamación de Jesús: “¡Cómo me gustaría que estuviera ya ardiendo!” (v. 49). Es la expresión de su deseo ardiente de ver lo más pronto posible la destrucción de la cizaña que existe en el mundo. Malaquías ha anunciado: “Miren que llega el día, ardiente como un horno, cuando arrogantes y malvados serán la paja: ese día los quemaré” (Mal 3,19). Jesús espera con ansia la realización de esta profecía y ya ve el amanecer del nuevo mundo en el que no habrá más espacio para los malvados. Éstos desaparecerán, aniquilados por la llama irresistible de su Amor.

La segunda imagen, la del Bautismo, está ligada a la precedente. Jesús afirma que, para desencadenar este incendio, antes debe Él ser bautizado. Bautizarse significa sumergirse y Jesús se refiere a su inmersión en las aguas de la muerte (cf. Mc 10,38-39). Esta agua ha sido preparada por sus enemigos con el objetivo de apagar para siempre el fuego de su Palabra, de su Amor, de su Espíritu; sin embargo, el efecto ha sido lo contrario: es un agua que ha comunicado a este fuego una fuerza incontenible. Jesús “contempla con angustia” la pasión que le espera. La perspectiva que tiene ante sus ojos es dramática: será arrastrado por las olas de la humillación, de los sufrimientos y de la muerte, pero sabe que, saliendo de estas aguas oscuras, en el día de Pascua, dará inicio a un mundo nuevo.

Si este es el destino del Maestro, ¿cuál será el de los discípulos portadores de la antorcha de su fuego? También ellos, dice Jesús, provocarán desacuerdos, divisiones, hostilidad y dolorosas laceraciones dentro de sus mismas familias (vv. 51-53).

“¿Piensan que vine a traer paz a la tierra? No he venido a traer la paz sino la división”. Una afirmación sorprendente que deja desconcertados porque en los libros de los profetas está escrito que el Mesías será el “Príncipe de la paz” y que, durante su reinado, “la paz no tendrá fin” (Is 11,6-9); “el lobo y el cordero irán juntos, y la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león engordarán juntos” (Is 11,6-9); “destruirá los arcos de guerra, proclamará la paz a las naciones , dominará de mar a mar, del Gran Río al confín de la tierra”(Zac 9,10); en Belén los ángeles cantaban: “¡paz en la tierra”! (Lc 2,14) y Pablo escribe: “Él es nuestra paz” (Ef 2,14).

El anuncio del Evangelio ¿traerá al mundo armonía o discordia entre familias y pueblos? Ciertamente los profetas han prometido la paz para los tiempos mesiánicos, pero también han anunciado conflictos y separaciones. Cuando Jesús habla de conflicto de generaciones (entre jóvenes y ancianos) y entre los que viven en una misma casa, no hace más que citar un texto del profeta Miqueas, el cual había intuido que el nacimiento de un nuevo mundo no sería pacífico y sin dolor, sino que vería la luz entre sufrimientos desgarradores. Lucas certifica que estas rupturas se han producido en sus comunidades. A la luz de las palabras del Maestro, comprende que eran inevitables y, en el contexto en que estas palabras son colocadas, nos ayudan a comprender el por qué.

El mensaje de Jesús es un fuego y, lógicamente, quienes tienen bienes que proteger, palacios que custodiar, no ven con buenos ojos a los ‘incendiarios’. El Evangelio es una antorcha encendida que quiere reducir a una inmensa pira todas las estructuras injustas, las situaciones deshumanas, las discriminaciones, el ansia del dinero, el frenesí del poder. Quien se siente amenazado por este ‘fuego’, no permanece pasivo. Se opone por todos los medios. Reacciona con violencia porque quiere perpetuar el pecado en el mundo. Primero son las incomprensiones, después vienen las divisiones y los conflictos y, finalmente, las persecuciones y la violencia.

No siempre la unión es buena y hay que aprobarla a toda costa. Se debe buscar la unión, pero siempre partiendo de la Palabra de Dios, partiendo de la verdad. La paz fundada en la mentira y en la injusticia, hay que rechazarla. A veces, es necesario provocar, con mucho amor y tratando de no ofender a nadie, saludables divisiones. No se deben confundir el odio, la violencia, las palabras ofensivas y arrogantes –que son incompatibles con un cristiano– con la confrontación leal, con los desacuerdos que nacen de propuestas nuevas, evangélicas. Estos desacuerdos son necesarios, aunque sean dolorosos por involucrar miembros de la misma familia.

Hemos oído hablar muchas veces después del Concilio de la imagen estupenda de los “signos de los tiempos”. Aparece en boca de Jesús en la tercera parte del evangelio de hoy (vv. 54-57). Para los campesinos es importante reconocer lo cambios del tiempo: deben saber cuándo llegan las lluvias para sembrar en el momento justo. Escrutan el cielo, estudian el viento, saben que no pueden equivocarse porque corren el riesgo de ver las propias semillas quemadas por el sol. ¿Cómo es que los hombres –se pregunta Jesús– que prestan tanta atención a las señales del calor y de la lluvia, no logran reconocer los signos del mundo nuevo que ha aparecido? Porque –responde– son unos hipócritas. Están capacitados para ver, pero no quieren abrir los ojos y no lo hacen por ignorancia sino por mala voluntad. La realidad nueva introducida por su Palabra les molesta, los incomoda. Quieren que el mundo antiguo continúe como hacen los actores (los hipócritas, justamente) que aparentan no darse cuenta de lo que está sucediendo.

Lucas tiene presente la situación de sus comunidades en las que muchos temen a las consecuencias del Evangelio y ‘fingen’ no darse cuenta de los cambios, de las transformaciones, de las novedades que las palabras de Jesús introducen entre ellos.

El Evangelio concluye con una parábola (vv. 58-59). Un hombre ha ofendido a otro y éste lo amenaza con llevarlo ante el juez. ¿Qué hacer? El culpable no tiene tiempo que perder: debe buscar inmediatamente un acuerdo con su adversario; de lo contrario, se expone a la condena. ¿Qué sentido tiene esta parábola?

Está para llegar, dice Jesús, el momento del juicio; el mundo nuevo está apunto de surgir. Las señales del gran incendio que renovará la faz de la tierra son evidentes: los ciegos recobran la vista, los sordos oyen, los tullidos caminan, los leprosos son sanados, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio (cf. Mt 11,5). Y, sin embargo, hay personas que no se preocupan lo más mínimo de todo esto. Se verán sorprendidas sin preparación alguna.

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La Asunción de María

Lecturas

-1ª Lectura: Ap 11, 19a; 12, 1. 3-6a. 10ab : Una mujer vestida de sol, la luna por pedestal.
-Salmo: 44, 10-16 : R. De pie a tu derecha está la reina, enjoyada con oro de Ofir.
-2ª Lectura: 1 Cor 15, 20-27a : Primero Cristo, como primicia; después todos los que son de Cristo.
+Evangelio: Lc 1, 39-56 : El Poderoso ha hecho obras grandes por mí; enaltece a los humildes.

SEGUIDORA FIEL DE JESÚS
José Antonio Pagola

Mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador.

Los evangelistas presentan a la Virgen con rasgos que pueden reavivar nuestra devoción a María, la Madre de Jesús. Su visión nos ayuda a amarla, meditarla, imitarla, rezarla y confiar en ella con espíritu nuevo y más evangélico.

María es la gran creyente. La primera seguidora de Jesús. La mujer que sabe meditar en su corazón los hechos y las palabras de su Hijo. La profetisa que canta al Dios, salvador de los pobres, anunciado por él. La madre fiel que permanece junto a su Hijo perseguido, condenado y ejecutado en la cruz. Testigo de Cristo resucitado, que acoge junto a los discípulos al Espíritu que acompañará siempre a la Iglesia de Jesús.

Lucas, por su parte, nos invita a hacer nuestro el canto de María, para dejarnos guiar por su espíritu hacia Jesús, pues en el “Magníficat” brilla en todo su esplendor la fe de María y su identificación maternal con su Hijo Jesús.

María comienza proclamando la grandeza de Dios: «mi espíritu se alegra en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava». María es feliz porque Dios ha puesto su mirada en su pequeñez. Así es Dios con los sencillos. María lo canta con el mismo gozo con que bendice Jesús al Padre, porque se oculta a «sabios y entendidos» y se revela a «los sencillos». La fe de María en el Dios de los pequeños nos hace sintonizar con Jesús.

María proclama al Dios «Poderoso» porque «su misericordia llega a sus fieles de generación en generación». Dios pone su poder al servicio de la compasión. Su misericordia acompaña a todas las generaciones. Lo mismo predica Jesús: Dios es misericordioso con todos. Por eso dice a sus discípulos de todos los tiempos: «sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». Desde su corazón de madre, María capta como nadie la ternura de Dios Padre y Madre, y nos introduce en el núcleo del mensaje de Jesús: Dios es amor compasivo.

María proclama también al Dios de los pobres porque «derriba del trono a los poderosos» y los deja sin poder para seguir oprimiendo; por el contrario, «enaltece a los humildes» para que recobren su dignidad. A los ricos les reclama lo robado a los pobres y «los despide vacíos»; por el contrario, a los hambrientos «los colma de bienes» para que disfruten de una vida más humana. Lo mismo gritaba Jesús: «los últimos serán los primeros». María nos lleva a acoger la Buena Noticia de Jesús: Dios es de los pobres.

María nos enseña como nadie a seguir a Jesús, anunciando al Dios de la compasión, trabajando por un mundo más fraterno y confiando en el Padre de los pequeños.

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Tres palabras clave:
lucha, resurrección, esperanza
Papa Francisco

El Concilio Vaticano II, al final de la Constitución sobre la Iglesia, nos ha dejado una bellísima meditación sobre María Santísima. Recuerdo solamente las palabras que se refieren al misterio que hoy celebramos. La primera es ésta: «La Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo» (n. 59). Y después, hacia el final, ésta otra: «La Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo» (n. 68). A la luz de esta imagen bellísima de nuestra Madre, podemos considerar el mensaje que contienen las lecturas bíblicas que hemos apenas escuchado. Podemos concentrarnos en tres palabras clave: lucha, resurrección, esperanza.

El pasaje del Apocalipsis presenta la visión de la lucha entre la mujer y el dragón. La figura de la mujer, que representa a la Iglesia, aparece por una parte gloriosa, triunfante, y por otra con dolores. Así es en efecto la Iglesia: si en el Cielo ya participa de la gloria de su Señor, en la historia vive continuamente las pruebas y desafíos que comporta el conflicto entre Dios y el maligno, el enemigo de siempre. En esta lucha que los discípulos de Jesús han de sostener – todos nosotros, todos los discípulos de Jesús debemos sostener esta lucha –, María no les deja solos; la Madre de Cristo y de la Iglesia está siempre con nosotros. Siempre camina con nosotros, está con nosotros. También María participa, en cierto sentido, de esta doble condición. Ella, naturalmente, ha entrado definitivamente en la gloria del Cielo. Pero esto no significa que esté lejos, que se separe de nosotros; María, por el contrario, nos acompaña, lucha con nosotros, sostiene a los cristianos en el combate contra las fuerzas del mal. La oración con María, en especial el Rosario – pero escuchadme con atención: el Rosario. ¿Vosotros rezáis el Rosario todos los días? No creo [la gente grita: Sí] ¿Seguro? Pues bien, la oración con María, en particular el Rosario, tiene también esta dimensión «agonística», es decir, de lucha, una oración que sostiene en la batalla contra el maligno y sus cómplices. También el Rosario nos sostiene en la batalla.

La segunda lectura nos habla de la resurrección. El apóstol Pablo, escribiendo a los corintios, insiste en que ser cristianos significa creer que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos. Toda nuestra fe se basa en esta verdad fundamental, que no es una idea sino un acontecimiento. También el misterio de la Asunción de María en cuerpo y alma se inscribe completamente en la resurrección de Cristo. La humanidad de la Madre ha sido «atraída» por el Hijo en su paso a través de la muerte. Jesús entró definitivamente en la vida eterna con toda su humanidad, la que había tomado de María; así ella, la Madre, que lo ha seguido fielmente durante toda su vida, lo ha seguido con el corazón, ha entrado con él en la vida eterna, que llamamos también Cielo, Paraíso, Casa del Padre.

María ha conocido también el martirio de la cruz: el martirio de su corazón, el martirio del alma. Ha sufrido mucho en su corazón, mientras Jesús sufría en la cruz. Ha vivido la pasión del Hijo hasta el fondo del alma. Ha estado completamente unida a él en la muerte, y por eso ha recibido el don de la resurrección. Cristo es la primicia de los resucitados, y María es la primicia de los redimidos, la primera de «aquellos que son de Cristo». Es nuestra Madre, pero también podemos decir que es nuestra representante, es nuestra hermana, nuestra primera hermana, es la primera de los redimidos que ha llegado al cielo.

El evangelio nos sugiere la tercera palabra: esperanza. Esperanza es la virtud del que experimentando el conflicto, la lucha cotidiana entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal, cree en la resurrección de Cristo, en la victoria del amor. Hemos escuchado el Canto de María, el Magnificat es el cántico de la esperanza, el cántico del Pueblo de Dios que camina en la historia. Es el cántico de tantos santos y santas, algunos conocidos, otros, muchísimos, desconocidos, pero que Dios conoce bien: mamás, papás, catequistas, misioneros, sacerdotes, religiosas, jóvenes, también niños, abuelos, abuelas, estos han afrontado la lucha por la vida llevando en el corazón la esperanza de los pequeños y humildes. María dice: «Proclama mi alma la grandeza del Señor», hoy la Iglesia también canta esto y lo canta en todo el mundo. Este cántico es especialmente intenso allí donde el Cuerpo de Cristo sufre hoy la Pasión. Donde está la cruz, para nosotros los cristianos hay esperanza, siempre. Si no hay esperanza, no somos cristianos. Por esto me gusta decir: no os dejéis robar la esperanza. Que no os roben la esperanza, porque esta fuerza es una gracia, un don de Dios que nos hace avanzar mirando al cielo. Y María está siempre allí, cercana a esas comunidades, a esos hermanos nuestros, camina con ellos, sufre con ellos, y canta con ellos el Magnificat de la esperanza.

Queridos hermanos y hermanas, unámonos también nosotros, con el corazón, a este cántico de paciencia y victoria, de lucha y alegría, que une a la Iglesia triunfante con la peregrinante, nosotros; que une el cielo y la tierra, que une nuestra historia con la eternidad, hacia la que caminamos. Amén.


El Señor de la vida ha hecho grandes cosas por nosotros
Fernando Armellini

Introducción

María es recordada por última vez en el Nuevo Testamento al comienzo del libro de Hechos: en la oración, rodeada por los apóstoles y la primera comunidad cristiana (Hch 1,14). Entonces esta dulce y reservada mujer abandona la escena, silenciosa y discretamente lo mismo que al entrar. Desde entonces no sabemos nada de ella. Dónde pasó los últimos años de su vida y cómo dejó esta tierra no se menciona en los textos canónicos. Muchas versiones de un solo tema –la Dormición de la Virgen María– se difundieron entre los cristianos a partir del siglo VI.

Estos textos apócrifos transmitieron una serie de noticias sobre los últimos días de María y sobre su muerte. Se trata de cuentos populares, en gran parte ficticios, cuyo núcleo original, sin embargo, se remonta al siglo II en torno a la Iglesia madre de Jerusalén, pero donde encontramos información más confiable.

Después de la Pascua, María, con toda probabilidad, vivió en Jerusalén, en el Monte Sión, tal vez en la misma casa donde su hijo había celebrado la Última Cena con sus apóstoles. Cuando llegó su hora de salir de este mundo –y aquí comienza el aspecto legendario de las historias apócrifas– apareció un mensajero celestial y le anunció su próxima salida. Desde las tierras más remotas, los apóstoles, milagrosamente transportados sobre las nubes, llegaron a su lecho, conversaron con ella tiernamente permaneciendo a su lado hasta el momento en que Jesús, con una multitud de ángeles, vino a llevar su alma.

Acompañaron su cuerpo en procesión al arroyo de Cedrón, y allí lo colocaron en una tumba cortada en la roca. Este es probablemente un detalle histórico. Desde el siglo I, de hecho, su tumba, cerca de la gruta de Getsemaní, ha sido continuamente venerada. En el siglo IV, este sitio fue aislado de los demás y en este lugar se construyó una iglesia.

Tres días después de su entierro –y aquí las noticias legendarias se reanudan– Jesús aparece de nuevo para tomar también su cuerpo, que los apóstoles habían seguido observando. Dio órdenes a los ángeles para que la elevaran sobre las nubes y los apóstoles la acompañaran. Las nubes se dirigían al este, al arco del paraíso y llegaban al reino de la luz. Entre las canciones de los ángeles y los aromas más deliciosos, la pusieron al lado del árbol de la vida.

Estos detalles ficticios, evidentemente, no tienen valor histórico; sin embargo, dan testimonio, a través de imágenes y símbolos, de la incipiente devoción del pueblo cristiano por la Madre del Señor. La reflexión de los creyentes sobre el destino de María después de la muerte siguió creciendo a lo largo de los siglos. Llevó a la creencia en su Asunción y, el 1 de noviembre de 1950, vino la definición papal: “La Inmaculada Concepción Madre de Dios siempre Virgen terminó el curso de su vida terrenal, fue asunta cuerpo y alma en la gloria celestial”.

¿Qué significa este dogma? ¿Acaso es que el cuerpo de María no sufrió corrupción o que solo ella y Jesús estarían en el cielo en carne y hueso mientras que los demás estarían muertos y sólo con sus almas en el cielo esperando la reunificación con sus cuerpos? Esta visión ingenua de la Ascensión de Jesús y de la Asunción de María, además de ser un legado de la filosofía dualista griega –que contradice a la Biblia en la que el ser humano se entiende como una unidad inseparable– es positivamente excluida por Pablo. Escribiendo a los Corintios, Pablo aclara que no es el cuerpo material el que resucita sino “un cuerpo espiritual” (1 Cor 15,44).

El texto de la definición papal no habla de “asunta al cielo” –como si hubiera habido un cambio en el espacio o un ‘rapto’ de su cuerpo de la tumba a la morada de Dios– sino que dice: “asunta a la gloria celestial”. La gloria celestial no es un lugar sino una nueva condición. María no fue a otro lugar, llevando con ella los frágiles restos que están destinados a volver al polvo. Ella no ha abandonado la comunidad de discípulos que continúan caminando como peregrinos en este mundo. Ella ha cambiado la manera de estar con ellos, como lo hizo su Hijo el día de Pascua.

María, “la sierva del Señor”, se presenta hoy a todos los creyentes no como una privilegiada sino como el modelo más excelente, como el signo del destino que espera a toda persona que cree “que la Palabra del Señor se hará realidad” (Lc 1,45).

Las fuerzas de la vida y de la muerte se enfrentan en un duelo dramático en el mundo. El dolor, la enfermedad, las debilidades de la vejez son las escaramuzas que anuncian el asalto final del temible dragón. Eventualmente, la lucha se convierte en unilateral y la muerte siempre atrapa a su presa. ¿Acaso Dios, amante de la vida, ve impasiblemente esta derrota de las criaturas en cuyo rostro se imprime su imagen? La respuesta a esta pregunta se nos ofrece hoy en María. En ella estamos invitados a contemplar el triunfo del Dios de la Vida.

Evangelio: Lucas 1,39-56

Ante la evidencia de la muerte y corrupción de un cuerpo en la tumba, se necesita mucho valor para creer que el Señor es el Dios de la vida y la esperanza de una vida más allá de la vida. En la fiesta de hoy, se nos ofrece como modelo a aquel que siempre ha confiado en Dios.

Isabel proclama su bendición porque “ella creía que la palabra del Señor se haría realidad” (v. 45). María le responde con un himno de alabanza al Señor. Cada noche la comunidad cristiana lo canta al final de las vísperas. Es para mantener viva en los fieles, quizás perturbados por las vicisitudes del día, la mirada de fe en la que María ha podido leer los acontecimientos de su vida y la historia de su pueblo.

Comienza con un grito de alegría: “Mi alma proclama la grandeza del Señor” (v. 47). Literalmente, la frase dice: “Yo me rindo ante el Señor, que es grande”. Nuestro corazón tiende a imaginarlo pequeño, modelándolo adaptado a nuestra mezquindad: un Dios generoso con el vencedor bueno y enojado, implacable, con aquellos que transgreden sus órdenes, como nosotros. María tiene una mirada pura; ella ha experimentado la inmensidad del amor de Dios. Ella comprendió que Él hace que su sol salga sobre los malos y sobre los buenos; para esto, ella siente la necesidad irreprimible de proclamar su grandeza.

Quien asimile la mirada de María y descubra que el Señor ama a la gente sin condiciones, exultará –como ella– en Dios su Salvador. Estará complacido porque la Salvación no depende de sus habilidades y buenas obras sino que está anclada en la fidelidad infalible de Dios. Esta certeza pone fin a las angustias, que surgen del deseo de construir la propia perfección, y es la fuente de la serenidad interior, de la paz, de la alegría sin límites.

Después de haber engrandecido al Señor, María aclara el motivo por el que le hace un himno de alabanza: “Ha visto la humildad de su sierva” (v. 48). La mirada de Dios no es atraída por las virtudes morales y las cualidades de una persona sino por su pobreza, su necesidad de ser enriquecida por los dones del cielo. María sabe que es una mujer estupenda, pero no tiene motivos para jactarse. Ella es consciente de no tener ningún mérito y reconoce que todo en ella es un regalo gratuito del Señor.

Ella dijo al ángel de la Anunciación: “He aquí la sierva del Señor”. En su canto de alabanza se repite la auto-presentación: “Yo soy la sierva”. Es el título de honor que la Biblia reserva a aquellos que han puesto sus vidas a disposición de Dios. La proclamarán ‘bienaventurada’ porque, al mirarla, aquellos que son despreciados por su condición angustiosa, física o moral, dejarán de sentirse derrotados y rechazados por Dios. Se darán cuenta de estar en la posición única de convertirse en los destinatarios de la ternura del Señor.

“El Poderoso ha hecho grandes cosas por mí” (v. 49). “Grandes cosas” es la expresión con la que la Biblia presenta las intervenciones extraordinarias de Dios: “Él hace prodigios incomprensibles, maravillas innumerables” (Job 5,9). Él no es el Todopoderoso que puede hacer lo que quiere. Es el poderoso que, respetuoso de las leyes de la Creación y de la libertad humana, logra siempre hacer prodigios inesperados y sorprendentes de amor.

La segunda parte del pasaje comienza (vv. 50-55) donde María revisa las maravillosas obras de Amor del Señor. Ella explica primero por qué es tan atento y cariñoso. Distribuye generosamente sus beneficios porque es misericordioso: de tiempo en tiempo su misericordia se extiende a los que viven en su presencia (v. 50). Misericordioso para nosotros es el que se mueve ante la desgracia, el dolor, la condición de los pobres y los afectados por los desastres. Sin embargo, este sentimiento sería en vano si no nos intercedemos en nombre de aquellos que necesitan ayuda.

En la Biblia, Dios se presenta a sí mismo como “compasivo y misericordioso” (Éx 34,6) y las palabras hebreas que se usan, no sólo expresan una emoción intensa y profunda –la que la madre siente por el niño que lleva– sino también la acción que este sentimiento causa: el irresistible impulso de rescatar al ser amado. A lo largo de los siglos, aquellos que temen al Señor, es decir, los que confiaron en Él y en su Palabra, siempre han experimentado su ternura y su cuidado.

El texto continúa enumerando siete de las intervenciones salvadoras de Dios. Él ha actuado con el poder de su brazo y ha hecho maravillas (v. 51). La Biblia a menudo menciona el brazo de Dios, símbolo de la fuerza con la que interviene para liberar a los oprimidos, proteger a los débiles, defender a los que sufren injusticia. María conoce la historia de su pueblo y recuerda que el Señor fue a Egipto a elegir a Israel “por la fuerza de pruebas y señales, por maravillas y por guerras, con mano firme y brazo extendido” (Dt 4,34). Ella ni siquiera es tocada por la duda de que el mal prevalecerá sobre el bien, la mentira sobre la verdad, la prevaricación sobre la justicia, la arrogancia sobre la mansedumbre. Ella sabe que el brazo del Señor mantiene un firme control sobre los destinos del mundo y la vida de cada persona.

“Él ha esparcido a los soberbios” (v. 51). Con este término la Biblia indica a los insolentes, aquellos que no están interesados ​​en Dios; hablan con orgullo y miran hacia abajo a todos. El Señor, dice María, los dispersa. No es una invitación a esperar pacientemente que Dios intervenga para derribar y reducir al ridículo a los que prevalecen. El Señor no triunfa humillando a los que se burlan de él, sino que vuelve su palabra paternal y los convierte con su Amor. Es el mundo nuevo el que anuncia María, el mundo en el cual los arrogantes y los dominadores se dispersan y desaparecen. Todos son convertidos en humildes siervos de sus hermanos.

“Él ha derribado a los poderosos de sus tronos y levantado a los oprimidos” (v. 52). La historia enseña que los fuertes siempre han dominado, y los débiles estuvieron subyugados. María lo sabe. Ella pertenece a un pueblo tiranizado por los grandes imperios. Ahora –asegura– Dios está del lado de los pobres y ha puesto en acción una revolución; volcó el equilibrio de poder: los poderosos fueron derrotados y los miserables levantados.

¿Ha llegado el momento de la venganza? ¿Con la ayuda de Dios, los débiles elevarán su cabeza, conquistarán a los poderosos y someterán a los que los han oprimido? Si eso fuera el resultado de la intervención divina, no veríamos un nuevo acontecimiento sino solo el reemplazo de una clase de explotadores por otra. Dios no entra en la historia para desempeñar el papel del héroe en ese guión insano que siempre las personas han puesto en escena. No interviene con fuerza para cambiar a los actores sino para introducir un guión completamente diferente: antes el juego era esforzarse para subir y gobernar al resto; ahora se compite para bajar y convertirse en sirviente por amor, para ser pan para los hambrientos. Grande y digno de honor ya no es el que está sentado en un trono sino el que se queda abajo y responde con alegría a las demandas de aquellos que lo necesitan.

Esta es la verdadera novedad: un corazón nuevo dado a todos, un corazón como el de Cristo, un corazón de sirvientes. ¿Veremos alguna vez este tipo de humanidad? María está tan segura de que Dios la edificará, que habla al pasado –“ha derrumbado, ha levantado”– como si esta prodigiosa transformación del mundo ya estuviera hecha. Ella recuerda las palabras del mensajero celestial: “Con Dios nada es imposible” (Lc 1,37).

“Él ha llenado a los hambrientos con cosas buenas, pero ha enviado a los ricos con las manos vacías” (v. 53). “La tierra y su plenitud pertenecen al Señor, al mundo y a todos los que habitan en él” (Sal 24,1). Si todo pertenece a Dios, los seres humanos no son dueños de nada; son invitados, comensales a la mesa que el generoso Padre ha tendido a sus hijos. Él concede sus dones a todos para que todos participen por igual; el que los reúne para sí, el que se niega a compartirlos tomando posesión de bienes que no son suyos, comete un robo. La codicia –la raíz de todo mal (1 Tim 6,10)– lleva a tomar más de lo necesario y a enriquecerse. La injusticia, la desigualdad, la discriminación y un mundo en desacuerdo con la voluntad de Dios son los resultados de la codicia inextinguible. María ve surgir un nuevo mundo, un mundo en el que los comensales comparten lo que el Padre pone a su disposición; un mundo donde todo el mundo está saciado de pan, libertad y amor.

María tiene un mensaje de esperanza para los ricos: Dios los deja vacíos. No es una amenaza de castigo; es una proclamación de Salvación. Los bienes que han acumulado –a menudo por extorsión y robo– han sido para ellos una fuente de placer, pero también de preocupaciones y ansiedades; se han convertido en un peso voluminoso, una carga que ha pesado en sus corazones haciéndolos insensibles a las necesidades de los hermanos.

Dios los envía vacíos, los aligera del peso de las riquezas, advirtiendo que “no hemos traído nada al mundo, y lo dejaremos con nada” (1 Tim 6,7), haciéndoles entender que “aunque tengan muchas posesiones, no es lo que les da vida” (Lc 12,15). Y convenciéndolos de que “la felicidad radica más en dar que en recibir” (Hch 20,35).

El texto cierra con una reflexión sobre la fidelidad de Dios a las promesas hechas a los patriarcas y a David (vv. 54-55). Israel es un pueblo que recuerda. El Señor a menudo lo invita a no olvidar las maravillas que ha realizado y las promesas hechas a los padres de la antigüedad (Deut 4,9; 7,18). María –hija de este pueblo– también recuerda y está segura de que Dios no olvida el juramento que juró a Abrahán ya sus descendientes. El niño que lleva en su vientre es la fiel respuesta de Dios a los compromisos que ha asumido con su pueblo.

No solo ahora, sino para siempre, por la eternidad –asegura María–, Dios permanecerá fiel. Él nunca fallará a su pacto de Amor con nosotros y, ciertamente, no nos abandonará ni siquiera en la muerte.

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XIX Domingo ordinario. Año C

“En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: No temas, rebañito mío, porque tu Padre ha tenido a bien darte el Reino. Vendan sus bienes y den limosnas. Consíganse unas bolsas que no se destruyan y acumulen en el cielo un tesoro que no se acaba, allá donde no llega el ladrón, ni carcome la polilla. Porque donde está su tesoro, ahí estará su corazón.

Estén listos, con la túnica puesta y las lámparas encendidas. Sean semejantes a los criados que están esperando a que su señor regrese de la boda, para abrirle en cuanto llegue y toque. Dichosos aquellos a quienes su señor, al llegar, encuentre en vela. Yo les aseguro que se cogerá la túnica, los hará sentar a la mesa y él mismo les servirá. Y si llega a medianoche o a la madrugada y los encuentra en vela, dichosos ellos.

Fíjense en esto: si un padre de familia supiera a qué hora va a venir el ladrón, estaría vigilando y no dejaría que se metiera por un boquete en su casa. Pues también ustedes estén preparados, porque a la hora en que menos lo piensen vendrá el Hijo del hombre.

Entonces Pedro le preguntó a Jesús: ¿Dices esta parábola solo por nosotros o por todos? El Señor le respondió: supongan que un administrador, puesto por su amo al frente de la servidumbre, con el encargo de repartir a su tiempo los alimentos, se porta con fidelidad y prudencia. Dichoso este siervo, si el amo, a su llegada, lo encuentra cumpliendo con su deber. Yo les aseguro que lo pondrá al frente de todo lo que tiene. Pero si este siervo piensa: Mi amo tardará en llegar y empieza a maltratar a los criados y a las criadas, a comer a beber y a embriagarse, el día menos pensado y a la hora más inesperada, llegará su amo y lo castigará severamente y le hará correr la misma suerte que a los hombres desleales.

El Servidor que, conociendo la voluntad de su amo, no haya preparado ni hecho lo que debía, recibirá muchos azotes; pero el que, sin conocerla, haya hecho algo digno de castigo, recibirá pocos.

Al que mucho se le da, se le exigirá mucho, y al que mucho se le confía, se le exigirá mucho más”. (Lucas 12, 32-48)


Donde está su tesoro, ahí estará su corazón
P. Enrique Sánchez, mccj

El capítulo 12 del evangelio de san Lucas nos sigue conduciendo en una reflexión sobre los bienes que convienen y la riqueza que no se acaba, invitándonos a tomar conciencia de la importancia de adquirir una libertad interior que nos permita disfrutar de los bienes materiales sin entregarles nuestro corazón.

Es una invitación a vivir sin miedo, porque nuestro Padre Dios ha tenido a bien tomarse el cuidado de nosotros dándonos la posibilidad de vivir en su Reino.

Acumulen en el cielo

Si hay que acumular algo, nos dice el evangelio, habría que hacerlo en las bodegas del cielo, porque ahí́ se conserva lo bueno, lo que no se destruye y no se acaba con el tiempo, lo que no desaparece cuando llega la ultima crisis financiera y en donde lo que realmente tiene valor no se cuantifica con cifras de seis ceros.

El bien hecho por los demás y la felicidad que hayamos podido sembrar en el corazón de quienes tenemos cerca es algo que ningún ladrón podrá arrebatarnos.

La caridad ejercida de manera discreta, en bien de quien la está pasando mal porque se ha quedado sin trabajo o porque se le ha presentado una enfermedad inesperada; ese es un bien que no se puede carcomer la polilla.

El perdón y la misericordia que podemos tener con aquellas personas que nos han hecho sufrir y que nos han maltratado donde duele; esa es una riqueza de la que ningún ladrón podrá́ despojarnos, porque se trata de lo más noble que llevamos custodiado en lo profundo del corazón.

La compasión que mueve nuestros sentimientos más profundos, cuando vemos el sufrimiento de nuestros hermanos y no somos capaces de pasar indiferentes ante el dolor y la angustia de quienes no saben a donde elevar sus suplicas; eso representa lo mejor de nuestro tesoro que nadie podrá arrebatarnos, porque habla de lo mejor de nosotros mismos.

Estas, y muchas más, son las riquezas que el Señor ha tenido a bien concedernos cuando nos llama a entrar y gozar de su Reino; ese Reino en donde lo que importa no son las cosas que, tarde o temprano, tendremos que dejar.

Ligeros y con la lámpara encendida

El evangelio de hoy nos invita a ir ligeros y a mantener la lámpara encendida. Ir con la cintura ceñida para no dejar que nuestro corazón se apegue a todo aquello que  nos haría difícil el avanzar por el camino.

Ligeros para mantenernos libres y disponibles a todas las riquezas con las que el Señor nos irá sorprendiendo, abiertos a la novedad de Dios que no se dejará ganar jamás en generosidad.

El Señor se encarga y piensa ya a lo que nos hace falta para responder a nuestras necesidades de cada día. Por lo tanto, no tiene sentido afanarse en atesorar y acumular, como si nuestra vida dependiera de nuestras reservas.

La parábola que nos presenta el evangelio nos hace entender la importancia que tiene el saber que lo que hemos recibido como bienes es algo que estamos llamados a administrar en bien de los demás y la importancia aparece en el saber servir y compartir con los demás. Ahí está el valor que podríamos dar a aquello que se atesora.

Del trata de administrar y de servir

Y, ¿de qué se trata cuando hablamos de servicio? Seguramente de saber poner a disposición de los demás los dones, cualidades, aptitudes y carismas que hemos recibido gratuitamente y que reconocemos como gracias que se nos han dado para compartirlas con los demás.

Por otra parte, se nos dice que, hay que estar listos y preparados, con las lámparas encendidas, para reconocer lo bueno y lo bello que Dios nos va dando en medio de las tinieblas en las que muchas veces nos vemos atrapados.

Esas tinieblas que nos impiden ser agradecidos y que, encerrándonos en nuestros egoísmos, pretenden hacernos creer que todo nos es debido y que tenemos derecho a que todo nos sea dado.

Estar listos y preparados al encuentro con el Señor es la actitud que nos permite vivir desprendidos de nosotros mismos y disponibles a recibir cada momento de nuestra vida como una gracia y una bendición. Como algo que no tiene precio y que no podemos conseguir con nuestros recursos, tan perecederos, tan frágiles y tan humanos.

Vivir cimentados en la fe

En otras palabras, de lo que se trata es de vivir en una actitud de fe en donde se nos enseña que, aún en los momentos de oscuridad y de tinieblas, cuando, aparentemente todo está perdido, el Señor no nos abandonará y nos dará siempre lo necesario para vivir en plenitud.

Dichosos los que son encontrados en vela, despiertos, con la atención puesta en lo que realmente es importante y esencial en la vida.

Estar en vela podría significar vivir atentos y dispuestos a reconocer cómo Dios se va tomando cuidado de nosotros y cómo se preocupa para que nada nos falte de aquello que nos permite vivir con dignidad.

Estar listos, preparados y vigilantes es lo que permite custodiar el corazón para que ahí se vaya acumulando lo que realmente podamos reconocer como nuestro tesoro, como la riqueza que nos permite estar en este mundo con una actitud profunda de libertad y de desprendimiento de cualquier cosa que nos pudiese esclavizar.

Ojalá, pues, que nuestro tesoro consista en una infinidad de bienes, materiales y espirituales. De gracias y bendiciones que nos reconocemos presentes en nuestras vidas. Qué sean todo lo bello que descubrimos como la razón que da sentido a nuestra vida y que nos llena de entusiasmo para seguir adelante, considerando la vida y el encuentro con nuestros hermanos, como lo más grande que nos pudo haber sucedido.

Pidamos la sabiduría de Dios para que sepamos conducir nuestro corazón a lo que realmente vale la pena, a todo aquello que dignifique nuestra vida y nos convierta en instrumentos de promoción humana y divina para todas las personas que vamos encontrando en nuestro caminar en este mundo tan lleno de sorpresas que nos hablan del Señor que va a nuestro lado, como presencia fiel que sólo sueña con nuestra felicidad.

Siempre vigilantes y atentos

Que el Señor nos encuentre siempre vigilantes, atentos y disponibles para servir a los demás. Que nos dé un corazón enorme para llenarlo de las riquezas que representan los hermanos que alegran nuestro peregrinar.

Que la esperanza sea la luz que ilumine nuestros horizontes y se transforme en alegría que estemos llamados a compartir con los demás.

Para continuar nuestra reflexión personal

¿Cuáles son las alegrías de nuestro corazón?

¿Qué es lo que vamos atesorando y a lo que tenemos adherido nuestro corazón?

¿Nos sentimos iluminados y sostenidos por nuestra fe?

¿Reconocemos al Señor Jesús presente en nuestras vidas?

¿Somos vigilantes para detectar el paso de Dios por nuestras vidas?

¿Nos alegra el ser servidores de los demás?


Esperando a Dios en la noche
P. Manuel João Pereira Correia, mccj

En estos domingos estamos leyendo el capítulo XII de san Lucas, un entramado de dichos, enseñanzas y breves parábolas, sin una clara unidad entre ellos. A algunos de nosotros que lo escuchemos en tiempo de vacaciones nos podrá parecer un Evangelio fuera de tiempo y de lugar. Mientras buscamos un poco de descanso y distracción para olvidar las preocupaciones de la vida, esta Palabra nos desconcierta, proponiéndonos temas demasiado serios e incómodos. Tal vez por eso el Señor nos dice, ante todo: «No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino».

Vigilando en la noche

El pasaje de este domingo tiene un tono de espera apocalíptica, presentando la vida cristiana como la espera del regreso del Señor en la “noche”. Tres veces se repite la invitación a estar preparados: «Tened ceñida vuestra cintura y encendidas las lámparas»«Estad preparados, porque a la hora que no penséis, vendrá el Hijo del hombre». La invitación de Jesús a vigilar para no ser sorprendidos desprevenidos a su llegada se ilustra con tres breves comparaciones: la espera del señor que regresa de unas bodas, el ladrón y el administrador de la casa.

La noche que se alterna con el día es una fuerte metáfora de la vida. ¡Cuántas veces nos parece estar en la oscuridad, sin saber adónde ir, agobiados por los problemas, con amenazas que se ciernen sobre nuestra vida…! O vivir tiempos oscurecidos por la guerra y la injusticia, por la incertidumbre sobre el futuro… La Palabra de este domingo nos ayuda a comprender y a vivir en esta “noche”.

La noche del Éxodo

La primera lectura (Sabiduría 18,6-9) presenta esta noche como la noche del Éxodo, cuando todo el pueblo en espera «se impuso, de común acuerdo, esta ley divina: compartir por igual los éxitos y los peligros».

La vida cristiana es un éxodo, un camino de liberación, muchas veces jalonado de tentaciones, de incertidumbre sobre las decisiones tomadas, de nostalgia del pasado… A menudo se convierte en una larga noche. Habíamos imaginado una travesía más rápida y menos fatigosa, y que pronto estaríamos instalados en la Tierra Prometida. Llegados al Sinaí, Dios nos dijo: «Vosotros mismos habéis visto lo que hice a Egipto, y cómo os llevé sobre alas de águila y os traje hasta mí» (Ex 19,4). Pensábamos, por tanto, que lo peor había pasado. Pero el Señor consideró que aún no estábamos preparados para entrar y que se necesitaban “cuarenta años” de desierto para liberar nuestro corazón de las estructuras mentales y de los hábitos que nos mantenían en “Egipto”, en la “casa de esclavitud”. Allí seguían estando nuestros tesoros. Y «donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón».

Por eso la noche de nuestro éxodo será aún larga. Nosotros también gritaremos a la centinela del profeta Isaías: «Centinela, ¿cuánto queda de la noche?». Y la centinela nos responderá, algo enigmática: «Llega la mañana, pero también la noche; si queréis preguntar, preguntad; conver­tíos, venid» (Is 21,11-12). ¡Corresponde a cada uno de nosotros escuchar e interpretar esta Voz!

La noche de la fe

La segunda lectura (Hebreos 11,1-19) presenta la noche del creyente como la noche de la fe: «En la fe murieron todos estos, sin haber recibido lo prometido, pero viéndolo y saludándolo de lejos, confesando que eran extranjeros y peregrinos en la tierra».

La definición de la fe que encontramos al comienzo de la lectura es sorprendente: «La fe es garantía de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve». Por eso la noche es el ámbito de la fe. Aunque somos hijos de la luz, «caminamos por fe y no por vista» (2Cor 5,7). Es necesario aceptar y atravesar la noche de la fe para aprender a «esperar contra toda esperanza» (Rom 4,18).

Para el creyente, la fe es una elección radical de vida. Significa confiar en una promesa de Dios, como Abraham. De hecho, hay dos maneras de planificar la vida: según un proyecto personal o según una vocación orientada por una promesa de Dios. Proyecto proviene del latín proiectum (pro-icere, arrojar hacia adelante), mientras que promesa proviene de promissa (pro-mittere, enviar hacia adelante). El proyecto lo planifico yo; la promesa la hace Dios. ¿Qué está orientando mi vida: un proyecto mío o una promesa de Dios?

La noche de la vigilia en el servicio

En el pasaje del Evangelio, Jesús habla tres veces de bienaventuranza: «Dichosos los siervos a quienes el señor, al llegar, encuentre en vela»«Y si llega a medianoche o al amanecer y los encuentra así, ¡dichosos ellos!»«Dichoso aquel siervo a quien su señor, al llegar, encuentre actuando así».

En el Evangelio de Lucas, el uso de las palabras “dichoso” y “dichosos” (del griego μακάριος – makários, es decir, “feliz”, “bendito”, “afortunado”) aparece en diversos contextos. Jesús vino a revelarnos el camino de la bienaventuranza. Es el camino que conduce al Reino, la meta de todo ser humano. Es un camino que aún hoy permanece oculto y misterioso para muchos, creyentes y no creyentes. Se presenta de forma tan contraria a la lógica que puede parecer una locura. Pero se ha hecho creíble porque Jesús y otros que se atrevieron a confiar en él lo encarnaron. El Evangelio ha recogido su trazado y se ha convertido en la guía para las mujeres y los hombres del Camino, como llaman a los cristianos los Hechos de los Apóstoles.

El Camino es único: es Cristo, pero ¿podemos hablar de senderos diferentes? Tal vez sí. Algunos nos parecen más arduos que otros. Algunos no nos sentimos capaces de recorrerlos. Pensamos en la santidad de ciertos cristianos o en la “santidad” laica de ciertas personas que se dedican heroicamente a aliviar el sufrimiento. Inalcanzables. Pues bien, el sendero que Jesús nos propone hoy me parece accesible a todos. Ciertamente, siempre es para recorrer en la noche del éxodo y de la fe, pero aun así al alcance de los pequeños, de los siervos. No tenemos que hacer cosas extraordinarias, sino simplemente permanecer despiertos y hacer lo que es nuestro deber: ¡servir! Un servicio humilde, oculto, quizá incluso banal, que no se publicitará en las redes sociales ni buscará “me gusta”, pero que se da por hecho: «Somos siervos inútiles. Hemos hecho lo que debíamos hacer» (Lc 17,10). ¿No os parece esta una versión del “caminito” del “camino del amor sencillo y confiado”, al alcance de todos, trazado por santa Teresa del Niño Jesús?


La última alegría
Papa Francesco

En la página del Evangelio de hoy (cf. Lc 12, 32-48), Jesús llama a sus discípulos a una vigilancia constante. ¿Por qué? Para captar el paso de Dios en su vida, porque Dios pasa continuamente por la vida. Y señala las formas de vivir bien esta vigilancia: «Estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas» (v. 35). Este es el camino. En primer lugar, «ceñidos los lomos», una imagen que recuerda la actitud del peregrino, dispuesto a emprender el camino. Se trata de no echar raíces en moradas cómodas y tranquilizadoras, sino de abandonarse, de abrirse con sencillez y confianza al paso de Dios en nuestras vidas, a la voluntad de Dios, que nos guía hacia la meta sucesiva. El Señor siempre camina con nosotros y tantas veces nos acompaña de la mano, para guiarnos, para que no nos equivoquemos en este camino tan difícil. Efectivamente, el que confía en Dios sabe bien que  la vida de fe no es algo estático, ¡es dinámica! La vida de fe es un itinerario continuo, para dirigirse hacia etapas siempre nuevas, que el Señor mismo indica día tras día. Porque Él es el Señor de las sorpresas, el Señor de las novedades, pero de las verdaderas novedades.

Y entonces ―el primer modo era “los lomos ceñidos”― después se nos pide que mantengamos “las lámparas encendidas”, para poder iluminar la oscuridad de la noche. Es decir, estamos invitados a vivir una fe auténtica y madura, capaz de iluminar las muchas “noches” de la vida. Bien sabemos que todos hemos tenido días que han sido verdaderas noches espirituales. La lámpara de la fe requiere ser alimentada continuamente, con el encuentro de corazón a corazón con Jesús en la oración y en la escucha de su Palabra. Reitero algo que he dicho muchas veces: llevad siempre un pequeño Evangelio en el bolsillo, en el bolso, para leerlo. Es un encuentro con Jesús, con la Palabra de Jesús. Esta lámpara del encuentro con Jesús en la oración y en su Palabra nos ha sido confiada para el bien de todos: nadie, por tanto, puede encerrarse de forma intimista en la certeza de su propia salvación, desinteresándose de los demás. Es una fantasía creer que uno puede iluminarse por dentro solo. No, es una fantasía. La verdadera fe abre el corazón al prójimo y lo impulsa a una comunión concreta con los hermanos, especialmente con los que viven en la necesidad.

Y Jesús, para hacernos comprender esta actitud, cuenta la parábola de los siervos que esperan el regreso del Maestro cuando vuelve de las bodas (vv. 36-40), presentando así otro aspecto de la vigilancia: estar preparados para el encuentro último y definitivo con el Señor. Cada uno de nosotros se encontrará, nos encontraremos en ese día del encuentro. Cada uno de nosotros tiene la propia fecha para el encuentro definitivo. Dice el Señor: «Dichosos los siervos que el señor al venir encuentre despiertos… Que venga en la segunda vigilia o en la tercera, si los encuentra así ¡dichosos ellos!» (vv. 37-38). Con estas palabras, el Señor nos recuerda que la vida es un camino hacia la eternidad; por eso, estamos llamados a emplear todos los talentos que tenemos, sin olvidar nunca que «no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro» (Hb 13,14). Desde esta perspectiva, cada momento se vuelve precioso, así que debemos vivir y actuar en esta tierra teniendo nostalgia del cielo: los pies en la tierra, caminar en la tierra, trabajar en la tierra, hacer el bien en la tierra, y el corazón nostálgico del cielo.

No podemos comprender realmente en qué consiste esta alegría suprema, pero Jesús nos hace darnos cuenta de ello con el ejemplo del amo que, al volver, encuentra a sus siervos aún despiertos: «Se ceñirá, los hará ponerse a la mesa y yendo de uno a otro los servirá» (v. 37). La alegría eterna del paraíso se manifiesta así: la situación se invertirá, y ya no serán los siervos, es  decir, nosotros, los que sirvamos a Dios, sino que Dios mismo se pondrá a nuestro servicio. Y esto lo hace Jesús ya desde ahora. Jesús reza por nosotros, Jesús nos mira y pide al Padre por nosotros, Jesús nos sirve ahora, es nuestro siervo. Y esta será la última alegría. El pensamiento del encuentro final con el Padre, rico en misericordia, nos llena de esperanza y nos estimula a comprometernos constantemente en nuestra santificación y en la construcción de un mundo más justo y fraterno.

Angelus 11.08.2019


VIVIR EN MINORÍA
José A. Pagola

Lucas ha recopilado en su evangelio unas palabras, llenas de afecto y cariño, dirigidas por Jesús a sus seguidores y seguidoras. Con frecuencia, suelen pasar desapercibidas. Sin embargo, leídas hoy con atención desde nuestras parroquias y comunidades cristianas, cobran una sorprendente actualidad. Es lo que necesitamos escuchar de Jesús en estos tiempos no fáciles para la fe.
“Mi pequeño rebaño”. Jesús mira con ternura inmensa a su pequeño grupo de seguidores. Son pocos. Tienen vocación de minoría. No han de pensar en grandezas. Así los imagina Jesús siempre: como un poco de “levadura” oculto en la masa, una pequeña “luz” en medio de la oscuridad, un puñado de “sal” para poner sabor a la vida.
Después de siglos de “imperialismo cristiano”, los discípulos de Jesús hemos de aprender a vivir en minoría. Es un error añorar una Iglesia poderosa y fuerte. Es un engaño buscar poder mundano o pretender dominar la sociedad. El evangelio no se impone por la fuerza. Lo contagian quienes viven al estilo de Jesús haciendo la vida más humana.
“No tengas miedo”. Es la gran preocupación de Jesús. No quiere ver a sus seguidores paralizados por el miedo ni hundidos en el desaliento. No han de perder nunca la confianza y la paz. También hoy somos un pequeño rebaño, pero podemos permanecer muy unidos a Jesús, el Pastor que nos guía y nos defiende. El nos puede hacer vivir estos tiempos con paz.
“Vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino”. Jesús se lo recuerda una vez más. No han de sentirse huérfanos. Tienen a Dios como Padre. Él les ha confiado su proyecto del reino. Es su gran regalo. Lo mejor que tenemos en nuestras comunidades: la tarea de hacer la vida más humana y la esperanza de encaminar la historia hacia su salvación definitiva.
“Vended vuestros bienes y dad limosna”. Los seguidores de Jesús son un pequeño rebaño, pero nunca han de ser una secta encerrada en sus propios intereses. No vivirán de espaldas a las necesidades de nadie. Será comunidades de puertas abiertas. Compartirán sus bienes con los que necesitan ayuda y solidaridad. Darán limosna, es decir “misericordia”. Este es el significado original del término griego.
Los cristianos necesitaremos todavía algún tiempo para aprender a vivir en minoría en medio de una sociedad secular y plural. Pero hay algo que podemos y debemos hacer sin esperar a nada: transformar el clima que se vive en nuestras comunidades y hacerlo más evangélico. El Papa Francisco nos está señalando el camino con sus gestos y su estilo de vida.

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UNA CRISIS ANTIGUA SEMEJANTE A LA NUESTRA
José Luis Sicre

El Nuevo Testamento termina con unas palabras de Jesús en el libro del Apocalipsis: “Sí, vengo pronto”. A las que responde el autor: “Amén. Ven, Señor Jesús”. Aunque la mayoría de los católicos no ha leído el Nuevo Testamento de punta a cabo, a muchos les suena la idea de “la segunda venida de Jesús” o “la vuelta del Señor”, sin que a nadie le quite el sueño. Esa vuelta no la ven como algo inmediato, ni siquiera a largo plazo.

A gran parte de los cristianos de finales del siglo I, cuando Lucas escribe su evangelio, le ocurría lo mismo. Desde niños, o desde que se convirtieron, les habían anunciado la pronta vuelta del Señor. Pero pasaron años, décadas, y no volvía. Escritos muy distintos del Nuevo Testamento recogen el desánimo y el escepticismo que se fue difundiendo en las comunidades. Hasta el punto de que el autor de la segunda carta a los Tesalonicenses se siente obligado a negar la inminencia de esa vuelta: «No perdáis fácilmente la cabeza ni os alarméis por profecías o discursos o cartas fingidamente nuestras, como si el día del Señor fuera inminente» (2 Tes 2,2).

Lucas también está convencido de que el fin del mundo no es inminente. Antes habrá que extender el evangelio «hasta los confines de la tierra», como expone en los Hechos de los Apóstoles. Pero aprovecha la enseñanza de generaciones anteriores para exhortar a la vigilancia.

[El sacerdote puede elegir este domingo entre una lectura breve y otra larga. Sin detenerme en justificar los motivos, aconsejo limitarse a la breve: Lucas 12,39-40.]

Si se lee el texto de forma rápida parece hablar de los mismos personajes: unos criados y su señor. Sin embargo, habla de dos señores distintos:

1) uno que vuelve de un banquete o una boda, al que esperan sus criados;

2) otro, que no tiene criados, se entera de que esa noche va a venir un ladrón, y lo espera en vela.

Dos comparaciones anticuadas

Veinte siglos hacen que incluso las imágenes más expresivas se desvirtúen. La primera comparación trae a la memoria la serie Downton Abbey, con toda la servidumbre perfectamente uniformada y dispuesta a la entrada del palacio esperando la llegada del señor o la familia. Esto pasó a la historia. Imaginando una comparación actual diría: “Tened los chalecos antibalas puestos y las armas preparadas, igual que los agentes de seguridad que esperan que el Presidente salga de la recepción”. Demasiado llamativo, y aplicable a poca gente. Pero lo más desconcertante es lo que hace el Presidente: en vez irse a descansar o a dormir, se dedica a servir la cena a sus guardias.

La segunda comparación, la del que espera la venida del ladrón, también parece anticuada. Esa función la cumplen las agencias de seguridad y la policía. Sin embargo, dados los numerosos fallos en este campo, es posible que el dueño de la casa se mantuviese en vela.

Los protagonistas y los consejos

Las imágenes tan distintas de los criados (1ª comparación) y del dueño de la casa (2ª) se refieren a nosotros, los cristianos. El otro gran protagonista es Jesús, presentado una vez como señor y otra como ladrón. Como señor es algo caprichoso, puede volver a cualquier hora, sin avisar; y lo mismo le ocurre como ladrón.  

Ya que se trata de dos comparaciones distintas, los consejos también difieren: en el primer caso, debemos imitar a los criados que esperan a su señor, con paciencia, aceptando que venga cuando quiera; en el segundo, imitar al propietario que espera al ladrón, preparados para la llegada imprevista del Hijo del hombre.

Hay también una notable diferencia en cuanto al tono: la primera comparación da por supuesto que el señor encontrará a los criados vigilando y los proclama dos veces bienaventurados. La segunda tiene un tono de amenaza y peligro.

De la vuelta del Señor al encuentro con el Señor

A mediados del siglo XX, los Testigos de Jehová estaban convencidos de que el fin del mundo sería en 1984 (70 años después de 1914, el comienzo de la Primera Guerra Mundial). Supongo que ahora mantendrán otra fecha. Pero no debemos reírnos de ellos. La adaptación de antiguas profecías a nuevas realidades es frecuente en el Antiguo Testamento y también en la iglesia primitiva.

En el caso concreto de la lectura de hoy, sin negar la vuelta del Señor, el acento se ha desplazado a algo más cercano e indiscutible: el encuentro personal con él después de la muerte. En esta perspectiva, la exhortación a la vigilancia sigue siendo totalmente válida.

Pero vigilar no significa vivir angustiados, sino cumplir adecuadamente las propias obligaciones, como recuerdan las exhortaciones de las cartas del Nuevo Testamento: en la vida de familia, el trabajo, la sociedad, la comunidad, es donde el cristiano demuestra su actitud de vigilancia.

La primera lectura

La primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría 18, 6-9, ofrece dos posibles puntos de contacto con el evangelio.

Primer punto de contacto: vigilancia esperando la salvación.

  • El libro de la Sabiduría piensa en la noche de la liberación de Egipto
  • El evangelio, en la salvación que traerá la segunda venida de Jesús.
  • En ambos casos se subraya la actitud vigilante de israelitas y cristianos.

Segundo punto de contacto: solidaridad

  • Al momento de salir de Egipto, los israelitas se comprometen a compartir los bienes: serían solidarios en los peligros y en los bienes.
  • En la forma larga del evangelio, Jesús anima a los cristianos a ir más lejos: Vended vuestros bienes y dad limosna; haceos talegas que no se echen a perder, y un tesoro inagotable en el cielo.

Reflexión final

Leer este evangelio en el primer domingo de agosto, cuando muchos acaban de empezar las vacaciones, no parece lo más adecuado. Sin embargo, precisamente al comienzo de las vacaciones es cuando más nos aconsejan una actitud de vigilancia: con respecto a la protección de la casa, las ruedas del coche, la revisión del motor, la protección de los rayos solares… Siendo realistas, también al comienzo de las vacaciones es cuando muchos se encuentran definitivamente con el Señor. La vigilancia no es solo para el otoño.

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