Category Comentarios dominicales

XXI Domingo ordinario. Año C

“En aquel tiempo, Jesús iba enseñando por ciudades y pueblos, mientras se encaminaba a Jerusalén. Alguien le preguntó: Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?
Jesús le respondió: Esfuércense por entrar por la puerta, que es angosta, pues yo les aseguro que muchos tratarán de entrar y no podrán. Cuando el dueño de la casa se levante de la mesa y cierre la puerta, ustedes se quedarán afuera y se pondrán a tocar la puerta, diciendo: ¡Señor, ábrenos! Pero él les responderá: No sé quiénes son ustedes. Entonces le dirán con insistencia: Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas. Pero él replicará: Yo les aseguro que no sé quiénes son ustedes. Apártense de mí, todos ustedes lo que hacen el mal. Entonces llorarán ustedes y se desesperarán, cuando vean a Abraham a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y ustedes se vean echados fuera.
Vendrán muchos del oriente y del poniente, del norte y del sur, y participarán en el banquete del Reino de Dios. Pues los que ahora son los últimos serán los primeros; y los que ahora son los primeros, serán los últimos”. (Lucas 13, 22-30)


Esfuércense por entrar por la puerta angosta
P. Enrique Sánchez, mccj

Un primer detalle importante, con el cual inicia esta página del evangelio de Lucas, nos recuerda que Jesús iba enseñando por los pueblos y las ciudades por donde iba pasando en su camino a Jerusalén.

Iba enseñando que los tiempos se habían cumplido y que la salvación ahora estaba más cerca que nunca de todos los que fuesen capaces de reconocerlo como Mesías y Salvador.

Las promesas y las profecías que el Padre había hecho se cumplían ahora en Jesús, pero no era suficiente con decir: “Señor, nosotros hemos comido y bebido contigo, hemos escuchado tus enseñanzas” para que hicieran parte del estilo de vida de sus discípulos y de aquellos que iban entrando en contacto con su mensaje.

Nunca ha sido suficiente decirle al Señor, “nosotros somos de los tuyos” para reclamar luego un lugar entre quienes están llamados a salvarse. No son las palabras, ni los buenos propósitos los que salvan; es la puesta en practica de lo que se va descubriendo estando con Jesús como compañeros de ruta.

Jesús subía a esa Jerusalén y convertía esa ciudad en el lugar más importante de todo Israel porque ahí se dirigía para cumplir con su misión.

Y no habría que olvidar que Jerusalén es el lugar de la entrega total, del sacrificio y de la expresión más transparente del amor que Dios ha tenido, y sigue teniendo, por todos nosotros.

Jerusalén es lugar de desprendimiento, de despojo, de sacrificio, de renuncia, de entrega radical, de abandono de sí mismo que culminará sobre el madero de la Cruz. Se trata de todo lo contrario con lo que muchas veces nosotros soñamos, pensando que entrar en el Reino es ganarse un espacio en un lugar de confort, de tranquilidad, de vida sin exigencias y mucho menos de conflictos.

Todo esto habrá que ponerlo en relación con la invitación a entrar por la puerta angosta. La puerta que exige desprendimientos, renuncias, esfuerzos y sacrificios.

Es puerta que conduce al encuentro con los demás, al descubrimiento de un mundo en donde nos toca vivir como Jesús nos va enseñando a través de su palabra y de su ejemplo.

Es la puerta que nos introduce al mundo de Dios en donde lo que cuenta y lo que vale está fuera de nosotros, en lo que amamos y a quienes nos entregamos.

La puerta, nos lo recordará el evangelio en otra parte, es Cristo quien nos invita a entrar en lo bello del Reino de Dios pasando a través de él, haciendo de él el faro que guía nuestros pasos por el camino de la vida. Y, nada qué ver, con el amigo influyente que nos exenta del compromiso de dar la vida.

Otro detalle que salta a la vista leyendo este evangelio es la pregunta que le hacen a Jesús. ¿Es verdad que son pocos los que se salvan?

Al parecer, en tiempos de Jesús circulaba el rumor de que solo pocos se salvarían, pensando que la salvación la alcanzarían sólo algunos privilegiados; todos aquellos que se sentían justos y buenos observantes de los mandamientos y de las leyes.

A lo mejor también alguno de los discípulos andaba inquieto queriendo saber cuál sería su futuro.

Recordemos cuando sus más cercanos colaboradores le preguntaron qué sería de todos aquellos que lo habían dejado todo par seguirlo. ¿Estarían ellos entre esos pocos privilegiados que se salvarían? ¿Serían ellos los que se sentían con derecho a entrar por la puerta real porque habían comido y bebido con el Señor?

La tentación de reclamar como un derecho el poder ser salvados, sin mayores esfuerzos, podría venir del hecho que habían escuchado y aprendido muchas cosas de la enseñanza de Jesús.

Siendo los más cercanos podían sentirse como formando parte del grupo de privilegiados, escogidos y afortunados para entrar en el Reino.

Pero Jesús les derrumba todas sus fantasías y les recuerda que la salvación pasa a través de la experiencia que él les está compartiendo mientras se dirige a Jerusalén. De igual manera, Jesús deja muy en claro que la salvación no es para un pequeño grupo de privilegiados, cuidadosamente escogidos y separados. No, la salvación es para todos y nadie está excluido de la invitación a reconocerse hijo de Dios, por vocación.

No sólo nadie está excluido de la salvación traída por Jesús, sino que quienes parecían más lejanos, los del oriente y del poniente, son invitados y acogidos porque saben dar una respuesta favorable al Señor.

Y, nosotros que hemos tenido la dicha de recibir el don de la fe prácticamente desde que nacimos; nosotros que hemos crecido nutridos por el evangelio; nosotros a quienes se les ha dado la gracia de vivir la presencia de Jesús en cada eucaristía, que tenemos la fortuna de experimentar el don de su misericordia en los sacramentos,

¿nos contentaremos con seguir diciendo: Señor, Señor?

¿Seguiremos esperando tiempos que nunca llegarán para decidirnos a vivir el don de nuestra fe cristiana, convirtiéndonos en testigos alegres y entusiastas de Jesús?

¿Hasta cuándo reaccionaremos a los letargos que nos tienen aturdidos y encandilados en un mundo que cada día se hace más indiferente a las cosas de Dios y en el cual los cristianos parece que acabamos diluyéndonos y perdiendo la fuerza que nos permite ser sal y fermento de nuestro mundo?

Estos cuantos versículos del evangelio de Lucas concluyen con una frase que es muy fuerte y que debería ayudarnos a darnos una sacudida en la experiencia de vivir la fe y de manifestar nuestra alegría de ser discípulos de Jesús.

El evangelio concluye diciendo que los últimos serán los primeros y los primeros los últimos. La lógica que nos desafía a caminar contra corriente en un mundo que encuentra dificultades a aceptar que la verdadera felicidad es sinónimo de entrega y se declina como el verbo amar.

Los últimos son los primeros. Algo de eso ya lo estamos viendo hoy en tantos lugares en donde las jóvenes comunidades cristianas nos dan un testimonio de vitalidad y de entusiasmo, de creatividad y de generosidad.

No es casualidad que la mayoría de las vocaciones vengan hoy de continentes que aparentemente estaban lejanos del cristianismo. África y Asia son hoy semilleros de pequeñas comunidades cristianas que viven su fe con gran alegría, sin tener miedo al sacrificio, a la persecución y al martirio.

Y nosotros, ¿será́ que tenemos miedo a entrar por la puerta angosta? ¿Será que nos cuesta arriesgar y poner nuestra vida a disposición del Señor que nos invita a ser testigos suyos en lo más ordinario de nuestra vida? Pidamos con humildad la gracia de anhelar la santidad y de no dejarnos atemorizar por los límites que reconocemos en lo humano que nos caracteriza, sabiendo que Dios no abandona a quienes perseveran en el camino del bien.


CUÁNTOS, CÓMO Y QUIÉNES SE SALVAN
José Luis Sicre

Durante siglos, a los israelitas no les preocupó el tema de la salvación o condena en la otra vida. Después de la muerte, todos, buenos y malos, ricos y pobres, opresores y oprimidos, descendían al mundo subterráneo, el Sheol, donde sobrevivían sin pena ni gloria, como sombras. Quienes se planteaban el problema de la justicia divina, del premio de los buenos y castigo de los malvados, respondían que eso tenía lugar en este mundo. Sin embargo, la experiencia demostraba lo contrario, y así lo denuncia el autor del libro de Job: en este mundo, los ladrones y asesinos suelen vivir felizmente, mientras los pobres mueren en la miseria.

Con el tiempo, para salvar la justicia divina, algunos grupos religiosos, como los fariseos y los esenios, trasladan el premio y el castigo a la otra vida. Dentro de los evangelios, la parábola del rico y Lázaro refleja muy bien esta idea: el rico lo pasa muy bien en este mundo, pero su comportamiento injusto y egoísta con Lázaro lo condena a ser torturado en la otra vida; en cambio, Lázaro, que nada tuvo en la tierra, participa de la felicidad eterna.

Entre los judíos que creen en la resurrección cabe otra postura, importante para comprender el comienzo del evangelio de hoy: sólo los buenos resucitan para una vida feliz; los malvados no consiguen ese premio, pero tampoco son condenados.

Una pregunta absurda: “Señor, ¿serán pocos los que se salven?”

Bastantes cristianos actuales habrían formulado la pregunta de manera distinta: “¿Serán muchos los que se condenen?” Sin embargo, el personaje del que habla Lucas parece formar parte de ese grupo que sólo cree en la salvación. Jesús podría haber respondido con otra pregunta: ¿Qué entiendes por “pocos”? ¿Cuatro mil? ¿Veinte millones? ¿Ciento cuarenta y cuatro mil, como afirman los Testigos de Jehová? La pregunta sobre pocos o muchos es absurda, aunque hay gente que sigue afirmando con absoluta certeza que se condena la mayoría o que se salvan todos.

Una enseñanza: “entrar por la puerta estrecha”

Jesús no entra en el juego. Ni siquiera responde al que pregunta, sino que aprovecha la ocasión para ofrecer una enseñanza general. «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán.»

La imagen, tal como la presenta Lucas, no resulta muy feliz. Quienes no pueden entrar por una puerta estrecha son las personas muy gordas, y eso no es lo que está en juego. El evangelio de Mateo ofrece una versión más completa y clara: “Entrad por la puerta estrecha; porque es ancha la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella. ¡Qué estrecha es la puerta, qué angosto el camino que lleva a la vida, y son pocos los que dan con ella!” (Mateo 7,13-14).

En cualquier caso, la exhortación de Jesús resulta tremendamente vaga: ¿en qué consiste entrar por la puerta estrecha? En otros momentos lo deja más claro.

Al joven rico, angustiado por cómo conseguir la vida eterna, le responde: “No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honrarás a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo”. En el evangelio de Mateo, la parábola del Juicio Final indica los criterios que tendrá en cuenta Jesús a la hora de salvar y condenar: “Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, era emigrante y me acogisteis, estaba desnudo y me vestisteis, estaba enfermo y me visitasteis, estaba encarcelado y acudisteis”.

La experiencia demuestra que vivir esto equivale a pasar por una puerta estrecha, pero al alcance de todos.

Un final sorprendente y polémico: quiénes

La pregunta sobre el número de los que se salvan ha provocado una respuesta sobre cómo salvarse; pero Jesús añade algo más, sobre quiénes se salvarán.

El libro de Isaías contiene estas palabras dirigidas por Dios a los israelitas: “En tu pueblo todos serán justos y poseerán por siempre la tierra” (Is 60,21). Basándose en esta promesa, algunos rabinos defendían que todo Israel participaría en el mundo futuro; es decir, que todos se salvarían (Tratado Sanedrín 10,1). ¿Y los paganos? También ellos podían obtener la salvación si aceptaban la fe judía.

Sin embargo, la parábola que cuenta Lucas afirma algo muy distinto. El amo de la casa es Jesús, y quienes llaman a la puerta son los judíos contemporáneos suyos, que han comido y bebido con él, y en cuyas plazas ha enseñado. No podrán participar del banquete del reino junto con los verdaderos israelitas, representados por los tres patriarcas y los profetas. En cambio, muchos extranjeros, procedentes de los cuatro puntos cardinales, se sentarán a la mesa.

La conversión de los paganos ya había sido anunciada por algunos profetas, como demuestra la primera lectura (Is 66,18-21). Pero el evangelio es hiriente y polémico: no se trata de que los paganos se unen a los judíos, sino de que los paganos sustituyen a los judíos en el banquete del Reino de Dios. Estas palabras recuerdan el gran misterio que supuso para la iglesia primitiva ver cómo gran parte del pueblo judío no aceptaba a Jesús como Mesías, mientras que muchos paganos lo acogían favorablemente.

Moraleja y matización

Lucas termina con una de esas frases breves y enigmáticas que tanto le gustaban a Jesús: «Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos». En la interpretación de Lucas, los últimos son los paganos, los primeros los judíos. El orden se invierte. Pero los primeros, los judíos como totalidad, no quedan fuera del banquete, también son invitados. El mismo Lucas, cuando escribe el libro de los Hechos de los Apóstoles, presenta a Pablo dirigiéndose en primer lugar a los judíos, aunque generalmente sin mucho éxito.

Primera lectura: Isaías 66, 18-21

El primer párrafo es el que está en relación con el evangelio: habla de la conversión de los paganos desde Tarsis (a menudo localizada en la zona de Cádiz-Huelva) hasta Turquía (Masac y Tubal), y con dos importantes regiones de África (Libia y Etiopía). El punto de vista es distinto al del evangelio: aquí sólo se habla de conversión, no de salvación en la otra vida (tema que queda fuera de la perspectiva del profeta).

Segunda lectura: cuando Dios nos mete por la puerta estrecha (Heb 12,5-7.11-13)

Este breve fragmento de la Carta a los Hebreos no tiene nada que ver con el evangelio. Pero es una hermosa exhortación que lo complementa. En el evangelio se nos anima a «entrar por la puerta estrecha». Muchas veces es la vida la que se estrecha en torno a nosotros, como si Dios nos pusiera a prueba. El autor de la carta enfoca esos momentos difíciles como una reprensión o corrección del Señor. Pero es la corrección de un Padre que deseo lo mejor para su hijo, idea que debe consolarnos y fortalecernos.

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CONFIANZA, SÍ. FRIVOLIDAD, NO
José A. Pagola

La sociedad moderna va imponiendo cada vez con más fuerza un estilo de vida marcado por el pragmatismo de lo inmediato. Apenas interesan las grandes cuestiones de la existencia. Ya no tenemos certezas firmes ni convicciones profundas. Poco a poco, nos vamos convirtiendo en seres triviales, cargados de tópicos, sin consistencia interior ni ideales que alienten nuestro vivir diario, más allá del bienestar y la seguridad del momento.

Es muy significativo observar la actitud generalizada de no pocos cristianos ante la cuestión de la “salvación eterna” que tanto preocupaba solo hace pocos años: bastantes la han borrado sin más de su conciencia; algunos, no se sabe bien por qué, se sienten con derecho a un “final feliz”; otros no quieren recordar experiencias religiosas que les han hecho mucho daño.

Según el relato de Lucas, un desconocido hace a Jesús una pregunta frecuente en aquella sociedad religiosa: “¿Serán pocos los que se salven?” Jesús no responde directamente a su pregunta. No le interesa especular sobre ese tipo de cuestiones estériles, tan queridas por algunos maestros de la época. Va directamente a lo esencial y decisivo: ¿cómo hemos de actuar para no quedar excluidos de la salvación que Dios ofrece a todos?

“Esforzaos en entrar por la puerta estrecha”. Estas son sus primeras palabras. Dios nos abre a todos la puerta de la vida eterna, pero hemos de esforzarnos y trabajar para entrar por ella. Esta es la actitud sana. Confianza en Dios, sí; frivolidad, despreocupación y falsas seguridades, no.

Jesús insiste, sobre todo, en no engañarnos con falsas seguridades. No basta pertenecer al pueblo de Israel; no es suficiente haber conocido personalmente a Jesús por los caminos de Galilea. Lo decisivo es entrar desde ahora en el reino Dios y su justicia. De hecho, los que quedan fuera del banquete final son, literalmente, “los que practican la injusticia”.

Jesús invita a la confianza y la responsabilidad. En el banquete final del reino de Dios no se sentarán solo los patriarcas y profetas de Israel. Estarán también paganos venidos de todos los rincones del mundo. Estar dentro o estar fuera depende de cómo responde cada uno a la salvación que Dios ofrece a todos.

Jesús termina con un proverbio que resume su mensaje. En relación al reino de Dios, “hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos”. Su advertencia es clara. Algunos que se sienten seguros de ser admitidos pueden quedar fuera. Otros que parecen excluidos de antemano pueden quedar dentro.

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TODOS BIENVENIDOS ¡PERO A NO LLEGAR TARDE!
Fernando Armellini

Introducción

“Ensancha el espacio de tu tienda, despliega sin miedo tus lonas, alarga tus cuerdas, cava bien tus estacas porque te extenderás a derecha e izquierda” (Is 54,2-3). Esta es la invitación que el profeta dirige a Jerusalén encerrada en un apretado cerco de murallas. Se han terminado los tiempos de nacionalismos estrechos; se abren nuevos e ilimitados horizontes: la ciudad debe prepararse para recibir a todos los pueblos que vendrán a ella porque todos, no solo Israel, son herederos de las bendiciones prometidas a Abrahán.

La imagen empleada por el profeta es deliciosa; nos hace contemplar vívidamente a la humanidad entera de camino hacia el monte sobre el que se levanta Jerusalén. Allí el Señor ha preparado un “festín de manjares suculentos, un festín de vinos añejados, manjares deliciosos, vinos generosos” (Is 25,6).

Con otra imagen de la ciudad, el autor del Apocalipsis describe, en las últimas páginas de su libro, la gozosa conclusión de la turbulenta historia de la humanidad. Jerusalén, dice: “tiene una muralla grande y alta, con doce puertas y doce ángeles en las puertas. Al oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, y al occidente tres puertas” (Ap 21,12-13). La imagen es distinta pero el significado es el mismo: desde cualquier parte de donde procedan, todo hombre y mujer encontrarán las puertas de la ciudad abiertas de par en par para darles la bienvenida.

El camino hacia el banquete del reino de Dios, sin embargo, no es un cómodo paseo. La senda es estrecha y la puerta –dice Jesús– es angosta y difícil de encontrar. Esta afirmación no contradice el mensaje optimista y gozoso de los profetas que anuncian la Salvación universal sino que pone en guardia contra la ilusión de quienes creen caminar por el camino justo cuando, por el contrario, andan perdidos por senderos que los están alejando de la meta. Todos llegarán finalmente a la meta, sí, pero no conviene llegar al final del banquete.

Evangelio

En el evangelio de Mateo encontramos con frecuencia en boca de Jesús palabras muy duras contra los malvados: habla del fuego del infierno, los amenaza con separar a las ovejas de las cabras y, nada menos que siete veces, anuncia a los pecadores que les espera llanto y crujir de dientes.

Lucas presenta a un Jesús más comprensivo, indulgente y siempre pronto a ponerse de parte de los pobres, de los desesperados, de los que han tenido una vida difícil. Siempre los presenta así… excepto en el pasaje de hoy donde, extrañamente, recurre a las amenazas y condenas. Hay una puerta estrecha a través de la cual es casi imposible pasar; incluso está inesperadamente cerrada y el que está adentro está adentro y el que está afuera se queda afuera. Los que llegan con retraso son despedidos de malos modos. ¡Es demasiado tarde!, grita el dueño de la casa. ¡Fuera de aquí! ¡Aléjense de mi vista! ¡No los conozco! ¡Les espera llanto y crujir de dientes!

Quien se ha dejado envolver y fascinar por los temas favoritos de Lucas –la alegría, la fiesta, el optimismo, la clemencia de Dios– se queda estupefacto ante tales palabras. Nunca se hubiera esperado de Jesús semejante comportamiento. El que amaba a publicanos y pecadores y aceptaba con gusto sus invitaciones para comer con ellos, ahora les cierra la puerta a sus amigos en su cara, fríamente y sin dudarlo. El Jesús inflexible de esta parábola no parece el mismo que sugería invitar al banquete a lisiados, tullidos y ciegos (cf. Lc 14,13) de quienes lógicamente no se puede esperar ni puntualidad ni que acierten de inmediato con la puerta de entrada. No se asemeja al médico que ha venido a curar a los enfermos, ni al pastor que se enternece por la oveja perdida, ni al amigo que se levanta de noche para dar pan. Sus sentimientos son distintos de los del padre del hijo pródigo. Resulta extraño también su consejo: “Procuren entrar por la puerta estrecha”. Parece una invitación a preocuparse solamente por la salvación propia. Quien a fuerza de codazos logra hacerse con un puesto en la sala del banquete, parece desinteresarse por quien se ha quedado fuera.

No es difícil intuir la razón que ha llevado a Lucas a insertar en su evangelio palabras tan duras. En sus comunidades se han infiltrado la laxitud, el cansancio, la presunción de estar en excelentes relaciones con Dios, la arrogante convicción de que bastan los buenos propósitos para obtener la Salvación a buen precio. Lucas se da cuenta de que muchos cristianos corren el riesgo de quedar excluidos del reino y se siente en el deber de desenmascarar el falso optimismo que se ha extendido. Emplea lenguaje e imágenes ligadas a su cultura, ambiente y época. Hay que tener muy presente este hecho, pues de lo contrario podemos adulterar el sentido de las palabras de Jesús y considerarlas como información de lo que ocurrirá al final del mundo. Los detalles son dramáticos, el lenguaje es impresionante, pero es así como se expresaban los predicadores de aquel tiempo con la intención de sacudir las conciencias de sus oyentes.

Tratemos de captar el significado de semejantes expresiones. Un día, a alguien se le escapa la pregunta: “Señor ¿son pocos los que se salvan?” (v. 23). Algunos rabinos enseñaban que todo el pueblo de Israel participaría en el banquete del reino. Otros sostenían que no, que son más numerosos los que se pierden que los que se salvan, como un río es mayor que una gota de agua. La opinión más extendida, sin embargo, era: “Este siglo fue creado por el Altísimo para una multitud, pero el siglo futuro lo será para un pequeño número. Muchos han sido creados; pocos, sin embargo, se salvarán.”

Jesús no entra en el argumento porque la pregunta ha sido mal planteada y, por tanto, cualquier respuesta sería incorrecta y engañosa. Si responde no, crea falsas seguridades; si responde sí, provoca desaliento. Jesús rechaza convertirse en un visionario apocalíptico; no ha venido a develar números y fechas secretas, como hacen algunos locos soñadores de nuestros días. Jesús prefiere cambiar de argumento; no entra en especulaciones sobre el fin del mundo y la Salvación eterna; lo que interesa es dejar claro cómo se entra en el reino de Dios, es decir, cómo convertirse ‘hoy’ en discípulos suyos y mantenerse como tales.

La primera condición es “Procuren entrar por la puerta estrecha, porque les digo que muchos intentarán entrar y no podrán (v. 24). Sorprende el hecho de que no logren entrar a pesar de intentarlo. Aparentemente no les falta la buena voluntad, pero se equivocan en el modo de hacerlo. Se refiere a los fariseos que exhiben una vida impecable y ejemplar, ayunan dos veces por semana, no son ladrones ni adúlteros y, sin embargo, no logran entrar.

Para poder pasar por una puerta estrecha, lo sabemos, solo hay una manera de hacerlo: contraerse, estrecharse, es decir: hacerse pequeño. Quien es grande y grueso no pasa; puede intentarlo de muchas maneras, de frente o de perfil, pero no logrará pasar. Esto es lo que a Jesús le interesa que quede claro: no se puede ser discípulo suyo sin renunciar a ser grande, sin hacerse pequeño y servidor de todos.

He aquí el error del fariseo: la presunción, la confianza puesta en la propia santidad, en sus buenas obras. No ahorra energías; hace de todo para agradar a Dios –lo reconoce también Pablo (cf. Rom 10,3) – pero está demasiado inflado de vanidad y arrogancia. Pequeño es quien reconoce que no merece nada, quien, mirándose a sí mismo, se siente frágil y perdido, quien no ve otra salida que no sea la de encomendarse a la misericordia de Dios; solo este logra pasar a través de la puerta estrecha.

Quien no asume la disposición interior del pequeño, no puede entrar en el reino de Dios, aunque sea muy rezador, buen catequista, gran predicador, incluso hacedor de milagros (cf. Mt 7,22). Jesús continúa desarrollando las implicaciones que lleva consigo su invitación a participar en el banquete mediante una parábola que introduce otra exigencia: es necesario darse prisa, pues no hay tiempo que perder (vv. 25-30). Un gran señor ofrece gratuitamente un banquete al que todos están invitados, con la sola condición, como hemos visto, de ser lo suficientemente pequeños para pasar por la puerta y de hacerlo sin pretensiones. Pero, ¡atención!, llega un momento en que la puerta es cerrada. El gran señor es claramente Dios quien, como ha prometido por boca de los profetas (cf. Is 25:6-8; 55:1-2; 65,13-14), organiza el banquete del reino.

La escena ahora se desdobla. Hay un primer grupo de personas que, dejadas afuera, pretender entrar alegando a gritos sus razones: “Hemos comido y bebido contigo, en nuestras calles enseñaste” (v. 26). Pero el gran señor no les abre la puerta sino que los expulsa llamándolos malhechores: “Les digo que no sé de dónde son ustedes. Apártense de mí, malhechores (v. 27).

¿Quiénes son estos? Tratemos de identificarlos: han conocido a Jesús, lo han escuchado, han comido el pan con Él. No son, por tanto, paganos sino miembros de la comunidad cristiana. Son los que tienen sus nombres inscritos en los registros de los bautismos, los que leyeron el Evangelio y participaron del banquete eucarístico. Creen tener los papeles en regla para poder entrar en la fiesta y, sin embargo, son alejados porque no basta el mero conocimiento de la propuesta evangélica sino que es necesario comprometerse, adherirse a ella. Quien no se compromete a tiempo con Evangelio es un hacedor de iniquidad.

Esta severa condena va dirigida a los cristianos flojos, ‘tibios’, superficiales, que se contentan con una pertenencia externa a la comunidad, celebrando liturgias huecas que se reducen para ellos a ritos exteriores incapaces de transformar sus vidas. No hay que entender este rechazo, sin embargo, como una condena definitiva, como exclusión eterna de la Salvación. Una interpretación en este sentido sería errónea y peligrosa por ir contra el mensaje evangélico.

Las palabras de Jesús se refieren al presente, a la pertenencia y adhesión al reino de Dios hoy, aquí y ahora. Son una apasionada invitación a que evaluemos con urgencia la propia vida espiritual porque muchos cultivan la ilusión de ser discípulos de Jesús cuando, en realidad, no lo son. Éstos tales, si no se dan cuenta pronto, terminarán en llanto (cuando descubran que han fallado miserablemente), y en rechinar de dientes (símbolo de la amargura y la rabia de quien comprende, demasiado tarde, haberse equivocado).

Vayamos al segundo grupo, compuesto por quienes están adentro. Sentados a la mesa están los patriarcas: Abrahán, Isaac, Jacob. Después todos los profetas y finalmente una inmensa multitud venida de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur. No se dice que todos éstos hayan conocido a Jesús y caminado a su lado; quizás muchos de ellos ni siquiera sabían de su existencia. Lo cierto es que, si han logrado entrar, significa que han pasado por la puerta estrecha, mientras que los del primer grupo se han quedado afuera (vv. 28-30).

Volvamos unas cuantas páginas atrás. En el capítulo 9 del evangelio de Lucas se dice que un día surgió una discusión entre los discípulos acerca de quien era el más grande. Jesús, entonces, tomando a un niño “lo colocó junto a sí y les dijo: «El más pequeño de todos ustedes, ese es el mayor»” (Lc 9, 46-47). No puede participar en el banquete quien no se esfuerza por ser pequeño.

Jesús no ha querido meter miedo a nadie con la amenaza del infierno. Su condena va dirigida contra la vida tibia (ni fría ni caliente), incoherente, hipócrita que llevan tantos hombres y mujeres que dicen ser sus discípulos. Y, sin embargo, incluso ante palabras tan inquietantes, todavía hay cristianos incoherentes, hipócritas y arrogantes a quienes ni siquiera les pasa por la imaginación el que un día el Señor pueda decirles: “No los conozco”.

Lucas, quizás con dolor del corazón porque no es su estilo, ha tenido que introducir este texto en su evangelio. A diferencia de Mateo, que concluye el pasaje de manera sombría y amenazadora –“Los ciudadanos del reino serán expulsados a las tinieblas de afuera. Allí será el llanto y el crujir de dientes” (Mt 8,12)– Lucas termina la parábola con la escena de la fiesta y del banquete con un dicho significativo: “Porque hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos” (v. 30).

Al final, por tanto, todos serán recibidos, aunque –por desgracia para ellos– los últimos habrán perdido la oportunidad de haber gozado desde el principio de las alegrías del banquete del reino de Dios.

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XX Domingo ordinario. Año C

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Vine a traer fuego a la tierra, y, ¡cómo desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, y, ¡qué angustia siento hasta que esto se haya cumplido! ¿Piensan que vine a traer paz a la tierra? No he venido a traer la paz sino la división. En adelante en una familia de cinco habrá división: tres contra dos, dos contra tres. Se opondrán padre a hijo e hijo a padre, madre a hija e hija a madre, suegra a nuera y nuera a suegra”.


Fuego en la tierra
P. Enrique Sánchez, mccj

Nuestra reflexión de este domingo tiene como punto de partida dos palabras claves que nos ayudarán, a acoger y a tratar de vivir lo que Jesús nos propone en el Evangelio para que entendamos mejor cuál es su misión y la nuestra como discípulos y misioneros suyos.

Jesús habla de fuego y de bautismo como dos realidades que traen consigo una novedad que tiene qué ver con la vida que nace cuando empezamos a creer en sus palabras.

El bautismo del que se habla en estos versículos del evangelio seguramente no se refiere a lo que nosotros identificamos con el sacramento del bautismo que hemos recibido, aunque, de alguna manera, podemos hacer memoria de esa experiencia que nos ha tocado vivir.

El bautismo del que habla Jesús se refiere a su experiencia del misterio pascual. Es el bautismo que habla de un pasar de una experiencia de esclavitud, marcada por la muerte, a una vida nueva que surge de la resurrección.

Es el bautismo que nos quiere ayudar a tomar conciencia del paso que estamos llamados a dar, en el día a día de nuestra existencia, dejando a un lado todo aquello que puede ser esclavitud y muerte.

Todo aquello que nos tiene atados a una mundanidad que nos encandila y nos seduce con sus promesas de felicidad.

Jesús, nos dice el evangelio, quisiera que lo que tendrá que vivir en su camino de pasión, de muerte y de resurrección fueran algo ya realizado para que nadie se encuentre excluido de amor de Dios.

En el bautismo, entendido como paso de la muerte a la vida, de la cruz a la resurrección, podemos entender que el Señor nos está invitando a vivir, en nuestra propia experiencia, el paso de todo aquello que nos podría tener esclavizados, a una experiencia plena de vida en el Espíritu.

Por otra parte, se nos habla también del fuego que Jesús quisiera que ya estuviera ardiendo en cada uno de nosotros y en el mundo en donde estamos presentes. Un fuego que debe llegar a todos y que debería tocar todas las realidades de nuestra vida.

Y, tal vez, antes de reflexionar mucho sobre este tema, nos conviene detenernos a ver qué cosa es el fuego del que habla Jesús, para comprender mejor el mensaje que se nos quiere dejar en el corazón.

Cuando pensamos al fuego nos damos cuenta de que se trata de algo que representa muerte y vida nueva, al mismo tiempo. Es algo que consume con sus llamas y transforma con su fuerza, que envuelve y abraza.

En un primer momento se puede decir que es algo que arrasa con todo, ciertamente, cuando adquiere fuerza y no se controla; es algo que consume lo que encuentra a su paso. Es algo que tiene como propiedad el propagarse rápidamente e invadir sin dificultad cualquier espacio.

La buena noticia del Evangelio que Jesús nos propone tiene en sí esta propiedad que caracteriza al fuego. Ella también se propaga con una fuerza que transforma todo lo que encuentra a su paso.

El fuego tiene una fuerza que purifica, que consume y abre espacios para que algo nuevo pueda surgir. La imagen del fuego hace que entendamos que también al interno de nuestra comunidad cristiana existe un proceso continuo de purificación en la medida en que acogemos y nos confrontamos con la palabra de Dios.

El evangelio, como el fuego, consume todo aquello que en nuestros corazones nos impide vivir y actuar de acuerdo a la verdad. Es lo que nos obliga a dejar a un lado las máscaras que cargamos para defender muchas veces nuestros compromisos con la ambigüedad.

Por esta razón no es difícil entender por qué se dan las divisiones y por qué surgen los conflictos, no sólo en las comunidades, en nuestras familias o en nuestros grupos humanos; sino también al interior de nosotros mismos.

El fuego de la Palabra del Señor nos empuja a vivir en la coherencia y en la honestidad, en la verdad y en la libertad. Y esto crea tensiones, pues en muchos momentos ser cristianos nos obliga a ir contra corriente, a no estar de acuerdo con propuestas de vida que no están fundadas en el amor, en la justicia y en el respeto de los demás.

Jesús dice que no ha venido a traer la paz a la tierra y oyendo esas palabras podemos sentirnos confundidos, pensando que hay una contradicción entre la propuesta del Reino que ha venido a instaurar y una realidad de rivalidades hasta en las relaciones más ordinarias de nuestra vida, como lo son las que se dan en el seno familiar.

Él no ha venido a traer la paz como la ofrece el mundo.  La paz que se pretende construir a punta de fusiles o de bombas.

No es la paz idealizada en un mundo en donde no existirían conflictos y dificultades, en donde desaparecería todo lo que tenga que ver con sacrificios y entrega de uno mismo.

Es la paz que brota en el corazón cuando somos capaces de hacer opciones decididas por Jesús y por su evangelio.

Es la paz que nos permite estar en el mundo, pero sin dejarnos atrapar por sus propuestas cuando son egoístas o nos alejan de los demás.

Jesús ha venido a traer la división que obliga a tomar partido por él. Es la división que hace aparecer con claridad por donde pasa el proyecto que Dios ha sonado para nosotros con la promesa de hacernos vivir en plenitud.

Aquí aparece otra palabra, consecuencia de las anteriores, bautismo, fuego, y ahora división.

Es la división que nos ayuda a entender que no se puede vivir diciendo que creemos en Dios y después asumir un estilo de vida que lo ignora, que lo arrincona en lo cotidiano o simplemente se le recuerda cuando las necesidades nos llegan al cuello. Pidamos para que la Palabra del Señor entre en lo más profundo de nuestro ser como un fuego nuevo, suscitado por el Espíritu, que nos libere y nos purifique de todas las ramas secas que vamos cargando y que no nos dejan descubrir lo bello que Dios va creando cada día para nosotros.

Que seamos capaces de vivir el misterio del Bautismo del Señor acercándonos a Él sin miedo a entrar en el misterio de su pasión, de su muerte y de su resurrección para que demos muerte a lo que nos tiene paralizados en el egoísmo que nos impide amarnos como hermanos. Que no inventemos pretextos para eludir la división ante la cual tenemos que definirnos haciendo opciones que den un rostro concreto a nuestro ser cristianos. Que no nos permita alinearnos con aquellos que pretenden hacer de nuestra vida y de nuestro mundo una realidad en donde se piensa que podemos acomodar a Dios a nuestros intereses personales.


Sin fuego no es posible
José A. Pagola

En un estilo claramente profético, Jesús resume su vida entera con unas palabras insólitas: “Yo he venido a prender fuego en el mundo, y ¡ojalá estuviera ya ardiendo!”. ¿De qué está hablando Jesús? El carácter enigmático de su lenguaje conduce a los exegetas a buscar la respuesta en diferentes direcciones. En cualquier caso, la imagen del “fuego” nos está invitando a acercarnos a su misterio de manera más ardiente y apasionada.
El fuego que arde en su interior es la pasión por Dios y la compasión por los que sufren. Jamás podrá ser desvelado ese amor insondable que anima su vida entera. Su misterio no quedará nunca encerrado en fórmulas dogmáticas ni en libros de sabios. Nadie escribirá un libro definitivo sobre él. Jesús atrae y quema, turba y purifica. Nadie podrá seguirlo con el corazón apagado o con piedad aburrida.
Su palabra hace arder los corazones. Se ofrece amistosamente a los más excluidos, despierta la esperanza en las prostitutas y la confianza en los pecadores más despreciados, lucha contra todo lo que hace daño al ser humano. Combate los formalismos religiosos, los rigorismos inhumanos y las interpretaciones estrechas de la ley. Nada ni nadie puede encadenar su libertad para hacer el bien. Nunca podremos seguirlo viviendo en la rutina religiosa o el convencionalismo de “lo correcto”.
Jesús enciende los conflictos, no los apaga. No ha venido a traer falsa tranquilidad, sino tensiones, enfrentamiento y divisiones. En realidad, introduce el conflicto en nuestro propio corazón. No es posible defenderse de su llamada tras el escudo de ritos religiosos o prácticas sociales. Ninguna religión nos protegerá de su mirada. Ningún agnosticismo nos librará de su desafío. Jesús nos está llamando a vivir en verdad y a amar sin egoísmos.
Su fuego no ha quedado apagado al sumergirse en las aguas profundas de la muerte. Resucitado a una vida nueva, su Espíritu sigue ardiendo a lo largo de la historia. Los primeros seguidores lo sienten arder en sus corazones cuando escuchan sus palabras mientras camina junto a ellos.
¿Dónde es posible sentir hoy ese fuego de Jesús? ¿Dónde podemos experimentar la fuerza de su libertad creadora? ¿Cuándo arden nuestros corazones al acoger su Evangelio? ¿Dónde se vive de manera apasionada siguiendo sus pasos? Aunque la fe cristiana parece extinguirse hoy entre nosotros, el fuego traído por Jesús al mundo sigue ardiendo bajo las cenizas. No podemos dejar que se apague. Sin fuego en el corazón no es posible seguir a Jesús.

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El fuego del Espíritu Santo 
Papa Francesco

El Evangelio de este domingo (Lc 12, 49-53) forma parte de las enseñanzas de Jesús dirigidas a sus discípulos a lo largo del camino de subida hacia Jerusalén, donde le espera la muerte en la cruz. Para indicar el objetivo de su misión, Él se sirve de tres imágenes: el fuego, el bautismo y la división. Hoy deseo hablar de la primera imagen: el fuego.

Jesús la narra con estas palabras: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra, ¡y cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (v. 49). El fuego del cual habla Jesús es el fuego del Espíritu Santo, presencia viva y operante en nosotros desde el día de nuestro Bautismo. Este –el fuego– es una fuerza creadora que purifica y renueva, quema toda miseria humana, todo egoísmo, todo pecado, nos transforma desde dentro, nos regenera y nos hace capaces de amar. Jesús desea que el Espíritu Santo estalle como el fuego en nuestro corazón, porque sólo partiendo del corazón el incendio del amor divino podrá extenderse y hacer progresar el Reino de Dios. No parte de la cabeza, parte del corazón. Y por eso Jesús quiere que el fuego entre en nuestro corazón. Si nos abrimos completamente a la acción de este fuego que es el Espíritu Santo, Él nos donará la audacia y el fervor para anunciar a todos a Jesús y su confortante mensaje de misericordia y salvación, navegando en alta mar, sin miedos.

Cumpliendo su misión en el mundo, la Iglesia —es decir, todos los que somos la Iglesia— necesita la ayuda del Espíritu Santo para no ser paralizada por el miedo y el cálculo, para no acostumbrarse a caminar dentro de confines seguros. Estas dos actitudes llevan a la Iglesia a ser una Iglesia funcional, que nunca arriesga. En cambio, la valentía apostólica que el Espíritu Santo enciende en nosotros como un fuego nos ayuda a superar los muros y las barreras, nos hace creativos y nos impulsa a ponernos en marcha para caminar incluso por vías inexploradas o incómodas, dando esperanzas a cuantos encontramos. Con este fuego del Espíritu Santo estamos llamados a convertirnos cada vez más en una comunidad de personas guiadas y transformadas, llenas de comprensión, personas con el corazón abierto y el rostro alegre. Hoy más que nunca se necesitan sacerdotes, consagrados y fieles laicos, con la atenta mirada del apóstol, para conmoverse y detenerse ante las minusvalías y la pobreza material y espiritual, caracterizando así el camino de la evangelización y de la misión con el ritmo sanador de la proximidad.

Es precisamente el fuego del Espíritu Santo que nos lleva a hacernos prójimos de los demás, de los necesitados, de tantas miserias humanas, de tantos problemas, de los refugiados, de aquellos que sufren.

En este momento, pienso también con admiración sobre todo en los numerosos sacerdotes, religiosos y fieles laicos que, por todo el mundo, se dedican a anunciar el Evangelio con gran amor y fidelidad, no pocas veces a costa de sus vidas. Su ejemplar testimonio nos recuerda que la Iglesia no necesita burócratas y diligentes funcionarios, sino misioneros apasionados, devorados por el entusiasmo de llevar a todos la confortante palabra de Jesús y su gracia. Este es el fuego del Espíritu Santo. Si la Iglesia no recibe este fuego o no lo deja entrar en sí, se convierte en una Iglesia fría o solamente tibia, incapaz de dar vida, porque está compuesta por cristianos fríos y tibios. Nos hará bien, hoy, tomarnos cinco minutos y preguntarnos: ¿Cómo está mi corazón? ¿Es frío? ¿Es tibio? ¿Es capaz de recibir este fuego? Dediquemos cinco minutos a esto. Nos hará bien a todos.

Y pidamos a la Virgen María que rece con nosotros y por nosotros al Padre celeste, para que infunda sobre todos los creyentes el Espíritu Santo, fuego divino que enciende los corazones y nos ayuda a ser solidarios con las alegrías y los sufrimientos de nuestros hermanos. Que nos sostenga en nuestro camino el ejemplo de san Maximiliano Kolbe, mártir de la caridad, de quien hoy celebramos la fiesta: que él nos enseñe a vivir el fuego del amor por Dios y por el prójimo.


Un Evangelio Climáticamente incorrecto
José Luis Sicre

Después de las enseñanzas de los domingos anteriores sobre la oración, la riqueza, la vigilancia, centradas en lo que nosotros debemos hacer, en el evangelio de este domingo Jesús nos sorprende hablando de sí mismo: de su misión y su destino. Lo hace con un lenguaje tan enigmático que los comentaristas discuten desde los primeros siglos el sentido de estas palabras.

Presupuesto necesario para entenderlo es conocer la mentalidad apocalíptica, de la que Jesús participa en cierto modo. Según ella, el mundo malo presente tiene que desaparecer para dar paso al mundo bueno futuro, el Reinado de Dios.

Lucas va a introducir algunos cambios importantes en esta mentalidad, reuniendo tres frases pronunciadas por Jesús en diversos momentos: la primera y la tercera hablan de la misión de Jesús (prender fuego y traer división); la segunda, de su destino (pasar por un bautismo). Esta forma de organizar el material (misión – destino – misión) es muy típica de los autores bíblicos.

La misión: prender fuego

He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!

Lo primero que viene a la mente es un campo ardiendo, o el fenómeno frecuente en la guerra del incendio de campos, frutales, casas, ciudades… Esta idea encaja bien en la mentalidad apocalíptica: hay que poner fin al mundo presente para que surja el Reino de Dios. Esta interpretación me parece más correcta que relacionar el fuego con el Espíritu Santo.

El destino: la muerte

Tengo que pasar por un bautismo.

También esta imagen es enigmática, porque “bautizar” significa normalmente “lavar”; por ejemplo, los platos se “bautizan”, es decir, se lavan. Esa idea la aplica Juan Bautista al pecado: cuando la persona se sumerge en el río Jordán, se lavan sus pecados; al mismo tiempo, simbólicamente, la persona que entra en el agua muere ahogada y sale una persona nueva. El bautismo equivale entonces a la muerte y el paso a una nueva vida. Así lo usa Jesús en un texto del evangelio de Marcos, cuando dice a Juan y Santiago: ¿Sois capaces de beber la copa que yo he de beber o bautizaros con el bautismo que yo voy a recibir? (Mc 10,38). Jesús ve que su destino es la muerte para resucitar a una nueva vida.

La misión: dividir

¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división.

Estas palabras se podrían interpretar como simple consecuencia de la actividad de Jesús: su persona, su enseñanza y sus obras provocan división entre la gente, como ya había anunciado Simeón a María: este niño “será una bandera discutida”.

Pero Jesús habla de una división muy concreta, dentro de la familia, y eso favorece otra interpretación: Jesús viene a crear un caos tan tremendo (simbolizado por el caos familiar), que Dios tendrá que venir a destruir este mundo y dar paso al mundo nuevo. Parece una interpretación absurda, pero conviene recordar lo que dice el final del libro de Malaquías: “Yo os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del Señor, grande y terrible: reconciliará a padres con hijos, a hijos con padres, y así no vendré yo a exterminar la tierra” (Mal 3,23-24). De acuerdo con estas palabras, Dios ha pensado exterminar la tierra en un día grande y terrible. Sin embargo, para no tener que hacerlo, decide enviar al profeta Elías, que restablecerá las buenas relaciones en la familia (padres con hijos, hijos con padres), como símbolo de las buenas relaciones en la sociedad: la situación mejora y Dios no se ve obligado a exterminar la tierra.

Jesús dice todo lo contrario: hace falta acabar con este mundo, y por ello él ha venido a traer división en el seno de la familia.

La unión de las tres frases

¿Qué quiere decirnos Lucas uniendo estas tres frases? Que Jesús anhela y provoca la desaparición de este mundo presente para dar paso al Reinado de Dios, pero que ese cambio está estrechamente relacionado con su muerte.

¿Tiene sentido todo esto para nosotros?

Este mensaje apocalíptico resulta lejano al hombre de hoy. De hecho, Lucas lo matiza y modifica en el libro de los Hechos de los Apóstoles: los cristianos no debemos estar esperando el fin del mundo, aunque pidamos todos los días que “venga a nosotros tu reino”; nuestra misión ahora es extender el evangelio por todo el mundo, como hicieron los apóstoles. Y la idea de la segunda venida de Jesús cede el puesto a una distinta: el triunfo de Jesús, glorificado a la derecha de Dios.

* * *

Por una feliz casualidad, la segunda lectura ofrece cierta relación con el evangelio: el destino de Jesús sirve de ejemplo a los cristianos. La imagen de partida es fácil de entender para los antiguos cristianos, conocedores de las Olimpiadas griegas: un estadio lleno de espectadores que contemplan el espectáculo.

Jesús, como cualquier atleta, se entrena duramente, en medio de grandes renuncias y sacrificios; sabe, además, que competirá en un ambiente adverso, hostigado y abucheado por los espectadores. Pero no se arredra: renuncia a pasarlo bien, aguanta, soporta, y termina triunfando.

Ahora nos toca a nosotros coger el relevo. Hay que despojarse de todo lo que estorba, correr la carrera sin cansarse ni perder el ánimo. Incluso en una época de descanso y vacaciones, es bueno recordar el ejemplo de Jesús, su entrega plena.

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Un único destino aúna a los profetas
Fernando Armellini

Introducción

Sorprende la facilidad, la rapidez con que el escepticismo, el descrédito, el menoscabo, logran enfriar los entusiasmos, apagar los ideales, hacer inocuas las enseñanzas más nobles. Hemos conocido a jóvenes que, movidos por una pasión sincera, se habían empeñado en construir un mundo nuevo y una Iglesia más evangélica. Pocos años después, han amainado las banderas y renunciado a los sueños. Se han acomodado a la ‘respetabilidad’ imperante, a lo que antes consideraban fútil, efímero, banal. ¿Por comodidad, por oportunismo? Algunos quizás sí, pero otros han renunciado con profunda amargura a impulsos y proyectos juveniles porque…se han dejado llevar, en primer lugar, del desaliento, y después de la resignación. No habían tenido en cuenta a la oposición, los conflictos, las dificultades, y han terminado por tirar la toalla.

Quien se compromete con la comunidad, espera aprobación, alabanza, apoyo a las iniciativas que lleva adelante, aunque solo sea por el tiempo y la energía que dedica a sus compromisos. ¡Vana ilusión! Más pronto que tarde, tendrá que enfrentarse a críticas malévolas, envidias, celos. Y todavía estamos en el ámbito de las normales incomprensiones y sinsabores. La cosa se complica seriamente cuando están en juego opciones eclesiales decisivas, adhesiones a nuevas perspectivas abiertas por el Concilio, propuestas evangélicas incompatibles con la lógica de este mundo. Entonces, la hostilidad se manifiesta abiertamente y va in crescendo: desde el insulto a la marginación y hasta el linchamiento moral.

Quien se siente ‘agredido’ de esta manera corre un serio riesgo de desanimarse y de poner en discusión los compromisos antes asumidos con tanta lucidez. La tentación de adecuarse a la mentalidad dominante, a lo políticamente correcto, a los principios y valores dictados por el sentido común, es casi irresistible.

Jesús ha puesto en guardia a sus discípulos contra este peligro: “Si en el mundo los odian, sepan que primero me odió a mí. Si ustedes fueran del mundo, el mundo los amaría como cosa suya” (Jn 15,18). Ha tranquilizado sus ánimos perplejos y vacilantes, recordándoles que un destino común aúna, desde siempre, a todos los justos: “¡Ay de ustedes cuando todos los alaben! Del mismo modo los padres de ellos trataron a los falsos profetas” (Lc 6,23.26).

Evangelio: Lucas 12,49-53

¿Qué fuego es el que Jesús ha venido a traer a la tierra? (v. 49). ¿Cuál es el bautismo que él tiene que recibir? (v. 50). ¿Qué quiere decir cuando afirma: “No he venido a traer la paz sino la división?” (v. 51). ¿Qué tiene que ver en todo este discurso la parábola sobre la necesidad de evitar que “tu rival…te arrastre hasta el juez” (vv. 58-59)? El evangelio de hoy junta una serie de dichos del Señor más bien enigmáticos. Tratemos de comprender su sentido.

Comencemos por las imágenes del fuego y del bautismo (vv. 49-50). Al final del diluvio aparece en el cielo el arco iris, símbolo de la paz restablecida entre el cielo y la tierra, y Dios jura: “El diluvio no volverá a destruir la vida ni habrá otro diluvio sobre la tierra” (Gn 9,11). De esta promesa nace y se difunde en Israel la convicción de que, para purificar el mundo de la iniquidad, Dios no se serviría más del agua sino del fuego. “El Señor va a juzgar con su fuego a todo mortal” (Is 66,16). También el Bautista anuncia la venida del Mesías con palabras amenazadoras: “Él los bautizará con Espíritu Santo y fuego. Quemará la paja en un fuego que no se apaga” (Mt 3,11-12). De fuego habla también Jesús y, después de él, un poco también la mayoría de los autores del Nuevo Testamento. ¿De qué se trata? Lo primero que se nos ocurre es que está hablando del juicio final y del suplicio eterno que les espera a los malvados. ¡Nada de esto! Así pensarían, quizás, Juan el Bautista y los discípulos Santiago y Juan, pero ciertamente no Jesús.

El fuego de Dios no tiene como objetivo aniquilar o torturar a quien ha cometido errores sino que es el instrumento con el que Él quiere destruir el mal y purificar del pecado. ¡Que se queden con su fuego los fundamentalistas y los predicadores fanáticos de las sectas apocalípticas! El anunciado por los profetas y encendido por Jesús es un fuego que salva, limpia, cura: es el fuego de su Palabra, es su Mensaje de Salvación, es su Espíritu, el Espíritu Santo que, en el día de Pentecostés, descendió sobre cada uno de los discípulos en lenguas como de fuego (cf. Hch 2,3-11), fuego que se ha propagado por el mundo como un gran incendio benéfico y renovador.

Ahora podemos comprender el sentido de la exclamación de Jesús: “¡Cómo me gustaría que estuviera ya ardiendo!” (v. 49). Es la expresión de su deseo ardiente de ver lo más pronto posible la destrucción de la cizaña que existe en el mundo. Malaquías ha anunciado: “Miren que llega el día, ardiente como un horno, cuando arrogantes y malvados serán la paja: ese día los quemaré” (Mal 3,19). Jesús espera con ansia la realización de esta profecía y ya ve el amanecer del nuevo mundo en el que no habrá más espacio para los malvados. Éstos desaparecerán, aniquilados por la llama irresistible de su Amor.

La segunda imagen, la del Bautismo, está ligada a la precedente. Jesús afirma que, para desencadenar este incendio, antes debe Él ser bautizado. Bautizarse significa sumergirse y Jesús se refiere a su inmersión en las aguas de la muerte (cf. Mc 10,38-39). Esta agua ha sido preparada por sus enemigos con el objetivo de apagar para siempre el fuego de su Palabra, de su Amor, de su Espíritu; sin embargo, el efecto ha sido lo contrario: es un agua que ha comunicado a este fuego una fuerza incontenible. Jesús “contempla con angustia” la pasión que le espera. La perspectiva que tiene ante sus ojos es dramática: será arrastrado por las olas de la humillación, de los sufrimientos y de la muerte, pero sabe que, saliendo de estas aguas oscuras, en el día de Pascua, dará inicio a un mundo nuevo.

Si este es el destino del Maestro, ¿cuál será el de los discípulos portadores de la antorcha de su fuego? También ellos, dice Jesús, provocarán desacuerdos, divisiones, hostilidad y dolorosas laceraciones dentro de sus mismas familias (vv. 51-53).

“¿Piensan que vine a traer paz a la tierra? No he venido a traer la paz sino la división”. Una afirmación sorprendente que deja desconcertados porque en los libros de los profetas está escrito que el Mesías será el “Príncipe de la paz” y que, durante su reinado, “la paz no tendrá fin” (Is 11,6-9); “el lobo y el cordero irán juntos, y la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león engordarán juntos” (Is 11,6-9); “destruirá los arcos de guerra, proclamará la paz a las naciones , dominará de mar a mar, del Gran Río al confín de la tierra”(Zac 9,10); en Belén los ángeles cantaban: “¡paz en la tierra”! (Lc 2,14) y Pablo escribe: “Él es nuestra paz” (Ef 2,14).

El anuncio del Evangelio ¿traerá al mundo armonía o discordia entre familias y pueblos? Ciertamente los profetas han prometido la paz para los tiempos mesiánicos, pero también han anunciado conflictos y separaciones. Cuando Jesús habla de conflicto de generaciones (entre jóvenes y ancianos) y entre los que viven en una misma casa, no hace más que citar un texto del profeta Miqueas, el cual había intuido que el nacimiento de un nuevo mundo no sería pacífico y sin dolor, sino que vería la luz entre sufrimientos desgarradores. Lucas certifica que estas rupturas se han producido en sus comunidades. A la luz de las palabras del Maestro, comprende que eran inevitables y, en el contexto en que estas palabras son colocadas, nos ayudan a comprender el por qué.

El mensaje de Jesús es un fuego y, lógicamente, quienes tienen bienes que proteger, palacios que custodiar, no ven con buenos ojos a los ‘incendiarios’. El Evangelio es una antorcha encendida que quiere reducir a una inmensa pira todas las estructuras injustas, las situaciones deshumanas, las discriminaciones, el ansia del dinero, el frenesí del poder. Quien se siente amenazado por este ‘fuego’, no permanece pasivo. Se opone por todos los medios. Reacciona con violencia porque quiere perpetuar el pecado en el mundo. Primero son las incomprensiones, después vienen las divisiones y los conflictos y, finalmente, las persecuciones y la violencia.

No siempre la unión es buena y hay que aprobarla a toda costa. Se debe buscar la unión, pero siempre partiendo de la Palabra de Dios, partiendo de la verdad. La paz fundada en la mentira y en la injusticia, hay que rechazarla. A veces, es necesario provocar, con mucho amor y tratando de no ofender a nadie, saludables divisiones. No se deben confundir el odio, la violencia, las palabras ofensivas y arrogantes –que son incompatibles con un cristiano– con la confrontación leal, con los desacuerdos que nacen de propuestas nuevas, evangélicas. Estos desacuerdos son necesarios, aunque sean dolorosos por involucrar miembros de la misma familia.

Hemos oído hablar muchas veces después del Concilio de la imagen estupenda de los “signos de los tiempos”. Aparece en boca de Jesús en la tercera parte del evangelio de hoy (vv. 54-57). Para los campesinos es importante reconocer lo cambios del tiempo: deben saber cuándo llegan las lluvias para sembrar en el momento justo. Escrutan el cielo, estudian el viento, saben que no pueden equivocarse porque corren el riesgo de ver las propias semillas quemadas por el sol. ¿Cómo es que los hombres –se pregunta Jesús– que prestan tanta atención a las señales del calor y de la lluvia, no logran reconocer los signos del mundo nuevo que ha aparecido? Porque –responde– son unos hipócritas. Están capacitados para ver, pero no quieren abrir los ojos y no lo hacen por ignorancia sino por mala voluntad. La realidad nueva introducida por su Palabra les molesta, los incomoda. Quieren que el mundo antiguo continúe como hacen los actores (los hipócritas, justamente) que aparentan no darse cuenta de lo que está sucediendo.

Lucas tiene presente la situación de sus comunidades en las que muchos temen a las consecuencias del Evangelio y ‘fingen’ no darse cuenta de los cambios, de las transformaciones, de las novedades que las palabras de Jesús introducen entre ellos.

El Evangelio concluye con una parábola (vv. 58-59). Un hombre ha ofendido a otro y éste lo amenaza con llevarlo ante el juez. ¿Qué hacer? El culpable no tiene tiempo que perder: debe buscar inmediatamente un acuerdo con su adversario; de lo contrario, se expone a la condena. ¿Qué sentido tiene esta parábola?

Está para llegar, dice Jesús, el momento del juicio; el mundo nuevo está apunto de surgir. Las señales del gran incendio que renovará la faz de la tierra son evidentes: los ciegos recobran la vista, los sordos oyen, los tullidos caminan, los leprosos son sanados, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio (cf. Mt 11,5). Y, sin embargo, hay personas que no se preocupan lo más mínimo de todo esto. Se verán sorprendidas sin preparación alguna.

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La Asunción de María

Lecturas

-1ª Lectura: Ap 11, 19a; 12, 1. 3-6a. 10ab : Una mujer vestida de sol, la luna por pedestal.
-Salmo: 44, 10-16 : R. De pie a tu derecha está la reina, enjoyada con oro de Ofir.
-2ª Lectura: 1 Cor 15, 20-27a : Primero Cristo, como primicia; después todos los que son de Cristo.
+Evangelio: Lc 1, 39-56 : El Poderoso ha hecho obras grandes por mí; enaltece a los humildes.

SEGUIDORA FIEL DE JESÚS
José Antonio Pagola

Mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador.

Los evangelistas presentan a la Virgen con rasgos que pueden reavivar nuestra devoción a María, la Madre de Jesús. Su visión nos ayuda a amarla, meditarla, imitarla, rezarla y confiar en ella con espíritu nuevo y más evangélico.

María es la gran creyente. La primera seguidora de Jesús. La mujer que sabe meditar en su corazón los hechos y las palabras de su Hijo. La profetisa que canta al Dios, salvador de los pobres, anunciado por él. La madre fiel que permanece junto a su Hijo perseguido, condenado y ejecutado en la cruz. Testigo de Cristo resucitado, que acoge junto a los discípulos al Espíritu que acompañará siempre a la Iglesia de Jesús.

Lucas, por su parte, nos invita a hacer nuestro el canto de María, para dejarnos guiar por su espíritu hacia Jesús, pues en el “Magníficat” brilla en todo su esplendor la fe de María y su identificación maternal con su Hijo Jesús.

María comienza proclamando la grandeza de Dios: «mi espíritu se alegra en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava». María es feliz porque Dios ha puesto su mirada en su pequeñez. Así es Dios con los sencillos. María lo canta con el mismo gozo con que bendice Jesús al Padre, porque se oculta a «sabios y entendidos» y se revela a «los sencillos». La fe de María en el Dios de los pequeños nos hace sintonizar con Jesús.

María proclama al Dios «Poderoso» porque «su misericordia llega a sus fieles de generación en generación». Dios pone su poder al servicio de la compasión. Su misericordia acompaña a todas las generaciones. Lo mismo predica Jesús: Dios es misericordioso con todos. Por eso dice a sus discípulos de todos los tiempos: «sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». Desde su corazón de madre, María capta como nadie la ternura de Dios Padre y Madre, y nos introduce en el núcleo del mensaje de Jesús: Dios es amor compasivo.

María proclama también al Dios de los pobres porque «derriba del trono a los poderosos» y los deja sin poder para seguir oprimiendo; por el contrario, «enaltece a los humildes» para que recobren su dignidad. A los ricos les reclama lo robado a los pobres y «los despide vacíos»; por el contrario, a los hambrientos «los colma de bienes» para que disfruten de una vida más humana. Lo mismo gritaba Jesús: «los últimos serán los primeros». María nos lleva a acoger la Buena Noticia de Jesús: Dios es de los pobres.

María nos enseña como nadie a seguir a Jesús, anunciando al Dios de la compasión, trabajando por un mundo más fraterno y confiando en el Padre de los pequeños.

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Tres palabras clave:
lucha, resurrección, esperanza
Papa Francisco

El Concilio Vaticano II, al final de la Constitución sobre la Iglesia, nos ha dejado una bellísima meditación sobre María Santísima. Recuerdo solamente las palabras que se refieren al misterio que hoy celebramos. La primera es ésta: «La Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo» (n. 59). Y después, hacia el final, ésta otra: «La Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo» (n. 68). A la luz de esta imagen bellísima de nuestra Madre, podemos considerar el mensaje que contienen las lecturas bíblicas que hemos apenas escuchado. Podemos concentrarnos en tres palabras clave: lucha, resurrección, esperanza.

El pasaje del Apocalipsis presenta la visión de la lucha entre la mujer y el dragón. La figura de la mujer, que representa a la Iglesia, aparece por una parte gloriosa, triunfante, y por otra con dolores. Así es en efecto la Iglesia: si en el Cielo ya participa de la gloria de su Señor, en la historia vive continuamente las pruebas y desafíos que comporta el conflicto entre Dios y el maligno, el enemigo de siempre. En esta lucha que los discípulos de Jesús han de sostener – todos nosotros, todos los discípulos de Jesús debemos sostener esta lucha –, María no les deja solos; la Madre de Cristo y de la Iglesia está siempre con nosotros. Siempre camina con nosotros, está con nosotros. También María participa, en cierto sentido, de esta doble condición. Ella, naturalmente, ha entrado definitivamente en la gloria del Cielo. Pero esto no significa que esté lejos, que se separe de nosotros; María, por el contrario, nos acompaña, lucha con nosotros, sostiene a los cristianos en el combate contra las fuerzas del mal. La oración con María, en especial el Rosario – pero escuchadme con atención: el Rosario. ¿Vosotros rezáis el Rosario todos los días? No creo [la gente grita: Sí] ¿Seguro? Pues bien, la oración con María, en particular el Rosario, tiene también esta dimensión «agonística», es decir, de lucha, una oración que sostiene en la batalla contra el maligno y sus cómplices. También el Rosario nos sostiene en la batalla.

La segunda lectura nos habla de la resurrección. El apóstol Pablo, escribiendo a los corintios, insiste en que ser cristianos significa creer que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos. Toda nuestra fe se basa en esta verdad fundamental, que no es una idea sino un acontecimiento. También el misterio de la Asunción de María en cuerpo y alma se inscribe completamente en la resurrección de Cristo. La humanidad de la Madre ha sido «atraída» por el Hijo en su paso a través de la muerte. Jesús entró definitivamente en la vida eterna con toda su humanidad, la que había tomado de María; así ella, la Madre, que lo ha seguido fielmente durante toda su vida, lo ha seguido con el corazón, ha entrado con él en la vida eterna, que llamamos también Cielo, Paraíso, Casa del Padre.

María ha conocido también el martirio de la cruz: el martirio de su corazón, el martirio del alma. Ha sufrido mucho en su corazón, mientras Jesús sufría en la cruz. Ha vivido la pasión del Hijo hasta el fondo del alma. Ha estado completamente unida a él en la muerte, y por eso ha recibido el don de la resurrección. Cristo es la primicia de los resucitados, y María es la primicia de los redimidos, la primera de «aquellos que son de Cristo». Es nuestra Madre, pero también podemos decir que es nuestra representante, es nuestra hermana, nuestra primera hermana, es la primera de los redimidos que ha llegado al cielo.

El evangelio nos sugiere la tercera palabra: esperanza. Esperanza es la virtud del que experimentando el conflicto, la lucha cotidiana entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal, cree en la resurrección de Cristo, en la victoria del amor. Hemos escuchado el Canto de María, el Magnificat es el cántico de la esperanza, el cántico del Pueblo de Dios que camina en la historia. Es el cántico de tantos santos y santas, algunos conocidos, otros, muchísimos, desconocidos, pero que Dios conoce bien: mamás, papás, catequistas, misioneros, sacerdotes, religiosas, jóvenes, también niños, abuelos, abuelas, estos han afrontado la lucha por la vida llevando en el corazón la esperanza de los pequeños y humildes. María dice: «Proclama mi alma la grandeza del Señor», hoy la Iglesia también canta esto y lo canta en todo el mundo. Este cántico es especialmente intenso allí donde el Cuerpo de Cristo sufre hoy la Pasión. Donde está la cruz, para nosotros los cristianos hay esperanza, siempre. Si no hay esperanza, no somos cristianos. Por esto me gusta decir: no os dejéis robar la esperanza. Que no os roben la esperanza, porque esta fuerza es una gracia, un don de Dios que nos hace avanzar mirando al cielo. Y María está siempre allí, cercana a esas comunidades, a esos hermanos nuestros, camina con ellos, sufre con ellos, y canta con ellos el Magnificat de la esperanza.

Queridos hermanos y hermanas, unámonos también nosotros, con el corazón, a este cántico de paciencia y victoria, de lucha y alegría, que une a la Iglesia triunfante con la peregrinante, nosotros; que une el cielo y la tierra, que une nuestra historia con la eternidad, hacia la que caminamos. Amén.


El Señor de la vida ha hecho grandes cosas por nosotros
Fernando Armellini

Introducción

María es recordada por última vez en el Nuevo Testamento al comienzo del libro de Hechos: en la oración, rodeada por los apóstoles y la primera comunidad cristiana (Hch 1,14). Entonces esta dulce y reservada mujer abandona la escena, silenciosa y discretamente lo mismo que al entrar. Desde entonces no sabemos nada de ella. Dónde pasó los últimos años de su vida y cómo dejó esta tierra no se menciona en los textos canónicos. Muchas versiones de un solo tema –la Dormición de la Virgen María– se difundieron entre los cristianos a partir del siglo VI.

Estos textos apócrifos transmitieron una serie de noticias sobre los últimos días de María y sobre su muerte. Se trata de cuentos populares, en gran parte ficticios, cuyo núcleo original, sin embargo, se remonta al siglo II en torno a la Iglesia madre de Jerusalén, pero donde encontramos información más confiable.

Después de la Pascua, María, con toda probabilidad, vivió en Jerusalén, en el Monte Sión, tal vez en la misma casa donde su hijo había celebrado la Última Cena con sus apóstoles. Cuando llegó su hora de salir de este mundo –y aquí comienza el aspecto legendario de las historias apócrifas– apareció un mensajero celestial y le anunció su próxima salida. Desde las tierras más remotas, los apóstoles, milagrosamente transportados sobre las nubes, llegaron a su lecho, conversaron con ella tiernamente permaneciendo a su lado hasta el momento en que Jesús, con una multitud de ángeles, vino a llevar su alma.

Acompañaron su cuerpo en procesión al arroyo de Cedrón, y allí lo colocaron en una tumba cortada en la roca. Este es probablemente un detalle histórico. Desde el siglo I, de hecho, su tumba, cerca de la gruta de Getsemaní, ha sido continuamente venerada. En el siglo IV, este sitio fue aislado de los demás y en este lugar se construyó una iglesia.

Tres días después de su entierro –y aquí las noticias legendarias se reanudan– Jesús aparece de nuevo para tomar también su cuerpo, que los apóstoles habían seguido observando. Dio órdenes a los ángeles para que la elevaran sobre las nubes y los apóstoles la acompañaran. Las nubes se dirigían al este, al arco del paraíso y llegaban al reino de la luz. Entre las canciones de los ángeles y los aromas más deliciosos, la pusieron al lado del árbol de la vida.

Estos detalles ficticios, evidentemente, no tienen valor histórico; sin embargo, dan testimonio, a través de imágenes y símbolos, de la incipiente devoción del pueblo cristiano por la Madre del Señor. La reflexión de los creyentes sobre el destino de María después de la muerte siguió creciendo a lo largo de los siglos. Llevó a la creencia en su Asunción y, el 1 de noviembre de 1950, vino la definición papal: “La Inmaculada Concepción Madre de Dios siempre Virgen terminó el curso de su vida terrenal, fue asunta cuerpo y alma en la gloria celestial”.

¿Qué significa este dogma? ¿Acaso es que el cuerpo de María no sufrió corrupción o que solo ella y Jesús estarían en el cielo en carne y hueso mientras que los demás estarían muertos y sólo con sus almas en el cielo esperando la reunificación con sus cuerpos? Esta visión ingenua de la Ascensión de Jesús y de la Asunción de María, además de ser un legado de la filosofía dualista griega –que contradice a la Biblia en la que el ser humano se entiende como una unidad inseparable– es positivamente excluida por Pablo. Escribiendo a los Corintios, Pablo aclara que no es el cuerpo material el que resucita sino “un cuerpo espiritual” (1 Cor 15,44).

El texto de la definición papal no habla de “asunta al cielo” –como si hubiera habido un cambio en el espacio o un ‘rapto’ de su cuerpo de la tumba a la morada de Dios– sino que dice: “asunta a la gloria celestial”. La gloria celestial no es un lugar sino una nueva condición. María no fue a otro lugar, llevando con ella los frágiles restos que están destinados a volver al polvo. Ella no ha abandonado la comunidad de discípulos que continúan caminando como peregrinos en este mundo. Ella ha cambiado la manera de estar con ellos, como lo hizo su Hijo el día de Pascua.

María, “la sierva del Señor”, se presenta hoy a todos los creyentes no como una privilegiada sino como el modelo más excelente, como el signo del destino que espera a toda persona que cree “que la Palabra del Señor se hará realidad” (Lc 1,45).

Las fuerzas de la vida y de la muerte se enfrentan en un duelo dramático en el mundo. El dolor, la enfermedad, las debilidades de la vejez son las escaramuzas que anuncian el asalto final del temible dragón. Eventualmente, la lucha se convierte en unilateral y la muerte siempre atrapa a su presa. ¿Acaso Dios, amante de la vida, ve impasiblemente esta derrota de las criaturas en cuyo rostro se imprime su imagen? La respuesta a esta pregunta se nos ofrece hoy en María. En ella estamos invitados a contemplar el triunfo del Dios de la Vida.

Evangelio: Lucas 1,39-56

Ante la evidencia de la muerte y corrupción de un cuerpo en la tumba, se necesita mucho valor para creer que el Señor es el Dios de la vida y la esperanza de una vida más allá de la vida. En la fiesta de hoy, se nos ofrece como modelo a aquel que siempre ha confiado en Dios.

Isabel proclama su bendición porque “ella creía que la palabra del Señor se haría realidad” (v. 45). María le responde con un himno de alabanza al Señor. Cada noche la comunidad cristiana lo canta al final de las vísperas. Es para mantener viva en los fieles, quizás perturbados por las vicisitudes del día, la mirada de fe en la que María ha podido leer los acontecimientos de su vida y la historia de su pueblo.

Comienza con un grito de alegría: “Mi alma proclama la grandeza del Señor” (v. 47). Literalmente, la frase dice: “Yo me rindo ante el Señor, que es grande”. Nuestro corazón tiende a imaginarlo pequeño, modelándolo adaptado a nuestra mezquindad: un Dios generoso con el vencedor bueno y enojado, implacable, con aquellos que transgreden sus órdenes, como nosotros. María tiene una mirada pura; ella ha experimentado la inmensidad del amor de Dios. Ella comprendió que Él hace que su sol salga sobre los malos y sobre los buenos; para esto, ella siente la necesidad irreprimible de proclamar su grandeza.

Quien asimile la mirada de María y descubra que el Señor ama a la gente sin condiciones, exultará –como ella– en Dios su Salvador. Estará complacido porque la Salvación no depende de sus habilidades y buenas obras sino que está anclada en la fidelidad infalible de Dios. Esta certeza pone fin a las angustias, que surgen del deseo de construir la propia perfección, y es la fuente de la serenidad interior, de la paz, de la alegría sin límites.

Después de haber engrandecido al Señor, María aclara el motivo por el que le hace un himno de alabanza: “Ha visto la humildad de su sierva” (v. 48). La mirada de Dios no es atraída por las virtudes morales y las cualidades de una persona sino por su pobreza, su necesidad de ser enriquecida por los dones del cielo. María sabe que es una mujer estupenda, pero no tiene motivos para jactarse. Ella es consciente de no tener ningún mérito y reconoce que todo en ella es un regalo gratuito del Señor.

Ella dijo al ángel de la Anunciación: “He aquí la sierva del Señor”. En su canto de alabanza se repite la auto-presentación: “Yo soy la sierva”. Es el título de honor que la Biblia reserva a aquellos que han puesto sus vidas a disposición de Dios. La proclamarán ‘bienaventurada’ porque, al mirarla, aquellos que son despreciados por su condición angustiosa, física o moral, dejarán de sentirse derrotados y rechazados por Dios. Se darán cuenta de estar en la posición única de convertirse en los destinatarios de la ternura del Señor.

“El Poderoso ha hecho grandes cosas por mí” (v. 49). “Grandes cosas” es la expresión con la que la Biblia presenta las intervenciones extraordinarias de Dios: “Él hace prodigios incomprensibles, maravillas innumerables” (Job 5,9). Él no es el Todopoderoso que puede hacer lo que quiere. Es el poderoso que, respetuoso de las leyes de la Creación y de la libertad humana, logra siempre hacer prodigios inesperados y sorprendentes de amor.

La segunda parte del pasaje comienza (vv. 50-55) donde María revisa las maravillosas obras de Amor del Señor. Ella explica primero por qué es tan atento y cariñoso. Distribuye generosamente sus beneficios porque es misericordioso: de tiempo en tiempo su misericordia se extiende a los que viven en su presencia (v. 50). Misericordioso para nosotros es el que se mueve ante la desgracia, el dolor, la condición de los pobres y los afectados por los desastres. Sin embargo, este sentimiento sería en vano si no nos intercedemos en nombre de aquellos que necesitan ayuda.

En la Biblia, Dios se presenta a sí mismo como “compasivo y misericordioso” (Éx 34,6) y las palabras hebreas que se usan, no sólo expresan una emoción intensa y profunda –la que la madre siente por el niño que lleva– sino también la acción que este sentimiento causa: el irresistible impulso de rescatar al ser amado. A lo largo de los siglos, aquellos que temen al Señor, es decir, los que confiaron en Él y en su Palabra, siempre han experimentado su ternura y su cuidado.

El texto continúa enumerando siete de las intervenciones salvadoras de Dios. Él ha actuado con el poder de su brazo y ha hecho maravillas (v. 51). La Biblia a menudo menciona el brazo de Dios, símbolo de la fuerza con la que interviene para liberar a los oprimidos, proteger a los débiles, defender a los que sufren injusticia. María conoce la historia de su pueblo y recuerda que el Señor fue a Egipto a elegir a Israel “por la fuerza de pruebas y señales, por maravillas y por guerras, con mano firme y brazo extendido” (Dt 4,34). Ella ni siquiera es tocada por la duda de que el mal prevalecerá sobre el bien, la mentira sobre la verdad, la prevaricación sobre la justicia, la arrogancia sobre la mansedumbre. Ella sabe que el brazo del Señor mantiene un firme control sobre los destinos del mundo y la vida de cada persona.

“Él ha esparcido a los soberbios” (v. 51). Con este término la Biblia indica a los insolentes, aquellos que no están interesados ​​en Dios; hablan con orgullo y miran hacia abajo a todos. El Señor, dice María, los dispersa. No es una invitación a esperar pacientemente que Dios intervenga para derribar y reducir al ridículo a los que prevalecen. El Señor no triunfa humillando a los que se burlan de él, sino que vuelve su palabra paternal y los convierte con su Amor. Es el mundo nuevo el que anuncia María, el mundo en el cual los arrogantes y los dominadores se dispersan y desaparecen. Todos son convertidos en humildes siervos de sus hermanos.

“Él ha derribado a los poderosos de sus tronos y levantado a los oprimidos” (v. 52). La historia enseña que los fuertes siempre han dominado, y los débiles estuvieron subyugados. María lo sabe. Ella pertenece a un pueblo tiranizado por los grandes imperios. Ahora –asegura– Dios está del lado de los pobres y ha puesto en acción una revolución; volcó el equilibrio de poder: los poderosos fueron derrotados y los miserables levantados.

¿Ha llegado el momento de la venganza? ¿Con la ayuda de Dios, los débiles elevarán su cabeza, conquistarán a los poderosos y someterán a los que los han oprimido? Si eso fuera el resultado de la intervención divina, no veríamos un nuevo acontecimiento sino solo el reemplazo de una clase de explotadores por otra. Dios no entra en la historia para desempeñar el papel del héroe en ese guión insano que siempre las personas han puesto en escena. No interviene con fuerza para cambiar a los actores sino para introducir un guión completamente diferente: antes el juego era esforzarse para subir y gobernar al resto; ahora se compite para bajar y convertirse en sirviente por amor, para ser pan para los hambrientos. Grande y digno de honor ya no es el que está sentado en un trono sino el que se queda abajo y responde con alegría a las demandas de aquellos que lo necesitan.

Esta es la verdadera novedad: un corazón nuevo dado a todos, un corazón como el de Cristo, un corazón de sirvientes. ¿Veremos alguna vez este tipo de humanidad? María está tan segura de que Dios la edificará, que habla al pasado –“ha derrumbado, ha levantado”– como si esta prodigiosa transformación del mundo ya estuviera hecha. Ella recuerda las palabras del mensajero celestial: “Con Dios nada es imposible” (Lc 1,37).

“Él ha llenado a los hambrientos con cosas buenas, pero ha enviado a los ricos con las manos vacías” (v. 53). “La tierra y su plenitud pertenecen al Señor, al mundo y a todos los que habitan en él” (Sal 24,1). Si todo pertenece a Dios, los seres humanos no son dueños de nada; son invitados, comensales a la mesa que el generoso Padre ha tendido a sus hijos. Él concede sus dones a todos para que todos participen por igual; el que los reúne para sí, el que se niega a compartirlos tomando posesión de bienes que no son suyos, comete un robo. La codicia –la raíz de todo mal (1 Tim 6,10)– lleva a tomar más de lo necesario y a enriquecerse. La injusticia, la desigualdad, la discriminación y un mundo en desacuerdo con la voluntad de Dios son los resultados de la codicia inextinguible. María ve surgir un nuevo mundo, un mundo en el que los comensales comparten lo que el Padre pone a su disposición; un mundo donde todo el mundo está saciado de pan, libertad y amor.

María tiene un mensaje de esperanza para los ricos: Dios los deja vacíos. No es una amenaza de castigo; es una proclamación de Salvación. Los bienes que han acumulado –a menudo por extorsión y robo– han sido para ellos una fuente de placer, pero también de preocupaciones y ansiedades; se han convertido en un peso voluminoso, una carga que ha pesado en sus corazones haciéndolos insensibles a las necesidades de los hermanos.

Dios los envía vacíos, los aligera del peso de las riquezas, advirtiendo que “no hemos traído nada al mundo, y lo dejaremos con nada” (1 Tim 6,7), haciéndoles entender que “aunque tengan muchas posesiones, no es lo que les da vida” (Lc 12,15). Y convenciéndolos de que “la felicidad radica más en dar que en recibir” (Hch 20,35).

El texto cierra con una reflexión sobre la fidelidad de Dios a las promesas hechas a los patriarcas y a David (vv. 54-55). Israel es un pueblo que recuerda. El Señor a menudo lo invita a no olvidar las maravillas que ha realizado y las promesas hechas a los padres de la antigüedad (Deut 4,9; 7,18). María –hija de este pueblo– también recuerda y está segura de que Dios no olvida el juramento que juró a Abrahán ya sus descendientes. El niño que lleva en su vientre es la fiel respuesta de Dios a los compromisos que ha asumido con su pueblo.

No solo ahora, sino para siempre, por la eternidad –asegura María–, Dios permanecerá fiel. Él nunca fallará a su pacto de Amor con nosotros y, ciertamente, no nos abandonará ni siquiera en la muerte.

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XIX Domingo ordinario. Año C

“En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: No temas, rebañito mío, porque tu Padre ha tenido a bien darte el Reino. Vendan sus bienes y den limosnas. Consíganse unas bolsas que no se destruyan y acumulen en el cielo un tesoro que no se acaba, allá donde no llega el ladrón, ni carcome la polilla. Porque donde está su tesoro, ahí estará su corazón.

Estén listos, con la túnica puesta y las lámparas encendidas. Sean semejantes a los criados que están esperando a que su señor regrese de la boda, para abrirle en cuanto llegue y toque. Dichosos aquellos a quienes su señor, al llegar, encuentre en vela. Yo les aseguro que se cogerá la túnica, los hará sentar a la mesa y él mismo les servirá. Y si llega a medianoche o a la madrugada y los encuentra en vela, dichosos ellos.

Fíjense en esto: si un padre de familia supiera a qué hora va a venir el ladrón, estaría vigilando y no dejaría que se metiera por un boquete en su casa. Pues también ustedes estén preparados, porque a la hora en que menos lo piensen vendrá el Hijo del hombre.

Entonces Pedro le preguntó a Jesús: ¿Dices esta parábola solo por nosotros o por todos? El Señor le respondió: supongan que un administrador, puesto por su amo al frente de la servidumbre, con el encargo de repartir a su tiempo los alimentos, se porta con fidelidad y prudencia. Dichoso este siervo, si el amo, a su llegada, lo encuentra cumpliendo con su deber. Yo les aseguro que lo pondrá al frente de todo lo que tiene. Pero si este siervo piensa: Mi amo tardará en llegar y empieza a maltratar a los criados y a las criadas, a comer a beber y a embriagarse, el día menos pensado y a la hora más inesperada, llegará su amo y lo castigará severamente y le hará correr la misma suerte que a los hombres desleales.

El Servidor que, conociendo la voluntad de su amo, no haya preparado ni hecho lo que debía, recibirá muchos azotes; pero el que, sin conocerla, haya hecho algo digno de castigo, recibirá pocos.

Al que mucho se le da, se le exigirá mucho, y al que mucho se le confía, se le exigirá mucho más”. (Lucas 12, 32-48)


Donde está su tesoro, ahí estará su corazón
P. Enrique Sánchez, mccj

El capítulo 12 del evangelio de san Lucas nos sigue conduciendo en una reflexión sobre los bienes que convienen y la riqueza que no se acaba, invitándonos a tomar conciencia de la importancia de adquirir una libertad interior que nos permita disfrutar de los bienes materiales sin entregarles nuestro corazón.

Es una invitación a vivir sin miedo, porque nuestro Padre Dios ha tenido a bien tomarse el cuidado de nosotros dándonos la posibilidad de vivir en su Reino.

Acumulen en el cielo

Si hay que acumular algo, nos dice el evangelio, habría que hacerlo en las bodegas del cielo, porque ahí́ se conserva lo bueno, lo que no se destruye y no se acaba con el tiempo, lo que no desaparece cuando llega la ultima crisis financiera y en donde lo que realmente tiene valor no se cuantifica con cifras de seis ceros.

El bien hecho por los demás y la felicidad que hayamos podido sembrar en el corazón de quienes tenemos cerca es algo que ningún ladrón podrá arrebatarnos.

La caridad ejercida de manera discreta, en bien de quien la está pasando mal porque se ha quedado sin trabajo o porque se le ha presentado una enfermedad inesperada; ese es un bien que no se puede carcomer la polilla.

El perdón y la misericordia que podemos tener con aquellas personas que nos han hecho sufrir y que nos han maltratado donde duele; esa es una riqueza de la que ningún ladrón podrá́ despojarnos, porque se trata de lo más noble que llevamos custodiado en lo profundo del corazón.

La compasión que mueve nuestros sentimientos más profundos, cuando vemos el sufrimiento de nuestros hermanos y no somos capaces de pasar indiferentes ante el dolor y la angustia de quienes no saben a donde elevar sus suplicas; eso representa lo mejor de nuestro tesoro que nadie podrá arrebatarnos, porque habla de lo mejor de nosotros mismos.

Estas, y muchas más, son las riquezas que el Señor ha tenido a bien concedernos cuando nos llama a entrar y gozar de su Reino; ese Reino en donde lo que importa no son las cosas que, tarde o temprano, tendremos que dejar.

Ligeros y con la lámpara encendida

El evangelio de hoy nos invita a ir ligeros y a mantener la lámpara encendida. Ir con la cintura ceñida para no dejar que nuestro corazón se apegue a todo aquello que  nos haría difícil el avanzar por el camino.

Ligeros para mantenernos libres y disponibles a todas las riquezas con las que el Señor nos irá sorprendiendo, abiertos a la novedad de Dios que no se dejará ganar jamás en generosidad.

El Señor se encarga y piensa ya a lo que nos hace falta para responder a nuestras necesidades de cada día. Por lo tanto, no tiene sentido afanarse en atesorar y acumular, como si nuestra vida dependiera de nuestras reservas.

La parábola que nos presenta el evangelio nos hace entender la importancia que tiene el saber que lo que hemos recibido como bienes es algo que estamos llamados a administrar en bien de los demás y la importancia aparece en el saber servir y compartir con los demás. Ahí está el valor que podríamos dar a aquello que se atesora.

Del trata de administrar y de servir

Y, ¿de qué se trata cuando hablamos de servicio? Seguramente de saber poner a disposición de los demás los dones, cualidades, aptitudes y carismas que hemos recibido gratuitamente y que reconocemos como gracias que se nos han dado para compartirlas con los demás.

Por otra parte, se nos dice que, hay que estar listos y preparados, con las lámparas encendidas, para reconocer lo bueno y lo bello que Dios nos va dando en medio de las tinieblas en las que muchas veces nos vemos atrapados.

Esas tinieblas que nos impiden ser agradecidos y que, encerrándonos en nuestros egoísmos, pretenden hacernos creer que todo nos es debido y que tenemos derecho a que todo nos sea dado.

Estar listos y preparados al encuentro con el Señor es la actitud que nos permite vivir desprendidos de nosotros mismos y disponibles a recibir cada momento de nuestra vida como una gracia y una bendición. Como algo que no tiene precio y que no podemos conseguir con nuestros recursos, tan perecederos, tan frágiles y tan humanos.

Vivir cimentados en la fe

En otras palabras, de lo que se trata es de vivir en una actitud de fe en donde se nos enseña que, aún en los momentos de oscuridad y de tinieblas, cuando, aparentemente todo está perdido, el Señor no nos abandonará y nos dará siempre lo necesario para vivir en plenitud.

Dichosos los que son encontrados en vela, despiertos, con la atención puesta en lo que realmente es importante y esencial en la vida.

Estar en vela podría significar vivir atentos y dispuestos a reconocer cómo Dios se va tomando cuidado de nosotros y cómo se preocupa para que nada nos falte de aquello que nos permite vivir con dignidad.

Estar listos, preparados y vigilantes es lo que permite custodiar el corazón para que ahí se vaya acumulando lo que realmente podamos reconocer como nuestro tesoro, como la riqueza que nos permite estar en este mundo con una actitud profunda de libertad y de desprendimiento de cualquier cosa que nos pudiese esclavizar.

Ojalá, pues, que nuestro tesoro consista en una infinidad de bienes, materiales y espirituales. De gracias y bendiciones que nos reconocemos presentes en nuestras vidas. Qué sean todo lo bello que descubrimos como la razón que da sentido a nuestra vida y que nos llena de entusiasmo para seguir adelante, considerando la vida y el encuentro con nuestros hermanos, como lo más grande que nos pudo haber sucedido.

Pidamos la sabiduría de Dios para que sepamos conducir nuestro corazón a lo que realmente vale la pena, a todo aquello que dignifique nuestra vida y nos convierta en instrumentos de promoción humana y divina para todas las personas que vamos encontrando en nuestro caminar en este mundo tan lleno de sorpresas que nos hablan del Señor que va a nuestro lado, como presencia fiel que sólo sueña con nuestra felicidad.

Siempre vigilantes y atentos

Que el Señor nos encuentre siempre vigilantes, atentos y disponibles para servir a los demás. Que nos dé un corazón enorme para llenarlo de las riquezas que representan los hermanos que alegran nuestro peregrinar.

Que la esperanza sea la luz que ilumine nuestros horizontes y se transforme en alegría que estemos llamados a compartir con los demás.

Para continuar nuestra reflexión personal

¿Cuáles son las alegrías de nuestro corazón?

¿Qué es lo que vamos atesorando y a lo que tenemos adherido nuestro corazón?

¿Nos sentimos iluminados y sostenidos por nuestra fe?

¿Reconocemos al Señor Jesús presente en nuestras vidas?

¿Somos vigilantes para detectar el paso de Dios por nuestras vidas?

¿Nos alegra el ser servidores de los demás?


Esperando a Dios en la noche
P. Manuel João Pereira Correia, mccj

En estos domingos estamos leyendo el capítulo XII de san Lucas, un entramado de dichos, enseñanzas y breves parábolas, sin una clara unidad entre ellos. A algunos de nosotros que lo escuchemos en tiempo de vacaciones nos podrá parecer un Evangelio fuera de tiempo y de lugar. Mientras buscamos un poco de descanso y distracción para olvidar las preocupaciones de la vida, esta Palabra nos desconcierta, proponiéndonos temas demasiado serios e incómodos. Tal vez por eso el Señor nos dice, ante todo: «No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino».

Vigilando en la noche

El pasaje de este domingo tiene un tono de espera apocalíptica, presentando la vida cristiana como la espera del regreso del Señor en la “noche”. Tres veces se repite la invitación a estar preparados: «Tened ceñida vuestra cintura y encendidas las lámparas»«Estad preparados, porque a la hora que no penséis, vendrá el Hijo del hombre». La invitación de Jesús a vigilar para no ser sorprendidos desprevenidos a su llegada se ilustra con tres breves comparaciones: la espera del señor que regresa de unas bodas, el ladrón y el administrador de la casa.

La noche que se alterna con el día es una fuerte metáfora de la vida. ¡Cuántas veces nos parece estar en la oscuridad, sin saber adónde ir, agobiados por los problemas, con amenazas que se ciernen sobre nuestra vida…! O vivir tiempos oscurecidos por la guerra y la injusticia, por la incertidumbre sobre el futuro… La Palabra de este domingo nos ayuda a comprender y a vivir en esta “noche”.

La noche del Éxodo

La primera lectura (Sabiduría 18,6-9) presenta esta noche como la noche del Éxodo, cuando todo el pueblo en espera «se impuso, de común acuerdo, esta ley divina: compartir por igual los éxitos y los peligros».

La vida cristiana es un éxodo, un camino de liberación, muchas veces jalonado de tentaciones, de incertidumbre sobre las decisiones tomadas, de nostalgia del pasado… A menudo se convierte en una larga noche. Habíamos imaginado una travesía más rápida y menos fatigosa, y que pronto estaríamos instalados en la Tierra Prometida. Llegados al Sinaí, Dios nos dijo: «Vosotros mismos habéis visto lo que hice a Egipto, y cómo os llevé sobre alas de águila y os traje hasta mí» (Ex 19,4). Pensábamos, por tanto, que lo peor había pasado. Pero el Señor consideró que aún no estábamos preparados para entrar y que se necesitaban “cuarenta años” de desierto para liberar nuestro corazón de las estructuras mentales y de los hábitos que nos mantenían en “Egipto”, en la “casa de esclavitud”. Allí seguían estando nuestros tesoros. Y «donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón».

Por eso la noche de nuestro éxodo será aún larga. Nosotros también gritaremos a la centinela del profeta Isaías: «Centinela, ¿cuánto queda de la noche?». Y la centinela nos responderá, algo enigmática: «Llega la mañana, pero también la noche; si queréis preguntar, preguntad; conver­tíos, venid» (Is 21,11-12). ¡Corresponde a cada uno de nosotros escuchar e interpretar esta Voz!

La noche de la fe

La segunda lectura (Hebreos 11,1-19) presenta la noche del creyente como la noche de la fe: «En la fe murieron todos estos, sin haber recibido lo prometido, pero viéndolo y saludándolo de lejos, confesando que eran extranjeros y peregrinos en la tierra».

La definición de la fe que encontramos al comienzo de la lectura es sorprendente: «La fe es garantía de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve». Por eso la noche es el ámbito de la fe. Aunque somos hijos de la luz, «caminamos por fe y no por vista» (2Cor 5,7). Es necesario aceptar y atravesar la noche de la fe para aprender a «esperar contra toda esperanza» (Rom 4,18).

Para el creyente, la fe es una elección radical de vida. Significa confiar en una promesa de Dios, como Abraham. De hecho, hay dos maneras de planificar la vida: según un proyecto personal o según una vocación orientada por una promesa de Dios. Proyecto proviene del latín proiectum (pro-icere, arrojar hacia adelante), mientras que promesa proviene de promissa (pro-mittere, enviar hacia adelante). El proyecto lo planifico yo; la promesa la hace Dios. ¿Qué está orientando mi vida: un proyecto mío o una promesa de Dios?

La noche de la vigilia en el servicio

En el pasaje del Evangelio, Jesús habla tres veces de bienaventuranza: «Dichosos los siervos a quienes el señor, al llegar, encuentre en vela»«Y si llega a medianoche o al amanecer y los encuentra así, ¡dichosos ellos!»«Dichoso aquel siervo a quien su señor, al llegar, encuentre actuando así».

En el Evangelio de Lucas, el uso de las palabras “dichoso” y “dichosos” (del griego μακάριος – makários, es decir, “feliz”, “bendito”, “afortunado”) aparece en diversos contextos. Jesús vino a revelarnos el camino de la bienaventuranza. Es el camino que conduce al Reino, la meta de todo ser humano. Es un camino que aún hoy permanece oculto y misterioso para muchos, creyentes y no creyentes. Se presenta de forma tan contraria a la lógica que puede parecer una locura. Pero se ha hecho creíble porque Jesús y otros que se atrevieron a confiar en él lo encarnaron. El Evangelio ha recogido su trazado y se ha convertido en la guía para las mujeres y los hombres del Camino, como llaman a los cristianos los Hechos de los Apóstoles.

El Camino es único: es Cristo, pero ¿podemos hablar de senderos diferentes? Tal vez sí. Algunos nos parecen más arduos que otros. Algunos no nos sentimos capaces de recorrerlos. Pensamos en la santidad de ciertos cristianos o en la “santidad” laica de ciertas personas que se dedican heroicamente a aliviar el sufrimiento. Inalcanzables. Pues bien, el sendero que Jesús nos propone hoy me parece accesible a todos. Ciertamente, siempre es para recorrer en la noche del éxodo y de la fe, pero aun así al alcance de los pequeños, de los siervos. No tenemos que hacer cosas extraordinarias, sino simplemente permanecer despiertos y hacer lo que es nuestro deber: ¡servir! Un servicio humilde, oculto, quizá incluso banal, que no se publicitará en las redes sociales ni buscará “me gusta”, pero que se da por hecho: «Somos siervos inútiles. Hemos hecho lo que debíamos hacer» (Lc 17,10). ¿No os parece esta una versión del “caminito” del “camino del amor sencillo y confiado”, al alcance de todos, trazado por santa Teresa del Niño Jesús?


La última alegría
Papa Francesco

En la página del Evangelio de hoy (cf. Lc 12, 32-48), Jesús llama a sus discípulos a una vigilancia constante. ¿Por qué? Para captar el paso de Dios en su vida, porque Dios pasa continuamente por la vida. Y señala las formas de vivir bien esta vigilancia: «Estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas» (v. 35). Este es el camino. En primer lugar, «ceñidos los lomos», una imagen que recuerda la actitud del peregrino, dispuesto a emprender el camino. Se trata de no echar raíces en moradas cómodas y tranquilizadoras, sino de abandonarse, de abrirse con sencillez y confianza al paso de Dios en nuestras vidas, a la voluntad de Dios, que nos guía hacia la meta sucesiva. El Señor siempre camina con nosotros y tantas veces nos acompaña de la mano, para guiarnos, para que no nos equivoquemos en este camino tan difícil. Efectivamente, el que confía en Dios sabe bien que  la vida de fe no es algo estático, ¡es dinámica! La vida de fe es un itinerario continuo, para dirigirse hacia etapas siempre nuevas, que el Señor mismo indica día tras día. Porque Él es el Señor de las sorpresas, el Señor de las novedades, pero de las verdaderas novedades.

Y entonces ―el primer modo era “los lomos ceñidos”― después se nos pide que mantengamos “las lámparas encendidas”, para poder iluminar la oscuridad de la noche. Es decir, estamos invitados a vivir una fe auténtica y madura, capaz de iluminar las muchas “noches” de la vida. Bien sabemos que todos hemos tenido días que han sido verdaderas noches espirituales. La lámpara de la fe requiere ser alimentada continuamente, con el encuentro de corazón a corazón con Jesús en la oración y en la escucha de su Palabra. Reitero algo que he dicho muchas veces: llevad siempre un pequeño Evangelio en el bolsillo, en el bolso, para leerlo. Es un encuentro con Jesús, con la Palabra de Jesús. Esta lámpara del encuentro con Jesús en la oración y en su Palabra nos ha sido confiada para el bien de todos: nadie, por tanto, puede encerrarse de forma intimista en la certeza de su propia salvación, desinteresándose de los demás. Es una fantasía creer que uno puede iluminarse por dentro solo. No, es una fantasía. La verdadera fe abre el corazón al prójimo y lo impulsa a una comunión concreta con los hermanos, especialmente con los que viven en la necesidad.

Y Jesús, para hacernos comprender esta actitud, cuenta la parábola de los siervos que esperan el regreso del Maestro cuando vuelve de las bodas (vv. 36-40), presentando así otro aspecto de la vigilancia: estar preparados para el encuentro último y definitivo con el Señor. Cada uno de nosotros se encontrará, nos encontraremos en ese día del encuentro. Cada uno de nosotros tiene la propia fecha para el encuentro definitivo. Dice el Señor: «Dichosos los siervos que el señor al venir encuentre despiertos… Que venga en la segunda vigilia o en la tercera, si los encuentra así ¡dichosos ellos!» (vv. 37-38). Con estas palabras, el Señor nos recuerda que la vida es un camino hacia la eternidad; por eso, estamos llamados a emplear todos los talentos que tenemos, sin olvidar nunca que «no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro» (Hb 13,14). Desde esta perspectiva, cada momento se vuelve precioso, así que debemos vivir y actuar en esta tierra teniendo nostalgia del cielo: los pies en la tierra, caminar en la tierra, trabajar en la tierra, hacer el bien en la tierra, y el corazón nostálgico del cielo.

No podemos comprender realmente en qué consiste esta alegría suprema, pero Jesús nos hace darnos cuenta de ello con el ejemplo del amo que, al volver, encuentra a sus siervos aún despiertos: «Se ceñirá, los hará ponerse a la mesa y yendo de uno a otro los servirá» (v. 37). La alegría eterna del paraíso se manifiesta así: la situación se invertirá, y ya no serán los siervos, es  decir, nosotros, los que sirvamos a Dios, sino que Dios mismo se pondrá a nuestro servicio. Y esto lo hace Jesús ya desde ahora. Jesús reza por nosotros, Jesús nos mira y pide al Padre por nosotros, Jesús nos sirve ahora, es nuestro siervo. Y esta será la última alegría. El pensamiento del encuentro final con el Padre, rico en misericordia, nos llena de esperanza y nos estimula a comprometernos constantemente en nuestra santificación y en la construcción de un mundo más justo y fraterno.

Angelus 11.08.2019


VIVIR EN MINORÍA
José A. Pagola

Lucas ha recopilado en su evangelio unas palabras, llenas de afecto y cariño, dirigidas por Jesús a sus seguidores y seguidoras. Con frecuencia, suelen pasar desapercibidas. Sin embargo, leídas hoy con atención desde nuestras parroquias y comunidades cristianas, cobran una sorprendente actualidad. Es lo que necesitamos escuchar de Jesús en estos tiempos no fáciles para la fe.
“Mi pequeño rebaño”. Jesús mira con ternura inmensa a su pequeño grupo de seguidores. Son pocos. Tienen vocación de minoría. No han de pensar en grandezas. Así los imagina Jesús siempre: como un poco de “levadura” oculto en la masa, una pequeña “luz” en medio de la oscuridad, un puñado de “sal” para poner sabor a la vida.
Después de siglos de “imperialismo cristiano”, los discípulos de Jesús hemos de aprender a vivir en minoría. Es un error añorar una Iglesia poderosa y fuerte. Es un engaño buscar poder mundano o pretender dominar la sociedad. El evangelio no se impone por la fuerza. Lo contagian quienes viven al estilo de Jesús haciendo la vida más humana.
“No tengas miedo”. Es la gran preocupación de Jesús. No quiere ver a sus seguidores paralizados por el miedo ni hundidos en el desaliento. No han de perder nunca la confianza y la paz. También hoy somos un pequeño rebaño, pero podemos permanecer muy unidos a Jesús, el Pastor que nos guía y nos defiende. El nos puede hacer vivir estos tiempos con paz.
“Vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino”. Jesús se lo recuerda una vez más. No han de sentirse huérfanos. Tienen a Dios como Padre. Él les ha confiado su proyecto del reino. Es su gran regalo. Lo mejor que tenemos en nuestras comunidades: la tarea de hacer la vida más humana y la esperanza de encaminar la historia hacia su salvación definitiva.
“Vended vuestros bienes y dad limosna”. Los seguidores de Jesús son un pequeño rebaño, pero nunca han de ser una secta encerrada en sus propios intereses. No vivirán de espaldas a las necesidades de nadie. Será comunidades de puertas abiertas. Compartirán sus bienes con los que necesitan ayuda y solidaridad. Darán limosna, es decir “misericordia”. Este es el significado original del término griego.
Los cristianos necesitaremos todavía algún tiempo para aprender a vivir en minoría en medio de una sociedad secular y plural. Pero hay algo que podemos y debemos hacer sin esperar a nada: transformar el clima que se vive en nuestras comunidades y hacerlo más evangélico. El Papa Francisco nos está señalando el camino con sus gestos y su estilo de vida.

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UNA CRISIS ANTIGUA SEMEJANTE A LA NUESTRA
José Luis Sicre

El Nuevo Testamento termina con unas palabras de Jesús en el libro del Apocalipsis: “Sí, vengo pronto”. A las que responde el autor: “Amén. Ven, Señor Jesús”. Aunque la mayoría de los católicos no ha leído el Nuevo Testamento de punta a cabo, a muchos les suena la idea de “la segunda venida de Jesús” o “la vuelta del Señor”, sin que a nadie le quite el sueño. Esa vuelta no la ven como algo inmediato, ni siquiera a largo plazo.

A gran parte de los cristianos de finales del siglo I, cuando Lucas escribe su evangelio, le ocurría lo mismo. Desde niños, o desde que se convirtieron, les habían anunciado la pronta vuelta del Señor. Pero pasaron años, décadas, y no volvía. Escritos muy distintos del Nuevo Testamento recogen el desánimo y el escepticismo que se fue difundiendo en las comunidades. Hasta el punto de que el autor de la segunda carta a los Tesalonicenses se siente obligado a negar la inminencia de esa vuelta: «No perdáis fácilmente la cabeza ni os alarméis por profecías o discursos o cartas fingidamente nuestras, como si el día del Señor fuera inminente» (2 Tes 2,2).

Lucas también está convencido de que el fin del mundo no es inminente. Antes habrá que extender el evangelio «hasta los confines de la tierra», como expone en los Hechos de los Apóstoles. Pero aprovecha la enseñanza de generaciones anteriores para exhortar a la vigilancia.

[El sacerdote puede elegir este domingo entre una lectura breve y otra larga. Sin detenerme en justificar los motivos, aconsejo limitarse a la breve: Lucas 12,39-40.]

Si se lee el texto de forma rápida parece hablar de los mismos personajes: unos criados y su señor. Sin embargo, habla de dos señores distintos:

1) uno que vuelve de un banquete o una boda, al que esperan sus criados;

2) otro, que no tiene criados, se entera de que esa noche va a venir un ladrón, y lo espera en vela.

Dos comparaciones anticuadas

Veinte siglos hacen que incluso las imágenes más expresivas se desvirtúen. La primera comparación trae a la memoria la serie Downton Abbey, con toda la servidumbre perfectamente uniformada y dispuesta a la entrada del palacio esperando la llegada del señor o la familia. Esto pasó a la historia. Imaginando una comparación actual diría: “Tened los chalecos antibalas puestos y las armas preparadas, igual que los agentes de seguridad que esperan que el Presidente salga de la recepción”. Demasiado llamativo, y aplicable a poca gente. Pero lo más desconcertante es lo que hace el Presidente: en vez irse a descansar o a dormir, se dedica a servir la cena a sus guardias.

La segunda comparación, la del que espera la venida del ladrón, también parece anticuada. Esa función la cumplen las agencias de seguridad y la policía. Sin embargo, dados los numerosos fallos en este campo, es posible que el dueño de la casa se mantuviese en vela.

Los protagonistas y los consejos

Las imágenes tan distintas de los criados (1ª comparación) y del dueño de la casa (2ª) se refieren a nosotros, los cristianos. El otro gran protagonista es Jesús, presentado una vez como señor y otra como ladrón. Como señor es algo caprichoso, puede volver a cualquier hora, sin avisar; y lo mismo le ocurre como ladrón.  

Ya que se trata de dos comparaciones distintas, los consejos también difieren: en el primer caso, debemos imitar a los criados que esperan a su señor, con paciencia, aceptando que venga cuando quiera; en el segundo, imitar al propietario que espera al ladrón, preparados para la llegada imprevista del Hijo del hombre.

Hay también una notable diferencia en cuanto al tono: la primera comparación da por supuesto que el señor encontrará a los criados vigilando y los proclama dos veces bienaventurados. La segunda tiene un tono de amenaza y peligro.

De la vuelta del Señor al encuentro con el Señor

A mediados del siglo XX, los Testigos de Jehová estaban convencidos de que el fin del mundo sería en 1984 (70 años después de 1914, el comienzo de la Primera Guerra Mundial). Supongo que ahora mantendrán otra fecha. Pero no debemos reírnos de ellos. La adaptación de antiguas profecías a nuevas realidades es frecuente en el Antiguo Testamento y también en la iglesia primitiva.

En el caso concreto de la lectura de hoy, sin negar la vuelta del Señor, el acento se ha desplazado a algo más cercano e indiscutible: el encuentro personal con él después de la muerte. En esta perspectiva, la exhortación a la vigilancia sigue siendo totalmente válida.

Pero vigilar no significa vivir angustiados, sino cumplir adecuadamente las propias obligaciones, como recuerdan las exhortaciones de las cartas del Nuevo Testamento: en la vida de familia, el trabajo, la sociedad, la comunidad, es donde el cristiano demuestra su actitud de vigilancia.

La primera lectura

La primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría 18, 6-9, ofrece dos posibles puntos de contacto con el evangelio.

Primer punto de contacto: vigilancia esperando la salvación.

  • El libro de la Sabiduría piensa en la noche de la liberación de Egipto
  • El evangelio, en la salvación que traerá la segunda venida de Jesús.
  • En ambos casos se subraya la actitud vigilante de israelitas y cristianos.

Segundo punto de contacto: solidaridad

  • Al momento de salir de Egipto, los israelitas se comprometen a compartir los bienes: serían solidarios en los peligros y en los bienes.
  • En la forma larga del evangelio, Jesús anima a los cristianos a ir más lejos: Vended vuestros bienes y dad limosna; haceos talegas que no se echen a perder, y un tesoro inagotable en el cielo.

Reflexión final

Leer este evangelio en el primer domingo de agosto, cuando muchos acaban de empezar las vacaciones, no parece lo más adecuado. Sin embargo, precisamente al comienzo de las vacaciones es cuando más nos aconsejan una actitud de vigilancia: con respecto a la protección de la casa, las ruedas del coche, la revisión del motor, la protección de los rayos solares… Siendo realistas, también al comienzo de las vacaciones es cuando muchos se encuentran definitivamente con el Señor. La vigilancia no es solo para el otoño.

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XVIII Domingo ordinario. Año C

En aquel tiempo, uno de la gente le dijo a Jesús: “Maestro, dile a mi hermano que reparta la herencia conmigo”. Jesús le respondió: “Amigo, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre ustedes?”. Y les dijo: “¡Estén atentos y cuídense de cualquier codicia, que, por más rico que uno sea, la vida no depende de los bienes!”. Y les propuso una parábola: “Las tierras de un hombre dieron una gran cosecha. Él se dijo: «¿Qué haré, si no tengo dónde guardar toda la cosecha?». Y dijo: «Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros mayores en los cuales meteré mi trigo y mis bienes. Después me diré: Querido amigo, tienes acumulados muchos bienes para muchos años; descansa, come, bebe y disfruta». Pero Dios le dijo: «¡Necio, esta noche te reclamarán la vida! Lo que has preparado, ¿para quién será?». Así le pasa al que acumula tesoros para sí y no es rico a los ojos de Dios”.


¿Para quién serán todos tus bienes?
P. Enrique Sánchez, mccj

El tema de las herencias parece seguir siendo de mucha actualidad y en la reflexión de este domingo nos permite acercarnos, con la ayuda de Jesús, a nuestra relación con el dinero y con las riquezas.

Con cierta frecuencia nos enteramos de historias que cambian la vida de algunas personas que, sin esperarlo, reciben un patrimonio en bienes materiales que jamás se habían imaginado.

Son personas que muchas veces valoramos como afortunadas, pues de un día al otro se encontraron con una fortuna que parece llegar a colorear sus vidas solo de placer y felicidad.

Hay, también quienes se pasan la vida esperando el momento en que les será repartida en herencia un patrimonio que muchas veces no les ha costado ningún trabajo y mucho menos algún sacrificio.

Pero no faltan también las historias que cuentan como familias enteras se han acabado, se han dividido y destrozado por unos cuantos metros de tierra, por una vieja casa que no se mantenía en pie o por algunos pocos ahorros bancarios que aparecieron en un testamento mencionando a unos cuantos beneficiarios.

Por otra parte, cuantas historias conocemos en donde personas que han trabajado toda la vida, privándose de todo, ahorrando cuanto se podía, renunciando a gastar en algo que no fuera estrictamente necesario. Gente que vivió atesorando,

acumulando, invirtiendo y reinvirtiendo lo que con sudores se iba ganando. Gente que vivió con la ilusión de llegar al final de sus días con algo que pudiesen disfrutar sus familias, sus hijos o sus más cercanos.

Y al final, la historia enseña y se repite, que quienes recibieron en herencia algo que no les ha costado, acaban por dilapidarlo y despilfarrarlo y así, lo que no se ha ganado con esfuerzo, trabajo y sacrificio acaba por ser mal usado.

Jesús, en estos cuantos versículos del evangelio, nos pone en guardia para que no dejemos que nuestro corazón se apegue a las cosas, a los bienes o a las riquezas de este mundo.

Nos invita a ser vigilantes, porque sabe que nosotros estamos muy expuestos y si no aprendemos a dar el justo valor a las cosas y a las riquezas, es muy fácil que caigamos en la trampa de la avaricia, es decir, en la necesidad enfermiza de querer poseer sin límites y en la incapacidad de compartir con los demás.

El avaro, lo sabemos, es alguien que jamás está satisfecho con lo que tiene y cuida de muchas maneras que nada de lo suyo vaya a terminar en manos de los demás.

El avaro encuentra su placer y satisfacción en contemplar sus bienes y no en disfrutar de ellos. Hace de las cosas y del dinero un dios al que se le rinde culto y se termina siendo esclavos.

La avaricia es una pobreza humana que lleva no solo a buscar todos los bienes para uno mismos, sino que nos hace incapaces de compartir con los demás lo que somos, nuestro tiempo, nuestros afectos, nuestras cualidades y los dones que hemos recibido para disfrutarlos con los demás.

La avaricia nos hace egoístas y acaba por condenarnos a vivir aislados y lejos de los demás porque los consideramos una amenaza que nos puede perjudicar.

Recuerdo a una anciana que durante un terremoto que destruyó buena parte de una ciudad, estando ella en un asilo para ancianos, las personas que se ocupaban de ella le preguntaban si sabía algo acerca de como estaban sus hijos y ella, para sorpresa de todos, no hacia más que preguntar si sus casas no se habían derrumbado y en donde estaban los encargados de cobrar el alquiler de sus departamentos.

La avaricia lleva a cualquiera a olvidarse de los demás, hasta de las personas que supuestamente decimos amar con todo el corazón.

Escuchando esto podemos afirmar: qué sabio es Jesús cuando dice que la vida del ser humano no depende de la abundancia de los bienes que pueda acumular.

Por el contrario, también aquí, cuantas historias conocemos de personas que viven en una gran pobreza, que no saben como harán para llegar al fin de semana, que viven sin saber lo que es un seguro de vida o una cuenta de inversiones; pero llevan

en el corazón una profunda serenidad que les permite ser agradecidos con lo poco que la vida les va dando día a día y que les asegura vivir alegres en el compartir lo que son con los demás.

Y por si no lo entendiéramos, Jesús nos lo explica con la parábola del hombre insensato del Evangelio que, aturdido y encandilado por la cantidad de bienes que ha podido acumular, no se da cuenta de lo frágil que puede ser poner la confianza de la vida en las cosas que se pueden acumular.

¿Quien tiene seguro que vivirá mañana? ¿Quien, prudentemente, puede hacer planes para los próximos veinte años de vida?

Quien pone el corazón en las cosas y en los bienes de este mundo corre el riesgo de ver que todo se puede evaporar y desaparecer.

La enseñanza que nos deja el Evangelio nos ayuda a entender que no se trata de despreciar los bienes y riquezas que Dios, a través de su providencia, nos otorga continuamente. No se trata tampoco de ser ingenuos pensando que como no hay que acumular, entonces no hay que trabajar.

Se trata más bien de entender que el secreto de las cosas y de las riquezas que se ponen a nuestra disposición, por medio del trabajo y del sacrificio que nos toca hacer cada día para ganarnos la vida, está en saber disfrutar y aprovechar con libertad todo lo que se nos da.

Se trata de servirse sanamente de las cosas, sin caer en la trampa de la avaricia, ni en la tentación del despilfarro irresponsable, del consumismo sin medidas.

Jesús nos enseña que es importante tomar conciencia de que Dios se preocupa de que no nos falte lo necesario para vivir con dignidad y eso debería mover nuestro corazón al agradecimiento, porque Dios está al pendiente y siempre responde a nuestra necesidad.

Igualmente, nos ayuda, con mucha claridad, a entender que no vale la pena hacer depender nuestra seguridad de los bienes que podemos poseer.  Y mucho menos tiene sentido pensar que mientras más acumulemos más en paz viviremos.

Los bienes de este mundo cumplen con su misión cuando aprendemos a hacer buen uso de ellos y cuando logramos mantener un sano espíritu de desprendimiento, pues al final de nuestras vidas nada nos podremos llevar.

Si se tratara de acumular, el Señor nos enseña que en ese caso de lo que tendríamos que llenar nuestros graneros y almacenes es de buenas obras, de experiencias de amor a los demás, de muchas horas gastadas buscando la felicidad de los demás, de las obras de solidaridad que nos ayudaron a comprometernos con los más desfavorecidos y marginados, de las horas compartidas con quienes viven en situaciones de soledad.

En fin, se trataría de acumular todo aquello que no se puede contabilizar, que no tiene un valor monetario, lo que no ocupa espacios en almacenes, pero que es capaz de llenar lo profundo de los corazones.

Para continuar nuestra reflexión.

Convendría preguntarnos ¿Cuál es nuestra actitud ante el dinero y la riqueza?

¿Sabemos disfrutar y compartir?

¿De qué depende nuestra felicidad en este momento de nuestra vida?

¿Estamos conscientes que al final de nuestra vida solo nos llevaremos el bien que pudimos hacer y nada de lo que pudimos acumular?

¿En donde está lo que realmente es valioso en nuestras vidas?


CONTRA LA INSENSATEZ
José A. Pagola

Cada vez sabemos más de la situación social y económica que Jesús conoció en la Galilea de los años treinta. Mientras en las ciudades de Séforis y Tiberíades crecía la riqueza, en las aldeas aumentaba el hambre y la miseria. Los campesinos se quedaban sin tierras y los terratenientes construían silos y graneros cada vez más grandes.

En un pequeño relato, conservado por Lucas, Jesús revela qué piensa de aquella situación tan contraria al proyecto querido por Dios, de un mundo más humano para todos. No narra esta parábola para denunciar los abusos y atropellos que cometen los terratenientes, sino para desenmascarar la insensatez en que viven instalados.

Un rico terrateniente se ve sorprendido por una gran cosecha. No sabe cómo gestionar tanta abundancia. “¿Qué haré?”. Su monólogo nos descubre la lógica insensata de los poderosos que solo viven para acaparar riqueza y bienestar, excluyendo de su horizonte a los necesitados.

El rico de la parábola planifica su vida y toma decisiones. Destruirá los viejos graneros y construirá otros más grandes. Almacenará allí toda su cosecha. Puede acumular bienes para muchos años. En adelante, solo vivirá para disfrutar: ”túmbate, come, bebe y date buena vida”. De forma inesperada, Dios interrumpe sus proyectos: “Imbécil, esta misma noche, te van a exigir tu vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?”.

Este hombre reduce su existencia a disfrutar de la abundancia de sus bienes. En el centro de su vida está solo él y su bienestar. Dios está ausente. Los jornaleros que trabajan sus tierras no existen. Las familias de las aldeas que luchan contra el hambre no cuentan. El juicio de Dios es rotundo: esta vida solo es necedad e insensatez.

En estos momentos, prácticamente en todo el mundo está aumentando de manera alarmante la desigualdad. Este es el hecho más sombrío e inhumano: ”los ricos, sobre todo los más ricos, se van haciendo mucho más ricos, mientras los pobres, sobre todo los más pobres, se van haciendo mucho más pobres” (Zygmunt Bauman).

Este hecho no es algo normal. Es, sencillamente, la última consecuencia de la insensatez más grave que estamos cometiendo los humanos: sustituir la cooperación amistosa, la solidaridad y la búsqueda del bien común de la Humanidad por la competición, la rivalidad y el acaparamiento de bienes en manos de los más poderosos del Planeta.

Desde la Iglesia de Jesús, presente en toda la Tierra, se debería escuchar el clamor de sus seguidores contra tanta insensatez, y la reacción contra el modelo que guía hoy la historia humana.

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CRISIS ECONÓMICA Y DISFRUTE DE LA RIQUEZA
José Luis Sicre

En un momento de grave crisis económica, cuando muchas familias no saben cómo llegarán al fin de mes, resulta irónico que el evangelio nos ponga en guardia contra el deseo de disfrutar de nuestra riqueza. Sin embargo, Lucas no escribía para millonarios, y algún provecho podían sacar de la enseñanza de Jesús incluso los miembros más pobres de su comunidad. Las dos lecturas de hoy coinciden en denunciar el carácter engañoso de la riqueza, pero Jesús añade una enseñanza válida para todos.

Una elección curiosa: la primera lectura

En el Antiguo Testamento, la riqueza se ve a veces como signo de la bendición divina (casos de Abrahán y Salomón); otras, como un peligro, porque hace olvidarse de Dios y lleva al orgullo; los profetas la consideran a menudo fruto de la opresión y explotación; los sabios denuncian su carácter engañoso y traicionero. En esta última línea se inserta la primera lectura de hoy, que recoge dos reflexiones de Qohélet, el famoso autor del “Vanidad de vanidades, todo vanidad”.

La primera reflexión afirma que todo lo conseguido en la vida, incluso de la manera más justa y adecuada, termina, a la hora de la muerte, en manos de otro que no ha trabajado (probablemente piensa en los hijos).

La segunda se refiere a la vanidad del esfuerzo humano. Sintetizando la vida en los dos tiempos fundamentales, día y noche, todo lo ve mal: De día su tarea es sufrir y penar, de noche no descansa su mente.

Ambos temas (lo conseguido en la vida y la vanidad del esfuerzo humano) aparecen en la descripción del protagonista de la parábola del evangelio.

Petición, parábola y enseñanza (Lc 12,31-21)

En el evangelio de hoy podemos distinguir tres partes: el punto de partida, la parábola, y la enseñanza final.

El punto de partida es la petición de uno: Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo. Si esa misma propuesta se la hubieran hecho a un obispo o a un sacerdote, inmediatamente se habría sentido con derecho a intervenir, aconsejando compartir la herencia y encontrando numerosos motivos para ello. Jesús no se considera revestido de tal autoridad. Pero aprovecha para advertir del peligro de codicia, como si la abundancia de bienes garantizara la vida. Esta enseñanza la justifica, como es frecuente en él, con una parábola.

La parábola. A diferencia de Qohélet, Jesús no presenta al rico sufriendo, penando y sin lograr dormir, sino como una persona que ha conseguido enriquecerse sin esfuerzo; y su ilusión para el futuro no es aumentar su capital de forma angustiosa sino descansar, comer, beber y banquetear.

Pero el rico de la parábola coincide con el de Qohélet en que, a la larga, ninguno de los dos podrá conservar su riqueza. La muerte hará que pase a los descendientes o a otra persona.

La enseñanza final. Si todo terminara aquí, podríamos leer los dos textos de este domingo como un debate entre sabios.

Qohélet, aparentemente pesimista (todo lo obtenido es fruto de un duro esfuerzo y un día será de otros) resulta en realidad optimista, porque piensa que su discípulo dispondrá de años para gozar de sus bienes.

Jesús, aparentemente optimista (el rico se enriquece sin mayor esfuerzo), enfoca la cuestión con un escepticismo cruel, porque la muerte pone fin a todos los proyectos.

Pero la mayor diferencia entre Jesús y Qohélet la encontramos en la última frase.

Así es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece en orden a Dios. Frente al mero disfrute pasivo de los propios bienes (Qohélet), Jesús aconseja una actitud práctica y positiva: enriquecerse a los ojos de Dios.

Jesús y el Banco Central Europeo

El BCE, en su intento de frenar la inflación, ha decidido subir los tipos de interés para que no invirtamos ni gastemos más de lo preciso. Jesús, en cambio, nos invita a invertir, pero de forma muy distinta, enriqueciéndonos a los ojos de Dios. Las posibilidades son múltiples, recuerdo una sola. Las ONG que trabajan en África y otros países del Tercer Mundo recuerdan a menudo lo mucho que se puede hacer a nivel alimenticio, sanitario, educativo, con muy pocos euros. Quienes no corren peligro, como el protagonista de la parábola, de disfrutar de enormes riquezas, pueden aprovechar lo que tienen, incluso poco, para hacer el bien y enriquecerse a los ojos de Dios.

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Acumular bienes para uno mismo: ¡una locura!
Fernando Armellini

Introducción

Tres veces, en el evangelio de Lucas, se le pide a Jesús indicaciones acerca de la herencia. “¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?”, pregunta primero un Doctor de la Ley (Lc 10,25) y después un notable (Lc 18,18). Jesús responde a ambos explicando detalladamente cuáles son las condiciones para tener parte en esta herencia. En diálogo con los discípulos, Jesús mismo introduce el tema sobre la herencia eterna: “Todo aquel que por mí deje casa, hermanos o hermanas, padre o madre, hijos o campos recibirá cien veces más y heredará la vida eterna” (Mt 19,29).

La tercera pregunta es la que viene referida en el evangelio de hoy. Dos hermanos no logran ponerse de acuerdo sobre la herencia. Nótese el hecho curioso: la herencia debía ser dividida; sin embargo, es ‘ésta’ la que divide. El dinero arrastra al desapercibido a una trampa sigilosa. Lo lleva a dónde quiere, le programa su vida, lo aparta de sus amigos, divide a su familia, le hace olvidar incluso a Dios. Pero, sobre todo, lo engaña porque elimina de su mente el pensamiento de la muerte.

En el pasado la muerte se agitaba como un espantajo. Hoy asistimos al fenómeno opuesto, pero igualmente deletéreo: se intenta de todas las maneras posibles hacer olvidar que, desde el momento en que se comienza a vivir, se comienza también a morir. La insensatez, la ofuscación mental provocada por el dinero se hacen patentes en el hecho de que, justamente en presencia de la muerte (la división de una herencia tiene lugar después de un fallecimiento) la codicia hace desaparecer el pensamiento de la muerte.

Jesús no ha despreciado los bienes de este mundo, pero nos ha puesto en guardia ante el peligro de convertirnos en sus esclavos.

Evangelio: Lucas 12,13-21

Los hermanos se suelen llevan bien entre sí a pesar de las peleas normales. Pero ¿hasta cuándo? Hasta el día en que se reúnen para la distribución de la herencia. Frente al dinero y los bienes, aun las mejores personas, también los cristianos, terminan frecuentemente por perder la cabeza y convertirse en sordos y ciegos y no ver más que el propio interés, dispuestos a pasar por encima de los sentimientos más sagrados. A veces, por mediación de algún amigo sabio, las partes logran ponerse de acuerdo; otras veces, sin embargo, el odio se enquista y se prolonga por años y los hermanos llegan hasta a no dirigirse más la palabra.

Un día Jesús es elegido como mediador para resolver uno de estos conflictos familiares (v. 13). En casos por el estilo, una sugerencia, un buen consejo no se le niega a nadie. La respuesta del Maestro, por el contrario, es sorprendente: “Amigo ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre ustedes? (14). Es difícil estar de acuerdo con semejante respuesta. ¿Por qué se echa para atrás? ¿Está queriendo enseñar que no hay que dar valor a las realidades de este mundo? ¿Es una invitación a rehuir los problemas concretos de la vida? ¿Recomienda no hacer nada ante la prepotencia de los más arrogantes? No puede ser. Una elección semejante sería contraria a todo el resto del Evangelio. Tratemos de entender mejor el asunto.

La situación a que se enfrenta Jesús se debe a que una de las partes en litigio ha intentado cometer una injusticia y la otra corre el riesgo de sufrirla. ¿Qué hacer? Se pueden adoptar varias soluciones: inventarse una excusa para eludir la intrincada cuestión, o bien recurrir a las normas vigentes que, en tiempos de Jesús, eran las establecidas en Deuteronomio 21,15-17 y en Números 27,1-11. Solo había que aplicarlas al caso concreto, acompañadas, si acaso, con una amistosa llamada al sentido común. Esta hubiera sido probablemente la solución que nosotros hubiéramos adoptado. Parece la más lógica y la más sabia, pero presenta un serio inconveniente: no elimina la causa de la que nacen todas las discordias, los odios, las injusticias.

En vez de resolver un caso aislado, Jesús decide ir a la raíz del problema y, así, les dice: “¡Estén atentos y cuídense de cualquier codicia, que por más rico que uno sea, la vida no depende de los bienes!” (v. 15).

He aquí identificada la causa de todos los males: la codicia del dinero, el instinto de acaparar cosas. Los malentendidos surgen siempre que se olvida una verdad elemental: los bienes de este mundo no pertenecen a los hombres sino a Dios, que los ha destinado para todos. Quien los acapara para sí, quien acumula más de lo necesario sin pensar en los demás, trastorna el proyecto del Creador. Los bienes no son ya considerados dones de Dios sino propiedad del hombre, objetos preciosos que se transforman en ídolos a los que hay que adorar.

Aquí se nota verdaderamente no el desprecio de Jesús por los bienes materiales sino su desapego de este mundo y la superioridad de sus proyectos y propuestas. Es muy diferente la herencia que al Maestro le interesa. Él tiene en mente el Reino que será “heredado” por los pobres (cf. Mt 5,5), tiene en mente –como dirá Pedro a los nuevos bautizados– “una herencia que no puede destruirse, ni mancharse, ni marchitarse” (1 Pe 1,4).

Para aclarar mejor su pensamiento, les cuenta una parábola (vv. 16-20) cuya parte central está constituida por un largo razonamiento que el rico agricultor se hace a sí mismo. A primera vista, este hombre nos resulta simpático: se empeña, es previsor, obtiene óptimos resultados; además es afortunado y ha sido bendecido por Dios. No se dice que se haya enriquecido cometiendo injusticias y atropellos: hay que suponer que es honesto. Habiendo logrado el bienestar, decide retirarse a un merecido descanso: no está pensando en juergas y desenfrenos; desea solamente una vida tranquila, cómoda y feliz. Si en esta parábola alguien se comporta de manera aparentemente incomprensible –se diría casi cruel– parece que ese es justamente el propio Dios. ¿En qué se ha equivocado el agricultor? ¿Por qué es considerado un loco?

Los personajes de la parábola son solamente tres: Dios, el hombre rico…y los bienes. ¿Dónde está –nos preguntamos– la familia de este agricultor, su mujer, sus hijos, sus vecinos de casa, sus obreros, sus criados? Los tiene ciertamente. Vive en medio de ellos, pero no los ve. No tiene tiempo para ninguno de ellos, ni se preocupa, ni piensa en ellos, ni tiene nada que decirles; carece de sentimientos. Solo le interesa el que le habla de bienes y le sugiere cómo acrecentarlos. Está obsesionado por las cosechas, los graneros abarrotados. No hay lugar en su mente para las personas y ciertamente tampoco para Dios. Los bienes son el ídolo que ha creado el vacío a su alrededor, que ha deshumanizado todo. El agricultor ha dejado de ser hombre para convertirse en ‘cosa’, en una máquina de producir, calcular y registrar ganancias.

Es digno de compasión, es un pobre hombre, un desgraciado, un loco, como dice Jesús. Algo se ha roto en él, perdiendo equilibrio interior, la orientación y el sentido de la vida. Consideremos su monólogo: usa cincuenta y nueve palabras de las cuales, cuarenta y cinco se refieren al ‘yo’ y a lo ‘mío’…Todo es suyo; solo existen él y sus bienes. Está loco.

Pero, he aquí que aparece el tercer personaje: Dios, que, aquella misma noche, le pide cuentas de su vida. No me vengan a preguntar ahora por qué el Señor se comporta de esta manera ‘cruel’ y ‘vengativa’. ¡Se trata de una parábola! Dios, ¡que quede claro!, no se comporta así. Si Jesús lo introduce en el relato es para mostrar a sus oyentes cuáles son los valores auténticos que merece la pena cultivar en la vida y cuáles son los efímeros y engañosos.

El juicio de Dios es duro: quien vive para acumular bienes es un loco. ¿Es, entonces, la riqueza un mal? Absolutamente no. Jesús nunca la ha condenado, ni invitado a nadie a destruirla, solamente ha puesto en guardia sobre los peligros serios que esconde. El ideal del cristiano no es una vida miserable.

Al final de la parábola se indica el error cometido por el agricultor. No es condenado por producir muchos bienes, por su empeño, por haber trabajado duro, sino porque “ha acumulado para sí” y, por tanto “no se ha enriquecido a los ojos de Dios” (v. 21).

Estos son los dos males producidos por la ceguera de los bienes. El primero: enriquecerse en solitario, acumular bienes para sí mismo sin pensar en los demás. Se debe incrementar la riqueza, pero para todos, no solo para algunos. Incompatibles con el Evangelio son la “codicia”, el “afán insaciable de poseer”, los sentimientos y pensamientos insensatos de quien, como el agricultor de la parábola, repite obsesivamente ese maldito adjetivo: ‘mío’. Cuando las energías de todos los hombres se aúnen para acrecentar no lo mío ni lo tuyo, sino lo nuestro, entonces habrán sido eliminadas las causas de las guerras, de las discordias, de los problemas de herencia.

El segundo mal: haber excluido a Dios de la propia vida, substituyéndolo por un ídolo. Esta elección lleva a la ‘locura’, y su síntoma más evidente es la eliminación del pensamiento de la muerte. Quien idolatra al dinero se convierte en un paranoico, no vive en el mundo real sino en el que su paranoia le ha construido y que imagina ser eterno; olvida pensar en “cuántos van a ser mis días y cuán caduco soy”. No tiene presente “que el hombre no dura más que un soplo; es como una sombra que pasa; solo un soplo son las riquezas que acumula sin saber quién será su heredero” (Sal 39,5-7).

¿Se dirige esta parábola también a quien no posee campos ni tiene una cuenta en el banco? Jesús no alerta a quien tiene muchos bienes sino a quien acumula para sí. Se puede ser pobre y tener un ‘corazón de rico’. Todos debemos tener presente que los tesoros de este mundo son traicioneros. No nos acompañan a la otra vida.

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XVII Domingo ordinario. Año C

“Un día, Jesús estaba orando y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos.
Entonces Jesús les dijo: Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu nombre, venga tu Reino, danos hoy nuestro pan de cada día y perdona nuestras ofensas, puesto que también nosotros perdonamos a todo aquel que nos ofende y no nos dejes caer en tentación.
También les dijo: Supongan que alguno de ustedes tiene un amigo que viene a medianoche a decirle: Préstame, por favor, tres panes, pues un amigo mío ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle. Pero él le responde desde dentro: No me molestes. No puedo levantarme a dártelos, porque la puerta ya está cerrada y mis hijos y yo estamos acostados. Si el otro sigue tocando, yo les aseguro que, aunque no se levante a dárselos por ser su amigo, sin embargo, por su molesta insistencia, sí se levanta y le dará cuanto necesite.
Así también les digo a ustedes: pidan y se les dará, busquen y encontrarán, toquen y se les abrirá. Porque quien pide, recibe; quien busca encuentra, y al que toca, se le abre.
¿Habrá entre ustedes algún padre que, cuando su hijo le pida pan, le dé una piedra? ¿O cundo le pida pescado le dé una víbora? ¿O cuando le pida huevo, le dé un alacrán? Pues, si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se los pidan?” ( Lucas 11, 1-13)


Señor, enséñanos a orar
P. Enrique Sánchez G., mccj

Las lecturas de este domingo nos invitan a detenernos sobre nuestra experiencia de oración, pidiéndole a Jesús que nos enseñe a orar y al Espíritu Santo que ponga en nuestro interior aquello que nos permita entrar en comunión con el Señor.

Abraham, en su diálogo personal con el Señor (Génesis, 18, 20-32 primera lectura), pide, intercede, suplica, se entretiene con él hasta alcanzar la salvación de su pueblo. Con su experiencia nos enseña lo que debe ser la oración en nuestras vidas. Una relación de amistad que nos permita entrar en el misterio de Dios y en lo más íntimo de su persona.

De entrada este pequeño texto nos enseña que orar es mantener un diálogo con Dios sostenido  por  la  confianza  y  la  familiaridad  que  se  puede  tener  con  alguien  que sabemos que nos escucha y que se pone al nivel de lo que somos y de lo que necesitamos. Se trata de un diálogo en donde no importan tanto las palabras, sino lo que se lleva y se comparte desde el corazón.

Los discípulos le piden a Jesús que les enseñe a orar y no se trata de aprender algunas fórmulas o novenas que se puedan recitar. No son rezos, sino oración a lo que quieren ser iniciados. Oraciones, seguramente ya conocían y muchas, pues era lo que menos faltaba en sus biblias.

Los discípulos que se acercan a Jesús pidiéndole que les enseñara a orar, muy probablemente estaban fascinados al ver a Jesús como se retiraba en silencio, como pasaba noches enteras hablando con su Padre, como se iba solitario cuando tenía que tomar alguna decisión importante. Su maestro no se limitaba a recitar oraciones, sino que transformaba su vida en oración.

¿Y qué es lo que enseña a sus discípulos?

En primer lugar, que la oración en una relación, una amistad profunda en donde se puede expresar la confianza y el abandono total de uno mismo.

Santa Teresa de Jesús decía que la oración es fundamentalmente un trato de amistad con Dios, un encuentro personal con Cristo que transforma la vida interior y exterior del creyente.

En las indicaciones que Jesús da a sus discípulos les recomienda con sencillez: “Cuando oren, digan Padre nuestro”.

En la oración se parte del reconocimiento de que estamos en las manos de un Padre y no es un padre cualquiera. Es el Padre bueno que está siempre atento y disponible para escuchar y para responder, incluso a aquello que no nos atrevemos a presentarle como urgente y necesario.

La oración es lo que nos permite tomar conciencia de que no estamos solos y abandonados en este mundo. Hay Alguien que vela por nosotros. Es alguien a quien estamos llamados a reconocer en su grandeza y en su santidad, en su divinidad, tan grandiosa y tan cercana a los pequeños detalles de nuestra vida.

Es un Padre que nos permite tomar conciencia de que no somos navegantes solitarios en este mundo, sino que hacemos parte de una gran familia en donde hay un espacio para toda persona que se reconozca humana.

La lección de Jesús sobre la oración, según el evangelio de Lucas, lo primero que hace es ayudar a entender que orar es un ejercicio que nos permite reconocernos hijos de Dios. Y, como hijos, nos sentimos bendecidos y protegidos de tal manera que no tendríamos que dejar espacio a lo que nos paraliza y nos llena de miedo en la vida.

En segundo lugar, Jesús se sirve de dos pequeñas parábolas para enseñar cómo tiene que ser la oración del discípulo.

La  oración  debe  de  tener  como  fundamentos  la  confianza,  la  insistencia  y  la perseverancia.

Orar con confianza significa estar convencidos de que el Señor no se hace sordo o indiferente a nuestras súplicas. Dios siempre está disponible a atento para responder a lo que llevamos a él,  movidos por la confianza que brota del corazón.

Al que pide se le da siempre, por parte de Dios, aunque no siempre se recibe en el momento en que a nosotros nos parece que tendría que ser.

Pedir con insistencia, no se trata simplemente de fastidiar al Señor con nuestras urgencias, sino más bien, es pedir con la confianza de que se nos dará lo que nos conviene en el momento adecuado según la sabiduría de Dios.

Ser perseverantes en la oración es la exigencia mínima, pero que tal vez más nos cuesta. Muchas veces nos descubrimos pidiendo a Dios respuesta a nuestras urgencias y necesidades. Queremos soluciones inmediatas a lo que nos aflige,  lo que nos parece urgente, porque vivimos con la convicción de que todo lo tenemos que obtener, aquí y ahora.

Y, cuántas  veces, pasada la urgencia y la preocupación, nos olvidamos de mantener  la relación con el Señor. Nos acordamos de él hasta que nos vuelve a llegar el agua al cuello.

La perseverancia en la oración nos ayuda a reconocer que Dios tiene sus tiempos y que su disponibilidad no cambia según los estados de humor o de ánimo.

Muchas veces podemos tener la impresión de que las cosas no cambian proporcionalmente a la intensidad de nuestra oración, pero no nos damos cuenta de que gracias a la oración somos nosotros los que cambiamos y nos hacemos más capaces de vivir y de aceptar aquello que, si Dios no estuviera presente en nuestras vidas, no lograríamos aguantar.

La oración no siempre nos ofrece resultados milagrosos al exterior de nosotros mismos, pero podemos estar seguros de que nos cambia interiormente de tal manera que somos capaces de reconocer maravillas que los sentidos son incapaces de descubrir.

El Espíritu intercede

Y, si la oración se nos hace difícil, porque no logramos tocar, pedir o buscar, no deberíamos perder el ánimo, porque en esta misma página del evangelio se nos recuerda que a fin de cuentas no somos nosotros los protagonistas de la oración.

Como ya lo dice san Pablo en su carta a los romanos: “nosotros no sabemos orar como conviene, pero el Espíritu Santo intercede por nosotros con gemidos inefables, ayudándonos en nuestra debilidad”. (Romanos 8, 26)

El Espíritu Santo es quien nos mueve y hace posible nuestro encuentro con el Señor y hace que tomemos en cuenta que lo más importante no es obtener algo determinado de Dios para nosotros, sino llegar a reconocernos hijos amados, perdonados y bendecidos por un Padre que siempre está al pendiente de nosotros.

Lo que nosotros no somos capaces de expresar a través de nuestra oración, el Espíritu Santo lo dice en nosotros a través de aquellos sentimientos, movimientos interiores o mociones que nos permiten expresarnos con el lenguaje de Dios.

El lenguaje que se expresa a través del amor, del perdón, de la reconciliación, de la tolerancia y de la aceptación de los demás, con sus grandezas y sus miserias.

El Espíritu es quien nos da la capacidad de resistir, de esperar y de mantenernos a la puerta aguardando a que Dios nos abra para entrar en su mundo y para familiarizarnos con el proyecto de vida que tiene para toda la humanidad.

El Espíritu es también el que nos ayuda a entender que Dios está a la puerta y llama para que lo dejemos entrar a lo profundo de nuestras vidas, para que nos encontremos en donde la vida se convierte en abrazo que fortalece y alegra el corazón.

La oración,  en una palabra, es lo que nos hace sensibles a todo aquello que es de Dios y que vale la pena pedir con humildad, sabiendo que por ahí llegará lo que realmente dejará satisfecho a nuestro corazón.

Qué el Señor nos enseñe a orar imitando su estilo de vida y su manera de actuar.

Para continuar con la reflexión y un momento de oración

¿Siento la necesidad de orar todos los días, buscando encontrarme con el Señor?

¿Mis oraciones se reducen a repetir frases que me voy aprendiendo o son encuentros en donde no hace mucha falta las palabras?

¿Vivo mi oración como un momento agradable de encuentro con mi Padre Dios?

¿Me dejo ganar por la inconstancia, la flojera o el cansancio cuando se trata de orar?

¿Siento que la oración me ayuda a acercarme más a la experiencia de vida de Jesús y me dejo moldear por su estilo de vida?


Reaprender la confianza
José A. Pagola

Quien pide, recibe.

Lucas y Mateo han recogido en sus respectivos evangelios unas palabras de Jesús que, sin duda, quedaron muy grabadas en sus seguidores más cercanos. Es fácil que las haya pronunciado mientras se movía con sus discípulos por las aldeas de Galilea, pidiendo algo de comer, buscando acogida o llamando a la puerta de los vecinos.
Probablemente, no siempre reciben la respuesta deseada, pero Jesús no se desalienta. Su confianza en el Padre es absoluta. Sus seguidores han de aprender a confiar como él: «Os digo a vosotros: pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá». Jesús sabe lo que está diciendo pues su experiencia es esta: «quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre».
Si algo hemos de reaprender de Jesús en estos tiempos de crisis y desconcierto en su Iglesia es la confianza. No como una actitud ingenua de quienes se tranquilizan esperando tiempos mejores. Menos aún como una postura pasiva e irresponsable, sino como el comportamiento más evangélico y profético de seguir hoy a Jesús, el Cristo. De hecho, aunque sus tres invitaciones apuntan hacia la misma actitud básica de confianza en Dios, su lenguaje sugiere diversos matices.
«Pedir» es la actitud propia del pobre que necesita recibir de otro lo que no puede conseguir con su propio esfuerzo. Así imaginaba Jesús a sus seguidores: como hombres y mujeres pobres, conscientes de su fragilidad e indigencia, sin rastro alguno de orgullo o autosuficiencia. No es una desgracia vivir en una Iglesia pobre, débil y privada de poder. Lo deplorable es pretender seguir hoy a Jesús pidiendo al mundo una protección que solo nos puede venir del Padre.
«Buscar» no es solo pedir. Es, además, moverse, dar pasos para alcanzar algo que se nos oculta porque está encubierto o escondido. Así ve Jesús a sus seguidores: como «buscadores del reino de Dios y su justicia». Es normal vivir hoy en una Iglesia desconcertada ante un futuro incierto. Lo extraño es no movilizarnos para buscar juntos caminos nuevos para sembrar el Evangelio en la cultura moderna.
«Llamar» es gritar a alguien al que no sentimos cerca, pero creemos que nos puede escuchar y atender. Así gritaba Jesús al Padre en la soledad de la cruz. Es explicable que se oscurezca hoy la fe de no pocos cristianos que aprendieron a decirla, celebrarla y vivirla en una cultura premoderna. Lo lamentable es que no nos esforcemos más por aprender a seguir hoy a Jesús gritando a Dios desde las contradicciones, conflictos e interrogantes del mundo actual.

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Insistir para comprender
Enrique Martínez Lozano

La petición brota de la carencia. Mientras persista la identificación con el yo separado, absolutizaremos nuestra vulnerabilidad y, con ella, nuestro sentimiento de indigencia. Llevado al campo religioso, no es de extrañar que, en la oración, haya ocupado siempre un lugar predominante la petición.

Es indudable que la persona en la que nos experimentamos se caracteriza por la debilidad, la fragilidad y la vulnerabilidad. Negar tal hecho nos instala en la mentira y hace que tratemos de acorazarnos, sin mucho éxito, en los más variados mecanismos de defensa, para aparentar una fortaleza y seguridad que nos eluden.

Si somos honestos, habremos de reconocer que mientras nos identificamos con el yo separado, la percepción de nosotros mismos aparece siempre coloreada por la carencia –el yo es un manojo de miedos y necesidades–, de la cual brota la petición e incluso la búsqueda, más o menos compulsiva, de “algo” (“Alguien”) que nos colme.

Todo se modifica cuando comprendemos que somos Plenitud, no porque el ego se infle y se atribuya una cualidad ilimitada. No, el sujeto de la Plenitud no es el yo separado –de hecho, mientras nos identifiquemos con él, no podremos percibir nuestra realidad profunda–, sino Eso que es consciente, el Fondo común que compartimos con todo lo que es.

“Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre”. Ya se nos ha dado todo y todas las puertas se hallan abiertas ante nosotros. Se trata solo de caer en la cuenta, saliendo del estado hipnótico que nos mantiene encerrados en la creencia que nos identifica con el yo separado.

Y ahí es justamente donde necesitamos “insistir”. Pero no para conseguir los favores de un Dios aparentemente poco generoso, sino para romper la inercia que arrastramos y que erróneamente nos reduce al yo separado.

Una tal inercia solo puede superarse gracias a un trabajo constante de reeducación. Porque, aunque hayamos comprendido –o simplemente atisbado– que nuestra identidad es Eso que es consciente –una realidad ilimitada y transcendente, que se halla siempre a salvo–, nos veremos llevados, una y otra vez, de modo insistente, a percibirnos y comportarnos como si fuéramos el yo separado.

El único modo de superar la inercia pasa por detenernos, tomar distancia de la mente y re-situarnos, una y mil veces, en la comprensión de lo que realmente somos. En esta tarea, cualquier malestar repetitivo así como todo sufrimiento mental constituyen un aliado valioso, al hacernos ver que nos atrapan cuando –y porque– hemos desconectado de nuestra verdadera identidad y nos mantenemos apegados a la antigua creencia que nos reducía al yo vulnerable.

La persona en la que nos experimentamos seguirá siendo extremadamente vulnerable y su horizonte será la muerte pero, gracias a la comprensión, podremos acogerla con serenidad. Porque habremos comprendido que, tras la forma transitoria de la persona, somos Plenitud de presencia. Hemos encontrado el tesoro y la puerta se halla siempre abierta.

¿Me reconozco como Plenitud? ¿Cómo vivo la sensación de carencia?

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El Padrenuestro según San Cipriano
P. Antonio Villarino, mccj

Un comentario a Lc 11, 1-13

La oración del Padrenuestro es la síntesis de las enseñanzas de Jesús.Hace tres años, cuando leíamos esta lectura, compartí con ustedes el comentario que hace Simone Weill. Este año les comparto algunas reflexiones de San Cipriano.

Hablar con el Padre

“El hombre nuevo, nacido de nuevo y restituido a Dios por su gracia, dice en primer lugar Padre, porque ya ha empezado a ser hijo. La Palabra vino a los suyos –dice el Evangelio- y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, a los que creen en su nombre, les dio poder de llegar a ser hijos de Dios. Por esto, el que ha creído en su nombre y ha llegado a ser hijo de Dios debe comenzar por hacer profesión, lleno de gratitud, de su condición de hijo de Dios, llamando padre suyo al Dios que está en el cielo”. ..

Pero este nombre no debe pronunciarse en vano. Puesto que “llamamos Padre a Dios, tenemos que obrar como hijos suyos, a fin de que él se complazca en nosotros, como nosotros nos complacemos en tenerlo como Padre. Sea nuestra conducta cual conviene a nuestra condición de templos de Dios, para que se vea de verdad que Dios habita en nosotros. Que nuestras acciones no desdigan del Espíritu”. (Breviario, Semana XI ordinaria)

Venga tu Reino

“Pedimos que se haga presente en nosotros el reino de Dios, del mismo modo que suplicamos que su nombre sea santificado en nosotros. Porque no hay un solo momento en que Dios deje de reinar, ni puede empezar lo que siempre ha sido y nunca ha dejado de ser”.

“Pedimos a Dios que venga a nosotros nuestro reino que tenemos prometido, el que Cristo nos ganó con su sangre y su pasión, para que nosotros, que antes servimos al mundo, tengamos después parte en el reino de Cristo, como él nos ha prometido, con aquellas palabras: Venid, benditos de mi Padre, a tomar posesión del reino que está preparado para vosotros desde la creación del mundo” (id.)

Hágase tu voluntad...

“No en el sentido de que Dios haga lo que quiera, sino de que nosotros seamos capaces de hacer lo que Dios quiere”.

“Nadie puede confiar en sus propias fuerzas, sino que la seguridad nos viene de la benignidad y misericordia divina”. El mismo Jesús se mostró débil (Padre mío, si es posible, que pase este cáliz), pero dio ejemplo de anteponer la voluntad de Dios a la propia (No se haga mi voluntad sino la tuya).(id)

Perdona nuestras ofensas

Cada  día pecamos, como nos recuerda San Juan: Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos. Si confesamos nuestros pecados, fiel y bondadoso es el Señor para perdonarnos.   

“Dos cosas nos enseña esta carta: que hemos de pedir perdón de nuestros pecados, y que esta oración nos alcanza el perdón”.

“El Señor añade una condición necesaria e ineludible que es a la vez un mandato y una promesa, esto es, que pidamos perdón de nuestras ofensas en la medida en que nosotros perdonamos a los que nos ofenden, para que sepamos que es imposible alcanzar el perdón que pedimos de nuestros pecados si nosotros no actuamos de modo semejante  con los que nos han hecho alguna ofensa”. (id)


La oración, una lucha con Dios
Fernando Armellini

Ningún evangelista insiste tanto sobre el tema de la oración como Lucas que, hasta siete veces, nos recuerda que Jesús oraba. Está en oración en el momento del Bautismo (cf. Lc 3,21); “se retiraba a lugares solitarios para orar” (Lc 5,16); ha orado antes de la elección de sus discípulos (cf. Lc 6,12) y antes también de pedirle que se pronunciaran sobre su identidad; estaba en oración en el momento de la Transfiguración (cf. Lc 28-29) y cuando enseñó el Padrenuestro (cf. Lc 11,1). Oró, sobre todo, en el momento más dramático de su vida, en Getsemaní (cf. Lc 22,41-46).

Además de estas anotaciones, Lucas nos presenta cinco oraciones de Jesús. De estas quiero recordar las dos, conmovedoras, pronunciadas en la cruz: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,24) y –son sus últimas palabras antes de morir– “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46).

Esto basta para demostrar que toda la vida de Jesús ha estado marcada por la oración. La lucidez de sus decisiones, su equilibrio psicológico, la dulzura unida a la firmeza, se explican por su perfecta relación con el Padre, relación establecida mediante la oración. Jesús no ha orado para pedir favores, para recibir un trato de favor frente a las dificultades de la vida; no ha pedido a Dios modificar sus proyectos sino hacerle saber cuál era su voluntad para poder hacerla suya y llevarla a cabo.

El pasaje de hoy es una catequesis acerca de la oración. Comienza presentando el contexto en el que Jesús ha enseñado el Padre nuestro (v. 1). Después, presenta la oración del Señor (vv. 2-4) seguida de una parábola (vv. 5-8) y finalmente siguen las palabras con las que Jesús asegura la eficacia de la oración (vv. 9-13). Examinemos cada una de partes. Antiguamente los movimientos religiosos se caracterizaban no solo por las verdades en que creían y normas éticas que observaban, sino también por una oración que era como la síntesis de su fe y de su propuesta de vida. También el Bautista había enseñado una oración a sus discípulos.

Un día los apóstoles se acercan a Jesús y le piden componer una para ellos (v. 1). Respondiendo a esta petición les enseña el Padre nuestro. ¡La mejor oración de todas –exclaman muchos cristianos– la más bella! Mejor que el Ave María, que la Salve, que el Requiem aeternam, porque ha sido pronunciada por el mismo Jesús. Esta afirmación parte del presupuesto de que el “Padre nuestro” es una fórmula de oración entre otras, aunque sea la más sublime. No es así.

El Padre nuestro no hay que colocarlo junto a otras oraciones sino junto al Símbolo Apostólico porque, como el Símbolo, es un compendio de fe y de vida cristiana. En la Iglesia primitiva los catecúmenos lo aprendían directamente de labios del obispo. Era la sorpresa, el regalo que él hacía a quienes habían pedido y finalmente aceptados para convertirse en cristianos. Lo entregaba a los catecúmenos ocho días antes de su Bautismo y, éstos, durante la celebración de la noche de Pascua, lo restituían, es decir, lo recitaban por primera vez junto a la comunidad. Por eso, sería bello recitar frecuentemente el Padre nuestro junto a la fuente bautismal.

“Padre” (v. 2).

Dime cómo oras y te diré en qué Dios crees. El ateo no reza porque no tiene un interlocutor y considera alienante buscar en otro las soluciones que cada uno puede encontrar por sí mismo. Los creyentes oran, pero de maneras diferentes, de acuerdo con la diferente imagen de Dios que tengan sus respectivas creencias religiosas. Para algunos Dios es una fuerza ciega, impersonal, a veces benéfica, otras maléfica, imprevisible, incluso caprichosa. Para otros, es un interlocutor anónimo, o un “ente supremo”, o un juez severo, o el dueño absoluto de todas las cosas a quien solo es posible aproximarse acompañado de un ángel o de algún santo que haga de mediador.

Para los cristianos Dios es el Padre, un Padre que nos ha amado desde siempre, desde que “en lo oculto era formado, entretejido en lo profundo de la tierra…y ya tus ojos veían mi ser informe” (Sal 139,15). Cuando los cristianos recurren a Dios-Padre lo hacen directamente y con confianza; no sienten ninguna necesidad de mediaciones o recomendaciones; entran en su casa porque la puerta está siempre abierta y si, como el hijo pródigo, se alejan a veces de Él, saben que pueden regresar y ser siempre bienvenidos (v. 2).

“Santificado sea tu nombre” (v. 2).

Este es el primer augurio que aflora en los labios del cristiano cuando se dirige al Padre. Revela el incontenible deseo de ver realizado el sueño de Dios. La forma pasiva de la expresión equivale, en el lenguaje bíblico, a: santifica, oh Dios, tu nombre. No nosotros sino Él debe manifestar la santidad de su nombre. ¿Cómo?

A lo largo de los siglos, dice la Biblia, Israel ha profanado el nombre de Dios no porque blasfemaba sino porque, por su infidelidad, le impedía manifestar su Amor y realizar su Salvación (cf. Ez 36,20). El nombre de Dios no es ‘santificado’ o glorificado cuando muchos lo aplauden, o cuando aumenta el número de participantes en las liturgias solemnes y ceremonias en los templos, sino cuando su Salvación llega y transforma a cada persona. Un pobre que obtiene justicia, un corazón liberado del odio, un pecador que vuelve a ser feliz, una familia que recobra la concordia y la paz “santifican el nombre de Dios”, porque son la prueba de que su palabra hace milagros.

En el Padre nuestro, el cristiano espera ardientemente que Dios lleve a pronto cumplimiento la promesa hecha por boca de Ezequiel: “Mostraré la santidad de mi nombre ilustre profanado por las gentes y que ustedes profanaron en medio de ellos… Los recogeré por las naciones y los llevaré a su tierra. Les daré un corazón nuevo y un espíritu nuevo; arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Habitarán en las tierras que di a sus padres; ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios” (Ez 36,23-38).

Cuando pide “santificado sea tu nombre”, el discípulo declara al Padre la propia disponibilidad a dejarse involucrar, a colaborar con Él para que esta promesa de bienestar se realice. No conoce ni el día ni la hora (cf. Mc 13,32), pero esté seguro de que oración será oída”.

“Venga tu reino” (v. 2).

La experiencia de la monarquía en Israel ha sido decepcionante, como lo prueban las denuncias dramáticas de los profetas: “Tus jefes son bandidos, socios de ladrones; todos amigos de soborno, en busca de regalos. No defienden al huérfano ni se encargan de la causa de la viuda” (Is 1,23). El pueblo siente la necesidad de un reino nuevo en el que los destinos de la nación no estén regidos por la avidez, por el frenesí de poder, por intereses egoístas, sino por los pensamientos y deseos de Dios.

Comienza, así, la espera del día en que el Señor tomará personalmente en sus manos el destino de su pueblo y se convertirá en rey. El salmista canta las maravillas de este reino cuando desea que en aquel día: “cunda la prosperidad, y haya prosperidad hasta que falte la luna… Haya en el campo trigo abundante, que ondee en la cima de los montes… y retoñe como hierba del campo” (Sal 72, 7.16). También los profetas sueñan con este reino: “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que dice a Sion: «Ya reina tu Dios»!” (Is 52,7).

La espera, en tiempos de Jesús, era febril. En la tercera de las dieciocho bendiciones, los israelitas piadosos piden al Señor: “Desde tu lugar, Oh Dios, resplandece y reina sobre nosotros, porque esperamos que tú reines en Sion”. Las esperanzas suscitadas por las profecías, sin embargo, generan también ilusiones, falsas expectativas, malentendidos que dan lugar a revueltas insensatas que terminan en baños de sangre.

No es de “este mundo” el reino que constituye el núcleo de la predicación de Jesús. En el Nuevo Testamento se habla del “reino de Dios” nada menos que 122 veces, 90 de ellas por boca de Jesús. Él afirma: “Si yo expulso los demonios con el dedo de Dios, es que ha llegado a ustedes el reino de Dios” (Lc 11,20) y proclama: “El reino de Dios…está entre ustedes” (Lc 17, 21).

Aunque el tiempo de la espera ha terminado, no obstante el cristiano continúa impetrando su venida, porque el reino de Dios está en sus comienzos, debe desarrollarse y crecer en cada persona como semilla del bien, de amor, de reconciliación, de paz. La oración le hace evitar trágicos equívocos; lo ayuda a discernir entre los reinos de este mundo (que están siempre alagándolo y seduciéndolo) y el reino de Dios.

“El pan nuestro de cada día, danos hoy” (v. 3).

Entre los pueblos orientales, donde cada grupo familiar tenía su propio horno, el pan era más que un simple alimento a consumir. Evocaba sentimientos, emociones, relaciones de amistad que nosotros, hoy, ignoramos. Era una llamada a la generosidad y al compartir con los más pobres: no se podía comer el pan en soledad (cf. Job 13,17). La hogaza debía ser siempre compartida con el hambriento (cf. Is 58, 7).

El pan era sagrado, no podía ser tirado a la basura, no se cortaba con el cuchillo; se partía delicadamente. Solo manos humanas eran dignas de tocarlo porque tenía algo de sagrado: el trabajo del hombre y de la mujer, la bendición divina de una tierra fértil y la lluvia y el rocío que el Señor les había enviado a tiempo. Es la fatiga del agricultor la que nos da el pan. Entonces, ¿qué pedimos a Dios? ¿Qué trabaje en nuestro lugar? ¿Tiene sentido pedirle algo que nos lo podemos procurar por nosotros mismos? ¿No corremos el peligro de caer en la alienación y en el oscurantismo?

Examinemos cada detalle de la petición: pedimos ‘nuestro’ pan. Del maná nunca se dice que es nuestro: llovía del cielo, era únicamente don de Dios (cf. Ne 9,20). El pan, por el contario, es al mismo tiempo y completamente don de Dios y fruto del sudor, de la fatiga y del sacrificio del hombre y de la mujer. Por eso ellos pueden justamente llamarlo nuestro. El pan bendecido por Dios es aquel producido ‘conjuntamente’ por los hermanos, el obtenido de la tierra que Dios ha destinado a todos y no solo a algunos, el que lleva las lágrimas del pobre explotado.

Rezar el Padre nuestro significa mantener siempre la viva la conciencia de que no puede ser recitado de manera auténtica y sincera por quien solamente piensa en el propio pan, por quien se olvida del pobre, por quien no se compromete en hacer realidad la justicia social.

No puede pedir a Dios ‘nuestro’ pan quien no trabaja, quien vive a costa de los demás. Pedir nuestro pande cada día significa no acaparar alimento para el día siguiente mientras a los hermanos les falta el pan necesario para hoy. Equivale a decir: “Ayúdame, Padre, a contentarme con lo necesario, líbrame de la esclavitud de los bienes y dame la fuerza de compartirlos con los pobres”.

“Perdona nuestros pecados como también nosotros perdonamos” (v. 4).

Podemos recitar cualquier oración (el Ave María, el Angelus Domini, el Requiem aeternam) con odio en el corazón, pero no el Padre nuestro. El cristiano no puede esperar ser escuchado por Dios si no cultiva sentimientos de amor hacia el hermano. No basta olvidar el mal recibido, se exige más. El cristiano no puede abrirse al Amor del Padre si rechaza reconciliarse con el hermano.

“Y no nos dejes caer en la tentación” (v. 4).

La tentación de la que pedimos ser librados no se refiere a las pequeñas debilidades, flaquezas y fragilidades de cada día (que por supuesto no están excluidas) sino al abandono de la “lógica del Evangelio” para rendir vasallaje a la “lógica de este mundo”. Las tribulaciones o las persecuciones pueden hacernos tropezar y entrar en crisis; las preocupaciones de la vida y la seducción de los bienes de este mundo pueden sofocar la semilla de la Palabra de Dios. El cristiano no implora estar exento de estas tentaciones, sino que pide no ceder, no dejarse ni siquiera rozar por la idea de abandonar al Maestro.

Después de haber presentado el modelo de oración cristiana, Jesús narra la parábola de un hombre que, con mucha insistencia, va a pedirle a un amigo que le de tres panes (vv. 5-8). Este relato quiere enseñar que la oración obtiene resultados solamente si es prolongada. No porque Dios quiera hacerse rogar por largo tiempo antes de conceder algún don sino porque la persona humana emplea mucho tiempo para asimilar los pensamientos y sentimientos del Señor.

Con frecuencia, nuestras oraciones no son sino un intento tras otro de convencer a Dios para que cambie sus planes, para que los acomode a los nuestros, para que corrija sus ‘descuidos’ e ‘injusticias’ con respecto a nosotros.

Si hablamos largamente con Él, terminaremos por comprender su Amor y por aceptar sus designios. La oración no cambia a Dios sino que abre nuestra mente, modifica nuestro corazón. Esta transformación interior no puede realizarse, a excepción de milagros improbables, en pocos instantes. Es muy difícil renunciar a nuestra manera de leer los acontecimientos. Nos cuesta aceptar la luz de Dios. Somos ciegos, no somos capaces (o no queremos) ver. Los caminos de Dios no son siempre fáciles y placenteros; requieren la conversión, esfuerzos, renuncias, sacrificios. Para lograr la adhesión interior a la voluntad del Señor, para llegar a ver con sus ojos los acontecimientos de nuestra vida, es necesario orar…por mucho tiempo.

Hemos llegado a la última parte del evangelio de hoy (vv. 9-13). La oración cristiana es siempre escuchada, dice Jesús, y sin embargo nuestra experiencia no parece confirmar esta afirmación.

El tema de la insistencia en la oración es retomado mediante tres imágenes: pedir, buscar y llamar a la puerta. La oración produce siempre resultados prodigiosos e inesperados. Pero no cultivemos vanas esperanzas. Fuera de nosotros mismos, todo seguirá su curso como antes (la enfermedad continuará, el daño sufrido no desaparecerá, las heridas y traiciones producirán dolor…), pero dentro de nosotros mismos todo será distinto. Si la mente y el corazón no son ya los mismos, si los ojos con que contemplamos nuestra situación, el mundo, a los hermanos son distintos, más puros, más “divinos”, la oración ha obtenido resultado, ha sido escuchada.

Recuperada la serenidad y la paz interior, también las heridas psicológicas y morales se irán restañando rápidamente y también las enfermedades orgánicas, ¿por qué no?, podrán curarse más fácilmente.

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