Category Comentarios dominicales

La Sagrada Familia

“Después de que los magos partieron de Belén, el ángel del Señor se le apareció en sueños a José y le dijo: Levántate, toma al niño y a su madre, y huye a Egipto. Quédate allá hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar a niño para matarlo.

José se levantó y esa misma noche tomó al niño y a su madre y partió para Egipto, donde permaneció hasta la muerte de Herodes. Así se cumplió lo que dijo el Señor por medio del profeta: De Egipto llamé a mi hijo.

Después de muerto Herodes, el ángel del Señor se le apareció en sueños a José y le dijo: Levántate, toma al niño y a su madre y regresa a la tierra de Israel, porque ya murieron los que intentaban quitarle la vida al niño.

Se levantó José, tomó al niño y a su madre y regresó a tierra de Israel. Pero, habiendo oído decir que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre, Herodes, tuvo miedo de ir allá, y advertido en sueños, se retiró a Galilea y se fue a vivir en la población de Nazaret. Así se cumplió lo que habían dicho los profetas: Se le llamará nazareno”.

(Mateo 2, 13-15.19-23)


Sagrada Familia
P. Enrique Sánchez, mccj

Celebramos hoy la fiesta de la Sagrada Familia y tal vez esperaríamos que se nos hablara de una familia perfecta, sin grandes dificultades, en donde todo procede en armonía, en paz y en alegría.

Sin embargo, el texto del evangelio que acabamos de escuchar no suena tanto a tranquilidad, ni a celebraciones alegres y coloridas. Nos habla de huidas, de amenazas, de exilios forzados, de miedos que encogen el corazón.

Todas esas realidades que contemplamos en la Sagrada Familia nos resulta bastante fácil reconocerlas en muchas familias de nuestros tiempo. Eso nos ayuda a entender que lo Sagrado de la familia de Jesús lo encontramos presente en muchas de nuestras historias.

La palabra de Dios, por su parte, nos invita a fijar nuestra mirada en una familia que, de muchas maneras, nos recuerda la historia de nuestras familias; tan comunes y ordinarias, pero que se convierte en ejemplo que estimula a un compromiso y a la realización de un sueño que Dios sigue teniendo cuando piensa en las familias en donde Él quiere hoy ocupar un lugar privilegiado.

Se trata de familias, a lo mejor, no tan sagradas y sí tan humanas en donde no faltan los momentos de alegría, pero también las inevitables experiencias de angustia, de dolor, de sufrimiento, de aprensión ante el mañana.

Familias que saben de tragedias vividas en silencio, de pérdidas, de problemas que gastan y consumen la vida; familias que sufren muchas veces sin poder compartir lo que las va consumiendo.

Familias en donde la vida y la muerte, los triunfos y los fracasos, los logros que enorgullecen y los fracasos que avergüenzan; todo se mezcla en una experiencia en donde lo divino y lo tan humano van caminando de la mano.

Ası́ fue la Sagrada Familia que supo de huidas, de migraciones que la pusieron en camino, buscando la seguridad y escapando de la amenaza de quienes sólo les interesaba destruir sus vidas.

Así fue la experiencia de José, de Jesús y de María, una familia pobre y sencilla, como tantas que conocemos en nuestros días que viven amenazadas por quien tiene el poder de perseguir, de encarcelar, de dividir y de destruir lo sagrado de la convivencia familiar.

Como a la Sagrada Familia, también hoy a muchas familias les toca dejarlo todo, abandonar sus hogares para ir en búsqueda de un lugar en donde sus vidas estén un poco más protegidas.

Y resulta interesante pensar que Dios escogió una familia tan humana como la Sagrada Familia para hacer el camino y transitar por los senderos de nuestro mundo. Ahí es en donde entendemos realmente lo que quiere decir Emmanuel, el Dios con nosotros.

Él no se escogió una familia perfecta, aceptó la fragilidad y la pobreza de una familia que no tenı́a nada de extraordinario.

Como Emmanuel no es un Dios que hace finta de estar cerca de lo que marca nuestra historia, sino un Dios que hace suyos los dramas, las alegrı́as y los sufrimientos una humanidad en donde siguen existiendo los Herodes que amenazan y atentan contra la vida.

Es un Dios que construye su familia en donde los más pobres y desafortunados son obligados a buscar su refugio, lejos de toda seguridad y confort.

Y, en lo muy humano de una familia, la Sagrada Familia se convierte en modelo, en escuela y oportunidad para vivir lo bello de toda familia como fruto de lo que Dios puede hacer en nosotros cuando le damos cabida.

La Sagrada Familia es modelo de fe que se abre a lo sorprendente de Dios y que sabe confiar dejándose llevar por lo que Dios va proponiendo, aconsejando, indicando

como camino seguro para estar libres de las amenazas de la muerte o de las muertes que buscan destruir ese espacio sagrado en donde Dios hace que podamos entender el valor de cada persona.

La Sagrada Familia nos enseña a ponernos en camino y a dejarnos guiar por senderos que brindan seguridad y protección, que garantizan el futuro como tiempos de plenitud, sin miedos y sin angustias.

El protagonismo de José aparece, una vez más, como maestro de fe y de confianza. Es modelo de obediencia y de abandono; pero, sobre todo, es ejemplo de quien sabe transformar en obras y en poner en práctica lo que el Señor va sembrando en su corazón.

María, como tantas esposas y madres, acompaña con su discreción todos los detalles que van viviendo, en el día a día, tantas familias que están en pie por la entrega incondicional de esas mujeres del silencio que saben transformar en vida los dolores y sufrimientos que se convierten en ternura y sostén de quienes se sienten frágiles e indefensos.

Finalmente, podrı́amos decir que la Sagrada Familia se convierte hoy para nosotros en algo bello que nos permite valorar y aquilatar el gran don de nuestras familias y nos ayuda a luchar por ser constructores de ese espacio sagrado en donde podemos sentirnos orgullosos de haber compartido lo que somos con las personas que más nos han amado en nuestra vida.

En un mundo en donde los valores de la familia son hoy tan atacados y en donde existe toda una política social por destruir ese núcleo esencial para custodiar lo que somos como seres humanos, es importante que no nos dejemos engañar por quienes buscan destruir la familia movidos por intereses que no tienen como lo más valioso lo que somos como personas.

Celebrar la Sagrada Familia puede ser una gran oportunidad para comprometernos en vivir los valores que nos acercan a los demás apreciándolos y reconociéndolos como dones que Dios nos ha otorgado haciéndonos nacer en una familia en donde existen ciertamente diferencias, dificultades e imperfecciones; pero en donde se nos da la oportunidad de enriquecernos con todo lo bello y lo grande de los miembros de nuestras familias.

Recordemos que en ninguna parte, fuera de la familia, podremos encontrar la carga de amor, de compresión y del apoyo que necesitamos siempre para crecer y para poder llegar a ser los seres humanos que Dios ha soñado como personas destinadas a ser felices.

Pidamos por todas nuestras familias, en particular por aquellas que han sido víctimas de la división, las que viven en extrema pobreza, las que han sido obligadas a emigrar, las que cargan el dolor de la incomprensión.

Que el Señor nos bendiga con el don de santas familias que sean capaces de convertirse en fermento de vida y de autenticidad en nuestra sociedad tan amenazada por el individualismo y por la indiferencia ante las necesidades de los demás.

Que la Santa Familia interceda por nosotros.


La Navidad en familia
P. Manuel João Pereira Correia, mccj

La Fiesta de la Sagrada Familia de Nazaret nos invita a contemplar el misterio de la Navidad en el contexto en el que tuvo lugar, es decir, en el seno de una familia. Los Evangelios son muy sobrios en los detalles sobre la vida de esta familia. Esto nos lleva a pensar que se trató de una vida totalmente normal, sin acontecimientos particulares dignos de ser registrados. Solo los Evangelios de Mateo y de Lucas nos ofrecen algunas referencias, con una intención más teológica que histórica. Los escritos apócrifos se encargarán de llenar este vacío con relatos fantasiosos, a veces con referencias creativas al texto sagrado.

Resulta curioso que la fiesta de la Sagrada Familia se celebre justo después de Navidad, cuando todavía estamos inmersos en las luces, los belenes y los cantos reconfortantes. Y, sin embargo, el Evangelio que la Iglesia nos propone (Mt 2,13-23) está muy lejos de ser dulce. No habla de intimidad doméstica, de serenidad familiar ni de equilibrios logrados. Habla de miedo, de huida, de noche, de exilio. La Sagrada Familia no está al margen del drama: está inmersa en él hasta el cuello.

Tal vez este sea precisamente el primer contraste saludable. A menudo vivimos una versión edulcorada de la Navidad, como si Dios hubiera venido a confirmar nuestra necesidad de un mundo perfecto, ordenado y pacificado. Soñamos con una familia sin conflictos, una sociedad sin violencia, una fe que nos proteja de las heridas. Pero el Evangelio nos desengaña de inmediato: Jesús nace en un mundo hostil y no lo arregla mágicamente. Lo atraviesa. Y lo dejará imperfecto, pero no igual que antes, porque siembra en él algo que antes no existía: una nueva esperanza.

Mateo no nos cuenta un cuento para niños. Es un “cuento para adultos”, que desenmascara nuestras ilusiones infantiles. La Navidad conoce la angustia. Es una pausa de esperanza, no un paréntesis consolador. No es la meta final del Adviento, de la espera, sino una parada para tomar aliento y valor, para luego vivir en el tiempo largo y cotidiano del crecimiento. Ese “mientras tanto” entre el mundo viejo y el que ha de venir es el espacio de nuestra vida real. Ahí es donde se juega la fe.

La familia de Jesús tiene que huir, porque un poder tiene miedo de la vida. Y cuando el poder tiene miedo, a menudo mata. Mata sobre todo a los inocentes y a los indefensos. El Evangelio no lo suaviza: Herodes quiere al niño muerto. Y mientras los Magos regresan tranquilamente a sus casas, Jesús pierde la suya. Para él, la Navidad es tiempo de huidas y de viajes forzados, de fronteras cruzadas, de futuro suspendido. Es el Dios que se hace refugiado.

Esta es también una palabra fuerte para nuestras familias. No porque debamos “hacerlo mejor” o “estar a la altura” de un modelo ideal —eso sería un moralismo estéril— sino porque el Evangelio nos libera del engaño de la familia perfecta. Las familias reales conocen el miedo, las decisiones difíciles, las noches sin respuestas claras, los límites: son imperfectas. Conocen Egipto y Nazaret: lugares de refugio provisional, nunca definitivos. Y Dios no se escandaliza por todo esto. Entra en ello.

Llama también la atención la manera en que llega la salvación: a través de sueños. Algo frágil, impalpable. José no recibe planes detallados, solo indicaciones esenciales. «Levántate. Toma contigo al niño y a su madre. Huye». Y él obedece, sin apagar la inteligencia ni la responsabilidad. Cuando muere Herodes, el ángel dice: «Puedes volver». Y José reflexiona. Ve que en Judea, la región donde se encuentra Belén, en lugar de Herodes reina Arquelao, igualmente violento. Y considera que no debe arriesgar.

El final del pasaje, por tanto, está muy lejos de ser un “final feliz”. Mueren los Herodes, pero permanecen los herederos. El mal no desaparece de golpe. Cambia de rostro, se transmite, se reorganiza. José sueña, pero no es un idealista ingenuo. Sabe leer la realidad y reconocer sus peligros. Nos enseña que la esperanza no consiste en negar el mal, sino en atravesarlo con astucia y valentía. Soñar, sí. Pero actuar con prudencia, sin confundir la fe con la inconsciencia.

Quizá este sea el mensaje más verdadero para esta fiesta. Termina el Jubileo, pero no termina la esperanza. Permanece renovada, más sobria, menos triunfalista. La Sagrada Familia nos invita a creer que incluso en medio de la precariedad, el miedo y la imperfección puede nacer algo nuevo. No es el mundo perfecto que soñamos, sino el mundo del “mientras tanto”, en trabajo de parto de esperanza.

Y, sin embargo, Jesús crece. A pesar de todo. En una aldea periférica y desconocida, Nazaret, símbolo de una normalidad no heroica, no ideal y no perfecta, sino posible. A esto estamos llamados: a discernir las posibilidades concretas y “habitarlas”. ¡En nuestro “mientras tanto”!


En familia
José Antonio Pagola

Cogió al niño y a su madre, y volvió a Israel.

Las fiestas de Navidad han tenido entre nosotros un carácter entrañable diferente al de otras fiestas que se suceden a lo largo del año. Estos días navideños se caracterizan todavía hoy por un clima más familiar y hogareño. Para muchos siguen siendo una fiesta de reunión y encuentro familiar. Ocasión para reunirse todos alrededor de una mesa a compartir con gozo el calor del hogar.
Estos días parecen reforzarse los lazos familiares. Se diría que es más fácil la reconciliación y el acercamiento entre familiares enfrentados o distantes. Por otra parte, se recuerda más que nunca la ausencia de los seres queridos muertos o alejados del hogar.
Sin embargo, es fácil observar que el clima hogareño de estas fiestas se va deteriorando cada año más. La fiesta se desplaza fuera del hogar. Los hijos corren a las salas de fiestas. Las familias se trasladan al restaurante. Se nos invita ya a «celebrar estas fiestas en Benidorm».
Probablemente son muchos los factores de diverso orden que explican este cambio social. Pero hay algo que, en cualquier caso, no hemos de olvidar. Es difícil el encuentro familiar cuando a lo largo del año no se vive en familia. Incluso, se hace insoportable cuando no existe un verdadero diálogo entre padres e hijos o cuando el amor de los esposos se va enfriando.
Todo ello facilita cada vez más la celebración de estas fiestas fuera del hogar. Es más fácil la reunión ruidosa de esas cenas superficiales y vacías de un restaurante. El clima que ahí se crea no obliga a vivir la Navidad con la hondura humana y cristiana que el marco del hogar parecía exigir. De ahí que estas fiestas navideñas que, durante tantos años, han reavivado el calor entrañable del hogar, sean quizás hoy en muchos hogares uno de los momentos más reveladores del deterioro de la vida familiar.
Pero la actitud del creyente no puede ser de desaliento. El nacimiento del Señor nos invita a renacer y trabajar por el nacimiento de un hombre nuevo, una familia nueva, una sociedad diferente. Estamos pasando de una familia más numerosa, tradicional, autoritaria y estable, a una familia más reducida, libre, inestable y conflictiva, pero el hombre siempre necesitará un hogar en donde pueda crecer como persona. El mismo Hijo de Dios nació y creció en el seno de una familia.

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La Sagrada Familia por el camino doloroso del destierro
Papa Francisco

En este primer domingo después de Navidad, la Liturgia nos invita a celebrar la fiesta de la Sagrada Familia de Nazaret. En efecto, cada belén nos muestra a Jesús junto a la Virgen y a san José, en la cueva de Belén. Dios quiso nacer en una familia humana, quiso tener una madre y un padre, como nosotros.

Y hoy el Evangelio nos presenta a la Sagrada Familia por el camino doloroso del destierro, en busca de refugio en Egipto. José, María y Jesús experimentan la condición dramática de los refugiados, marcada por miedo, incertidumbre, incomodidades (cf. Mt 2, 13-15.19-23). Lamentablemente, en nuestros días, millones de familias pueden reconocerse en esta triste realidad. Casi cada día la televisión y los periódicos dan noticias de refugiados que huyen del hambre, de la guerra, de otros peligros graves, en busca de seguridad y de una vida digna para sí mismos y para sus familias.

En tierras lejanas, incluso cuando encuentran trabajo, no siempre los refugiados y los inmigrantes encuentran auténtica acogida, respeto, aprecio por los valores que llevan consigo. Sus legítimas expectativas chocan con situaciones complejas y dificultades que a veces parecen insuperables. Por ello, mientras fijamos la mirada en la Sagrada Familia de Nazaret en el momento en que se ve obligada a huir, pensemos en el drama de los inmigrantes y refugiados que son víctimas del rechazo y de la explotación, que son víctimas de la trata de personas y del trabajo esclavo. Pero pensemos también en los demás «exiliados»: yo les llamaría «exiliados ocultos», esos exiliados que pueden encontrarse en el seno de las familias mismas: los ancianos, por ejemplo, que a veces son tratados como presencias que estorban. Muchas veces pienso que un signo para saber cómo va una familia es ver cómo se tratan en ella a los niños y a los ancianos.

Jesús quiso pertenecer a una familia que experimentó estas dificultades, para que nadie se sienta excluido de la cercanía amorosa de Dios. La huida a Egipto causada por las amenazas de Herodes nos muestra que Dios está allí donde el hombre está en peligro, allí donde el hombre sufre, allí donde huye, donde experimenta el rechazo y el abandono; pero Dios está también allí donde el hombre sueña, espera volver a su patria en libertad, proyecta y elige en favor de la vida y la dignidad suya y de sus familiares.

Hoy, nuestra mirada a la Sagrada Familia se deja atraer también por la sencillez de la vida que ella lleva en Nazaret. Es un ejemplo que hace mucho bien a nuestras familias, les ayuda a convertirse cada vez más en una comunidad de amor y de reconciliación, donde se experimenta la ternura, la ayuda mutua y el perdón recíproco. Recordemos las tres palabras clave para vivir en paz y alegría en la familia: permiso, gracias, perdón. Cuando en una familia no se es entrometido y se pide «permiso», cuando en una familia no se es egoísta y se aprende a decir «gracias», y cuando en una familia uno se da cuenta que hizo algo malo y sabe pedir «perdón», en esa familia hay paz y hay alegría. Recordemos estas tres palabras. Pero las podemos repetir todos juntos: permiso, gracias, perdón. (Todos: permiso, gracias, perdón) Desearía alentar también a las familias a tomar conciencia de la importancia que tienen en la Iglesia y en la sociedad. El anuncio del Evangelio, en efecto, pasa ante todo a través de las familias, para llegar luego a los diversos ámbitos de la vida cotidiana.

Invoquemos con fervor a María santísima, la Madre de Jesús y Madre nuestra, y a san José, su esposo. Pidámosle a ellos que iluminen, conforten y guíen a cada familia del mundo, para que puedan realizar con dignidad y serenidad la misión que Dios les ha confiado.

29/12/2013


Oración a la Sagrada Familia

Jesús, María y José
en vosotros contemplamos
el esplendor del verdadero amor,
a vosotros, confiados, nos dirigimos.

Santa Familia de Nazaret,
haz también de nuestras familias
lugar de comunión y cenáculo de oración,
auténticas escuelas del Evangelio
y pequeñas Iglesias domésticas.

Santa Familia de Nazaret,
que nunca más haya en las familias episodios
de violencia, de cerrazón y división;
que quien haya sido herido o escandalizado
sea pronto consolado y curado.

Santa Familia de Nazaret,
que el próximo Sínodo de los Obispos
haga tomar conciencia a todos
del carácter sagrado e inviolable de la familia,
de su belleza en el proyecto de Dios.

Jesús, María y José,
escuchad, acoged nuestra súplica.

Navidad. Misa de medianoche y misa del día

MISA DE MEDIANOCHE
Lucas 2,1-14


Misterio de caminar y de ver
Papa Francisco

«El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande» (Is 9,1).

Esta profecía de Isaías no deja de conmovernos, especialmente cuando la escuchamos en la Liturgia de la Noche de Navidad. No se trata sólo de algo emotivo, sentimental; nos conmueve porque dice la realidad de lo que somos: somos un pueblo en camino, y a nuestro alrededor –y también dentro de nosotros– hay tinieblas y luces. Y en esta noche, cuando el espíritu de las tinieblas cubre el mundo, se renueva el acontecimiento que siempre nos asombra y sorprende: el pueblo en camino ve una gran luz. Una luz que nos invita a reflexionar en este misterio: misterio de caminar y de ver.

Caminar. Este verbo nos hace pensar en el curso de la historia, en el largo camino de la historia de la salvación, comenzando por Abrahán, nuestro padre en la fe, a quien el Señor llamó un día a salir de su pueblo para ir a la tierra que Él le indicaría. Desde entonces, nuestra identidad como creyentes es la de peregrinos hacia la tierra prometida. El Señor acompaña siempre esta historia. Él permanece siempre fiel a su alianza y a sus promesas. Porque es fiel, «Dios es luz sin tiniebla alguna» (1 Jn 1,5). Por parte del pueblo, en cambio, se alternan momentos de luz y de tiniebla, de fidelidad y de infidelidad, de obediencia y de rebelión, momentos de pueblo peregrino y momentos de pueblo errante.

También en nuestra historia personal se alternan momentos luminosos y oscuros, luces y sombras. Si amamos a Dios y a los hermanos, caminamos en la luz, pero si nuestro corazón se cierra, si prevalecen el orgullo, la mentira, la búsqueda del propio interés, entonces las tinieblas nos rodean por dentro y por fuera. «Quien aborrece a su hermano –escribe el apóstol San Juan– está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe adónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos» (1 Jn 2,11). Pueblo en camino, sobre todo pueblo peregrino que no quiere ser un pueblo errante.

En esta noche, como un haz de luz clarísima, resuena el anuncio del Apóstol:
«Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres» (Tt 2,11).

La gracia que ha aparecido en el mundo es Jesús, nacido de María Virgen, Dios y hombre verdadero. Ha venido a nuestra historia, ha compartido nuestro camino. Ha venido para librarnos de las tinieblas y darnos la luz. En Él ha aparecido la gracia, la misericordia, la ternura del Padre: Jesús es el Amor hecho carne. No es solamente un maestro de sabiduría, no es un ideal al que tendemos y del que nos sabemos por fuerza distantes, es el sentido de la vida y de la historia que ha puesto su tienda entre nosotros.

Los pastores fueron los primeros que vieron esta “tienda”, que recibieron el anuncio del nacimiento de Jesús. Fueron los primeros porque eran de los últimos, de los marginados. Y fueron los primeros porque estaban en vela aquella noche, guardando su rebaño. Es condición del peregrino velar, y ellos estaban en vela. Con ellos nos quedamos ante el Niño, nos quedamos en silencio. Con ellos damos gracias al Señor por habernos dado a Jesús, y con ellos, desde dentro de nuestro corazón, alabamos su fidelidad: Te bendecimos, Señor, Dios Altísimo, que te has despojado de tu rango por nosotros. Tú eres inmenso, y te has hecho pequeño; eres rico, y te has hecho pobre; eres omnipotente, y te has hecho débil.

Que en esta Noche compartamos la alegría del Evangelio: Dios nos ama, nos ama tanto que nos ha dado a su Hijo como nuestro hermano, como luz para nuestras tinieblas. El Señor nos dice una vez más: “No teman” (Lc 2,10). Como dijeron los ángeles a los pastores: “No teman”.  Y también yo les repito a todos: “No teman”. Nuestro Padre tiene paciencia con nosotros, nos ama, nos da a Jesús como guía en el camino a la tierra prometida. Él es la luz que disipa las tinieblas. Él es la misericordia. Nuestro Padre nos perdona siempre. Y Él es nuestra paz. Amén.

Basílica Vaticana, 24 de diciembre de 2013


La misa del Gallo
José Luis Sicre

Aunque desconocemos el día y la hora en que nació Jesús, imagino que fueron estas palabras del libro de la Sabiduría las que animaron a situar el nacimiento a medianoche: «Un silencio sereno lo envolvía todo, y al mediar la noche su carrera, tu palabra todopoderosa se abalanzó desde el trono real de los cielos» (Sabiduría 18,14-15).

En cualquier caso, el papa Sixto III (siglo V d.C.), introdujo en Roma la costumbre de celebrar en Navidad una vigilia nocturna, a medianoche, «en seguida de cantar el gallo», en un pequeño oratorio situado detrás del altar mayor de la Basílica de Santa María la Mayor. Ya que los antiguos romanos denominaban Canto del Gallo al comienzo del día, a la medianoche, se quedó con el nombre de Misa de Gallo la que se celebraba a esta hora.

La liturgia, con tres lecturas preciosas y muy ricas de contenido, suponen un desafío para quien pretenda comentarlas sin agotar al auditorio.

Tres motivos de alegría (Isaías 9,2-7)

En El Danubio rojo, película ambientada en la Segunda Guerra Mundial, la noche de Navidad, en medio del frío y la nieve, un grupo numeroso de soldados y refugiados comienza a cantar en un tren el villancico «Noche de Dios». Ese es el ambiente más adecuado para entender la primera lectura. El profeta se dirige a un pueblo que camina en tinieblas, que ha sufrido durante un siglo la opresión del imperio asirio, y le anuncia un cambio prodigioso: un mundo de luz y alegría. Por tres motivos:

el fin del opresor, el imperio asirio, que oprime a Israel con el yugo y el bastón, como si fuera un animal de carga; será derrotado, igual que lo fueron los madianitas en tiempos de Gedeón; el fin de la guerra, simbolizado por la desaparición, no de lanzas y espadas, sino de los elementos menos peligrosos del soldado: bota y túnica;

la aparición de un niño, que se puede interpretar como el nacimiento de un príncipe o su entronización. Influido por el ritual egipcio, se coloca sobre sus hombros un manto que simboliza el poder, y se le dan diversos nombres: en Egipto eran cinco, aquí son cuatro, que expresan las cualidades más admirables que se pueden esperar de un gobernante: que sepa aconsejar, que sepa defender, que se comporte como un padre con sus súbditos, que traiga un reinado de paz. Por último, abandonando el influjo egipcio y con mentalidad plenamente judía, se relaciona a este niño con David. Y su labor de paz, justicia y derecho, aparentemente imposible, será obra del celo de Dios.

Dos motivos de compromiso (Carta a Tito 2,11-14).

El autor une la primera venida de Jesús («se ha manifestado la gracia de Dios») con la segunda y definitiva («la manifestación gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo»). ¿Motivos de alegría? Sin duda. Pero estas dos venidas son también motivo de compromiso. Amor con amor se paga. Hay que renunciar a la vida sin religión y a los deseos mundanos, llevar una vida sobria y honrada, esperar la vuelta del Señor, dedicarse a las buenas obras.

¿Un niño pobre o un personaje maravilloso? (Lucas 2,1-14)

El evangelio de esta noche consta de dos escenas radicalmente distintas, pero que se complementan.

El nacimiento de un niño pobre

La primera escena, que se desarrolla únicamente en la tierra, contrasta a poderosos y débiles. Empieza hablando del emperador Augusto, con autoridad para dar órdenes a todos sus súbditos, y del gobernador de Siria, Cirino, que manda empadronarse a la población de su provincia, cada cual en su ciudad, sin preocuparle las molestias que eso puede causar.

Frente a los poderosos, los débiles, representados por una familia muy modesta, a la que solo le cabe obedecer, aunque la esposa deba recorrer, embarazada, los 150 km de Nazaret a Belén. Según Lucas, cuando llegan a su destino no encuentran alojamiento y deben pasar algunos días en la parte baja de una casa, donde están los animales. Son pobres, y para ellos no hay sitio en el piso de arriba («la posada»).

Es una escena de pobreza y humillación. Basta pensar en José, un padre que no tiene otra cosa que ofrecer a su mujer y a su hijo. La escena no se presta a comentarios románticos, sino a preguntas candentes: ¿por qué Gabriel no le dijo a María toda la verdad? ¿Por qué le anunció que su hijo sería el rey de Israel sin advertirle que no tendría riqueza ni poder? ¿Por qué elige Dios el camino de la pobreza y la humillación? ¿Por qué rechazamos los cristianos a quienes no pueden pagarse un pasaje en avión o en barco para llegar hasta nosotros? ¿Por qué no imaginamos que Dios pueda nacer en una chabola de mala muerte, en una familia pobre que trabaja recogiendo la aceituna? ¿Se puede esperar algo de este hijo de emigrantes, que no tendrá cultura ni formación?

El Salvador, el Mesías, el Señor

La segunda escena se desarrolla en cielo y tierra. Es también de poderosos y débiles, de ángeles y pastores. La profesión de pastor, aunque a algunos le recuerde a los antiguos patriarcas de Israel, era de las más despreciadas y odiadas en aquel tiempo, sobre todo por los campesinos. En la escala social de la época, los pastores ocupan el penúltimo lugar, el de las clases impuras, porque su oficio se equipara al de los ladrones. Y pasar la noche al aire libre, vigilando el rebaño, no es la ocupación más agradable. El hecho de que el ángel se dirija a ellos deja clara la «política incorrecta» de Dios. El gran anuncio del nacimiento del Mesías no se comunica al Sumo Sacerdote de Jerusalén, ni a los sacerdotes y levitas, ni a los estudiosos escribas, ni a los piadosos fariseos.

Por otra parte, el anuncio modifica totalmente la imagen de la escena anterior. El niño que ha nacido no es un simple niño pobre. Su nacimiento supone «una gran alegría para todo el pueblo», porque es Salvador, Mesías y Señor. Este ángel anónimo es muy escueto. No comenta ninguno de los tres títulos. Pero es más sincero que Gabriel. No oculta que, a pesar de su grandeza, el niño está envuelto en pañales y acostado en un pesebre.

¿Qué harán los pastores? Quien desee saberlo tendrá la respuesta en el evangelio de la Misa de la Aurora.

Pero el lector del evangelio puede ponerse en su lugar y advertir el mensaje que le está proponiendo Lucas. La vida de Jesús se puede interpretar de dos formas muy distintas: desde una óptica puramente humana o desde la fe. La primera resulta descarnada y dura. La segunda puede parecer ingenua; si no de cuento de hadas, de cuento de ángeles. Si se mantiene en la primera, terminará viendo a Jesús como un personaje peligroso y considerando justa su condena a muerte. Si acepta la segunda, a pesar de todas las dudas, terminará creyendo en él como su Salvador.

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Las claves para leer desde la fe el misterio
José Antonio Pagola

Según el relato de Lucas, es el mensaje del Ángel a los pastores el que nos ofrece las claves para leer desde la fe el misterio que se encierra en un niño nacido en extrañas circunstancias en las afueras de Belén.

Es de noche. Una claridad desconocida ilumina las tinieblas que cubren Belén. La luz no desciende sobre el lugar donde se encuentra el niño, sino que envuelve a los pastores que escuchan el mensaje. El niño queda oculto en la oscuridad, en un lugar desconocido. Es necesario hacer un esfuerzo para descubrirlo.

Estas son las primeras palabras que hemos de escuchar: «No tengáis miedo. Os traigo la Buena Noticia: la alegría grande para todo el pueblo». Es algo muy grande lo que ha sucedido. Todos tenemos motivo para alegrarnos. Ese niño no es de María y José. Nos ha nacido a todos. No es solo de unos privilegiados. Es para toda la gente.

Los cristianos no hemos de acaparar estas fiestas. Jesús es de quienes lo siguen con fe y de quienes lo han olvidado, de quienes confían en Dios y de los que dudan de todo. Nadie está solo frente a sus miedos. Nadie está solo en su soledad. Hay Alguien que piensa en nosotros.

Así lo proclama el mensajero: «Hoy os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor». No es el hijo del emperador Augusto, dominador del mundo, celebrado como salvador y portador de la paz gracias al poder de sus legiones. El nacimiento de un poderoso no es buena noticia en un mundo donde los débiles son víctima de toda clase de abusos.

Este niño nace en un pueblo sometido al Imperio. No tiene ciudadanía romana. Nadie espera en Roma su nacimiento. Pero es el Salvador que necesitamos. No estará al servicio de ningún César. No trabajará para ningún imperio. Solo buscará el reino de Dios y su justicia. Vivirá para hacer la vida más humana. En él encontrará este mundo injusto la salvación de Dios.

¿Dónde está este niño? ¿Cómo lo podemos reconocer? Así dice el mensajero: «Aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». El niño ha nacido como un excluido. Sus padres no le han podido encontrar un lugar acogedor. Su madre lo ha dado a luz sin ayuda de nadie. Ella misma se ha valido, como ha podido, para envolverlo en pañales y acostarlo en un pesebre.

En este pesebre comienza Dios su aventura entre los hombres. No lo encontraremos en los poderosos sino en los débiles. No está en lo grande y espectacular sino en lo pobre y pequeño. Hemos de escuchar el mensaje: vayamos a Belén; volvamos a las raíces de nuestra fe. Busquemos a Dios donde se ha encarnado.


Luz para quien yace en las tinieblas
Fernando Armellini

Es casi inevitable que escuchemos este relato evangélico condicionados por el clima navideñoque nos rodea: árboles iluminados, sonidos de villancicos, belenes… Y es probable que nos embargue la emoción, lo cual no está mal. Este relato, sin embargo, no ha sido escrito para conmover; ni siquiera para ofrecernos una crónica informativa sobre el nacimiento de Jesús. Si fuera así, tendríamos derecho a lamentar lo parco que ha sido Lucas al darnos tan pocos detalles sobre acontecimiento tan importante.

Este relato del nacimiento de Jesús ha sido compuesto, probablemente, cuando el resto del evangelio estaba ya escrito y fue colocado al principio como un estupendo preludio teológico al resto de la obra, expresando lo que los cristianos de las primeras generaciones, guiados por el Espíritu, han comprendido del Señor Jesús, muerto y resucitado.

El relato comienza con una ambientación histórica y geográfica bien precisa.
En aquel tiempo, Roma estaba regida por César Augusto, el príncipe celebrado en todo el imperio por su “audacia, mansedumbre, piedad y justicia”. Es él quien, después de los interminables horrores de la guerra civil, ha finalmente establecido la paz en todo el imperio. Es la época de oro de la historia de Roma contada por Virgilio. En una famosa inscripción fechada el año 9 a.C., hallada en Priene, Asia Menor, se dispone que el año comience el 23 de septiembre, día del nacimiento de Augusto porque “todos podrán considerar este acontecimiento como el origen de sus vidas, como el tiempo a partir del cual no se puede ya llorar por el propio nacimiento. La divina Providencia, dándonos a Augusto, nos ha enviado a nosotros y a los que vendrán después de nosotros al salvador llamado a poner fin a las guerras y reordenar el mundo. El día del nacimiento del dios (Augusto) ha sido para el mundo el inicio de ‘acontecimientos gozosos’ (literalmente “evangelios”) que se harán realidad gracias a Él”.

El “censo de toda la tierra” que, desde el punto de vista histórico, presenta tantas dificultades, asume en la intención de Lucas un significado indudablemente teológico. Le sirve para declarar solemnemente que el Hijo de Dios se ha insertado en la historia universal, que se ha convertido en ciudadano del mundo.

A continuación indica el lugar en que Jesús ha nacido: Belén, una ciudad (en realidad un pueblo de pastores) de los montes de Judea. Lucas acentúa que “José era de la casa y de la familia de David” y que “subió a Judea, a la ciudad de David, llamada Belén” (v. 4). La referencia a este lugar es importante porque es en Belén donde el pueblo espera al Mesías (Jn 7,40-43). Ya lo había anunciado el profeta Miqueas: “Pero tú, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti sacaré al que ha de ser el jefe de Israel” (Miq 5,1).

Con esta anotación histórica y geográfica, Lucas quiere afirmar que el nacimiento de Jesús no es un mito que ha de relegarse al mundo de las fábulas –como tantas otras que circulaban en su tiempo– sino que es un acontecimiento real y concreto.

Mientras se encontraban en aquel lugar” María dio a luz a su hijo “primogénito” …

María se comporta como todas las madres. Lucas menciona sus gestos premurosos y atentos: faja al niño y lo coloca en el pesebre. No sucede nada de milagroso. El nacimiento de Jesús es idéntico al de cualquier otra persona. Desde su primera aparición en este mundo, Jesús comparte en todo nuestra condición humana.

“No habían encontrado sitio en la posada” … Si se tiene presente cuán sagrada es para Oriente la hospitalidad, es inverosímil que María y José se hayan visto obligados a encontrar refugio en una gruta por haber sido rechazados por las familias del lugar.

El término usado en el texto original no se refiere a la posada o al caravasar (antigua edificación que se levantaba a la vera de los principales caminos para que los viajeros de las caravanas que hacían largos viajes de comercio, peregrinaje o militares pudieran pasar la noche, descansar y reponerse junto a sus animales). Designa más bien una habitación (probablemente la única) de la casa en la que José y María habían sido acogidos. No era conveniente que el parto tuviera lugar en una estancia que no ofrecía un mínimo de privacidad (es este el sentido de la expresión: “no había lugar para ellos”). Como debía acaecer a las parturientas pobres de toda Palestina, también María fue llevada al rincón más interno y recóndito de la habitación, lugar que habitualmente se destinaba también a los animales.

Aunque el texto evangélico no habla del asno y del buey (imaginados por la piedad popular a propósito de un texto de Isaías: “conoce el buey a su amo y el asno el pesebre de su dueño” (Is 1,3), es posible que ambos animales estuvieran allí.

Lucas nos ofrece estos detalles para mostrar que Dios –como suele hacer– invierte los valores y criterios de este mundo. El “Dios” que el pueblo espera, y que aún hoy día muchos siguen esperando, es fuerte y terrible, capaz de sembrar el pánico y de hacerse respetar. Pero éste no es Dios, es un ídolo, es la proyección de nuestros sueños mezquinos de grandeza y poder. El Dios que se manifiesta en Jesús es exactamente lo opuesto: débil, indefenso, tembloroso, se confía a las manos de una mujer. No estamos ante una revelación secundaria, a la espera de ver a Jesús revestido de esplendor y fuerza (como en el monte de la Transfiguración). En Jesús recién nacido acostado en el pesebre está presente en toda su plenitud el verdadero y eterno Dios, “escándalo para los judíos y locura para los paganos” (1 Cor 1,23).

En la segunda parte del evangelio (vv. 8-14) la escena cambia completamente. No estamos más en la intimidad de una casa sino al aire libre, en el campo, y los personajes son otros: pastores y ángeles. “Había unos pastores en la zona que cuidaban por turno los rebaños a la intemperie”. Si se tratara solo de una información que el evangelista añade, podríamos inferir que Jesús no nació en el invierno de su hemisferio porque el ganado se guardaba a la intemperie de marzo a octubre. Pero a nosotros no nos interesa mucho saber en qué mes nació Jesús. Más importante es identificar quiénes fueron los primeros en reconocer en el niño fajado y colocado en un pesebre al Salvador, al Mesías, al esperado hijo de David. Son los pastores.

¿Por qué justamente ellos? No porque estuvieran espiritualmente mejor dispuestos. Todo lo contrario. Los pastores no eran en general gente simple, buena, inocente, honesta, estimada por todos, como nos dice la tradición navideña. Estaban catalogados entre las personas más impuras y, de hecho, existían buenas razones para ello. Conducían una vida no muy diversa a la de las bestias; no podían entrar en el Templo para rezar; no eran admitidos para testimoniar en un tribunal por no ser gente de fiar; tenían fama de falsos, deshonestos, ladrones, violentos. Los rabinos afirmaban que los pastores, los publicanos y aquellos que cobraban los impuestos, muy difícilmente se salvarían por haber hecho tanto daño al pueblo. Habían robado tanto que ni siquiera podían recordar a quiénes habían estafado. Por lo tanto, no pudiendo restituirlo, estaban destinados a la perdición.

Es a estos a quienes se dirige el mensaje celeste. “Miren, les doy una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy les ha nacido en la ciudad de David el Salvador, el Mesías y Señor” (vv. 10-11). Se adivina en las palabras del ángel el eco de la inscripción de Priene. No era Augusto –parece insinuar Lucas– el salvador que debía inundar el mundo de alegría e instaurar la paz. No ha sido su nacimiento sino el de Jesús el que ha marcado “el comienzo de los eventos gozosos recibidos gracias a Él”.

Desde su primera aparición en el mundo, Jesús se ha colocado entre los últimos. Son ellos, no los “justos”, los que necesitaban y necesitan de Dios una palabra de amor, de liberación y de esperanza.

Ya adulto, Jesús continuará viviendo junto a estas personas: hablará su lenguaje simple, usará las comparaciones, las parábolas, las imágenes tomadas de su mundo; participará en sus alegrías y sufrimientos; estará siempre de su parte contra todo aquel que intente marginarlos.

La señal dada a los pastores para reconocer al Salvador es sorprendente y paradójica. No se les dice que encontraran a un niño envuelto en luz, con cara de ángel, con una aureola sobre la cabeza y rodeado de huestes celestiales. Nada de esto: La señal es… un niño normal, con la sola característica de ser un pobre entre los pobres.

Los dos grupos de personas que encontraremos a lo largo de la vida pública de Jesús quedan ya bien definidos al momento de su nacimiento: por una parte, los pobres, los ignorantes, la gente despreciada que lo reconoce inmediatamente y lo acoge con alegría. Por otra, los sabios, los ricos, los poderosos, aquellos que viven aislados en sus palacios, lejos del pueblo y de sus problemas, convencidos de poseer ya todo lo que necesitan para ser felices. Estos no tienen necesidad de ningún salvador; por el contrario, un Mesías que no corresponda a sus expectativas, que cuestione sus proyectos, es un personaje incómodo al que hay que eliminar lo más pronto posible.

Las mujeres de Belén han asistido a María durante el parto u, observando a aquel niño, no se han dado cier­ta­mente cuenta de que la historia del mundo se dividiría en dos partes: antes y después de su nacimiento.

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MISA DEL DÍA
Juan 1,1-18

Misa del día
José Luis Sicre

La misa de la aurora nos presentó a María meditando lo que han contado los pastores. Es una pena que Lucas, que transmitió en el Magnificat su reacción a las palabras de Isabel, en este caso guarde silencio. Dos teólogos cristianos, los autores del cuarto evangelio y de la carta a los Hebreos, sí nos dejaron su reflexión sobre Jesús y su nacimiento. La liturgia les antepone la visión de un profeta-poeta.

«El Señor ha consolado a su pueblo» (Isaías 52,7-10)

El texto de Isaías de la misa de la aurora presentaba a Jerusalén como esposa y madre, que recupera a su esposo y sus hijos. Este la presenta como ciudad, sin rey y en ruinas después de la caída en manos de los babilonios. Pero el mensaje de esperanza es el mismo: Dios vuelve a ella como rey, y las ruinas, reconstruidas, cantarán de alegría. Como en el caso anterior, la liturgia aplica la venida de Dios-rey a Jesús, que nace como Mesías y Salvador.

«El Señor nos ha hablado por su Hijo» (Hebreos 1,1-6)

Imaginemos al autor de la carta ante el pesebre. Pero el niño no acaba de nacer, él escribe bastantes años después. Es mucho lo que ya se ha dicho y discutido sobre Jesús. Y él comienza su carta con un resumen ambicioso, que abarca desde el comienzo de los siglos hasta la glorificación del Señor.

Lo primero que destaca es la novedad de que Dios nos hable a través de su Hijo, no a través de profetas. Un hecho tan grande que no debemos esperar algo distinto y mayor: estamos en la «etapa final».

Luego acumula palabras para describir la dignidad del Hijo. Retrocede del momento en el que hereda todo (se supone que tras la resurrección) al momento en el que intervino en la creación del mundo. Habla de su identidad e identificación con Dios con expresiones misteriosas: «reflejo de su gloria, impronta de su ser». Dedica una frase, casi de pasada, a la vida terrena, en la que solo sugiere, de forma velada, su muerte, que purifica nuestros pecados. Y termina con su triunfo a la derecha de la Majestad y su encumbramiento por encima de los ángeles.

La historia del Verbo de Dios (Juan 1,1-5.9-14) (forma breve)

Dos advertencias:

1. Según muchos comentaristas, el autor del cuarto evangelio utilizó al comienzo un himno sobre el Verbo Dios, introduciendo por medio, en dos ocasiones, sendas referencias a Juan Bautista. La liturgia permite elegir entre la forma larga, con todo el texto actual, y la breve, que suprime lo referente a Juan. Es esta la que comentaré brevemente, presentando el himno como una historia del Verbo de Dios en cinco etapas.

2. Para comprender esta historia habría que conocer las reflexiones sobre la Sabiduría de Dios en los dos siglos antes de Jesús. En el segundo domingo después de Navidad se vuelve a leer el prólogo de Juan, y la lectura que lo acompaña es, con razón, la del libro del Eclesiástico.

Primera etapa: la Palabra junto a Dios

En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios.

«En el principio creó Dios el cielo y la tierra». Así comienza el libro del Génesis. Para el autor del prólogo, en ese momento existía ya el Verbo, junto a Dios. Es lo mismo que se dice de la Sabiduría en el libro de los Proverbios y en el Eclesiástico.

Segunda etapa: el Verbo y la creación

Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió.

Aunque parece una nueva matización del Génesis, supone un desarrollo. Allí se dice que Dios crea por su palabra («dijo Dios») y su acción. Aquí, esa palabra se convierte en compañera suya imprescindible durante el acto creador. Todo fue creado por el Verbo: sol, luna, estrellas, montañas, mar, animales de toda especie, ser humano. Además de habernos creado, es también nuestra vida y nuestra luz. Dos términos claves en la teología del cuarto evangelio, que presentará a Jesús como «el camino, la verdad y la vida». En esa misma teología encaja la referencia a la tiniebla como símbolo de la oposición a Jesús y a Dios.

Tercera etapa: el mundo, creado por el Verbo, lo ignora.

En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció.

El mundo no se refiere aquí a los seres inanimados sino a las personas que ignoran a Dios, no lo adoran, o prescinden de él. El autor del Prólogo piensa en los pueblos paganos, que podrían haber conocido al Dios verdadero, pero que habían caído en diversas formas de idolatría.

Cuarta etapa: la Palabra se instala en Israel; unos lo rechazan, otros la acogen.

Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios.

¿Qué hará el Verbo cuando se vea ignorado por el mundo? Para un judío, la respuesta es clara: refugiarse en Israel, el pueblo elegido, igual que hacía la Sabiduría: «Eché raíces entre un pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad». Pero el Verbo se encuentra con una desagradable sorpresa: «los suyos no lo recibieron». Da la impresión de que un autor posterior consideró esta afirmación demasiado pesimista y añadió que algunos lo recibieron, convirtiéndose en hijos de Dios. Pero este aparente añadido destruye el dramatismo del himno primitivo.

Quinta etapa: el Verbo se hace carne y habita entre nosotros. 

La Palabra ha sufrido dos derrotas: el mundo la ignora, su pueblo la rechaza. ¿Qué haría cualquiera de nosotros en su lugar? Quedarse junto a Dios y olvidarse de todos. Afortunadamente, Dios no es así. El Verbo toma la decisión más asombrosa que se puede imaginar.

Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.

Reflexión final

El fiel cristiano que haya acudido a la iglesia pensando escuchar unas lecturas bonitas y sencillas sobre Jesús niño y los pastores se encuentra en la misa del día con unas lecturas muy teológicas, pero que le recuerdan la dignidad e importancia de ese niño que ve en el pesebre.

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La nostalgia de la Navidad 
José A. Pagola

La Navidad es una fiesta llena de nostalgia. Se canta la paz, pero no sabemos construirla. Nos deseamos felicidad, pero cada vez parece más difícil ser feliz. Nos compramos mutuamente regalos, pero lo que necesitamos es ternura y afecto. Cantamos a un niño Dios, pero en nuestros corazones se apaga la fe. La vida no es como quisiéramos, pero no sabemos hacerla mejor.

No es solo un sentimiento de Navidad. La vida entera está transida de nostalgia. Nada llena enteramente nuestros deseos. No hay riqueza que pueda proporcionar paz total. No hay amor que responda plenamente a los deseos más hondos. No hay profesión que pueda satisfacer del todo nuestras aspiraciones. No es posible ser amados por todos.

La nostalgia puede tener efectos muy positivos. Nos permite descubrir que nuestros deseos van más allá de lo que hoy podemos poseer o disfrutar. Nos ayuda a mantener abierto el horizonte de nuestra existencia a algo más grande y pleno que todo lo que conocemos.

Al mismo tiempo, nos enseña a no pedir a la vida lo que no nos pueda dar, a no esperar de las relaciones lo que no nos pueden proporcionar. La nostalgia no nos deja vivir encadenados solo a este mundo.

Es fácil vivir ahogando el deseo de infinito que late en nuestro ser. Nos encerramos en una coraza que nos hace insensibles a lo que puede haber más allá de lo que vemos y tocamos. La fiesta de la Navidad, vivida desde la nostalgia, crea un clima diferente: estos días se capta mejor la necesidad de hogar y seguridad. A poco que uno entre en contacto con su corazón, intuye que el misterio de Dios es nuestro destino último.

Si uno es creyente, la fe le invita estos días a descubrir ese misterio, no en un país extraño e inaccesible, sino en un niño recién nacido. Así de simple y de increíble. Hemos de acercarnos a Dios como nos acercamos a un niño: de manera suave y sin ruidos; sin discursos solemnes, con palabras sencillas nacidas del corazón. Nos encontramos con Dios cuando le abrimos lo mejor que hay en nosotros.

A pesar del tono frívolo y superficial que se crea en nuestra sociedad, la Navidad puede acercar a Dios. Al menos, si la vivimos con fe sencilla y corazón limpio.

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Dios ha revelado su justicia
Fernando Armellini

Todos los autores cuidan con particular esmero la primera página de sus libros porque son como la carta de presentación de toda la obra. Esta tiene que ser no solo agradable y atrayente, sino que además debe anticipar los temas esenciales que se tratarán a continuación. Es una manera de atraer la curiosidad y suscitar el interés del lector.

Para introducir su evangelio, Juan compone un himno tan sublime y elevado que en verdad lo hace merecedor del título de “águila” entre los evangelistas. Como en la “obertura” de una sinfonía, es posible captar en este prólogo los motivos que serán después retomados y desarrollados en los capítulos sucesivos: Jesús enviado del Padre, fuente de vida, luz del mundo, lleno de gracia y de verdad, Unigénito en el que se revela la gloria del Padre.

En la primera estrofa (vv. 1-5) Juan parece alzar el vuelo utilizando una imagen familiar a la literatura sapiencial y rabínica: la “Sabiduría de Dios” representada por una mujer encantadora y fascinante. He aquí cómo la “Sabiduría” se presenta a sí misma en el Libro de los Proverbios: “El Señor me creó como la primera de sus tareas, antes de sus obras…No había océanos cuando fui engendrada…Todavía no estaban encajados los montes, antes de las montañas fui engendrada… Cuando colocaba los cielos, allí estaba yo… Cuando imponía su límite al mar… cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a Él” (Prov 8,22-29).

Se trata de una personificación que aparece también en el Libro del Eclesiástico donde se afirma que la Sabiduría se ha como encarnado en la Torá, en la Ley, y ha plantado su tienda en Israel (Eclo 24, 3-8.22).

Juan conoce bien estos textos y –quizás con un punto de polémica frente al judaísmo– los retoma y los aplica a Jesús. Es Jesús la Sabiduría de Dios que planta su tienda entre nosotros; es Él, y no la ley de Moisés, quien revela a los hombres el rostro de Dios y su voluntad. Él es el Verbo, la Palabra última y definitiva de Dios. Es aquella Palabra mediante la cual Dios, al principio, creó el mundo.

No solamente esto. A diferencia de la Sabiduría personificada (Eclo 24,9), la palabra de Dios –que en Jesús de Nazaret se ha hecho carne– no ha sido creada, sino que “estaba” junto a Dios, existía desde toda la eternidad y era Dios. Para Israel, la Sabiduría “es un árbol de vida para los que echan mano de ella” (Prov 3, 18). Juan clarifica: La sabiduría de Dios se ha manifestado plenamente en la persona histórica de Jesús. Es Él, no más la Ley, la fuente de la Vida.

La venida de esta Palabra al mundo divide la historia en dos partes: antes y después de Cristo, tinieblas sin Él, luz donde está Él. Es una Palabra que, al igual que espada, penetra hasta lo más íntimo de todo hombre y separa en él lo que es “hijo de la luz” de lo que es “hijo de las tinieblas”. Las tinieblas intentarán destruir esta luz, pero no lo conseguirán. Ni siquiera la respuesta negativa del hombre podrá sofocarla. Y, al fin, la luz triunfará en el corazón de cada uno de nosotros.

La segunda estrofa (vv. 6-8) tiene la función de ser un primer intervalo narrativo que introduce la figura del Bautista. De él no se dice que “estaba junto a Dios”. Juan es un simple hombre escogido por Dios para una misión. Tenía que ser el testigo de la luz. Su función es tan importante que viene mencionada hasta tres veces. Él no era la luz, pero supo reconocer la luz verdadera y señalarla a todos.

La tercera estrofa (vv. 9-13) desarrolla el tema de Cristo-luz y la respuesta de los hombres cuando apareció en el mundo.

El himno se abre con un grito de alegría: “Venía al mundo la luz verdadera”. Jesús es la luz auténtica, lo contrario de las lucecillas ilusorias, los fuegos fatuos, espejismos, destellos engañosos proyectados por la sabiduría humana.

Este grito entusiasta viene seguido, sin embargo, de un lamento inmediato: “el mundo no la reconoció”. Es el rechazo, la oposición, es un cerrar la puerta a la luz. Los hombres prefieren la oscuridad por estar apegados a sus obras malvadas (Jn 3,19).

Ni siquiera los israelitas –“su gente”– la acogen. Y sin embargo deberían haber reconocido en Jesús la manifestación última, la encarnación de la “sabiduría de Dios”, de aquella sabiduría que “entre todos los pueblos había buscado dónde descansar y un sitio dónde habitar”, y justamente en Israel había encontrado su morada. El Creador del universo le había dado esta orden: “planta tu tienda en Jacob y toma a Israel como heredad” (Eclo 24,7-8).

Sorprende el rechazo a la luz y a la vida por parte de los hombres, incluso el de los más preparados y mejor dispuestos. También Jesús se admiraba un día de la incredulidad de sus mismos conciudadanos (Mc 6,6). Esto significa que la luz que viene de lo alto no se impone, no usa la violencia. Nos deja libres, pero nos pone frente a una decisión ineludible: es necesario escoger entre “bendición y maldición” (Dt 1,27), entre “vida y muerte” (Dt 30,15).

La estrofa concluye con la visión gozosa de aquellos que han creído en la luz. Creer no significa dar el propio consentimiento intelectual a un conjunto de verdades sino acoger a una persona, a la sabiduría de Dios que se identifica con Jesús.

A los que confían en Él se les concede “un derecho” inaudito: llegar a convertirse en hijos de Dios. Es el renacer de lo alto del que hablará Jesús a Nicodemo (Jn 3,3). Es un renacer que no tiene nada que ver con el nacimiento natural, ligado a la sexualidad y al querer del hombre. El renacer de Dios es de otro orden, es obra del Espíritu.

La cuarta estrofa (v. 14): “Y el Verbo se hizo carne y plantó su tienda entre nosotros”. He aquí el punto culminante de todo el prólogo que oiremos de rodillas en la proclamación del evangelio de hoy. Los cristianos de las primeras comunidades están aún grávidos de una admiración gozosa y maravillada frente al misterio de Dios que, por Amor, se despoja de su gloria, se rebaja a sí mismo y fija su morada entre nosotros.

“Carne” en el lenguaje bíblico significa el hombre en su dimensión de debilidad, fragilidad, caducidad. Se percibe aquí la dramática contraposición entre “carne” y “Palabra de Dios”, tan eficaz y realísticamente expresada en el texto de Isaías: “Toda carne es hierba…y su belleza como flor campestre. Se seca la hierba, se marchita la flor, pero la palabra de nuestro Dios se cumple siempre” (Is 40,6-8).

Cuando Juan dice que la “Palabra” se hace carne no afirma simplemente que toma un cuerpo mortal o que se reviste de músculos, sino que se hace uno como nosotros, en todo semejante a nosotros (incluidos los sentimientos, las pasiones, las emociones, los condicionamientos culturales, el cansancio, la fátiga, la ignorancia –sí, también la ignorancia– al igual que las tentaciones, los conflictos interiores…). En todo semejante a nosotros menos en el pecado.

“Y nosotros veremos su gloria”. El hombre bíblico era consciente de que el ojo humano era incapaz de ver a Dios.

De Dios, solo se puede contemplar la “gloria”, es decir, la huella de su presencia, sus obras, sus gestos de poder a favor de su pueblo: “Mostraré mi gloria derrotando al Faraón con su ejército, sus carros, y jinetes” (Éx 14,17).

En esta frase del prólogo se percibe el eco de las expresiones llenas de intensa emoción de la primera carta de Juan: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos, es lo que les anunciamos: la Palabra de vida. La vida se manifestó: la vimos, damos testimonio y les anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó. Lo que vimos y oímos se lo anunciamos también a ustedes…. Les escribimos esto para que su alegría sea completa” (1 Jn 1,1-4).

Juan habla en plural porque quiere referirse a la experiencia de los cristianos de su comunidad quienes, con ojos de fe, han sido capaces de descubrir, a pesar del velo de la “carne” de Jesús humillado y crucificado, el rostro de Dios.

El Señor ha manifestado muchas veces su gloria con signos y prodigios, pero nunca se había revelado de una manera tan clara y tan abierta como en su “Unigénito, lleno de gracia y verdad”. “Gracia y verdad” es una expresión bíblica que significa “amor fiel”. La encontramos en el Antiguo Testamento cuando el Señor se presenta a Moisés como “el Señor, el Dios compasivo y clemente, paciente, rico en bondad y lealtad” (Éx 34,6). En Jesús está presente la plenitud del amor fiel de Dios. Él es la demostración irrefutable de que nada podrá jamás obstaculizar la benevolencia de Dios.

La quinta estrofa (v. 15) es el segundo interludio. Reaparece el Bautista y esta vez habla en presente: “da testimonio” a favor de Jesús. “Grita” a los hombres de todos los tiempos que Él es único.

La sexta estrofa (vv. 16-28) es un canto de júbilo que prorrumpe en la comunidad agradecida a Dios por el don recibido. Don incomparable. También la ley de Moisés era don de Dios, pero no era definitiva. Las disposiciones externas que contenía no podían comunicar “la gracia y la verdad”, es decir la fuerza que permite al hombre corresponder al amor fiel de Dios. La “gracia y la verdad” han sido dadas por medio de Jesús. Aparece aquí su nombre por primera vez.

A Dios nadie lo ha visto. Es una afirmación que Juan recuerda con frecuencia (5,37; 6,46; 1 Jn 4,12.20) y que encontramos también en el Antiguo Testamento: “Mi rostro tu no lo puedes ver porque nadie puede verlo y quedar con vida” (Ex 33,20).

Las manifestaciones, las apariciones, las visiones de Dios narradas en el Antiguo Testamento no eran visiones materiales; era un modo humano de describir la revelación del pensamiento, de la voluntad y de los proyectos del Señor.

Ahora, sin embargo, viendo a Jesús, es posible ver real y concretamente a Dios. Para conocer al Padre no es necesario recurrir a razonamientos filosóficos o perderse en sutiles disquisiciones. Basta contemplar a Cristo, observar lo que hace, lo que dice, lo que enseña, cómo se comporta, cómo ama, a quién prefiere, a quién frecuenta, con quién come, a quién escoge, a quién reprende, a quién defiende. Basta contemplarlo en el momento más alto de su “gloria”, cuando es alzado en la cruz. En esta suprema manifestación llena de Amor, el Padre lo ha dicho todo.

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IV Domingo de Adviento, Año A

“Cristo vino al mundo de la siguiente manera: Estando María, su madre, desposada con José, y antes de que vivieran juntos, sucedió que ella, por obra del Espíritu Santo, estaba esperando un hijo. José, su esposo, que era hombre justo, no queriendo ponerla en evidencia, pensó dejarla en secreto.
Mientras pensaba en estas cosas, un ángel del Señor le dijo en sueños: José, hijo de David, no dudes en recibir en tu casa a María, tu esposa, porque ella ha concebido por obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás el nombre de Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados.
Todo eso sucedió para que se cumpliera lo que había dicho el Señor por boca del profeta Isaías: He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrán el nombre de Emmanuel, que quiere decir Dios-con-nosotros.
Cuando José despertó de aquel sueño, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y recibió a su esposa”. (Mateo 1, 18-24)


Emmanuel, Dios con nosotros
Enrique Sánchez, mccj

Con el cuarto domingo de Adviento llegamos prácticamente a la vigilia de la solemnidad del Nacimiento de Jesús. Durante cuatro semanas nos hemos ido preparando para celebrar la llegada de nuestro Señor y dentro de muy pocos días nos encontraremos ante un pesebre en donde podremos contemplar a Dios hecho uno de nosotros.

El misterio que celebraremos no logramos entenderlo con nuestros conceptos y criterios humanos, porque no se trata de entender sino de amar y corresponder al amor que se nos ha adelantado.

Tratar de entender la grandeza y lo extraordinario de Dios, contemplando al niño que descansa en su pesebre, rodeado de los pobres de su tiempo, de la gente sencilla que tiene puesta toda su confianza en Dios; eso simplemente no puede caber en nuestra cabeza.

Sin embargo, es justamente ese misterio el que llena nuestro corazón y nos permite expresar, sin muchas o ninguna palabra, la alegría que produce en nosotros el poder contemplar el rostro de Dios en la persona de Jesús.

Ahí está Dios que no tiene nada de anónimo, de desconocido o de lejano; ahí está el Emmanuel, el Dios con nosotros, el Dios que se ha hecho uno de nosotros. Ahí está el Dios que vive y desvive por nosotros.

Y justamente, en un momento en el cual las palabras parecen no tener mucho que decir, en un tiempo en donde el silencio resulta ser capaz de transmitir lo que nuestros labios no logran pronunciar; en este momento, la Palabra de Dios en el Evangelio nos habla a través de la persona de José.

El texto de Mateo nos presenta a José, el esposo de María, a quien se le anuncia en sueños la misión que Dios ha reservado para él.

En esos cuantos versículos podríamos decir que se encierra otro sueño, el sueño de Dios para toda la humanidad, sueño que se cumplirá gracias a la disponibilidad de José, quien sabe hacer suyos los planes de Dios.

En un diálogo en donde parece innecesarias las palabras, el Ángel del Señor le anuncia a José cuál será su rol, su participación en el proyecto de Dios. Bastó el anuncio y José respondió con obras, haciendo lo que Dios le estaba pidiendo.

José, uno de los grandes protagonistas en los planes de Dios, el descendiente de David destinado a llevar a cumplimiento la profecía del Mesías, es él quien asume la misión vivir el acontecimiento de la encarnación sin tener que decir ni una palabra. José aparece como el instrumento dócil y obediente que acepta los planes de Dios sin cuestionar, sin protestar; es el sirvo bueno y fiel que vive su fe dejando que Dios haga su obra en él.

Mientras que en el anuncio a María se establece un diálogo entre ella y el arcángel Gabriel para saber cómo sucederían todas esas cosas y que finalmente se concluye con el Fiat, con el sí que manifiesta la disponibilidad a hacer la voluntad de Dios como sierva obediente, José simplemente se pone en camino, actúa y cumple lo que le ha sido anunciado.

En un mundo en donde abundan las palabras, los mensajes; en donde aparentemente estamos súper comunicados, no siempre es evidente que el contenido pase como debería.

Hoy contamos con medios de comunicación cada día más sofisticados, existen aplicaciones para los teléfonos y las computadoras que hacen que nos comuniquemos en distintos idiomas, las informaciones circulan superando todas las velocidades, presumimos la posibilidad de estar en contacto inmediato con personas al otro lado del mundo.

Y sin embargo, parece que en muchas situaciones estamos muy alejados unos de otros. Se multiplican las experiencias de aislamiento y de soledad, crece la indiferencia ante lo que sucede fuera de nuestro entorno más inmediato, se acentúa el individualismo y crece el egoísmo, la indolencia ante el sufrimiento de los demás.

Podríamos decir que abundan las palabras, pero falta saltar el muro que impide pasar a la acción, al compromiso y a la respuesta generosa.

El ejemplo de José nos ayuda a entender que, en las cosas de Dios, no hacen falta muchas palabras y que los discursos muy elocuentes salen sobrando.

Lo importante es saber estar disponibles para transformar en obras lo que el Señor nos va mostrando como voluntad suya.

Lo importante es actuar, poniendo pequeños gestos de disponibilidad y de generosidad en todo lo que vamos viviendo, haciendo que Dios se manifieste a través de nosotros.

José nos hace descubrir el valor de la disponibilidad y de la generosidad ante las propuestas que Dios nos va haciendo cada día, dejando luego que él se encargue de ir realizándolas en nuestra vida.

También nos ayuda a entender la importancia de incluir la fe en nuestra vida. A diario nos encontraremos con situaciones que nos parecen inaceptables o imposibles de incluir en nuestros programas de vida. No era fácil aceptar, como si nada hubiese pasado, lo que le había sucedido a María.

Es ahí en donde la fe puede ser nuestra grande ayuda y lo que nos permita entender que hay muchas situaciones en las que lo mejor está en confiar y en poner todo en las manos de Dios, seguros de que él nos dará la sabiduría para ofrecer las mejores respuestas.

Cuando José se despertó de su sueño, simplemente se dedicó a poner todo lo que estaba de su parte para que Dios realizara su plan, para que todo fuera sucediendo como Dios lo había soñado.

Se trata pues de dos sueños que se encuentran y que se convierten en una realidad en donde el único objetivo es permitir que la vida de Dios se manifieste en todo su esplendor.

Ante el misterio de la Encarnación que estamos por vivir en unos cuantos días, tal vez nos convenga guardar más silencio para que nuestros sueños se manifiesten con mayor claridad y los sueños que tiene Dios para con cada uno de nosotros se puedan hacer realidad.

Así, cuando nos acerquemos al nacimiento para contemplar el amor de Dios en la Palabra que se ha hecho carne, podremos expresar nuestra gratitud con palabras, tal vez pobres y sencillas, pero capaces de manifestar la alegría que brota de nuestros corazones al reconocer a un Dios que siempre está ahí para amar.

La experiencia de José nos deja algunas enseñanzas que nos pueden ayudar a vivir con mucha sencillez el misterio de la Encarnación y también nos brindan luz en el camino de fe que nos toca recorrer a diario.

En primer lugar, José nos enseña que ante situaciones inesperadas en nuestra vida es conveniente ser prudentes y no reaccionar de manera impulsiva, movidos por el enojo o el rechazo. Dios puede estar sirviéndose de lo que nos parece inaceptable para darnos la posibilidad de crecer y no actuar instintivamente.

José nos puede ayudar a entender la importancia de la compasión y la comprensión en muchas situaciones de nuestra vida, sobre todo cuando los planes no resultan como a nosotros nos gustaría.

En el evangelio de este domingo se nos permite comprender cómo Dios interviene en nuestras vidas de maneras que muchas veces no imaginamos.

También cuando no tenemos el control de todo lo que pasa en lo cotidiano de nuestra vida, el Señor puede estar guiando nuestros pasos y es importante aceptar y agradecer su ayuda y la guía que nos ofrece.

Y, finalmente, siempre será importante y enriquecedor en nuestro caminar hablar menos de Dios y actuar más movidos por la fe.

Ojalá que, llegado el día de la Navidad, todos podamos presentarnos ante ese gran misterio con las actitudes que descubrimos en José, en silencio y con un corazón lleno de gratitud que nos mueva a actuar haciendo de la vida de Jesús nuestro estilo personal de estar en este mundo.


Está con nosotros
José Antonio Pagola

Le pondrá por nombre Emmanuel.

Antes de que nazca Jesús en Belén, Mateo declara que llevará el nombre de «Emmanuel», que significa «Dios-con-nosotros». Su indicación no deja de ser sorprendente, pues no es el nombre con que Jesús fue conocido, y el evangelista lo sabe muy bien. En realidad, Mateo está ofreciendo a sus lectores la clave para acercarnos al relato que nos va a ofrecer de Jesús, viendo en su persona, en sus gestos, en su mensaje y en su vida entera el misterio de Dios compartiendo nuestra vida. Esta fe anima y sostiene a quienes seguimos a Jesús.

Dios está con nosotros. No pertenece a una religión u otra. No es propiedad de los cristianos. Tampoco de los buenos. Es de todos sus hijos e hijas. Está con los que lo invocan y con los que lo ignoran, pues habita en todo corazón humano, acompañando a cada uno en sus gozos y sus penas. Nadie vive sin su bendición.

Dios está con nosotros. No escuchamos su voz. No vemos su rostro. Su presencia humilde y discreta, cercana e íntima, nos puede pasar inadvertida. Si no ahondamos en nuestro corazón, nos parecerá que caminamos solos por la vida.

Dios está con nosotros. No grita. No fuerza a nadie. Respeta siempre. Es nuestro mejor amigo. Nos atrae hacia lo bueno, lo hermoso, lo justo. En él podemos encontrar luz humilde y fuerza vigorosa para enfrentarnos a la dureza de la vida y al misterio de la muerte.

Dios está con nosotros. Cuando nadie nos comparende, él nos acoge. En momentos de dolor y depresión, nos consuela. En la debilidad y la impotencia nos sostiene. Siempre nos está invitando a amar la vida, a cuidarla y hacerla siempre mejor.

Dios está con nosotros. Está en los oprimidos defendiendo su dignidad, y en los que luchan contra la opresión alentando su esfuerzo. Y en todos está llamándonos a construir una vida más justa y fraterna, más digna para todos, empezando por los últimos.

Dios está con nosotros. Despierta nuestra responsabilidad y pone en pie nuestra dignidad. Fortalece nuestro espíritu para no terminar esclavos de cualquier ídolo. Está con nosotros salvando lo que nosotros podemos echar a perder.

Dios está con nosotros. Está en la vida y estará en la muerte. Nos acompaña cada día y nos acogerá en la hora final. También entonces estará abrazando a cada hijo o hija, rescatándonos para la vida eterna.
Dios está con nosotros. Esto es lo que celebramos los cristianos en las fiestas de Navidad: creyentes, menos creyentes, malos creyentes y casi increyentes. Esta fe sostiene nuestra esperanza y pone alegría en nuestras vidas.


Asombro ante el misterio
José Luis Sicre

El evangelio del domingo pasado hablaba del desconcierto de Juan Bautista, y nos obligaba a pensar en el desconcierto y escándalo que podemos sentir ante la conducta y el mensaje de Jesús. El evangelio del cuarto domingo da un paso adelante. El desconcierto y el escándalo se pueden superar. El asombro ante el misterio no acaba nunca, dura toda la vida.

El relato del evangelio consta de los elementos típicos: planteamien­to, nudo y desenlace. Como en cualquier novela poli­cíaca. Pero existe una diferencia. Mientras Agatha Christie dedica la mayor parte al nudo, a las peripecias de Hércules Poirot en busca del asesino, Mateo es brevísimo en las dos primeras partes y pasa enseguida al desenlace. No se trata de un relato dramático, sino didáctico.

Planteamiento

Parte de unos personajes que da por conocidos para el lector, María y José, y de una costumbre que también da por conocida entre judíos: después de los desposorios (la petición de mano), los novios son considerados como esposos, con el compromi­so de fidelidad mutua, pero siguen viviendo por separado. De repente, resulta que María espera un hijo del Espíritu Santo. Mt no deja al lector ni un segundo de duda. Con perdón del Espíritu Santo, y siguiendo el símil policiaco, el lector sabe desde el principio quién es el asesino.

Nudo

La duda es para José, hombre bueno. Según el Deuteronomio, si un hombre se casa con una mujer y resulta que no es virgen, si la denuncia, “sacarán a la joven a la puerta de la casa paterna y los hombres de la ciudad la apedrearán hasta que muera, por haber cometido en Israel la infamia de prostituir la casa paterna” (Dt 22,20ss). José prefiere interpretar la ley en la forma más benévola. La ley permite denunciar, pero no obliga a hacerlo. Por eso, decide repudiar a María en secreto para no infamarla. Mt escribe con enorme sobriedad, no detalla las dudas y angustias de José. (…)

Desenlace

En cuanto José toma la decisión, se aparece el ángel que resuelve el problema. José obedece, y María da a luz un hijo al que José pone por nombre Jesús. En esta sección final, entre las palabras del ángel y la obediencia de José introduce Mt unas palabras para explicar el misterio: se trata de cumplir la profecía de Is 7,14 (que se lee hoy como 1ª lectura).

Mensaje

Este análisis literario demuestra que Mt no ha intentado poner en tensión al lector. Sabe desde el comienzo a qué se debe el misterio. Entonces, ¿qué pretende decirnos con este episodio?

¿Quién es Jesús? Al comienzo del evangelio, en la genealogía, Mt acaba de indicarnos que es verdadero israelita y verdadero descendiente de David. ¿Significa que sea el Mesías? Para eso hace falta algo más según la tradición de ciertos grupos judíos. El Mesías debe nacer de una virgen, según está anunciado en Is 7,14. Este episodio demuestra que Jesús cumple ese requisito. Pero hay otro dato que no contiene el texto de Isaías: Jesús viene del Espíritu Santo, con lo cual se quiere expresar su estrecha relación con Dios.

¿Qué hará Jesús? Lo indica su nombre: salvar a su pueblo de los pecados. Salvar de los pecados no es lo mismo que perdonar los pecados. Perdonar los pecados se puede hacer de forma cómoda, sentado en el confesionario, o incluso paseando o tomando un café. Salvar de los pecados sólo se puede hacer ofreciendo la propia vida. Sabemos desde niños que Jesús, para salvarnos de nuestros pecados, dio su vida por nosotros. Pero no debe dejar de asombrarnos. Porque la actitud normal de un judío piadoso ante el pecado no es comprenderlo ni justificarlo, mucho menos morir por el pecador. Es condenarlo.

¿Qué repercusiones tiene su aparición? Mt, al escribir su evangelio, parte de la experiencia de su comunidad, perseguida y rechazada por aceptar a Jesús como Mesías. Mt le indica desde el comienzo que las dificultades son norma­les. Incluso las personas más ligadas al Mesías, sus propios padres, sufren problemas desde que es concebi­do. El cristiano debe ver en José un modelo que le ayuda y anima. No debe tener miedo a aceptar a Jesús y seguir­lo, porque “viene del Espíritu Santo” y “salvará a su pueblo de los pecados”.

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Misioneros que anuncian con gozo las maravillas de la Navidad
Romeo Ballan, mccj

Después de 2.000 años, la fiesta de Navidad sigue sorprendiéndonos – ¡así por lo menos debe ser! – porque la Navidad es siempre nueva, es como la primera, es la fiesta de la vida. La fiesta de cuando el corazón de Dios comenzó a latir en carne humana. ¡Para gozo y salvación de todos! Desde entonces “caro salutis est cardo” (la carne es la base de la salvación), como decía Tertuliano (siglo III): la salvación de Dios pasa por la carne de Cristo, el único Salvador. La invitación es para vivir la Navidad con el asombro de los primeros protagonistas: María y José (Evangelio), los ángeles, los pastores y los magos… ¡Vivir la Navidad verdadera es un don que nos ubica en la realidad de las cosas! Abiertos a la novedad de las sorpresas de Dios. Lejos de la indiferencia de quienes viven alienados en las cosas; sin la autosuficiencia de quienes se proclaman no creyentes; y sin quedar cautivos de rutinas y cerrazones. En su novela Gimpel, el tonto el hebreo Isaac Singer (premio Nobel de la Literatura 1978), narra que una noche llegó el Mesías, pero todos tenían las puertas y las ventanas bien cerradas. Incluidos el rabí y otros sabios… La única puerta abierta era la de Gimpel, al que todos llamaban idiota, por su manera un tanto soñadora de vivir. Pero justamente en su casa entró y se quedó el Mesías.

El Dios que viene es el Emanuel, ya anunciado por Isaías (I lectura, v. 14) y por el Evangelio de Mateo, el “Dios con nosotros” (v. 23). El Dios que ha decidido estar presente en la historia de cada persona, de caminar con cada uno de nosotros. Vivir la Navidad así, abiertos e involucrados en la sorpresa de un Dios enamorado perdidamente de nosotros, no nos deja inactivos, nos lleva al anuncio misionero hacia aquellos que todavía no saben nada – o muy poco – de esta historia verdadera y apasionante. Navidad, por tanto, es un modo de ser, es un mensaje que vale la pena llevarlo a otros. Así lo vivió también San Daniel Comboni, cuando, durante su primer viaje hacia el centro de África, fue como peregrino a Belén en 1857, y allí se sintió invadido por la grandeza de ese misterio: “Besé mil veces aquel sitio. Besé casi toda la gruta; y no sabía salir de ella” (Escritos, n. 113).

Así lo entendió S. Pablo (II lectura), el cual, desde que tuvo la sorpresa de encontrar a Cristo, se entregó completamente a Él y se convirtió en el mayor misionero. Lo dice claramente en el exordio de su carta a los cristianos de Roma: “Pablo, siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación, escogido para el Evangelio de Dios…” (v. 1,1). Pablo presenta a los romanos su carta de identidad con credenciales de todo respeto, que él resume en tres palabras: siervo, apóstol, escogido. Es, ante todo, siervo de Cristo Jesús: goza al sentirse poseído por Él, es apasionadamente suyo, habla de Él a todos siempre, lo menciona hasta cuatro veces en los escasos versículos iniciales de la carta. Luego, tiene conciencia de ser apóstol, enviado: la misión no nace ni depende de él, sino de Uno más grande, del cual él es tan solo un servidor. Finalmente, Pablo considera una gracia ser apóstol escogido “para predicar la obediencia de la fe entre todos los gentiles” (v. 5). La misión es un don, antes de ser una tarea que cumplir; es un carisma que enriquece al que lo recibe y lo capacita para un servicio a la comunidad.

Pablo retoma a menudo en sus cartas estos tres títulos y los comenta. Se siente misionero de Cristo en la riqueza sorprendente de su misterio: prometido por medio de los profetas, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder por su resurrección de entre los muertos… (v. 2-4). Pablo se vio descubierto por Cristo, amado, salvado, enviado a los pueblos paganos para anunciarles “la inescrutable riqueza de Cristo” (Ef 3,8). En el camino de Damasco no ha nacido tan solo el Pablo cristiano, sino también el apóstol, el misionero. No ha cambiado su manera de vivir a partir de una decisión ética, voluntarista, ni para seguir una ideología de moda, sino tan solo por haber encontrado a Cristo, el cual le ha cambiado definitivamente la vida, abriéndole los infinitos horizontes de la misión. ¡Pablo es un ejemplo para todo cristiano y para todo misionero!

II Domingo de Adviento. Año A

“En aquel tiempo, comenzó Juan el Bautista a predicar en el desierto de Judea, diciendo: Arrepiéntanse, porque el Reino de los cielos está cerca.

Juan es aquel de quien el profeta Isaías hablaba, cuando dijo: Una voz clama en el desierto: preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos.

Juan usaba una túnica de pelo de camello, ceñida con un cinturón de cuero, y se alimentaba de saltamontes y de miel silvestre. Acudían a oírlo los habitantes de Jerusalén, de toda Judea y de toda la región cercana al Jordán; confesaban su pecado y él los bautizaba en el río.

Al ver que muchos fariseos y saduceos iban a que los bautizara, les dijo: Raza de víboras, ¿quién les ha dicho que podrán escapar al castigo que les aguarda? Hagan ver con obras su arrepentimiento y no se hagan ilusiones pensando que tienen por padre a Abrahán, porque yo les aseguro que hasta de estas piedras puede Dios sacar hijos de Abrahán. Ya el hacha está puesta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé fruto, será cortado y arrojado al fuego.

Yo los bautizo con agua, en señal de que ustedes se han arrepentido; pero el que viene después de mí, es más fuerte que yo, y yo ni siquiera soy digno de quitarle las sandalias. Él los bautizará en el Espíritu Santo y su fuego, Él tiene el bieldo en su mano para separar el trigo de la paja. Guardará el trigo en su granero y quemará la paja en un fuego que no se extingue”.

(Mateo 3, 1-12)


Preparen el camino del Señor
P. Enrique Sánchez G., mccj

El Adviento es un tiempo de espera activa que invita a la conversión, a cambiar, sobre todo interiormente, pero también en todo lo que tiene que ver con nuestro estilo de vida, con nuestro modo de estar en el mundo y con nuestros hermanos.

Durante el Adviento, nos ponemos en camino y, poco a poco, nos vamos preparando para acoger la presencia del Señor entre nosotros como el don más grande que hayamos recibido. El don de sabernos hijos queridos de Dios.

Las lecturas, sobre todo la primera tomada del profeta Isaías (Isaías 11,1-10), nos traen una bocanada de aire fresco que abre nuestro corazón al deseo de conversión que se transforma en esperanza y en alegría.

El profeta Isaías nos habla de un renuevo que brota del tronco de Jesé, de un vástago que Florecerá de su raíz. Es el anuncio de la venida del Señor a nuestras vidas para hacer todas las cosas nuevas. Para hacer de nosotros, hombres y mujeres nuevos.

El pueblo de Israel que parecía condenado a desaparecer por haberse alejado de su Dios, por haberse dejado encantar por los ídolos de los pueblos vecinos, era un pueblo que se veía apagado y reseco, como el tronco del árbol condenado a desaparecer.

Pero, de pronto, recibe la buena noticia de la promesa de Dios que nunca abandona a su pueblo y le promete un salvador que vendrá a cambiarlo todo, a restaurar el Reino que Dios siempre ha soñado para sus hijos. Reino en donde Dios promete volver a estar presente como un renuevo que habla de futuro en donde no haya espacio para la maldad.

Jesús es ese renuevo que brota y florece en medio del pueblo de Dios, como don y signo del deseo de Dios de estar en medio de sus criaturas.

Dios, en Jesús, promete hacerse compañero de camino hasta que todas las naciones se conviertan en morada en donde pueda habitar para siempre.

En el evangelio, san Mateo nos presenta a Juan el Bautista, el último de los profetas del Antiguo Testamento y el encargado de preparar el camino al Señor, al Salvador en quien Dios ha querido mostrar su rostro.

Durante el Adviento escucharemos muchas veces el anuncio que nos recuerda que los tiempos se han cumplido y que el Reino de Dios está presente en la persona de Jesús; pero hay que preparar los caminos para que esa buena noticia pueda llegar hasta lo profundo de los corazones, para que nos alejemos de todo aquello que nos quiere llevar por caminos que no terminan en la felicidad.

Lo que había sido anunciado por el profeta Isaías, ocho siglos antes del nacimiento de Jesús, Juan el Bautista lo predica como algo que se ha realizado en su tiempo que es el tiempo que Dios renueva a cada instante para que nos abramos a su amor.

Juan el Bautista, reconociendo a Jesús como el Mesías, anuncia que el tiempo de la salvación dejó de ser una promesa y se ha convertido en una realidad. Dios viene en Jesús para quedarse entre nosotros.

Pero, para entrar en el misterio de la encarnación de Dios en la persona de Jesús, es necesario ponerse en una actitud de conversión, de cambio de vida, de renuncia a todo aquello que puede alejar de Dios.

Se trata de un cambio de mentalidad y de actitudes, que permitan decir con la vida, que se reconoce la presencia de Dios, hasta en lo más ordinario de la vida.

Juan el Bautista invita a la conversión porque el pueblo elegido se había olvidado de Dios y se había dejado ganar por la idolatría de su tiempo que acababa en el pecado. Su invitación a cambiar de vida no se reduce a una predicación hecha de palabras y con bonitos discursos; el anuncia la llegada del Señor con el testimonio de su vida, con la radicalidad de sus opciones y la humildad de su ejemplo.

También a nosotros se nos anuncia la llegada del Señor, como una oportunidad de volver a lo que realmente es importante y lo que puede hacernos vivir en plenitud. Se nos invita en estos días a un cambio que nos permita aceptar nuestra fragilidad y nuestro pecado para reorientar nuestra vida hacia Jesús. Para que tomemos conciencia de que Dios sigue confiando y apostando por nosotros. Quiere ser el Dios con nosotros, el Dios que nos llena de entusiasmo y de alegría.

La invitación de Juan el Bautista debería resonar fuerte en nuestros oídos, como algo que nos podría ayudar a volver sobre aquello que nos ha alejado del camino. Arrepiéntanse, porque el Reino de Dios está cerca. Seguramente nos damos cuenta de que existen muchas cosas de las que también nosotros necesitamos arrepentirnos.

Necesitamos pedir perdón no sólo por el mal que pudimos haber hecho, ni por los pecados que vamos cargando como resultado de nuestro egoísmo. Necesitamos arrepentirnos de la superficialidad en que hemos vivido, preocupados por lo material e inmediato, por la búsqueda egoísta de nuestra comodidad y bienestar personal.

Dejándonos cuestionar, muy probablemente nos vamos a dar cuenta de que no sólo tendríamos que pedir perdón por el mal que hemos podido hacer a los demás a nosotros mismo; sino, más todavía, estamos llamados a pedir perdón por el bien que no hemos hecho, por habernos encerrado en nosotros mismos, por nuestras indiferencias ante el sufrimiento de los demás, por la violencia que hemos generado con nuestras palabras y nuestros juicios.

Arrepentirse no significa únicamente alejarnos del mal, sino abrirnos al bien, creando espacios de caridad y de amor, de confianza y de esperanza, de solidaridad y de fraternidad; en una palabra, espacios en donde Dios se manifieste a través de nuestra confianza en él.

Todos somos, de alguna manera, troncos secos que han perdido sus raíces profundas. Todos, quién más quién menos, nos hemos ido olvidando de lo importante que es tener a Dios en el centro de nuestra vida y de nuestros intereses. Y, desde muy lejos, pero muy fuerte, también a nosotros, Juan el Bautista nos llama a ponernos en un camino de conversión, nos invita a redescubrir la presencia de Dios, dejándolo que nazca en nuestras vidas.

Todos podemos reconocernos como troncos secos, pero también podemos sentir que el amor de Dios que nos habita hace que sintamos que de lo más profundo de nuestro ser está brotando algo nuevo. Dios está moviendo algo, como un renuevo, promete un futuro y asegura frutos abundantes. Frutos que serán cada día las expresiones de gratitud por todo lo bello que Jesús va haciendo nacer con su presencia en nuestras vidas.

Ojalá que este tiempo de Adviento, de espera de la venida del Señor, no se transforme en una espera de adornos, luces, regalos y festejos que pasarán y se olvidarán unas horas después del festejo navideño.

Pido para que nuestra espera se vea recompensada con el descubrimiento de la presencia de Jesús en nuestras vidas, que nos mueva al agradecimiento a Dios por haberse hecho uno de nosotros y por caminar a nuestro lado cada día.

No olvidemos la invitación de Juan el Bautista. Preparen el camino del Señor.


La Voz y el Camino
P. Manuel João Pereira Correia, mccj

El Evangelio del segundo domingo de Adviento nos lleva al desierto para encontrar a Juan el Bautista y escuchar el mensaje particular que tiene que transmitir de parte del Dios-que-viene. El desierto no es un lugar que nos atraiga, a no ser que lo visitemos como turistas, equipados con las comodidades y seguridades necesarias. Por otra parte, la figura de Juan no resulta enseguida simpática. Es rudo, no solo en su modo de vestir, sino sobre todo en su palabra, casi agresiva. Pero debemos necesariamente encontrarnos con él en nuestro itinerario de Adviento. Y, después de todo, hemos de reconocer que, aunque sea un personaje extraño, es una persona especial, tanto por el tipo de vida que lleva como por la libertad con la que habla ante las autoridades políticas y religiosas; eso lo convierte en un testigo creíble.

Juan, hijo de un sacerdote, se había despojado de las vestiduras sacerdotales y había dejado el templo para ir a vivir al desierto, llevando una vida austera, al límite de la supervivencia. Y «la palabra de Dios fue dirigida a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto» (Lc 3,2). Entonces Juan comenzó a predicar: «¡Convertíos, porque el Reino de Dios está cerca!». Serán estas las primeras palabras pronunciadas por Jesús al comienzo de su predicación.

Los profetas en Israel llevaban mucho tiempo sin hablar, e Israel tenía hambre de la palabra de Dios. Se había esparcido la noticia de que Juan era un profeta, y la gente acudía a él desde todas partes. La esencialidad de su mensaje tocaba los corazones y las conciencias, y todos se hacían bautizar por él en el río Jordán, pidiendo perdón por sus pecados. El pueblo reconocía en él la llegada del Mensajero anunciado por Malaquías, el último de los profetas: «He aquí que envío mi mensajero para que prepare el camino delante de mí» (3,1).

Así se cumplía la profecía de Isaías (40,3-5):

«Una voz grita:
En el desierto, preparad el camino del Señor,
allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios.
Que todo valle sea elevado,
y todo monte y colina sean rebajados;
que lo torcido se enderece
y lo escabroso se allane.
Entonces se revelará la gloria del Señor,
y todos los hombres juntos la verán,
porque la boca del Señor ha hablado.»

Dos palabras están en el centro de la profecía: VOZ y CAMINO. La Voz es la de Juan, fuerte y poderosa como un trueno, ardiente como la de Elías, penetrante como una espada de doble filo (Hb 4,12). Anuncia la voz del Mesías que, como dice la primera lectura (Is 11,1-10), «herirá al violento con la vara de su boca y con el soplo de sus labios matará al malvado». La aparición de esta voz es ya un evangelio, una buena noticia. De hecho, todas las voces habían sido amordazadas, silenciadas, instrumentalizadas, portadoras de mentiras. Oír que existe una voz nueva, libre, que nos dice la verdad —aunque nos hiera— es ya una esperanza de vida.

«¡Preparad el camino del Señor!». El camino del Señor es el que conduce hacia Él, pero sobre todo el que Dios recorre para venir a nosotros. Es un camino a menudo interrumpido, que es necesario despejar para que sea transitable.

El camino es la imagen por excelencia del tiempo de Adviento. Se trata de un símbolo muy presente en la Biblia. Recordemos que todo comienza con el viaje de Abraham, luego el de los patriarcas, y el de Moisés que guía al pueblo durante cuarenta años en el desierto… El mismo Jesús, con los suyos, estará siempre en camino, y los primeros cristianos serán llamados «los del camino». Por otra parte, el camino es imagen tanto de la condición humana —homo viator— como del creyente, llamado a ser parte de una «Iglesia en salida», como gustaba recordar el Papa Francisco.

El profeta Isaías (el Segundo Isaías) fue el ideador, el ingeniero del «camino del Señor». Juan es el capataz. Debemos seguir sus instrucciones. Tomemos pico, pala y azadón. Sí, herramientas sencillas: se trata de un trabajo manual que requerirá tiempo, constancia y paciencia. Siguiendo el plan de Isaías, Juan nos da tres indicaciones principales:

1. «Que todo VALLE sea elevado»: es la primera indicación. El evangelista Lucas habla de barranco (3,5). Se trata del barranco de nuestro DESÁNIMO, en el que corremos el riesgo de caer y quedar atrapados sin remedio después de tantos intentos y fracasos. Es un peligro a menudo mortal, un abismo que sepulta toda esperanza de progreso humano y espiritual. ¿Cómo rellenarlo? A veces puede convertirse en una tarea casi imposible. ¿Qué hacer entonces? ¡Lo único es construir un puente! El puente de la esperanza en el «Dios de los imposibles». Por eso Pablo, en la segunda lectura (Rm 15,4-9), nos invita a «mantener viva la ESPERANZA»A veces se trata de «esperar contra toda esperanza» (Rm 4,18), porque «la esperanza no defrauda»… ¡nunca! (Rm 5,5).

2. «Que todo MONTE y colina sean rebajados»: se trata del monte de nuestro ORGULLO. Colina, monte, a veces incluso una montaña difícil de escalar. Nos engrandecemos la cabeza y nos ilusionamos creyendo que somos grandes. El «monte» ocupa todo el camino, haciéndolo infranqueable. Es necesario desmontar nuestras «alturas» para hacernos accesibles a Dios y a los demás. ¡Cuántos golpes de pico se necesitan! ¡Cuánto cuesta convertirse en un valle llano por el que todos puedan transitar tranquilamente! A veces hace falta una excavadora para quitar ciertos obstáculos. Es la excavadora de la HUMILDAD, cantada por la Virgen María en su Magníficat. Pero no despreciemos los pequeños golpes de pico cotidianos: una crítica, un servicio humilde, un silencio ante una observación injusta, un descuido que nos mortifica… Nos prepararán para recibir esas paladas de excavadora que la vida, tarde o temprano, nos dará.

3. «Que el terreno ACCIDENTADO se convierta en llanura, y los escarpes en valle»: hay demasiadas piedras y zarzas en el camino, que hacen tropezar a los caminantes y los arañan a cada paso. Son nuestros DEFECTOS y PECADOS, que con frecuencia escandalizan o hieren a los demás. También aquí se requiere un trabajo incesante, sabiendo que nunca lo lograremos del todo. Ciertas asperezas permanecerán allí, obstinadamente inamovibles. Ciertas zarzas, cortadas cien veces, volverán a brotar, casi burlándose de nuestra persistencia. Están allí para recordarnos que no podemos prescindir de la MISERICORDIA del Señor y de los hermanos; y para recordarnos que también nosotros debemos ser misericordiosos con los demás. Pablo nos lo recuerda de nuevo en la segunda lectura: «Aco­géo­s los unos a los otros, como también Cristo os acogió».

Estas son las instrucciones del capataz. Nos espera un trabajo exigente. No se trata de hacer algún pequeño propósito, creyéndonos ya cristianos, al estilo de fariseos y saduceos que se sentían seguros solo por ser hijos de Abraham. También ellos recibían el bautismo, pero para muchos era una mera formalidad, un gesto superficial. Juan, sin embargo, no fue indulgente con ellos. Los llamó «raza de víboras». Tengamos cuidado para que no termine diciéndolo también de nosotros. Y añade: «Todo árbol que no da buen fruto es cortado y arrojado al fuego». Es algo serio: no tomemos a la ligera esta gracia del Adviento.


Recorrer caminos nuevos
José Antonio Pagola

Por los años 27 o 28 apareció en el desierto del Jordán un profeta original e independiente que provocó un fuerte impacto en el pueblo judío: las primeras generaciones cristianas lo vieron siempre como el hombre que preparó el camino a Jesús.

Todo su mensaje se puede concentrar en un grito: “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos”. Después de veinte siglos, el Papa Francisco nos está gritando el mismo mensaje a los cristianos: Abrid caminos a Dios, volved a Jesús, acoged el Evangelio.

Su propósito es claro: “Busquemos ser una Iglesia que encuentra caminos nuevos”. No será fácil. Hemos vivido estos últimos años paralizados por el miedo. El Papa no se sorprende: “La novedad nos da siempre un poco de miedo porque nos sentimos más seguros si tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que construimos, programamos y planificamos nuestra vida”. Y nos hace una pregunta a la que hemos de responder: “¿Estamos decididos a recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios nos presenta o nos atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido capacidad de respuesta?“.

Algunos sectores de la Iglesia piden al Papa que acometa cuanto antes diferentes reformas que consideran urgentes. Sin embargo, Francisco ha manifestado su postura de manera clara: “Algunos esperan y me piden reformas en la Iglesia y debe haberlas. Pero antes es necesario un cambio de actitudes”.

Me parece admirable la clarividencia evangélica del Papa Francisco. Lo primero no es firmar decretos reformistas. Antes, es necesario poner a las comunidades cristianas en estado de conversión y recuperar en el interior de la Iglesia las actitudes evangélicas más básicas. Solo en ese clima será posible acometer de manera eficaz y con espíritu evangélico las reformas que necesita urgentemente la Iglesia.

El mismo Francisco nos está indicando todos los días los cambios de actitudes que necesitamos. Señalaré algunos de gran importancia. Poner a Jesús en el centro de la Iglesia: “una Iglesia que no lleva a Jesús es una Iglesia muerta”. No vivir en una Iglesia cerrada y autorreferencial: “una Iglesia que se encierra en el pasado, traiciona su propia identidad”. Actuar siempre movidos por la misericordia de Dios hacia todos sus hijos: no cultivar “un cristianismo restauracionista y legalista que lo quiere todo claro y seguro, y no haya nada”. “Buscar una Iglesia pobre y de los pobres”. Anclar nuestra vida en la esperanza, no “en nuestras reglas, nuestros comportamientos eclesiásticos, nuestros clericalismos”.

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Paraíso, conversión, acogida
José Luis Sicre

1. Injusticia ‒ paraíso (Isaías 11,1-10)

La lectura de Isaías del primer domingo de Adviento hablaba de la experiencia de la guerra y la esperanza de un mundo sin conflictos militares ni carrera de armamentos. Este segundo domingo se dedica a la experiencia de la injusticia y su contrapartida de un mundo feliz, una vuelta al paraíso. Los profetas fueron quienes denunciaron la situación de injusticia con más energía. Aunque no veían fácil solución al problema, estaban convencidos de que el remedio dependía de unos jueces y monarcas justos, que implantaran la justicia en el país. El texto más claro y utópico en esta línea es el que se lee en el segundo domingo de Adviento.

La mejor forma de entender este poema es verlo como un tríptico. La primera tabla ofrece un paisaje desolador: un bosque arrasado y quemado. Pero en medio de esa desolación, en primer plano, hay un tronco del que brota un vástago: el tronco es Jesé, el padre de David, y el vástago un rey semejante al gran rey judío.

En la segunda tabla, como en un cuento maravilloso, el vástago vegetal adquiere forma humana y se convierte en rey. Pero lo más importante es que él vienen todos los dones del Espíritu de Dios. En tres binas se describen las cualidades del jefe futuro: prudencia y sabiduría, consejo y valentía, ciencia y respeto del Señor. Y todas ellas las pone al servicio de la administración de la justicia. El enemigo no es ahora una potencia invasora. Lo que disturba al pueblo de Dios es la presencia de malvados y violentos, opresores de los pobres y desamparados. El rey dedicará todo su esfuerzo a la superación de estas injusticias.

La tercera tabla del tríptico da por supuesto que tendrá éxito, consiguiendo reimplantar en la tierra una situación paradisíaca. Y esto se describe uniendo parejas de animales fuertes y débiles (lobo-cordero, pantera-cabrito, novillo-león) en los que desaparece toda agresividad. Porque nos encontramos en el paraíso, y todos los animales aceptan una modesta dieta vegetariana («el león comerá paja con el buey»), como proponía el ideal de Gn 1,30. Y como ejemplo admirable de la unión y concordia entre todos, aparece un pastor infantil de lobos, panteras y leones, además de ese niño que introduce la mano en el escondite de la serpiente. El miedo, la violencia, desaparecen de la tierra. Y todo ello gracias a que «está lleno el país del conocimiento del Señor». Ya no habrá que anhelar, como en el antiguo paraíso, comer del árbol de la ciencia del bien y del mal. Hay una ciencia más profunda, el conocimiento de Dios, y ésa no queda recluida dentro de unos límites prohibidos, sino que inunda la tierra como las aguas inundan el mar.

Esta esperanza del paraíso no se ha hecho todavía realidad. En la conferencia pueden verse algunos datos actuales. Pero el Adviento nos anima a mantener la esperanza y hacer lo posible por remediar la situación de injusticia.

2. Conversión (Mateo 3,1-12)

El evangelio del primer domingo nos invitaba a la vigilancia. El del segundo domingo exhorta a la conversión, basándose en la predicación de Juan Bautista.

l evangelio de Mt es muy impreciso con respecto al momento histórico en que comienza la actuación de Juan («por aquel tiempo»), y también con respecto a lugar de su predicación: «en el desierto de Judea». El hecho de que predique en el desierto significa que está en desacuerdo con el sacerdocio de Jerusalén y la religión oficial. No es en el templo, ni en la ciudad santa, donde se puede anunciar el mensaje del Reinado de Dios. Tiene que ser en un ambiente distinto. Y el signo de la conversión no serán sacrificios de animales, sino el reconocimiento de los pecados y el bautismo. 

El mensaje de Juan lo resume el evangelio en pocas palabras: «Arrepentíos, porque el Reinado de Dios está cerca». La llamada a la conversión es típicamente profética, pero Juan aduce un motivo típicamente apocalíptico: «el reinado de Dios está cerca». En el siglo XXI, esta frase puede resultarnos exagerada y ridícula. En el siglo I, a gente pobre, sencilla, oprimida por los romanos y sus colaboradores, Juan le anuncia un mundo nuevo, de justicia, paz, tranquilidad, amor, en el que Dios será el verdadero rey. Así se comprende el éxito que encuentra entre sus contemporáneos: acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y del valle del Jordán. La gente busca y encuentra en él hago algo que no encuentra entre los dirigentes religiosos.

El evangelio continúa con un duro enfrentamiento de Juan con los fariseos y saduceos. Las palabras de Juan constan de saludo y dos partes. El saludo no habría ganado un premio en un concurso de retórica: ¡Camada de víboras! Juan no quiere ganarse a sus oyentes sino provocarlos para que se conviertan. La primera parte aduce un nuevo motivo para convertirse: la inminencia del castigo, que se compara con un hacha dispuesta a talar los árboles. Y añade que la conversión debe ser práctica, acompañada de obras, como el árbol que da buen fruto, de lo contrario es cortado. En medio de esta amenaza, fariseos y saduceos pueden pensar en una escapatoria: «Somos israelitas, hijos de Abrahán, y no podrá ocurrirnos nada malo, Dios no nos castigará». Pero Juan, igual que los antiguos profetas, les advierte que esta falsa confianza no les servirá de nada.

La segunda parte del discurso acentúa el tono amenazador. Juan cumple ahora otro aspecto de su misión de precursor del Mesías: habla de este personaje, acentuando su dignidad («no merezco ni llevarle las sandalias») y su poder («yo bautizo con agua, él con fuego»). El verbo bautizar significa «lavar» (en el evangelio se dice que los fariseos «bautizan» los platos y vasos). Juan considera que su lavado es suave, con agua; el del Mesías será una purificación con fuego. Basándose en el salmo 2, algunos textos concebían al Mesías con un cetro en la mano para triturar a los pueblos rebeldes y desmenuzarlos como cacharros de loza. Juan no lo presenta con un cetro, utiliza una imagen más campesina: lleva un bieldo, con el que separará el trigo de la paja, para quemar ésta en una hoguera inextinguible.

Sumando los datos anteriores, tenemos dos imágenes terribles para exhortar a la conversión: la del hacha dispuesta a talar los árboles inútiles y la del bieldo echando a la hoguera a quienes son como la paja.

3. Acogida (Romanos 15,4-9)

Las primeras comunidades cristianas estaban formadas por dos grupos de origen muy distinto: judíos y paganos. El judío tendía a considerarse superior. El pagano, como reacción, a rechazar al cristiano de origen judío. En este contexto se mueve la lectura de Pablo. Hoy día no existe este problema, pero pueden darse otros parecidos, que dividen a los cristianos por motivos raciales, políticos o culturales.

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Misión es relanzar la esperanza
Romeo Ballan, mccj

Relanzar la esperanza es siempre una tarea difícil. Tres personajes típicos del tiempo de Adviento lo lograron. Hoy relanzan para nosotros la esperanza y nos preparan al encuentro con Cristo: son el profeta Isaías, Juan el Bautista y María. Cada uno de ellos tiene una relación misionera especial con el Salvador que viene: Isaías lo preanuncia, Juan lo señala ya presente, María lo posee y lo dona. También otros “pobres de Yahvé” del Primer Testamento vivían a la espera de un Mesías, aunque para muchos la espera resultaba confusa y mezclada de esperanzas humanas. El mensaje de esos tres personajes es actual y necesario también para nosotros hoy.

En efecto, también hoy la esperanza es un valor en crisis de contenidos, porque muchos desconocen lo que más necesitan para conseguir el crecimiento y desarrollo integral de su persona. En una pieza teatral emblemática de nuestro tiempo, el escritor irlandés Samuel Beckett, Premio Nobel de Literatura (1969), denuncia lo absurdo de la condición humana: la obra Esperando a Godot se desarrolla en la larga espera de un personaje importante, pero desconocido. Se imagina el encuentro, se sueña sobre lo que podría ocurrir. Sin embargo, cuando ya se anuncia que ese personaje está a punto de llegar, la espera baja de tensión, se pierden las ganas de prepararse y su presencia se desvanece. El encuentro no se da. La larga espera ha sido en vano. ¡Pura ilusión!

La esperanza cristiana es diferente; esta es un dinamismo de apertura y de encuentro con una Persona conocida, de la cual uno se siente profundamente amado: es el Salvador de todos, con un nombre y un rostro bien definidos. Se llama Jesucristo. Él es el centro del anuncio misionero de la Iglesia. El Papa Francisco invita a todos a no quedar presos de las cosas terrenas, sean muchas o pocas, porque estas provocan solo tristeza y cerrazón egoísta; mientras el encuentro personal con Jesucristo trae gozo y esperanza, abre a la misión. (*)

El primer personaje del Adviento, el profeta Isaías (I lectura), ocho siglos antes de Cristo, en tiempos de violencia y desolación, fue capaz de cantar la esperanza en un futuro de vida, reconciliación y prosperidad para su pueblo. En situaciones análogas de sufrimiento, también otro joven profeta, Jeremías, fue capaz de ver el almendro en ciernes (Jer 1,11). Allí donde todos ven solo negatividad, los profetas ven más allá, lejos, una historia y una esperanza diferente: la historia de Dios que lleva a todos a la salvación. Isaías veía despuntar un retoño, que en seguida fue lleno del multiforme espíritu del Señor (v. 1-3). Y describe el estupendo jardín de la convivencia pacífica de los seres vivientes (animales y personas humanas) entre sí y con la creación (v. 5-9). Tan solo un pueblo que vive así, en la justicia y armonía de relaciones, tiene algo positivo que decir a los otros, puede llegar a ser un “estandarte de pueblos” (v. 10). Tan solo así tendrá algo hermoso y verdadero que compartir en el concierto de las naciones. ¡Y se convierte en comunidad misionera! Entre las notas de ese pueblo en paz dentro y fuera, S. Pablo (II lectura) incluye la capacidad de acogerse mutuamente como nos acogió Cristo (v. 7), por su misericordia (v. 9).

El segundo personaje del Adviento, Juan el Bautista (Evangelio), profeta austero e interiormente libre, con palabras de fuego prepara el camino del Señor que viene detrás de él, bautiza “con agua para la conversión”, anunciando la presencia de uno que es más fuerte que él, el cual “bautizará en el Espíritu Santo y en el Fuego” (v. 11). Por eso, Juan grita: “Conviértanse” (v. 2).

María es la criatura ya plenamente convertida, es decir, totalmente orientada hacia Dios, llena de Espíritu Santo; María es la toda pura, sin mancha; es la Inmaculada (fiesta el 8 de diciembre). En el centro de Vietnam, donde he trabajado durante seis años como misionero, he visitado el santuario mariano de La Vang: allí la Virgen se apareció en 1798, en tiempo de persecuciones contra los cristianos, llevando un mensaje de consuelo y de esperanza. Es un mensaje que va bien igualmente para nosotros en el camino hacia la Navidad: “Tengan fe, hijos míos, acepten los sufrimientos con paciencia. Yo escucho siempre vuestras peticiones. Si alguien viene a rezar conmigo, escucharé sus oraciones”. María ha acogido a su Señor y le ha dado un cuerpo humano; ahora lo ofrece a todos, incluso a aquellos que todavía no lo conocen.

El Adviento es un tiempo privilegiado para vivir la misión: en Adviento y en Navidad el Señor llega a nosotros; no faltará a la cita. Pero Él quiere que otros también -¡todos!- lo conozcan y lo acojan; quiere llegar a otros también por medio de nosotros. ¿Cómo hacerlo? Haciéndonos sus discípulos-misioneros.

I Domingo de Adviento. Año A

“En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: Así como sucedió en tiempos de Noé, así también sucederá cuando venga el Hijo del hombre. Antes del diluvio, la gente comía, bebía y se casaba, hasta el día que Noé entró en el arca. Y cuando menos lo esperaban, sobrevino el diluvio y se llevó a todos. Lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre. Entonces, de dos hombres que estén en el campo, uno será llevado y el otro será dejado; de dos mujeres que estén juntas moliendo trigo, una será tomada y la otra dejada.

Velen, pues, y estén preparados, porque no saben qué día va a venir su Señor. Tengan por cierto que si un padre de familia supiera a qué hora va a venir el ladrón, estaría vigilando y no dejaría que se le metiera por un boquete en su casa. También ustedes estén preparados, porque a la hora que menos lo piensen, vendrá el Hijo del hombre”. (Mateo 24, 37-44)


Estén preparados
P. Enrique Sánchez, mccj

Con este domingo iniciamos el tiempo del Adviento, un tiempo de espera y de preparación a la venida del Señor entre nosotros.

Nos preparamos a celebrar el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios y queremos disponer nuestro corazón para acogerlo, para que se quede con nosotros el resto de nuestras vidas.

En este tiempo queremos crear las condiciones favorables para que Dios entre en nuestras vidas y deseamos reconocerlo contemplando el rostro de Jesús que se hace uno de nosotros compartiendo su divinidad con lo frágil de nuestra humanidad. Las lecturas de la Palabra de Dios nos invitan a ir al encuentro del Señor, vayamos a su encuentro, nos dice la primera lectura, para reconocerlo como arbitro de las naciones y juez de los pueblos.

Vayamos para descubrirlo como el Dios que viene para empezar tiempos nuevos en donde puedan existir la justicia y la paz, pues acabará con nuestras guerras.

Este es el momento, dice san Pablo a los romanos, es la hora para que despierten del sueño, porque la salvación está más cerca que cuando empezamos a creer.

Es un tiempo para que dejemos a un lado las obras de las tinieblas y nos dejemos invadir por la luz del Señor que viene.

Es tiempo en el que Dios quiere sacudirnos para que nos liberemos de todo aquello que nos tiene aturdidos y acomodados en estilos de vida que impiden abrirse a la novedad de Dios; es tiempo para dejar que Dios construya su morada en nosotros y nos contagie de su alegría y de su felicidad.

El adviento es tiempo de espera, pero también es tiempo que nos llama a la conversión, a un cambio profundo de vida que nos permita deshacernos de todo aquello que nos esclaviza o que nos paraliza en nuestro camino de fe.

Se trata de un tiempo que nos ofrece la posibilidad de reordenar nuestras vidas dejando a un lado, como dice san Pablo, todo lo deshonesto que se nos ha podido ir pegando en el camino con el pasar de los días.

Son apenas unas cuantas semanas en las que se nos invita a volver a lo bueno y a lo noble que hemos recibido del Señor y que debería caracterizar nuestras vidas.

Es volver a darle un orden a nuestra vida que permita resplandecer la luz del Señor que quiere habitar en nuestros corazones, preparándonos para poder reconocerlo en el niño frágil que nos aparecerá en el pesebre.

El evangelio de este domingo nos invita a estar vigilantes y preparados porque no sabemos el momento en que el Señor llegará y haciéndonos recordar lo que había sucedido en tiempos de Noé nos permite confrontar lo que también en nuestros tiempos nos toca vivir.

Como en tiempos de Noé, también hoy parece que resulta muy fácil vivir en lo superficial y en lo pasajero.

Muchos de nuestros intereses, si no estamos atentos, terminan por hacer que vivamos preocupados por lo material o vivimos en lo pasajero. Basta ver cómo en estos días nuestras ciudades y en especial los centros comerciales, se han llenado de luces y de adornos navideños, pero detrás de las luces y de los colores ha ido desapareciendo la imagen de Jesús.

La publicidad nos muestra comidas y botellas de bebidas, joyas, perfumes y vestidos elegantes para ser regalados, pero entre tantos arreglos y moños de colores no aparece quien debería estar en el centro por ser el festejado.

La invitación que nos hace el evangelio a velar y a estar vigilantes es algo que debería acompañar nuestro caminar en este adviento. No se trata de ponerse a la defensiva, sino de estar atentos para reconocer al Señor que viene a nosotros y nos sorprenderá de muchas maneras.

Hay que estar vigilantes porque a todas horas el Señor se hace presente y debemos estar listos para reconocerlo en lo sencillo de nuestra vida, en los pequeños acontecimientos que van haciendo la trama de nuestra vida, en las personas humildes y maravillosas que va poniendo en nuestro camino; pero también en los momentos de silencio y de recogimiento que podemos dedicar en estos días a la oración y a la contemplación del misterio de Dios que se hace uno de nosotros.

Hay mucho esperar en este tiempo y hay que ponernos en una situación que nos permita dejarnos sorprender por todo lo que Dios va preparando para nosotros, invitándonos a tomar el camino que conduce a Belén.

Tal vez nos podría ayudar a vivir más intensamente este tiempo de Adviento el preguntarnos ¿A quién espero en esta próxima Navidad? ¿Qué puedo hacer para crear un espacio en mi vida en donde el Señor pueda venir a poner su morada? ¿Cómo me inspiran María y José con su experiencia y ejemplo preparándose a recibir a Jesús en sus vidas?

Ojalá que no nos dejemos atrapar en la euforia navideña que ha transformado un momento tan especial y tan rico de motivos para acercarnos al Señor en un algo puramente comercial, superficial y pasajero.

Que el Señor nos conceda mantener muy vivo y despierto en nuestro corazón el deseo de encontrarnos con él en esta Navidad, para que contemplando el rostro del Niño Dios podamos entender el amor que Dios ha tenido por nosotros.

Que nuestro Adviento sea una espera intensa y bien recompensada con la bendición de acoger a Jesús en lo más profundo de nuestras vidas.


Signos de los tiempos
José Antonio Pagola

Estad en vela.
Los evangelios han recogido, de diversas formas, la llamada insistente de Jesús a vivir despiertos y vigilantes, muy atentos a los signos de los tiempos. Al principio, los primeros cristianos dieron mucha importancia a esta “vigilancia” para estar preparados ante la venida inminente del Señor. Más tarde, se tomó conciencia de que vivir con lucidez, atentos a los signos de cada época, es imprescindible para mantenernos fieles a Jesús a lo largo de la historia.

Así recoge el Vaticano II esta preocupación: “Es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de esta época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y futura…”.

Entre los signos de estos tiempos, el Concilio señala un hecho doloroso: “Crece de día en día el fenómeno de masas que, prácticamente, se desentienden de la religión”. ¿Cómo estamos leyendo este grave signo? ¿Somos conscientes de lo que está sucediendo? ¿Es suficiente atribuirlo al materialismo, la secularización o el rechazo social a Dios? ¿No hemos de escuchar en el interior de la Iglesia una llamada a la conversión?

La mayoría se ha ido marchando silenciosamente, sin sacar ruido alguno. Siempre han estado mudos en la Iglesia. Nadie les ha preguntado nada importante. Nunca han pensado que podían tener algo que decir. Ahora se marchan calladamente. ¿Qué hay en el fondo de su silencio? ¿Quién los escucha? ¿Se han sentido alguna vez acogidos, escuchados y acompañados en nuestras comunidades?

Muchos de los que se van eran cristianos sencillos, acostumbrados a cumplir por costumbre sus deberes religiosos. La religión que habían recibido se ha desmoronado. No han encontrado en ella la fuerza que necesitaban para enfrentarse a los nuevos tiempos. ¿Qué alimento han recibido de nosotros? ¿Dónde podrán ahora escuchar el Evangelio? ¿Dónde podrán encontrarse con Cristo?

Otros se van decepcionados. Cansados de escuchar palabras que no tocan su corazón ni responden a sus interrogantes. Apenados al descubrir el “escándalo permanente” de la Iglesia. Algunos siguen buscando a tientas. ¿Quién les hará creíble la Buena Noticia de Jesús?
El Papa viene insistiendo en que el mayor peligro para la Iglesia no viene de fuera, sino que está dentro de ella misma, en su pecado e infidelidad. Es el momento de reaccionar. La conversión de la Iglesia es posible, pero empieza por nuestra conversión, la de cada uno.

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Adviento
José Luis Sicre

Los textos bíblicos de los cuatro domingos de Adviento no constituyen propiamente una preparación a la Navidad, sino una introducción a todo el nuevo año litúrgico. Por eso abarcan etapas muy distintas: 1) lo que se esperó del Mesías antes de su venida; 2) su nacimiento; 3) su actividad pública, y las reacciones que suscitó; 4) su vuelta al final de los tiempos.

Estas cuatro etapas se mezclan cada domingo y resulta difícil relacionar las distintas lecturas. Si buscamos un elemento común sería el tema de la esperanza: ¿qué debemos esperar?, ¿cómo debemos esperar?

1. ¿Qué debemos esperar?
La utopía de la paz universal

La primera lectura (Isaías 2,1-5) responde a una de las experiencias más universales: la guerra. Israel debió enfrentarse desde su comienzo como estado a pueblos pequeños, a guerras civiles y a grandes imperios. Pero no sólo los israelitas era víctimas de estas guerras, sino todos los países del Cercano Oriente, igual que hoy día lo son tantos países del mundo.

Podríamos contemplar este hecho con escepticismo: el ser humano no tiene remedio. La ambición, el odio, la violencia, siempre terminan imponiéndose y creando interminables conflictos y guerras. Sin embargo, la lectura de Isaías propone una perspectiva muy distinta. Todos los pueblos, asirios, egipcios, babilonios, medos, persas, griegos, cansados de guerrear y de matarse, marchan hacia Jerusalén buscando en el Dios de Israel un juez justo que dirima sus conflictos e instaure la paz definitiva.

El texto de Isaías une, lógicamente, la desaparición de la guerra con la desaparición de las armas. En este contexto, hoy día es frecuente hablar de las armas atómicas, los submarinos nucleares, los drones de última generación. Quisiera recordar unos datos muy distintos, de armas mucho más sencillas.

Se estima que en el mundo existe un arsenal de 639.000.000 de armas de fuego, la mitad de las cuales en manos de civiles, el resto a disposición de los cuerpos policiales y de seguridad, lo que supone un arma por cada diez personas.

Desde que finalizó la Segunda Guerra Mundial (1945), unos 30 millones de personas han perecido en los diferentes conflictos armados que han sucedido en el planeta, 26 millones de ellas a consecuencia del impacto de armas ligeras. Estas armas, y no los grandes buques o los sofisticados aviones de combate, son las responsables materiales de cuatro de cada cinco víctimas, que en un 90% también han sido civiles (mujeres y niños en particular).

Esta primera lectura bíblica nos anima a esperar y procurar que un día se haga realidad lo anunciado por el profeta: De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra.

2. ¿Cómo debemos esperar?
Vigilancia ante la vuelta de Jesús (Mateo 24,37-44)

La liturgia da un tremendo salto y pasa de las esperanzas antiguas formuladas por Isaías a la segunda venida de Jesús, la definitiva. En el contexto del Adviento, esta lectura pretende centrar nuestra atención en algo muy distinto a lo habitual. Los días previos al 24 de diciembre solemos dedicarlos a pensar en la primera venida de Cristo, simbolizada en los belenes. El peligro es quedarnos en un recuerdo romántico. La iglesia quiere que miremos al futuro, incluso a un futuro muy lejano: el de la vuelta definitiva de Jesús, y la actitud de vigilancia que debemos mantener.

La actitud de vigilancia queda expuesta en dos comparaciones, una basada en el AT, y otra en la experiencia diaria.

La primera hace referencia a lo ocurrido en tiempos del diluvio. Antes de él, la gente llevaba una vida normal, despreocupada. La catástrofe le parecía inimaginable. Lo mismo ocurrirá cuando venga el Hijo del Hombre. Por tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor.

La segunda comparación está tomada de la vida diaria: la del dueño de una casa que desea defender su propiedad contra los ladrones. El mensaje es el mismo: estad en vela.

A propósito de estas comparaciones podemos indicar dos cosas:

1) Ambas insisten en que la venida del Hijo del Hombre será de improviso e imprevisible; no habrá ninguna de esas señales previas que tanto gustaban a la apocalíptica (oscurecimiento del sol y de la luna, terremotos, guerras, catástrofes naturales).

2) Las dos comparaciones exhortan a la vigilancia, a estar preparados, pero no dicen en qué consiste esa vigilancia y preparación; se limitan a crear un interés por el tema. Esta falta de concreción puede decepcionar un poco. Pero es lo mismo que cuando nos dicen al comienzo de un viaje en automóvil: «ten cuidado». Sería absurdo decirle al conductor: «Ten cuidado con los coches que vienen detrás», o «ten cuidado con los motoristas». El cristiano, igual que el conductor, debe tener cuidado con todo.

3. ¿Cómo debemos esperar?
Disfrazarnos de Jesús (Romanos 13,11-14)

Pablo parte de la experiencia típica de las primeras comunidades cristianas: la vuelta de Jesús es inminente, «nuestra salvación está más cerca», «el día se echa encima». El cristiano, como hijo de la luz, debe renunciar a comilonas, borracheras, lujuria, desenfreno, riñas y pendencias. Es el comportamiento moral a niveles muy distintos (comida, sexualidad, relaciones con otras personas) lo que debe caracterizar al cristiano y como se prepara a la venida definitiva de Jesús. Ese pequeño catálogo podría haberlo firmado cualquier filósofo estoico. Pero Pablo añade algo peculiar: «Vestíos del Señor Jesucristo». Esto no es estoico, es típicamente cristiano: Jesús como modelo a imitar, de forma que, cuando la gente nos vea, sea como si lo viese a él. Creo que Pablo no tendría inconveniente en que sus palabras se tradujesen: «Disfrazaos del Señor Jesucristo». Comportaos de tal forma que la gente os confunda con él. Buen programa para comenzar el Adviento.

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Adviento: tiempo de espera de la humanidad y tiempo de misión
Romeo Ballan, mccj

Hoy damos inicio a un nuevo año litúrgico, con el compromiso misionero de anunciar “la Alegría del Evangelio”, como el Papa Francisco nos ha encomendado durante octubre misionero extraordinario, y nos enseña repetidas veces. El Papa nos estimula a salir al encuentro del Señor que viene también en la próxima Navidad, para ofrecer a todos la vida de Jesucristo. (*) En este año litúrgico (Año A) nos acompaña el Evangelio de Mateo, que podemos llamar también el Evangelio del Emmanuel; en efecto, “Dios con nosotros” es uno de los nombres de Jesús, y lo encontramos al comienzo y al final del texto de Mateo: ver Mt 1,18 y Mt 28,20.

Al comienzo del tiempo litúrgico del Adviento, vuelve con fuerza el imperativo de la vigilancia (Evangelio): “Velen, pues, porque no saben qué día vendrá su Señor. Entiéndanlo bien… Estén preparados” (v. 42-44). Los ejemplos que Jesús emplea – la experiencia de la gente en los días de Noé antes del diluvio (v. 37-39) y la llegada del ladrón a la hora que menos se piensa (v. 43) – no están ahí para infundir terror, sino para estimular a la vigilancia y animar la esperanza para el encuentro con el Salvador. La vigilancia no es algo especulativo, sino la capacidad espiritual de captar los signos de la salvación de Dios presentes en la historia humana. Velar es mantenerse firmes en la Palabra del Señor, sin titubeos y sin buscar falsos mensajes. La vigilancia es una manera de vivir y afrontar la realidad; es una actitud concreta de compromiso y esperanza.

Todos – creyentes y no – estamos inmersos en los mismos acontecimientos de la historia humana; sin embargo, la comprensión de ellos cambia radicalmente, según cómo se los mire. La fe, en efecto, es una clave de lectura de los acontecimientos, capaz de captar y de evidenciar un plan amoroso de salvación que otros, al no poseer este don, no captan y no se dan cuenta de nada (v. 39). Las actividades pueden ser las mismas, pero el creyente y el no creyente, el cristiano y el no cristiano, las viven de manera diferente, e incluso opuesta. Jesús lo explica hablando de la gente en los días de Noé antes del diluvio: comer, beber, casarse, trabajar en el campo o en casa… (v. 38-41) son realidades ordinarias de la vida cotidiana que se pueden vivir distraídamente o bien como momentos de salvación.

“La diferencia entre el creyente y el no creyente no radica tanto (o solo) en determinados comportamientos externos, sino en una actitud interior diferente. El no creyente vive como si Dios no existiera; como si Dios no tuviera que llegar nunca para él… El creyente, en cambio, vela, sabe que el Señor no tarda. No vive de una manera acomodaticia, sin importarle cómo. No se instala en una cotidianidad alienante. El creyente no rehúye el presente; es más, se compromete lo mismo que los demás; pero no queda preso de las cosas” (Horacio Petrosillo). San Pablo (II lectura) llama así las dos maneras opuestas de vivir: obras de las tinieblas o armas de la luz. El cristiano debe escoger, sin tardar, porque el tiempo es un don precioso para la salvación (v. 11). Sobre este famoso texto paulino fue madurando la conversión del joven Agustín. ¡Y descubrió la vida plena!

Ya desde el comienzo del Adviento, aparece el tema fuerte de la paz y el desarme (I lectura). El pequeño reino de Judá estaba amenazado e involucrado en una guerra arriesgada contra Asiria. El rey, atemorizado, busca alianzas militares estratégicas. Tan solo el profeta Isaías “ve más allá, ve lejos”, invita a la confianza en Dios, único árbitro de pueblos numerosos, y lanza un desconcertante oráculo de paz: nada menos que transformar las armas en instrumentos de producción y desarrollo: hacer arados de las espadas, sacar hoces de las lanzas (v. 4). ¡No más armas de muerte, no se adiestrarán más para la guerra! La utopía será una realidad, dice el profeta, el día en que todos “caminemos hacia la luz de Yahvé” (v. 5). Los cristianos tenemos aquí nuevas motivaciones para apostar siempre y definitivamente por la paz y el desarme.

La reducción-eliminación de las armas, antes que una decisión política, es un imperativo que nace de la fe en Cristo. En nombre de esta fe, es un deber protestar y denunciar a los gobiernos por los excesivos, criminales y absurdos gastos militares y por la fabricación y el comercio de nuevas armas de muerte. El Papa Francisco las ha condenado nuevamente el domingo pasado, 24 de noviembre, en un discurso en Nagasaki, durante su reciente viaje a Japón: “En el mundo de hoy, en el que millones de niños y familias viven en condiciones infrahumanas, el dinero que se gasta y las fortunas que se ganan en la fabricación, modernización, mantenimiento y venta de armas, cada vez más destructivas, son un atentado continuo que clama al cielo”.

Isaías es también el profeta de la universalidad de la salvación que Dios ofrece a todos los pueblos (v. 2-3). Nosotros los cristianos, que ya creemos en Cristo, sabemos quién es el Salvador que ha venido, que viene y que vendrá también en la próxima Navidad, a la cual nos estamos preparando; mientras que los no cristianos –que son todavía la mayor parte de la familia humana (dos terceras partes)– esperan, o no han acogido aún, el anuncio de Cristo Salvador. Por eso, el Adviento, que nos recuerda el largo tiempo de espera de la humanidad, es un tiempo litúrgico propicio para redescubrir “la Alegría del Evangelio” y para despertar en nosotros los cristianos la conciencia de la responsabilidad misionera, con la oración, el testimonio y el anuncio.


Un Juicio Que Salva
Fernando Armellini

Introducción

¡Teme el juicio final de Dios!
Esta es la amenaza que aun usan algunos predicadores para persuadir—cada vez en forma menos eficaz—a alejarse del mal.

La imagen de un Dios juez está presente en el Evangelio, especialmente en el de Mateo donde aparece casi en cada página. ¿Qué sentido tiene?

La rendición de cuentas al final de los tiempos está demasiado lejano y es muy débil para ejercer un impacto sobre las decisiones que se toman en el tiempo presente, sobre todo esa sentencia inapelable, de tipo forense, pronunciada por Dios al final de la vida no servirá a ninguno: en ese momento será imposible recuperar el tiempo perdido o usado mal.

A nosotros nos interesa el otro Juicio de Dios: aquel que Él pronuncia en nuestro tiempo presente.

Delante de las decisiones que todos nosotros estamos llamados a realizar, escuchamos muchos “juicios”: el de los amigos, el de la publicidad, el de la moda, de la vanidad, de los celos, del orgullo, de la moral de nuestros días… y hay también—aunque débil, silenciado, cubierto por otras “sentencias”—el juicio de Dios, el único que nos indica el camino de la vida, es el único que al final se descubrirá válido.

Vigilar quiere decir saber discernir, estar en grado de acoger el juicio que puntualmente llegará si bien en modos y en los momentos más inesperados. * Para interiorizar el mensaje, repetiremos:

“Haz que yo siga, oh Señor, tus juicios”.

Primera Lectura: Isaías 2,1-5

2,1: Visión de Isaías, hijo de Amós, acerca de Judá y de Jerusalén: 2,2: Al final de los tiempos estará firme el monte de la casa del Señor, sobresaliendo entre los montes, encumbrado sobre las montañas. Hacia él confluirán las naciones, 2,3: caminarán pueblos numerosos. Dirán: Vengan, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob: él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas, porque de Sión saldrá la ley; de Jerusalén, la Palabra del Señor. 2,4: Será el árbitro entre las naciones, el juez de pueblos numerosos. De las espadas forjarán arados; de las lanzas, hoces. No alzará la espada pueblo contra pueblo, ya no se adiestrarán para la guerra. 2,5: Casa de Jacob, ven, caminemos a la luz del Señor. – Palabra de Dios

Los israelitas al menos una vez al año tenían que visitar el tempo de Jerusalén para participar en las fiestas, ofrecer sacrificios y cumplir con las promesas.

Isaías—el profeta nacido y crecido en un ambiente aristocrático y culto de la capital—ha visto cada día grupos de peregrinos subir al monte del Señor “entre gritos de júbilo de una multitud en fiesta” (Sal 42,5). Un espectáculo emocionante que ha suscitado en su ánimo sensible los sueños, la espera y las esperanzas que nos ha entregado en el magnífico poema que hoy nos propone la Primera Lectura.

Los tiempos son difíciles, la situación es dramática para el pequeño Reino de Judá ya atacado por una coalición de pueblos que quieren involucrarlo en una guerra temeraria contra Siria. El ejército enemigo se acerca y “el corazón del Rey Acaz y el de su pueblo comienzan a agitarse, como se agitan las ramas del bosque con el viento” (Is 7,2).

Todos están aterrados, solo Isaías mantiene la calma e invita a confiar en Dios: Jerusalén no será conquistada—asegura—y luego como en un rapto de éctasis y con la mirada fija hacia el futuro lejano, pronuncia su oráculo.

Ahí esta—dice—veo el monte de la casa del Señor, sobresaliendo como el punto más alto de la tierra; veo una multitud inmensa de peregrinos de cada pueblo, raza, lengua y nación (v. 2) que se dirigen hacia el Santuario. No van a ofrecer sacrificios, holocaustos o incienso, sino van a escuchar la Palabra del Señor, quieren instruirse en sus caminos (v. 3).

El fruto del acercamiento al monte de la casa del Señor es la paz, descrita con imágenes sugestivas (v. 4).

Los instrumentos de muerte—las espadas y las lanzas—se transforman en instrumentos de producción, en arados y hoces para la cosecha.

Los pueblos destruyen las armas y ponen fin a las guerras. Es el auspicio del desarme universal, es el reino de la justicia, de las bendiciones de Dios.

Mensajes similares—al menos en apariencia—han sido ya pronunciados. Son innumerables las inscripciones encontradas sobre las lapidas y textos literarios que celebran las gestas gloriosas de los faraones y de los soberanos del antiguo Medio Oriente: todos anuncian la paz.

La subida al trono de un nuevo rey era proclamada siempre como el inicio de una edad de oro. Un canto sobre Ramsés IV, en un lenguaje casi mesiánico, proclama: “aquellos que tenían hambre fueron saciados y están contentos, los desnudos son vestidos de lino fino y aquellos que eran prisioneros fueron liberados, aquellos que peleaban en este país se han pacificado”.

Sin embargo, precisamente en el día en que se autoproclamaba pacificador del mundo, el faraón en una ceremonia ritual lanzaba una flecha hacia cada punto cardinal: gesto con el cual quería atemorizar a cualquiera que tuviese en mente atacar a su país. Prometía la paz, pero continuaba a considerarla posible solo con la amenaza del uso de la fuerza, con la ostentación del poder de las armas.

Isaías anuncia una paz diferente que no se basa en astucias, sobre cálculos humanos, sino en la adhesión de todos los pueblos—convocados en la “ciudad de la paz”—por la Palabra del Señor.

Esta palabra cambia el corazón; los que la reciben cesan de construir las torres de Babel y renuncian para siempre a la agresividad y al uso de las armas.

Los cristianos han visto realizarse esta profecía cuando en Jesús, ha aparecido en el mundo “la Palabra” de paz. Porque Cristo “es nuestra paz, el vino y anunció la paz a ustedes, los que estaban lejos y la paz a aquellos que estaban cerca” (Ef 2,14.17).

Desde los primeros siglos, los judíos han desmentido esta interpretación. Decían: Jesús de Nazaret no puede ser el mesías, el pacificador anunciado por el profeta, porque el mundo nuevo aun no ha llegado.

¿No continúan acaso los odios, las violencias, las guerras, las desgracias, los lutos y los llantos?

La objeción es seria, pero nace de un malentendido. El reino de Dios, la paz universal no se instauran milagrosamente, sin la colaboración por parte del hombre y se desarrolla lentamente, como la pequeña semilla que requiere años para convertirse en un árbol grande.

El “final de los tiempos” de los que habla el profeta (v. 2) se han ya iniciado, las promesas han comenzado ya a cumplirse en la Navidad. Los Padres de la Iglesia de los primeros siglos estaban muy conscientes de esto.

“Los otros hombres—declaraba Orígenes—continúan empuñando la espada y luchan, pero nosotros los cristianos somos un pueblo que rechaza aprender el arte de la guerra; por medio de Jesús, hemos sido hechos hijos de paz mediante nuestro Maestro Jesús” (Orígenes, Contra Celsum, V, 33).

Justino respondiendo al rabino Trifón: “Si bien éramos muy expertos en el arte de la guerra, de asesinatos y de cada tipo de maldad, hemos transformado sobre toda la tierra nuestros instrumentos de guerra: las espadas en arados, las lanzas en hoces; y ahora construimos el temor a Dios, la justicia, la humanidad, la fe y la esperanza, aquella esperanza que nos viene del Padre” (Justino, Diálogo con Trifón, 110,2-3).

San Ireneo era aun mas explicito: “Ahora ya no queremos combatir mas, pero si alguien nos ataca, pongamos la otra mejilla. Si todo esto sucede, entonces los profetas no han hablado de otro sino de Aquel que ha realizado todas estas cosas: Jesús de Nazaret, nuestro Señor” (Ireneo, Adv Haer., IV 34,4).

Ciertamente el mundo de paz será instaurado, pero su construcción será más rápida cuanto más decidida sea la elección de la humanidad de volver a Cristo, y dejarse instruir por su Palabra.

Segunda Lectura: Romanos 13,11-14

13,11: Reconozcan el momento en que viven, que ya es hora de despertar del sueño: ahora la salvación está más cerca que cuando abrazamos la fe. 13,12: La noche está avanzada, el día se acerca: abandonemos las acciones tenebrosas y vistámonos con la armadura de la luz. 13,13: Actuemos con decencia, como de día: basta de banquetes y borracheras, basta de lujuria y libertinaje, no más envidias y peleas. 13,14: Revístanse del Señor Jesucristo y no se dejen conducir por los deseos del instinto. – Palabra de Dios

Para describir la vida de los cristianos, Pablo recurre a las imágenes bíblicas de la luz y las tinieblas. Antes del bautismo—dice—ustedes caminaban en las tinieblas de la noche y llevaban a cabo aquellas obras que da vergüenza hacerlas a la luz del sol: basta de banquetes y borracheras, basta de lujurias y libertinaje, no más envidias y peleas. Son estas las acciones que ofuscan la mente, esclerotizan el corazón e impiden acoger los juicios de Dios sobre las realidades de este mundo.

Después del bautismo los creyentes han abandonado estas obras y han entrado en el reino de la luz; se han despojado del viejo vestido y han endosado un vestido nuevo: Cristo. En ellos, hoy es posible contemplar las obras, la mirada, las palabras, la sonrisa del Maestro porque Jesús les envuelve como un manto.

Pablo, sin embargo, constata que hay tinieblas aun entre nosotros, que no han desaparecido todavía; es consciente que una noche obscura pesa todavía sobre el mundo: las guerras continúan, las venganzas, las envidias…, pero no se deja llevar por el desaliento como a menudo nos sucede a nosotros.

Sus palabras son una invitación a la esperanza: ‘la noche esta ya avanzada, es más, está a punto de terminar,’ un nuevo día está surgiendo, una humanidad nueva está surgiendo.

¡Qué confianza la de Pablo después de tan solo 30 años de cristianismo!

Hoy los problemas existen y son dramáticos, el mundo está caminando hacia el desastre ecológico y demográfico—anuncian muchos—y se asiste por doquier a una pérdida de valores…. Sin embargo, no es posible después de 2000 años de cristianismo ver solo las tinieblas y contemplar en modo tan pesimista el futuro.

Ya el Qohelet amonestaba: “No es sabio quien afirma que los tiempos antiguos eran mejores que los presentes” (Qo 7,10).

Si tuviéramos la mirada del Apóstol, si creyéramos como él, en la presencia del Espíritu, descubriríamos aun en los momentos más obscuros los signos luminosos del mundo nuevo que ha comenzado.

Evangelio: Mateo 24,37-44

El lenguaje empleado en este pasaje evangélico puede dar lugar a interpretaciones extravagantes (o inclusive especulaciones) sobre el fin del mundo y los castigos de Dios; se puede también reducir a una invitación a estar siempre alertas porque la muerte puede venir de repente y encontrarnos desprevenidos.

Estas interpretaciones tienen su origen en la incomprensión del género literario “apocalíptico” que era muy usado en tiempos de Jesús y que resulta bastante ajeno a nuestra mentalidad y cultura.

Tenemos que tener siempre presente que: el Evangelio es por su naturaleza, buena noticia, anuncio de gozo y esperanza.

Quien se sirve del Evangelio para sembrar miedo y crear angustias—con toda seguridad—lo está usando de un modo incorrecto y se aleja del autentico significado del texto.

En el pasaje de hoy—es cierto—el tono es amenazador: cataclismos, destrucciones, peligros de muerte. El lenguaje es a propósito duro e incisivo, las imágenes son típicas del juicio punitivo porque Jesús quiere mantenernos en guardia frente al grave peligro de perder la oportunidad de salvación que el Señor ofrece. La negligencia, la ignorancia, la falta de atención a los signos de los tiempos, la insensibilidad espiritual conducen a la catástrofe. Quien pierde la cabeza por las realidades de este mundo y se deja absorber por las preocupaciones mundanas, quien vive adormecido y aturdido, a la búsqueda de placeres, se encamina a un despertar dramático.

¿Pero qué significan estas imágenes? Recordemos el contexto del cual procede este pasaje bíblico.

Un día los discípulos invitaron al Maestro a admirar la magnífica construcción del Templo. Envés de compartir su orgullo justificado, Jesús, les sorprende con una profecía: “¿Ven todo esto?” “Les aseguro que se derrumbará sin que quede piedra sobre piedra” (Mt 24,2). Jerusalén rechazando la conversión esta decretando la propia ruina.

Estupefactos, los discípulos le dirigen entonces dos preguntas: ¿cuándo sucederá esto y cuáles serán los signos premonitorios? (Mt 24,3).

Envés de satisfacer la curiosidad de los discípulos, Jesús responde introduciendo una enseñanza que es de apremiante actualidad para las personas de todos los tiempos: es necesario mantenerse vigilantes. Para mayor claridad, cita tres ejemplos:

El primero está tomado de un relato bíblico (Gen 6,9). En tiempos de Noé vivían dos categorías de personas: algunos pensaban únicamente a comer, beber y divertirse; no estaban preparados y perecieron. Otros estaban vigilantes, atentos a lo que pudiera suceder, se dieron cuenta de que el Diluvio se estaba acercando, se salvaron y dieron inicio a una nueva humanidad (vv. 37-39).

Como el Diluvio llego de repente, así—declara Jesús—llegará de repente la ruina de Jerusalén.

Como en tiempos de Noé muchos perecieron, así muchos judíos que no quisieron reconocer en Él al enviado de Dios y no escucharon su Palabra, perecerán en la catástrofe de la ciudad. Aquellos sin embargo que tengan los ojos y el corazón abierto para reconocer y acoger su mensaje se salvarán y darán comienzo a un nuevo pueblo.

El segundo ejemplo surge de las actividades que los hombres y las mujeres del pueblo desarrollaban diariamente: el trabajo de los campos y la preparación de la harina para hacer el pan (vv. 40-41). Justo mientras se viven las situaciones más normales y aparentemente más banales, algunos se mantienen atentos, se comportan como personas inteligentes y perciben al Señor que viene. Otros sin embargo están distraídos, despreocupados, negligentes y sientan así las bases de la propia destrucción. Las acciones que desarrollan parecen idénticas: se empeñan en el trabajo, se ganan la vida, comen, beben, se casan; es la manera de actuar la que es radicalmente diferente.

Algunos están atentos, se dejan guiar por la luz de Dios y “serán llevados”, es decir salvados; otros viven abrumados por las preocupaciones de este mundo, no tienen presente los “juicios” de Dios y “serán dejados”, es decir no serán participes de la nueva realidad del Reino de Dios.

La decisión a tomar es urgente y dramática: se trata de escoger entre la vida y la muerte; por esto Jesús insiste: “vigilen porque no saben el día en que el Señor vendrá” (v. 42). Vale la pena repetirlo: Jesús no vendrá al final de nuestras vidas para pedirnos cuentas: viene hoy, con su juicio salvador.

El tercer ejemplo es todavía más claro: el ladrón no avisa antes de llegar; es por esto que el dueño no puede dormirse ni siquiera un instante, debe mantenerse despierto, de lo contrario corre el riesgo de ver desaparecer todas sus pertenencias (v. 43).

¡Qué sorprendente es este Dios! Se comporta como un ladrón y parece querer aprovecharse del momento en que el hombre no está preparado para ir a visitarlo.

La imagen ciertamente es inquietante porque sugiere más la idea de la amenaza que de la salvación, pero es eficaz; es un timbre de alarma: llama la atención sobre el peligro inminente que corremos al no darnos cuenta del momento favorable, del día en que el Señor viene a implicarnos en su paz. También los habitantes de Jerusalén—quería decir Jesús—habrían podido vigilar para no ser sorprendidos por la tragedia que se les venía encima. En otra ocasión Jesús ha expresado así la urgencia de su llamada: “Jerusalén, Jerusalén que matas a los profetas y apedreas a los enviados! ¡Cuántas veces intenté reunir a tus hijos como la gallina reúne a los pollitos bajo sus alas y tú te negaste!” (Mt 23,37).

La conclusión final retoma el tema conductor del pasaje bíblico y lo aplica a los discípulos de todos los tiempos: “por tanto estén preparados porque el Hijo del hombre llegará cuando menos lo esperen” (v.44).

Sabemos muy bien qué es lo que significa perder ocasiones únicas en la vida. Tantas veces lo hemos experimentado. Cuanto más sorprendentes e inesperadas son esas ocasiones, cuanto más diferentes y alejadas de los criterios comunes de juicio tanto más fácil dejarlas escapar.

Las visitas de Dios en nuestra vida son siempre difíciles de acoger porque no se adecuan a la “sabiduría humana”, son incompatibles. Contrastan siempre con la mentalidad común y corriente.

Solamente aquellos que están vigilantes las reconocen y “son salvados”, aquí y ahora.

http://www.bibleclaret.org

Domingo XXXIV. Cristo Rey

“Cuando Jesús estaba ya crucificado, las autoridades le hacían muecas, diciendo: A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si Él es el Mesías de Dios, el elegido.
También los soldados se burlaban de Jesús, y acercándose a Él, le ofrecían vinagre y le decían: Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo.
Había en efecto, sobre la cruz, un letrero en griego, latín y hebreo, que decía: Este es el rey de los judíos.
Uno de los malhechores crucificados insultaba a Jesús, diciéndole: Si tú eres el Mesías, sálvate a ti mismo y a nosotros. Pero el otro le reclamaba, indignado: ¿Ni siquiera temes tú a Dios estando en el mismo suplicio? Nosotros justamente recibimos el pago de lo que hicimos. Pero este ningún mal ha hecho. Y le decía a Jesús: Señor, cuando llegues a tu Reino, acuérdate de  mí. Jesús le respondió: Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso.

(Lucas 23, 35-43)


Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo
P. Enrique Sánchez G. mccj

Llegamos al final del año litúrgico y la Iglesia nos invita a celebrarlo reconociendo a Cristo como el Rey del universo; es decir, como el Señor de nuestras vidas y el protagonista que va guiando nuestra historia humana por caminos de esperanza y de confianza hacia un futuro que no nos defraudará.

La primera lectura del segundo libro de Samuel nos recuerda la consagración de David como rey de Israel, el elegido en quien Dios se manifiesta a su pueblo como el pastor bueno que siempre lo acompañará.

Mientras que la segunda lectura de la Carta de San Pablo a los Colosenses nos presenta a Jesús como el elegido por Dios para reconciliar en él todas las cosas y darles la paz; el evangelio de Lucas nos muestra a Jesús como el más grande rey que haya podido tener la humanidad y es un rey clavado en una cruz, sobre la cual quedó para siempre la inscripción que decía: Jesús de Nazaret, Rey de los judíos.

Al final de la historia aparece Jesús como el único que ha demostrado tener el poder para llevar a todos los hombres a la experiencia plena de la vida. Gracias a que él fue un rey que derramó su sangre para que todos tuviéramos vida y nos hiciéramos herederos de la paz que sólo Dios nos puede dar.

Jesús sobre la cruz, y sin decir una palabra, se ha mostrado como el Mesías y el Salvador, en quien su Padre ha querido mostrarnos su grande amor. Esto hace de él

el Rey que está sobre todo reinado y el ejemplo para quienes quieran ponerse a la cabeza de sus hermanos a través del servicio.

Para entender quien es este Rey y qué es su reinado, san Lucas ha querido mostrarnos a lo largo de su evangelio que no se trata de cualquier rey y su reinado no tiene nada qué ver con los reinados de este mundo.

Al inicio del evangelio, antes que Jesús iniciara su ministerio, san Lucas nos presenta a Jesús en medio del desierto en donde el demonio lo va a tentar al menos en tres ocasiones, ofreciéndole la posibilidad de convertirse en rey.

Las tentaciones son tres propuestas de un reinado fundado sobre el poder, el tener y la gloria. Eran una trampa en la cual el Señor no se dejó atrapar.

Lo que el demonio le ofrecía a Jesús, era un reinado que fácilmente podría acabar en la ambición, en la soberbia de pensar que todo depende de la fuerza y del poder que ejerce quien tiene autoridad, en la vanagloria de sentirse por encima de los demás.

El evangelio nos muestra a Jesús alejándose de esas tentaciones y encaminándose por un sendero que lo llevará a meterse entre la gente para vivir y compartir los dramas y las alegrías de personas muy concretas.

Alejándose de las propuestas tentadoras que le ofrecían un reinado muy humano o al menos muy parecido a los reinados que conocemos incluso en la actualidad, Jesús empieza a demostrar su condición real haciéndose uno de nosotros, cargando con las miserias y los sufrimientos de nuestra humanidad.

Fue, ha sido y sigue siendo, en la entrega cotidiana, compasiva y misericordiosa, que caracterizó el estilo de vida de Jesús, en donde, paso a paso, se fue manifestando su ser rey; sin necesidad de imponerse por la fuerza, echando mano de ejércitos o de su poder.

Su reinado estaba en este mundo y lo sigue estando, pero no era de este mundo. Su reinado no estaba fundado sobre la fuerza y el poder; porque su reinado será́ siempre un reino de justicia, de fraternidad, de solidaridad y de paz.

Es un reinado que sólo pueden entender quienes viven como bienaventurados, trabajando en la construcción de un mundo en donde pueda desaparecer el odio, las mentiras, la violencia, el egoísmo y en donde se multipliquen los puentes de la comunión, des respeto y de la aceptación de los demás como un don.

En la vida de Jesús, reconocido como rey, aparece claro que su poder se manifestaba a través de los signos de vida. Signos de vida que, muy discretamente y a veces no tanto, era capaz de ir sembrando a su paso en la vida y en los corazones de todas las personas que entraban en contacto con él.

Su fuerza y su poder se transformaban en posibilidad de vida plena para quienes depositaban en él su confianza y su fe. Era un rey que se imponía por su ejemplo y por la radicalidad de su entrega.

Su autoridad no era impuesta, sino que era reconocida en sus gestos y en sus acciones, que hablaban de reconciliación, de compasión, de confianza y de paz.

Sus palabras, sus recomendaciones o sus exigencias, tocaban el corazón de quienes vivían de fe y no tenían dificultad en reconocer que era el Mesías que hablaba con autoridad.

Al final, san Lucas nos presenta a Jesús como un rey pobre, sencillo y frágil a los ojos de las personas que lo contemplan clavado en la cruz. Casi como el rey que no supo defenderse, que lo dio todo por los demás y que, se olvidó de sí́ mismo.

“Si salvó a otros, que se salve a sí mismo”. Estas son las palabras de alguien que seguía razonando con los criterios del mundo y, por lo tanto, incapaz de reconocer el misterio de Dios que quiso hacer de Cristo el centro del universo, el único que puede darle sentido a lo que cada uno de nosotros vamos viviendo en lo cotidiano de nuestra vida.

También nosotros. Hay momentos en que nuestra falta de fe nos impide reconocer a Jesús como el Rey que quiere seguir dando su vida por nosotros, que quiere estar presente en nuestras vidas como el servidor fiel a su Padre que le ha confiado la tarea de convertirse en misionero que nos lleve al encuentro con él.

Afortunadamente, existen dentro de nosotros los sentimientos y deseos que se manifestaron en las palabras del otro condenado al costado de Jesús.

Son los sentimientos de quien reconoce a Jesús como el Mesías, como el verdadero Rey que puede ejercer hasta el final su ministerio, su servicio de compasión y misericordia. Y qué bello resulta escuchar las palabras de Jesús que dice: “hoy estarás conmigo en el paraíso”.

La imagen de Jesús crucificado es la fotografía que no deberíamos apartar de nuestra mirada, pues es la imagen que corresponde perfectamente al Rey que guía nuestras vidas.

Se trata de un Rey débil, frágil y despojado de todo sobre la cruz; pero es la imagen más perfecta del verdadero Rey que vive para servir y para entregarse a los demás. Es la imagen de un Dios que muestra su poder y su autoridad en nuestras vidas a través del gesto más extraordinario que pueda existir, el gesto de la entrega y del amor sin límites.

Al final del relato de las tentaciones en el desierto leemos unas palabras que dicen: “Cuando el Diablo terminó de someter a Jesús a todo tipo de pruebas, se apartó de él hasta el momento oportuno”

Y, al final del relato de la pasión, contemplando a Jesús crucificado, como el Centurión, también nosotros podemos decir que Jesús es nuestro Rey, que él es el verdadero Mesías que ha sabido mostrarnos que su realeza consiste en entregar su vida por los que ha amado. Es el momento oportuno en el cual Jesús nos revela toda su realeza. Es Rey porque se entregó por nosotros.

Finalmente, Cristo es Rey del universo, pero, sin lugar a dudas, lo más importante es que llegue a ser el Rey de nuestras vidas.

Que sepamos reconocer su presencia cercana en nuestras vidas.

Que sintamos su mano sobre nuestra espalda, sosteniéndonos en los momentos que la cuesta de la vida se hace pesada.

Que lo escuchemos cuando nos sentimos confundidos y aturdidos por los ruidos de nuestro mundo.

Que contemplándolo clavado en la cruz nos recordemos que tenemos un Rey que mira con misericordia y compasión nuestras infidelidades, nuestras incoherencias y nuestros pecados, porque es un Rey que ama, que consuela y que acompaña.

Que Cristo Rey llene nuestros corazones de alegría para que podamos unir nuestras voces a las de tantos hermanos que nos han precedido en la fe y que se han sentido motivados a dejarlo todo para hacer de Cristo el Rey de sus vidas.

Que, con la multitud de los mártires de todos los tiempos, también nosotros  podamos decir: ¡Que viva Cristo Rey, la fuente de todas nuestras alegrías!


El Rey, crucificado con nosotros malhechores
P. Manuel João Pereira Correia, mccj

Hoy, último domingo del año litúrgico, celebramos la solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo. Esta festividad fue introducida por el papa Pío XI en 1925, en un período histórico marcado por las dificultades y turbulencias de la posguerra. Pío XI estaba convencido de que solo la proclamación de la realeza de Cristo sobre todos los pueblos y naciones podía garantizar la paz. Con la reforma litúrgica tras el Concilio Vaticano II, la festividad fue colocada al final del año litúrgico, como su conclusión natural.
El texto del Evangelio de hoy está tomado de san Lucas, que nos ha acompañado durante este año litúrgico, ciclo C.

La Madre del Rey y su largo trabajo de parto

Lucas inicia su evangelio con el relato de una doble visita celestial: la realizada a Zacarías, en el templo de Jerusalén, y la realizada a María, en Nazaret de Galilea. A María, el ángel Gabriel le hace un anuncio y una promesa solemnes e impresionantes: «Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará para siempre sobre la casa de Jacob, y su reino no tendrá fin» (Lc 1,31-33). ¡Hijo del Altísimo y Rey! Tres veces se subraya su realeza y dos veces se afirma que será eterna.

Todo el evangelio de Lucas gira en torno a esta promesa, llevada adelante sin embargo con un ritmo lentísimo para nuestras expectativas y de manera paradójica según nuestros criterios.

  • Un rey a merced del emperador de Roma. María se ve obligada a ir a Belén para dar a luz. La Palabra acude en su ayuda: ¡David, su padre, nació en Belén!
  • Un rey que nace en un establo. La Palabra le recuerda que Dios escogió a David, su siervo, «y lo tomó de los apriscos» (Sal 78,70).
  • Un rey que debe huir de la furia homicida de Herodes. La Palabra de Dios la sostiene una vez más: también David fue un fugitivo para escapar del rey Saúl.
  • Un rey que va a vivir en la periferia del reino, en una aldea perdida de Galilea llamada Nazaret. También aquí la Palabra acude en ayuda de María: «Será llamado nazareno» (Mt 2,23). El nombre hebreo «Nazaret» tiene la misma raíz verbal naszar, que significa «retoño», el retoño de David (Is 11,1).
    Pero luego siguen treinta largos años en los que el Rey trabaja como carpintero, poniendo a prueba la fe de María.

El Rey venido de lejos para reclamar su Reino

Todo el evangelio de Lucas se articula alrededor de esta doble revelación: Jesús, Hijo de Dios y Rey Mesías.
En la primera parte, Jesús es proclamado Hijo de Dios por el Padre, en el bautismo y en el monte Tabor, pero solo Satanás y los endemoniados lo reconocen como tal.
En la segunda parte del evangelio de Lucas, el Reino de Dios se convierte en el tema privilegiado de su predicación. En un determinado momento, Jesús se pone en camino hacia Jerusalén (Lc 9,51) para reclamar su título de Rey. Como él mismo cuenta en una parábola, mientras sube de Jericó hacia la Ciudad Santa: «Un hombre noble partió hacia un país lejano para recibir la dignidad real y volver después» (Lc 19,12). La recibe con ocasión de su «segundo bautismo» (cf. Lc 12,50), el de sangre, sobre el trono de la cruz: «Este es el rey de los judíos».

Durante el camino desde Galilea hasta Jerusalén, sin embargo, Jesús va perdiendo a sus seguidores, que esperaban un rey muy distinto. Aún hay un intento entusiasta de sus paisanos galileos de proclamarlo rey, con la entrada triunfal en Jerusalén, pero fracasa de inmediato. Los jefes religiosos y políticos retoman pronto el control de la situación. Y la multitud de sus simpatizantes, intimidada y desilusionada, se limitará a observar a la espera de los acontecimientos. Así harán también sus discípulos.
Por tanto, un rey sin reino, sin súbditos, sin ejército ni lugartenientes. ¡El rey se encontrará solo!

Un rey en el punto de mira de la tentación

Su título de Hijo de Dios había sido puesto a prueba tres veces por Satanás: «Si eres Hijo de Dios…». Ahora llega «el momento fijado» para el regreso del Adversario (cf. Lc 4,13). En efecto, el demonio vuelve a la carga otras tres veces, a través de tres protagonistas de la crucifixión: los jefes religiosos, los soldados y uno de los malhechores: «Si tú eres el Cristo, el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».
Si en la primera serie de tentaciones Jesús había expulsado al demonio con la Palabra, ahora lo hace con el Silencio. Sí, habla tres veces: pero la primera y la tercera dirigiéndose al Padre (Lc 23,34.46), y la segunda para responder a la súplica del segundo malhechor.

Un rey con un solo súbdito

«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. Él respondió: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso». ¡Es sorprendente! Este malhechor es el único que reconoce la realeza de Cristo y se convierte en el primer ciudadano de su Reino.
Según algunos autores, el diálogo de Jesús con el segundo malhechor no es un simple detalle añadido por el evangelista, sino el punto culminante y central del cuadro lucano de la crucifixión (J.A. Fitzmyer y W. Trilling). En este sentido, se convierte en la síntesis y el culmen de la misión de Jesús según el Evangelio de Lucas: «El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10).

La tradición apócrifa (Evangelio de Nicodemo, apócrifo del siglo IV) atribuye al llamado buen ladrón el nombre de Dimas o Dismas, y lo sitúa a la derecha de Jesús, mientras que el otro, que lo insultaba, se llamaría Gesta o Gestas. Y Dimas se convierte en… San Dimas, muy popular en la Edad Media. La Iglesia lo celebra el… 25 de marzo, fecha vinculada por la tradición a la muerte de Jesús. «¡Santo ya!», por vía rapidísima, es el primer decreto del Rey: «En verdad te digo: ¡hoy estarás conmigo en el paraíso!». Ni siquiera Juan Pablo II logró semejante hazaña, a pesar de la aclamación popular.

«¡Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso!» San Lucas es el evangelista del «hoy», semeron (diez veces, ocho de ellas en boca de Jesús). Es la última vez que encontramos este adverbio temporal. En los labios de Jesús se convierte en su palabra suprema. Es el hoy de la misericordia que nos introduce en el HOY eterno. Por tanto, una palabra llena de esperanza y de consuelo, para Dimas y para nosotros, puesto que este «hoy» sigue vigente (Heb 3,13). Es más: «Dios vuelve a fijar un día: hoy» (Heb 4,7) para cada uno de nosotros. ¿Cómo no aprovecharlo?

Gesta o Dimas?

El nombre Gesta, en una interpretación un poco fantasiosa, podría significar, del latín gesta (hazañas heroicas). Dimas, en cambio, significaría ocaso, en griego. Gesta y Dimas podrían reflejar nuestra humanidad, dos maneras opuestas de vivir la existencia.

Todos nosotros somos «mal-hechores» y, tarde o temprano, nos encontramos, de algún modo, en la cruz. Y entonces solo tenemos dos alternativas: poner nuestra confianza en las obras de nuestras manos, o confiar nuestra vida en las manos de Dios. Podemos ser como Gesta y mirar hacia atrás las «hazañas» de nuestro pasado: a veces orgullosos de nuestros éxitos, pero más a menudo decepcionados y amargados. O podemos actuar como Dimas: mirar hacia la cruz del Rey e implorar con confianza: ¡Jesús, acuérdate de mí! ¡Jesús, acuérdate de mí! Solo él podrá llenar de luz serena nuestro ocaso.


Acuérdate de mí
José Antonio Pagola

Según el relato de Lucas, Jesús ha agonizado en medio de las burlas y desprecios de quienes lo rodean. Nadie parece haber entendido su vida. Nadie parece haber captado su entrega a los que sufren ni su perdón a los culpables. Nadie ha visto en su rostro la mirada compasiva de Dios. Nadie parece ahora intuir en aquella muerte misterio alguno.
Las autoridades religiosas se burlan de él con gestos despectivos: ha pretendido salvar a otros; que se salve ahora a sí mismo. Si es el Mesías de Dios, el “Elegido” por él, ya vendrá Dios en su defensa.
También los soldados se suman a las burlas. Ellos no creen en ningún Enviado de Dios. Se ríen del letrero que Pilatos ha mandado colocar en la cruz: “Este es el rey de los judíos”. Es absurdo que alguien pueda reinar sin poder. Que demuestre su fuerza salvándose a sí mismo.
Jesús permanece callado, pero no desciende de la cruz. ¿Qué haríamos nosotros si el Enviado de Dios buscara su propia salvación escapando de esa cruz que lo une para siempre a todos los crucificados de la historia? ¿Cómo podríamos creer en un Dios que nos abandonara para siempre a nuestra suerte?
De pronto, en medio de tantas burlas y desprecios, una sorprendente invocación: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. No es un discípulo ni un seguidor de Jesús. Es un de los dos delincuentes crucificados junto a él. Lucas lo propone como un ejemplo admirable de fe en el Crucificado.
Este hombre, a punto de morir ajusticiado, sabe que Jesús es un hombre inocente, que no ha hecho más que bien a todos. Intuye en su vida un misterio que a él se le escapa, pero está convencido de que Jesús no va a ser derrotado por la muerte. De su corazón nace una súplica. Solo pide a Jesús que no lo olvide: algo podrá hacer por él.
Jesús le responde de inmediato: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Ahora están los dos unidos en la angustia y la impotencia, pero Jesús lo acoge como compañero inseparable. Morirán crucificados, pero entrarán juntos en el misterio de Dios.
En medio de la sociedad descreída de nuestros días, no pocos viven desconcertados. No saben si creen o no creen. Casi sin saberlo, llevan en su corazón una fe pequeña y frágil. A veces, sin saber por qué ni cómo, agobiados por el peso de la vida, invocan a Jesús a su manera. “Jesús, acuérdate de mí” y Jesús los escucha: “Tú estarás siempre conmigo”. Dios tiene sus caminos para encontrarse con cada persona y no siempre pasan por donde le indican los teólogos. Lo decisivo es tener un corazón que escucha la propia conciencia.

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Paradojas
Dolores Aleixandre RSCJ

“Jesús, dándose cuenta de que pensaban venir para llevárselo y proclamarlo rey, se retiró de nuevo al monte, él solo” (Jn 6,15). Qué poco hemos aprendido de ese gesto de huída y de qué poco le sirvió a él realizarlo: cargados de buena voluntad e incapaces de encajar el rechazo del Maestro hacia todo lo que tiene que ver con honores y pompas tal como nosotros las imaginamos, celebramos la solemnidad de Jesucristo REY DEL UNIVERSO evitando, milagrosamente, añadirle el título de EMPERADOR como quizá algunos hubieran deseado.

Afortunadamente el Evangelio está ahí, como una barrera inexpugnable que obliga a detenerse a todo aquello que suena a triunfo mundano, ostentación, oropeles o coronas, y por eso la liturgia de hoy se convierte en una gran paradoja. Según el diccionario, “idea extraña y opuesta a la opinión común; dicho o hecho que parece contrario a la lógica; figura de pensamiento que emplea expresiones aparentemente contradictorias”. Y nada tan contradictorio como contemplar al Rey en una cruz, coronado de espinas y cargando con un título de burla que aludía al ridículo de su falsa realeza.

Pero la incongruencia absoluta nos espera al final de la escena: aquel hombre impotente que agonizaba promete el paraíso a otro ajusticiado colgado a su derecha que se había dirigido así a él: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”.

Es el único personaje de todo el Evangelio que se dirige a Jesús llamándole sencillamente por su nombre, sin añadir ningún otro título como SeñorMaestroHijo de David o Mesías. Sin saberlo, estaba acertando con lo que el hombre crucificado al que invocaba había venido a hacer: aproximarse, acortar distancias, vivir entre nosotros como uno de tantos, entregarnos su nombre y su amistad, compartir nuestro desvalimiento, estar tan cerca como para escuchar el susurro de aquel hombre sin aliento que moría a su lado .

Y en eso consistió, paradójicamente, su gloria, su realeza y su triunfo.


Cristo centro de la creación, del pueblo y de la historia
Papa Francisco

Las lecturas bíblicas que se han proclamado tienen como hilo conductor la centralidad de Cristo. Cristo está en el centro, Cristo es el centro. Cristo centro de la creación, del pueblo y de la historia.

1. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, tomada de la carta a los Colosenses, nos ofrece una visión muy profunda de la centralidad de Jesús. Nos lo presenta como el Primogénito de toda la creación: en él, por medio de él y en vista de él fueron creadas todas las cosas. Él es el centro de todo, es el principio: Jesucristo, el Señor. Dios le ha dado la plenitud, la totalidad, para que en él todas las cosas sean reconciliadas (cf. 1,12-20). Señor de la creación, Señor de la reconciliación.

Esta imagen nos ayuda a entender que Jesús es el centro de la creación; y así la actitud que se pide al creyente, que quiere ser tal, es la de reconocer y acoger en la vida esta centralidad de Jesucristo, en los pensamientos, las palabras y las obras. Y así nuestros pensamientos serán pensamientos cristianos, pensamientos de Cristo. Nuestras obras serán obras cristianas, obras de Cristo, nuestras palabras serán palabras cristianas, palabras de Cristo. En cambio, La pérdida de este centro, al sustituirlo por otra cosa cualquiera, solo provoca daños, tanto para el ambiente que nos rodea como para el hombre mismo.

2. Además de ser centro de la creación y centro de la reconciliación, Cristo es centro del pueblo de Dios. Y precisamente hoy está aquí, en el centro. Ahora está aquí en la Palabra, y estará aquí en el altar, vivo, presente, en medio de nosotros, su pueblo. Nos lo muestra la primera lectura, en la que se habla del día en que las tribus de Israel se acercaron a David y ante el Señor lo ungieron rey sobre todo Israel (cf. 2S 5,1-3). En la búsqueda de la figura ideal del rey, estos hombres buscaban a Dios mismo: un Dios que fuera cercano, que aceptara acompañar al hombre en su camino, que se hiciese hermano suyo.

Cristo, descendiente del rey David, es precisamente el «hermano» alrededor del cual se constituye el pueblo, que cuida de su pueblo, de todos nosotros, a precio de su vida. En él somos uno; un único pueblo unido a él, compartimos un solo camino, un solo destino. Sólo en él, en él como centro, encontramos la identidad como pueblo.

3. Y, por último, Cristo es el centro de la historia de la humanidad, y también el centro de la historia de todo hombre. A él podemos referir las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias que entretejen nuestra vida. Cuando Jesús es el centro, incluso los momentos más oscuros de nuestra existencia se iluminan, y nos da esperanza, como le sucedió al buen ladrón en el Evangelio de hoy.

Mientras todos se dirigen a Jesús con desprecio -«Si tú eres el Cristo, el Mesías Rey, sálvate a ti mismo bajando de la cruz»- aquel hombre, que se ha equivocado en la vida pero se arrepiente, al final se agarra a Jesús crucificado implorando: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42). Y Jesús le promete: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43): su Reino. Jesús sólo pronuncia la palabra del perdón, no la de la condena; y cuando el hombre encuentra el valor de pedir este perdón, el Señor no deja de atender una petición como esa. Hoy todos podemos pensar en nuestra historia, nuestro camino. Cada uno de nosotros tiene su historia; cada uno tiene también sus equivocaciones, sus pecados, sus momentos felices y sus momentos tristes. En este día, nos vendrá bien pensar en nuestra historia, y mirar a Jesús, y desde el corazón repetirle a menudo, pero con el corazón, en silencio, cada uno de nosotros: “Acuérdate de mí, Señor, ahora que estás en tu Reino. Jesús, acuérdate de mí, porque yo quiero ser bueno, quiero ser buena, pero me falta la fuerza, no puedo: soy pecador, soy pecadora. Pero, acuérdate de mí, Jesús. Tú puedes acordarte de mí porque tú estás en el centro, tú estás precisamente en tu Reino.” ¡Qué bien! Hagámoslo hoy todos, cada uno en su corazón, muchas veces. “Acuérdate de mí, Señor, tú que estás en el centro, tú que estas en tu Reino.”

La promesa de Jesús al buen ladrón nos da una gran esperanza: nos dice que la gracia de Dios es siempre más abundante que la plegaria que la ha pedido. El Señor siempre da más, es tan generoso, da siempre más de lo que se le pide: le pides que se acuerde de ti y te lleva a su Reino.

Jesús es el centro de nuestros deseos de gozo y salvación. Vayamos todos juntos por este camino.

24/11/2013


El anuncio misionero de un Rey que acabó en una cruz
Romeo Ballan, mccj

Existen las “Siete Palabras de Jesús en la cruz”. Pero existen también las “siete palabras dichas a Jesús en la cruz”. Las primeras son tema de abundantes sermones y textos espirituales. Pero también las segundas se prestan a oportunos comentarios y reflexiones. En el pasaje del Evangelio de Lucas encontramos hoy cuatro palabras dichas a Jesús: por las autoridades (v. 35), por los soldados (v. 36-37) y por los dos malhechores crucificados junto a Jesús (v. 39-42). Estas palabras tienen en común, salvo ligeras diferencias, el reto lanzado a Jesús: ‘demuestra quién eres (el Cristo, el rey…), sálvate a ti mismo, baja de la cruz’. Las palabras de las autoridades, de los soldados y de uno de los dos malhechores son injuriosas, despectivas, sin piedad, demuestran una total incomprensión y tergiversación de la identidad de Cristo.

El letrero sobre la cabeza de Jesús habla por sí solo: “Este es el rey de los judíos” (v. 38). Lo dice todo sobre esa condena. Pero ¿cómo descifrar ese letrero?, ¿quién lo entiende en su verdad plena? Para las autoridades religiosas y políticas son palabras de burla; sin embargo, para Dios y para el cristiano de corazón sincero son palabras que dicen la verdad, que se ajustan plenamente a la identidad de ese condenado tan singular. Ese letrero es un reto que atraviesa los siglos: o se acepta o se rechaza. ¡Con el éxito consiguiente! “El pueblo estaba mirando” (v. 35): mudo y perplejo, entre curiosidad e impotencia, no entendía nada de lo que estaba ocurriendo, no sabía qué hacer… Poco después, sin embargo, cuando el espectáculo acabó en horrible tragedia, “se volvieron golpeándose el pecho” (v.48).

Es posible captar el significado de esa muerte por las palabras del segundo de los malhechores, el famoso ‘buen ladrón’, el único que reconoce el sentido del letrero y la identidad de Jesús. No le pide una clamorosa liberación, sino estar con Él en la última fase de su vida: “Acuérdate de mí…” (v. 42). Una petición aceptada inmediatamente: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (v. 43). ¡Es la primera sentencia del nuevo Rey! Jesús tiene tan solo palabras de salvación plena: ¡hoy, en el paraíso! El silencio de Jesús, su gesto de perdón, las pocas palabras (con el Padre, la madre, los amigos…) revelan el misterio de un rey espléndido y poderoso, que, sin embargo, acaba en una cruz. La suya es una realeza atípica: ha dejado boquiabiertos a Herodes, a Pilatos, a Tiberio, a las autoridades, al pueblo… Es una realeza difícil de comprender y más aún de aceptar. ¡Una realeza a menudo incomprendida y tergiversada! Sin embargo, para el que la acepta, es una realeza auténtica, que da sentido pleno a la vida.

La clave del misterio de esa muerte radica en la respuesta a las ‘lógicas’ preguntas de todos: “¿Por qué no bajas de la cruz? ¿Por qué no lo aclaras todo cumpliendo el milagro? Has hecho muchos y extraordinarios milagros, para otros… Si tú bajaras de la cruz, todos te creerían”. Sin embargo, ¿en qué creerían? “En el Dios fuerte y poderoso, en el Dios que vence y humilla a los enemigos, que devuelve golpe tras golpe a las provocaciones de los impíos, que infunde temor y respeto, que no bromea… Este no es el Dios de Jesús. Si bajara de la cruz, desvirtuaría su mensaje anterior, traicionaría su misión: avalaría la idea falsa de Dios que los guías espirituales del pueblo tienen en su cabeza. Confirmaría que el Dios verdadero es el que los poderosos de este mundo siempre han adorado, porque es semejante a ellos: fuerte, arrogante, opresor, vengativo, humano. Este Dios fuerte es incompatible con el Dios que Jesús nos revela en la cruz: un Dios que ama a todos, aun a los que se oponen a Él, un Dios que perdona siempre, que salva, que se deja derrotar por amor” (F. Armellini).

Esta reflexión tiene repercusiones inmediatas en el terreno de la misión: ¿Qué Dios anunciamos? ¿Qué rostro de Dios revela la misión que realizamos: un Dios que opta por la pobreza y la debilidad o un Dios en busca de reconocimientos y poder? Un Dios así estaría en sintonía con la lógica humana y con los reyes de la tierra. En la manera de hacer misión, a veces hay concesiones, se tiene miedo a anunciar, con las palabras y con los hechos, a un Dios derrotado, que pierde, sufre, perdona… Y, por tanto, no se favorece el crecimiento de una Iglesia pobre, humilde, dispuesta a perder… La abundancia de medios humanos puede, a veces, quitar transparencia al anuncio. Es más evangélica una misión que se realiza con medios débiles, que anuncia a Dios desde la pobreza, humillación, expulsión, persecución, destrucción… Porque ¡es la lógica del Rey que vence y reina desde la cruz! Un rey así estorba nuestros planes, porque nos exige un cambio de vida, capacidad de perdón, acogida para todos, tiempos más largos, perspectivas incómodas… Las condiciones son exigentes, pero, al lado de Él, el éxito de la misión está garantizado.