Uno de los principales valores que tenemos como Familia Comboniana es la importancia de estar en comunidad, y ahora que he tenido una experiencia fuera del país, en Sudáfrica, he llegado a asimilar más el hecho de estar juntos. Ciertamente habrá discrepancias al vivir juntos, pero eso es algo que enriquece la vida comunitaria.
Por: Fernando Uribe, escolástico comboniano
Desde que tomé la decisión de unirme a esta aventura misionera, en julio de 2011 hasta la fecha, he vivido muchas experiencias que me llevan a agradecer a Dios por todas ellas y a madurar más mi vocación. Dejar familia, casa y amigos puede sonar a «estar solo», pero como dice la Palabra de Dios, «todo el que haya dejado casas o hermanos o hermanas o padre o madre o hijos o tierras por mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna» (cf Mt 29,19). Esto es lo que me acompaña en mi viaje de formación durante estos años, el hecho de sentirse en familia y hacer sentir a los demás que viven dentro de una, y con todo y los problemas que puede haber dentro de un núcleo familiar, lo importante es saber cómo tratarlos y permanecer juntos. Además, es precisamente en las diferencias cuando uno crece y aprecia los dones que Dios da a cada uno de los miembros de la familia. Así, he llegado a entender más el llamado que el papa Francisco hace a la comunidad eclesial, a ser una Iglesia sinodal. Esto puede causar cierta confusión por las palabras usadas, pero para entenderlo debemos visualizarla como una Iglesia fraterna. Y para explicarlo quiero contarles la experiencia que tuve al vivir en Sudáfrica, porque me hizo entender aún más esta realidad.
La Iglesia sudafricana promueve y vive la comunión con otras Iglesias y religiones mediante encuentros en los que comparten las necesidades del pueblo para encontrar la mejor manera de atenderlos. Algunos de los ejemplos más claros que manifestó la importancia de caminar juntos fue atender la pandemia de Covid-19 o los problemas de violencia, ya que fueron tratados desde los ángulos social y espiritual. Ser una Iglesia sinodal es ser una Iglesia que está en comunión, que se abre al otro y ve con ojos de Dios al hermano o hermana que nos necesita. Así que la pregunta es, ¿qué estoy haciendo para fomentar la unidad? Seamos esa Iglesia que construye puentes a pesar de las diferencias; seamos capaces de encontrar lo que nos une, el amor de Dios por cada uno de nosotros.
Por: Elena y Paola, novicias combonianas, en San Antonio, Texas
En la formación del postulantado en Granada, España, compartimos la realidad migratoria que se vive ahí. Uno de los apostolados y ministerios es el «Proyecto Girasol», que acoge a inmigrantes de América Latina, Nigeria, Marruecos y otros países. Este proyecto les ofrece cursos que les ayudan a insertarse a nivel laboral y cultural. Por otro lado, la Familia Comboniana en España acompaña a un grupo juvenil misionero para discernir su camino vocacional y sensibilizarse a la realidad social y sus desafíos. Una de sus actividades más significativas se desarrolla durante la Semana Santa. Se propone una convivencia en la casa de los Misioneros Combonianos para reflexionar sobre el Triduo Pascual y hacernos más conscientes de la presencia de Jesús en nuestra vida y en contexto social. Participamos en un «Vía Crucis» itinerante entre diferentes parroquias, para compartir el camino y conectar con la experiencia de los migrantes.
Ahora en el noviciado estamos en San Antonio, Texas, Estados Unidos, en donde es muy evidente la presencia de los migrantes que buscan refugio y una mejor calidad de vida. Una experiencia inter congregacional del verano pasado, en un Centro de acogida migratorio de Caridades Católicas, en la frontera con México, percibimos el dolor y la angustia de muchas familias que, durante el camino, habían sufrido violencia y persecución. Mientras compartían con nosotras sus historias, vimos que su fe les permitía reconocer la presencia de Jesús en su camino, a pesar de muchas dificultades, y agradecer por esta promesa de nueva vida realizada por el Señor para ellos.
En esto, encontramos el sentido de la Resurrección: ante signos de «muerte» e injusticia, es posible descubrir la presencia de Jesús que camina con nosotros y nos da nueva vida. Estamos invitados, como decía el papa Francisco, a experimentar el resplandor divino de Jesús y «fortalecidos en la fe, proseguir juntos el camino con Él». Y tú, ¿cómo dejas que la Resurrección del Señor ilumine tu mirada hacia la realidad del mundo?
P. David Esquivel, misionero comboniano: “Esto es lo mío”
Por: P. Zoé Musaka, mccj (Mundo Negro)
La vida misionera del P. David Esquivel está entrañablemente unida a Chad, el país que comenzó a amar incluso antes de visitarlo. Una y otra vez, este misionero comboniano mexicano ha regresado a «su» país de misión para compartir su vida con la gente y anunciar la Buena Noticia. La llamada a seguir a Jesús como misionero se cruzó en su vida cuando tenía 18 años y, aunque le costó, terminó por decirle «sí», aunque eso significó tener que abandonar sus prometedores estudios de Ingeniería. Queridos amigos, el P. David nos enseña que hay que atreverse y ser audaces en el seguimiento de Jesús, aunque ello suponga ciertas renuncias. Al final, siempre recibimos el ciento por uno. No dudéis en poner a Cristo en el centro de vuestras vidas. Sed jóvenes audaces, enamorados de Cristo y en búsqueda continua de lo que Él quiere para vosotros. Seguro que es lo mejor.
Háblanos de tu familia y de tu infancia.
Soy el mayor de seis hijos y el único varón. Una de mis hermanas es adoptada. Mi padre murió en 2013 y mi madre vive todavía. Somos una familia cristiana. Mi padre nos llevaba de pequeños todos los domingos a misa, que entonces era en latín, con el sacerdote de espaldas a los fieles. Era un suplicio y se nos hacía eterno, pero a la salida de misa mi padre siempre nos compraba un helado, así que íbamos con esa «devota» motivación. Aunque en México la educación es laica, estudié en un colegio católico y de pequeño me sabía de memoria todos los misterios del rosario. También recuerdo que mi abuelo nos suscribió a una revista editada por los Jesuitas, Vidas Ejemplares, que yo leía con entusiasmo. También cayó en mis manos una vida de san Daniel Comboni, que me gustó mucho, pero sin ninguna particularidad. Era igual que tantas otras vidas ejemplares.
¿Cuándo aparecieron los primeros atisbos de vocación misionera?
Al finalizar Secundaria empecé a estudiar Ingeniería en el Instituto Politécnico Nacional de Ciudad de México. En noviembre de ese año, era 1974, me invitaron a participar en unas jornadas de vida cristiana que organizaban los maristas. Aquellos cuatro días me abrieron completamente los ojos y me dije: «Seguir a Jesucristo. ¡Esto es lo mío!».
Sin embargo, tardaste en decidirte.
Sí, necesité tiempo para ir madurando la decisión. Una noche de febrero de 1976 el Espíritu Santo «estuvo dándome mucho la lata». No pude dormir dando vueltas a lo que debía hacer. Mi padre tenía dos trabajos y se estaba sacrificando mucho para poder pagarme los estudios y que fuera ingeniero que, además, era una profesión que me gustaba. Pero el gusanillo vocacional estaba cada vez más vivo. Confundido, al día siguiente fui a ver al P. Pedro Herrasti, coordinador de aquellas jornadas. El P. Pedro, siempre optimista y tranquilo, me sugirió que me cogiera uno o dos años de descanso del Politécnico y me diera un tiempo de búsqueda; siempre podría regresar para continuar mis estudios. Me habló también de varias congregaciones presentes en México: los Dominicos, los Jesuitas, los propios Maristas o los Misioneros de Guadalupe, muy conocidos en mi país. También nombró a los Combonianos, que eran unos misioneros que iban a África. Al escuchar ese nombre, un clic saltó dentro de mí.
¿Fue entonces cuando te pusiste en contacto con ellos?
Exacto. Me pasaron una dirección de Xochimilco, en la otra punta de Ciudad de México, donde yo vivía, y allí que me fui. El primer comboniano al que conocí fue el P. José Moschetta. Me acogió muy bien y quiso asegurarse de que mi deseo de ser misionero no era una evasiva, pero cuando supo que iba superando bien todas las asignaturas se tranquilizó. El P. Moschetta me invitó a participar en unas jornadas vocacionales que tenían lugar unos meses después. Disfruté tanto en la convivencia con los seminaristas combonianos y con los otros jóvenes participantes que me dije: «Aquí me quedo».
Y tuviste que decírselo a tu familia.
Sí, y no fue nada fácil. Se lo tuve que comunicar de forma un poco brusca, solo tres meses antes de mi entrada en el seminario. Mi madre, que es muy emotiva, lloraba. No lo podía aceptar. De hecho, ocho años después, en vísperas de mi ordenación sacerdotal, mantenía la esperanza de que desistiera de mi decisión de ser misionero. Mi padre no dijo nada, aunque sé que sufría interiormente, pero apoyó incondicionalmente mi vocación. En aquel momento manifesté una firmeza que me sorprendía a mí mismo. Hasta entonces nunca me había caracterizado por mi determinación, más bien todo lo contrario. En agosto de 1976, con 20 años, comencé mi camino formativo.
¿Dónde hiciste tu formación?
Primero en México, en el postulantado de Xochimilco y en el noviciado de Cuernavaca, donde emití mis primeros votos religiosos en abril de 1980. Después me enviaron a Francia, donde estudié cuatro años de Teología en el Instituto Católico de París. Allí conocí a un seminarista chadiano llamado Bernard Bessita que orientó mi vida. Hicimos muy buenas migas y enseguida forjamos una gran amistad. Bernard me presentó a muchas personas y familias chadianas, a las que visitábamos con frecuencia. Como al terminar los estudios los superiores nos dan la oportunidad de presentar nuestras sugerencias sobre los países a los que queremos ser enviados a misión, yo lo tuve muy claro: Chad. La misión en este país es bastante difícil por el calor y las muchas lenguas que tienes que aprender. Esto hace que mucha gente no quiera ir allí, pero a mí sí me escucharon.
¿Cuándo llegaste a Chad?
Fui ordenado sacerdote en México el 8 de septiembre de 1984, y apenas dos meses después ya estaba viajando hacia Chad. Como el país estaba en guerra, aterricé en Bangui, la capital de República Centroafricana, donde permanecí tres meses. El 6 de febrero de 1985 llegué a la ciudad de Sarh, donde pude pisar por primera vez la bendita tierra chadiana, cumpliendo así el sueño de mi vida. Hasta ahora sumo 20 años en este país, que he intercalado con varios períodos en México de trabajo en la promoción vocacional y en la formación.
¿Cuál fue tu primer destino chadiano?
La parroquia Santa Teresa del Niño Jesús de la ciudad de Doba, diócesis de Mundú, de la que directamente me nombraron párroco. Mis tres compañeros de comunidad estaban muy ocupados en los territorios rurales de esta enorme parroquia y yo, sin saber el «oficio», tuve que aprenderlo todo: la lengua ngambay, los programas de catequesis, el funcionamiento de los grupos, la pastoral juvenil, el grupo Kem Kogui para la infancia…, todo, así que estaba ocupado y preocupado de la mañana a la noche. Ahí me di cuenta de lo mucho que los misioneros dependemos de los catequistas. Yo tuve la gran suerte de tener a mi lado tres catequistas experimentados que me ayudaron muchísimo, al igual que las oblatas de Santa Teresa, francesas que trabajaban en la parroquia. Fueron seis años fantásticos, donde me sentí misionero al cien por cien. Además, vivía en una Iglesia nueva que estaba creciendo, donde los sacerdotes diocesanos chadianos en todo el país eran menos de 20 para cuatro diócesis. Aunque nos veíamos poco, hice con ellos una buena amistad. Mi amigo, el P. Bernard Bessita, ya les había hablado de mí. Yo era «el amigo de Bernard», y eso hizo que me trataran con una fraternidad particular.
Pero tuviste que regresar a México…
Mi provincia comboniana de origen me pidió y regresé, obediente, para un servicio de tres años en la promoción de vocaciones más otros tres para comenzar el seminario propedéutico. En 1997, después de participar en el curso comboniano de formación permanente, me permitieron regresar a Chad.
¿A la misma parroquia?
No. Esta vez me destinaron a una parroquia rural, San Miguel Arcángel, en Bodo, donde también viví una experiencia maravillosa. Atendíamos 15 sectores con un gran número de comunidades cristianas y creé lazos de amistad con muchas personas. Creo que a través del encuentro con las personas he aprendido más que en los libros. Siempre digo que Doba fue mi bautismo y Bodo mi confirmación en la misión. Después he estado en otras misiones y he prestado otros servicios como la promoción de Justicia y Paz en contenciosos de tierras entre agricultores y ganaderos, o en la defensa de los derechos de las mujeres, un trabajo específico al que damos mucha importancia en Chad, pero siempre llevo en el corazón a mis dos primeras parroquias.
Si tuvieras que empezar de nuevo, ¿volverías a ser misionero?
Nunca me he arrepentido, aunque tengo que decir que estos últimos años han sido más difíciles. Será la edad o que he tenido relaciones comunitarias muy difíciles con algunos compañeros, pero, en cualquier caso, cuando miro hacia atrás me siento muy feliz. Todo ha cambiado en mi vida al entrar en contacto con personas de otros continentes y culturas. Aunque suene un poco utópico, me siento «ciudadano del mundo».
¿Qué les dirías a los jóvenes?
Que no se reduzcan al mundo virtual de las redes sociales y se atrevan a adentrarse en el mundo real. Mirar, tocar, oler y saborear lo cambia todo. Oler la tierra mojada cuando empiezan las lluvias; ver el verde de los campos húmedos; oír los trinos de los pájaros por la mañana y los de los murciélagos en la noche; escuchar a la gente cuando al alba se va al campo; admirar las misas dominicales con esos ballets de gente que danza cadenciosamente y canta con todas sus fuerzas al ritmo frenético de tambores, alabando a Dios… La propuesta de Jesucristo sigue siendo válida. A mí me ha hecho «ser humano» y me sigue haciendo un poco mejor «hermano». Joven que me lees, esto te exige el máximo, para que, desarrollando todas tus potencialidades, seas mejor humano y mejor hermano. Atrévete, ¡sé audaz!, «suelta las amarras, deja la cómoda bahía y vente a navegar mar adentro», como cantábamos en mi parroquia.
Cada historia vocacional es un misterio. Normalmente el Señor se sirve de personas que pone a nuestro lado para ayudarnos a tomar una decisión: padres, algún sacerdote o religiosa, amigos, familiares o personas que encontramos casualmente en nuestra vida. Haríamos bien en escuchar con discernimiento sus voces y lo que su testimonio de vida suscita en nuestro interior. La Hna. Marie Claire Silatchom es misionera dominica del Rosario. Ella descubrió su vocación a través de la vida cristiana que vivió en familia, pero también gracias a su párroco y a las primeras dominicas que conoció. Queridos jóvenes, no tengamos miedo de discernir sobre lo que Dios quiere para nosotros. Seguro que es lo mejor. Si decidimos seguir a Jesús, Él nos promete estar con nosotros todos los días de nuestra vida, hasta el final de los tiempos.
Mi vocación religiosa y misionera ya ardía dentro de mi corazón desde pequeñita, fruto de la herencia espiritual recibida de mis padres. Con su testimonio de vida me enseñaron el camino de la fe, el camino de Jesús, el Hijo de Dios. Fue una gracia vivir con unos progenitores que se querían, que dialogaban, que se perdonaban y que, a pesar de las dificultades que pasaban a veces, eran fieles a su cita con la eucaristía de forma cotidiana, rezaban el rosario y participaban en los movimientos de la parroquia. También me marcó su manera de relacionarse con la gente del pueblo, en nuestro Camerún natal, porque nuestra casa siempre estaba abierta para acoger a los que llegaban, sin distinción.
Junto a la llamada de Dios, el testimonio de mis padres fue el fundamento de mi vocación. También fue muy importante mi párroco. Me encantaba su dinamismo, la manera de acoger a la gente y de transmitir el mensaje de Jesús. Siendo yo muy pequeña pensaba en ser como él. Lo veía siempre con la sotana y creía que era una mujer, por eso me llevé una gran sorpresa cuando un día, mientras subía al altar, vi que llevaba pantalones. Aquello para mí fue una decepción, porque pensé que ya no podría ser como él y que nunca podría cumplir el sentimiento que me ardía dentro, que no era otra cosa que hablar de Dios.
Unos años después, estaba todavía en Primaria, las Hermanas Misioneras Dominicas del Rosario llegaron a mi pueblo. Eso me abrió los ojos y me dije: «Esto es para mí». Vi que era justo lo que yo quería, por lo que me decidí a ser religiosa.
Desde el principio tuve clara mi vocación. No sabía lo que era la vida religiosa, pero me gustaba lo que hacían: hablar con la gente del pueblo de Dios y de la vida de Jesús. Me gustó su manera de acoger y acercarse a las personas y de visitar a las familias. Fue tal el flechazo que quise dejar de estudiar de inmediato para empezar en aquel mismo momento, pero las religiosas me frenaron. Me animaron a estudiar, algo que, sinceramente, no entendí. Pensaba que si Jesús no fue a clase ¿por qué tendría que hacerlo yo? Cosas de la niñez. Años después, ingresé en la congregación.
Mis primeros pasos
Tuve que irme lejos de mi país natal, algo que no fue fácil: hablar otra lengua, una nueva cultura y comidas diferentes… Tuve que adaptarme al ritmo de vida comunitaria con gente que no conocía y a la que iba descubriendo poco a poco, con sus debilidades y su manera de ser, a veces con incomprensiones que había que superar. Era una forma de vida distinta a la de mi familia. Sobre todo fue difícil separarme de mis padres, que al principio no aceptaban mi vocación religiosa y a los que no vi en seis años, cuando regresé a mi país de vacaciones. Yo era su primera hija, y antes de tenerme habían sufrido mucho las bromas de la gente porque durante sus primeros seis años de casados no tuvieron hijos. Gracias a Dios nací yo y después mi único hermano, que hoy es sacerdote.
Formación y misión
Las alegrías fueron más grandes que las dificultades. Realicé mi formación y viví mi primera experiencia misionera en República Democrática de Congo (RDC). Aprendí la lengua, fui catequista, lectora en la iglesia y pude ayudar en el hospital, donde descubrí, junto a la vocación a la vida religiosa, mi anhelo personal de aliviar a los enfermos. Era mi manera de predicar como Jesús y de tocar el corazón de la gente.
Tras mi primera profesión religiosa fui enviada con los pigmeos del norte de RDC. Fue una experiencia muy fuerte vivir en medio de un pueblo marginado, explotado y humillado al que queríamos dignificar. Nuestra presencia era también una forma de denunciar su situación. Les enseñábamos quién era Jesús y su identidad de hijos amados de Dios. Los ayudábamos en los estudios, con los cuidados médicos y en la mejora de sus condiciones de vida. Aprendí mucho, porque descubrí en ellos una vida sencilla, humana, cercana, donde sobresalían valores como compartir, amarse o acoger a los demás.
Luego vinieron mi preparación en Perú para ser formadora, mis estudios de Teología Pastoral en España y mi servicio misionero en Angola, Mozambique, Filipinas… Todos estos fueron momentos inolvidables en los que pude ir por el mundo para hablar de Dios como soñaba desde mi niñez.
Después de un tiempo de trabajo en la formación pude realizar mi pasión como enfermera para aliviar a los que más sufren. No solo prestaba atención al cuerpo que sufría sino a la persona en su integridad. Durante muchos años di lo mejor de mí misma en nuestro hospital de Camerún, una obra levantada con mucho sacrificio que hoy salva numerosas vidas.
Santo Domingo
Al rememorar mi experiencia misionera, creo que ha sido un camino de conocimiento; de compartir con mi comunidad y con la gente de cada lugar; de descubrir, poco a poco, la realidad humana, con sus límites y fragilidades, con su grandeza y sus luchas, todo ello como camino de santificación, para la gente y para mí misma. He tratado de trasladar mi amor por Cristo a la gente que me he encontrado en el camino, y lo he hecho de todo corazón. Son experiencias que han confirmado mi vocación misionera como dominica del Rosario, siguiendo la espiritualidad de Santo Domingo, ese hombre de su tiempo, humano e inserto en su pueblo, predicador y amigo de la Virgen, cuyo carisma nos enseña a dignificar a hombres y mujeres, que son el fundamento de la sociedad.
Dificultades
Tampoco han faltado las dificultades en este caminar. Por mi ingenuidad, al inicio pensaba tener en mi entorno un amor similar al de mi familia y veía a todas mis hermanas santas, sin pecado. Pensaba que en mi vida no habría cabida para el dolor, pero no ha sido así. Como cuando, a falta de menos de una semana de mi primera profesión religiosa, mis superioras retrasaron ese momento; o el sufrimiento vivido junto al pueblo congoleño durante la guerra. En todas estas dificultades me di cuenta de que el Señor me estaba educando para que aprendiera que nadie le puede servir sin llevar su cruz, pero que no hay que quedarse en lo negativo, sino saber que las dificultades son lecciones para alcanzar la sabiduría.
En estos momentos soy consciente de que este itinerario verdaderamente ha merecido la pena. Si tuviera que volver a elegir, sería otra vez misionera. No hay nada más bonito que llevar el mensaje de Jesús a cada rincón del mundo, por eso no hay que lamentarse por una vida ofrecida a Dios. Le doy gracias por el regalo inestimable de mi llamada a la vida religiosa, de la que tengo que seguir disfrutando cada día.
Consejera africana
En la actualidad vivo en Madrid. Soy la primera africana en formar parte del Consejo General de mi congregación. Agradezco la confianza que las hermanas han depositado en mí. Es algo que no esperaba y quiero estar a la altura de la tarea que se me ha asignado. Siento temor, pero también alegría porque sé que el Señor me dice: «Te basta mi gracia», y que la solidaridad y la ayuda de mis hermanas suplirán mis fragilidades humanas.
En España quiero implicarme en la pastoral juvenil y vocacional, por lo que aprovecho estas líneas para decir a los chicos y chicas que me lean: «No tengáis miedo». La vida tiene sus dificultades, sus alegrías y sus penas, pero siempre es un gozo entregarse a Dios al servicio de los demás, sobre todo de los que más lo necesitan. Dios nunca falla, y cuando llama, da fuerzas y ánimos para cumplir la misión.