Mensaje del Papa a los participantes en el Congreso Eucarístico nacional de México

Venerables hermanos en el Episcopado,

queridos hermanos y hermanas:

En estos días se reúnen muchos fieles procedentes de todas las diócesis de México para celebrar el VIII Congreso Eucarístico Nacional, bajo el lema “Jesús Eucaristía, quédate y camina con nosotros con san Juan Diego como guía”. Y precisamente han elegido como sede esa ciudad de Cuautitlán, donde nació y vivió «el confidente de la dulce Señora del Tepeyac», como san Juan Pablo II llamó a san Juan Diego, con ocasión de su segunda visita a México en 1990.

Me ha parecido muy interesante la idea de presentar a san Juan Diego como ejemplo de espiritualidad eucarística. Lo primero que percibo en el evento guadalupano es que su protagonista, Juan Diego, es un hombre en camino, en búsqueda de Dios, de hecho, cuando la Virgen María se le apareció, iba a escuchar las catequesis. Del mismo modo, se cuenta que gustaba de recibir el sacramento y no se amilanaba por tener que andar largo tiempo para saciarse con el Cuerpo de Cristo. Este podría ser nuestro primer rasgo de identificación, sentirnos peregrinos y en búsqueda, necesitados de saciarnos de ese Dios que encontramos en el ministerio de la Iglesia, en la Palabra y en los sacramentos.

El segundo rasgo lo descubro en la Santísima Virgen, que se presenta a nuestro santo encinta, como un sagrario donde Jesús ya está realmente presente. María viste a la usanza del país y habla la lengua de los indígenas, manifestando en ese gesto la grandeza de la encarnación del Hijo de Dios, que se hizo hombre para encontrarnos y comunicarse con nosotros. Además, la Virgen pide a Juan Diego construir un templo, para damos a nosotros también la posibilidad de revivir en la Eucaristla, en la Palabra y en el ministerio de la Iglesia, esta misma experiencia de poder encontrar a Jesús, hablarle, escucharle y sentir su presencia ea nuestras vidas. Juan Diego permanecerá en ese lugar sagrado atendiendo a los peregrinos, transformando su búsqueda en acogida.

El tercer rasgo lo encuentro en los otros dos protagonistas de nuestro relato, Juan Bernardino y el obispo Zumárraga. Ambos son los destinatarios de la gracia de Dios que los sana no sólo de una enfermedad natural o de un recelo comprensible, sino en lo más profundo de sus corazones. Me ha llamado siempre la atención que Juan Diego se quedara con su tío enfermo a pesar de que la Virgen lo esperara, siendo capaz de “dejar a Dios por Dios”, en el pobre y en el enfermo. La Virgen no se lo reprocha, sino que sale a su encuentro y le promete su ayuda. De ese mismo modo, nuestra Iglesia debe estar atenta al dolor profundo de cada hombre, para decirle, como María a Juan Diego: “¿No estoy yo aquí que soy tu madre?”. Otra lección del itinerario de Juan Diego es la necesidad de ser paciente y perseverante, como le pide la Virgen, sin desalentarse por la aridez y frialdad con la que el obispo recibe su anuncio. Y estas son las medicinas que curan la suspicacia del prelado, que se rinde ante el prodigio de la fe de Juan Diego, de su confianza y de su caridad, flores tan o más perfumadas que las que cayeron de su tilma.

Queridos hermanos, revivamos en nosotros esta experiencia desde la Eucaristía, que nuestra Iglesia esté preñada de Jesús, construyamos ese templo que la Virgen pidió, una Iglesia donde el Señor se hace presente para nuestra salvación. Que Santa María de Guadalupe, nuestra dulce Madre, y san Juan Diego acompañen el camino y los buenos frutos de este Congreso Eucarístico.

Fraternalmente,

Francisco