VI Domingo de Pascua. Año C
En camino a Pentecostés
La paz les dejo, mi paz les doy
P. Enrique Sánchez, mccj
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “El que me ama, cumplirá mi Palabra y mi Padre lo amará y haremos en Él nuestra morada. El que no me ama no cumplirá mis palabras. La palabra que están oyendo no es mía,, sino del Padre, que me envió. Les he hablado de esto ahora que estoy con ustedes; pero el Consolador, el Espíritu Santo que mi Padre les enviará en mi nombre les enseñará todas las cosas y les recordará todo cuanto yo les he dicho. La paz les dejo, mi paz les doy. No se las doy como la da el mundo. No pierdan la paz ni se acobarden. Me han oído decir: Me voy, pero volveré a su lado. Si me amaran, se alegrarían de que me vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Se lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, crean”. (Juan 14, 23-29)
El tema del amor nos sigue acompañando en este sexto domingo de pascua y, de entrada, san Juan nos dice que si amamos a Dios necesariamente adoptaremos como mandamiento el cumplir en nuestra vida la Palabra que el Señor nos va enseñando y a través de la cual nos va educando en el amor.
Amar a Dios, ya lo hemos dicho en otras ocasiones, es aceptar un estilo de vida que nos lleva a ordenar nuestro ser y nuestro quehacer cotidiano según lo que el Señor nos va enseñando a través de la palabra que contiene el mandamiento del amor como lo más importante y central en la vida de quienes buscan vivir en verdad.
Ser cristianos significa vivir amando y reconociendo de esa manera que a través de nuestra experiencia de amar es como nos abrimos al encuentro con el Señor dejándonos amar por él y reconociéndonos como santuarios o moradas de su presencia. En otras palabras, a Dios lo descubrimos y lo conocemos en nuestras vidas sólo en la medida en que optamos por el amor como estilo de vida.
Probablemente todos estamos de acuerdo y reconocemos que el secreto de nuestra felicidad está en nuestra capacidad de crear espacios para el amor, pero luego nos encontramos atrapados en tantas pequeñas experiencias que nos encierran en nuestros egoísmos que acaban por desanimarnos.
Existen tantas propuestas que están lejos del verdadero amor que, muchas veces, nos llega la tentación de abandonar todo esfuerzo y nos dejamos llevar por el desánimo y acabamos haciendo y viviendo como los demás.
El texto del evangelio que estamos reflexionando hoy nos trae un mensaje de esperanza, pues nos enseña que ahí en donde nosotros no podemos dar grandes respuestas, el Señor viene a nuestro encuentro. Él se involucra en nuestras luchas y nos abre los caminos.
Lo que nosotros no logramos con nuestras fuerzas, el Señor lo hace posible a través del don de su Espíritu y es muy bello saber que tenemos un abogado, un consolador, un mediador que nos permite llegar a la meta en donde nuestro Señor nos está esperando.
Con la ayuda y con la fuerza del Espíritu Santo todo es posible, pero tenemos que aprender a dejarlo actuar. Tenemos que entrar en su mundo para familiarizarnos con sus criterios y sobre todo, para dejarnos conducir por sus caminos.
Dejar que el Espíritu actúe en nuestras vidas implica usar el corazón y la mente, pero seguramente lo más importante es el corazón porque ahí es en donde nos encontramos con el amor del Señor que hace todo posible.
El Espíritu es el que ensancha nuestros corazones sembrando sus dones, esas gracias que nos permiten salir de lo ordinario de nuestras vidas y que muchas veces nos tienen preocupados por lo inmediato y por lo material.
El Espíritu es quien nos abre a lo bello, a lo bueno, a lo gratuito que acaba por satisfacer la verdaderas necesidades de nuestro corazón. El Espíritu es quien nos abre al amor y abriéndonos al amor nos abre a Dios.
Es muy interesante escuchar en estos versículos del evangelio que, inmediatamente después de la promesa del Espíritu Santo como el consolador que nos ayuda a descubrirnos habitados por el amor, se nos hace el don de la paz. Esa paz que significa presencia de Dios que crea armonía y que nos permite disfrutar de lo que somos como criaturas de Dios. Se trata de una paz que no significa sólo ausencia de conflictos o rivalidades en nuestra vida. No es la paz soñada por el mundo que se confunde pensando que puede existir una realidad en donde no hay retos y dificultades o en donde no se aceptan los sacrificios y las renuncias, el dolor y el sufrimiento.
La paz que nos propone el Evangelio es más bien aquello que llena de confianza y que nos hace sentir capaces de crear en nuestro entorno espacios en donde podemos sentir lo que significa la comunión, la fraternidad, la importancia de los demás en nuestras vidas.
Es la paz que nos ayuda a valorar la relaciones con nuestros hermanos sintiéndolos como necesarios y destinatarios de nuestro amor. Para que el amor no acabe siendo una palabra que se lleva el tiempo o un sentimiento que se esfuma sin dejar huella en nuestra historia personal, la paz es compromiso en la búsqueda de lo que ayuda a reconocer al ser humano en su dignidad y en su identidad de hijo de Dios.
La paz que Jesús nos ofrece, él mismo nos lo dice, no es la paz que nos ofrece el mundo. Una paz construida sobre seguridades humanas, una paz que se logra imponiéndose a los demás por el poder o por la fuerza, una paz que se esconde en la indiferencia ante los sufrimientos de los demás, una paz que prohíbe arriesgar la vida por quienes tienen necesidad.
La paz que Jesús nos trae es algo que nos mueve a ser coherentes y activos en el ejercicio del mandamiento del amor. Es una paz que brota del corazón que se entrega con pasión poniendo la felicidad de los demás por delante y como prioridad en nuestras opciones. Es lo que nos hace alegres de vivir para los demás, y eso significa amar.
La paz de Jesús es aquella que nos recuerda la oración del salmo 85 que dice que la justicia y la paz se besaron, que la verdad y la misericordia se encontraron. La paz, en este sentido, no es otra cosa que la experiencia más profunda de nuestra capacidad de amar es sinónimo de construir una humanidad cimentada sobre los valores del amor.
Estamos ya muy cerca de la fiesta de Pentecostés y esta palabra del evangelio nos prepara para que cuando se manifieste en nosotros seamos capaces de acoger su presencia como una capacidad de abrirnos sin dificultades a su acción y, de esa manera, nos abramos al misterio del Amor que es Dios en medio de nosotros.
Desde ahora, la presencia del amor que se nos concede vivir como don del Espíritu, nos quiere ayudar a vivir en una actitud de fe profunda, se nos da para que creamos que Dios está haciendo su obra en nosotros.
Qué el Señor nos conceda la gracia de su paz.
ULTIMOS DESEOS DE JESÚS
José A. Pagola
Jesús se está despidiendo de sus discípulos. Los ve tristes y acobardados. Todos saben que están viviendo las últimas horas con su Maestro. ¿Qué sucederá cuando les falte? ¿A quién acudirán? ¿Quién los defenderá? Jesús quiere infundirles ánimo descubriéndoles sus últimos deseos.
Que no se pierda mi Mensaje. Es el primer deseo de Jesús. Que no se olvide su Buena Noticia de Dios. Que sus seguidores mantengan siempre vivo el recuerdo del proyecto humanizador del Padre: ese “reino de Dios” del que les ha hablado tanto. Si le aman, esto es lo primero que han de cuidar: “el que me ama, guardará mi palabra…el que no me ama, no la guardará”.
Después de veinte siglos, ¿qué hemos hecho del Evangelio de Jesús? ¿Lo guardamos fielmente o lo estamos manipulando desde nuestros propios intereses? ¿Lo acogemos en nuestro corazón o lo vamos olvidando? ¿Lo presentamos con autenticidad o lo ocultamos con nuestras doctrinas?
El Padre os enviará en mi nombre un Defensor. Jesús no quiere que se queden huérfanos. No sentirán su ausencia. El Padre les enviará el Espíritu Santo que los defenderá de riesgo de desviarse de él. Este Espíritu que han captado en él, enviándolo hacia los pobres, los impulsará también a ellos en la misma dirección.
El Espíritu les “enseñará” a comprender mejor todo lo que les ha enseñado. Les ayudará a profundizar cada vez más su Buena Noticia. Les “recordará” lo que le han escuchado. Los educará en su estilo de vida.
Después de veinte siglos, ¿qué espíritu reina entre los cristianos? ¿Nos dejamos guiar por el Espíritu de Jesús? ¿Sabemos actualizar su Buena Noticia? ¿Vivimos atentos a los que sufren? ¿Hacia dónde nos impulsa hoy su aliento renovador?
Os doy mi paz. Jesús quiere que vivan con la misma paz que han podido ver en él, fruto de su unión íntima con el Padre. Les regala su paz. No es como la que les puede ofrecer el mundo. Es diferente. Nacerá en su corazón si acogen el Espíritu de Jesús.
Esa es la paz que han de contagiar siempre que lleguen a un lugar. Lo primero que difundirán al anunciar el reino de Dios para abrir caminos a un mundo más sano y justo. Nunca han de perder esa paz. Jesús insiste: “Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde”.
Después de veinte siglos, ¿por qué nos paraliza el miedo al futuro? ¿Por qué tanto recelo ante la sociedad moderna? Hay mucha gente que tiene hambre de Jesús. El Papa Francisco es un regalo de Dios. Todo nos está invitando a caminar hacia una Iglesia más fiel a Jesús y a su Evangelio. No podemos quedarnos pasivos
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¿SOMOS UN HOTEL DE CINCO ESTRELLAS?
José Luis Sicre
Igual que el domingo anterior, la primera lectura (Hechos) habla de la iglesia primitiva; la segunda (Apocalipsis) de la iglesia futura; el evangelio (Juan) de nuestra situación presente.
1ª lectura: la iglesia pasada (Hechos de los Apóstoles 15, 1-2. 22-29)
Uno de los motivos del éxito de la misión de Pablo y Bernabé entre los paganos fue el de no obligarles a circuncidarse. Esta conducta provocó la indignación de los judíos y también de un grupo cristiano de Jerusalén educado en el judaísmo más estricto. Para ellos, renunciar a la circuncisión equivalía a oponerse a la voluntad de Dios, que se la había ordenado a Abrahán. Algo tan grave como si entre nosotros dijese alguno ahora que no es preciso el bautismo para salvarse.
Como ese grupo de Jerusalén se consideraba “la reserva espiritual de oriente”, al enterarse de lo que ocurre en Antioquía manda unos cuantos a convencerlos de que, si no se circuncidan, no pueden salvarse. Para Pablo y Bernabé esta afirmación es una blasfemia: si lo que nos salva es la circuncisión, Jesús fue un estúpido al morir por nosotros.
En el fondo, lo que está en juego no es la circuncisión sino otro tema: ¿nos salvamos nosotros a nosotros mismos cumpliendo las normas y leyes religiosas, o nos salva Jesús con su vida y muerte? Cuando uno piensa en tantos grupos eclesiales de hoy que insisten en la observancia de la ley, se comprende que entonces, como ahora, saltasen chispas en la discusión. Hasta que se decide acudir a los apóstoles de Jerusalén.
Tiene entonces lugar lo que se conoce como el “concilio de Jerusalén”, que es el tema de la primera lectura de hoy. Para no alargarla, se ha suprimido una parte esencial: los discursos de Pablo y Santiago (versículos 3-21).
En la versión que ofrece Lucas en el libro de los Hechos, el concilio llega a un pacto que contente a todos: en el tema capital de la circuncisión, se da la razón a Pablo y Bernabé, no hay que obligar a los paganos a circuncidarse; al grupo integrista se lo contenta mandando a los paganos que observen cuatro normal fundamentales para los judíos: abstenerse de comer carne sacrificada a los ídolos, de comer sangre, de animales estrangulados y de la fornicación.
Esta versión del libro de los Hechos difiere en algunos puntos de la que ofrece Pablo en su carta a los Gálatas. Coinciden en lo esencial: no hay que obligar a los paganos a circuncidarse. Pero Pablo no dice nada de las cuatro normas finales.
El tema es de enorme actualidad, y la iglesia primitiva da un ejemplo espléndido al debatir una cuestión muy espinosa y dar una respuesta revolucionaria. Hoy día, cuestiones mucho menos importantes ni siquiera pueden insinuarse. Pero no nos limitemos a quejarnos. Pidámosle a Dios que nos ayude a cambiar.
2ª lectura: la iglesia futura (Apocalipsis 21,10-14. 22-23)
En la misma tónica de la semana pasada, con vistas a consolar y animar a los cristianos perseguidos, habla el autor de la Jerusalén futura, símbolo de la iglesia.
El autor se inspira en textos proféticos de varios siglos antes. El año 586 a.C. Jerusalén fue incendiada por los babilonios y la población deportada. Estuvo en una situación miserable durante más de ciento cincuenta años, con las murallas llenas de brechas y casi deshabitada. Pero algunos profetas hablaron de un futuro maravilloso de la ciudad. En el c.54 del libro de Isaías se dice:
11 ¡Oh afligida, venteada, desconsolada!
Mira, yo mismo te coloco piedras de azabache, te cimento con zafiros
12 te pongo almenas de rubí, y puertas de esmeralda,
y muralla de piedras preciosas.
El libro de Zacarías contiene algunas visiones de este profeta tan surrealistas como los cuadros de Dalí. En una de ellas ve a un muchacho dispuesto a medir el perímetro de Jerusalén, pensando en reconstruir sus murallas. Un ángel le ordena que no lo haga, porque Por la multitud de hombres y ganados que habrá, Jerusalén será ciudad abierta; yo la rodearé como muralla de fuego y mi gloria estará en medio de ella oráculo del Señor (Zac 2,8-9).
Podríamos citar otros textos parecidos. Basándose en ellos dibuja su visión el autor del Apocalipsis. La novedad de su punto de vista es que esa Jerusalén futura, aunque baja del cielo, está totalmente ligada al pasado del pueblo de Israel (las doce puertas llevan los nombres de las doce tribus) y al pasado de la iglesia (los basamentos llevan los nombres de los doce apóstoles). Pero hay una diferencia esencial con la antigua Jerusalén: no hay templo, porque su santuario es el mismo Dios, y no necesita sol ni luna, porque la ilumina la gloria de Dios.
3ª lectura: la comunidad presente (Juan 14, 23-29)
El evangelio de hoy trata tres temas:
a) El cumplimiento de la palabra de Jesús y sus consecuencias.
Se contraponen dos actitudes: el que me ama ‒ el que no me ama. A la primera sigue una gran promesa: el Padre lo amará. A la segunda, un severo toque de atención: mis palabras no son mías, sino del Padre.
La primera parte es muy interesante cuando se compara con el libro del Deuteronomio, que insiste en el amor a Dios (“amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente, con todo tu ser”) y pone ese amor en el cumplimiento de sus leyes, decretos y mandatos. En el evangelio, Jesús parte del mismo supuesto: “el que me ama guardará mi palabra”. Pero añade algo que no está en el Deuteronomio: “mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”.
Este último tema, Dios habitando en nosotros, se trata con poca frecuencia porque lo hemos relegado al mundo de los místicos: santa Teresa, san Juan de la Cruz, etc. Pero el evangelio nos recuerda que se trata de una realidad que no debemos pasar por alto. Generalmente no pensamos en el influjo enorme que siguen ejerciendo en nosotros personas que han muerto hace años: familiares, amigos, educadores, que siguen “vivos dentro de nosotros”. Una reflexión parecida deberíamos hacer sobre cómo Dios está presente dentro de nosotros e influye de manera decisiva en nuestra vida. Y todo eso lo deberíamos ver como una prueba del amor de Dios: “mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él”.
Por otra parte, decir que Dios viene a nosotros y habita en nosotros supone una novedad capital con respecto al Antiguo Testamento, donde se advierten diversas posturas sobre el tema. 1) Dios no habita en nosotros, nos visita, como visita a Abrahán. 2) Dios se manifiesta en algún lugar especial, como el Sinaí, pero sin que el pueblo tenga acceso al monte. 3) Dios acompaña a su pueblo, haciéndose presente en el arca de la alianza, tan sagrada que, quien la toca sin tener derecho a ello, muere. 4) Salomón construye el templo para que habite en él la gloria del Señor, aunque reconoce que Dios sigue habitando en “su morada del cielo”. 5) Después del destierro de Babilonia, cuando el profeta Ageo anima a reconstruir el templo de Jerusalén, otro profeta muestra su desacuerdo en nombre del Señor: “El cielo es mi trono, y la tierra el estrado de mis pies; ¿Qué templo podréis construirme o qué lugar para mi descanso?” (Isaías 66,1).
Cuando Jesús promete que él y el Padre habitarán en quien cumpla su palabra, anuncia un cambio radical: Dios no es ya un ser lejano, que impone miedo y respeto, un Dios grandioso e inaccesible; tampoco viene a nosotros en una visita ocasional. Decide quedarse dentro de nosotros. ¿Qué le ofrecemos? ¿Un hotel de cinco estrellas o un hostal?
b) El don del Espíritu Santo
Dentro de poco celebraremos la fiesta de Pentecostés. Es bueno irse preparando para ella pensando en la acción del Espíritu Santo en nuestra vida. Este breve texto se fija en el mensaje: enseña y recuerda lo dicho por Jesús. Dicho de forma sencilla: cada vez que, ante una duda o una dificultad, recordamos lo que Jesús enseñó e intentamos vivir de acuerdo con ello, se está cumpliendo esta promesa de que el Padre enviará el Espíritu.
Pero hay algo más: el Espíritu no solo recuerda, sino que aporta ideas nuevas, como añade Jesús en otro pasaje de este mismo discurso: “Me quedan por deciros muchas cosas, pero no podéis con ellas por ahora. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad os guiará hasta la verdad plena.” Parece casi herético decir que Jesús no nos transmite la verdad plena. Pero así lo dice él. Y la historia de la Iglesia confirma que los avances y los cambios, imposibles de fundamentar a veces en las palabras de Jesús, se producen por la acción del Espíritu.
c) La vuelta de Jesús junto al Padre
Estas palabras anticipan la próxima fiesta de la Ascensión. Cuando se comparan con la famosa Oda de Fray Luis de León (“Y dejas, pastor santo…”) se advierte la gran diferencia. Las palabras de Jesús pretenden que no nos sintamos tristes y afligidos, pobres y ciegos, sino alegres por su triunfo.
EL ESPÍRITU SACA SIEMPRE COSAS NUEVAS DEL EVANGELIO
Fernando Armellini
Una lectura precipitada del evangelio de hoy puede darnos la impresión de encontrarnos frente a una serie de frases desconectadas entre sí y alejadas de los problemas de nuestra vida de cada día. El relato, sin embargo, no es confuso o abstracto; es en realidad muy denso. Veamos de traducirlo en términos más simples.
Comencemos con aclarar la frase del v. 25: “Les he dicho esto mientras estoy con ustedes”. Estamos, por tanto, en la Última Cena y resulta sorprendente oír a Jesús decir: mientras estoy con ustedes. Es evidente que aquí no es el Jesús histórico el que está hablando sino el Resucitado, el Señor que se dirige a las comunidades del tiempo de Juan, sometidas a la dura prueba de la persecución, turbadas por las defecciones, infidelidades, incipientes herejías y, sobre todo, desilusionadas porque el tan esperado regreso del Señor no se realizaba.
La afirmación inicial “Quien recibe y cumple mis mandamientos, ése sí que me ama” …hay que situarla en el contexto. Uno de los discípulos –Judas, no el Iscariote– ha dirigido a Jesús una pregunta: “Señor ¿por qué te vas a manifestar a nosotros y no al mundo?” (v. 22). Todos en Israel esperaban a un Mesías que, haciendo prodigios espectaculares, asombrara al mundo entero.
Frente a la actitud humilde y resignada con que Jesús se ha presentado siempre –no ha gritado, no ha hecho oír su voz en plazas y mercados (cf. Mt 12,19), no ha querido que sus milagros fueran divulgados– los apóstoles se han hecho muchas veces la pregunta que, en la Última Cena, en nombre de todos, formula Judas. Tampoco sus familiares de Nazaret han comprendido su absurdo afán por pasar desapercibido. Un día le dijeron: “Trasládate de aquí a Judea para que también tus discípulos vean las obras que realizas. Porque cuando uno quiere hacerse conocer no actúa a escondidas. Ya que haces tales cosas, manifiéstate al mundo” (Jn 7,4). Tampoco los cristianos de las comunidades del Asia Menor, a finales del siglo I, comprenden la razón por la que Jesús no regresa sobre las nubes del cielo para manifestar clamorosamente quién es Él y qué es capaz de hacer.
A estas dudas e incertidumbres Jesús responde: “Si alguien me ama cumplirá mi palabra, mi Padre lo amará, vendremos a él y habitaremos en él” (vv. 22-23). Jesús quiere manifestarse, juntamente con el Padre, no haciendo prodigios, sino viniendo y habitando en sus discípulos. Hay que estar atentos y no materializar esta afirmación. Para entenderla hay que referirse a otra frase pronunciada por Jesús durante la Última Cena: “Créanme que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí; si no, créanlo por las mismas obras” (Jn 14,10-11). Jesús aporta como prueba de su unidad con el Padre las obras que realiza. No se refiere a milagros, como estaríamos inclinados a pensar. Él no apela nunca a prodigios para demostrar que es “una sola cosa” con el Padre; se refiere a todo lo que hace.
Sus gestos son siempre y únicamente obras de Amor; tienden a liberar al hombre de toda clase de esclavitudes a las que está sometido: la del pecado, la de la enfermedad, la de la superstición, la de la discriminación religiosa y social. Esta obra de liberación es la misma que, según el Antiguo Testamento, el Señor ha llevado a cabo en favor de su pueblo. Israel ha conocido a su Dios como el protector de los últimos, de los débiles, de los extranjeros, de los huérfanos y las viudas. Si Jesús realiza estas mismas acciones quiere decir que Dios está en Él y Él en Dios.
¿Qué quiere decir, pues, que Jesús y el Padre habitan en nosotros? Quiere decir que, después de haber escuchado la palabra del Evangelio, nosotros recibimos la vida de Dios, su Espíritu, y sentimos el impuso de realizar las mismas obras que Jesús y el Padre, convirtiéndonos en liberadores de nuestros hermanos y hermanas. Por eso no es difícil reconocer cuándo en una persona están presentes y actuando Jesús y el Padre.
En el versículo siguiente Jesús promete el Espíritu Santo, el Defensor que “les enseñará todo y les recordará todo lo que (yo) les he dicho” (v. 26). Dos son las funciones del Espíritu. Comencemos por la primera, la de enseñar. Jesús no ha podido explicitar y explicar todas las consecuencias de su mensaje. En la historia de la Iglesia –Él lo sabía– surgirían situaciones siempre nuevas, se plantearían complejos interrogantes. Pensemos, por ejemplo, cuántos problemas concretos esperan hoy una luz del Evangelio (bioética, diálogo interreligioso, difíciles decisiones morales…).
Jesús asegura que sus discípulos encontrarán siempre una respuesta a sus interrogantes, una respuesta conforme a sus enseñanzas… si saben escuchar su Palabra y mantenerse en sintonía con los impulsos del Espíritu presente en ellos. Necesitarán mucho coraje para seguir sus indicaciones porque, frecuentemente, Él les pedirá cambios de rumbo tan inesperados como radicales. El Espíritu, sin embargo, no enseñará otra cosa que el Evangelio de Jesús.
A la luz de otros textos de la Escritura, el verbo enseñar adquiere, sin embargo, un sentido más profundo. El Espíritu no instruye como lo hace un profesor en clase. Él enseña de manera dinámica, se transforma en impulso interior, orienta de modo irresistible hacia la dirección justa, estimula al bien, lleva a tomar decisiones conformes con Evangelio. “El Espíritu los guiará hasta la verdad plena”, afirma Jesús en la Última Cena (Jn 16,13). Y en su primera Carta, Juan clarifica: “Ustedes conserven la unción que recibieron de Jesucristo y no tendrán necesidad de que nadie les enseñe; porque su unción, que es verdadera e infalible, los instruirá acerca de todo” (1 Jn 2,27-28).
La segunda función del Espíritu Santo es la de recordar. Existen muchas palabras de Jesús que, aunque se encuentran en los evangelios, corren el peligro de ser soslayadas u olvidadas. Ocurre, sobre todo, con aquellas propuestas evangélicas que no son fáciles de asimilar porque van contra el sentido común del mundo. Un ejemplo: Hasta no hace muchos años, muchos cristianos distinguían aun entre guerras justas e injustas y hablaban incluso de “guerras santas”. Aprobaban el recurso a las armas para defender los propios derechos. Sostenían la licitud de la pena de muerte para los criminales. Hoy, afortunadamente, quienes piensan así son los menos.
¿Cómo es posible que los discípulos de Cristo se hayan olvidado por tanto tiempo de las palabras clarísimas del Maestro que prohibía toda forma de violencia contra el hermano? Y sin embargo así ha sido. El Espíritu interviene para recordar, para llamar la atención de los discípulos sobre lo que Jesús ha dicho: “Amen a sus enemigos, traten bien a quienes los odian… Al que te golpee en una mejilla…” (Lc 6,27-29). Por muchos siglos los cristianos han hecho oídos sordos a la llamada del Espíritu. Pero, hoy, quien intenta justificar el recurso a la violencia se encuentra cada vez más solo y más presionado por la voz del Espíritu que le recuerda las palabras del Maestro. Los ejemplos que dan cuenta del modo en que nos ‘olvidamos’ de las palabras de Jesús podrían multiplicarse. Sería oportuno que, a la luz del Espíritu, cada uno de nosotros intente hacer un ejercicio de memoria. Jesús ha dejado en heredad a sus discípulos el Mandamiento del Amor.
Ahora les deja también su paz: “La paz les dejo, les doy mi paz, y no como la da el mundo” (v. 27). Jesús pronuncia estas palabras cuando el Imperio romano está en paz; no hay guerras; todos los pueblos han sido sometidos a Roma. Y sin embargo, no es ésta la paz que Él promete. Ésta es la paz del mundo, basada en la fuerza de las legiones, no en la justicia. Es la paz que aprueba la esclavitud, la marginación, la opresión a los vencidos, la prepotencia de los vencedores.
La paz prometida por Jesús se realiza cuando se establecen entre los hombres relaciones nuevas; cuando la voluntad de competir, de dominar, de ser los primeros cede el puesto al servicio, al amor desinteresado por los últimos. Las comunidades cristianas son llamadas a ser el lugar donde todos puedan experimentar el comienzo de esta paz.
La última parte del pasaje (vv. 28-29) es más bien enigmática: no es fácil entender por qué los discípulos deberían alegrarse por la marcha de Jesús y qué quiere decir cuando éste afirma que el Padre es mayor que Él. Comencemos a explicar la alegría. Notemos, ante todo, que esta alegría la siente solo quien ama a Jesús. “Si me amaran” significa: si estuvieran en sintonía con mis sentimientos, si compartieran mis pensamientos y proyectos, se alegrarían porque estoy a punto de llevar a cumplimiento la misión que el Padre me ha encomendado. La muerte del Maestro asusta a los discípulos porque éstos no han sido todavía iluminados por el Espíritu Santo, no comprenden que su gesto de Amor dará comienzo a un mundo nuevo caracterizado por su paz.
La afirmación acerca de la inferioridad de Jesús respecto al Padre se explica con el lenguaje usado por los rabinos. Éstos hablan de superioridad e inferioridad para distinguir al enviado de quien lo envía. Mientras esté en el mundo, no ha llevado a término su misión. Hasta que no vuelva al Padre, Jesús es el ‘inferior’, es decir, el enviado del Padre.
El Espíritu de amor: estímulo y garante de la Misión
Romeo Ballan, mccj
Jesús preanuncia a los Apóstoles los dones pascuales, frutos de su muerte y resurrección. En primer lugar, el don de un amor nuevo (Evangelio): un amor que es una ‘inmersión total’ en la Trinidad Santa que viene a habitar, a hacer morada en el que cree y ama (v. 23); un amor que se convierte en manantial de vida nueva. Luego, el don de la paz: Jesús dona una paz diferente a la que el mundo ofrece, una paz más fuerte que cualquier miedo y dificultad (v. 27). Y sobre todo el don del “Defensor, el Espíritu Santo”, en calidad de maestro y memoria de las cosas que Jesús ha enseñado (v. 26). Esta es una promesa que atañe de cerca al camino de la Iglesia en la historia: Jesús no había podido explicar todas las consecuencias y las aplicaciones de su mensaje; por tanto, garantizó la presencia amiga de un guía seguro frente a los problemas nuevos, a los acontecimientos imprevistos, a los desarrollos de las ciencias humanas… Entre los múltiples desafíos de hoy están las nuevas pobrezas, fundamentalismos, migraciones, biogenética, globalización, diálogo interreligioso, ecología… El Espíritu interviene como luz, fuerza, perdón, consuelo, porque es novedad, don de amor. (*)
Las nuevas opciones que la comunidad de los creyentes en Cristo deberá tomar a lo largo de la historia, bajo la guía del Espíritu, no estarán en contradicción con el mensaje de Jesús; serán un desarrollo, una profundización creativa, una aplicación a las exigencias de las personas en tiempos y lugares diferentes. Una situación tempestuosa para la Iglesia -¡una verdadera cuestión de vida o de muerte!- se presentó casi enseguida, en torno al año 50 d.C., a escasos lustros del acontecimiento histórico de Jesús. El libro de los Hechos (I lectura) da cuenta de un “altercado y una violenta discusión” entre dos corrientes: por un lado, un grupo de cristianos procedentes del judaísmo, decididos a imponer a los paganos las prácticas de la antigua Ley antes de bautizarlos; Pablo y Bernabé, por el contrario, veían en estas prácticas el riesgo de frustrar la gracia de Cristo y eran favorables a la acogida directa de los paganos en la comunidad cristiana, sin más imposiciones (v. 1-2).
Con gran acierto, el debate se llevó al máximo nivel, en presencia y con el discernimiento de los Apóstoles en Jerusalén. Tres eran las tendencias dominantes en el Concilio de Jerusalén: la línea abierta de Pablo y Bernabé, la actitud titubeante de Pedro y la postura práctica de Santiago, obispo de Jerusalén, que medió entre Pablo y los judaizantes, con criterios pastorales y algunas concesiones transitorias (v. 29), como resulta del primer documento conciliar de la Iglesia (v. 23-29).
La presencia del Espíritu Santo se reconoce a lo largo de todo este atormentado camino: en la búsqueda de una comunión más intensa, en el debate abierto para lograr una decisión comunitaria, en la escucha de los distintos ponentes, en la elección de testigos creíbles para enviarlos a Antioquía. La presencia del Espíritu es eficaz especialmente en la neta afirmación de la salvación ofrecida a todos por medio de Cristo, facilitando así el acceso de los paganos al Evangelio, sin imponerles otras cargas. Esta decisión fue el resultado de una laboriosa y feliz sinergia: “Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros…” (v. 28).
“El itinerario histórico de la Iglesia tiene su manera de progresar, no siempre lineal, como demuestra el mismo Concilio de Jerusalén. Son importantes algunas virtudes, como el dinamismo que impide a la Iglesia ser nostálgica; la fidelidad que impide desbandadas en la Iglesia; la paciencia que impide a la Iglesia ser frenética; la profecía que ayuda a la Iglesia a comprender los signos de los tiempos; la tolerancia y el diálogo que impiden a la Iglesia la enfermedad del integrismo; la esperanza que impulsa a la Iglesia a superar titubeos e incertidumbres. Pero en todo debe prevalecer la fe en el Espíritu, guía último y viviente de la Iglesia” (G. Ravasi). ¡El método conciliar-sinodal se ha inaugurado y permanece válido para cada época, como camino de comunión y de misión!