XXX Domingo ordinario. Año C
“En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás:
“Dos hombres subieron al templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias.
El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho diciendo: Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador.
Pues bien, yo les aseguro que este bajó a su casa justificado y aquel no; porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”. (Lucas 18, 9-14)
El que se enaltece y el que se humilla.
P. Enrique Sánchez, mccj
La liturgia de la Palabra de este domingo nos da la oportunidad de seguir profundizando, como lo hacía Jesús con sus discípulos, sobre el tema de la oración y su importancia en nuestras vidas.
El evangelio de san Lucas nos presenta dos protagonistas, a través de los cuales nos ayudará a entender cómo debe ser la oración para que la podamos considerar autentica y benéfica en nuestras vidas.
San Lucas nos presenta a un fariseo y a un publicano que llegan al templo para orar. El fariseo, como todos los de su grupo, era conocido por su aplicación a todo lo que la ley exigía. Seguramente era alguien que conocía perfectamente cómo tenía que hacer para vivir una profunda relación con Dios y los detalles de cómo aplicar la ley no le eran desconocidos.
De hecho, entra al templo y se mantiene de pie y empieza a hablar con el Señor recordándole que él no era como los demás. Él cumplía con la ley, daba gracias, hacía ayunos, pagaba el diezmo. En una palabra, era alguien irreprochable y ejemplar.
Observando a este fariseo podríamos reconocer que se trata de alguien a quien no se le podía reprochar nada, estando a lo que la ley establecía, pero no deja de existir una pequeña fisura en su comportamiento y en sus actitudes que hacen ver que todo lo que contemplamos en ese personaje, simplemente no es suficiente.
Todo parecía perfecto, pero en realidad estaba en el camino equivocado de quien verdaderamente quiere hacer una buena experiencia de oración.
En lugar de hablar con el Señor y no dando espacio para escucharlo, que es lo fundamental de la oración, él no había hecho otra cosa que hablar de sí mismo.
Le había preocupado exaltar sus aparentes virtudes y cualidades, casi como diciendo que a él el Señor no tenía nada que enseñarle y mucho menos que reprocharle.
Él, a través de sus palabras, no hacia más que crear una situación en la que Dios ya nada tenía que hacer. Y con pocas palabras, podríamos decir que había caído en la trampa de la arrogancia que acababa por hacer estéril todo su intento de perfección.
En su intento de oración, el fariseo lo que había hecho era ponerse en el centro de la atención manifestando una grande arrogancia que lo hacía pensar que él no era como los demás.
Y eso, en lugar de acercarlo al Señor, lo alejaba y hacía que Dios no lo pudiese escuchar, pues como dice la escritura Dios desprecia al arrogante y aprecia al humilde.
El límite o el error de la pretendida oración del fariseo había acabado en una experiencia de orgullo que hacía que se sintiera incluso con el derecho de despreciar y de ridiculizar a los demás, por no ser como él.
En realidad, el fariseo vive practicando la ley, pero se olvida de poner en práctica el espíritu de la ley que es toda otra cosa. Vivir el espíritu de la ley es dejarse invadir por el amor de Dios.
Podríamos decir que la escena del evangelio de este domingo lo que quiere hacernos entender es que estamos llamados a la santidad y en la experiencia de los dos personajes se nos presentan dos caminos: uno, el del fariseo, que pretendiendo aplicar la ley pero sin convertirse a ella, lleva por un camino que no tiene salida, mientras que el publicano abandonándose a la bondad y al amor de Dios, desde una actitud humilde, es quien alcanza a la verdadera santidad.
Ya lo escuchábamos en la primera lectura del Sirácide cuando dice: “El Señor es un juez que no se deja impresionar por apariencias. No menosprecia a nadie por ser pobre y escucha las súplicas del oprimido. No desoye los gritos angustiosos del huérfano ni las quejas insistentes de la viuda”. (Eclesiástico 35, 15-17)
Acogiendo estas palabras del Evangelio seguramente muchos de nosotros nos damos cuenta que llevamos dentro un pequeño o un gran fariseo, sobre todo cuando sentimos que no somos como los demás, cuando consideramos que nosotros siempre estamos en lo correcto, cuando, con una voz muy sutil nos decimos dentro de nosotros: “yo no entiendo por qué los demás no son perfectos como yo”.
Muchas veces el fariseo que llevamos dentro hace que se nos suba la cresta de la arrogancia y vemos a los demás, como decimos popularmente, como Dios a los conejos, es decir, chiquitos y orejones.
Nos sale espontáneo decirnos a nosotros mismos, y a lo mejor decirlo a los demás: “yo no soy como esa gente que no entiende, que no se supera, que vive en la miseria, que no habla bonito como yo…
La arrogancia que está presente en el corazón humano, si no tomamos conciencia de ella, hace que construyamos abismos que nos impiden acercarnos a los demás, y se convierte en una distancia que nos impide llegar al corazón de Dios.
Dice el libro de los Proverbios: El Señor aborrece al arrogante y tarde o temprano le dará su merecido. (Proverbios 16,5)
Entendemos pues que la oración del fariseo en realidad no es oración, pues lo que hace es fijar su mirada en sí mismo, es la experiencia de un narcisista que sólo tiene ojos para sí mismo y es incapaz de entrar en una relación que lo lleve a abrir su corazón a Dios y a los demás.
Contrariamente, el publicano, que se reconoce como pecador, que sabe que no tiene nada para presumir ante el Señor, se pone en una actitud de mendicante de la misericordia de Dios. No se siente con derecho a exigir nada, pero sabe que todo le puede ser otorgado porque la misericordia de Dios es infinita.
El publicano se humilla y no se atreve a levantar la cabeza ante el Señor, porque sabe que su pobreza, su miseria y su pecado son grandes e innumerables, pero la compasión de Dios está por encima de toda su miseria.
De esa actitud es de donde nace la posibilidad de un diálogo auténtico, de una oración profunda porque se habla desde lo profundo y no de lo superficial de la vida.
Como lo recuerda muchas veces la escritura santa, Dios siempre estará atento al corazón humillado, al espíritu humilde, a quien se reconoce necesitado de Dios y que acaba por abandonarse en sus brazos.
La verdadera y auténtica oración será, por lo tanto, la suplica, la acción de gracias y el reconocimiento de la bondad de Dios que brota de un corazón que se reconoce sin méritos para recibir tan extraordinarias gracias.
Como el publicano, tal vez, también a nosotros nos conviene ponernos en una actitud de reconocimiento del bien que Dios ha hecho ya en nuestras vidas, y la súplica espontánea que podría brotar de nuestro corazón podría ser simplemente, ten compasión de nosotros.
Dos gemelos en el corazón
P. Manuel João Pereira Correia, mccj
Lucas 18,9-14: «Quien se ensalza será humillado, y quien se humilla será ensalzado.»
En este 30º domingo, Jesús continúa su enseñanza sobre la oración. El domingo pasado, con la parábola del juez injusto y la viuda pobre, nos habló de CUÁNDO orar: siempre, sin cansarse jamás. Hoy, en cambio, nos enseña CÓMO orar. Y lo hace con otra parábola muy conocida: la del fariseo y el publicano.
Curiosamente, la figura del juez vuelve a aparecer en el trasfondo de las lecturas de este domingo. ¿Será acaso porque aún no logramos desprendernos de nuestra imagen de un Dios Juez, que nos justifica cuando hacemos el bien o nos condena cuando hacemos el mal?
El fariseo y el publicano
El evangelista introduce el pasaje del Evangelio dejando clara la intención de Jesús: esta parábola era «para algunos que confiaban en sí mismos por creerse justos y despreciaban a los demás».
«Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano…»
Con esta introducción, Jesús ya ha delineado claramente a los dos personajes.
El fariseo pertenecía a un grupo religioso laico (activo del siglo II a.C. al siglo I d.C.). Etimológicamente, fariseo significa “separado”. En su afán de observar íntegramente la Ley de Moisés, los fariseos se separaban de los demás para no contaminarse. Eran los “puros”, muy respetados por su piedad y por su conocimiento de la Ley.
El publicano, en cambio, era un cobrador de impuestos (del latín publicanus, derivado de publicum, que significa “tesoro del Estado”). Los publicanos eran considerados pecadores e impuros. El pueblo los odiaba y despreciaba porque colaboraban con los invasores romanos y explotaban a los pobres.
Ambos “suben” al templo a orar y presentan ante Dios lo que realmente son, porque a Dios no se le puede mentir. El fariseo hace una oración de acción de gracias. Al mirarse en el espejo de la Ley, se ve justo, irreprochable, y se complace en sí mismo. No es como los demás. Mira a su alrededor y solo ve ladrones, injustos y adúlteros. Se infla de orgullo y hace ante Dios el balance de sus buenas obras, como si Dios fuera su contable. Se siente en paz con sus cuentas; es más, cree tener crédito acumulado para el cielo. Hoy diríamos que es el cristiano perfecto e intachable, con el paraíso asegurado.
El publicano, sin embargo, se queda atrás. No se atreve a acercarse al Santo. El peso de sus pecados le inclina la cabeza. Sabe que es un pecador empedernido. Solo logra decir: «Oh Dios, ten piedad de mí, que soy un pecador», golpeándose el pecho.
Jesús concluye la parábola afirmando con autoridad: «Os digo que éste [el publicano que imploró misericordia], y no aquél [el fariseo que se creía perfecto], volvió a su casa justificado, porque quien se ensalza será humillado y quien se humilla será ensalzado.»
¿Cuál de los dos me representa?
Lo confieso: me gustaría ser como el fariseo
Hoy todos miran al fariseo con desprecio y se golpean el pecho como el publicano. Me da pena el pobre fariseo. Lo confieso: ¡envidio a ese fariseo! Quisiera ser como él: un fiel observante de toda la Ley. ¡Perfecto, irreprochable! He pasado mi vida tratando de imitarlo, sin conseguirlo. En el fondo, también me gustaría alegrarme, como él, de mi propia vida.
Me parece que Jesús fue un poco severo con el fariseo, poniéndolo en mala luz. Y, después de todo, su oración empezó bien: con acción de gracias. Sí, luego se distrajo, miró hacia atrás (como nos pasa a todos, ¿no?), y al ver al publicano no pudo contener su desprecio por aquel colaboracionista, cayendo así en el juicio. ¡Qué lástima!
La tentación de imitar al publicano
Como no he logrado ser como el fariseo, no me queda más que golpearme el pecho y repetir la oración del publicano: «Oh Dios, ten piedad de mí, pecador.»
Pero me pregunto hasta qué punto he interiorizado la actitud del pecador convencido y arrepentido. En el fondo, él era un pecador público y sin salida. Yo, en cambio, soy sacerdote, y se supone que debería ser un ejemplo. No es tan sencillo rezar con la misma convicción que el publicano y confiar únicamente en la misericordia de Dios.
En el mismo momento en que me confieso pecador, noto mi tendencia a situarme un peldaño por encima de mis hermanos pecadores. Pecador, sí, pero… ¡sin exagerar!
Dos gemelos en el seno del corazón
Después de todo, me pregunto: ¿quién soy realmente? ¿El fariseo que quisiera ser o el publicano que no quisiera ser? ¡Ay de mí! Creo que llevo a ambos dentro de mi corazón, como dos gemelos. ¿Cómo pueden convivir? Al final, tendrán que aprender a hacerlo.
A mi fariseo le repito constantemente que no busque complacerse a sí mismo, sino complacer al Padre. A mi publicano no dejo de decirle que Dios lo ama tal como es. No necesita ganarse el amor del Padre: ¡es gratuito! Es más, mi pobreza y mi debilidad atraen la atención preferente de Jesús, que vino por los publicanos y los pecadores.
¿Conseguiré educar a ambos? No lo sé, pero lo intento. De algo sí estoy seguro: solo cuando los dos se hagan uno podré entrar en el Reino de los Cielos.
Para la reflexión personal
Medita algunos versículos de la primera y de la segunda lectura.
En la primera, el Sirácida (Eclesiástico 35,15-22) nos invita a orar como el pobre:
«La oración del pobre atraviesa las nubes, y no descansa hasta llegar; no se detiene hasta que el Altísimo interviene, haciendo justicia a los justos y restableciendo la equidad.»
En la segunda, Pablo —cansado, anciano y encarcelado— se despide con emoción de su joven discípulo Timoteo, confiándose a la justicia de Dios:
«Querido hijo, yo estoy a punto de ser derramado en libación, y se acerca el momento de mi partida. He combatido el buen combate, he terminado la carrera, he conservado la fe. Ahora me está reservada la corona de justicia que el Señor, el justo juez, me entregará en aquel día.» (2 Tim 4,6-8.16-18)
¡Que también nosotros podamos decir lo mismo al final de nuestra vida!
Contra la ilusión de la inocencia
Yo no soy como los demás
José Antonio Pagola
La parábola de Jesús es conocida. Un fariseo y un recaudador de impuestos suben al templo a orar. Los dos comienzan su plegaria con la misma invocación: Oh Dios. Sin embargo, el contenido de su oración y, sobre todo, su manera de vivir ante ese Dios es muy diferente.
Desde el comienzo, Lucas nos ofrece su clave de lectura. Según él, Jesús pronunció esta parábola pensando en esas personas que, convencidas de ser justas, dan por descontado que su vida agrada a Dios y se pasan los días condenando a los demás.
El fariseo ora «erguido». Se siente seguro ante Dios. Cumple todo lo que pide la ley mosaica y más. Todo lo hace bien. Le habla a Dios de sus «ayunos» y del pago de los «diezmos», pero no le dice nada de sus obras de caridad y de su compasión hacia los últimos. Le basta su vida religiosa.
Este hombre vive envuelto en la «ilusión de inocencia total»: yo no soy como los demás. Desde su vida «santa» no puede evitar sentirse superior a quienes no pueden presentar- se ante Dios con los mismos méritos.
El publicano, por su parte, entra en el templo, pero se queda atrás. No merece estar en aquel lugar sagrado entre personas tan religiosas. No se atreve a levantar los ojos al cielo hacia ese Dios grande e insondable. Se golpea el pecho, pues siente de verdad su pecado y mediocridad.
Examina su vida y no encuentra nada grato que ofrecer a Dios. Tampoco se atreve a prometerle nada para el futuro. Sabe que su vida no cambiará mucho. A lo único que se puede agarrar es a la misericordia de Dios: Oh Dios, ten compasión de este pecador.
La conclusión de Jesús es revolucionaria. El publicano no ha podido presentar a Dios ningún mérito, pero ha hecho lo más importante: acogerse a su misericordia. Vuelve a casa trasformado, bendecido, «justificado» por Dios. El fariseo, por el contrario, ha decepcionado a Dios. Sale del templo como entró: sin conocer la mirada compasiva de Dios.
A veces, los cristianos pensamos que «no somos como los demás». La Iglesia es santa y el mundo vive en pecado. ¿Seguiremos alimentando nuestra ilusión de inocencia y la condena a los demás, olvidando la compasión de Dios hacia todos sus hijos e hijas?
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Los justificados y los que se justifican
María Dolores López Guzmán
Nadie quiere identificarse con el fariseo. Queda mal reconocer que uno ha pensado más de una vez que es mejor que los demás, que el orgullo le ha hecho esbozar una sonrisa de satisfacción al sentirse superior al resto, o aún peor, que ha dado gracias por ello en lo más recóndito de su corazón. “Yo habría discernido mejor la situación”, “no sé cómo han elegido a esta persona que lo hace tan mal”, “si me dejaran a mí ya verían cómo reorganizaba esto enseguida”, “porque no me han dado esa responsabilidad que si no…”, “fíjate ése qué mal camino lleva”… Innumerables razonamientos con los que excusamos nuestra envidia y falta de misericordia hacia otros con tal de salir reforzados nosotros. “Qué majo soy, qué solidario, qué buena gente”. Nos gusta salir ganando en las comparaciones y que la victoria se vea. Rebajar los dones de los demás, para dar más espacio a los nuestros.
Pensamos ingenuamente que la oración del publicano no es tan difícil. Que basta con sentarse en los bancos de atrás y mirar al suelo para desembarazarnos de ese “lado oscuro” de nuestra personalidad que nos hace caminar un palmo por encima del suelo. ¡Qué poco nos cuesta engañarnos!
Una de las prácticas más comunes y universales del ser humano es la justificación. Argumentar lo que sea con tal de no reconocer nuestra parte más miserable y nuestra enorme fragilidad. Discursos y más discursos para auto-convencernos y convencer de lo estupendos que somos. Tanto esfuerzo para nada. Imposible tapar la verdad tan sencilla como evidente de lo que uno es: un pobre pecador.
No. La oración del publicano no es nada fácil.
Con dos personajes –un fariseo y un publicano– y una elocuente imagen en la que se ve la actitud de cada uno en la oración, Jesús consigue ponernos ante el espejo de nuestra alma; y nos anima a meditar sobre la estupidez de la prepotencia y el buen juicio de la humildad:
– Que no se trata de negar los dones que tenemos, sino de reconocer que no son de nuestra propiedad. A ver, ¿qué te hace ser tan importante? ¿qué tienes que no hayas recibido? (1Co 4,7). El error del fariseo está en no reconocerse como tal; en presentarse ante Dios como dueño y señor de sus logros.
– Que la verdadera humildad nos anima a reconocer con sencillez, simplicidad y transparencia lo que somos. El acierto del publicano es reconocer que creía que merecía algo cuando en realidad no merece nada; presentarse ante Dios como un pecador que solo puede agradecer lo que otros le dan.
Cada uno de los personajes se retrata a sí mismo en su modo de orar. Porque ante Dios se ve con mayor claridad lo absurdo de creerse alguien, y la humanidad de la humildad.
Subir y bajar
Papa Francisco
El Evangelio de la liturgia de hoy nos presenta una parábola que tiene dos protagonistas, un fariseo y un publicano (cf. Lc 18,9-14), es decir, un religioso y un pecador declarado. Ambos suben al templo a orar, pero sólo el publicano se eleva verdaderamente a Dios, porque desciende humildemente a la verdad de sí mismo y se presenta tal como es, sin máscaras, con su pobreza. Podríamos decir, entonces, que la parábola se encuentra entre dos movimientos, expresados por dos verbos: subir y bajar.
El primer movimiento es subir. De hecho, el texto comienza diciendo: «Dos hombres subieron al Templo a orar» (v. 10). Este aspecto recuerda muchos episodios de la Biblia, en los que para encontrar al Señor se sube a la montaña de su presencia: Abraham sube a la montaña para ofrecer el sacrificio; Moisés sube al Sinaí para recibir los mandamientos; Jesús sube a la montaña, donde se transfigura. Subir, por tanto, expresa la necesidad del corazón de desprenderse de una vida mediocre para encontrarse con el Señor; de elevarse de las llanuras de nuestro ego para ascender hacia Dios —deshacerse del propio yo—; de recoger lo que vivimos en el valle para llevarlo ante el Señor. Esto es “subir”, y cuando rezamos subimos.
Pero para experimentar el encuentro con Él y ser transformados por la oración, para elevarnos a Dios, necesitamos el segundo movimiento: bajar. ¿Por qué? ¿Qué significa esto? Para ascender hacia Él debemos descender dentro de nosotros mismos: cultivar la sinceridad y la humildad de corazón, que nos permiten mirar con honestidad nuestras fragilidades y nuestra pobreza interior. En efecto, en la humildad nos hacemos capaces de llevar a Dios, sin fingir, lo que realmente somos, las limitaciones y las heridas, los pecados y las miserias que pesan en nuestro corazón, y de invocar su misericordia para que nos cure y nos levante. Él será quien nos levante, no nosotros. Cuanto más descendemos en humildad, más nos eleva Dios.
De hecho, el publicano de la parábola se pone humildemente a distancia (cf. v. 13) —no se acerca, se avergüenza—, pide perdón y el Señor lo levanta. En cambio, el fariseo se exalta a sí mismo, seguro de sí mismo, convencido de su rectitud: de pie, se pone a hablar con el Señor sólo de sí mismo, alabándose, enumerando todas las buenas obras religiosas que hace, y desprecia a los demás:”No soy como ese de ahí…”. Porque esto es lo que hace la soberbia espiritual; pero Padre, ¿por qué nos habla de soberbia espiritual? Porque todos estamos en peligro de caer en esto. Te lleva a creerte bueno y a juzgar a los demás. Esto es la soberbia espiritual: “Yo estoy bien, soy mejor que los demás: este es tal y tal, aquel es tal y tal…”. Y así, sin darte cuenta, adoras a tu propio yo y borras a tu Dios. Se trata de dar vueltas en torno a uno mismo. Esta es la oración sin humildad.
Hermanos, hermanas, el fariseo y el publicano nos conciernen de cerca. Pensando en ellos, mirémonos a nosotros mismos: veamos si en nosotros, como en el fariseo, existe “la presunción interior de ser justos” (v. 9) que nos lleva a despreciar a los demás. Ocurre, por ejemplo, cuando buscamos cumplidos y enumeramos siempre nuestros méritos y buenas obras, cuando nos preocupamos por aparentar en lugar de ser, cuando nos dejamos atrapar por el narcisismo y el exhibicionismo. Cuidémonos del narcisismo y del exhibicionismo, basados en la vanagloria, que también nos lleva a nosotros los cristianos, a nosotros los sacerdotes, a nosotros los obispos, a tener siempre la una palabra “yo” en los labios, ¿Qué palabra? “Yo”: “yo hice esto, yo escribí aquello, ya lo había dicho yo, yo lo entendí primero que ustedes”, etc. Donde hay demasiado yo, hay poco Dios. En mi tierra, esta gente se llama “yo mí, me, conmigo”. Y una vez se hablaba de un sacerdote que era así, centrado en sí mismo, y la gente solía bromear: “Ese, cuando inciensa, lo hace al revés, se inciensa a sí mismo”. Y así, también te hace caer en el ridículo.
Pidamos la intercesión de María Santísima, la humilde esclava del Señor, imagen viva de lo que el Señor ama realizar, derrocando a los poderosos de sus tronos y levantando a los humildes (cf. Lc 1,52).
Angelus, 23/10/2022
