XXXI Domingo ordinario. Año B

Marcos 12,28-32: “¡Escucha, Israel!”
¡Darle un corazón a la ley!

Llevamos ya tres días en Jerusalén. El domingo pasado recorrimos el último tramo del camino, subiendo desde Jericó en compañía de los Doce y de la multitud de peregrinos. Entre ellos estaba también Bartimeo, el ciego de Jericó a quien Jesús había sanado, símbolo de todos nosotros.

El Señor pasa los últimos días de su vida entre el Templo y Betania, una aldea en las afueras de la ciudad. Durante el día, permanece en el Templo, donde enseña al pueblo, que lo escucha con gusto (11,18). Por la noche, se retira con los suyos a Betania, huésped de amigos.

Estamos en el tercer día de su estancia en la ciudad santa, la meta final de su ministerio. Este día es particularmente intenso y comienza con una señal: la higuera seca desde las raíces (11,20-26), símbolo de una vida estéril y del poder de la oración. En el Templo, Jesús se enfrenta a los líderes religiosos, que cuestionan su autoridad para enseñar en ese lugar (11,27-33). A ellos, Jesús les cuenta la parábola de los viñadores asesinos (12,1-12). El destino de Jesús ya está sellado: las autoridades han decidido eliminarlo y solo buscan la ocasión y un pretexto. A continuación, sigue una serie de trampas por su parte para ponerlo en apuros: primero sobre el tributo al César (12,13-17) y luego sobre la resurrección de los muertos (12,18-27). Este es el contexto del pasaje evangélico de hoy.

Puntos de reflexión

1. Perdidos en el laberinto de las leyes

Entonces se le acercó uno de los escribas que los había oído discutir y, viendo cómo les había respondido, le preguntó: ‘¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?’”

Según Mateo y Lucas, este doctor de la Ley también quería poner a prueba a Jesús (Mateo 22,35; Lucas 10,25). ¿Cuál era, en este caso, la trampa? Para la mentalidad común de la época, el gran mandamiento era el tercero del decálogo: la observancia del sábado, ya que el mismo Dios lo había observado después del “trabajo” de la creación (Génesis 2,2). Los adversarios esperaban que Jesús respondiera de esta manera, para luego acusarlo: “Entonces, ¿por qué tú y tus discípulos no respetáis el sábado?”.

Para el evangelista Marcos, sin embargo, la pregunta del escriba era sincera y pertinente. Con la intención de regular toda la vida según la ley de Dios, los rabinos habían identificado 613 preceptos en la Torá (Pentateuco), además de los diez mandamientos: 365 negativos (prohibiciones, correspondientes a los días del año solar) y 248 positivos (prescripciones, correspondientes a los órganos del cuerpo humano, según la creencia de la época). ¡Un auténtico laberinto! En una maraña de leyes así, se sentía la necesidad de discernir lo que era realmente esencial.

2. ¡El amor es la ley!

Jesús respondió: ‘El primero es: “Escucha, Israel! El Señor nuestro Dios es el único Señor; amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.’”

Jesús no cita ninguno de los diez mandamientos, sino que se eleva del plano legalista al nivel del amor. Rememora la profesión de fe del “Shemá Israel”, “Escucha, Israel” (Deuteronomio 6,4-5, ver primera lectura), la oración que todo judío recita tres veces al día (por la mañana, por la noche y antes de dormir).

El segundo es este: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. No hay otro mandamiento más grande que estos.”

Al “primer” mandamiento, Jesús añade un “segundo” tomado de Levítico 19,18. Esta combinación de textos de la Torá es original y propia de Jesús.

¿Cuál es la relación entre los dos mandamientos? San Agustín comenta: “El amor a Dios es el primero que se manda; el amor al prójimo es el primero, sin embargo, en practicarse”. En el Nuevo Testamento esta síntesis de la ley en dos mandamientos no se menciona en otro lugar y parece inclinarse hacia el amor al prójimo: “Esto os mando: que os améis unos a otros” (Jn 15,17). Para san Pablo, “toda la ley se halla cumplida en un solo precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gál 5,14) y “la plena realización de la ley es el amor” (Rom 13,10). El amor al hermano es el espejo y la prueba del amor de Dios. Quien dice amar a Dios y no ama a su hermano es un mentiroso (1 Jn 4,20-21). Los “dos amores” son, en realidad, inseparables.

3. “¡Amarás!”: darle un corazón a la ley

En ambos textos citados por Jesús, la palabra clave es el imperativo “¡Amarás!”. El amor se convierte así en la clave de la Ley. Los dioses paganos deseaban adoradores sumisos, esclavos; el Dios de Jesucristo, en cambio, quiere hijos libres, capaces de amar. El verbo “amar” (ahav en hebreo) aparece en el Antiguo Testamento 248 veces (Fernando Armellini). Es como una cifra simbólica, ya que corresponde al número de preceptos positivos (cosas por hacer), según la tradición rabínica. Podríamos decir que la única cosa que hacer siempre (¡365 días al año!) es amar.

La Torá, emanada del corazón de Dios, había perdido su espíritu original y, en lugar de servir al hombre, se había transformado en un peso gravoso. Jesús vino para devolver al corazón todo lo humano. Ahora, en el corazón de la Ley, ¡podemos redescubrir Su Corazón!

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


El amor desemboca y se concreta en la Misión
Deuteronomio  6,2-6; Salmo  17; Hebreos  7,23-28; Marcos  12,28-34

Reflexiones
En el laberinto de leyes y prescripciones, normas y preceptos contenidos en las Sagradas Escrituras, los rabinos habían catalogado hasta 613 mandamientos. Los habían clasificado minuciosamente en: 248 preceptos positivos (es decir, acciones para cumplir; tantas como los huesos del cuerpo humano), y en 365 preceptos negativos (acciones a evitar, tantas como los días del año). Era obligatorio observarlos todos, aunque algunos preceptos se consideraban graves y otros leves. Las mujeres  -no se comprende bien por qué-  estaban dispensadas de los 248 preceptos positivos. Era difícil aprenderlos todos y, más aún, observarlos. En el intento de una simplificación, algunas escuelas rabínicas discutían quisquillosamente cuáles eran los preceptos más importantes: para algunos, el mandamiento de ‘no tengas otros dioses’; para otros, la observancia del sábado; otros se acogían a la opinión del maestro Hillel: “No hagas a tu prójimo lo que no deseas para ti; esta es toda la ley, lo demás es puro comentario”.

En este contexto se inscribe el diálogo entre el escriba y Jesús sobre “qué mandamiento es el primero de todos” (Evangelio, v. 28). Asistimos a un modelo de diálogo, que se fundamenta en las fuentes y concluye con una coincidencia doctrinal y un aprecio mutuo: “tienes razón”, “había respondido sensatamente” (v. 32.34). Más allá de la forma, lo que más importa es el contenido. Jesús, siguiendo la más pura tradición bíblica (I lectura), pone al principio del camino del creyente la escucha de Dios, el único Señor: “Escucha, Israel…” (shemá, Israel). La fe es, ante todo, escucha y adhesión: el discípulo escucha y cree, se abandona a su Dios amándolo con todo lo que es (corazón, mente, alma, fuerzas). Pero Jesús, sin que se lo pidan, asocia al primero un segundo mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (v. 31; Lv 19,18).

Numerosos textos del Nuevo Testamento (los tres evangelistas sinópticos, Juan, Pablo…) subrayan la similitud de los dos mandamientos del amor a Dios y del amor al prójimo sobre la base común del amor. Es más, la síntesis de los mandamientos se concentra en el amor al prójimo: “Esto les mando: ámense unos a otros” (Jn 15,17); el distintivo típico de los discípulos de Jesús es el mandamiento nuevo: “si se tienen amor los unos a los otros” (Jn 13,34.35). Para San Pablo “toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gal 5,14); “la caridad es la ley en su plenitud” Rm 13,10).

El motor de la vida del cristiano es el amor. Porque “Dios es amor” (1Jn 4,16). El cristianismo no es una religión hecha de prohibiciones o de teorías; es, ante todo, un camino de amor. Los ritos y los sacrificios tienen un valor secundario respecto del mandamiento del amor: amar vale más (Mc 12,33). “Ama, y haz lo que quieras”, afirmaba S. Agustín. El cristianismo es un camino de vida; un amor que se entrega hasta el extremo (Jn 13,1); un amor que se hace misión y servicio hasta dar la vida en rescate por los demás (Mc 10,45). Para que todos tengan vida en abundancia (Jn 10,10): los de cerca y los de lejos, en especial los pobres y los débiles. Para bien de todos: amigos y enemigos. Así como Jesús, que se ha ofrecido a sí mismo y ahora vive para interceder (II lectura), también el cristiano se ofrece a sí mismo por los demás. . Del conocimiento y experiencia de Dios-Amor, revelado en Cristo, nace su anuncio misionero a todos.

Es necesario hacer también la aplicación eclesial y misionera del mandamiento del amor, como la hizo el card. Dionisio Tettamanzi, arzobispo emérito de Milán: “Considero como muy oportuna y estimulante la relectura eclesiológica del mandamiento bíblico «ama a tu prójimo como a ti mismo», que, rigurosamente hablando, se conjuga así: «ama la parroquia de los demás como la tuya, la diócesis de los demás como la tuya, la Iglesia de otros países como la tuya, la agrupación de los otros como la tuya, etc.». ¿Acaso estoy exagerando y refugiándome en una especie de sueño, o, más bien, estoy proclamando la belleza y la audacia de nuestra fe? No hay dudas: en el mysterium Ecclesiae esto es posible, es un deber: no solamente en las intenciones y en la oración, sino también en lo concreto de la acción. Noto que precisamente en las realidades de cada día podemos captar el íntimo e inseparable vínculo entre comunión y misión, entre misión y comunión. Son absolutamente inseparables: simul stant vel cadunt (juntas se sostienen de pie o caen)”.

P. Romeo Ballan, MCCJ


ATEÍSMO SUPERFICIAL OLVIDAR LO ESENCIAL
Marcos 12, 28-34

José Antonio Pagola

Son bastantes los que, durante estos años, han ido pasando de una fe ligera y superficial en Dios a un ateísmo igualmente frívolo e irresponsable. Hay quienes han eliminado de sus vidas toda práctica religiosa y han liquidado cualquier relación con una comunidad creyente. Pero ¿basta con eso para resolver con seriedad la postura personal de uno ante el misterio último de la vida?

Hay quienes dicen que no creen en la Iglesia ni en «los inventos de los curas», pero creen en Dios. Sin embargo, ¿qué significa creer en un Dios al que nunca se le recuerda, con quien jamás se dialoga, a quien no se le escucha, de quien no se espera nada con gozo?

Otros proclaman que ya es hora de aprender a vivir sin Dios, enfrentándose a la vida con mayor dignidad y personalidad. Pero, cuando se observa de cerca su vida, no es fácil ver cómo les ha ayudado concretamente el abandono de Dios a vivir una vida más digna y responsable.

Bastantes se han fabricado su propia religión y se han construido una moral propia a su medida. Nunca han buscado otra cosa que situarse con cierta comodidad en la vida, evitando todo interrogante que cuestionara seriamente su existencia.

Algunos no sabrían decir si creen en Dios o no. En realidad, no entienden para qué puede servir tal cosa. Ellos viven tan ocupados en trabajar y disfrutar, tan distraídos por los problemas de cada día, los programas de televisión y las revistas del fin de semana que Dios no tiene sitio en sus vidas.

Pero nos equivocaríamos los creyentes si pensáramos que este ateísmo frívolo se encuentra solamente en esas personas que se atreven a decir en voz alta que no creen en Dios. Este ateísmo puede estar penetrando también en los corazones de los que nos llamamos creyentes: a veces nosotros mismos sabemos que Dios no es el único Señor de nuestra vida, ni siquiera el más importante.

Hagamos solo una prueba. ¿Qué sentimos en lo más íntimo de nuestra conciencia cuando escuchamos despacio, repetidas veces y con sinceridad estas palabras?: «Escucha: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas». ¿Qué espacio ocupa Dios en mi corazón, en mi alma, en mi mente, en todo mi ser?

OLVIDAR LO ESENCIAL

Amarás a tu prójimo como a ti mismo Mc 12, 28-34

Se ha dicho que el hombre contemporáneo ha perdido la confianza en el amor. No quiere «sentimentalismos» ni compasiones baratas. Hay que ser eficaces y productivos. La cultura moderna ha optado por la racionalidad económica y el rendimiento material, y tiene miedo al corazón.

Por eso, en la sociedad actual se teme a las personas enfermas, débiles o necesitadas. Se las encierra en las instituciones o se les encomienda a la Administración, pero nadie las quiere cerca.

El rico tiene miedo del pobre. Los que tenemos trabajo no deseamos encontramos con quienes están en paro.

Nos molestan todos aquellos que se nos acercan pidiendo ayuda en nombre de la justicia o del amor.

Se levantan entre nosotros toda clase de barreras. No queremos cerca a los gitanos. Miramos con recelo a los africanos porque su presencia parece peligrosa. Cada grupo y cada persona se encierra en sí mismo para defenderse mejor.

Queremos construir una sociedad progresista basándolo todo en la rentabilidad, el crecimiento económico, la competitividad. Recientemente, una inmobiliaria publicaba el siguiente anuncio: «Nuestra filosofía reposa sobre cuatro principios: rentabilidad inmediata, seguridad de emplazamiento, fiscalidad ventajosa y constitución de un patrimonio generador de plus valía».

Naturalmente, en esta filosofía ya no tiene cabida «el amor al prójimo». Los mismos que se dicen creyentes, tal vez, hablan todavía de caridad cristiana pero terminan más de una vez instalándose en lo que Karl Rahner llamaba «un egoísmo que sabe comportarse decentemente».

Pero lo importante no son las palabras, sino los hechos. Si queremos ser fieles al principal mandato del Evangelio, los cristianos hemos de ir descubriendo constantemente las nuevas exigencias y tareas del amor al prójimo en la sociedad moderna.

Amar significa hoy afirmar los derechos de los parados antes que nuestro propio provecho. Renunciar a pequeñas y mezquinas ventajas para contribuir a una mejora social de los marginados. Arriesgar nuestra economía para solidarizarnos con causas que favorecen a los menos privilegiados. Dar con generosidad parte de nuestro tiempo libre al servicio de los más olvidados. Defender y promover la no-violencia como el camino más humano para resolver los conflictos.

Por mucho que la cultura actual lo olvide, en lo más hondo del ser humano hay una necesidad de amar al necesitado, y de amarlo de manera desinteresada y gratuita. Por eso es bueno que se sigan escuchando las palabras de Jesús: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón… Amarás a tu prójimo como a ti mismo».
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El testamento de Jesús

Comentario a Mc 12, 28-34

El capítulo 12 de Marcos, que estamos leyendo estos domingos, nos sitúa en el medio de las polémicas definitivas de Jesús con los líderes de su tiempo, antes de que todo concluya violentamente en Jerusalén. De alguna manera, este texto cumple la misma función que los capítulos 13-17 del evangelio de Juan. Es decir, estamos ante una especie de testamento. Después de todo lo dicho y hecho por Jesús en Galilea, Samaria y Judea, ¿qué nos queda como enseñanza básica, como punto de referencia? El amor en su doble cara: Dios y prójimo.

Dos en vez de uno

Según Marcos, a Jesús se le pregunta por principal mandamiento, pero él responde, no con uno sino con dos, uniendo dos citas del Antiguo Testamento: Dt 6,5 y Lv 19,18. La primera cita proclama la soberanía de Dios y la segunda hace referencia al amor al prójimo. Uniendo estas dos citas, Jesús nos está revelando que amor a Dios y amor al prójimo son dos caras de la misma moneda, dos dimensiones fundamentales de toda vida humana.

La importancia de reconocer la paternidad de Dios

Jesús recuerda la famosa “shemá”, un texto que los judíos sabían de memoria y recitaban todos los días, como fruto de su experiencia religiosa. Para los judíos reconocer a Dios como Padre de su historia era tan importante como para un hijo reconocer a su padre. Los que trabajan con jóvenes hablan de lo importante que es para el desarrollo de un joven tener una relación sana con su padre. Nadie viene a la vida por sí mismo, todos debemos nuestro ser a un padre que nos engendró. No reconocer eso es como construir una casa sin fundamentos. Si esa relación está dañada o no es reconocida, el joven no logra crecer armónicamente. De la misma manera, me atrevo a decir que si no reconocemos la paternidad de Dios, como origen supremo de la vida y meta hacia la que caminamos, algo se tuerce en nuestra vida, algo queda incompleto.

Nuestro tiempo, marcado por una especie de ateísmo práctico y teórico generalizado, parece ignorar esta realidad, pero creo que los creyentes encontramos mucho sentido y alegría al escuchar el texto que hemos heredado de los judíos: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. Eso da pleno sentido a nuestra vida de hijos agradecidos por la vida recibida como un don.

El amor a todo lo que existe

Por otra parte, amar a Dios es amarnos a nosotros mismos, nuestro origen, y nuestra meta; amar todo lo que existe juntamente con nosotros; amar, sobre todo, a los seres humanos como parte de nosotros mismos y de este Dios Padre. Sobre esta dimensión, les comparto las palabras de San Agustín:

“Creo que ésta es la perla que buscaba el comerciante descrito en el Evangelio, que, al encontrarla, vendió todo lo que tenía y la compró (Mt 13, 46). Esta es la perla preciosa: la caridad. Sin ella de nada te sirve todo lo que tengas; si solo posees ésta, te basta (…) Puedes decirme: no he visto a Dios; pero ¿puedes decirme: no he visto al hombre? Ama a tu hermano. Si amas a tu hermano que ves, también verás  a Dios, porque verás la caridad”.

Antonio Villarino, mccj

Vivir y habitar en la comunión de los Santos

Reflexión sobre la Solemnidad de Todos los Santos y la Conmemoración de todos los Fieles Difuntos

1. A comienzos de noviembre, cuando terminan las cosechas en el hemisferio norte y la naturaleza comienza su descanso, los árboles se tiñen de tonos otoñales y las puestas de sol, serenas y algo melancólicas, invitan a mirar a lo lejos… la tradición cristiana dedica un momento especial de comunión con quienes nos precedieron en el peregrinaje de la vida. Este período comienza el primero de noviembre con la celebración de la solemnidad de Todos los Santos, conocida también como Día de Todos los Santos. Esta festividad fue instituida por el Papa Gregorio IV en el año 835, pero sus raíces se remontan al siglo IV, con la conmemoración colectiva de los mártires cristianos. En esta fiesta, que une la tierra y el cielo, nos alegramos con esa “inmensa multitud, que nadie podía contar, de toda nación, tribu, pueblo y lengua” contemplada por Juan en el Apocalipsis (7,9).

2. Al día siguiente de Todos los Santos, el 2 de noviembre, celebramos la Conmemoración de todos los Fieles Difuntos, una tradición surgida en el ámbito monástico en el siglo X. Fue el abad benedictino San Odilón de Cluny quien la introdujo en el año 998, asociándola a Todos los Santos. Esta celebración se difundió gradualmente hasta extenderse a toda la Iglesia católica en el siglo XIII. La memoria de los fieles difuntos es, aún hoy, una de las conmemoraciones más sentidas, caracterizada por la oración – en particular la celebración eucarística –, la visita al cementerio, la decoración de las tumbas con flores y el encendido de velas. La atención hacia familiares y amigos difuntos continúa a lo largo de todo el mes de noviembre.

3. En este contexto, parece oportuno hacer mención de la festividad de Halloween, celebrada el 31 de octubre y vinculada a Todos los Santos y a la memoria de los Fieles Difuntos, creando así una especie de “triduo”. Halloween es la contracción del inglés “All Hallows’ Eve”, es decir, “víspera de Todos los Santos”. Esta conmemoración, nacida en el contexto cristiano occidental, se ha transformado a lo largo de los siglos en una celebración laica, a menudo influida por costumbres paganas y con rasgos macabros, a veces inquietantes, asociados al esoterismo y al satanismo. Propagada en América por colonos irlandeses y escoceses, se ha difundido a muchas otras culturas entre finales del siglo XX y principios del XXI, convirtiéndose en una festividad de carácter carnavalesco. Presentada a menudo como una inocente fiesta infantil, en realidad constituye una forma de neocolonialismo cultural con fines comerciales, que corre el riesgo de vaciar de sentido las festividades cristianas y de banalizar la realidad de la muerte, que se ha convertido en un tabú en nuestra sociedad.

4. La comunión de los Santos es una de las realidades más bellas de nuestra fe. Todos los Santos nos abre las puertas del Paraíso para contemplar la alegría y felicidad de todos nuestros hermanos y hermanas – de todo tiempo y lugar, religión y creencia, lengua, raza, pueblo y nación – que gozan de la gloria celestial. No se trata solo de los “santos de al lado” o de los cristianos que han llegado a la patria celestial, sino de todos los miembros del Reino de Dios, santificados por la sangre del Cordero (Ap 7,14).

5. La “comunión de los santos” no es un vínculo ideal o abstracto, sino una realidad muy concreta. Los santos, habitantes del Paraíso, no viven “en descanso eterno” ignorando nuestros sufrimientos y luchas cotidianas contra el mal. En el Cielo no hay ociosidad, sino actividad. Si el Padre “siempre está actuando” (Jn 5,17), ¿cómo podrían sus hijos permanecer inactivos, indiferentes a nuestra lucha? Vivir y habitar en la comunión de los santos significa tomar conciencia de esta maravillosa solidaridad, abrirnos y participar en la acción del Cielo sobre la tierra.

6. La comunión no estaría completa sin pensar en nuestros hermanos y hermanas difuntos que aún no han alcanzado la visión beatífica, meta y supremo anhelo del corazón humano. Este es el significado de la Conmemoración de todos los Fieles Difuntos, que sigue a Todos los Santos. La Iglesia peregrina en la tierra los recuerda con cariño, ora por ellos con confianza y participa en su purificación mediante su intercesión. Cada vez que celebramos la Eucaristía los recordamos en la oración eucarística: “Acuérdate también de nuestros hermanos y hermanas que se durmieron en la esperanza de la resurrección y, en tu misericordia, de todos los difuntos: admítelos a la luz de tu rostro” (Plegaria Eucarística n. 2).

7. En esta ocasión, se nos anima a recordar con mayor frecuencia y solicitud fraterna a todos los fieles difuntos, especialmente a nuestros familiares y amigos con quienes compartimos una relación de afecto y gratitud. Es una oportunidad para fortalecer nuestro vínculo de comunión con ellos, ya que la muerte no rompe los lazos de amor, sino que los purifica y fortalece. Aunque el recuerdo de algunas personas pueda ser doloroso debido a los sufrimientos e injusticias padecidos, este período puede representar un tiempo de gracia para reconciliarnos con ellas, sanar nuestras heridas y apaciguar nuestros recuerdos. A la luz del Amor, ellos mismos ahora son bien conscientes del mal cometido y, arrepentidos, imploran nuestro perdón y rezan por nosotros.

8. Las celebraciones del 1 y 2 de noviembre, prolongadas durante todo el mes con la memoria de nuestros queridos difuntos, son una proclamación de nuestra fe pascual. La gracia de estas celebraciones nos permite profesar con mayor consciencia: “Creo en la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna”. Además, la inmersión en la Vida de Cristo Resucitado, primicia de los vivos, exorciza nuestro miedo a la muerte. La esperanza cristiana nos conduce en un proceso de transfiguración de la muerte hasta que, como San Francisco, podamos considerarla “hermana muerte”.

9. La contemplación de los santos y la experiencia de comunión con los difuntos nos lleva a confrontar nuestra vida con la futura y definitiva. La belleza de la comunión de los santos, si se vive realmente, nos impulsa a cambiar nuestros parámetros de vida: el cristiano que mira al Cielo no permite que los criterios mundanos guíen su existencia. Si nuestra mirada está iluminada por la Luz, nos comprometemos a colaborar para la realización del Reino de Dios en la tierra, promoviendo la paz, la justicia y la fraternidad universal.

10. En cuanto al Purgatorio, es necesario purificar esta doctrina de las visiones acumuladas en el imaginario cristiano a lo largo de los siglos. Después de la muerte, nos encontramos fuera del tiempo y del espacio, y no es posible “imaginar” el Purgatorio, sino sólo concebirlo. El Catecismo de la Iglesia Católica trata este tema de forma sobria, pero esencial (nn. 1030-1032), hablando de “purificación final o purgatorio”. San Pablo, en 1 Corintios 3,10-17, dice que “el fuego probará la calidad de la obra de cada uno” y que algunos se salvarán “como pasando a través del fuego”. Sin embargo, todo en Dios es gracia. ¡Incluso el Purgatorio! Es el suplemento de misericordia para hacernos “amor puro”. Podemos pensar que el “fuego purificador” es el fuego del Espíritu, que continúa en nosotros su obra de santificación y, al mismo tiempo, el fuego de la pasión de nuestra alma, que anhela la visión beatífica y sufre al sentirse aún “lejos”. Porque “fuerte como la muerte es el amor, tenaz como el reino de los muertos es la pasión: ¡sus llamas son llamas de fuego, una llama divina!” (Cantar de los Cantares 8,6).

P. Manuel João Pereira Correia, mccj

XXX Domingo ordinario (B)

Marcos 10,46-52: “¡Rabbuní, que recobre la vista!”
Mendigos de luz

La curación del ciego de Jericó es el último milagro narrado en el Evangelio de Marcos. Este relato sigue los tres anuncios de Jesús sobre su pasión, muerte y resurrección, acompañados por las catequesis dirigidas a los discípulos, que constituyen la columna vertebral de la parte central del Evangelio de Marcos.

Nos encontramos en Jericó, la última etapa para los peregrinos galileos que recorrían el camino a lo largo del Jordán, dirigidos hacia Jerusalén para la Pascua. La distancia entre Jericó y Jerusalén es de unos 27 kilómetros. El recorrido atraviesa un territorio desértico y montañoso, con un desnivel significativo: Jericó se encuentra a unos 258 metros bajo el nivel del mar, mientras que Jerusalén está situada a unos 750 metros sobre el nivel del mar. El camino, por lo tanto, es cuesta arriba y bastante fatigoso, un detalle relevante en el contexto del viaje de Jesús hacia Jerusalén, como lo describe Marcos.

El evangelista presta especial atención a la figura de Bartimeo, hijo de Timeu, probablemente una persona conocida en la comunidad primitiva. Además de mencionar el nombre de su padre, el evangelista describe cuidadosamente sus acciones: “Arrojó su manto, se levantó de un salto y fue hacia Jesús.” El manto, considerado la única posesión del pobre, también representaba la identidad de la persona. Por lo tanto, “arrojar el manto” simboliza despojarse de sí mismo. San Pablo, en la Carta a los Efesios (4,22), habla de “despojarse del hombre viejo”. Bartimeo es el único caso en el que se dice que la persona curada sigue a Jesús en el camino. Los Padres del Desierto veían en esto una alusión a la liturgia bautismal: antes de ser bautizado, el catecúmeno se despojaba de la vestidura, descendía desnudo a la piscina bautismal y, al ascender, era vestido con una túnica blanca.

Puntos de reflexión

1. Bartimeo, figura del discípulo: valor simbólico del milagro

La parte central del Evangelio de Marcos (capítulos 8-10), llamada “la sección del camino”, está enmarcada por dos curaciones de ciegos. Al principio de la sección encontramos la curación progresiva del ciego de Betsaida (8,22-26), que precede inmediatamente la profesión de fe de Pedro en Cesarea de Filipo. En ese caso, un ciego –sin nombre– es llevado a Jesús por algunos amigos que interceden por él. Al final de la sección, encontramos la curación de otro ciego, de nombre Bartimeo, que toma la iniciativa de pedir, gritando –a pesar de la oposición de la multitud– la gracia de recobrar la vista.

El relato tiene un gran valor simbólico: Bartimeo es el espejo del discípulo. En los últimos domingos, Marcos nos ha conducido a través del itinerario de los apóstoles. En este recorrido de formación y toma de conciencia de las exigencias del seguimiento, el discípulo descubre que es como ciego. Bartimeo es entonces el discípulo que se sienta al borde del camino, incapaz de continuar. Representa a cada uno de nosotros. Todos nosotros nos damos cuenta de que somos espiritualmente ciegos cuando se trata de seguir a Jesús por el camino de la cruz. Como Bartimeo, pedimos al Señor que nos cure de la ceguera que nos inmoviliza.

2. Bartimeo, nuestro hermano: “maestro” de oración

Bartimeo sabe exactamente qué pedir, a diferencia de Santiago y Juan, que “no sabían lo que pedían”. Él pide lo esencial a través de una oración simple y profunda: “¡Hijo de David, Jesús, ten piedad de mí!” En su súplica, Bartimeo expresa su fe en Jesús como Mesías, llamándolo “Hijo de David”, siendo la única persona en el Evangelio de Marcos en conferirle este título. Al mismo tiempo, manifiesta una relación de confianza, intimidad y ternura, llamando a Jesús por su nombre e invocándolo como “Rabbuní”, que significa “mi maestro”. Este título aparece solo dos veces en los Evangelios: aquí y en el relato de María Magdalena, en la mañana de Pascua (Jn 20,16).

La vida nace de la luz y se desarrolla gracias a la luz. Lo mismo sucede en la vida espiritual: sin la luz interior, nuestra vida espiritual es engullida por la oscuridad. A veces experimentamos la alegría de la luz, mientras que en otras ocasiones las tinieblas parecen invadir nuestra existencia. Problemas, sufrimientos, dificultades y debilidades oscurecen nuestra visión de la vida, haciéndonos incapaces de seguir al Señor. En esos momentos, la oración de Bartimeo viene en nuestra ayuda: “¡Rabbuní, que recobre la vista!” Bartimeo es un maestro de oración simple, esencial y confiada.

3. Compañeros de Bartimeo: mendigos de luz

En la Iglesia antigua, el bautismo se llamaba “iluminación”. Esta iluminación nos arranca de las tinieblas de la muerte, pero siempre está amenazada. Nos introduce en un camino de búsqueda continua de la luz. Como el girasol, el cristiano se vuelve diariamente hacia el Sol de Cristo. Cada mañana, mientras lavamos nuestros ojos físicos, con el alma en oración corremos a lavarnos en la piscina de Siloé de nuestro bautismo, como el ciego de nacimiento del que habla Juan en el capítulo 9 de su Evangelio. Y cuando nos encontramos ciegos, recordemos que existe el colirio de la Eucaristía. Con las manos que han recibido el Cuerpo luminoso de Cristo, podemos tocar nuestros ojos y nuestro rostro, recordando la experiencia de los dos discípulos de Emaús, a quienes se les abrieron los ojos al “partir el pan”. No solo nuestros ojos, sino también nuestro rostro está destinado a resplandecer, como el de Moisés (Ex 34,29). El rostro del cristiano refleja la gloria de Cristo (2Cor 3,18), convirtiéndose así en testigo de la Luz, puesta sobre el candelero del mundo.

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


Abandona el manto para poder ver mejor

Por: Fernando Armellini

Con esta lectura se cierra la parte central del evangelio de Marcos en la que Jesús dejaclaro cuál es la meta de su viaje y expone los requisitos morales que deben asumir los que quieren seguir sus pasos: el amor gratuito, sin condiciones y sin límites, la renuncia a los bienes y a toda ambición, el servicio desinteresado a los demás.

Jesús ya ha cubierto una buena parte de su viaje: partió de Galilea, pasó a lo largo del Jordán y ahora se encuentra en Jericó. Le faltan solo 27 km para llegar a la meta. Está a punto de comenzar el ascenso a la santa ciudad, y con él van los discípulos y una gran multitud (v. 46).

Desde el punto de vista histórico, la presencia de una gran multitud junto a Jesús es verosímil porque, con ocasión de la Pascua, hay muchas caravanas de peregrinos que van de camino a Jerusalén pero, desde el punto de vista teológico, es sorprendente. No se comprende que tantas personas todavía sigan a Jesús después de que, claramente, haya anunciado el destino que le espera, el cáliz amargo que tiene que beber, las aguas impetuosas del odio, de la persecución y del martirio en que debe sumergirse (cf. Mc 10,38)

Solo hay una explicación: Quienes lo acompañaban no han entendido o no han querido entender el significado de sus palabras. Ni siquiera los discípulos se han liberado todavía de la idea distorsionada que tienen sobre el Mesías. En sus corazones, continúan engañándose a sí mismos con la esperanza de que las predicciones hechas por Jesús hayan sido pronunciadas en un momento de amargura y decepción, y están convencidos de que al final todo va a terminar con un triunfo.

Su condición espiritual es similar a la de los ciegos, tienen ojos impenetrables a cualquier rayo de luz, insensibles a los colores más intensos. El Maestro los ha reprendido antes, pero fue en vano: “¿Todavía no entienden ni comprenden? ¿Tienen ojos y no ven?”(Mc 8,17-18) Y, a continuación, ha comenzado a curar su ceguera, con dificultad, interviniendo en varias ocasiones, como lo hizo con el ciego de Betsaida (cf. Mc 8,22-26). La parte central del evangelio de Marcos está dedicada por completo a estos intentos. Ahora está en Jericó y, antes de iniciar el ascenso a Jerusalén, hace un último signo: cura a otro ciego.

Con motivo de la Pascua, los judíos se mostraban particularmente generosos en sus limosnas: se sentían obligados a hacer participar a las personas desfavorecidas de la alegría de la fiesta. Para los mendigos, la salida de la ciudad de Jericó, donde el camino comienza a subir hacia Jerusalén, era el lugar ideal para colocarse y pedir ayuda a los peregrinos biendispuestos.

En el momento del paso de Jesús con el grupo de discípulos, entre estos mendigos sentados al borde del camino se encontraba un ciego identificado por su apellido, Bartimeo.El relato de su encuentro con Jesús lo narran los tres sinópticos y va más allá que una página de crónica. En la intención del evangelista Marcos es también una parábola, una alegoría del hombre iluminado por Cristo. Bartimeo es la imagen del discípulo que finalmente abre los ojos a la luz del Maestro y decide seguirlo a lo largo del camino. Consideremos las etapas que lo conducen a la curación.

La primera escena nos lo muestra sentado en el camino (v. 46) Vivir es moverse, proyectarse, construir, cultivar ideales. Bartimeo en cambio, más que vivir sobrevive, está inmóvil como un robot repitiendo los mismos gestos y las mismas palabras, se hace acompañar todos los días a los mismos ambientes; parece resignado a la condiciónlamentable que un nefasto destino le ha asignado. Representa a la persona que aún no ha sido iluminada por el Evangelio y por la luz de la Pascua: no camina hacia una meta; va a tientas, envuelto en el perenne y misterioso sucederse de nacer, vivir y morir.

Pide limosna (v. 46). No es autosuficiente, debe mendigar todo, incluso el afecto;depende de los demás, de las cosas, de los acontecimientos. El primer paso hacia la recuperación es tomar conciencia de su situación (v. 47). Solo aquel que se da cuenta de que está llevando una vida sin sentido, inaceptable, decide buscar una salida. Hay quienes se adaptan a su condición, se apegan a la enfermedad que le permite vivir de limosna sin hacer nada; se complacen en su situación. Bartimeo no se resigna a la oscuridad en la que está inmerso.

Un día se da cuenta de que algo está a punto de cambiar. Oye hablar de Jesús (vv. 47-48) e intuye que se le va a presentar la oportunidad de su vida: puede encontrar al “Hijo de David”, escuchar su voz curativa, abrir los ojos. Supera sus dudas y temores, la vergüenza y el qué dirán. Grita, pide ayuda, ya no quiere quedarse en su estado actual. También la curación de la ceguera espiritual comienza a partir de una profunda inquietud interior, por rechazo auna vida carente de valores e ideales. Surge de una insatisfacción íntima que estimula a buscar propuestas alternativas, que nos pone en búsqueda de nuevas propuestas, demodelos de vida diferentes de los que la sociedad y la moral corriente proponen.

El encuentro con los que siguen al Maestro es el primer paso hacia la luz (v. 47). Antes de llegar a Cristo hay que encontrar a los discípulos y existen dificultades que hay que superar.El que reflexiona y comienza a preguntarse si lo que está haciendo tiene sentido, se da cuenta rápidamente de que está moviéndose contra corriente, se siente inmediatamente confrontado en su esfuerzo por alcanzar la luz del cielo. Colegas de juerga, socios en asuntos ambiguos e incluso amigos, tal vez de buena fe, le ponen trabas, lo invitan a callarse, a dejar a un lado los temas evanescentes de la fe; sonríen sobre los tormentos del alma; sostienen que estas preocupaciones corresponden a personas psicológicamente inestables.

Frente a esta oposición, el ciego no se desanima; continúa invocando la luz; no se avergüenza de su condición; no oculta su angustia; a gritos pide ayuda a quien puede abrirle los ojos. Incluso los que acompañan a Jesús pueden ser un impedimento para aquellos quebuscan acercarse a la luz del Evangelio. Parece imposible que quienes han seguido al Maestro de Galilea, quienes han escuchado su Palabra y pertenecen al grupo de los discípulos, puedan estar todavía espiritualmente ciegos (Mc 8,18) y ser un obstáculo para quien quiere encontrar a Cristo.

Sin embargo, esto es lo que sucedió en Jericó, donde muchos reprendieron a Bartimeo para que se callara. Lo mismo sigue ocurriendo hoy. Revisar y ver si estamos realmente iluminados por Cristo o si lo seguimos solo de palabra es bastante simple. Lo revela la sensibilidad que tenemos frente al grito del pobre que pide ayuda. Quien se molesta, finge ignorarlo o intenta silenciarlo, quien está ocupado en proyectos más importantes, más devotos, más sublimes y no tiene tiempo de echar una mano a quien se tambalea en tinieblas, el que cree que hay algo más importante que detenerse, escuchar, comprender yayudar a quien desea encontrarse con el Señor, éste, incluso si cumple a la perfección todas las prácticas religiosas, sigue estando ciego.

Jesús escucha el grito de Bartimeo (v. 49) y exige que se le traiga a su presencia. Su llamada no se dirige directamente al ciego sino a los que están encargados de transmitirla.Estos mediadores representan a los verdaderos seguidores de Cristo, sensibles al clamor dequienes buscan la luz. Son los que dedican gran parte de su tiempo a escuchar los problemas de los hermanos en dificultad, que siempre tienen palabras de aliento, que indican a los ciegos el camino que conduce al Maestro.

En las palabras que dirigen a aquellos que han pasado toda una vida en las tinieblas del error, no hay ningún reproche, sino solo invitaciones a la alegría y la esperanza: “¡Ánimo! Levántate, que te llama” (v. 49). Y así llegamos a la última etapa. El ciego salta, arroja su capa y corre al encuentro de quien le puede dar la vista (v. 50). Los gestos no son muy probables. No es así como se comporta normalmente un ciego. Sería más lógico esperar que se pusiera el manto sobre los hombros y se moviera con paso inseguro para hacerse acompañar hasta Jesús. En lugar de ello, tira todo, se pone de pie de un salto y corre presuroso.

Tal como se presenta, la escena solo puede tener un valor simbólico y un mensaje teológico que comunicar. En Israel, la capa era considerada la única pertenencia de los pobres: “…porque no tiene otro vestido para cubrir su cuerpo y para acostarse…” (Éx 22,26). Como todo mendigo, Bartimeo la coloca sobre sus rodillas y la utiliza para recoger limosnas. El gesto de abandonarla, junto con las pocas monedas que los transeúntes benevolentes le hayan dado, indica un total desapego, decidido, radical, de la condición en que ha vivido. La vida que ha llevado hasta ese momento no le interesa más.

Su gesto hace referencia a lo que los catecúmenos de las comunidades de Marcos estaban haciendo en el día de su bautismo: arrojaban el vestido viejo, se desprendían de todo lo que les impedía correr en pos del Maestro. Era el signo de su renuncia a la vida antigua, a hábitos y comportamientos incompatibles con las decisiones de quien ha sido iluminado por Cristo.

El relato termina con el diálogo entre Jesús y el ciego (vv. 51-52). El Maestro pide a todo aquel que busca la luz que haga su profesión de fe, que demuestre creer en aquel que puede abrirle los ojos. El encuentro con Cristo y con su luz coloca a la persona en una condición nada fácil.

Bartimeo antes estaba sentado, ahora tiene que comenzar a caminar; antes tenía su “profesión” que, para bien o para mal, le daba de comer; ahora tiene que inventarse una vida completamente nueva; antes tenía un lugar para vivir entre personas conocidas y amigas; ahora deber partir para una aventura que se presenta difícil y arriesgada.

Quien se acerca a Cristo no debe engañarse pensando que llega a una vida cómoda y sin problemas. La experiencia de Bartimeo enseña que es muy arduo el camino que le espera a quien ha recibido la luz; ésta obliga a revisar costumbres, comportamientos, amistades, exige que la vida, el tiempo, los bienes sean gestionados de una manera radicalmente nueva. Quién desea ser iluminado por Cristo tiene que elegir entre el manto viejo y la luz.

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Con ojos nuevos

Por: José Antonio Pagola

La curación del ciego Bartimeo está narrada por Marcos para urgir a las comunidades cristianas a salir de su ceguera y mediocridad. Solo así seguirán a Jesús por el camino del Evangelio. El relato es de una sorprendente actualidad para la Iglesia de nuestros días.

Bartimeo es “un mendigo ciego sentado al borde del camino”. En su vida siempre es de noche. Ha oído hablar de Jesús, pero no conoce su rostro. No puede seguirlo. Está junto al camino por el que marcha Jesús, pero está fuera. ¿No es esta nuestra situación? ¿Cristianos ciegos, sentados junto al camino, incapaces de seguir a Jesús?

Entre nosotros es de noche. Desconocemos a Jesús. Nos falta luz para seguir su camino. Ignoramos hacia dónde se encamina la Iglesia. No sabemos siquiera qué futuro queremos para ella. Instalados en una religión que no logra convertirnos en seguidores de Jesús, vivimos junto al Evangelio, pero fuera. ¿Qué podemos hacer?

A pesar de su ceguera, Bartimeo capta que Jesús está pasando cerca de él. No duda un instante. Algo le dice que en Jesús está su salvación: “¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!”. Este grito repetido con fe va a desencadenar su curación.

Hoy se oyen en la Iglesia quejas y lamentos, críticas, protestas y mutuas descalificaciones. No se escucha la oración humilde y confiada del ciego. Se nos ha olvidado que solo Jesús puede salvar a esta Iglesia. No percibimos su presencia cercana. Solo creemos en nosotros.

El ciego no ve, pero sabe escuchar la voz de Jesús que le llega a través de sus enviados: “¡Ánimo, levántate, que te llama!”. Este es el clima que necesitamos crear en la Iglesia. Animarnos mutuamente a reaccionar. No seguir instalados en una religión convencional. Volver a Jesús que nos está llamando. Este es el primer objetivo pastoral.

El ciego reacciona de forma admirable: suelta el manto que le impide levantarse, da un salto en medio de su oscuridad y se acerca a Jesús. De su corazón solo brota una petición: “Maestro, que recobre la vista”. Si sus ojos se abren, todo cambiará. El relato concluye diciendo que el ciego recobró la vista y “le seguía por el camino”.

Esta es la curación que necesitamos hoy los cristianos. El salto cualitativo que puede cambiar a la Iglesia. Si cambia nuestro modo de mirar a Jesús, si leemos su Evangelio con ojos nuevos, si captamos la originalidad de su mensaje y nos apasionamos con su proyecto de un mundo más humano, la fuerza de Jesús nos arrastrará. Nuestras comunidades conocerán la alegría de vivir siguiéndolo de cerca.

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El mendigo que no quería dinero

Por: José Luis Sicre

El evangelio de este domingo cuenta el ultimo milagro realizado por Jesús durante su vida pública. Pero no es uno más; el relato depara interesantes sorpresas.

El protagonismo de Bartimeo

En contra de lo que cabría esperar, el principal protagonista no es Jesús. Este se limita a ir por el camino y, cuando oye a uno que le grita repetidamente pidiéndole que se compadezca de él, ni siquiera se acerca para saber qué quiere. Lo manda llamar. Y cuando tiene lugar el milagro, no se lo atribuye; todo es mérito del ciego.

En cambio, a Bartimeo le concede el evangelista una atención especial. Aparte de indicarnos el nombre de su padre (detalle que no se da en otros casos) se describe con detalle todo lo que hace. Ha elegido un buen sitio para pedir limosna: el camino de Jericó a Jerusalén, uno de los más transitados. Y cuando se entera de que quien pasa es “Jesús el nazareno” comienza a gritar pidiéndole que se compadezca de él. En nuestras calles y en las entradas de las iglesias nunca faltan mendigos. En general se comportan de forma educada, a veces ni hablan, les basta un gesto. ¿Qué sentiríamos si uno de ellos se pusiera a gritar repitiendo: «Ten compasión de mí»? Reaccionaríamos igual que los que acompañan a Jesús: diciéndole que se calle. Pero Bartimeo insiste, grita cada vez más. Y cuando consigue que Jesús lo llame parece que ha dejado de ser ciego. De un salto, sin miedo a tropezar, deja tirado su manto y marcha hacia él. Entonces ocurre lo más sorprendente.

Tres finales posibles

Imaginemos lo que podría haber ocurrido para comprender mejor lo que ocurrió.

Primer final: Cuando Jesús le pregunta qué quiere de él, Bartimeo no lo duda: una buena limosna. Jesús encarga a Judas que se la dé, este lo hace a regañadientes, y Bartimeo duda si seguir pidiendo o marcharse a su casa a descansar.

Segundo final: Cuando Jesús le pregunta qué quiere de él, no lo duda: «Volver a ver». Jesús, apartándolo de los presentes (como hizo en otro caso parecido) le toca los ojos y le concede lo que pide. Bartimeo recoge su manto y vuelve a su casa. Cuando su mujer y sus amigos se recuperan de la sorpresa, le dicen: «Ya no tienes excusa para no trabajar». Bartimeo se arrepiente de haber pedido el milagro.

Tercer final: Cuando Jesús le pregunta qué quiere de él, no lo duda: «Volver a ver». Jesús no hace nada, pero Bartimeo recupera de inmediato la vista. Olvidando su manto, su familia, sus amigos, sigue a Jesús camino de Jerusalén.

Bartimeo, los discípulos y nosotros

Cuando leemos este relato en el conjunto del evangelio de Marcos nos damos cuenta de que tiene una importancia enorme.

Este episodio cierra una larga sección del evangelio en la que Jesús ha ido formando a sus discípulos sobre los temas más diversos: los peligros que corren (ambición, escándalo, despreocupación por los pequeños), las obligaciones que tienen (corrección fraterna, perdón) y el desconcierto que experimentan ante las ideas de Jesús a propósito del matrimonio, los niños y la riqueza. Después de todas esas enseñanzas, el discípulo, y cualquiera de nosotros, puede sentirse como ciego, incapaz de ver y pensar como Jesús.

En este contexto, la actitud de Bartimeo, gritando insistentemente a Jesús que se compadezca de él, es un símbolo de la actitud que debemos tener cuando no acabamos de entender, o no somos capaces de practicar lo que Jesús enseña. Pedirle que seamos capaces de ver y de seguirle incluso en los momentos más difíciles.

Otros detalles interesantes del relato.

1. Bartimeo llama a Jesús “hijo de David”. Es la única persona que le da este título en el evangelio de Mc. Puede tener dos sentidos: a) Jesús, como “hijo de David”, es el Mesías esperado, el rey de Israel; aunque inmediatamente antes haya hablado de su muerte, de que ha venido a servir, no a ser servido, el ciego confiesa su fe en la dignidad de Jesús y en su poder de curarlo. b) Jesús, como “hijo de David”, es igual que Salomón, al que las leyendas posteriores terminaron atribuyendo poder de curaciones. En este sentido se usa con más frecuencia en el evangelio de Mateo.

2. Es curioso que se cuente que “soltó el manto” antes de acercarse a Jesús. Parece un detalle innecesario. Sin embargo, recuerda lo que se ha dicho al comienzo del evangelio a propósito de los primeros discípulos, que “dejando las redes, lo siguieron” (Mc 1,18).

3. Aunque Bartimeo piensa que Jesús puede curarlo, Jesús le dice “tu fe te ha curado”, poniendo de relieve la importancia de la fe.

4. Este es el único caso en todo el evangelio en el que una persona, después de ser curada, sigue a Jesús por el camino. Aunque el texto no lo dice, lo sigue hacia Jerusalén, hacia la muerte y la resurrección. Una vez más, Bartimeo se convierte en modelo para nosotros.

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La fe calienta el corazón e ilumina los pasos del discípulo

Por: P. Romeo Ballan, mccj

Jericó: ciudad en el valle del río Jordán, a 10 km al norte del Mar Muerto, de clima templado, por debajo del nivel del mar, “ciudad de las palmeras” (Dt 34,3), está considerada la primera ciudad amurallada de la historia (8.000 años a.C.); sus murallas se derrumbaron de manera espectacular ante los ojos del pueblo de Israel (Jos 6). Jesús la conocía bien. En los alrededores de Jericó fue bautizado y vivió los 40 días de tentaciones; Él mismo habló del camino que bajaba de Jerusalén a Jericó (la ruta del Buen Samaritano). Aquí encontró al publicano Zaqueo y antes de subir a Jerusalén realizó el milagro del ciego Bartimeo (Evangelio), en un contexto significativo.

La curación de Bartimeo, el ciego de Jericó, marca un punto de llegada y una nueva partida, en la narración del Evangelio de Marcos. Es el último milagro de sanación realizado por Jesús, al concluir una serie de enseñanzas morales y el punto de partida hacia Jerusalén, donde Él ha de vivir los acontecimientos de su última semana terrena, la Semana Santa, desde el ingreso triunfal en la ciudad hasta la pasión y la resurrección.

Jesús ha dado importantes enseñanzas morales, que, si se llevan a la práctica, renuevan a las personas desde dentro, con un cambio de mentalidad y de conducta (metanoia). Las exigencias morales que Jesús presenta (ver los pasajes del Evangelio de Marcos en los domingos anteriores) llevan a la conversión del corazón, dando como resultado la libertad interior de la persona. Antes que de renuncias, es más justo decir que aquellas enseñanzas son un don de liberación-purificación del corazón, para descubrir y seguir a Jesús, que es el verdadero tesoro. Tenemos, por tanto, la liberación del egoísmo (negarse a sí mismo, cargar con la cruz: 8,32-38); libertad en los afectos (unidad e indisolubilidad del matrimonio, amor y respeto por los niños: 10,2-16); libertad frente a las riquezas (peligro de las riquezas: 10,17-31); libertad del poder (autoridad como servicio: 10,35-45); y otros.

En cada uno de estos ámbitos el discípulo vive la tensión permanente entre la mentalidad mundana dominante y la llamada de Jesús. A menudo esta tensión llega a un choque, unconflicto entre la oscuridad del mal y la luz del Evangelio. En este punto, antes de empezar la subida hacia Jerusalén, Marcos pone, emblemáticamente, la curación del ciego de Jericó (Evangelio), que narra como un hecho milagroso y, al mismo tiempo, rico de simbología.

El ciego “estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna” (v. 46): era inmóvil, mendigo y, por tanto, dependiente de los demás. Cuando Jesús se acerca, la vida del ciego cambia: le grita dos veces su situación implorando ayuda (v. 47-48). Tropieza con el grupo de los discípulos, que en un primer momento lo estorban y lo obstaculizan, pero después lo animan a ir hacia Jesús que lo llama (v. 49). El ciego suelta el manto – símbolo de su seguridad hasta ese momento – da un salto, se acerca a Jesús, recibe de Él la fe y la vista y lo sigue por el camino (v. 52). El encuentro con Jesús transforma la vida de Bartimeo, que empieza a seguirlo como discípulo. También para cada uno de nosotros, el seguimiento de Cristo ha nacido de nuestro encuentro con Él. El camino que sube a Jerusalén es duro, sobre todo por los acontecimientos que le esperan a Jesús en esa Semana; pero el discípulo, ahora iluminado, sabe que el Maestro lo precede y lo atrae en pos de sí por el camino de la humildad y del servicio, con amor y libertad interior.

Bartimeo es un símbolo del discípulo que por fin abre los ojos a la luz del Maestro y toma la decisión de seguirle por el camino… La llamada de Jesús no llega directamente al ciego; hay alguien encargado de comunicársela. Estos mediadores representan a los auténticos seguidores de Cristo, sensibles al grito de quien busca la luz. Son aquellos que consagran una buena parte de su tiempo a escuchar los problemas de los hermanos en dificultad, que tienen siempre palabras de aliento, que indican a los ciegos el camino que lleva al Maestro” (F. Armellini). Esta es la responsabilidad misionera de la comunidad de los creyentes: transformados por el amor de Dios, su tarea es evitar los tropiezos y facilitar, con el testimonio y la palabra, el camino para los que buscan la luz y la verdad de Jesús. (*)

En esta búsqueda del Señor, el Bautismo es un punto de llegada, pero, al mismo tiempo, es la base del compromiso misionero de cada cristiano: el ciego, iluminado y seducido por Cristo, declara ante todos el gozo de seguir sus huellas. El compromiso misionero de todo bautizado no tiene fronteras: empieza en las realidades cercanas y llega, con la oración y la solidaridad, hasta los confines del mundo.

Nueva encíclica del Papa sobre el Sagrado Corazón de Jesús

«Dilexit nos», la cuarta Encíclica de Francisco, retoma la tradición y actualidad del pensamiento «sobre el amor humano y divino del Corazón de Jesucristo», invitándonos a renovar su auténtica devoción para no olvidar la ternura de la fe, la alegría de ponerse al servicio y el fervor de la misión: porque el Corazón de Jesús nos impulsa a amar y nos envía a los hermanos.

Alessandro Di Bussolo – Vaticannews.va

«”Nos amó”, dice san Pablo refiriéndose a Cristo (Rm 8,37), para hacernos descubrir que de este amor nada “podrá separarnos” (Rm 8,39)». Así comienza la cuarta Encíclica del Papa Francisco, titulada a partir del incipit «Dilexit nos» y dedicada al amor humano y divino del Corazón de Jesucristo: «Su corazón abierto va delante de nosotros y nos espera sin condiciones, sin exigir ningún requisito previo para amarnos y ofrecernos su amistad: Él nos amó primero (cf. 1 Jn 4,10). Gracias a Jesús ‘hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene’ (1 Jn 4, 16)» (1).

El amor de Cristo representado en su Corazón santo

En una sociedad -escribe el Papa- que ve multiplicarse «diversas formas de religiosidad sin referencia a una relación personal con un Dios de amor» (87), mientras el cristianismo olvida a menudo «la ternura de la fe, la alegría de la entrega al servicio, el fervor de la misión de persona a persona» (88), el Papa Francisco propone una nueva profundización en el amor de Cristo representado en su santo Corazón y nos invita a renovar nuestra auténtica devoción recordando que en el Corazón de Cristo «podemos encontrar todo el Evangelio» (89): es en su Corazón donde «finalmente nos reconocemos y aprendemos a amar» (30).

El mundo parece haber perdido su corazón

Francisco explica que, encontrando el amor de Cristo, «nos hacemos capaces de tejer lazos fraternos, de reconocer la dignidad de todo ser humano y de cuidar juntos nuestra casa común», como nos invita a hacer en sus encíclicas sociales Laudato si ‘ y Fratelli tutti (217). Y ante el Corazón de Cristo, pide al Señor «que vuelva a tener compasión de esta tierra herida» y derrame sobre ella «los tesoros de su luz y de su amor», para que el mundo, «sobreviviendo entre guerras, desequilibrios socioeconómicos, consumismo y uso antihumano de la tecnología, recupere lo más importante y necesario: el corazón» (31). Al anunciar la preparación del documento al final de la audiencia general del 5 de junio, el Pontífice había dejado claro que ayudaría a meditar sobre los aspectos «del amor del Señor que pueden iluminar el camino de la renovación eclesial; pero también que pueden decir algo significativo a un mundo que parece haber perdido el corazón». Y ello mientras se celebran los 350 años de la primera manifestación del Sagrado Corazón de Jesús a Santa Margarita María Alacoque en 1673, que se clausurarán el 27 de junio de 2025.

La importancia de volver al corazón

Abierta por una breve introducción y dividida en cinco capítulos, la Encíclica sobre el culto al Sagrado Corazón de Jesús recoge, como se anunció en junio, «las preciosas reflexiones de anteriores textos magisteriales y de una larga historia que se remonta a las Sagradas Escrituras, para volver a proponer hoy, a toda la Iglesia, este culto cargado de belleza espiritual».

El primer capítulo, «La importancia del corazón», explica por qué es necesario «volver al corazón» en un mundo en el que estamos tentados de «convertirnos en consumistas insaciables y esclavos de los engranajes de un mercado» (2). Lo hace analizando lo que entendemos por «corazón»: la Biblia habla de él como un núcleo «que está detrás de todas las apariencias» (4), un lugar donde «no importa lo que se muestre por fuera ni lo que se oculte, ahí estamos nosotros mismos» (6). Al corazón conducen las preguntas que importan: qué sentido quiero que tengan mi vida, mis opciones o mis acciones, quién soy yo ante Dios (8). El Papa señala que la actual devaluación del corazón proviene del «racionalismo griego y precristiano, del idealismo postcristiano y del materialismo», de modo que en el gran pensamiento filosófico se han preferido conceptos como «razón, voluntad o libertad». Y al no encontrar lugar para el corazón, «ni siquiera se ha desarrollado ampliamente la idea de un centro personal» que pueda unificarlo todo, a saber, el amor (10). En cambio, para el Pontífice, hay que reconocer que «yo soy mi corazón, porque es lo que me distingue, me configura en mi identidad espiritual y me pone en comunión con los demás» (14).

El mundo puede cambiar a partir del corazón

Es el corazón «el que une los fragmentos» y hace posible «cualquier vínculo auténtico, porque una relación que no se construye con el corazón es incapaz de superar la fragmentación del individualismo» (17). La espiritualidad de santos como Ignacio de Loyola (aceptar la amistad del Señor es cosa del corazón) y san John Henry Newman (el Señor nos salva hablándonos al corazón desde su Sagrado Corazón) nos enseña, escribe el Papa Francisco, que «ante el Corazón de Jesús, vivo y presente, nuestra mente, iluminada por el Espíritu, comprende las palabras de Jesús» (27). Y esto tiene consecuencias sociales, porque el mundo puede cambiar «a partir del corazón» (28).

«Gestos y palabras de amor»

El segundo capítulo está dedicado a los gestos y palabras de amor de Cristo. Los gestos con los que nos trata como amigos y muestra que Dios «es cercanía, compasión y ternura» se ven en sus encuentros con la samaritana, con Nicodemo, con la prostituta, con la adúltera y con el ciego del camino (35). Su mirada, que «escruta lo más profundo de tu ser» (39), muestra que Jesús «presta toda su atención a las personas, a sus preocupaciones, a su sufrimiento» (40). De tal manera «que admira las cosas buenas que reconoce en nosotros», como en el centurión, aunque los demás las ignoren (41). Su palabra de amor más elocuente es estar «clavado en la Cruz», después de llorar por su amigo Lázaro y sufrir en el Huerto de los Olivos, consciente de su propia muerte violenta «a manos de aquellos a quienes tanto amaba» (46).

El misterio de un corazón que amó tanto

En el tercer capítulo, «Este es el Corazón que tanto amó», el Pontífice recuerda cómo la Iglesia reflexiona y ha reflexionado en el pasado «sobre el santo misterio del Corazón del Señor». Lo hace refiriéndose a la Encíclica Haurietis aquas, de Pío XII, sobre la devoción al Sagrado Corazón de Jesús (1956). Aclara que «la devoción al Corazón de Cristo no es la adoración de un órgano separado de la Persona de Jesús», porque adoramos «a Jesucristo entero, el Hijo de Dios hecho hombre, representado en una imagen suya en la que destaca su corazón» (48). La imagen del corazón de carne, subraya el Papa, nos ayuda a contemplar, en la devoción, que «el amor del Corazón de Jesucristo, no sólo incluye la caridad divina, sino que se extiende a los sentimientos del afecto humano» (61) Su Corazón, continúa Francisco citando a Benedicto XVI, contiene un «triple amor»: el amor sensible de su corazón físico «y su doble amor espiritual, el humano y el divino» (66), en el que encontramos «lo infinito en lo finito» (64).

El Sagrado Corazón de Jesús es una síntesis del Evangelio

Las visiones de algunos santos particularmente devotos del Corazón de Cristo – precisa Francisco – «son bellos estímulos que pueden motivar y hacer mucho bien», pero «no son algo que los creyentes estén obligados a creer como si fueran la Palabra de Dios». Así, el Papa recuerda a Pío XII que no se puede decir que este culto «deba su origen a revelaciones privadas». Al contrario, «la devoción al Corazón de Cristo es esencial a nuestra vida cristiana, en cuanto significa la plena apertura de la fe y de la adoración al misterio del amor divino y humano del Señor, hasta el punto de que podemos afirmar una vez más que el Sagrado Corazón es una síntesis del Evangelio» (83). A continuación, el Pontífice invita a renovar la devoción al Corazón de Cristo también para contrarrestar «las nuevas manifestaciones de una “espiritualidad sin carne” que se multiplican en la sociedad» (87). Es necesario volver a la «síntesis encarnada del Evangelio» (90) frente a «comunidades y pastores centrados sólo en actividades externas, reformas estructurales desprovistas de Evangelio, organizaciones obsesivas, proyectos mundanos, pensamiento secularizado, en diversas propuestas presentadas como exigencias que a veces se pretende imponer a todos» (88).

La experiencia de un amor «que da de beber»

En los dos últimos capítulos, el Papa Francisco destaca los dos aspectos que «la devoción al Sagrado Corazón debe mantener unidos para seguir alimentándonos y acercándonos al Evangelio: la experiencia espiritual personal y el compromiso comunitario y misionero» (91). En el cuarto, «El amor que da de beber», relee las Sagradas Escrituras y, con los primeros cristianos, reconoce a Cristo y su costado abierto en «aquel a quien traspasaron», al que Dios se refiere a sí mismo en la profecía del libro de Zacarías. Un manantial abierto para el pueblo, para saciar su sed del amor de Dios, «para lavar el pecado y la impureza» (95). Varios Padres de la Iglesia mencionaron «la llaga del costado de Jesús como fuente del agua del Espíritu», sobre todo san Agustín, que «abrió el camino a la devoción al Sagrado Corazón como lugar de encuentro personal con el Señor» (103). Poco a poco, este costado herido, recuerda el Papa, «llegó a asumir la figura del corazón» (109), y enumera varias santas mujeres que «contaron experiencias de su encuentro con Cristo, caracterizadas por el descanso en el Corazón del Señor» (110). Entre los devotos de los tiempos modernos, la Encíclica habla en primer lugar de san Francisco de Sales, que representa su propuesta de vida espiritual con «un corazón atravesado por dos flechas, encerrado en una corona de espinas» (118).

Las apariciones a santa Margarita María Alacoque

Bajo la influencia de esta espiritualidad, santa Margarita María Alacoque relata las apariciones de Jesús en Paray-le-Monial, entre finales de diciembre de 1673 y junio de 1675. El núcleo del mensaje que se nos transmite puede resumirse en aquellas palabras que oyó santa Margarita: «He aquí aquel Corazón que tanto amó a los hombres y que no escatimó nada hasta agotarse y consumirse para darles testimonio de su Amor» (121).

Teresa de Lisieux, Ignacio de Loyola y Faustina Kowalska

De Santa Teresa de Lisieux, el documento recuerda haber llamado a Jesús «Aquel cuyo corazón latía al unísono con el mío» (134) y sus cartas a su hermana Sor María, que ayudan a no centrar la devoción al Sagrado Corazón «en un aspecto doloroso», el de quienes entendían la reparación como «primacía de los sacrificios», sino en la confianza «como la mejor ofrenda, agradable al Corazón de Cristo» (138). El Pontífice jesuita dedica también algunos pasajes de la Encíclica al lugar del Sagrado Corazón en la historia de la Compañía de Jesús, subrayando que en sus Ejercicios Espirituales, San Ignacio de Loyola propone al ejercitante «entrar en el Corazón de Cristo» en un diálogo de corazón a corazón. En diciembre de 1871, el padre Beckx consagró la Compañía al Sagrado Corazón de Jesús, y el padre Arrupe volvió a hacerlo en 1972 (146). Las experiencias de santa Faustina Kowalska, se recuerda, vuelven a proponer la devoción «con un fuerte acento en la vida gloriosa del Resucitado y en la misericordia divina» y, motivado por ellas, san Juan Pablo II también «vinculó íntimamente su reflexión sobre la misericordia con la devoción al Corazón de Cristo» (149). Hablando de la «devoción de consolación», la Encíclica explica que ante los signos de la Pasión conservados por el Corazón del Resucitado, es inevitable «que el creyente desee responder» también «al dolor que Cristo aceptó soportar por tanto amor» (151). Y pide «que nadie se burle de las expresiones de fervor creyente del pueblo fiel de Dios, que en su piedad popular busca consolar a Cristo» (160). Para que entonces «deseosos de consolarlo, salgamos consolados» y «también nosotros podamos consolar a los que se encuentran en toda clase de aflicciones» (162).

La devoción al Corazón de Cristo nos envía a los hermanos

El quinto y último capítulo, «Amar por amor», profundiza en la dimensión comunitaria, social y misionera de toda auténtica devoción al Corazón de Cristo, que, al «llevarnos al Padre, nos envía a los hermanos» (163). De hecho, el amor a los hermanos es el «mayor gesto que podemos ofrecerle a Él a cambio de amor» (167). Mirando a la historia de la espiritualidad, el Pontífice recuerda que el compromiso misionero de san Carlos de Foucauld hizo de él un «hermano universal»: «dejándose modelar por el Corazón de Cristo, quiso acoger en su corazón fraterno a toda la humanidad sufriente» (179). Francisco habla luego de «reparación», como explicaba san Juan Pablo II: «ofreciéndonos juntos al Corazón de Cristo, «sobre las ruinas acumuladas por el odio y la violencia, se pueda construir la civilización del amor tan anhelada, el reino del Corazón de Cristo» (182).

La misión de enamorar al mundo

La Encíclica recuerda de nuevo con san Juan Pablo II que «la consagración al Corazón de Cristo «debe asimilarse a la acción misionera de la Iglesia misma, porque responde al deseo del Corazón de Jesús de propagar en el mundo, a través de los miembros de su Cuerpo, su entrega total al Reino». En consecuencia, a través de los cristianos, «se derramará el amor en el corazón de los hombres, para que se edifique el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia y se construya también una sociedad de justicia, paz y fraternidad» (206). Para evitar el gran riesgo, subrayado por san Pablo VI, de que en la misión «se digan muchas cosas y se hagan muchas cosas, pero no se pueda provocar el feliz encuentro con el amor de Cristo» (208), necesitamos «misioneros en el amor, que aún se dejen conquistar por Cristo» (209).

La oración de Francisco

El texto concluye con esta oración de Francisco: «Pido al Señor Jesús que de su santo Corazón broten para todos nosotros ríos de agua viva para curar las heridas que nos infligimos, para fortalecer nuestra capacidad de amar y de servir, para impulsarnos a aprender a caminar juntos hacia un mundo justo, solidario y fraterno. Esto hasta que celebremos juntos con alegría el banquete del reino celestial. Allí estará Cristo resucitado, que armonizará todas nuestras diferencias con la luz que brota sin cesar de su Corazón abierto. Bendito sea siempre!» (220).

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XXIX Domingo ordinario. Año B

Marcos 10,35-45: “¡Pero entre ustedes no debe ser así!”
Descender e inmersión: la vocación cristiana

El Evangelio de este XXIX domingo nos invita a reflexionar sobre otro aspecto fundamental de nuestra vida personal y social. Después de haber abordado los temas del matrimonio y la riqueza, hoy se trata del poder. Estos tres temas — afectos, bienes y relaciones — forman una tríada que, de alguna manera, abarca toda nuestra existencia.

Las tres cuestiones son abordadas en la parte central del evangelio de Marcos (capítulos 8-10). Son tres catequesis de Jesús, dirigidas principalmente a los Doce, sobre la especificidad de la conducta del discípulo.

El contexto de estas enseñanzas es particularmente significativo: tres veces, Jesús anuncia su pasión, muerte y resurrección. Sin embargo, cada vez, los discípulos reaccionan con incomprensión, adoptando actitudes que contrastan profundamente con el mensaje que Jesús intenta transmitir. El episodio de la petición de Santiago y Juan, narrado en el Evangelio de hoy — es decir, sentarse uno a la derecha y el otro a la izquierda de Jesús — es emblemático en este sentido. Tal vez por respeto a estas dos “columnas” de la Iglesia, Lucas omite el relato, mientras que Mateo atribuye dicha solicitud a su madre (20,20-24).

El momento en que ocurre el episodio es muy particular. El grupo estaba subiendo a Jerusalén. “Jesús caminaba delante de ellos, y ellos estaban asombrados; los que lo seguían tenían miedo”. Y, una vez más, por tercera vez, Jesús anuncia con más detalles lo que le va a suceder en Jerusalén. Usa siete verbos, pesados como piedras: será entregado (a las autoridades judías), condenado, entregado (a los paganos), ridiculizado, escupido, azotado, asesinado… Pero al tercer día resucitará (Marcos 10,32-34).

En este contexto dramático, Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, a quienes Jesús llama “Boanerges” (hijos del trueno), se acercan para hacer una solicitud: “Maestro, queremos que hagas por nosotros lo que te vamos a pedir”. No piden un favor, sino que hacen una exigencia. “Concédenos que nos sentemos, en tu gloria, uno a tu derecha y otro a tu izquierda”. Una solicitud realizada con audacia delante de todo el grupo, que revela sus expectativas de un mesianismo terrenal. Mientras caminan, ya piensan en sentarse. Mientras Jesús habla de sufrimiento y muerte, ellos piensan en la gloria. Podemos intuir las motivaciones de su exigencia: estaban entre los primeros en ser llamados, formaban parte del grupo privilegiado (Pedro, Santiago y Juan) y, tal vez, también eran primos de Jesús, hijos de Salomé, probablemente hermana de María. Jesús les responde con tristeza: “¡No saben lo que están pidiendo!”.

Entonces Jesús continúa, con un toque de ironía: “¿Pueden beber la copa que yo bebo, o ser bautizados con el bautismo con que yo soy bautizado?” Es decir, ¿están listos para compartir mi destino de sufrimiento? Ellos responden decididos: “Podemos”. En parte, su solicitud será concedida. Santiago será el primer apóstol en ser martirizado, en el año 44, y según algunas tradiciones, Juan también morirá mártir. Pero en cuanto a sentarse a la derecha e izquierda de su “trono de gloria” (¡que será la cruz!), ese lugar ya estaba reservado para otros: los dos malhechores que serían crucificados con Jesús.

Los demás discípulos, al oír todo esto, se indignan. Es comprensible, dado que algún tiempo antes habían discutido sobre quién era el más grande entre ellos. En ese momento, Jesús los llama y, con paciencia, les da una catequesis sobre el poder: “El que quiera ser grande entre ustedes, que sea su servidor (diakonos), y el que quiera ser el primero, que sea esclavo (doulos) de todos. Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida como rescate por muchos”. Jesús, el ‘Hijo del Hombre’, revela un rostro y un nombre de Dios inéditos y desconcertantes: ¡el Siervo! Aquel que se despojará y se arrodillará ante cada uno de nosotros para lavarnos los pies.

Reflexiones

¡Todos somos hijos de Zebedeo!
En cada uno de nosotros hay un deseo de ser el primero. Sed de poder, ambición en la sociedad, afán de carrera en la Iglesia: ¿quién puede afirmar estar inmune? Pero el Señor no nos pide ocupar el último lugar absoluto — ese lugar lo reservó para sí mismo — sino asumir un papel de servicio, en la familia, en el trabajo o en la Iglesia, con humildad y gratuidad, sin exigencias. En este servicio, encontraremos a Jesús como compañero, y esto realmente nos hará “reinar” con Él. A veces, esta elección nos llevará a ser también “crucificados”, pero en esos momentos comenzaremos a conocer cuál es “la anchura, la longitud, la altura y la profundidad… del amor de Cristo” (Efesios 3,18-19).

Descender e inmersión.
Cada palabra de Jesús nos pone ante una elección. Como dijo el Papa Francisco: “Estamos ante dos lógicas opuestas: los discípulos quieren sobresalir, Jesús quiere sumergirse”. A la lógica mundana, “Jesús opone la suya: en lugar de elevarse por encima de los demás, bajar del pedestal para servirlos; en lugar de sobresalir por encima de los demás, sumergirse en la vida de los demás”. (Ángelus 17.10.2021). Con el bautismo, elegimos esta lógica de servicio. Estamos llamados a descender de una posición de cómoda posición para sumergirnos en la vida del mundo, en las situaciones de injusticia, sufrimiento y pobreza. Si la sociedad se está alejando de Dios, nuestra misión es salir e ir hacia los “cruces de caminos” para llevar a todos la invitación del Rey, como nos recuerda el Papa en el mensaje para la Jornada Mundial de las Misiones que celebramos hoy.

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


Mientras suben a Jerusalén, Jesús va anunciando a sus discípulos el destino doloroso que le espera en la capital. Los discípulos no le entienden. Andan disputando entre ellos por los primeros puestos. Santiago y Juan, discípulos de primera hora, se acercan a él para pedirle directamente sentarse un día “el uno a tu derecha y el otro a tu izquierda”.
No es el poder, sino el servicio

Comentario a Mc 10, 35-45

Con la ayuda de Marcos, seguimos a Jesús ya casi llegando a Jerusalén. En el camino, haciendo parte del grupo de los discípulos, nos metemos de lleno en el diálogo de Jesús con los hijos del Zebedeo y su madre sobre la autoridad y el servicio. Hoy, por otra parte, se celebra en la Iglesia la Jornada Misionera Mundial, lo que da a nuestro breve comentario evangélico un ángulo especial de lectura, es decir, el servicio misionero que todos los discípulos de Jesús estamos llamados a realizar en el mundo. Me parece que los hijos del Zebedeo nos ayudan a hacer algunas reflexiones significativas:

– Quieren ocupar los puestos importantes en el proyecto de Jesús. ¿Y quién no? Todos nosotros buscamos ser importantes; a todos nosotros nos gusta que nos consideren para puestos de relevancia, que nos elogien, que nos elijan para ejercer alguna autoridad. Y a mí me parece que eso no está mal, forma parte de nuestra naturaleza y, seguramente, una cierta ambición es positiva para nosotros mismos y para la comunidad. Lo que tenemos que hacer es convertir esa necesidad de ser importantes en una fuerza positiva para nosotros y para los demás.

– Parecen ser bastante inconscientes de lo que piden. Por una parte, no conocen el proyecto de Jesús, que consiste en dar la vida, y, por otra, no son conscientes de los sacrificios que su mismo deseo de protagonismo comporta.

– Jesús aprovecha de su petición para hacerles progresar en el discipulado. A partir de su petición, Jesús dialoga con ellos y les va abriendo los ojos: No se trata de ocupar los primeros puestos, sino de “beber el cáliz”, es decir, de asumir un servicio con todas sus consecuencias: el servicio puede tener sus compensaciones y su gloria, pero implica, antes que nada, asumir una responsabilidad, aceptar las críticas, emplear el propio tiempo y las propias energías. Jesús pide capacidad de estar “a alas duras y a las maduras”. Cuando nos piden un servicio, debemos hacer las cuentas con nuestra capacidad de “beber el cáliz” que tal servicio comporta. Puede que eso nos traiga agradecimientos y elogios, pero también sacrificio y quizá humillación.

– En todo caso, ellos y los demás discípulos aprenden que e en proyecto de Jesús se manda de otra manera. El servicio de la autoridad (en la familia o en la comunidad) no se ejerce como una imposición, sino como un servicio entre hermanos. El político que manda una ciudad o un país no es más que los ciudadanos a los que él sirve. Y eso vale para los que mandan en la Iglesia o en la familia. ¿Quién debe mandar en un determinado ámbito de la vida? El que sirve mejor. Y en ese servicio está la calidad de su autoridad.

Todos nosotros tenemos algún ámbito en el que ejercemos la autoridad. Al leer la Palabra como discípulos/as recordamos que queremos hacerlo al estilo de Jesús: sirviendo. Y en eso consiste precisamente la vocación misionera de la Iglesia: servir a la humanidad con la Palabra de verdad y el gesto de amor hecho escuela, centro de salud, lugar de encuentro, comunidad de vida y fraternidad. Al celebrar la Eucaristía, pedimos que el Espíritu Santo nos haga ser servidores de nuestros esposos, familiares, miembros de nuestra comunidad, especialmente de los más necesitados.
P. Antonio Villarino, MCCJ


Misión es servir y contagiar de esperanza a todos los pueblos

Isaías 53,10-11; Salmo 32; Hebreos 4,14-16; Marcos 10,35-45

Reflexiones
En la cercanía del DOMUND (Domingo Mundial de las Misiones) – el próximo domingo – se nos propone el ejemplo de Jesús (Evangelio), que “no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos” (v. 45). Él es el mayor; sin embargo, se hizo nuestro servidor; es el primero, y se hizo último, el esclavo de todos (v. 44). Jesús que lava los pies a los discípulos, su agonía en el huerto, el Crucifijo… son hechos que nos convencen de la palabra del Evangelio de hoy. Jesús ha bebido hasta el fondo – ¡y con amor! – el cáliz de la pasión, ha recibido el bautismo de la muerte y de la resurrección (v. 38). Así Él, verdadero Siervo del Señor, ha dado cumplimiento a la profecía de Isaías (I lectura): ha entregado su vida como expiación, cargando con nuestros crímenes, con la certeza de que vería una descendencia numerosa (v. 10-11). Ya que Él, sumo y gran sacerdote (II lectura), sabe compadecerse de nuestras debilidades; todos los pueblos están invitados a acercarse con seguridad a Él, “para alcanzar misericordia y encontrar gracia para ser socorridos en el tiempo oportuno” (v. 16).

Beber el cáliz – recibir el bautismo” son expresiones de Jesús que indican su itinerario de muerte y de resurrección, para que todos tengan vida en abundancia (Jn 10,10). Jesús quiere involucrar a todos los discípulos en su obra de salvación: los que están bautizados en su nombre y los que Él llama para una vocación de especial consagración (sacerdotes, religiosas, religiosos, misioneros, laicos). De esta identificación sacramental con Cristo nace para todos el don y el compromiso por la Misión, es decir, el compromiso de anunciar el Evangelio a los pueblos que aún no lo conocen.

A la pregunta del Maestro: “¿son capaces de beber el cáliz…?” los discípulos Santiago y Juan responden: “Lo somos” (v. 38). En esta respuesta hay una buena dosis de presunción, pero también de generosidad y de audacia. Cuando venga el Pentecostés del Espíritu, ellos tendrán efectivamente la fuerza de dar el supremo testimonio. También hoy, frente a las múltiples exigencias del compromiso misionero de la Iglesia en el mundo entero, todos los cristianos están llamados a dar respuestas concretas, generosas y creativas, según la situación de cada uno. Algunos están llamados para un servicio misionero de por vida, incluso en regiones alejadas y peligrosas; otros se entregan hasta el sacrificio de su vida… A todos se les pide que colaboren con la oración, el compromiso evangelizador y el compartir solidario con los necesitados(*)

En sintonía con el Evangelio misionero de hoy, el Papa Benedicto XVI afirmaba: «Los discípulos de Cristo dispersos por todo el mundo trabajan, se esfuerzan, gimen bajo el peso de los sufrimientos y donan la vida… La Iglesia no actúa para extender su poder o afirmar su dominio, sino para llevar a todos a Cristo, salvación del mundo. Nosotros no pedimos sino el ponernos al servicio de la humanidad, especialmente de la más sufriente y marginalizada».

El mes de octubre nos ofrece numerosos ejemplos de santos misioneros que han entregado su vida para anunciar el Evangelio. S. Teresa del Niño Jesús (1 de octubre) ofreció oraciones y sacrificios en el monasterio de Lisieux, S. Francisco de Asís (4 oct.) inauguró el método del diálogo incluso con los musulmanes, San Daniel Comboni (10 oct.) escogió “hacer causa común” con los pueblos africanos, entregándose por completo para ellos. Los santos mártires canadienses Juan de Brébeuf y compañeros (19 oct.) y los dos catequistas ugandeses, los beatos David y Gildo (20 oct.) encontraron el martirio en su servicio como catequistas; y así muchos otros sacerdotes, religiosas y laicos. Son ejemplos que nos ayudan a vivir la fe como don para acoger, profundizar, transmitir. Nos lo recuerda repetidas veces el Papa Francisco: «En el inmenso campo de la acción misionera de la Iglesia, todo bautizado está llamado a vivir lo mejor posible su compromiso, según su situación personal».

Palabra del Papa
(*) «Al igual que los apóstoles y los primeros cristianos, también nosotros decimos con todas nuestras fuerzas: “No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hch 4,20). Todo lo que hemos recibido, todo lo que el Señor nos ha ido concediendo, nos lo ha regalado para que lo pongamos en juego y se lo regalemos gratuitamente a los demás. Como los apóstoles que han visto, oído y tocado la salvación de Jesús (cf. 1 Jn 1,1-4), así nosotros hoy podemos palpar la carne sufriente y gloriosa de Cristo en la historia de cada día y animarnos a compartir con todos un destino de esperanza, esa nota indiscutible que nace de sabernos acompañados por el Señor. Los cristianos no podemos reservar al Señor para nosotros mismos: la misión evangelizadora de la Iglesia expresa su implicación total y pública en la transformación del mundo y en la custodia de la creación».
Papa Francisco
Mensaje para el DOMUND 2021


NADA DE ESO ENTRE NOSOTROS

Marcos 10, 35-45
José Antonio Pagola

Mientras suben a Jerusalén, Jesús va anunciando a sus discípulos el destino doloroso que le espera en la capital. Los discípulos no le entienden. Andan disputando entre ellos por los primeros puestos. Santiago y Juan, discípulos de primera hora, se acercan a él para pedirle directamente sentarse un día “el uno a tu derecha y el otro a tu izquierda”.

A Jesús se le ve desalentado: “No sabéis lo que pedís”. Nadie en el grupo parece entender que seguirlo de cerca colaborando en su proyecto, siempre será un camino no de poder y grandezas, sino de sacrificio y cruz. Mientras tanto, al enterarse del atrevimiento de Santiago y Juan, los otros diez se indignan. El grupo está más agitado que nunca. La ambición los está dividiendo. Jesús los reúne a todos para dejar claro su pensamiento.

Antes que nada, les expone lo que sucede en los pueblos del Imperio romano. Todos conocen los abusos de Antipas y las familias herodianas en Galilea. Jesús lo resume así: Los que son reconocidos como jefes utilizan su poder para “tiranizar” a los pueblos, y los grandes no hacen sino “oprimir” a sus súbditos. Jesús no puede ser más tajante: “Vosotros, nada de eso”.

No quiere ver entre los suyos nada parecido: “El que quiera ser grande entre vosotros que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros que sea esclavo de todos”. En su comunidad no habrá lugar para el poder que oprime, solo para el servicio que ayuda. Jesús no quiere jefes sentados a su derecha e izquierda, sino servidores como él, que dan su vida por los demás.

Jesús deja las cosas claras. Su Iglesia no se construye desde la imposición de los de arriba, sino desde el servicio de los que se colocan abajo. No cabe en ella jerarquía alguna en clave de honor o dominación. Tampoco métodos y estrategias de poder. Es el servicio el que construye la Iglesia de Jesús.

Jesús da tanta importancia a lo que está diciendo que se pone a sí mismo como ejemplo, pues no ha venido al mundo para exigir que le sirvan, sino “para servir y dar su vida en rescate por todos”. Jesús no enseña a nadie a triunfar en la Iglesia, sino a servir al proyecto del reino de Dios desviviéndonos por los más débiles y necesitados.

La enseñanza de Jesús no es solo para los dirigentes. Desde tareas y responsabilidades diferentes, hemos de comprometernos todos a vivir con más entrega al servicio de su proyecto. No necesitamos en la Iglesia imitadores de Santiago y Juan, sino seguidores fieles de Jesús. Los que quieran ser importantes, que se pongan a trabajar y colaborar.
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XXVIII Domingo ordinario. Año B

Marcos 10,17-30: ¡Una sola cosa te falta!
”El Evangelio de las miradas”

El evangelio de este domingo narra el episodio del llamado joven rico, que todos conocemos bien. Después del tema del matrimonio, la Palabra de Dios hoy nos invita a abordar otro tema delicado: el de las riquezas.

El pasaje está estructurado en tres momentos. En primer lugar, el encuentro de Jesús con un hombre rico que le pregunta: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?”. Luego, el famoso comentario de Jesús sobre el peligro del apego a las riquezas: “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de Dios”, justo después de que, ante la propuesta de Jesús, el joven “se oscureció el rostro y se fue triste”. “Porque tenía muchos bienes”, añade el evangelista. Finalmente, la promesa del ciento por uno a quienes dejen todo “por causa de Él y del Evangelio”.

Tres miradas de Jesús marcan este evangelio: la mirada de simpatía y amor hacia el joven rico; la mirada triste y reflexiva hacia los que lo rodean, tras la partida del joven; y, finalmente, la mirada profunda y tranquilizadora hacia sus más cercanos, los doce. Hoy, la mirada de Jesús está dirigida hacia nosotros. Escuchar este evangelio debe hacerse con los ojos del corazón.

El texto comienza con el relato del encuentro de Jesús con “un hombre”, sin nombre, adinerado, un joven, según Mateo (19,16-29), y un jefe, según Lucas (18,18-30). Esta persona podría ser cualquiera de nosotros. Todos somos ricos, porque el Señor “siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para que nos hiciéramos ricos por medio de su pobreza” (2 Corintios 8,9). Al mismo tiempo, todos somos pobres, pobres de amor, de generosidad, de coraje. Este evangelio revela nuestra realidad profunda, poniendo al descubierto nuestras falsas riquezas y seguridades. “Tú dices: Soy rico, me he enriquecido, no necesito nada. Pero no sabes que eres un desdichado, miserable, pobre, ciego y desnudo” (Apocalipsis 3,17).

Jesús lo miró con cariño y lo amó”. Esta es sin duda la mirada más hermosa, profunda y singular de Jesús. Sin embargo, encontramos muchas referencias a la mirada de Jesús en los evangelios. Su mirada nunca es indiferente, apática o fría. Es una mirada clara, luminosa y cálida, que interactúa con la realidad y las personas. Es una mirada curiosa que se mueve, observa e interroga. Una mirada que revela los sentimientos profundos de su corazón. Una mirada que siente compasión por las multitudes y percibe sus necesidades. Una mirada atenta a cada persona que encuentra en su camino. Una mirada que suscita milagros, como en el caso de la viuda de Naín. Una mirada que nutre profundos sentimientos de amistad y ternura, hasta hacerlo llorar por su amigo Lázaro y por la ciudad santa de Jerusalén, la niña de los ojos de todo israelita.

Su mirada es también penetrante, como su palabra, “más cortante que una espada de doble filo”. “Todo está desnudo y descubierto” a sus ojos, como dice la segunda lectura (Hebreos 4,12-13). Su mirada es también una mirada llameante (Apocalipsis 2,18), que se enfurece ante la dureza de corazón, la negligencia hacia los pequeños y la injusticia hacia los pobres.

Los ojos de Jesús son protagonistas, los precursores de su palabra y de su acción. Nosotros, en general, consideramos el evangelio como un relato de las palabras y acciones de Jesús. Sin embargo, podríamos decir que también hay un evangelio de las miradas de Jesús. Son sobre todo los artistas quienes lo cuentan.

La pintura más famosa que representa la mirada de Jesús dirigida al joven rico es probablemente la de “Cristo y el joven gobernante rico” del pintor alemán Heinrich Hofmann (1889). La mirada profunda e intensa de Jesús está dirigida hacia el joven, mientras sus manos están extendidas hacia la mirada triste y lánguida de los pobres. El joven tiene una mirada perdida, incierta y esquiva, dirigida hacia abajo, hacia la tierra. Es una representación icónica de la vocación fallida del “decimotercer apóstol”, podríamos decir. En contraste, la pintura ilustra bien la vocación del cristiano: acoger la mirada de Cristo para luego dirigirla hacia los pobres. Sin la unificación de esta doble mirada, no hay fe, solo religiosidad alienante.

¡Una sola cosa te falta!”. ¿Cuál? Aceptar la mirada de Jesús sobre ti, sea cual sea, dejar que penetre en lo más profundo de tu corazón y lo transforme. Y entonces descubriremos, con asombro, alegría y gratitud, que realmente “¡todo es posible para Dios!”

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?

“Mientras Jesús iba de camino, un hombre corrió hacia él, se arrodilló y le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”. Jesús le respondió: “¿por qué me llamas “bueno”? ¡Solo Dios es bueno! Ya conoces los mandamientos: No mates, no cometas adulterio, no robes, no des falso testimonio, no estafes, honra a tu padre y a tu madre”.

“Maestro -le contestó él-, todo esto lo cumplo desde mi juventud”. Jesús lo miró con amor y le dijo: “Una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme”. Pero, afligido por estas palabras, aquel hombre se fue triste, porque tenía muchos bienes.

Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: “¡Qué difícil será para los que tienen riquezas entrar en el Reino de Dios!” … (Marcos, 10, 17-31)

Todos llevamos en lo profundo de nuestro ser el deseo de ver nuestra existencia prolongarse más allá de los límites del tiempo y del espacio que ocupamos en este mundo. La vida eterna representa de alguna manera la convicción de que nuestra vida no puede terminar al final de unos cuantos años, aunque éstos hayan sido vividos intensamente.

La vida eterna a la que aspiramos quiere responder a la verdad que llevamos inscrita en nuestro corazón y que nos recuerda que, habiendo sido queridos por Dios, nuestra plena realización como seres humanos será cuando podamos volver a él reconociéndonos como obra de sus manos, hijos queridos por él.

El hombre que se acercó a Jesús en el relato del Evangelio, podemos creer que se trata de alguien que verdaderamente buscaba esa plenitud de vida que sólo Dios podía otorgar y no esconde el anhelo de poder alcanzar esa meta como una bendición de Dios que se le acercaba en la persona de Jesús.

¿En qué consistía la vida eterna que andaba buscando? Jesús le ofrece una respuesta que no tiene complicaciones y que estaba al alcance de cualquier persona que practicara mínimamente su fe en Dios.

La vida eterna, dice Jesús, consiste fundamentalmente en darle un orden a la vida personal y comunitaria, de tal manera que lo que a la acción corresponda sea el deseo de hacer el bien, de vivir en la justicia y en el respeto de los demás. Se trata de vivir responsable y honestamente buscando el bien de los demás.

La vida eterna es empezar a vivir como tendremos que hacerlo durante toda la eternidad, amando como Dios nos ama y practicando el bien a nuestro alrededor siempre.

Con la respuesta de Jesús parece quedar claro que la vida eterna no es algo que tenemos que imaginarnos que sucederá en un futuro lejano y que se nos otorgará como premio por habernos portado bien.

No, la vida eterna empieza aquí y se prolongará en la eternidad si somos capaces de poner en práctica los valores de Evangelio, si somos capaces de crear relaciones sanas, buenas y santas con nuestros hermanos, y no sólo eso.

El hombre del Evangelio parece que había avanzado bastante en esa experiencia y dice con profunda convicción que desde joven había vivido de esa manera. Había, posiblemente, observado todas las leyes y mandamientos de su tiempo. Había sido un buen practicante de sus convicciones religiosas. Pero algo le faltaba y eso es lo que va a buscar en la persona de Jesús.

Dice el Evangelio que Jesús lo miró con amor y eso puede significar un reconocimiento y una empatía que acercaba sus corazones. Jesús siente aprecio y admira las buenas disposiciones de esta persona, pero al mismo tiempo lo invita a ir más lejos.

Si quieres gozar plenamente de la vida eterna, dice Jesús, ve vende todo lo que tienes dáselo a los pobres y sígueme.

En ese momento la vida eterna que andaba buscando aquel hombre se convirtió de pronto en una exigencia que lo obligaba a darse cuenta de que lo que más importaba a los ojos de Jesús no eran los grandes sacrificios que pudo haber hecho esa persona para merecer entrar en el Reino, sino que lo más importante sería la entrega de sí mismo, el abandono y la confianza en Dios que lo haría libre para ir a cualquier parte como discípulo de Jesús.

Lo más importante sería convertirse en un hombre libre de toda atadura y totalmente disponible para convertirse en discípulo y seguidor del Señor. Y la vida eterna se convertiría en una vida de entrega y donación, de servicio y de amor a los más pobres.

A partir de esa respuesta el entusiasmo y la gran disponibilidad de aquel hombre se convirtió en rostro sombrío y en pesada tristeza, el apego a las riquezas acabó por apoderarse del corazón, haciendo que la vida eterna quedara en espera para algún otro momento en donde no hubiera tales exigencias.

Y Jesús concluye diciendo que será muy difícil para quienes tienen riquezas entrar en el Reino de los cielos. Ciertamente no porque las riquezas sean malvadas, sobre todo cuando han sido adquiridas con el esfuerzo de grandes trabajos y sacrificios durante la vida.

Las riquezas serán un obstáculo cuando se conviertan en la gran preocupación y en el centro de interés de la vida. Cuando impidan ir al encuentro libremente de los demás y cuando no permitan crear lazos de fraternidad y de comunión.

Será muy difícil entender la vida eterna si, encandilados por la seguridad que pueden dar las riquezas, nos olvidamos de que Dios nos ha querido y pensado para que sólo en él encontráramos nuestra felicidad. Y las riquezas se convertirán en un obstáculo cada vez que les entreguemos nuestro corazón.

Al final, nos daremos cuenta de que la vida eterna a la que nuestro corazón anhela se encuentra únicamente en la medida en que vayamos creciendo en la conciencia de que sólo en Dios encontraremos la bondad que nos hace felices y esa bondad se nos ofrece a diario como un don maravilloso que Dios ha puesto a nuestro alcance en la persona de Jesús y en el amor que podemos ejercer reconociendo a los demás como nuestros hermanos.

¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? Ciertamente no se trata de mucho quehacer, ni de muchos compromisos y propósitos personales; es cuestión más bien de abrir el corazón para dejarnos invadir por el amor de Dios y de aceptar vivir en la libertad que nos ofrece para vivir amando y olvidándonos, poco a poco, de nosotros mismos.

P. Enrique Sánchez G. Mccj